Capítulo tercero

A menudo me preguntan por qué me decidí a escribir mis reminiscencias. Mucha gente parece interesarse por el momento en que mis memorias comenzaran a surgir, cuál fuera el acaecimiento que acompañara al principio de la escritura o diera pábulo a ello. Anteriormente solía dar diversas explicaciones y no pocas veces mentí, mas ahora hago honor a la verdad puesto que hoy, cuando los cabellos se me han encanecido y se han hecho más ralos, sé que la verdad es un grano precioso, la mentira, en cambio, no es más que salvado huero. Y la verdad es ésta: el acaecimiento que a todo oliera pábulo, al que le debo las primeras anotaciones, con las que se empezó a conformar la obra de mi vida, fue el hallar casualmente papel y pluma entre las cosas que yo y mis compañeros robamos en los acantonamientos militares lyrios. Esto sucedió…

Jaskier, Medio siglo de poesía

… sucedió el quinto día después de la luna nueva de septiembre, precisamente el trigésimo día de nuestros lances, contando desde que salimos de Brokilón, y seis días después de la Batalla del Puente.

Ahora, querido futuro lector, retrocederé algo en el tiempo y describiré los acontecimientos que tuvieron lugar inmediatamente después de la batalla famosa y preñada de consecuencias llamada del Puente. Empero iluminaré primero a la extensa suma de lectores que nada saben de la Batalla del Puente, bien sea a causa de otros intereses, bien a causa de general ignorancia. Me explico: la tal batalla se lidió el último día del mes de agosto el año de la Gran Guerra en Angren, en el puente que unía las dos orillas del Yaruga en las cercanías de una estanitza llamada el Embarcadero Rojo. Partes en este conflicto armado fueron: el ejército de Nilfgaard, el corpus lyrio dirigido por la reina Meve, así como nosotros, nuestra maravillosa pandilla, yo, o sea, el abajo firmante, y también el brujo Geralt, el vampiro Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy, la arquera María Barring llamada Milva y Cahir Mawr Dyffryn aep Ceaílach, el nilfgaardiano al que le gustaba demostrar con obstinación digna de mejor causa que no era nilfgaardiano.

Pudiera ser que tampoco estuviera muy claro para ti, lector, cómo había ido a parar a Angren la reina Meve, de la que a la sazón se pensaba que había muerto junto con su ejército durante la incursión nilfgaardiana de julio contra Lyria, Rivia y Aedirn, finalizada con la completa conquista de aquellos países y su ocupación por los ejércitos imperiales. Mas Meve no había muerto en la lid, como se juzgaba, ni había caído en cautiverio nilfgaardiano. Agrupando bajo su estandarte a la noble mesnada salvada del ejército de Lyria y enrolando a quien se podía, incluyendo a mercenarios y bandidos comunes, la esforzada Meve acometió una guerra de guerrillas contra Nilfgaard. Y para tales estratagemas el fragoso Angren era ideal, ya fuera para atacar en emboscadas, ya fuera para esconderse en alguna espesura, porque en Angren hay espesuras de sobra; la verdad sea dicha, aparte de espesuras no hay más en aquel país que sea digno de ser mencionado.

El destacamento de Meve -a quien su ejército llamaba ya la Reina Blanca- creció vertiginoso en fuerza y cobró tanta entereza que era capaz de cruzar sin miedo a la orilla siniestra del Yaruga para allá, en la profunda retaguardia del enemigo, llevar a cabo zalagardas y escaramuzas a placer.

Y volvamos en este punto a nuestro grano, esto es, a la Batalla del Puente. La situación táctica era como sigue: los partisanos de la reina Meve, que habían andado algareando por la orilla izquierda del Yaruga, quisieron escapar a la orilla derecha del Yaruga, pero se toparon con los nilfgaardianos, que andaban algareando por la orilla derecha del Yaruga y precisamente querían escapar a la orilla izquierda del Yaruga. Con los arriba mencionados nos topamos nosotros, en una posición céntrica, es decir, en el medio del río Yaruga, rodeados por gentes armadas a cada lado, ya fuera diestro o siniestro. No teniendo entonces adonde huir, nos convertimos en héroes y nos cubrimos de gloria eterna. La lucha, dicho sea de paso, la ganaron los lyrios, dado que consiguieron lo que se proponían, es decir, huir a la orilla derecha. Los nilfgaardianos huyeron en dirección ignota y por ello mismo perdieron la lucha. Me hago cargo de que todo esto presenta un aspecto ciertamente confuso y, antes de publicarlo, no dejaré de dar a corregir mi texto a algún teórico de la guerra. De momento me apoyo en la autoridad de Cahir aep Ceallach, el único soldado de nuestra compaña, y Cahir confirmó que ganar una liza por el método de huir a toda velocidad del campo de batalla es permitido por la mayoría de las doctrinas militares.

La participación de nuestro equipo en la batalla fue indisputablemente honorable pero tuvo también efectos negativos. Milva, que se encontraba en estado de buena esperanza, padeció un trágico accidente. Los restantes fueron de la fortuna sonreídos de tal modo que nadie sufriera daños mayores. Pero tampoco nadie alcanzó beneficio alguno y ni siquiera se le agradeció nada. Una excepción la constituyó el brujo Geralt. Pues Geralt el brujo, pese a su múltiples veces declarada -y a todas luces ilusoria- indiferencia y no pocas veces anunciada neutralidad, puso en la batalla un fervor tan crecido como espectacular hasta la exageración, con otras palabras: luchó de forma ostentosa, por no decir ostentosamente. Esto fue apreciado y la reina Meve, reina de Lyria, con su propia mano lo armó caballero. De tal ordenamiento, como presto se vio, resultaron más inconveniencias que ventajas.

Has pues de saber, querido lector, que el brujo Geralt fue siempre persona modesta, circunspecta y contenida, de interior tan sencillo y poco complicado como el palo de una alabarda. No obstante, el inesperado ascenso y el aparente favor de la reina Meve lo cambiaron, y si no lo conociera bien, pensaría que estaba orgulloso. En vez de desaparecer de escena apriesa y anónimamente, Geralt se embrollaba en el séquito real, se alegraba de los honores, se deleitaba con los favores y se regocijaba de la fama.

Y nosotros fama y renombre era precisamente lo que menos necesitábamos. Recuerdo a aquéllos que no lo recuerden que este mismo brujo Geralt, ahora armado caballero, era perseguido por los órganos de seguridad de los todos Cuatro Reinos en relación con la rebelión de los magos en la isla de Thanedd. A mí, persona inocente y limpia como una patena, se me intentaban colgar acusaciones de espionaje. A ello habría que añadir a Milva, colaboracionista con las dríadas y los Scoia'tael, mezclada, como resultó, en las matanzas de humanos en los alrededores del bosque de Brokilón. Y a eso hay que agregar a Cahir aep Ceallach, nilfgaardiano, ciudadano de una nación lo quieras o no enemiga, cuya presencia en la parte impropia no hubiera sido fácil de explicar ni de justificar. Se daba la circunstancia que la única persona de nuestro grupo cuyo curriculum vitae no lo afeaban asuntos políticos ni criminales era un vampiro. De este modo, el desenmascaramiento y el reconocimiento de cualquiera de nosotros amenazaba a todos los restantes con acabar clavados en una afilada estaca de roble. Cada día pasado a la sombra de los estandartes lyrios -días que, al principio, eran agradables, bien provistos y seguros- acrecentaba tal riesgo.

Geralt, cuando se le recordaba esto con claridad, se enfadaba un tanto, pero explicaba sus razones, que eran dos. En primer lugar, Milva, tras su amarga incidencia, seguía precisando de cuidado y asistencia, y en el ejército había sanitarios de campo. En segundo lugar, el ejército de la reina Meve se dirigía hacia el este, en dirección a Caed Dhu. Y nuestro grupo, antes de cambiar de dirección y meterse en la lucha arriba descrita, también tenía intenciones de alcanzar Caed Dhu: albergábamos la esperanza de obtener alguna información de los druidas que allá habitaban y que nos sirviera de ayuda en la búsqueda de Ciri. El camino directo hacia los mencionados druidas nos lo obstaculizaban los destacamentos y los grupos de saboteadores que merodeaban por Angren. Ahora, bajo la protección del amigable ejército lyrio, con el favor y la benevolencia de la reina Meve, el camino a Caed Dhu estaba abierto, incluso hasta parecía recto y seguro.

Advertí al brujo de que tan sólo lo parecía, que apariencias nomás eran, que el favor real es una ilusión y es voluble cual veleta. El brujo no quería escuchar. Y de qué lado estaba la razón se vio pronto. Cuando se corrió la noticia de que de la parte de oriente a través del desfiladero de Klamat se venía una grande y bien armada expedición de castigo de nilfgaardianos, el ejercito de Lyria, sin dudarlo, giró hacia el norte, en dirección a las montañas de Mahakam. A Geralt, como es fácil imaginarse, no le convenía en absoluto el cambio de dirección, ¡tenía prisa por llegar a donde los druidas y no a Mahakam! Ingenuo como un niño, corrió a la reina Meve con intención de obtener la licencia del ejército y la bendición real para sus asuntos privados. Y en aquel momento se terminaron el amor y la benevolencia real, y el respeto y la admiración para el héroe de la Batalla del Puente desaparecieron como el humo. Al caballero Geralt de Rivia se le recordaron con frío y hasta duro tono sus obligaciones caballeriles hacia la corona. A la aún débil Milva, al vampiro Regis y al abajo firmante se les recomendó unirse a la columna que iba tras la caravana de huidos y civiles. Cahir aep Ceallach, jovencito bien crecido, que en modo alguno aspecto de civil tenía, recibió una banda blanquiazul y fue enrolado en las así llamadas compañías libres, es decir, en un destacamento de caballería formado por la más variada masa de granujas recolectados por los caminos por el ejército lyrio. De esta forma se nos separó y todo señalaba que nuestra aventura habíase acabado definitivamente y de todas todas.

Como sin embargo te imaginarás, querido lector, en absoluto fue esto el final, ¡bah, si ni siquiera fue el principio! Milva, cuando se enteró del desarrollo de los acontecimientos, de inmediato anunció que estaba sana y presta y como primera lanzó la consigna de retirada. Cahir tiró entre los matojos los colores reales y se redimió de las compañías libres, y Geralt se escaqueó de las lujosas tiendas de la selecta caballería.

