Es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran entre las leyes de la naturaleza y su existencia es útil al plan general, tanto como la prosperidad de quien lo aplasta. Ésta es la verdad que debe sofocar el remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que no se coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo posible con que ella nos convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos predisponen al mal, es porque el mal le es necesario.
Donatien Alphonse Francois de Sade
El estampido y el chirrido de las puertas primero abiertas y luego cerradas de la celda despertaron a la más joven de las hermanas Scarra. La mayor estaba sentada a la mesa, ocupada en rascar unas gachas pegadas al fondo de una escudilla de estaño.
– ¿Y cómo te ha ido en el juicio, Kenna?
Joanna Selborne, llamada Kenna, no dijo nada. Se sentó en el camastro, apoyó los codos en las rodillas y la frente en las manos.
Scarra la Joven bostezó, eructo y se peyó ruidosamente. LeCoq, acurrucado en el camastro de enfrente, murmuró algo ininteligible y volvió la cabeza. Estaba enfadado con Kenna, con las hermanas y con todo el mundo.
En las prisiones normales todavía se dividía tradicionalmente a los arrestados según su sexo. En las ciudadelas militares era distinto. Ya el emperador Fergus var Emreis, confirmando en un decreto la igualdad de derechos de las mujeres en el ejército imperial, ordenó que, si emancipación, pues emancipación, la igualdad debía ser igual en todos lados y en todos los aspectos, sin ninguna excepción, ni especiales privilegios para ninguno de los sexos. Desde aquel momento, en las fortalezas y ciudadelas los prisioneros cumplían su condena en celdas coeducacionales.
– ¿Y qué entonces? -repitió Scarra la Mayor-. ¿Te sueltan?
– ¡Seguro! -dijo Kenna con amargura, todavía con la cabeza apoyada en las manos-. Antoavía voy a tener suerte si no me cuelgan. ¡Joder! He declarado toda la verdad, sin ocultar ni miaja, bueno, casi nada, se entiende. Y ese hijoputa comenzó a machacarme, hízome primero quedar como una tonta ante todos, luego arresultó que soy persona sin credibilidad y elemento criminal y al mismito final va y me sale con participación en conspiración dirigida a derrocar.
– Derrocar. -Scarra la Mayor, haciendo como si lo entendiera, meneó la cabeza-. Aah, si se trata de derrocar… La has cagao, Kenna.
– Como si no lo supiera.
Scarra la Joven se estiró, bostezó de nuevo, con la boca más abierta y haciendo más ruido que un leopardo, saltó del camastro de arriba, de una enérgica patada quitó de en medio el estorbo del taburete de LeCoq, escupió al suelo junto al taburete. LeCoq gruñó, pero no se atrevió a más.
LeCoq estaba mortalmente enfadado con Kenna. Y tenía miedo de las hermanas.
Cuando hacía tres días le instalaron a Kenna en la celda, pronto resultó que LeCoq tenía sus propias ideas en lo tocante a la emancipación y la igualdad de la mujer. En mitad de la noche le echó a Kenna una manta sobre la parte superior del cuerpo con intenciones de servirse de la parte inferior, lo que seguramente hubiera conseguido si no hubiera sido por el hecho de que dio con una empática. Kenna se le metió en el cerebro de tal forma que LeCoq aulló como un lobisome y se arrastró por la celda como si le hubiera picado una tarántula. Kenna, por su parte y por pura venganza, le obligó telepáticamente a ponerse a cuatro patas y a golpear con la cabeza en la puerta cubierta de chapa de la celda. Cuando, alarmados por el terrible ruido, los guardianes abrieron la puerta, LeCoq le dio un embate a uno de ellos, por lo que recibió cinco golpes de palo y otros tantos puntapiés. Recapitulando, LeCoq no saboreó aquella noche los placeres con los que contaba. Y se enfadó con Kenna. Ni siquiera se atrevió a pensar en la revancha, porque al día siguiente les pusieron en la celda a las hermanas Scarra. De modo que el bello sexo estaba en mayoría y, para colmo pronto se vio que las opiniones de las hermanas acerca de la igualdad eran parecidas a las de LeCoq, sólo que completamente al revés en lo que se refería a los roles adjudicados a los sexos. Scarra la Joven miraba al hombre con ojos de rapaz y emitía comentarios inequívocos, mientras que la Mayor se carcajeaba y se frotaba las manos. El efecto fue que LeCoq dormía con su taburete, con el cual, en caso necesario, preveía defender su honor. Pero escasas eran sus posibilidades y perspectivas: ambas Scarra habían servido en el ejército de línea y eran veteranas de muchas batallas, no se rendirían ante un taburete; si querían violar, violaban, incluso si el hombre estaba armado con un hacha. Kenna, sin embargo, estaba segura de que las hermanas sólo bromeaban. Bueno, casi segura.
Las hermanas Scarra estaban en la trena por haber pegado a un oficial, mientras que en el asunto del guardamangier LeCoq había una investigación relacionada con un chanchullo de robo de botín de guerra que era ya grande y famoso y que iba alcanzando cada vez círculos más altos.
– La has cagao, Kenna -repitió Scarra la Mayor-. Entonces te has metió en una buena maraña. O más bien te han metió. ¡Y por el diablo diablero, que no te anteraras a tiempo que andabas embrollá en un pastel político!
– Bah.
Scarra la miró sin saber muy bien cómo había de entender la afirmación monosilábica. Kenna evitó su mirada.
No os voy a contar a vosotras lo que silenciara ante los jueces, pensó. El que sabía en qué juego me estaba metiendo. Ni eso, ni la forma en que me enterara.
– Mordiste más de lo que podías tragar -afirmó sabia la más joven de las Scarra, la menos desarrollada, la que (Kenna estaba segura) no había entendido ni jota de lo que se trataba.
– ¿Y qué pasó con la princesa ésa de Cintra? -no se resignó Scarra la Mayor-. Al cabo la echastis mano, ¿no?
– La echamos mano. Si se puede decir así. ¿Qué día es hoy?
– El ventidós de septiembre. Mañana es el equinoccio.
– Ja. Ved cuán raro es el decurso del azar. Entonces mañana se cumplirá el año desde aquellos hechos… Un año ya…
Kenna se tumbó en el camastro, con las manos unidas detrás del cuello. Las hermanas callaban, con la esperanza de que aquello fuera la introducción para una historia.
Nada de eso, hermanillas, pensó Kenna, mirando las guarrerías escritas y las todavía mayores guarrerías dibujadas en la tabla del camastro de arriba. No habrá ninguna historia. Ni siquiera es porque ese apestoso LeCoq me apesta a mí a chota de mierda o a otro testigo de la corona. Simplemente no quiero hablar de ello. No quiero recordarlo.
Lo que pasó hace un año… después de que Bonhart se nos escapara en Claremont.
Llegamos allí dos días demasiado tarde, recordó, el rastro ya se había enfriado. Nadie sabía adonde había ido el cazador de recompensas. Nadie, excepto el mercader Houvenaghel, se entiende. Pero Houvenaghel no quiso hablar con Skellen, ni siquiera le dejó entrar en su casa. Le transmitió mediante el servicio que no tenía tiempo y no concedía audiencia. Antillo se enrabietó y se inflamó, pero, ¿qué iba a hacer? Aquello era Ebbing, no tenía allí jurisdicción. Y de otro -nuestro- modo no se podía agarrar a Houvenaghel, porque él tenía en Claremont un ejército privado y no se podía empezar una guerra…
Bóreas Mun rastreó, Dacre Silifant y Ola Harsheim intentaron el soborno, Til Echrade, la magia élfica, yo sentí y leí pensamientos, pero no sirvió de mucho. Nos enteramos solamente de que Bonhart se fue de la ciudad por la puerta del sur. Y de que antes de que se fuera…
En Claremont había un santuario pequeñito, de madera de alerce… Junto a la puerta del sur, frente a una placita con mercado. Antes de irse de Claremont, Bonhart, en aquella plaza, delante del santuario, torturó a Falka con un látigo. Ante los ojos de todos, incluyendo de los sacerdotes del santuario. Gritó que le demostraría quién era su señor y amo. Que esto se lo enseñaría con un palo, como quisiera, y si lo quisiera, la golpearía hasta la muerte, porque nadie tomaría parte por ella, nadie la ayudaría, ni los hombres ni los dioses.
Scarra la Joven miraba por la ventana, colgaba agarrada a las rejas. La Mayor comía gachas de la escudilla. LeCoq tomó el taburete, se tumbó y se cubrió con la manta.
Se escuchó la campana del cuerpo de guardia, los centinelas se gritaron en la muralla.
Kenna se dio la vuelta, el rostro hacia la pared.
Algunos días después, nos encontramos, pensó. Yo y Bonhart. Cara a cara. Miré a sus inhumanos ojos de pez: sólo pensaba en una cosa, en cómo golpear a esa muchacha. Y le eché un vistazo a sus pensamientos… Sólo por un momento. Y fue como meter la cabeza en un tumba abierta…
Esto sucedió en el equinoccio.
Y el día anterior, el veintidós de septiembre, me di cuenta de que se había metido entre nosotros un invisiblero.
Stefan Skellen, coronel imperial, escuchaba sin interrumpir. Pero Kenna vio cómo se le transformaba el rostro.
– Repite, Selborne -pronunció arrastrando las sílabas-. Repite porque no creo a mis propios oídos.
– Cuidado, señor coronel -murmuró-. Haced como que os enfadáis… Como si yo petición alguna tuviera y vos no quisierais permitirla… En apariencia, se entiende. Yo no me equivoco, segura estoy. Dos días ha que un invisiblero nos ronda. Un espía invisible.
Antillo, había que reconocérselo, era listo; lo pilló al vuelo.
– No, Selborne, no lo concedo -dijo en voz alta, pero evitando exageraciones actorales tanto en el tono como en los gestos-. La disciplina ata a todos. No hay excepciones. ¡No concedo mi permiso!
– Pídoos al menos que escucharéis, señor coronel. -Kenna no tenía el talento de Antillo, no escapaba a la artificialidad, pero en la escena que estaban interpretando cierta artificialidad y confusión habrían sido aceptables-. Pídoos al menos escuchar…
– Habla, Selborne. ¡Pero corto y conciso!
– Nos espía desde hace dos días -murmuró, fingiendo que explicaba sus razones con humildad-. Desde Claremont. Ha de ir secretamente tras nos, se acerca en los vivaques, invisible, andurrea entre la gente, escucha.
– Escucha, el puto espía. -Skellen no tenía que fingir enfado ni severidad, su voz vibraba de rabia-. ¿Cómo lo descubriste?
– Cuando antenoche dierais junto a la posada las órdenes al señor Silifant, un gato que al punto andaba durmiendo en un poyo siseó y puso las orejas. Raro se me hiciera aquello, puesto que no había nadie en aqueste lado… Y luego sentí algo, como un pensamiento, ajena voluntad. Cuando alredor nomás hay pensamientos de los nuestros, normales, un pensamiento ajeno es entonces para mí, señor coronel, como si alguien gritara a lo loco… Principié a estar atenta, fuerte, doblemente, y lo sentí.
– ¿Lo puedes sentir siempre?
– No. No siempre. Ha de tener alguna protección mágica. No más lo siento de muy cerca, y esto no de continuo. Por esto hay que guardar la apariencia, puesto que no se sabe si justamente anduviera por acá.
– No lo espantemos -Antillo arrastró las sílabas-. No lo espantemos… Yo lo quiero vivo, Selborne. ¿Qué propones?
– Lo vamos a hacer crepés.
– ¿Crepés?
– Más bajito, señor coronel.
– Pero… Ah, no importa. De acuerdo. Te dejo mano libre.
– Mañana hacer que tomemos cuartelillo en alguna aldea. Yo apañaré el resto. Y ahora, para las apariencias, gritarme severamente y yo me iré.
– No sé cómo gritaros -le sonrió con los ojos y guiñó levemente, tomando de inmediato gesto de caudillo severo-. Porque estoy satisfecho de vos, doña Joanna.
Dijo «doña». Doña Joanna. Como a un oficial.
Hizo de nuevo un guiño.
– ¡No! -dijo, y agitó la mano, interpretando estupendamente su papel-. ¡Petición rechazada! ¡Idos!
– A la orden, señor coronel.
Al día siguiente, por la tarde, Skellen arregló que se quedaran en una aldea junto al río Lete. La aldea era rica, rodeada por una empalizada, se entraba en ella por una elegante puerta giratoria de tablones nuevos de pino. La aldea se llamaba Licornio. Y tomaba este nombre de una pequeña capilla de piedra en la que había un muñeco de paja que representaba a un unicornio.
Recuerdo, dijo para sí Kenna, cómo nos burlamos de aquel diosecillo de paja, y el alcalde, con un gesto serio, aclaró que el santo licornio que protegía la ciudad había sido, hacía años, de oro, luego de plata, luego de cobre, luego hubo algunas versiones de hueso y de maderas nobles. Pero todos habían sido robados y saqueados. Sólo desde que el licornio era de paja había tranquilidad.
Extendimos el campamento en la aldea. Skellen, como estaba convenido, ocupó la sala del concejo.
Al cabo de menos de una hora hicimos del espía invisible un crepé. De una forma clásica, de manual.
– Por favor, acercaos -ordenó en voz alta Antillo-. Por favor, acercaos y echadle un vistazo a este documento… ¿Ahora? ¿Están ya todos? Que no tenga que explicarlo dos veces.
Ola Harsheim, que estaba precisamente bebiendo crema agria algo diluida con leche cortada en un cubo de ordeñar, se limpió los labios de los chorrillos de la crema, soltó el vaso, miró a su alrededor, contó. Dacre Silifant, Bert Brigden, Neratin Ceka, Til Echrade, Joanna Selborne…
– No está Dufficey.
– Llamadlo.
– ¡Kriel! ¡Duffi Kriel! ¡Al mando, una reunión! ¡A por órdenes importantes! ¡Aprisa!
Dufficey Kriel, jadeando, entró en la choza.
– Todos presentes, señor coronel -anunció Ola Harsheim.
– Dejad la ventana abierta. Aquí apesta a ajo que te mueres. Dejad también abiertas las puertas, para hacer corriente.
Brigden y Kriel, obedientes, abrieron puertas y ventanas. Kenna advirtió de nuevo cómo Antillo habría sido un excelente actor.
– Por favor, señores, acercaos. He recibido del emperador este documento, secreto y de una importancia inaudita. Os pido que atendáis…
– ¡Ahora! -gritó Kenna, enviando un fuerte impulso direccional cuya acción sobre el pensamiento era semejante a ser tocado por un rayo.
Ola Harsheim y Dacre Silifant agarraron los cubos y lanzaron la crema al mismo tiempo en el lugar señalado por Kenna. Til Echrade arrojó con brío un corcho de harina que estaba escondida bajo la mesa. En el suelo de la habitación se materializó una forma cremo-harinosa,- al principio irregular-. Pero Bert Brigden vigilaba. Valorando sin error alguno dónde podía estar la cabeza del crepé, llamó con todas sus fuerzas a tal cabeza con ayuda de una sartén de hierro fundido.
Luego todos se echaron sobre el espía cubierto de crema y harina, le quitaron de la cabeza el gorro de la invisibilidad, le agarraron por las manos y los pies. Dieron la vuelta a la mesa, ataron las extremidades del prisionero a las patas de la mesa. Le quitaron las botas y los peales, uno de los peales se lo introdujeron en la boca mientras la abría para gritar.
Para coronar la obra, Dufficey Kriel le asestó con deleite una patada en las costillas al prisionero y el resto contempló con satisfacción cómo al pateado se le desencajaban los ojos.
– Buen trabajo -valoró Antillo, el cual durante aquel corto espacio de tiempo no se había movido del sitio, con las manos cruzadas sobre el pecho-. Bravo. Os felicito. Sobre todo a vos, doña Joanna.
Joder, pensó Kenna. Si esto sigue así, de verdad que me colocan de oficial.
– Señor Brigden -dijo Stefan Skellen con voz fría, de pie junto a los pies del prisionero extendidos y atados a la mesa-, por favor, ponga el hierro al fuego. Señor Echrade, por favor, vigile que en los alrededores de la sala del concejo no haya niños.
Se inclinó, miró al prisionero a los ojos.
– Hace mucho que no te has mostrado, Rience -dijo-. Ya había comenzado a pensar que te había ocurrido alguna desgracia.
Sonó la campana del cuerpo de guardia, la señal del cambio de guardia. Las hermanas Scarra roncaban melodiosamente. LeCoq mascullaba en sueños, aferrando su taburete.
Intentó dárselas de valiente, recordó Kenna, fingió no tener miedo, el Rience aquél. El hechicero Rience, hecho un crepé, atado a las patas de una mesa con los pies desnudos hacia arriba. Intentaba dárselas de valiente. Aunque no engañaba a nadie y a mí la que menos. Antillo me había advertido de que era un hechicero, así que le removí los pensamientos para que no pudiera hacer hechizos ni pedir ayuda mágicamente. De paso lo leí. Defendió la entrada, pero cuando olió el humo del fuego de carbón en el que se estaba calentando el hierro, sus defensas y bloqueos mágicos se abrieron por todos lados como unos calzones viejos y pude leerlo a mi gusto. Sus pensamientos no se diferenciaban para nada de los de otros que había leído en situaciones similares. Pensamientos desvariados, temblorosos, llenos de miedo y desesperación. Pensamientos fríos, viscosos, húmedos y malolientes. Como el interior de un cadáver.
– ¡Bueno, venga, Skellen! ¡Me habéis pillado, vuestra es la captura! Te felicito. Me inclino ante la técnica, el saber hacer y la profesionalidad. Es de envidiar, una gente extraordinariamente bien entrenada. Y ahora, por favor, libérame de esta posición tan incómoda.
Antillo se acercó una silla, se sentó sobre ella del revés, apoyando las manos entrelazadas y la barbilla en el respaldo. Miró al prisionero desde arriba. Guardaba silencio.
– Ordena que me suelten, Skellen -repitió Rience-. Y luego pide a tus subordinados que salgan. Lo que tengo que decir está destinado sólo a tus oídos.
– Señor Brigden -preguntó Antillo, sin volver la cabeza-. ¿Qué color tiene el hierro?
– Todavía hay que esperar un poco, señor coronel.
– ¿Señora Selborne?
– Se le lee ahora peor. -Kenna se encogió de hombros-. Demasiado miedo tiene, el miedo ahoga todos sus otros pensamientos. Y hay también otros pensamientos que no veas. Y algunos que esconder intenta. Tras de barreras mágicas. Mas esto no es difícil para mí, pudiera…
– No será necesario. Lo intentaremos con el clásico hierro al rojo.
– ¡Diablos! -gritó el espía-. ¡Skellen! No tendrás intenciones de…
Antillo se inclinó, el rostro se le transformó ligeramente.
– En primer lugar: señor Skellen -pronunció arrastrando las palabras-. En segundo: sí, tengo intenciones de ordenar que te tuesten las plantas de los pies. Lo haré además con una satisfacción inenarrable. Así que trátalo como expresión de justicia histórica. Me apuesto a que no lo entiendes.
Rience guardaba silencio, así que Skellen continuó.
– Sabes, Rience, yo aconsejé a Vattier de Rideaux que te quemara los talones ya entonces, hace siete años, cuando te arrastraste hasta los servicios secretos imperiales como un perro, suplicando la merced y el privilegio de ser un traidor y un agente doble. Lo volví a decir hace cuatro años, cuando te metiste en el culo de Emhyr sin vaselina, mediando en los contactos con Vilgefortz. Cuando, con ocasión de la caza a la cintriana, ascendiste de mercenario común y corriente a jefecillo casi. Aposté con Vattier a que si te tostábamos nos contarías a quién sirves… No, digo mal. Que nos mencionarías uno por uno todos a los que sirves. Y a todos a los que traicionas. Y entonces, le dije, verás, te vas a asombrar, Vattier, de hasta qué punto coinciden las dos listas. Pero en fin, Vattier de Rideaux no me hizo caso. Y ahora con toda seguridad lo lamenta. Pero nada se ha perdido. Yo no te voy a tostar más que un poquillo, y cuando sepa lo que quiero saber, te pondré a disposición de Vattier. Y él te va a sacar la piel, poco a poco, en pequeños fragmentos.
Antillo sacó un pañuelo y una botellita de perfume del bolsillo. Roció abundantemente el pañuelo y se lo puso en la nariz. El perfume olía agradablemente a almizcle, y sin embargo casi hizo vomitar a Kenna.
– El hierro, señor Brigden.
– ¡Os sigo por orden de Vilgefortz! -gritó Rience-. ¡Se trata de la muchacha! ¡Siguiéndoos a vosotros tenía la esperanza de llegar antes a ese cazador de recompensas! ¡Tenía que intentar comprarle la muchacha! ¡A él y no a vosotros! ¡Porque vosotros queréis matarla y a Vilgefortz le es necesaria viva! ¿Qué más queréis saber? ¡Lo diré! ¡Lo diré todo!
– ¡Vaya, vaya! -gritó Antillo-. ¡Más despacio! De tanto ruido y abundancia de información hasta le puede a uno doler la cabeza. ¿Os imagináis, señores, lo que pasará cuando se le tueste? ¡Nos va a volver locos a gritos!
Kriel y Silifant se carcajearon a plena voz. Kenna y Neratin Ceka no se unieron a la alegría común. Tampoco se unió a ella Bert Brigden, quien precisamente había sacado del fuego la varilla y la contemplaba críticamente. El hierro estaba tan caliente que parecía transparente, como si no fuera un hierro sino un tubo de cristal relleno de fuego líquido.
Rience lo miró y graznó.
– ¡Yo sé cómo encontrar al cazador y a la muchacha! -gritó-. ¡Lo sé! ¡Os lo diré!
– Pues claro.
Kenna, que seguía intentando leer sus pensamientos, hasta frunció el ceño al recibir una ola de rabia desesperada e impotente. En el cerebro de Rience de nuevo se rompió algo, otra barrera más. De tanto miedo que tiene va a decir algo, pensó Kenna, algo que pensaba mantener hasta el final, como carta de triunfo, un as que podría haber superado a otros ases en el último y decisivo palo y la apuesta más alta. Ahora, de puro y duro miedo al dolor, va a echar esa carta sobre el tapete.
De pronto, algo se vertió en su cabeza, sintió calor en las sienes, luego frío repentino.
Y lo supo. Conoció los pensamientos ocultos de Rience.
Por los dioses, pensó. Vaya un embrollo en el que me he metido…
– ¡Lo diré! -aulló el hechicero, enrojeciendo y clavando sus ojos desencajados en el rostro del coronel-. ¡Te diré algo verdaderamente importante, Skellen! Vattier de Rideaux…
Kenna escuchó de pronto otra mente, extraña. Vio cómo Neratin Ceka, con la mano en el estilete, se acercaba a la puerta.
Golpeteo de botas. Boreas Mun entró en sala del concejo.
– ¡Señor coronel! ¡Deprisa, señor coronel! Han venido… ¡no vais a creer… quiénes!
Skellen, con un gesto, detuvo a Brigden, que se inclinaba con el hierro sobre los talones del espía.
– Debieras jugar a la lotería, Rience -dijo, mirando a la ventana-. No he visto en mi vida a nadie que tenga tanta potra como tú.
Por la ventana se veía gente agrupándose, y en el centro del grupo, una pareja a caballo. Kenna supo de inmediato quiénes eran. Supo quién era aquel delgado gigante de pálidos ojos de pez, que iba en un espigado bayo.
Y quién era la muchacha de cabellos grises montada en una hermosa
yegua mora. Con las manos atadas y una cadena al cuello. Con cardenales
sobre su mejilla hinchada.
Vysogota volvió a la choza con un humor de perros, constipado, silencioso, enfadado incluso. La causa era una charla con un aldeano que había venido en canoa a recoger las pieles. Igual la última vez antes de la primavera, dijo el aldeano. El tiempo peor cada día, una lluvia y un viento que hasta da miedo ir en barca. A la mañana se hielan los charcos, no más que veas que vengan los nevizos, y aluego vendrán los yelos, no más que veas como el río se pare y se yele, ya puedes entonces meterte la canoa en el chozo y sacarte el trineo. Mas en el Pereplut ni con los trineos se puede ir uno, calvero tras calvero…
El labrador tenía razón. Por la tarde el cielo se nubló, se volvió granate y cayeron blancas plaquitas. Un impetuoso viento del oeste derribó los matorrales secos, jugueteó con blancas ráfagas por los lodazales. El frío se hizo penetrante y doloroso.
Pasado mañana, pensó Vysogota, es la fiesta de Saovine. Según el calendario élfico, dentro de tres días será año nuevo. Según el calendario de los humanos habrá que esperar todavía dos meses para el año nuevo.
Kelpa, la yegua mora de Ciri, pateaba y bufaba en el establo.
Cuando entró en la choza, encontró a Ciri que rebuscaba en los cofres. Él se lo había permitido, incluso la había animado. En primer lugar, era una ocupación completamente nueva, después de cabalgar en Kelpa y repasar los libros. En segundo, en las cajas había bastantes cosas de su hija y la muchacha necesitaba ropa más abrigada. Varias mudas de ropa, porque en el frío y la humedad pasaban largos días antes de que las ropas lavadas se secaran finalmente.