No me entretendré con las particularidades, y además la modestia no me permite una extensa exposición de mis propias, y no escasas, prestaciones en la empresa aquí descrita. Afirmaré un hecho: la noche del cinco al seis de septiembre toda nuestra pandilla abandonó en secreto el ejército de la reina Meve. Antes de despedirnos de las huestes lyrias no dejamos de aprovisionarnos abundantemente, sin recabar por supuesto permiso del jefe de los servicios de intendencia. Considero que la palabra «saqueo», que utilizara Milva, es excesiva. Al fin y al cabo se nos debía alguna gratificación por nuestra participación en la celebérrima Batalla del Puente. Y si no una gratificación, al menos una satisfacción y la reposición de las pérdidas sufridas. Dejando aparte el trágico accidente de Milva, sin contar las heridas y golpes de Geralt y Cahir, en la batalla nos mataron o lisiaron a todos los caballos, exceptuando a mi fiel Pegaso y a la disoluta Sardinilla, la yegua del brujo. Por ello, en el marco de nuestras recompensas tomamos tres alazanes de caballería de pura sangre y uno de carga. Tomamos también diverso equipamiento, cuanto nos cupo en las manos. Para ser justos, he de añadir que hubimos luego de tirar la mitad. Como dijo Milva, suele pasar cuando se roba a oscuras. Las cosas más útiles del almacén de provisiones las tomó el vampiro Regis, quien ve en la oscuridad mejor que de día. Regis, para colmo, redujo la capacidad defensiva del ejército lyrio en una gorda muía gris, la cual extrajo de detrás de la cerca con tanta habilidad que ni una de las bestias rebufó ni coceó. Las historias acerca de los animales que perciben a los vampiros y reaccionan con pánico a sus olores cabe entonces considerar como parte integrante de los cuentos de hadas. A no ser que se trate de ciertos animales y ciertos vampiros. Añadiré que conservamos la tal muía gris hasta hoy. Después de extraviar el caballo de carga, que perdimos luego en los bosques de los Tras Ríos, cuando se asustó con unos lobos, la muía porta nuestros bienes, o mejor dicho, lo que ha quedado. La mula lleva el nombre de Draakul. Regis la llamó así nada más robarla y así se quedó. Se ve bien claro que a Regis le hace gracia el nombre, el cual seguramente posee algún significado divertido en la cultura y la lengua de los vampiros, pero no quiso explicarnos el porqué afirmando que se trataba de un juego de palabras intraducible.

De esta forma la nuestra cuadrilla se encontró de nuevo en el camino, y la larga lista de personas que no nos tenían afecto se alargó aún más. Geralt de Rivia, caballero sin tacha, abandonó las filas de la caballería antes incluso de que el nombramiento como caballero fuera confirmado con una patente y antes de que él heraldo de la corte le inventara un blasón. Por su lado, Cahir aep Ceallach había tenido tiempo ya de luchar en ambos ejércitos combatientes en el gran conflicto entre Nilfgaard y los norteños, así como de desertar de ambos, ganándose por tanto en ambos la pena de muerte en ausencia. El resto de nosotros tampoco estaba en mejor situación: al fin y al cabo una horca es una horca y poco importa por tanto la diferencia de por qué se pende de ella, si por huir de la honra de caballero, por deserción o por llamar a una muía castrense con el nombre de Draakul.

Así que no te extrañe, lector, que ejerciéramos esfuerzos verdaderamente titánicos para ampliar la distancia que nos separaba del ejército de la reina Meve. Con todas las fuerzas de que disponían los caballos, cabalgamos como locos hacia el sur, hacia el Yaruga, con intención de pasarnos a la orilla izquierda. No por poner de por medio el río entre la reina y sus partisanos y nosotros, sino porque los despoblados de los Tras Ríos eran menos peligrosos que Angren, que estaba en guerra. Para llegar a donde los druidas era mucho más razonable viajar por la orilla izquierda que por la derecha. Paradójicamente, puesto que la orilla izquierda del Yaruga era ya parte del hostil imperio nilfgaardiano. El padre de tal concepción izquierdista fue el brujo Geralt, que tras salirse de la hermandad de los ordenados fachendosos recobró en buena medida el juicio, la facultad del pensamiento lógico y la prudencia común y corriente. El futuro mostró que el plan del brujo estuvo preñado de consecuencias y tuvo peso sobre la suerte de toda la expedición. Pero de ello hablaremos luego.

Junto al Yaruga, adonde llegamos, había ya un sinnúmero de nilfgaardianos que estaban cruzando por el recién reconstruido puente del Embarcadero Rojo para continuar su ofensiva sobre Angren y, seguramente, más adelante, hacia Temería, Mahakam y el diablo sabe adonde más que hubiera planeado el estado mayor de Nilfgaard. Ni hablar entonces de traspasar el río de inmediato; tuvimos que escondernos y esperar a que cruzara el ejército. Durante dos jornadas estuvimos metidos entre los cañaverales ribereños, cultivando el reumatismo y alimentando mosquitos. Para colmo de males, el tiempo empeoró de improviso, lloviznaba, corría un aire de la leche, y del frío los dientes chocaban los unos con los otros. No recuerdo un septiembre tan frío entre los muchos que se han quedado grabados en mi memoria. Precisamente entonces, querido lector, al encontrar entre los aprovisionamientos tomados prestados del campamento lyrio lápiz y papel comencé -para matar el tiempo y olvidar las incomodidades- a apuntar y eternizar algunas de nuestras aventuras.

La molesta intemperie y la obligada inactividad nos pusieron de mal humor y despertaron diversos malos pensamientos. Sobre todo al brujo. Geralt ya antes solía computar los días que le separaban de Ciri y cada día que no estaba en el camino lo alejaba de ella -en su opinión- cada vez más. Ahora, entre las mimbreras húmedas, entre el frío y la lluvia, el brujo se volvía de minuto a minuto cada vez más sombrío y hosco. Advertí también que cojeaba mucho, y cuando pensaba que nadie le veía ni le escuchaba, blasfemaba y mascullaba de dolor. Has de saber, amable lector, que a Geralt le habían quebrado los huesos durante la sedición de los hechiceros en la isla de Thanedd. Las fracturas se unieron y curaron gracias a los mágicos esfuerzos de las dríadas del bosque de Brokilón, pero por lo visto no habían dejado de martirizarlo. Así que el brujo sufría, como se dice, tanto de dolores del cuerpo como del espíritu, y andaba tan furibundo por ello que hasta echaba chispas.

Y otra vez comenzaron a perseguirlo los sueños. El nueve de septiembre, temprano, porque se durmió en la guardia, nos asustó a todos despertándose con un grito y sacando la espada. Tenía todo el aspecto de estar amok, pero por suerte se le pasó al instante.

Se apartó de nuestra vista, pero al cabo volvió con gesto sombrío y anunció ni más ni menos que a efectos inmediatos disolvía la cuadrilla y continuaría a solas el resto del camino, puesto que no sé dónde pasaban no sé qué cosas espantosas, que el tiempo apremiaba, que el asunto se estaba poniendo peligroso y que él no quería exponer a nadie ni asumir ninguna responsabilidad. Departía y razonaba deforma tan aburrida y con tan poco convencimiento que nadie quiso discutir con él. Hasta el vampiro, a menudo tan elocuente, le obsequió con un encogimiento de hombros, Milva con un escupitajo, Cahir recordándole con sequedad que respondía de sí mismo y que, en lo tocante al riesgo, no llevaba la espada para que le pesara en el cinto. Sin embargo, luego todos se sumieron en el silencio y clavaron significativamente los ojos en el que esto escribe a todas luces esperando que usara de la ocasión para volver a casa. No he de añadir, sin embargo, que esperaron en vano.

De todos modos el suceso nos inclinó a romper el marasmo y nos impulsó a un paso atrevido: a cruzar el Yaruga. Reconozco que la empresa me desasosegaba; el plan apostaba por un cruce nocturno de la corriente, por citar a Milva y Cahir, «agarrados a la cola de los caballos». Incluso si esto no era más que una metáfora -y sospecho que lo era- no me imaginaba a mí mismo en el trance de vadear el río en tal forma ni tampoco a mi corcel, Pegaso, en cuya cola había de confiar. Nadar, hablando comedidamente, no era ni es mi mayor talento. Si la Madre Naturaleza hubiera querido que nadara, en el acto de la creación y durante el proceso de la evolución no hubiera olvidado dotarme de membranas entre los dedos. Y lo mismo en lo que se refiere a Pegaso.

Mi desasosiego resultó en vano, por lo menos en lo tocante a nadar detrás de una cola de caballo. Cruzamos el río de otro modo. Quién sabe si todavía no más loco.

De forma bastante descarada, por el reconstruido puente del Embarcadero Rojo, ante las mismas narices de las patrullas de guardia nilfgaardianas. La empresa, como se vio, sólo en apariencia olía a loco albur y azaroso riesgo; en la realidad fue como una seda. Tras el paso del puente de las unidades regulares en ésta y la otra dirección, cruzaba un transporte tras otro, un vehículo tras otro, un rebaño tras otro, muy diversas muchedumbres, entre ellas también distintos civiles, entre los que nuestra cuadrilla ni en un pelo se diferenciaba ni saltaba a la vista deforma alguna. Así, el día décimo del mes de septiembre atravesamos todos a la orilla izquierda del Yaruga, con un solo grito de los centinelas a los cuales Cahir, frunciendo las cejas con señorío, les ladró algo acerca de la guardia imperial, apuntalando sus palabras con la clásica y siempre eficaz expresión castrense de mecagüen tu puta madre. Antes de que nadie tuviera tiempo de interesarse por nosotros, estábamos ya en la orilla izquierda del Yaruga, en lo profundo de los bosques trasrrieros, dado que pasaba por allí tan sólo un camino real que conducía hacia el sur, y a nosotros no nos ajustaba ni la dirección ni la abundancia de nilfgaardianos que deambulaban por él.

En el primer vivaque que hicimos en los bosques de Tras Ríos, a mí también me asaltó por la noche un sueño extraño, aunque a diferencia de Geralt no soñé con Ciri sino con la hechicera Yennefer. Yennefer, como de costumbre vestida de blanco y negro, se alzaba en el aire por encima de un sombrío castillo montañés mientras que abajo otras hechiceras la amenazaban con los puños y le lanzaban improperios. Yennefer agitó las largas mangas de su vestido y voló como un albatros negro sobre un mar infinito hacia un sol naciente. Desde aquel momento el sueño se convirtió en una pesadilla. Al despertarme, los detalles se habían borrado de mi memoria, quedaron solamente unas imágenes difusas, con poco sentido, pero todas era imágenes monstruosas: tortura, grito, miedo, muerte… En una palabra: el horror.

No me jacté ante Geralt de este sueño. No dije ni mu. Y como luego resultó, con razón.

– ¡Yennefer se esfumó! Yennefer de Vengerberg. ¡Y famosa que era la hechicera! ¡Que no vea la mañana si miento!