Ciri elegía, se probaba, rechazaba, colocaba. Vysogota se sentó a la mesa. Comió dos patatas cocidas y un ala de pollo. Callaba.
– Buena artesanía. -Le mostró un objeto que no había visto desde hacía años y hasta había olvidado que lo tenía-. ¿Pertenecían también a tu hija? ¿Le gustaba patinar?
– Le encantaba. Esperaba con ansia el invierno.
– ¿Puedo cogerlos?
– Coge lo que quieras -se encogió de hombros-. A mí no me sirven para nada. Si a ti te sirven y si las botas te vienen bien… Pero, ¿es que estás preparando el equipaje, Ciri? ¿Te preparas para irte?
Ella clavó sus ojos en un montón de ropa.
– Sí, Vysogota -dijo al cabo de un instante de silencio-. Lo he decidido. Porque sabes… No hay tiempo que perder.
– Tus sueños.
– Sí -reconoció al cabo-. He visto en sueños unas cosas poco agradables. No estoy segura de si han tenido ya lugar, o si sólo es el futuro… Pero tengo que irme. Ves, yo, en cierto momento, me quejé de que mis amigos no habían acudido en mi ayuda. Que me dejaron a merced del destino… Y ahora pienso que quizá ellos necesiten mi ayuda. Tengo que ir.
– Se acerca el invierno.
– Precisamente por eso tengo que irme. Si me quedo, me quedaré atascada hasta la primavera… Hasta la primavera me reconcomeré en esta inactividad e inseguridad, perseguida por las pesadillas. Tengo que ir, tengo que ir ahora, intentar encontrar esa Torre de la Golondrina. Ese telepuerto. Tú mismo has calculado que hasta el lago hay quince días de camino. Estaría allí antes de la luna llena de noviembre.
– No puedes dejar ahora tu escondite -murmuró con esfuerzo-. Ahora no. Date cuenta, Ciri… Tus perseguidores están… bastante cerca. No puedes ahora…
Tiró al suelo una blusa, se levantó como impulsada por un muelle.
– Te has enterado de algo -afirmó brusca un hecho-. Del aldeano que vino a por las pieles. Dilo.
– Ciri…
– ¡Habla, por favor!
Lo dijo. Y luego se arrepintió.
– El diablo los trajo, señor ermitaño -murmuró el campesino, interrumpiendo por un momento la cuenta de las pieles-. El diablo sería, digo yo. Ende el Igualamiento que andurrean por los montes, no sé qué moza dicen que buscan. Asustaron, gritaron, amenazaron mas luego fuéronse, ni tiempo hubieron pa cansarse de dar voces. Mas agora vinieron con otra maldá: han ido dejando por pueblos y aldeas unos… como se ice… viejolantes o algo así. Y nada de viejos, oh, no, sino tres o cuatro bandidos tunantes comunes y corrientes, no más que pa joder. Paece ser que van a andar haciendo guardia to el invierno, no sea que la moza que buscan saque el hocico del esconderijo suyo y lo meta en el pueblo. Y en tal caso habrán los viejolantes de agarrarla.
– ¿Y también los hay en vuestro pueblo?
– No, en nuestro pueblo no, por ventura. Mas en Dun Dáre, a media jornada de nosotros, hay cuatro. Aposentáronse en la posada de los arrabales. Canallas, señor ermitaño, canallas redomados y asquerosos. Se les echaron encima a las mozas, y cuando los mozos les plantaron cara los zurraron, señor ermitaño, sin caridá. Hasta la muerte…
– ¿Han matado a gente?
– A dos. Al alcalde y a otro más. ¡Y dígame usté, señor ermitaño, si es que no hay castigo pa tales cabrones! ¿No hay ley? ¡Ni ley ni castigo! Un concejal que vino ende Dun Dáre con la parienta y la cría decía que antaño rumbeaban por esos mundos de los dioses los brujos… Y les arrejustaban las cuentas a to tipo de cabronazos. Falta haría llamar a Dun Dáre a algún brujo pa que echara a esos hideputas…
– Los brujos mataban monstruos y no gente.
– Éstos son cabrones y no gente, señor ermitaño, cabrones mandaos por el diablo. Un brujo hace falta, carallo, un brujo… Bueno, mas hora es ya de echarse al camino, señor ermitaño… ¡Uh, vaya frío! ¡Bien pronto habrá que meter en el pajar la canoa y sacar el trineo…! Y pa los cabrones de Dun Dáre, buen ermitaño, un brujo hace falta.
– Tiene razón -repitió Ciri a través de sus dientes apretados-. Toda la razón. Hace falta un brujo… O una bruja. ¿Cuatro, verdad? ¿En Dun Dáre, no? ¿Y dónde está ese maldito Dun Dáre? ¿Río arriba? ¿Llegaría cruzando el islote?
– Por los dioses, Ciri -se asustó Vysogota-. No lo pensarás en serio…
– No se jura por los dioses si no se cree en ellos. Y yo sé que tú no crees.
– ¡Dejemos en paz mis ideas! ¡Ciri, vaya unos pensamientos diabólicos que te rondan por la cabeza! Cómo puedes siquiera…
– Ahora deja tú en paz mis ideas, Vysogota. ¡Yo sé lo que tengo que hacer! ¡Soy una bruja!
– ¡Eres una persona joven y desequilibrada! -estalló-. Eres una niña que ha sufrido unos sucesos traumáticos, una niña herida, neurótica y cercana al ataque de nervios. ¡Y sobre todo estás enferma con tu ansia de venganza! ¿Es que no lo entiendes?
– ¡Lo entiendo mejor que tú! -gritó ella-. ¡Porque tú no tienes ni idea de lo que significa ser herido! ¡No tienes ni idea de la venganza, porque nadie te ha hecho verdadero mal!
Salió corriendo de la choza, dando un portazo, un viento helado penetró en un momento a través de las puertas al zaguán y a la habitación. Al cabo de un rato escuchó un relincho y el sonido de los cascos.
Enfadado, golpeó con el plato en la mesa. Que se vaya, pensó furioso, que eche la rabia fuera de sí. No tenía miedo por ella, había ido a través de los pantanos a menudo, de día y de noche, conocía las sendas, las presas, los islotes y los bosques. Y si se perdiera, le bastaría con soltar las riendas. La mora Kelpa conocía el camino a casa, al establo de la cabra.
Al cabo de un tiempo, cuando oscureció mucho, salió, colgó una lámpara en una estaca. Se quedó junto a un seto, aguzó el oído para escuchar el sonido de los cascos, el chapoteo del agua. Sin embargo, el viento y el ruido de los arbustos ahogaban todos los ruidos. La lámpara en la estaca se agitó primero como loca, luego se apagó.
Y entonces lo escuchó. Desde lejos. No, no del lado por el que se había
ido Ciri. Del lado opuesto. Desde el pantano.
Un grito salvaje, inhumano, agudo, quejumbroso. Un chotacabras. Un instante de silencio.
Y de nuevo. Beann'shie.
El espectro élfico. El heraldo de la muerte.
Vysogota tembló de frío y de miedo. Volvió rápido junto a la choza, murmurando y mascullando, para no escuchar, porque aquello no debía ser escuchado.
Antes de que consiguiera encender de nuevo la lámpara, Kelpa surgió de entre la niebla.
– Entra en la choza -dijo Ciri, suave y conciliadora-. Y no salgas. Horrible noche.
Volvieron a pelearse durante la cena.
– ¡Resulta que sabes mucho de los problemas del bien y el mal!
– ¡Porque lo sé! ¡Y no de los libros de la universidad!
– No, claro. Tú lo sabes todo por propia experiencia. Por la práctica. Has recopilado muchas experiencias en tu larga vida de dieciséis años.
– Bastantes. ¡De sobra!
– Te felicito. Colega científica.
– Tú te burlas -rechinó los dientes- sin tener siquiera idea de cuánto mal habéis hecho al mundo vosotros los científicos seniles, los teóricos con vuestros libros, con siglos de experiencia en la lectura de tratados morales, tan concienzudos que ni siquiera tuvisteis tiempo de mirar por la ventana y ver qué aspecto tiene de verdad el mundo. Vosotros, filósofos, que mantenéis artificialmente una filosofía artificial para cobrar vuestros sueldos en la universidad. Y como ni el tonto del pueblo os pagaría por contar la asquerosa verdad sobre el mundo, os inventasteis vuestra ética y moral, ciencias bonitas y optimistas. ¡Pero mentirosas y tramposas!
– ¡No hay nada más tramposo que un juicio prejuzgado, mocosa! ¡Que una sentencia apresurada y desequilibrada!
– ¡No habéis encontrado remedio para el mal! ¡Y yo, una brujilla mocosa, lo he encontrado! ¡Un remedio infalible!
Él no respondió, pero algo debió traicionarle en su rostro porque Ciri se alzó de la mesa con brusquedad.
– ¿Consideras que digo tonterías? ¿Que hablo por hablar?
– Considero -respondió tranquilo- que hablas así por rabia. Considero que planeas una venganza por rabia. Y te exhorto calurosamente a que te tranquilices.
– Yo estoy tranquila. ¿Y la venganza? Respóndeme: ¿por qué no? ¿En nombre de qué? ¿De razones superiores? ¿Y qué mejor razón que un orden de las cosas en que los hechos malvados reciben castigo? Para tu filosofía y tu ética la venganza es un acto feo, censurable, falto de ética, al fin, ilícito. Y yo pregunto: ¿y dónde está el castigo para el mal? ¿Quién lo ha de confirmar, juzgar y medir? ¿Quién? ¿Los dioses en los que no crees? ¿El gran demiurgo creador con el que decidiste sustituir a los dioses? ¿O puede que la ley? ¿Quizá la justicia nilfgaardiana, los tribunales imperiales, los prefectos? ¡Viejo ingenuo!
– ¿Así que ojo por ojo, diente por diente? ¿Sangre por sangre? ¿Y por esta sangre, más sangre aún? ¿Un mar de sangre? ¿Quieres ahogar el mundo en sangre? ¿Ingenua y herida muchacha? ¿Así quieres luchar con el mal, brujilla?
– Sí. ¡Exactamente así! Porque yo sé de lo que tiene miedo el mal. No de tu ética, Vysogota, no de las prédicas ni de los tratados morales sobre la vida digna. ¡El mal tiene miedo del dolor, de la mutilación, del sufrimiento, de la muerte al fin y al cabo! ¡El mal herido aúlla de dolor como un perro! Se retuerce en el suelo y gruñe, mirando cómo la sangre surge de las venas y arterias, viendo un hueso que asoma de un muñón, viendo cómo las tripas se escapan de la barriga abierta, sintiendo cómo se acerca la fría muerte. Entonces y sólo entonces al mal se le ponen los pelos de punta y grita entonces el mal: «¡Piedad! ¡Lamento esos pecados! ¡Voy a ser bueno y honrado, lo juro! ¡Pero salvadme, sujetad esa sangre, no me dejéis sucumbir de forma tan terrible!».
»Sí, ermitaño. ¡Así es como se combate el mal! ¡Si el mal quiere prepararte un perjuicio, causarte daño, adelántate a él, lo mejor allí donde el mal no se lo espera! Sin embargo, si no has podido adelantarte a él, si el mal te ha dañado, ¡házselo pagar entonces! Alcánzalo, lo mejor cuando ya no se lo espera, cuando ha olvidado, cuando se siente seguro. Házselo pagar el doble. El triple. ¿Ojo por ojo? ¡No! ¡Los dos ojos por un ojo! ¿Diente por diente? ¡No, todos los dientes por un diente! ¡Hazle pagar al mal! Consigue que aúlle de dolor, que le estallen los globos oculares de tanto aullar. Y entonces, cuando lo mires en el suelo, puedes decir con seguridad y sin miedo que esto que yace aquí ya no va a dañar a nadie, que no supone un peligro para nadie. Porque, ¿cómo va a ser un peligro si no tiene ojos? ¿Si le faltan las dos manos? ¿Cómo puede dañar a nadie si sus tripas se arrastran por la arena y la arena absorbe su sangre?
– Y tú -dijo el ermitaño lentamente- estás con la espada ensangrentada en la mano, miras la sangre que absorbe la arena. Y tienes la insolencia de pensar que has resuelto el problema eterno, que has alcanzado el sueño de todo filósofo. ¿Piensas que la naturaleza del mal ha cambiado?
– Sí -dijo ella retadoramente-. Porque lo que yace en el suelo y sangra ya no es el mal. ¡Puede que todavía no sea el bien, pero con toda seguridad ya no es el mal!
– Dicen -dijo Vysogota lentamente- que la naturaleza no aguanta el vacío. Lo que yace en la tierra y sangra, lo que cayó bajo tu espada, ya no es el mal. Entonces, ¿qué es? ¿Has reflexionado acerca de ello?
– No. Soy una bruja. Cuando me enseñaron, juré combatir el mal. Siempre. Y sin reflexionar.
«Porque cuando se comienza a reflexionar -añadió Ciri con voz sorda- el matar deja de tener sentido. La venganza deja de tener sentido. Y eso no se puede permitir.
Él agitó la cabeza, pero ella, con un gesto, le impidió argumentar.
– Es hora de que termine mi narración, Vysogota. Te la estuve contando durante treinta noches, desde el equinoccio a Saovine. Pero no te conté todo. Antes de que me vaya has de saber lo que sucedió el día del equinoccio en una aldea que se llamaba Licornio.
Ella gimió cuando la arrancó de la silla. El muslo en el que le había golpeado el día anterior le dolía.
Él tiró de la cadena por el collarín, la arrastró en dirección a un edificio iluminado.
A las puertas del edificio había unos cuantos hombres armados. Y una mujer muy alta.
– Bonhart -dijo uno de los hombres, delgado, de cabello moreno, de rostro chupado, que llevaba en la mano un guincho de azófar-. Hay que reconocer que sabes dar sorpresas.
– Hola, Skellen.
El llamado Skellen la miró durante algún tiempo directamente a los ojos. Ella tembló bajo aquella mirada.
– ¿Y entonces? -Se volvió de nuevo hacia Bonhart-. ¿Lo aclarar
todo de una vez o poco a poco?
– No me gusta aclarar nada en la plaza del pueblo, que entran moscas en la boca. ¿Se puede entrar a la casa?
– Adelante.
Bonhart tiró del collarín.
En la casa había todavía otro hombre, desgreñado y pálido, quizá un cocinero, porque estaba ocupado en limpiar de su ropa manchas de harina y crema agria. Al ver a Ciri, los ojos le brillaron. Se acercó.
No era un cocinero.
Ella lo reconoció al punto, recordaba aquellos ojos terribles y la quemadura en la cara. Era aquél que junto con los Ardillas la había estado persiguiendo en Thanedd, de él se había escapado saltando por la ventana y él ordenó a los elfos ir tras ella. ¿Cómo lo llamó el elfo aquél? ¿Rens?
– ¡Vaya, vaya! -dijo él con voz venenosa, al tiempo que con fuerza dolorosa le plantaba la mano en un pecho-. ¡Doña Ciri! No nos hemos visto desde Thanedd. Hace mucho, mucho que os buscaba, señorita. ¡Y por fin os he encontrado!
– No sé, vuesa mercé, quién seáis -dijo Bonhart con voz fría-. Mas lo que dijerais que encontrarais, resulta que es mío, así que poneros las patas bien lejos, si es que le tenéis gusto a vuestros deditos.
– Me llamo Rience. -Los ojos del hechicero brillaron de forma desagradable-. Haced la merced de recordarlo, señor cazador de recompensas. Y quién yo sea ya se verá. También se verá a quién le pertenecerá la doncella. Mas no adelantemos los hechos. De momento quiero solamente dar recuerdos y hacer cierta promesa. No tenéis nada en contra, espero.
– Sois libre de esperar lo que queráis.
Rience fue hacia Ciri, le miró a los ojos muy de cerca.
– Tu protectora, la meiga Yennefer -arrastró venenosamente las palabras- me afrentó una vez. Así que, cuando cayó en mis manos, le enseñé lo que era el dolor. Con estas manos, con estos dedos. Y le hice la promesa de que cuando caigas en mis manos, también a ti te enseñaré lo que es el dolor. Con estas manos, con estos dedos…
– Muy arriesgado -dijo Bonhart en voz baja-. Un grande riesgo, don Rience, o como sos llaméis, es el afrentar a mi moza y amenazármela. Ella es vengativa, no sos olvidará. Mejor que lejos de ella, repito, mantuvierais vuestras manos, dedos y algorras partes del cuerpo.
– Basta -cortó Skellen sin levantar de Ciri una mirada curiosa-. Déjalo, Bonhart. Y tú, Rience, cálmate también. Te he concedido piedad, pero puedo pensármelo mejor y mandar atarte otra vez a las patas de la mesa. Sentaos ambos. Hablemos como gente civilizada. Los tres, a tres pares de ojos. Porque, me parece a mí, hay de qué hablar. Y al objeto de la conversación lo ponemos por el momento bajo guardia. ¡Señor Silifant!
– ¡Mas vigilármela bien! -Bonhart le tendió la punta de la cadena a Silifant-. Como a la niña de tus ojos.
Kenna se mantuvo a un lado. Por supuesto, quería ver a la muchacha de la que se había hablado tanto en los últimos tiempos, pero sentía un extraño reparo a meterse en la multitud que rodeaba a Harsheim y a Silifant, quienes conducían a la enigmática prisionera junto a la picota en la plaza del pueblo.
Todos se empujaban, se amontonaban, miraban, intentaban incluso tocar, pinchar, arañar. La muchacha estaba rígida, cojeaba un poco pero tenía la cabeza bien alta. La golpeó, pensó Kenna. Pero no la doblegó.
– Así que es Falka.
– ¡Mozuela apenas!
– ¿Mozuela? ¡Truhana!
– A lo visto se cargó a seis hombres, la bruta, en la arena de Claremont…
– Y a cuántos no habrá matao antes… Diablilla…
– ¡Una loba!
– Y la yegua, mirarla, la yegua. Maravilla de sangre pura… Y allá, ajunto las alforjas de Bonhart, qué espada… Vaya maravilla…
– ¡Dejadla! -ladró Dacre Silifant-. ¡No la toquéis! ¿Qué es eso de meter la mano en cosas ajenas? ¡Tampoco toquéis ni empujéis a la moza, no la insultéis ni la hagáis desprecios! Mostrad algo de compasión. No huye, de modo que no habrá que castigaila antes del alba. Que al menos hasta entonces tenga un sueño reparador.
– Si la moza ha de ir a la muerte -mostró los dientes Cyprian Fripp el Joven- a lo mesmo podíamos alegrarla y endulzarla sus horas últimas, ¿no? ¿Echarla a la paja y jodémosla?
– ¡Claro! -se rió Cabernik Turent-. ¡Podríase! Preguntemos a Antillo, si podemos…
– ¡Yo os digo que no podéis! -le cortó Dacre-. ¡No sus ronda más que una cosa por los cerebelos, jodidos pajilleros! Dije que dejarais a la moza en paz. Andrés, Stigward, quedarsus aquí con ella. No la quitéis el ojo de encima, no sus vayáis ni un pie. ¡Y a quienes se acerquen, con el palo!
– ¡Oh, vaya! -dijo Fripp-. Si es no, pues no, nos da igual. Vamos, chachos, al río, que los del pueblo andan asando cochinillo y camero pa la comilona. Que hoy es el Igualamiento, la romería. Mientras los señoritos parlotean, bien podemos nosotros celebrarlo.
– ¡Vamos! Saca, Dede, algún garrafón de aguardiente. ¡A beber! ¿Podemos, señor Silifant? ¿Señor Harsheim? Hoy es fiesta y a la noche talmente que no nos vamos.
– ¡Vaya una idea donosa! -Silifant frunció el ceño-. ¡Parrandas y bebercios es lo que tenéis en la testa! ¿Y quién se queda aquí, pa ayudar a cuidar de la moza y estar presto a la llamada de don Stefan?
– Yo me quedo -dijo Neratin Ceka.
– Y yo -dijo Kenna.
Dacre Silifant los miró con atención. Por fin agitó la mano aceptándolo. Fripp y compañía lo agradecieron con un grito desafinado.
– ¡Mas tenerme cuidado en la verbena ésa! -les advirtió Ola Harsheim-. ¡No sus echéis a las mozas no sea que algún aldeano sus pinche con el biemo en las partes blandas!
– ¡Pero qué va! ¿Vienes con nosotros, Chloe? ¿Y tú, Kenna? ¿No vas a cambiar de opinión?
– No. Me quedo.
– Me dejaron junto a la picota, encadenada, con las manos atadas. Me vigilaban dos de ellos. Y dos que no estaban lejos me miraban sin pausa, observaban. Una mujer alta y no fea. Y un hombre de apariencia y movimientos algo femeninos. Un poco raro.
El gato que estaba sentado en el centro de la habitación bostezó con fuerza, aburrido, porque el ratón martirizado había dejado de ser ya divertido. Vysogota estaba en silencio.
– Bonhart, Rience y el tal Skellen o Antillo seguían hablando en la sala del concejo. No sabía de qué. Podía esperarme lo peor, pero estaba resignada. ¿Otra arena más? ¿O simplemente me iban a matar? Pues que lo hagan, pensaba, así se acabará todo por fin. Vysogota callaba.
Bonhart suspiró.
– No mires con esos ojos, Skellen -repitió-. Simplemente quería ganar algunos dineros. Como verás, ya va siendo hora de retirarme, de aposentarme en el balcón, mirar a las palomas. Me dabas por la Ratilla cien florines, la querías muerta a toda costa. Esto me hizo liarme a darle vueltas. Y cuánto no valdrá la moza, pensé. Y me resultaba que si se la mata o se da, la moza sería a lo más seguro menos valiosa que si se la guarda uno. Una ley vieja de la economía y el comercio. Las mercancías como ella suben to el rato de precio. Podríase entonces regatear…
Antillo frunció la nariz como si algo apestara en los alrededores.
– Eres sincero hasta no poder más, Bonhart. Pero ve al grano, a las aclaraciones. Huyes con la muchacha por todo Ebbing, y de pronto apareces y explicas todo con leyes de la economía. Aclara qué es lo que pasó.
– Qué hay que aclarar aquí -sonrió sarcástico Rience-. El señor Bonhart simplemente se ha enterado por fin de quién es de verdad la moza. Y lo que vale.
Skellen no se dignó mirarlo. Miraba a Bonhart, a sus ojos de pez, faltos de expresión.
– ¿Y a esta muchacha tan valiosa -habló-, a este valioso botín que se supone que garantizaría tu pensión de vejez, la empujas a la arena en Claremont y la obligas a luchar a muerte? ¿Arriesgas su vida aunque parece que viva es tan valiosa? ¿Cómo es eso, Bonhart? Porque algo no me cuadra aquí.
– Si hubiera muerto en la arena -Bonhart no bajó los ojos-, eso hubiera significado que no valdría nada.
– Entiendo. -Antillo frunció las cejas-. Pero en vez de conducir a la moza a otra arena me la traes a mí. ¿Por qué, si me es dado preguntar?
– Repito. -Rience frunció el ceño-. Se enteró de quién es ella.
– Listo sois, señor Rience. -Bonhart se estiró hasta que le sonaron los huesos-. Lo adivinasteis. Sí, ciertamente, con la brujilla entrenada en Kaer Morhen aún quedaba un enigma. En Geso, durante el asalto a la baronesa, a la moza se le fue la lengüecilla, que ella de tan alta cuna y título, que una baronesa no era pa ella ni una mierda, que hasta debiera arrodillarse ante ella. Entonces, la tal Falka, pensé yo mesmo, es por lo menos condesa. Qué curioso. Una brujilla, es lo primero. ¿Es que hay muchas brujas? Que en la banda de los Ratas, es lo segundo. El coronel imperial en persona se apalanca tras ella del Korath hasta Ebbing, la manda matar, lo tercero. Y a más de ello… una noble, como de alta cuna. Ja, me pensé, habrá que enterarse por fin de quién es en verdad la mozuela.
Calló un momento.
– A lo primero -se limpió la nariz con la manga- no quería soltarlo. Aunque se lo pedí. Con manos, pies y palos que se lo pedí. No quería lisiarla… Pero ya hay que tener potra, se nos cruzó un barbero. Con apaños para sacar dientes. La até a una silla…
Skellen tragó saliva sonoramente. Rience sonrió. Bonhart se miraba la manga.
– Me lo soltó todo antes… Na más ver los instrumentos. Esas tenazas dentales y pelícanos. Al punto se hizo más parlanchína. Resultó ser que es…
– La princesa de Cintra -dijo Rience, mirando a Antillo-. La heredera del trono. Candidata a mujer del emperador Emhyr.
– Lo cual más bien no me dijera el señor Skellen. -El cazador de recompensas frunció la boca-. Me mandó cargármela de lo más normal, lo recalcó varias veces. ¡Matar en el acto y sin piedad! ¿Pero qué es esto, señor Skellen? ¿Matar a una reina? ¿A la futura mujer de vuestro emperador? ¿Con la que, si ha de creerse los rumores, el emperador no piensa más que en contraer santo matrimonio, tras lo que vendrá una gran amnistía?