Triss Merigold tembló, se volvió, intentando atravesar con la mirada la masa de gente y el humo gris que llenaba la sala principal de la taberna. Por fin se levantó de la mesa, dejando a un lado con algo de tristeza el filete de lenguado con mantequilla de boquerones, la especialidad local y una verdadera delicatessen. Al fin y al cabo no vagabundeaba por las tabernas y colmados de Bremervoord para comer delicatessen, sino para conseguir información. Aparte de ello tenía que cuidar su línea.

El grupillo de gente en el que le tocó meterse era ya denso y consistente. Los habitantes de Bremervoord gustaban de las narraciones y no dejaban pasar ocasión alguna de escuchar una nueva. Y los numerosos marineros que andaban por allí nunca decepcionaban a nadie, siempre contaban con un repertorio nuevo y reciente de fábulas y chilindrinas. Por supuesto, en la mayor parte de los casos, mentiras, pero esto no tenía la menor importancia. Una narración es una narración. Tiene sus leyes.

La que estaba precisamente entonces hablando, y que había mencionado a Yennefer, era una pescadora de las islas Skellige, corpulenta, ancha de espalda, de pelo corto, vestida como sus cuatro camaradas con un chaleco hecho de piel de narval pulida hasta hacerla brillar.

– Fue el decimonoveno día del mes de agosto, a la mañana, tras la segunda noche de luna llena -continuó la isleña su narración al tiempo que se llevaba una jarra de cerveza a los labios. Su mano, como advirtió Triss, era del color de un ladrillo viejo, y su brazo desnudo, de músculos muy ceñidos, era de por lo menos unas veinte pulgadas de diámetro. Triss tenía veintidós pulgadas en el talle.

– Muy tempranito -siguió la pescadora, pasando sus ojos por los rostros del público- salió al mar nuestra barcaza, al sund entre An Skellig y Spikeroog, en el criadero de ostras ande solemos poner las redes para el salmón. Prisas habíamos, y muchas, que apuntaba tormenta, el cielo volvíase negro por poniente. Había de sacarse el salmón de las redes pues si no, como sabéis, cuando se puede de nuevo uno echar al mar tras la tormenta, en las redes no quedan más que testas podrías, recomías, toda la pesca vase al garete.

El público, casi todos habitantes de Bremervoord y Cidaris, que en su mayoría se sustentaban del mar y de él dependían, asintieron y murmuraron con aprobación. Triss por lo general sólo veía los salmones en forma de lonchas de color rosa, pero también asintió y murmuró porque no quería hacerse notar. Estaba allí en misión secreta.

– Navegábamos… -siguió la pescadora, terminando su jarra y dando señas de que cualquiera de los que escuchaba podía invitarla a otra-. Navegábamos y recogíamos las redes hasta que de pronto va Gudrun, la hija de Sturli, y échase a gritar a pleno pulmón. ¡Y señala con el dedo por la proa! Miramos, y hete aquí que algo vuela por el aire, ¡y no es un pájaro! El corazón me se quedó parao al punto, pos pensé que un viverno o un grifo chico, que a veces vuelan hasta Spikeroog, bien es cierto que prencipalmente en invierno, máxime cuando sopla el viento de poniente. ¡Mas tratábase de algo negro: chuff y al agua! Y de la ola: ¡a tomar por culo! Derechito a nuestra red. Se enreda en la red y sarrevuelve en el agua como una foca, y al punto nosotras a una, las que éramos, y éramos ocho mozas, hale, a tirar y sube que te sube aquello a la cubierta. ¡Y entonces sí que la boca se nos quedó de par en par! ¡Pos resultó ser una hembra! Con un vestido negro y negra ella como ala de cuervo. Enreda en la red, entre dos salmones, de los cuales uno, que me muera si miento, ¡tenía cuarenta y dos libras y media!

La pescadora de Skellige sopló la espuma de la cerveza y dio un gran trago. Ninguno de los oyentes hizo comentario alguno ni mostró su incredulidad, aunque ni los más ancianos recordaban que alguien hubiera pescado jamás un salmón de tan imponente tamaño.

– La morena de la red -continuó la isleña- tose, escupe agua marina y se limpia, y Gudrun, nerviosa, que anda en estado de buena esperanza, va y grita: «¡Kelpa! ¡Kelpa! ¡Havfrue!». ¡Y hasta el más necio podía ver que no era kelpa, pos una kelpa hubiera ya rato antes rompido la red, ríete tú de que se dejara la monstrua de guindarse a la barca! ¡Y tampoco havfrue, pos no tenía cola de pez y la ama del mar acostumbra a tener cola de pescado! ¡Y al fin y al cabo despeñóse de los cielos al mar, ¿y acaso alguien viera que la kelpa o la havfrue vuele por los cielos? Pero Skadi, la hija de Una, que siempre se caldea, también se lió a gritos, que si «¡kelpa, kelpa!», ¡y va y agarra el gancho! ¡Y con el gancho que se me va a la red! ¡Y de la red va y sale un relámpago y la Skadi que chillotea! ¡Y el gancho a la izquierda, ella a la derecha, que reviente si miento, pegó tres botes y pataplaf con el culo en la cubierta! ¡Ja, y vierase que la hechicera aquella de la red más mala era que una medusa, una escorpena o una angula! ¡Y pa colmo la meiga va y se pone a gritar y decir que si puta, puta, que daba miedo! ¡Y de la red sale un silboteo, una peste, unos humos que pa qué, pues ella habíase puesto a hacer sus magias! Y vimos que no era cosa de poca monta…

La isleña apuró la jarra y sin dudarlo se lanzó a por la siguiente.

– ¡No es cosa de poca monta cazar a una maga con una red! -lanzó un fuerte regüeldo, se limpió la nariz y los labios-. ¡Y nos vemos que de la magia de los güevos, que me muera si miento, hasta la barca échase a columpiarse! ¡Tiempo no había de aflojar! Britta, la hija de Keran, apretó la red con el bichero, y yo mesma eché mano a un remo y, ¡zumba! ¡Zumba, zumba!

La cerveza salpicó bien alto y se derramó por la mesa, unas cuantas jarras se volcaron y cayeron al suelo. Los oyentes se limpiaron las mejillas y las cejas pero nadie emitió palabra alguna de acusación o advertencia. Una narración es una narración. Tiene sus leyes.

– La meiga antendió bien con quién se las había. -La pescadora irguió el poderoso busto y miró retadora a su alrededor-. ¡Con las mozas de Skellige no ha lugar a chacota! Dijo que se nos entregaba de buena fe y apalabró no echar hechizos ni conjuros. Y su nombre pronunciara: Yennefer de Vengerberg.

Los oyentes murmuraron. Apenas habían pasado dos meses desde los sucesos de la isla de Thanedd, se recordaban los nombres de los traidores comprados por Nilfgaard. El nombre de la famosa Yennefer también.

– La condujimos -continuó la isleña- a Ard Skellig, a Kaer Trolde, al yarl Crach an Craite. Y no la viera yo más. El yarl estaba en un periplo, dicen que a su vuelta recibió a la maga al pronto muy áspero, mas luego diola un trato afable y cordial. Hummm… Y yo no más que esperaba que la hechicera me adobara una sorpresilla por lo de que la diera con el remo. Juzgué que se quejaría de mí al yarl. Mas no. Ni mu que no dijo, no me acusó. Una hembra de honor. Aluego, cuando se mató, hasta pena que me diera…

– ¿Qué Yennefer ha muerto? -gritó Triss, olvidando con la impresión su incógnito y lo secreto de la misión-. ¿Qué Yennefer de Vengerberg ha muerto?

– Cierto, muerta está. -La pescadora apuró la cerveza-. Muerta está como esta caballa. Con sus propios hechizos se mató, haciendo sus artes mágicas. Bien poquito hace de ello, el último día de agosto, justo antes de la luna nueva. Mas eso es ya otra historia…

– ¡Jaskier! ¡No te duermas en la silla! -¡Yo no duermo, yo reflexiono!

Así que, querido lector, íbamos por los bosques de los Tras Ríos en dirección al sur, hacia Caed Dhu, buscando a los druidas, que habían de ayudarnos a encontrar a Ciri. Os contaré cómo fue esto. Mas en primer lugar, en favor de la verdad historiográfica, he de describir a nuestra cuadrilla, decir algo sobre cada uno de sus miembros en particular.

El vampiro Regis tenía más de cuatrocientos años. Si no mentía, esto había de significar que era el mayor de todos nosotros. Claro, podría ser una trola común y corriente: ¿quién iba a ser capaz de comprobarlo? Sin embargo, yo prefería apostar a que nuestro vampiro era franco, puesto que declaraba también que había dejado de propia voluntad y para siempre de chupar sangre humana, declaración la cual nos permitía de algún modo dormir tranquilos en los vivaques nocturnos. Advertí que al principio Milva y Cahir acostumbraban después de despertarse temerosos y desasosegados a masajearse el pescuezo, pero pronto dejaron de hacerlo. El vampiro Regis era o parecía ser un vampiro completamente honorable. Si decía que no iba a chupar la sangre, pues no la chupaba.

Sin embargo, tenía sus defectos, que no procedían además de su naturaleza vampírica. Regis era un intelectual y le gustaba sobremanera demostrarlo. Poseía la exasperante costumbre de expresar aseveraciones y verdades con tono de profeta, a lo que pronto dejamos de reaccionar, puesto que las aseveraciones expresadas eran o verdades ciertas, o tenían pinta de ser verdad, o no se podían comprobar, lo que al fin y al cabo era lo mismo. Verdaderamente insoportable resultaba, sin embargo, la forma en que Regis respondía a las preguntas antes de que el que preguntaba hubiera terminado de formular su pregunta, a veces incluso antes de que el que preguntaba hubiera tenido tiempo siquiera de comenzar a formularla. Yo tengo para mí que esta al parecer muestra de una inteligencia elevada era más bien síntoma de arrogancia y chulería, y estas cualidades, adecuadas para los ambientes universitarios o para tos círculos palaciegos, son difíciles de soportar en un grupo con el que se viaja todo el día hombro con hombro y por la noche se duerme bajo la misma manta. Sin embargo, no se llegó a un enfrenta-miento más agudo gracias a Milva. A diferencia de Geralt y de Cahir, cuyo oportunismo nato a todas luces les hacía adaptarse a las maneras del vampiro e incluso competir con él en ello, la arquera Milva prefería medios sencillos y sin pretensiones. Cuando, por tercera vez, Regis le emitió la respuesta a su pregunta en mitad de la frase, lo insultó gravemente, usando de palabras y expresiones que habrían sido capaces de sacarle los colores de vergüenza incluso a un soldado viejo. Lo curioso es que tuvo resultado: el vampiro abandonó sus exasperantes formas en un abrir y cerrar de ojos. De lo que resulta que la defensa más efectiva contra la dominación intelectual es un buen rapapolvo al intelectual que intenta dominar.