Mientras lanzaba su discurso, Bonhart taladraba con la mirada a Skellen. Pero el coronel imperial no bajó los ojos.
– De lo que resulta: un embrollo -siguió el cazador-. De modo que entonces, aunque con pesar, hube de renunciar a los míos planes relacionados con esta brujilla y princesa. Me traje todo este embrollo aquí, al señor Skellen. Para charlar, ponernos de acuerdo… Porque este embrollo como que le viene un poco grande a un solo Bonhart…
– Una conclusión muy acertada -chilló algo desde el seno de Rience-. Una conclusión muy acertada, señor Bonhart. Lo que habéis capturado, señores, es algo un poco demasiado grande para ambos. Para suerte vuestra, todavía me tenéis a mí.
– ¿Qué es eso? -Skellen se levantó de la silla-. Pero, ¿qué cono es eso?
– Mi maestro, el hechicero Vilgefortz. -Rience sacó de su seno una pequeña cajita de plata-. Más exactamente, la voz de mi maestro. Que nos llega desde ese instrumento mágico llamado xenovoce.
– Saludo a todos los presentes -dijo la caja-. Una pena que sólo pueda escucharos, pero unos asuntos urgentes no me permiten una teleproyección o teleportación.
– Su puta madre, lo que nos faltaba -ladró Antillo-. Pero me lo pude haber imaginado. Rience es demasiado tonto como para actuar por sí mismo y en propio beneficio. Podía haberme imaginado que te escondes todo el tiempo en las tinieblas, Vilgefortz. Como una vieja araña gorda, acechas en la oscuridad, esperando que la tela vibre.
– Vaya una comparación más ofensiva.
Skellen bufó.
– Y no intentes engañarnos, Vilgefortz. Usas de Rience y su cajilla no porque estés muy ocupado, sino porque tienes miedo del ejército de hechiceros, tus antiguos camaradas del Capítulo, que escanean todo el mundo buscando rastros de magia o tu algoritmo. Si intentaras teletransportarte, te encontrarían en un sus.
– Que imponente sabiduría.
– No hemos sido presentados. -Bonhart se inclinó bastante teatral-mente ante la caja de plata-. Mas, ¿acaso a orden vuestra y como vuestro apoderado, señor necromántico, su mercé Rience jurara dar tormento a la muchacha? ¿No se equivocara? Doy mi palabra, a cada momento más importante la moza se hace. A todos, resulta, les es necesaria.
– No hemos sido presentados -dijo Vilgefortz desde la caja-. Pero yo os conozco, señor Bonhart, os asombraríais de cuan bien. Y la muchacha es, ciertamente, importante. Al fin y al cabo se trata de la Leoncilla de Cintra, de la Antigua Sangre. De acuerdo con las profecías de Mina, sus descendientes gobernarán el mundo en el futuro.
– ¿Y por qué os es tan necesaria?
– A mí no me es necesaria más que su placenta. La paria. Cuando le saque la placenta, podéis quedaros con el resto. ¿Qué es lo que escucho, unos bufidos? ¿Unos suspiros y aspiraciones llenos de asco? ¿De quién? ¿De Bonhart, que tortura todos los días a la muchacha de las formas más refinadas, física y psíquicamente? ¿De Stefan Skellen, que a órdenes de traidores y conspiradores quiere matar a la muchacha? ¿Eh?
Los estaba escuchando, recordaba Kenna, tumbada en el camastro con las manos puestas tras la nuca. Estaba de pie en la esquina y sentía. Y se me pusieron los pelos de punta. En todo el cuerpo. De pronto entendí el terrible embrollo en el que me había metido.
– Sí, sí -surgió del xenovoce-, has traicionado a tu emperador, Skellen. Sin dudarlo, a la primera oportunidad.
Antillo bufó con desprecio.
– La acusación de traición de la boca de tal architraidor como tú eres, Vilgefortz, es de verdad tremenda. Me sentiría honrado. Si no lo dijera esa broma de feria barata.
– Yo no te acuso de traición, Skellen, yo me burlo de tu ingenuidad y tu incapacidad para la traición. Porque, ¿para qué traicionas a tu señor? Por Ardal aep Dahy y De Wett, condes heridos en su orgullo enfermo, enfadados porque el emperador menospreció a sus hijas al planear el matrimonio con la cintriana. ¡Y ellos contaban que de sus linajes iba a surgir la nueva dinastía, que sus linajes iban a ser los primeros en el imperio, que crecerían rápidamente incluso más allá del trono! Emhyr les quitó de un golpe esta esperanza y entonces ellos decidieron cambiar el rumbo de la historia. No están todavía listos para una empresa armada, pero se puede sin embargo eliminar a la muchacha que Emhyr puso por delante de sus hijas. No quieren ensuciar, por supuesto, sus propias y aristocráticas manitas, así que encontraron a un esbirro a sueldo, Stefan Skellen, que padece de ambición desmedida. ¿Cómo fue eso, Skellen? ¿No quieres contárnoslo?
– ¿Para qué? -gritó Antillo-. ¿Y a quién? ¡Pero si tú como siempre lo sabes todo, gran mago! ¡Rience, como siempre, no sabe nada, y así ha de ser, y a Bonhart no le concierne…
– Tú, por tu lado, como ya he señalado, no tienes mucho de lo que enorgullecerte. Los condes te compraron con sus promesas, pero eres demasiado inteligente para no comprender que con los señoritingos no tienes nada que ganar. Hoy les eres necesario como instrumento para eliminar a Ciri, mañana se librarán de ti porque eres un advenedizo de baja cuna. ¿Te prometieron el cargo de Vattier de Rideaux en el nuevo imperio? Ni tú mismo crees en ello, Skellen. Vattier les es mucho más necesario, porque golpes de estado los que quieras, pero los servicios secretos siguen siendo siempre los mismos. Ellos sólo quieren matar con tus manos, a Vattier lo necesitan para controlar el aparato de seguridad. Aparte de que Vattier es vizconde y tú no eres nada.
– Ciertamente -dijo Antillo-. Soy demasiado inteligente como para no haberlo advertido. Así que entonces, ¿ahora tengo que traicionar a Ardal aep Dahy y pasarme a tu lado, Vilgefortz? ¿Eso es lo que quieres? ¡Pero yo no soy una veleta en una torre! Si apoyan la idea de la revolución es por convencimiento e ideología. Hay que acabar con la tiranía autocrática, introducir una monarquía constitucional y después la democracia…
– ¿Lo qué?
– El gobierno del pueblo. Un sistema en el que gobernará el pueblo. El común de la ciudadanía de todos los estamentos, a través de los más dignos y honrados representantes surgidos de elecciones justas…
Rience estalló en carcajadas. Bonhart se reía con fuerza. De todo corazón, aunque algo chillón, se rió desde el xenovoce el hechicero Vilgefortz. Los tres se rieron durante largo tiempo, echando lágrimas como garbanzos.
– Venga -interrumpió Bonhart la alegría-. No nos hemos juntado aquí pa estar de farra, sino pa hacer negocios. La muchacha, de momento, no pertenece al común de los ciudadanos de todos los estamentos, sino a mí. Mas puedo venderla. ¿Qué tiene para ofrecer el señor hechicero?
– ¿Te interesa el poder sobre el mundo entero?
– No.
– Te permitiré -dijo Vilgefortz muy despacio- que estés presente en lo que le voy a hacer a la muchacha. Vas a poder observarlo. Sé que consideras que este espectáculo está por encima de cualquier otro placer.
Los ojos de Bonhart brillaron con fuego blanco. Pero estaba tranquilo.
– ¿Y más concretamente?
– Y más concretamente: estoy dispuesto a pagar tu tarifa por veinte veces. Dos mil florines. Considera, Bonhart, que se trata de una bolsa de dinero que no vas a ser capaz de llevar tú mismo, necesitarás una mula de carga. Te bastará para la pensión, balcón, palomas y hasta para vodka y putas si mantienes unas medidas razonables.
– De acuerdo, señor mago. -El cazador sonrió aparentemente despreocupado-. Esa vodka y esas putas ciertamente a mi corazón han llegado.
Hagamos el trato. Mas el mencionado espectáculo también lo añadiría. Más de mi gusto sería, cierto, mirar cómo muere en la arena, mas también con deleite echaré un vistazo a vuestro trabajo de cuchillería. Añadirlo como bonificación.
– Trato hecho.
– Rápido os ha ido -valoró áspero Antillo-. De verdad, Vilgefortz, rápido y sin problemas has formado con Bonhart una sociedad. Sociedad que es y será societas leonina. Pero, ¿no os habéis olvidado de algo? La sala del concejo en la que estáis, y la cintriana con la que mercadeáis, están rodeadas de dos docenas de hombres armados. De mis hombres.
– Querido coronel Skellen -resonó la voz de la caja de Vilgefortz-. Me insultas juzgando que con este intercambio deseo perjudicarte. Antes al contrario. Pretendo ser extraordinariamente liberal. No puedo asegurarte lo que has dado en llamar democracia. Pero te garantizo ayuda material, apoyo logístico y acceso a la información gracias a la que dejarás de ser para los conspiradores un mero instrumento y te convertirás en socio. Uno con cuya persona y opinión tendrán que contar el infante Joachim de Wett, el duque Ardal aep Dahy, el conde Broinne, el conde d'Arvy y todo el resto de conspiradores de sangre azul. ¿Qué más da que se trate de una societas leonina? Cierto, si el botín es Cirilla, tomaré la parte del león de ese botín por mis, como me parece, merecimientos. ¿Tanto te duele? Al fin y al cabo vas a tener un beneficio que no es pequeño. Si me das a la cintriana, el puesto de Vattier de Rideaux lo tendrás en el bolsillo. Y siendo el jefe de los servicios secretos, Stefan Skellen, podrás realizar tus diversas utopías, incluyendo la democracia y elecciones justas. Como ves, a cambio de una delgada quinceañera, te concedo que se cumplan las ambiciones y deseos de tu vida. ¿Lo ves?
– No. -Antillo meneó la cabeza-. Sólo lo escucho.
– Rience.
– ¿Sí, maestro?
– Dale al señor Skellen una prueba de la calidad de nuestra información. Dile qué es lo que sacaste de Vattier.
– En este destacamento -dijo Rience- hay un espía.
– ¿Qué?
– Lo que has oído. Vattier de Rideaux tiene aquí un topo. Sabe todo lo que hacéis. Por qué lo haces y para quién. Vattier os ha metido a su agente.
Se acercó a ella muy despacio. Casi no la oyó.
– Kenna.
– Neratin.
– Estabas abierta a mis pensamientos. Allí, donde el concejo. Sabes en lo que estaba pensando. Así que sabes quién soy.
– Escucha, Neratin…
– No. Escucha tú, Joanna Selborne. Stefan Skellen traiciona a la patria y al emperador. Conspira. Todos los que estén con él terminarán en el cadalso. Los descuartizarán los caballos en la plaza del Milenario.
– Yo no sé nada, Neratin. Yo sólo cumplo órdenes… ¿Qué es lo que quieres de mí? Yo sirvo al coronel… ¿Y a quién sirves tú? -Al imperio. Al señor de Rideaux.
– ¿Qué es lo que quieres de mí?
– Que muestres sentido común.
– Vete. No te traicionaré, no diré nada… pero vete, por favor. Yo no puedo, Neratin. Soy una mujer sencilla. Esto no es para mi cabeza…
No sé qué hacer. Skellen dice: «doña Joanna». Como a un oficial. ¿A quién sirve? ¿Al emperador? ¿Al imperio?
¿Y cómo lo voy a saber yo?
Kenna despegó su espalda de la esquina de la choza, con unos manotazos y unos murmullos amenazadores espantó a los muchachos de la aldea que estaban mirando curiosos a la que estaba sentada junto a la picota. A Falka.
Oy, en bonito embrollo me he metido. Oy, el aire huele a soga. Y a estiércol de caballo en la plaza del Milenario.
No sé cómo se va a acabar esto, pensó Kenna. Pero tengo que entrar en ella. En esa Falka. Sentir sus pensamientos aunque sea sólo por un instante. Saber quién es.
Comprender.
– Se acercó -dijo Ciri, acariciando al gato-. Era alta, bien cuidada, muy diferente del resto de aquella pandilla… Incluso hermosa, en cierta forma. Y producía respeto. Los dos que me vigilaban, dos simplones vulgares, dejaron de maldecir cuando se acercó.
Vysogota guardaba silencio.