Milva, me parece, sufrió mucho a causa de su trágico accidente y de su pérdida. Escribo «me parece», puesto que soy consciente de que, siendo un hombre, no puedo imaginarme en modo alguno lo que significa para una mujer un accidente de este tipo y una pérdida así. Aunque soy poeta y hombre de letras, incluso mi imaginación bien entrenada y educada fracasa en esto y no sirve de nada.

La arquera recuperó muy pronto la forma física, pero con la psíquica era peor. Sucedía que durante todo un día, del alba al ocaso, no decía palabra alguna. Solía desaparecer y mantenerse al margen, lo que a todos nos alarmaba un poco. Hasta que por fin llegó el punto de inflexión. Milva reaccionó como una dríada o un elfo, bruscamente, impulsivamente y sin explicaciones. Una mañana, ante nuestros ojos, tomó un cuchillo y sin decir palabra se cortó las dos trenzas a la altura del cuello. «No pertenece, en no siendo doncella», dijo al ver nuestras bocas abiertas de par en par. «Mas y en no siendo viuda tampoco», añadió, «acábase el luto también». Desde aquel momento fue ya la misma que antes: ceñuda, mordaz, deslenguada y veloz para emitir palabras groseras. De lo que dedujimos que, afortunadamente, había superado la crisis.

El tercero, y no menos extraño miembro de nuestra cuadrilla era el nilfgaardiano al que le gustaba demostrar que no era nilfgaardiano. Se llamaba, por lo que decía, Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach…

– Cahir Mawr Dyffryn, hijo de Ceallach -afirmó en voz alta Jaskier, al tiempo que apuntaba al nilfgaardiano con un lapicerillo-. Hay muchas cosas que no me gustan, que incluso no soporto, con las que me he tenido que avenir en esta ilustre compañía. ¡Pero no con todo! ¡No aguanto cuando alguien me mira por encima del hombro cuando estoy escribiendo! ¡Y no pienso avenirme a ello!

El nilfgaardiano se alejó del poeta. Al cabo de un instante de reflexión agarró su silla, su pellejo y su manta y se colocó junto a Milva, quien fingía dormitar.

– Lo siento -dijo-. Perdóname una y cien veces, Jaskier. Te miré inconscientemente, por pura curiosidad. Pensaba que estabas pintando un mapa o que hacías cuentas…

– ¡No soy un contable! -El poeta se levantó, tanto en sentido figurado como en el literal-. ¡Ni tampoco cartógrafo! ¡E incluso si lo fuera esto no justifica el meter las narices en mis apuntes!

– Ya he pedido perdón -le recordó Cahir con voz seca, mientras colocaba el lecho en su nuevo lugar-. Con muchas cosas me he avenido en esta ilustre compañía y a muchas me he acostumbrado. Pero pedir perdón sigo haciéndolo sólo una vez.

– En verdad, Jaskier. -El brujo se inmiscuyó, de forma completamente inesperada para todos, incluso para sí mismo, tomando partido por el joven nilfgaardiano-. Te has vuelto tremendamente susceptible. Y no se puede dejar de advertir que esto tiene algo que ver con los papeles que no hace mucho comenzaste a ensuciar en los vivaques con ayuda de un trozo de lápiz.

– Cierto -confirmó el vampiro Regís mientras arrojaba al fuego unas ramas de abedul-. Susceptible se volvió últimamente nuestro maestro, además de enigmático, discreto y buscador de soledades. Oh, no, al menos durante la satisfacción de sus necesidades naturales no le molestan los testigos, lo que, al fin y al cabo, en nuestra situación no ha de extrañar. Su tímida reserva y su susceptibilidad a las miradas ajenas se refieren exclusivamente a esos papeles escritos con letra menuda. ¿Acaso en nuestra presencia ha surgido un poema? ¿Una rapsodia? ¿Una epopeya? ¿Un romance? ¿Una canción?

– No -negó Geralt, acercándose al fuego y cubriéndose las espaldas con una gualdrapa-. Yo lo conozco. No se puede tratar de líricas, puesto que no maldice, no murmura y no cuenta sílabas con los dedos. Escribe en silencio, así que se trata de prosa.

– ¡Prosa! -El vampiro dejó que brillaran las puntas de sus colmillos, lo que por lo general intentaba no hacer-. ¿Puede que una novela? ¿O un ensayo? ¿Unas fábulas? ¡Rayos, Jaskier! ¡No nos tortures! ¡Revélanos qué estás escribiendo!

– Unas memorias.

– ¿Lo qué?

– De estas notas -Jaskier les mostró un tubo lleno de papeles- surgirá la obra de mi vida. Unas memorias que llevarán el título de Cincuenta años de poesía.

– Vaya un título idiota -afirmó Cahir ásperamente-. La poesía no tiene edad.

– Y si aceptamos que la tiene -añadió el vampiro-, entonces es decididamente mucho más antigua.

– No lo entendéis. El título significa que el autor de la obra ha pasado cincuenta años, ni más ni menos, al servicio de la Señora Poesía.

– En ese caso todavía es más idiota -dijo el brujo-. Tú, Jaskier, no tienes todavía ni siquiera cuarenta años. La habilidad para escribir te la metieron a base de palos en el culo en el parvulario del santuario, a la edad de ocho años. Incluso aceptando que escribieras rimas ya en el parvulario, no es posible que sirvas a tu Señora Poesía más de treinta años. Pero precisamente sé bien, porque tú mismo más de una vez me lo has dicho, que comenzaste de verdad a juntar rimas ya componer melodías a la edad de diecinueve años, inspirado por el amor a la condesa de Stael. Lo cual hace menos de veinte años de servicio, Jaskier. ¿De dónde entonces te has sacado esos cincuenta del título? ¿Se trata de alguna metáfora?

– Yo -el bardo hinchó los carrillos- le marco un elevado horizonte a mis pensamientos. Describo el presente, pero me dirijo hacia el futuro. Pienso publicar la obra que acabo de comenzar dentro de unos veinte o treinta años y para entonces nadie va a poder poner en duda el título que he calculado.

– Ja. Ahora lo entiendo. Si algo me asombra es la previsión. Por lo general, poco te importaba el mañana.

– El mañana me sigue importando bien poco -anunció con altivez el poeta-. Pienso en la posteridad. ¡Y en la eternidad!

– Desde el punto de vista de la posteridad -advirtió Regis-, no es excesivamente ético el comenzar a escribir ahora, haciendo acopio. La posteridad tiene derecho a esperar bajo tal título una obra escrita con una verdadera perspectiva de medio siglo, por una persona que de verdad tenga un acervo de medio siglo de conocimientos y experiencia…

– Alguien cuya experiencia sea de medio siglo -le interrumpió Jaskier sin ceremonias- ha de ser por la misma naturaleza de las cosas un abuelete podrido de setenta años con el cerebro erosionado por la arpía de la esclerosis. Éste lo que ha de hacer es quedarse sentadito en la veranda y tirarse peos al viento, y no dictar memorias, pues la gente sólo hará que reírse. Yo no cometeré ese error, escribiré mis recuerdos con antelación, mientras me halle en total posesión de mis fuerzas creativas. Luego, antes de editarlas, no introduciré más que pequeños arreglos cosméticos.

– Tiene sus ventajas. -Geralt se masajeó la rodilla que le dolía y la dobló con cuidado-. Especialmente para nosotros. Porque aunque sin duda figuramos en su obra, aunque sin duda nos habrá puesto verdes, dentro de medio siglo no nos va a importar nada de nada.

– ¿Y qué es medio siglo? -El vampiro se sonrió-. Un instante, un pestañeo pasajero… Ah, Jaskier, una pequeña advertencia: Medio siglo de poesía suena mejor en mi opinión que Cincuenta años.

– No lo niego. -El trovador se inclinó sobre el papel y garabateó algo con el lápiz-. Gracias, Regis. Por fin algo constructivo. ¿Alguien tiene algún consejo más?

– Yo tengo -habló de pronto Milva, sacando la cabeza de debajo de su manta-. ¿Pa qué abrís así los ojos? ¿Que soy analfabruta? ¡Mas tonta no soy! Andamos de aventuras, vamos tras de los pasos de Ciri, con el arma en la mano por países que mal nos quieren. Pudiera ser que los papelotes ésos de Jaskier caigan en las garras de enemigos y gentes de mala fe. Y al juntarrimas éste conocemos, que es grande bocazas y cotilla sin mesura. Así que mejor fuera que cuidado y atención poniera en qué cosas garrapatea, pa que de tales gurrapatos no acabemos cuelgando.

– Exageras, Milva -dijo el vampiro con voz suave.

– Y yo diría que mucho -afirmó Jaskier.

– También me parece a mí que exageras -añadió Cahir inmutable-. No sé cómo será en los países del norte, pero en el imperio el poseer manuscritos no es considerado un crimen, y la actividad literaria no está amenazada de punición.

Geralt puso sus ojos en él y quebró con un chasquido el palito con el que estaba jugueteando.

– Pero en las ciudades conquistadas por esta nación tan cultivada las bibliotecas están amenazadas de convertirse en humo -dijo con un tono que no era agresivo pero sí manifiestamente sarcástico-. No importa, en cualquier caso. María, también a mí me parece que exageras. Los papelotes de Jaskier no tienen, como de costumbre, ninguna importancia. Tampoco para nuestra seguridad.

– ¡Seguro! -La arquera se enfadó, se sentó-. ¡Yo bien lo sé! Mi padrastro, cuando el alguacil del rey el censo hacía en nuestro pueblo, al punto ponía pies en polvorosa, se echaba al monte y se pasaba dos semanas allá sin menear el rabo. Ande hay papeles, mejor no te quedes, acostumbraba a decir, y al que hoy apuntan, mañana lo multan. Y verdad decía, aunque fuera de lo más cabrón, el hideputa. ¡Ojalá que ardiendo ande por los enriemos!

Milva dejó la manta a un lado y se acercó al fuego, se le había pasado el sueño definitivamente. Geralt advirtió que amenazaba una noche más de interminable conversación.

– Me doy cuenta de que no apreciabas a tu padrastro -advirtió Jaskier tras un instante de silencio.

– No lo apreciaba -se oyó como Milva apretaba los dientes-. Pos marrano era. Cuando madre no miraba, se ma acercaba y me tanteaba. No hacía caso a razones, y en vistas de que el tono no cambiaba, hablele con una vara, y cuando cayera aún le di una o dos coces, en las costillas y en sus partes. Y aluego dos días hubo de guardar cama, sangre escupía… De modo que yo me eché al camino, sin esperar a que sanara… Y aluego me llegaron hablillas de que la palmó. Y madre al poco también… ¡Eh! ¡Jaskier! ¿Qué carajo andas apuntando? ¡Ni se te ocurra, ni se te ocurra! ¿Mas no oyes qué te digo?

Extraño era que con nosotros majara Milva, sorprendente el hecho de que nos acompañara un vampiro. No obstante, lo más extraño -y completamente incomprensible- eran los motivos de Cahir, el cual de ser un enemigo se había vuelto de pronto si no amigo al menos aliado. El jovenzuelo había demostrado aquello durante la Batalla del Puente, poniéndose sin dudarlo con la espada en la mano al lado del brujo y en contra de sus compatriotas.

Tal acto se ganó nuestra simpatía y deshizo por fin nuestras sospechas. Al escribir «nuestras» me refiero a mí, al vampiro y ala arquera. Geralt, por su parte, aunque había luchado con Cahir hombro con hombro, aunque había contemplado los ojos de la muerte a su lado, seguía siendo desconfiado hacia el nilfgaardiano y no le guardaba simpatía. Intentaba, es cierto, esconder su resentimiento, pero era -como creo que ya he comentado- una persona simple como el palo de una alabarda, no sabía fingir y la antipatía le surgía a cada paso como una anguila de una red agujereada.

La causa era evidente: Ciri.

El azar hizo que estuviera en la isla de Thanedd durante la luna nueva de julio, cuando se llegó a la sangrienta lucha entre hechiceros fieles a los reyes y los traidores apoyados por Nilfgaard. A los traidores los ayudaban los Ardillas, los elfos rebeldes, y Cahir, hijo de Ceallach. Cahir estuvo en Thanedd, lo enviaron allí con una misión especial, tenía que capturar y raptar a Ciri. Cuando se defendía, Ciri lo hirió; Cahir tiene una cicatriz en la mano izquierda, y cuando la ve siempre se le secan los labios. Debió de doler aquello muchísimo y todavía no puede doblar dos dedos.

Y después de todo esto nosotros lo salvamos, junto al Cintillas, cuando sus propios compatriotas lo llevaban encadenado hacia un cruel castigo. ¿Por qué, pregunto, por qué pecados querían matarlo? ¿Sólo por la derrota de Thanedd? Cahir no es muy locuaz, pero yo tengo el oído sensible hasta para una media palabra. El muchacho no tiene todavía ni siquiera treinta, y aparenta el aspecto de ser un oficial de alto rango del ejército nilfgaardiano. Puesto que usa de la lengua común impecablemente, lo cual es poco habitual para un nilfgaardiano, sospecho en qué tipo de ejército servía Cahir y por qué había avanzado tan deprisa. Y por qué le habían ordenado una misión tan extraña. Y además en el extranjero.

Puesto que precisamente Cahir había sido quien ya una vez había intentado raptar a Ciri. Casi cuatro años antes, durante la matanza de Cintra. Entonces por vez primera había dado señales de vida el destino que dirigía la suerte de la muchacha.

El azar permitió que hablara de ello con Geralt. Ocurrió el tercer día después de cruzar el Yaruga, diez días antes del equinoccio, mientras pasábamos los bosques de Tras Ríos. Aquella conversación, aunque muy corta, tuvo un tono lleno de notas desagradables e inquietantes. Y en el rostro y los ojos del brujo ya por entonces se dibujaba la promesa de ferocidad que estallaría luego, en la noche del equinoccio, después de que se nos uniera la rubia Angouléme.

El brujo no miraba a Jaskier. No miraba hacia delante. Miraba las crines de Sardinilla.

– Calanthe -siguió-, poco antes de morir, extrajo un juramento a algunos caballeros. No tenían que permitir que Ciri cayera en manos de los nilfgaardianos. Durante la huida los caballeros resultaron muertos, y Ciri se quedó sola entre los cadáveres y los incendios, en la trampa formada por los callejones de la ciudad ardiente. No hubiera salido con vida de aquello, de eso no cabe duda. Pero él la encontró. Él, Cahir. La sacó de entre las garras del fuego y la muerte. La salvó. ¡Qué heroicidad! ¡Qué nobleza!

Jaskier sujetó un poco a Pegaso. Cabalgaban por detrás, Regis, Milva y Cahir le llevaban un cuarto de legua, pero el poeta no quería que ni siquiera una palabra de aquella conversación llegara a los oídos de sus compañeros.

– El problema -siguió el brujo- es que nuestro Cahir fue noble porque se lo ordenaron. Fue tan noble como un cormorán: no se tragó el pez porque tenía en la garganta un anillo. Tenía que llevar el pez en el pico hasta su amo. No lo consiguió, así que el amo se enfureció con el cormorán. El cormorán ahora ha caído en desgracia. ¿Acaso por ello busca la amistad y la compañía de los peces? ¿Qué piensas, Jaskier?

El trovador se inclinó en la silla evitando una rama baja de un tilo. La rama tenía las hojas ya completamente amarillas.

– Sin embargo, salvó su vida, tú mismo lo has dicho. Gracias a él Ciri escapó sana y salva de Cintra.

– Y gritaba por las noches al verlo en sueños.

– Pero él fue quien la salvó. Deja ya de pensar en el pasado, Geralt. Demasiado se ha cambiado ya, puf, cada día se cambia, pensar en el pasado no produce nada excepto pesadumbre, la cual está claro que no te sirve de nada. Él salvó a Ciri. Un hecho fue, es y será siempre un hecho.

Geralt apartó por fin sus ojos de las crines, alzó la cabeza. Jaskier echó un vistazo a su rostro y rápidamente desvió la mirada hacia un lado.

– Un hecho será siempre un hecho -repitió el brujo con una fea voz metálica-. ¡Oh, sí! Él me gritó ese hecho a la cara en Thanedd, y la voz se le ahogaba en la garganta del miedo, porque estaba mirando a la hoja de mi espada. Aquel hecho y aquel grito eran razones para que no le matara. En fin, resultó ser así y creo que no cambiará. Y una pena. Porque entonces, allá en Thanedd, había que haber comenzado una cadena. Una larga cadena de muerte, una cadena de venganza, sobre la que todavía cuando hubieran pasado cien años siguieran corriendo leyendas. Unas leyendas tales que se tuviera miedo de escucharlas en la oscuridad. ¿Lo entiendes, Jaskier?

– No mucho.

– Entonces vete al diablo.

La conversación fue horrible y horrible tenía entonces el brujo la jeta. Oh, no me gustaba cuando caía en aquellos humores y se ponía de aquellos modos.

He de reconocer, sin embargo, que la pintoresca comparación con el cormorán cumplió su papel: comencé a inquietarme. ¡Un pez en el pico, al que se lo lleva allí donde lo ahogan, lo limpian y lo fríen! Una analogía verdaderamente divertida, una perspectiva alegre…

Pero la razón rechazaba aquellas aprensiones. Al fin y al cabo, para seguir con la metáfora del pez, ¿quiénes éramos nosotros? Sardinillas, pequeñas y espinosas sardinillas. El cormorán Cahir no puede contar con recuperas la benevolencia real a cambio de una pesca tan escasa… Él mismo tampoco era, con toda seguridad, el lucio grande que intentaba aparentar. Era una sardinilla, como nosotros. En tiempos en los que la guerra arrasaba como un arado de hierro tanto la tierra como la suerte de los hombres, ¿quién iba a prestar atención a las sardinillas?

Apuesto la cabeza a que en Nilfgaard ya nadie se acuerda de Cahir.-

Vattier de Rideaux, jefe de los servicios secretos militares de Nilfgaard, escuchaba la reprimenda imperial con la cabeza gacha.

– Así es -siguió con tono venenoso Emhyr var Emreis-. Una institución que devora tres veces tanto dinero del presupuesto del estado como la educación, la cultura y el arte juntos no es capaz de encontrar a una sola persona. Esta persona, puf, desaparece de pronto, se esconde, aunque yo conceda cifras astronómicas a una institución ante la que no tiene derecho a esconderse. Una persona culpable de traición se burla a plena luz del día de la institución a la que di suficientes privilegios y medios como para que pudiera quitarles el sueño hasta a quienes son inocentes. Oh, puedes creerme, Vattier, cuando la próxima vez se comience a hablar en el consejo de la necesidad de recortar fondos a los servicios secretos, escucharé con gusto. ¡Puedes creerme!

– Vuestra majestad imperial -Vattier de Rideaux carraspeó- tomará, no lo dudo, la decisión adecuada, después de sopesar todos los pros y contras. Tanto los fracasos como los éxitos del servicio secreto. Vuestra majestad también puede estar seguro de que el traidor Cahir aep Ceallach no escapará a su castigo. He emprendido unos intentos…

– No os pago por emprender, sino por el resultado de tales intentos. Hasta ahora estos son míseros. ¡Míseros, Vattier! ¿Qué pasa con Vilgefortz? ¿Dónde diablos está Cirilla? ¿Qué murmuras? ¡Más fuerte!

– Pienso que vuestra majestad debiera casarse con esa muchacha que tenemos custodiada en Darn Rowan, Nos es necesaria esta boda, la legalidad del feudo soberano de Cintra, la pacificación de las islas Skellige y de los rebeldes de Attre, Strept, Mag Turga y Los Taludes. Nos es precisa una amnistía general, tranquilidad en la retaguardia y en las líneas de abastecimiento… Nos es precisa la neutralidad de Esterad Thyssen de Kovir.

– Lo sé. Pero la de Darn Rowan no es la verdadera. No puedo casarme con ella.

– Vuestra majestad imperial me perdone, pero, ¿acaso tiene alguna importancia que no- sea la verdadera? La situación política precisa de unas bodas festivas. Y urgentemente. La novia irá cubierta por un velo. Y cuando por fin encontremos a la verdadera Cirilla, simplemente se… cambia a la desposada.

– ¿Te has vuelto loco, Vattier?

– La falsa se ha hecho ver aquí de pasada. A la verdadera no la ha visto nadie en Cintra desde hace cuatro años; al fin y al cabo, se dice que ella pasaba más tiempo en las Skellige que en la propia Cintra. Garantizo que nadie se dará cuenta del cambio.

– ¡No!

– Emperador…

– ¡No, Vattier! ¡Encuéntrame a la verdadera Ciri! Moved por fin el culo. Encuéntrame a Ciri. Encuéntrame a Cahir. Y a Vilgefortz. Sobre todo a Vilgefortz. Porque él tiene a Ciri, estoy seguro…

– Vuestra majestad imperial…

– ¡Te escucho, Vattier! ¡Estoy escuchando todo el tiempo!