– Entonces ella -siguió Ciri- se inclinó, me miró a los ojos. Al momento percibí algo… algo extraño… Como si algo me crujiera en la parte posterior de la cabeza, dolía. Me zumbaban los oídos. Por un momento hubo mucha claridad ante mis ojos… Algo entró en mí, repugnante y viscoso… Yo ya lo conocía. Yennefer me lo enseñó en el santuario… Pero a aquella mujer no pensaba permitírselo… Así que simplemente empujé aquello que estaba penetrándome, lo empujé y lo eché de mí con toda a fuerza que podía. Y la mujer alta se dobló y se estremeció como si le hubieran dado un puñetazo, dio dos pasos para atrás… Y le salió sangre por la nariz. Por los dos agujeros.
Vysogota guardaba silencio.
– Y yo -Ciri alzó la cabeza- comprendí de pronto lo que había pasado. De pronto sentí la Fuerza dentro de mí. La había perdido allá, en el desierto de Korath, había renunciado a ella. Y ella, aquella mujer, me dio la Fuerza, puso el arma en mi mano. Aquélla era mi oportunidad.
Kenna se tambaleó y se sentó pesadamente en la arena, moviendo la cabeza y tocando el suelo como borracha. La sangre brotaba de su nariz y se derramaba por los labios y la barbilla.
– ¿Qué pasa…? -Andrés Fyel se levantó, pero de pronto se agarró la cabeza con las dos manos, abrió la boca, de sus labios surgió un grito. Con los ojos muy abiertos miró a Stigward, pero de la nariz y la boca del pirata también salía la sangre y en sus ojos surgía una niebla. Andrés cayó de rodillas, mirando a Neratin Ceka, que estaba a un lado y contemplaba todo con serenidad…
– Nera… tin… Ayuda…
Ceka no se movió. Miró a la muchacha. Ésta volvió sus ojos hacia él, y él se estremeció.
– No hace falta -le previno él con rapidez-. Estoy de tu lado. Quiero ayudarte. Deja, te cortaré las ligaduras… Aquí tienes un cuchillo, ábrete tu misma el collarín. Yo traeré los caballos.
– Ceka… -surgió de la sofocada laringe de Andrés Fyel-. Traidor…
La muchacha lo golpeó con la mirada y cayó sobre Stigward, que yacía inmóvil en posición fetal. Kenna seguía sin poder levantarse. La sangre le salpicaba en gruesas gotas el pecho y el vientre.
– ¡Alarma! -gritó de pronto Chloe Stitz, saliendo de detrás de la choza y tirando a un lado una costilla de carnero-. ¡Alarmaaa! ¡Silifantl ¡Skellen! ¡La muchacha escapa!
Ciri ya estaba en la silla. Tenía la espada en la mano.
– ¡Yaaaaa, Kelpa!
– ¡Alarmaaa!
Kenna arañó la arena. No podía levantarse. Tampoco le obedecían los pies, eran como de madera. Una psiónica, pensó. Me he topado con una superpsiónica. La muchacha es diez veces más fuerte que yo… Menos mal que no me ha matado… ¿Por qué milagro sigo todavía consciente?
Desde las casas se acercaba ya un grupo a cuya cabeza iban Ola Harsheim, Bert Brigden y Til Echrade, y se apresuraron también a la plaza los guardianes del torno Dacre Silifant y Boreas Mun. Ciri se volvió, aulló, galopó hacia el río. Pero también desde allí acudían ya hombres armados.
Skellen y Bonhart salieron del concejo. Bonhart tenía la espada en la mano. Neratin Ceka gritó, se acercó a ellos con el caballo y los derribó. Luego, directamente desde la silla, se tiró sobre Bonhart y lo sujetó al suelo. Rience apareció en el umbral y miraba como atontado.
– ¡Agarradla! -gritó Skellen, levantándose-. ¡Agarradla o matadla!
– ¡Viva! -gritó Rience-. ¡Vivaaa!
Kenna vio cómo le hacían alejarse a Ciri de la empalizada del río, cómo daba la vuelta y se lanzaba en dirección al torno. Vio cómo Cabernik Turent se acercaba y quería tirarla de la silla, vio cómo brilló la espada, vio cómo del cuello de Turent fluía una línea de color carmín. Dede Vargas y Fripp el Joven también lo vieron. No se decidieron a ponerse en el camino de la muchacha, se metieron entre las chozas.
Bonhart se levantó, con un golpe del pomo de la espada alejó a Neratin Ceka y le dio un tajo terrible, oblicuo, en el pecho. Y al momento saltó detrás de Ciri. El herido y sangrante Neratin Ceka consiguió todavía agarrarlo por el pie, sólo lo soltó cuando resultó clavado a la arena de un pinchazo. Pero aquellos pocos segundos fueron suficientes.
La muchacha espoleó a la yegua al pasar ante Silifant y Mun. Skellen, inclinado como un lobo, venía corriendo desde la izquierda, moviendo la mano. Kenna vio cómo algo brillaba en el vuelo, vio cómo la muchacha se agitaba y se tambaleaba en la silla, y cómo de su rostro brotaba una fuente de sangre. Se inclinó hacia atrás de forma que por un instante yació con la espalda sobre las ancas de la yegua. Pero no cayó, se enderezó, se sujetó en la silla, aferrándose al cuello del caballo. La yegua negra pisoteó a los hombres armados y se lanzó directamente hacia el torno. Detrás de ella corrían Mun, Silifant y Chloe Stitz con una ballesta.
– ¡No va a saltar! ¡La tenemos! -gritó Mun triunfante-. ¡Ningún caballo salta siete pies!
– ¡No dispares, Chloe!
Chloe Stitz no lo oyó en el griterío general. Se detuvo. Se puso la ballesta a la mejilla. Todo el mundo sabía que Chloe no fallaba nunca.
– ¡Un cadáver! -gritó-. ¡Un cadáver!
Kenna vio cómo un hombre de baja estatura, cuyo nombre no sabía, se acercó, alzó una ballesta y disparó de cerca a Chloe en el pecho. El virote la atravesó de parte a parte en una explosión de sangre. Chloe cayó sin un gemido.
La yegua negra galopó hasta el torno, echó ligeramente hacia atrás la cabeza. Y saltó. Se alzó y voló por encima de la puerta, extendiendo con gracia las patas delanteras se deslizó como una negra línea de terciopelo. Los cascos traseros, recogidos, ni siquiera rozaron la viga superior.
– ¡Dioses! -gritó Dacre Silifant-. ¡Por los dioses, qué caballo! ¡Vale su peso en oro!
– ¡La yegua para el que la atrape! -gritó Skellen-. ¡A los caballos! ¡A los caballos y a perseguirla!
A través del tomo por fin abierto galopó un grupo en persecución, alzando polvo. Delante de todos, en cabeza, cabalgaban Bonhart y Boreas Mun.
Kenna se levantó con esfuerzo. Y al momento se tambaleó y se sentó pesada en la arena. Le hormigueaban dolorosamente los pies.
Cabernik Turent no se movía, yacía en un charco de sangre con las piernas y brazos muy abiertos. Andrés Fyel intentaba levantar al todavía inconsciente Stigward.
Encogida en la arena, Chloe Stitz parecía pequeña como un niño.
Ola Harsheim y Bert Brigden trajeron a Skellen al hombre de baja estatura, el que había matado a Chloe. Antillo suspiró. Y hasta tiritaba de rabia. De la bandolera que llevaba cruzada al pecho extrajo una segunda estrella de metal, como la que hacía un instante había herido el rostro de la muchacha.
– Que te trague el infierno, Skellen -dijo el hombre de baja estatura. Kenna recordó su nombre. Mekesser. Jediah Mekesser. Un gemmeriano. Lo había conocido en Rocayne.
Antillo se encorvó, agitando la mano con brusquedad. La estrella de seis puntas aulló en el aire y se clavó profunda en el rostro de Mekesser, entre el ojo y la nariz. Ni siquiera gritó, comenzó sólo a temblar espasmódicamente y con fuerza en el abrazo de Harsheim y Brigden. Tembló largo rato, y le entrechocaban tanto los dientes que todos volvieron la cabeza. Todos menos Antillo.
– Sácale mi orión, Ola -dijo Stefan Skellen, cuando el cadáver por fin colgó inerte en los brazos que le sujetaban-. Y meted a esta carroña en el estercolero, junto con esa otra carroña, ese hermafrodita. Que no quede ni rastro de estos asquerosos traidores.
De pronto aulló el viento, fluyeron las nubes. De pronto hizo mucho frío.
La guardia se llamaba sobre los muros de la ciudadela. Las hermanas Scarra roncaban a dúo. LeCoq meaba haciendo mucho ruido en una bacinilla vacía.
Kenna se subió la manta hasta la barbilla.
No alcanzaron a la muchacha. Desapareció. Simplemente desapareció. Bóreas Mun -increíble- perdió el rastro de la yegua mora al cabo de unas tres millas. De pronto, sin advertencia, se hizo la oscuridad, el viento dobló los árboles casi hasta el suelo. Rompió a llover, incluso bramaron los truenos, brillaron los rayos.
Bonhart no desistía. Volvieron a Licornio. Se gritaron los unos a los otros: Bonhart, Antillo, Rience y el cuarto, la enigmática e inhumana voz chillona. Luego pusieron en pie a toda la hansa, excepto a aquéllos que -como yo- no estaban en estado de viajar. Juntaron a unos campesinos con antorchas, se metieron en el bosque. Volvieron hacia el alba.
Volvieron sin nada. Descontando el miedo que tenían en los ojos.
Los rumores, recordaba Kenna, sólo comenzaron algunos días después. Al principio todos tenían miedo de Antillo y Bonhart. Éstos estaban tan rabiosos que era mejor quitarse del paso. Por cualquier palabra descuidada hasta Bert Brigden, el oficial, recibió un palo con el asta del guincho.
Pero luego se habló de lo que había pasado durante la persecución. Del pequeño unicornio de paja que creció de pronto hasta el tamaño de un dragón y asustó a los caballos de tal modo que los jinetes cayeron al suelo, sólo por un milagro no se rompieron los cuellos. Y de la cabalgada celestial de espectros de ojos de fuego montados en esqueletos de caballos y conducidos por el terrible esqueleto de un rey que ordenaba a su servidores fantasmas que borraran las huellas de los cascos de la yegua negra con los jirones de sus capas. Del macabro coro de chotacabras que gritaban «¡Liiic-oorr de sangre, liiic-oorr de sangre!». De los aullidos terroríficos de la fantasmagórica beann'shie, la mensajera de la muerte…
Viento, lluvia, nubes, arbustos y árboles de formas fantásticas, sumados al miedo que grandes ojos ha, como dijo Boreas Mun, que, al fin y al cabo, allí también estuvo. Ésa era toda la explicación. ¿Y los chotacabras? Los chotacabras, como chotacabras, añadió, siempre gritan.
¿Y el rastro, las huellas de los cascos que de pronto desaparecen, como si el caballo hubiera echado a volar?
El rostro de Bóreas Mun, rastreador capaz de rastrear a un pez en el agua, se endurecía ante esta pregunta. El viento, el viento borró las huellas con arena y hojas. No había otra explicación posible.
Algunos hasta lo creyeron, recordó Kenna. Algunos hasta creyeron que todo aquello habían sido fenómenos naturales o quimeras. Y hasta se rieron de ellos.
Pero dejaron de reírse. Después de Dun Dáre. Después de Dun Dáre ya no se volvió a reír nadie.
Cuando la vio, retrocedió inconscientemente, tomando aire.
Ella había mezclado grasa de ganso con tizones de la chimenea, haciendo una gruesa masa con la que había ennegrecido las cuencas de los ojos y los párpados, alargando las líneas hasta las orejas y las sienes.
Tenía el aspecto de un demonio.
– Desde el cuarto islote hasta el bosque alto, por el mismo margen -él repitió las indicaciones-. Luego siguiendo el río hasta los tres árboles secos, desde allí por la arboleda de sauces directa hacia el oeste. Cuando aparezcan los pinos, cabalga al borde y cuenta las sendas. Tuerces en la novena y luego no tuerzas ya más. Luego vendrá la aldea de Dun Dáre, el arrabal está en su parte norte. Unas cuantas cabañas. Y detrás de ellas, en el cruce, la taberna.
– Lo recuerdo. Lo encontraré, no te preocupes.
– Sobre todo ten cuidado con los meandros del río. Guárdate de los sitios donde los arbustos son escasos. De los lugares de centinodias crecidas. Y si acaso te sorprendiera la oscuridad antes del bosque de pinos, detente y espera la mañana. En ningún caso cabalgues por el pantano de noche. Ya es casi luna nueva, y para colmo hay nubes…
– Lo sé.
– Si se trata del País de los Lagos… Dirígete al norte, por las colinas. Evita los caminos principales, los caminos principales están llenos de soldados. Cuando llegues a un río, a un gran río, que se llama Sylte, llevarás más de la mitad del camino.
– Lo sé. Tengo el mapa que me dibujaste.
– Ah, sí, cierto.
Ciri comprobó de nuevo los atalajes y la alforja. Maquinalmente, sin saber qué decir. Intentando evitar lo que al fin y al cabo era necesario decir.
– Ha sido un placer tenerte, brujilla -él se le adelantó-. De verdad. Adiós, brujilla.
– Adiós, ermitaño. Gracias por todo.
Ya estaba sentada en la silla, ya se aprestaba a espolear a Kelpa, cuando él se acercó y la agarró de la mano.
– Ciri. Quédate. Espera que pase el invierno…
– Llegaré al lago antes de los hielos. Y luego, si es tal y como dijiste, ya nada va a tener significado. Volveré por el telepuerto a Thanedd. A la escuela de Aretusa. A doña Rita… Vysogota… Cuánto tiempo hace de ello…
– La Torre de la Golondrina es una leyenda. Recuerda. Sólo una leyenda.
– Yo también soy sólo una leyenda -dijo con amargura-. De nacimiento. Zireael, Golondrina, Niña de la Sorpresa. Elegida. Niña del destino. Hija de la Vieja Sangre. Me voy, Vysogota. Que tengas salud.
– Que tengas salud, Ciri.
La posada en el cruce detrás de los arrabales estaba vacía. Cyprian Fripp el Joven y sus tres camaradas habían prohibido el acceso a los lugareños y espantado a los viajeros. Ellos, sin embargo, festejaban y bebían días enteros, sentados en aquel local frío y lleno de humo, que apestaba como suelen apestar las posadas en invierno, cuando no se abren las ventanas ni la puerta: a sudor, gatos, ratones, calcetines, madera de pino, de abedul, grasa, ceniza y ropa húmeda y humeante de vapor.
– Vaya una perra suerte -repitió quizás por centésima vez Yuz Jannowitz, gemmeriano, haciendo una señal a las sirvientas para que trajeran vodka-. Así se pudra el Antillo. ¡Hacernos quedar en este pueblo de mierda! ¡Mejor irse con la patrulla por esos bosques!
– Anda que no estás tonto -le respondió Dede Vargas-. ¡Allá afuera hace un frío del copón! Yo prefiero a lo calentito. ¡Y cabe las mozas!
Le dio una palmada con ímpetu a la muchacha en la nalga. La muchacha chilló, no demasiado convincente y con evidente indiferencia. Era, la verdad sea dicha, algo retrasada. El trabajo en la posada sólo le había enseñado que si daban palmadas o pellizcaban, había que chillar.
Ya al segundo día de estar allí, Cyprian Fripp y sus compañeros se habían lanzado sobre las dos mozas de servicio. El posadero tenía miedo de protestar y las muchachas eran demasiado poco despiertas como para pensar en protestar. La vida les había enseñado ya que si una moza protesta, le pegan. Así que más razonable era esperar a que se aburrieran.
– La Falka ésa -Rispat La Pointe, aburrido, retomó el otro tema estándar de sus aburridas conversaciones nocturnas- la giñó allá en los bosques, sus digo. ¡Yo vi cómo entonces el Skellen le jodio la jeta con un orión, y cómo la sangre le retañaba como una fuente! ¡De ello, sus digo, no pudo reposarse!
– Antillo falló -dijo Yuz Jannowitz-. No más la rozó con el orión. Cierto que le hizo en la jeta no poco daño. Mas, ¿acaso estorbara aquello a la moza para saltar por encima del torno? ¿Se cayó del caballo? ¡No te jode! Y luego midieron el torno: siete pies y dos pulgadas, te cagas. ¿Y qué? ¡Lo saltó! Y entre la silla y el culo no podrías haber metido ni el filo de un chuchillo.
– Le brotaba la sangre como de una tina -protestó Rispat La Pointe-. Cabalgó, cabalgó y luego se cayó y la giñó en algún barranco, los lobos y los pájaros se comieron la carroña, las martas lo terminaron y los gusanos arrelimpiaron las güellas. ¡Sacabó, deireádh! De modo que nosotros, sus digo, estamos aquí esperando en vano, bebiéndonos las perras. ¡Y es por esto porque a la zorra ésa no se la ve!
– No puede ser así porque de la muerta ni rastro que ha quedao -dijo Dede Vargas con seguridad-. Siempre algo queda, el cráneo, las caerás, algún güeso gordo. Rience, el fechicero, por fin dará con Falka. Y entonces sabrá acabao to.
– Y pué que entonces nos den caza de tal modo que hasta con gusto nos vamos a acordar de esta vagüancia y de esta puta pocilga. -Cyprian Fripp el Joven pasó su aburrida mirada por la pared de la posada, de la que se conocía ya cada clavo y cada mancha-, Y de este puto aguardiente. Y de las dos éstas, que apestan a cebolla y cuando las follas se están quietas como ganao, miran al techo y se rebuscan en los dientes.
– Cualquier cosa mejor que este coñazo -sentenció Yuz Jannowitz-. ¡Hasta dan ganas de echarse a gritar! ¡La puta, hagamos algo! ¡Lo que sea! ¿Le prendemos fuego al pueblo, o así?
Chirriaron las puertas. El sonido era tan poco cotidiano que los cuatro se levantaron.
– ¡Fuera! -gritó Dede Vargas-. ¡Lárgate, abuelo! ¡Pordiosero! ¡Apestoso! ¡Fuera, a la calle!
– Déjalo -Fripp agitó una mano aburrida-. Ves, carga una gaita. Es un viejo rondador, a lo seguro antaño soldado, que tocando y cantando por las tabernas gánase en algo la vida. En la calle diluvia y yela. Que se siente aquí…
– Pero lejitos de nosotros. -Yuz Jannowitz le señaló al abuelete dónde tenía que sentarse-. Pos nos llena de pulgas. Ende aquí veo cómo se le comen. Se diría que no son pulgas sino tortugas.
– ¡Dale alguna vianda, posadero! -Fripp el Joven hizo un gesto de mando-. ¡Y a nosotros aguardiente!
El vejete se quitó de la cabeza un gran gorro de piel y con gracia extendió a su alrededor un hedor terrible.
– Gracias os sean dadas, vuesas mercedesas -dijo-. Puesto que hoy es la vegilia de Saovine, es fiesta. Y en fiesta no cuadra que se eche a naide, para que se moje y se yeie en la lluvia. Lo que cuadra en día de fiesta es envitar…
– Es verdad. -Rispat La Pointe se dio una palmada en la frente-. ¡Ciertamente hoy es la vegilia de Saovine! ¡El final de octubre!
– La noche de los prodigios. -El vejete sorbió la sopa aguada que le habían traído-. ¡Noche de los fantasmas y los espetros!
– ¡Jojó! -dijo Yuz Jannowitz-. ¡El vejete, veréis, nos va a enregalar con un cuento de viejas!
– Que nos enregale -bostezó Dede Vargas-. ¡Cualquier cosa mejor que este coñazo!
– Saovine -repitió el abatido Cyprian Fripp el Joven-. Ya hace cinco semanas desde Licornio. Y dos semanas ya que andamos aquí encaramaos. ¡Dos putas semanas, ja!
– La noche de los moustros. -El vejete lamió la cuchara, eligió algo con un dedo del fondo del cuenco y se comió ese algo-. ¡La noche de los espetros y de los encantamientos!
– ¿Y no lo decía yo? -Yuz Jannowitz sonrió-. ¡Habremos cuento de viejas!
El anciano se enderezó, se rascó y dio un hipido.
– La vegilia de Saovine -comenzó con énfasis-, la última noche antes de que suba la nueva de noviembre, es pa los elfos la última noche del año viejo. Cuando nace el nuevo día, ya es para los elfos el año nuevo. De modo que hay costumbre entre los elfos en la noche de Saovine prender todos los fuegos de la casa y alrededores con una astilla embreada y guardar bien los restos de la astilla hasta mayo, y con la misma, enchiscar el fuego de Belleteyn, entonces, dicen, habrá abundancia. Y no sólo la gente elfa sino y muchos de entre los nuestros hacen lo mismo. Para que de las ánimas malvadas salvaguardar…
– ¡Ánimas! -bufó Yuz-. ¡Escuchad nomás lo que este patán chamulla!
– ¡Ésta es la noche de Saovine! -anunció el viejo con voz emocionada-. ¡En tal noche los espíritus rondan por la tierra! ¡Los espíritus de los muertos llaman a la ventana, dejadnos pasar, gimen, dejadnos! Entonces hay que dar miel, y gachas, y todo presto regarlo con vodka…
– La vodka yo me la prefiero regar a mí mesmo en el gaznate -se rió Rispat La Pointe-. Y tus espíritus, viejo, me puen besar aquí.
– ¡Oh, vuesa mercedesa, no hagáis bromas de los espíritus, que bien pudieran oírlo, y son rencorosos! ¡Hoy es la vegilia de Saovine, noche de los espetros y encantamientos! Aguzar el oído, ¿escucháis cómo algo alredor toca y llama? Son los muertos que acuden del otro mundo, quieren colarse en las casas para calentarse al fuego y comer en abundamiento. Allá, por los riscales desnudos y los bosques sin hojas, aulla el viento y el cierzo, los pobres espíritus se congelan, entonces vanse para los hogares donde hay fuego y calor. Entonces no hay que olvidar poner viandas en una cazuela en la esquina, o bien en los pajares, puesto que si las ánimas no hallaran allí nada, a la medianoche meterán el hocico en la casa para buscar…
– ¡Oh, dioses! -susurró con fuerza una de las mozas de servicio, y enseguida chilló porque Fripp le había pellizcado en el trasero.
– ¡No es mal cuento! -dijo Fripp-. ¡Mas pa ser bueno aún falta mucho! ¡Dadle, tabernero, una jarra de cerveza meona al viejo, pué que entonces le salga bueno! ¡Un buen cuento de espíritus, muchachos, conócese porque a las mozas que lo escuchan les pues pillizcar y ni se enteran!
Los hombres rieron, se escucharon los chillidos de las mozas, a las que se les comprobaba el estado de escucha. El viejo dio un sorbo de cerveza caliente, haciendo mucho ruido y eructando.
– ¡Mas ni se te ocurra aposentarte y dormirte! -le advirtió Vargas amenazador-. ¡No te irás de rositas! ¡Cuenta, canta, sopla la gaita! ¡Que haya parranda!
El viejo abrió la boca en la que un único diente aparecía como mojón de camino en una negra estepa.
– ¡Mas vuesa mercedesa, que hoy es Saovine! ¿Qué música, ni qué cánticos? ¡La música de Saovine es el cierzo a la ventana! ¡Son los lobisomes y los vamperos que agullan, los mamunios que relinchan y gimen, los gules que rechinan los dientes! La beann'shie gaña y grita, y quien escuchara los sus gritos, a ése de seguro le está escrita pronta muerte. ¡Todos los malos espíritus abandonan sus guaridas, las meigas vuelan al último conciliábulo antes del invierno! ¡Saovine es noche de los espetros, los moustros y los aparecidos! ¡No entréis al bosque, porque sus devorará la floresta! ¡No paséis por el camposanto, porque el muerto se os puede trajinar! Y lo mejor no salir del chozo, y para mayor certidumbre clavar en la esquina un cuchillo nuevo de yerro, que con él no se atreven los malos. Las mujeres que celen de los niños, puesto que en la noche de Saovine bien pudiera una rusalka o llorona robar al niño, en su lugar poniendo un repelente mutante. ¡Y la moza preñada mejor que no se asome afuera, no sea que una nocturnala le eche mal de ojo al niño en el vientre! En lugar de un niño parirá una estrige con dientes de yerro…
– ¡Oh, dioses!
– Con dientes de yerro. Primero a la madre la teta le come. Luego las manos le come. La mejilla le come… Uh, pero cuidao que mantrao hambre…
– Tomar mi güeso, tiene carne entoavía. ¡Comer más no es sano pa la vejez, que sus podéis atragantar y agogar, ja, ja! Y tú, eh, moza, dale más cerveza. ¡Venga, viejo, relata más de los espíritus!
– Saovine, vuestras mercedesas, es la última noche en que los fantasmas pueden andurrear, que luego los yelos les quitan las fuerzas, y se van al Abismo, bajo tierra, de donde ya no sacan los hocicos en todo el invierno. Por eso es de Saovine hasta febrero, hasta la fiesta de Imbaelk, el mejor tiempo para acudir a lugares inmundos y buscar allá los tesoros. Si, pongamos, en tiempo de calores, se arrebusca junto a un túmulo de wichtes, como que dos y dos son cuatro que se despierta el wicht, salta todo rabioso y devora al arrebuscador. Y de Saovine a Imbaelk rasca y rebusca las fuerzas que tenga: el wicht duerme profundo como el oso viejo.