– Durante un tiempo tuve la sospecha de que el así llamado asunto Vilgefortz no era más que una provocación común y corriente. Que el hechicero resultó muerto o ha sido capturado y la espectacular y ruidosa persecución sirve a Dijkstra para denigrarnos y justificar una represión sangrienta.

– Yo también tenía la misma sospecha.

– Y sin embargo… En Redania no se hizo público, pero sé por mis agentes que Dijkstra halló uno de los escondites de Vilgefortz y en él pruebas de que el hechicero llevaba a cabo bestiales experimentos en seres humanos. Más concretamente en los fetos de las personas… y en las mujeres embarazadas. Así que si Vilgefortz tenía a Cirilla, entonces me temo que el seguir buscándola…

– ¡Calla, diablos!

– Por otro lado -Vattier de Rideaux habló con rapidez al contemplar el rostro iracundo y furioso del emperador-, todo esto también podría ser simple desinformación. Para hacer aborrecer al hechicero. Le pega muy bien a Dijkstra.

– ¡Tenéis que encontrar a Vilgefortz y quitarle a Ciri! ¡Voto a bríos! ¡No divaguéis ni hiléis suposiciones! ¡Dónde está Antillo! ¿Todavía en Geso? ¡Pues si al parecer ya ha mirado allí debajo de cada piedra y rebuscado en cada agujero en el suelo! ¡Pues si al parecer la muchacha no está allí ni nunca ha estado! ¡Pues si el astrólogo se equivocó o miente! Todo esto son citas de sus informes. Entonces, ¿qué hace allí?

– El coronel Skellen, me atrevo a advertir, emprende acciones no demasiado claras… Su destacamento, el que vuestra majestad imperial le ordenó organizar, lo recluta en Maecht, en el fuerte Rocayne, donde ha instalado su base. Este destacamento, me permito añadir, es una banda bastante sospechosa. Y aparte de ello, resulta también sumamente grave que el señor Skellen hacia final de agosto contratara a un famoso asesino a sueldo…

– ¿Qué?

– Contrató a un esbirro a sueldo con orden de liquidar a una cuadrilla de bandidos que pulula por Geso, cosa en sí digna de alabanza, pero, ¿acaso esto es una tarea propia para un coronel del emperador?

– ¿No está hablando la envidia a través de ti, Vattier? ¿Y no es ella la que te aporta ese apasionamiento y ese fervor?

– Afirmo únicamente hechos probados, vuestra majestad.

– Hechos -el emperador se levantó de pronto- son lo que yo quiero ver. Me he cansado ya de oír hablar de ellos.

Había sido un día verdaderamente duro. Vattier de Rideaux estaba cansado. Es verdad que tenía todavía en su programa del día una o dos horas de trabajo de oficina, con el objetivo de evitar que acabara ahogado en el mar de los papeles no resueltos, pero sólo de pensarlo se echaba a temblar. No, pensó, nada a la fuerza. No me pondré a trabajar. Me irá a casa… No, a casa no. Allá estará esperando la mujer. Iré a ver a Cantarella. A la dulce Cantarella, junto a la que se descansa tan bien.

No se lo pensó mucho tiempo. Simplemente se levantó, tomó la capa y salió, deteniendo con un gesto de aversión al secretario que le intentaba colocar una carpeta de guadamecí con documentos urgentes para firmar. ¡Mañana! ¡Mañana será otro día!

Dejó el palacio por una salida trasera, por la parte de los jardines, anduvo a través de un paseo rodeado de cipreses. Pasó junto al estanque en el que vivía una carpa que había alcanzado la provecta edad de ciento treinta y dos años y que había soltado allí el emperador Torres, como atestiguaba una medalla conmemoratoria de oro clavada en las agallas del enorme pez.

– Buenas tardes, vizconde.

Vattier, con un corto movimiento de la muñeca, liberó el estilete que llevaba escondido en la manga. La propia empuñadura se le deslizó en la mano.

– Mucho te arriesgas, Rience -dijo con voz gélida-. Mucho te arriesgas mostrando en Nilfgaard tu cara quemada. Incluso en forma de teleproyección mágica.

– ¿Te has dado cuenta? Y Vilgefortz me garantizó que si no lo tocabas no ibas a adivinar que se trataba de una ilusión.

Vattier guardó el estilete. No había adivinado en absoluto que fuera una ilusión. Pero ahora ya lo sabía.

– Eres demasiado cobarde como para mostrar aquí tu propia persona, Rience -dijo-. Sabes muy bien lo que te esperaría en ese caso.

– ¿El emperador sigue estando tan enfadado conmigo? ¿Y con mi maestro Vilgefortz?

– Tu descaro me desarma.

– Al diablo, Vattier. Te aseguro que seguimos estando de vuestro lado, yo y Vilgefortz. Bueno, lo reconozco, os engañamos, os dimos a la falsa Cirilla, pero fue de buena fe, que me ahorquen si miento. Vilgefortz pensó que, dado que la verdadera había desaparecido, sería mejor una falsa que ninguna. Pensábamos que os daba igual…

– Tu descaro ha dejado de desarmarme, ahora comienza a insultarme. No tengo intenciones de perder el tiempo de cháchara con un espejismo que me insulta. Cuando te alcance por fin en tu verdadera figura, conversaremos, y bastante tiempo, te lo prometo. Hasta entonces… Apage, Rience.

– No te reconozco, Vattier. En otros tiempos, aunque se te apareciera el propio diablo, antes del exorcismo no hubieras omitido investigar si por casualidad no se podía sacar algo de él.

Vattier no le honró a la ilusión con una mirada, en vez de ello observó la carpa envuelta en algas, que agitaba perezosamente el légamo del estanque.

– ¿Sacar? -repitió por fin, inflando los labios en gesto de desprecio-. ¿De ti? ¿Y qué me podrás dar? ¿A la verdadera Cirilla? ¿Puede que a tu patrón, Vilgefortz? ¿A Cahir aep Ceallach?

– ¡Stop! -La ilusión de Rience alzó una ilusoria mano-. Lo has dicho.

– ¿Qué he dicho?

– Cahir. Te daremos la cabeza de Cahir. Yo y mi maestro Vilgefortz…

– Apiádate, Rience -bufó Vattier-. Dale la vuelta a la sucesión.

– Como quieras. Vilgefortz, con mi modesta ayuda, os dará la cabeza de Cahir, hijo de Ceallach. Sabemos dónde está, lo podemos agarrar en un pis pas, a voluntad.

– Si disponéis de tal posibilidad, venga, venga. ¿Tan buenos enchufes tenéis en el ejército de la reina Meve?

– ¿Me estás probando? -Rience frunció el ceño-. ¿O de verdad no lo sabes? Creo que esto último. Cahir, mi querido vizconde, está… Nosotros sabemos dónde está. Sabemos adonde se dirige, sabemos en compañía de quién. ¿Quieres su cabeza? La tendrás.

– Una cabeza -Vattier sonrió- que no va a poder contar lo que de verdad sucedió en Thanedd.

– Creo que será mejor así -dijo Rience con cinismo-. ¿Para qué dar a Cahir la posibilidad de hablar? Nuestra tarea es aliviar y no profundizar las animosidades entre Vilgefortz y el emperador. Te proporcionaré la cabeza callada de Cahir aep Ceallach. Lo arreglaremos de tal modo que parecerá un mérito tuyo y solamente tuyo. Entrega en las próximas tres semanas.

La carpa prehistórica del estanque abanicaba el agua con las aletas caudales. El animal, pensó Vattier, tiene que ser muy inteligente. Pero, ¿para qué tanta sabiduría? Todo el tiempo el mismo légamo y los mismos nenúfares.

– ¿Tu precio, Rience?

– Una cosilla de nada. ¿Dónde está Stefan Skellen y qué está tramando?

– Le dije lo que quería saber. -Vattier de Rideaux se estiró sobre los almohadones, mientras jugueteaba con un rizo de los dorados cabellos de Carthia van Canten-. Ves, bonita, hay que ocuparse de ciertos asuntos siempre con inteligencia. Y con inteligencia significa conformándose. Si se actúa de otra manera, uno no tiene nada. Sólo agua podrida y légamo en el estanque. ¿Y qué más da si el estanque es de mármol y está a tres pasos del palacio? ¿No tengo razón, bonita?

Carthia van Canten, llamada cariñosamente Cantarella, no respondió. Vattier tampoco esperaba respuesta. La muchacha tenía dieciocho años y -para decirlo con delicadeza- no era precisamente un genio. Sus intereses -por lo menos por el momento- se limitaban a hacer el amor con -por lo menos por el momento- Vattier. En asuntos sexuales era Cantarella todo un talento natural que aunaba pasión y compromiso con técnica y arte. Sin embargo, no era eso lo más importante.

Cantarella hablaba poco y raras veces, a cambio sabía escuchar con gusto. Con Cantarella podía uno hablar lo que se quería, descansar, relajar la mente y regenerar la psiquis.

– En este servicio uno no puede más que esperarse reprimendas -dijo con énfasis Vattier-. ¡Porque no he encontrado a una tal Cirilla! ¿Y el que gracias al trabajo de mis hombres el ejército alcance éxitos es poco? ¿Y el que el estado mayor conozca cada movimiento del enemigo no es nada? ¿Y poco el que esa fortaleza que hubiéramos tenido que cercar durante semanas la abrieran mis agentes para los ejércitos del imperio? Pero no, eso nadie lo alaba. ¡Lo que importa es una tal Cirilla!

Resoplando de rabia, Vattier de Rideaux tomó de las manos de Cantarella una copa llena del estupendo Est Est de Toussaint, vino de una añada que recordaba los tiempos en que el emperador Emhyr var Emreis era pequeño, apartado de los derechos al trono y un muchacho terriblemente herido, y Vattier de Rideaux era un oficial del servicio secreto joven y sin importancia en la jerarquía.

Aquél fue un buen año. Para el vino.

Vattier dio un trago, jugueteó con los bien formados pechos de Cantarella y continuó narrando. Cantarella sabía escuchar.

– Stefan Skellen, bonita -murmuró el jefe de los servicios secretos imperiales- es un chanchullero y un conspirador. Pero yo voy a enterarme de lo que anda maquinando antes de que le alcance Rience… Ya tengo allí a uno de los míos… Muy cerca de Skellen… Muy cerca…

Cantarella desató el cinturón del batín de Vattier, se inclinó. Vattier percibió su respiración y gimió adelantando el placer. Talento, pensó. Y luego los suaves y calientes roces de unos labios de terciopelo le expulsaron de la cabeza todos los pensamientos.