– ¡Las cosas que se inventa el viejo descarao!
– No más que la verdad, vuesas mercedesas. Sí, sí. Mágica es la noche de Saovine, horrible, mas y aun es la mejor para profecías y augurios todos. En tal noche merece la pena echar las cartas, y adivinar con ios güesos, y la mano, y con el gallo blanco, y la cebolla, y el queso, de las tripas de los conejos, de un murciégalo muerto…
– ¡Fu!
– La noche de Saovine es noche de espetros y fantasmas… Más vale quedarse en casa. Toda la familia… Junto al fuego…
– Toda la familia -repitió Cyprian Fripp, enseñando de pronto los dientes de ave de presa a sus camaradas-. Toda la familia, ¿sus dais cuenta? ¡Junto con la lista ésa que ende hace una semana por no sé qué viajes se esconde!
– ¡La herrera! -se imaginó al momento Yuz Jannowitz-. ¡La rubia garbosa! Cuidado que tienes cabeza, Fripp. ¡Hoy igual la cogemos en la palloza! ¿Qué, muchachos? ¿Hacemos una visita al cotarro de la herrera?
– Uuuh, pero ya mismito. -Dede Vargas se estiró con fuerza-. Sus lo digo, ante los míos ojos la tengo, a la herrera, andurreando por el pueblo, esas tetillas saltaronas, este culillo redondete… Había que haberla echao mano entonces, sin esperar, pero Dacre Silifant, ese tonto maestresala… ¡pero agora no está aquí el Silifant y la herrera está en su chozo! ¡Esperando!
– En esta aldea hemos rajao ya al alcalde. -Rispat enarcó las cejas-. Le pateamos al cabronazo que vino a su sucorro. ¿Más muertos necesitamos? El herrero y su hijo son membrudos como robles. Con miedo no nos los llevamos. Habrá que…
– Mutilar -terminó Fripp tranquilo-. Sólo amutilarlos un poco, no más. Terminarsus la cerveza, aderecémonos y pal pueblo. ¡Nos vamos a festejar el Saovine! ¡Vamos a rellenar una zamarra con los pelos pafuera, nos liamos a berrear y a loquear, los paletos pensarán que son los diablos o los wichtes!
– ¿Nos traemos a la herrera paca, a las habitaciones, o nos antrenemos como en nuestra tierra, a lo gemmeriano, ante los ojos de la familia?
– Lo uno no quita lo otro. -Fripp el joven miró a la noche a través de la ventana-. ¡Vaya un viento más cojonudo, joder! ¡Hasta los álamos se doblan!
– ¡Oh, jo, jo! -dijo el viejo desde detrás de su jarra-. ¡No es el viento, mercedesas, no es el cierzo eso! Son las hechiceras que se apresuran a su aquelarre montadas en sus escobas, algunas en sus almireces y sus morteros, limpian las huellas tras de sí con las escobas. ¡No ha escape, si alguna de las tales en el bosque se le cruza en el camino a un hombre y le sale a la zaga, no ha escape! ¡Y ella tiene, oh, así los dientes!
– ¡Abuelo, vete a asustar a los niños con tus fechiceras!
– ¡No habléis, señor, en mala hora! ¡Pues y aún os diré que las peores hechiceras, ese estamento de condesas y princesas hechiceriles, jo, jo, ésas no en escobas, no en morteros ni almireces vuelan, no! ¡Ésas cabalgan en sus gatos negros!
– ¡Je, je, je, je!
– ¡Cierto es! Puesto que la vegilia de Saovine es la única noche del año en que los gatos hechiceriles se transforman en yeguas negras como la pez. Y pobre de aquél que en noche negra como boca de lobo oyera el golpeteo de cascos y viera a una hechicera en su yegua negra. Quien con tal hechicera se encontrara, no escapará a la muerte. ¡Lo arrastrará la hechicera como el viento a la hoja, lo llevará al otro mundo!
– ¡Cuando volvamos terminas! ¡Y concibe un cuento bueno, viejo de los cojones, y arrefina la gaita! ¡Cuando volvamos habrá aquí jarana! ¡Se bailará aquí y se joderá a la señora herrera…! ¿Qué pasa, Rispat?
Rispat La Pointe, que había salido al corral para aliviar la vejiga, volvió corriendo, y tenía el rostro tan blanco como la nieve. Gesticulaba violentamente, señalando a la puerta. No consiguió pronunciar ni una palabra. Y no era necesario. Desde la calle les llegó el donoso relincho de un caballo.
– Una yegua mora -dijo Fripp con el rostro casi pegado al cristal de la ventana-. La misma yegua mora. Es ella.
– ¿La hechicera?
– Falka, idiota.
– ¡Es su espíritu! -Rispat tomó aire con violencia-. ¡Un fantasma! ¡Ella no pudo sobrevivir! ¡Murió y regresa como fantasma! En la noche de Saovine.
– Vendrá en noche negra como boca de lobo -murmuró el viejo, apretando la jarra vacía contra la tripa-. Y quien con ella se encuentre, no escapará a la muerte…
– ¡A las armas, tomar las armas! -dijo Fripp, febril-. ¡Apriesa! ¡A ambos laos de la puerta! ¿No entendéis? ¡La fortuna nos sonríe! ¡Falka nada sabe de nosotros, vino acá para calentarse, los yelos y la hambre la sacaron de su bujero! ¡Derecha a nuestras manos! ¡Antillo y Rience nos llenarán de oro! Tomar las armas…
Las puertas chirriaron.
El vejete se dobló sobre la tabla de la mesa, entrecerró los ojos. Veía mal. Tenía los ojos cansados, arruinados por el glaucoma y una conjuntivitis crónica. Además, la taberna estaba oscura y llena de humo. Por ello el abuelete apenas vio a la delgada figura que entró a la casa desde el zaguán, vestida con un jubón de piel de almizclera, con una capucha y un pañuelo que le escondían el rostro. A cambio el viejo tenía un buen oído. Escuchó un apagado grito de una de las mozas de servicio, el golpeteo de los zuecos de la otra, la maldición a media voz del posadero. Escucho el tintineo de las espadas en las vainas. Y la voz baja, venenosa, de Cyprian Fripp:
– ¡Te tenemos, Falka! No nos esperabas aquí, ¿eh?
– Os esperaba -escuchó el vejete. Y tembló con el sonido de aquella voz.
Vio el movimiento de la figura delgada. Y escuchó un suspiro de miedo. Un ahogado grito de una de las mozas. No pudo ver que la muchacha llamada Falka se había quitado la capucha y el pañuelo. No pudo ver el rostro terriblemente mutilado. Ni los ojos pintados con una pasta de grasa y tizones de modo que parecían los ojos de un demonio.
– No soy Falka -dijo la muchacha. El abuelete de nuevo contempló un rápido y desdibujado movimiento, algo ígneo brilló a la luz de las lámparas-. Soy Ciri de Kaer Morhen. Soy una bruja. He venido aquí para matar.
El abuelete, que en su vida había visto más de una pelea de taberna, tenía un método elaborado para escapar a las injurias: zambullirse bajo la mesa, encogerse mucho y agarrarse con fuerza a las patas de la mesa. Desde esa posición, está claro, ya no podía ver nada. Y tampoco quería. Se aferraba espasmódico a la mesa, y la mesa ya recorría la habitación junto con el resto de los muebles, entre golpeteos, chasquidos y crujidos, el sonido de pesadas botas, maldiciones, gritos, gemidos y el tintineo del acero.
Una moza de servicio gritaba penetrantemente sin parar.
Sobre la mesa rodó alguien, desplazando al mueble junto con el viejo agarrado a él, cayó al suelo a su lado. El viejo gritó al sentir cómo le salpicaba la sangre caliente. Dede Vargas, el que le había querido echar al principio -el viejo lo reconoció por los botones de azófar en el jubón- lanzaba macabros chillidos, se retorcía, lanzaba sangre, agitaba con las manos a su alrededor. Uno de sus golpes impotentes le acertó al anciano en un ojo. El abuelete ya no pudo ver absolutamente nada. La muchacha que gritaba se atragantó, se calló, tomó aire y comenzó a gritar de nuevo, en una entonación todavía más alta.
Alguien cayó con estrépito al suelo, de nuevo se extendió la sangre por el recién fregado suelo de tablas de pino. El abuelete no reconoció quién había muerto ahora. Era Rispat La Pointe, al que Ciri le había dado un tajo en el cuello. No vio cómo Ciri realizaba una pirueta justo frente a Fripp y Jannowitz, cómo atravesaba su guardia como una sombra, como humo gris. Jannowitz se lanzó tras ella con un rápido y blando salto de gato. Era un espadachín diestro. Apoyándose con seguridad en el pie derecho, golpeó con una larga y extendida prima, apuntando al rostro de la muchacha, directamente a su horrible cicatriz. No podía fallar.
Falló.
No consiguió protegerse. Ella lo cortó al azar, desde cerca, con las dos manos, a través del pecho y la barriga. Y ella volvió a saltar, giró, y al tiempo que escapaba de los tajos de Fripp, le rajó al retorcido Jannowitz por el cuello. Jannowitz se derrumbó con la frente cayendo sobre un banco. Fripp saltó por encima de banco y cadáver, lanzó un tajo rapidísimo. Ciri lo paró al bies, hizo una media pirueta y dio un corto tajo en el muslo. Fripp se tambaleó, se tropezó con la mesa, perdiendo el equilibrio, instintivamente extendió la mano. Cuando apoyó la mano en la mesa, Ciri, con un rápido golpe, se la cortó.
Fripp levantó el muñón que despedía sangre, lo miró con atención, luego miró a la mano que estaba sobre la mesa, y se derrumbó de pronto, violentamente, con ímpetu posó el trasero sobre el suelo, exactamente igual que si se hubiera resbalado con jabón. Una vez sentado gritó, y luego comenzó a aullar, con un aullido salvaje, agudo y penetrante de lobo.
Encogido bajo la mesa y regado en sangre, el viejo escuchó cómo durante un instante se oía aquel dueto espectral: los gritos monótonos de la moza de servicio y los aullidos espasmódicos de Fripp.
La moza se calló primero, terminó sus inhumanos gritos con un chillido quebrado. Fripp simplemente enmudeció.
– Mamá -dijo de pronto, muy claro y completamente consciente-. Mamá… ¿Qué es… qué es… lo que me ha pasado? ¿Qué me… pasa?
– Te estás muriendo -le dijo la muchacha del rostro mutilado.
Al viejo se le pusieron de punta los pocos pelos que le quedaban. Para detener el temblor de los dientes los apretó con la manga de la aljuba.
Cyprian Fripp el Joven exhaló un sonido como si tragara con dificultad. Ya no emitió más sonidos. Ninguno.
Reinaba el más absoluto silencio.
– Pero qué es lo que has hecho… -gimió el posadero en aquel silencio-. Pero qué es lo que has hecho, muchacha…
– Soy una bruja. Mato monstruos.
– Nos colgarán… ¡Quemarán el pueblo y la posada!
– Mato monstruos -repitió, y en su voz de pronto apareció algo como asombro. Como vacilación. Inseguridad.
El posadero gimió, suspiró. Y sollozó.
El abuelete salió poco a poco de debajo de la mesa, apartándose del cadáver de Dede Vargas, de su rostro horriblemente cortado.
– En una yegua negra cabalgas… -murmuró-. En noche oscura como boca de lobo… las huellas tras tuyo vas borrando…
La muchacha se volvió, le miró. Ya había tenido tiempo de cubrirse el rostro con el pañuelo, desde encima del pañuelo lo contemplaban unos ojos fantasmales rodeados por negros círculos.
– Quien se encuentra contigo -balbuceó el viejo-, no escapará a la muerte… porque tú misma eres la muerte.
La muchacha lo miró. Largo tiempo. Y con bastante indiferencia.
– Tienes razón -dijo por fin.
En algún lugar en los pantanos, allá lejos, pero bastante más cerca que antes, resonó de nuevo el aullido lastimero de la beann'shie.
Vysogota yacía en el suelo, sobre el que se había caído al levantarse de la cama. Confirmó con espanto que no era capaz de levantarse. Su corazón golpeaba, subía hasta la garganta, le estrangulaba.
Ya sabía a quién le anunciaba la muerte el grito nocturno del espíritu élfico. La vida era hermosa, pensó. Pese a todo.
– Dioses… -murmuró-. No creo en vosotros… Pero si existís…
Un monstruoso dolor le explotó de pronto en el pecho, bajo el esternón. Allá en los pantanos, lejos, pero bastante más cerca que antes, la beann'shie chilló por tercera vez.
– ¡Si existís, proteged a la brujilla en su camino!