Carthia van Canten despacito, hábilmente y con talento le proporcionó placer a Vattier de Rideaux, jefe de los servicios secretos imperiales. No era en cualquier caso el único talento de Carthia. Pero Vattier de Rideaux no tenía ni idea de ello.

No sabía que, pese a las apariencias, Carthia van Canten disponía de un memoria perfecta y de una inteligencia aguda como una navaja.

Al día siguiente Carthia le transmitió a la hechicera Assir var Anahid todo lo que le había contado Vattier, cada información, cada palabra que pronunciara junto a ella.

Sí, apuesto la cabeza a que en Nilfgaard ya todos habían olvidado a Cahir, incluyendo a su prometida, si es que la tenía.

Pero de ello hablaremos más tarde; de momento retrocederemos hasta el día y el lugar por donde vadeamos el Y oruga. Avanzábamos tan deprisa como era posible hacia el este: queríamos llegar a los alrededores del Bosque Negro, llamado en la Vieja Lengua Caed Dhu. Allí habitaban los druidas que serían capaces de pronosticar el lugar de permanencia de Ciri, quizá augurar tal lugar mediante los extraños sueños que acosaban a Geralt. Cabalgábamos a través de los bosques de los Tras Ríos Altos, llamados también los Ribazos Diestros, un país silvestre y casi despoblado situado entre el Yaruga y un país situado al pie de los Montes de Amell llamado Los Taludes, que lindaba por el oriente con el valle de Dol Angra y por el occidente con una llanura pantanosa de cuyo nombre no quiero acordarme.

Nunca nadie se había interesado en demasía por aquel país, así que tampoco se sabía a ciencia cierta a quién en verdad pertenecía ni quién lo gobernaba. Algo de culpa de ello tenían los señores de Temería, Sodden, Cintra y Rivia, quienes con diversos efectos habían considerado los Ribazos como feudo de la propia corona y quienes en ocasiones habían probado a hacer valer sus razones a fuego y espada. Y luego vinieron los ejércitos nilfgaardianos de detrás de los Montes de Amell y nadie más tuvo nada que decir. Ni duda alguna sobre derechos feudales ni propiedad de la tierra. Todo lo que había al sur del Yaruga pertenecía al imperio. En el momento en el que escribo estas palabras, también pertenecen al imperio ya muchas leguas de tierras al norte del Yaruga. Por falta de informaciones más concretas no sé cuántas ni lo lejos que están situadas hacia el norte.

Volviendo a los Tras Ríos, permíteme, querido lector, una digresión relacionada con los procesos históricos: la historia de cierto territorio a menudo se crea y construye deforma un tanto casual, como un producto colateral de fuerzas externas. La historia de un país dado a menudo es construida por quienes no pertenecen a él. Los forasteros son, de este modo, causa; sin embargo, los efectos los padecen siempre e inalterablemente los lugareños.

A los Tras Ríos tal ley les afectaba en toda su extensión.

Los Tras Ríos tenían su propia población, trasrrieros autóctonos. Aquellas continuas y duraderas guerras y luchas los convirtieron en mendigos y los obligaron a emigrar. Las aldeas y los pueblos ardieron, las ruinas de los jardines y los campos transformados en barbechos fueron devorados por el bosque. El comercio se hundió, las caravanas evitaban las arruinadas sendas y carreteras. Aquellos pocos de los trasrrieros que se quedaron se convirtieron en palurdos asilvestrados. De las raposas y de los osos no se diferenciaban más que en que llevaban pantalones. Al menos algunos. Es decir: algunos los llevaban y algunos se diferenciaban. Eran, en general, gentes ariscas, simples y ordinarias.

Y sin rastro alguno de sentido del humor.

La hija morena del colmenero se echó a la espalda la trenza que le estorbaba, volvió a hacer girar la rueda con rabiosa energía. Los esfuerzos de Jaskier seguían resultando hueros, las palabras del poeta parecía que no llegaban a la destinataria. Jaskier guiñó un ojo al resto de la compaña, fingió que suspiraba y alzaba los ojos al techo. Pero no renunció.

– Dame -repitió, enseñando los dientes-. Dame, yo me lo daré vueltas, y tú baja al sótano a por cerveza. Seguro que hay aquí algún escondrijo oculto y en el escondrijo un barrilete. ¿Me equivoco, guapa?

– Ya podíais licenciar a la moza en paz, buen hombre -dijo con furia la colmenera, una mujer alta y delgada de sorprendente belleza que andaba por la cocina-. Pos si ya sus dijo que no fabemos ni gota cerveza.

– Y las veces que sus se ha dicho, hombre -apoyó el colmenero a su mujer al tiempo que interrumpía la conversación con el brujo y el vampiro-. Sus vamos a facer unas tortas con mieles, y os las trasegareis. ¡Mas dejar que la moza amuele tranquila la farina pos sin fariña ni una meiga pudiera facer las tortas! Licenciaila y que reine la paz en la sala.

– ¿Has oído, Jaskier? -gritó el brujo-. Suelta a la muchacha y ocúpate de algo útil. ¡0 escribe tus memorias!

– Quiero beber. Me gustaría beber algo antes de comer. Tengo unas yerbas. Me voy a hacer una infusión. Abuela, ¿hay en la choza agua hirviendo? Agua hirviendo, pregunto, ¿la hay?

Una viejecilla sentada junto al hogar, la madre del colmenero, levantó la vista de un calcetín que andaba remendando.

– La hay, pajarillo, la hay -murmuró-. Sólo que fría.

Jaskier gimió, se sentó resignado a la mesa, donde la compaña platicaba con el colmenero, con el que se habían encontrado temprano aquella mañana en el bosque. El colmenero era bajo, rechoncho, moreno y terriblemente peludo, así que no asombraba el hecho de que, al surgir inesperadamente de la espesura, les metiera a todos miedo en el cuerpo, puesto que le tomaron por un licántropo. Y para que fuera todavía más gracioso, el que primero gritó «¡Lobisome, lobisome!» fue el vampiro Regis. Hubo un pequeño alboroto, pero el asunto se aclaró pronto y el colmenero, aunque de apariencia palurda, resultó ser hospitalario y amable. La cuadrilla aceptó su invitación sin ceremonias para ir a su posesión. Su posesión, que en el argot de su profesión se llamaba «posada de colmenas», estaba situada en un claro descepado, el colmenero vivía allí con su madre, su mujer y su hija. Las dos últimas eran mujeres de una belleza poco común e incluso algo extraña, lo que era señal evidente de que entre sus antepasadas había una dríada o una hamadríada.

Durante la conversación en la que se enzarzaron, el colmenero dio de inmediato la impresión de que no se podía hablar con él más que de guanotas, amas, frezadas, posadas, ahumadas, ceras, mieles y melazas, pero esto era sólo en apariencia.

– ¿La pulítica? ¿Y qué va a pasar en la pulítica? Lo de costumbre. Ca vez hay que dar diezmos más gordos. Tres urnas de mieles, y toa una monda de cera. Apenas respiro tengo pa dar abasto, de sol a sol en la posada, aventó las arnas… ¿a quién pago la lezda? ¿Y no habrá alma caritativa que sepa darme razones de quién nos gobierne? Últimamente usease aquestos fablaban la lengua nilfgaardiana. A lo visto sernos agora provencia impirial o yo qué sé. Por la miel, caso que algo mercadee, con dineros impiríales me se paga, dineros que tién la cara del impirador. Por la jeta éste se ve que es garboso anque más bien serio, se ve al punto. Usease…

Ambos perros, el cano y el negro, se sentaron enfrente del vampiro, alzaron las cabezas y comenzaron a aullar. La hamadríada colmenera se alejó del hogar y les atizó con la escoba.

– Mala señal es ésa -dijo el colmenero- cuando los perros otilan al pleno día. Usease… ¿De qué tenía yo que platicar?

– De los druidas de Caed Dhu.

– ¡Eh! ¿A modo que to no eran chacotas, caballeros? ¿En verdad querís ir ande los druidas? ¿Sus habís cansao de la vida? Los muerdagueros agarran a to el que saventura por sus campos, lo amarran con una soga de esparto y lo tuestan a fuego vivo.

Geralt miró a Regis, Regis le murmuró algo. Ambos conocían muy bien los rumores que corrían sobre los druidas, todos, sin embargo, imaginarios. No obstante, Milva y Jaskier comenzaron a escuchar con mayor interés que hasta entonces. Y con mayor preocupación.

– Los unos dicen -siguió el colmenero- que los muerdagueros ándanse vengando de que los nilfgaardianos primo les dieran leña, metiéndose andel santo roble de por el Dol Angra y se liaron a darles a los druidas sin mentar el porqué. Otros hay que dicen que los druidas fueron los que ampezaron pos pillaron a unos impiriales y les dieron tormento fasta la muerte y que Nilfgaard así les paga con la mesma moneda. Cuála la verdá de la güena sea, nadie sabe. Mas algo es seguro, los druidas agarran, meten en la Moza de Esparto y queman. Ir onde ellos: la muerte cierta.

– Nosotros no tenemos miedo -dijo Geralt sereno.

– Cierto. -El colmenero midió con la mirada al brujo, a Milva y a Cahir, que justamente entonces entraban a la choza después de haberse ocupado de los caballos-. Se ve que no sois gente cagona y más bien duchos en armas. Je, con tales como vos no da canguelo viajar… usease… Mas no hay ya más muerdagueros en los Bosques Negros, vanos son pues vuestro camino y vuestros trabajos. Los fechó dalla Nilfgaard, los proscribió de Caed Dhu. Ya no están allí.

– ¿Y eso?

– Pos eso. Fuyeron los muerdagueros.

– ¿Y adonde?

El colmenero miró a su hamadríada, guardó un instante silencio.

– ¿Adonde? -repitió el brujo.

El gato rayado del colmenero se sentó junto al vampiro y maulló penetrantemente. La hamadríada lo echó a escobazos.

– Mala señá, cuando el gato malla en medio del día -masculló el colmenero, extrañamente turbado-. Y los druidas… Usease… Fuyeron hacia Los Taludes. Sí. Bien digo. A Los Taludes.

– Unas buenas sesenta millas al sur -calculó Jaskier con voz suelta y hasta alegre. Pero se calló de inmediato ante la mirada del brujo.

En el silencio que siguió sólo se pudieron escuchar los maullidos de mal agüero del gato, al que se había expulsado a la calle.

– Al fin y al cabo -habló el vampiro-, ¿qué diferencia hay?

La mañana siguiente trajo nuevas sorpresas. Y un enigma que sin embargo halló pronta respuesta.

– Que me se lleven los diablos -dijo Milva, quien fue la primera en arrastrarse del lecho, despierta por el barullo-. Que me cuelguen. Mira eso, Geralt.

El claro estaba lleno de gente. Al primer vistazo daba la sensación que se habían juntado gente de cinco o seis posadas de colmenas. El ojo experto del brujo distinguió entre la multitud a algunos tramperos y por lo menos un peguero. El grupo en conjunto había de calcularse en unos doce varones, diez hembras, una decena de mozuelos de ambos sexos y otros tantos niños pequeños. Como impedimenta el grupo llevaba seis carros, doce bueyes, diez vacas y cuatro cabras, bastantes ovejas y también no pocos perros y gatos, cuyos ladridos y maullidos había que considerar en tales ocasiones como un mal augurio.

– Me pregunto -Cahir se restregó los ojos- qué puede significar esto.

– Problemas -dijo Jaskier, al tiempo que se quitaba la paja de los cabellos. Regis guardaba silencio, pero tenía una mueca extraña.

– Almorcen vuesas mercedes -dijo su amigo el colmenero, acercándose al vivaque en compañía de un hombre de bastantes espaldas-. El almorzó está ya dispuesto. Gachas de leche. Y miel… Y dejarme que sus presente: Jan Cronin, estarosta de los colmeneros…

– Encantado -mintió el brujo, sin responder a la reverencia, también porque le dolía rabiosamente la rodilla-. Y esta banda, ¿de dónde ha salido?

– Usease… -El colmenero se rascó la sien-. Veréis, corre el invierno… Las decurias ya están amjambradas, los bujeros fechos… Hora es ya de volver a Los Taludes, a Riedbrune… Preparar las mieles, invernar… Mas el monte es peligroso… Solos…

El estarosta de los colmeneros carraspeó. El colmenero vio la mueca de Geralt y como que se encogió un tanto.

– Vos sois gente armada y a caballo -jadeó-. Aguerridos y valientes, se ve al punto. Con tales como vos no hay miedo de viajar… Y también a vos sus vendrá de perilla… Nosotros conocemos ca vereda, ca sendero, ca carril y ca trocha… Y os alementaremos…

– Y los druidas -dijo Cahir con voz fría- se fueron de Caed Dhu. Precisamente a Los Taludes. Vaya una extraordinaria coincidencia.

Geralt se acercó despacio al colmenero. Lo agarró con las dos manos del jubón, a la altura del pecho. Pero al cabo de un instante se lo pensó mejor, lo soltó, le alisó la ropa. No dijo nada. No preguntó nada. Pero el colmenero de todos modos se apresuró a explicarse.

– ¡La verdad dijera! ¡Lo juro! ¡Que me trague la tierra si mintiera! ¡Los muerdagueros se fueron de Caed Dhu! ¡Ya no andan allí!

– Y están en Los Taludes, ¿no? -gritó Geralt-. ¿Adonde tiene que ir toda vuestra chusma? ¿Adonde os queréis organizar una escolta armada? Habla, hombre. ¡Pero ten cuidado porque la tierra está de verdad a punto de hundirse!

El colmenero bajó la vista y miró con desasosiego el suelo bajo sus pies. Geralt guardaba un significativo silencio. Milva, entendiendo por fin lo que estaba pasando, lanzó una horrible blasfemia. Cahir bufó despectivamente.

– ¿Y? -le apremió el brujo-. ¿Adonde se han ido los druidas?

– ¿Y quién, señor, lo ha de saber? -barboteó por fin el colmenero-. Mas pudiera ser que a Los Taludes. Tan buen lugar como cualquiera otro. Adempero grande número de robles se crían en Los Taludes y los druidas gozan del gobierno sobre los robles…

Detrás del colmenero estaban de pie ahora, aparte de Cronin, el estarosta, ambas hamadríadas, madre e hija. Menos mal que la hija ha salido a la madre y no al padre, pensó maquinalmente el brujo, el colmenero pega con la mujer como el culo con las témporas. Detrás de las hamadríadas, observó, había todavía unas cuantas mujeres, bastante menos hermosas pero con parecido ruego en la mirada.

Miró a Regis sin saber si reírse o maldecir. El vampiro se encogió de hombros.

– Para empezar -dijo-, el colmenero tiene razón, Geralt. Al fin y al cabo es muy probable que los druidas hayan ido a Los Taludes. En verdad es un terreno muy adecuado para ellos.

– ¿La tal probabilidad es, en tu opinión -la mirada del brujo era muy, muy fría-, lo suficientemente grande como para cambiar de dirección y seguir a ciegas con éstos de aquí?

Regis volvió a encogerse de hombros.

– ¿Y qué más da? Reflexiona. Los druidas no están en Caed Dhu, por lo que esa dirección ha de ser excluida. Volver al Yaruga, por lo que me imagino, no puede ser objeto de debate. Así que todas las restantes direcciones son igualmente buenas.

– ¿De verdad? -La temperatura de la voz del brujo era similar a la temperatura de su mirada-. ¿Y de todas las restantes, cuál, en tu opinión, sería la más indicada? ¿Ésta junto a los colmeneros? ¿O la dirección completamente contraria? ¿Puedes definirlo en tu sabiduría sin límites?

El vampiro se dio la vuelta en dirección al colmenero, el estarosta de los colmeneros, las hamadríadas y las otras mujeres.

– ¿Y qué es lo que tanto teméis, buenas gentes -preguntó serio-, que andáis buscando escolta? ¿Qué es lo que os produce tanto miedo? Hablad con sinceridad.

– Oy, señor mío -gimió Jan Cronin, y en sus ojos apareció el miedo más auténtico-. ¡Y aún preguntáis…! ¡La senda nuestra ha de descurrir por los Dólmenes Calados! ¡Y allá, señor, es jorrible! Allá, señor, hay brucolacos, portahojas, endriagos, inogis y muchas más porquerías de ésas! No más face dos semanas que al mío yerno lo agarró una silvia en tal modo que el yerno na más que a gañir alcanzó y adiós muy buenas. ¿Os asombra por tanto que andemos cagaos con tanta moza y tanto crío? ¿Eh?

El vampiro miró al brujo, tenía el rostro muy serio.

– Mi sabiduría sin límites -dijo- me recomienda señalar la dirección que es más indicada para un brujo.

Asi que nos pusimos en marcha hacia el sur, hacia Los Taludes, país situado en las laderas de los Montes de Amell. Avanzábamos en una bandada enorme en la que de todo había: jóvenes mozas, colmeneros, tramperos, mujeres, niños, jóvenes mozas, avíos de casa y casera parafernalia, jóvenes mozas. Y un montón, de puñetera miel Todo estaba pegajoso de la miel de los cojones, hasta las mozas.

La columna avanzaba a la velocidad de los pies y los carros, aunque el tempo de la marcha no decayó porque no nos equivocamos sino que progresábamos como por una cuerda: los colmeneros conocían el camino, las trochas y veredas entre los lagos. Y bien que vino aquella conocencia, ya lo creo que vino bien, porque comenzó a molliznar y de pronto todo aquel maldito país de los Tras Ríos se hundió en una niebla gruesa como la nata. Sin los colmeneros nos hubiéramos perdido sin remedio o nos hubiéramos hundido allá en los pantanos. No tuvimos tampoco que perder tiempo ni energía en buscar ni preparar las provisiones: se nos alimentaba tres veces al día, hasta hartarnos, aunque no fueran muy rebuscadas las viandas. Y se nos permitía tras la comida tumbarnos un ratillo con la tripa mirando al cielo.

En pocas palabras, era maravilloso. Hasta el brujo, aquel viejo tristón y aburrido, comenzó a sonreír más a menudo y a alegrarse de la vida porque calculó que íbamos haciendo unas quince millas diarias y, desde que salimos de Brokilón, ni una vez habíamos podido realizar tal proeza. El brujo no tenía trabajo, porque aunque los Dólmenes Calados estaban tan calados que era difícil imaginarse algo más calado, monstruo alguno no nos topamos. Oh, los fantasmas aullaban un poco por las noches, resonaban los llantos de las silvias y bailaban los fuegos fatuos en las ciénagas. Nada sensacional.

Un poquillo, es cierto, nos desasosegaba el que otra vez íbamos en una dirección elegida más bien al azar y otra vez sin un objetivo bien preciso. Pero, como expresó el vampiro Regis, mejor ir hacia delante sin objetivo que sin objetivo quedarse en el mismo sitio, y con toda seguridad infinitamente mejor que retroceder sin objetivo.

– ¡Jaskier! ¡Amarra bien ese tubo tuyo! ¡Sería una pena que el medio siglo de poesía se desatara y se perdiera entre los juncos!

– ¡No hay que temer! No se perderá, podéis estar seguros. ¡Y no dejaré que me lo arrebaten! Todo aquél que quiera arrebatarme el tubo tendrá que pasar primero por encima de mi frío cadáver. ¿Se puede saber, Geralt, qué es lo que provoca tu sonrisa perlada? Permite que lo adivine… ¿Tu cretinismo de nacimiento?

Sucedió así que un equipo de arqueólogos de la Universidad de Castell Graupian, que realizaban excavaciones en Beauclair, halló bajo una capa de carbón de leña, lo que indicaba un fuego enorme, una capa todavía más antigua, datada en el siglo XIII. En aquella capa desenterraron una caverna creada por restos de muros y rellena de barro y roca caliza y, dentro de ella, para grande excitación de los científicos, descubrieron dos esqueletos humanos perfectamente conservados: un hombre y una mujer. Junto a los esqueletos -aparte de las armas y una incontable cifra de otros pequeños artefactos- encontraron un tubo de treinta pulgadas realizado en piel endurecida. Sobre la piel estaba grabado un escudo de desvaídos colores que mostraba un león y un rombo. El director del equipo, el profesor Schliemann, famoso especialista en sigilografía de los Siglos Oscuros, identificó aquel escudo como las armas de Rivia, un reino prehistórico de localización indeterminada.

La excitación de los arqueólogos alcanzó su punto álgido, puesto que en tales tubos en los Siglos Oscuros solían conservarse manuscritos, y el peso del recipiente permitía sospechar que en el interior había bastantes papeles o pergaminos. El estupendo estado del tubo permitía albergar la esperanza de que los documentos serían legibles y arrojarían algo de luz al pasado sumido en las tinieblas. ¡Habrían de hablar los siglos! Era aquél un increíble regalo del destino, una victoria de la ciencia, que no hubiera estado bien destruir. A toda prisa se llamó a Castell Graupian a lingüistas y estudiosos de las lenguas muertas y también a especialistas que supieran abrir el tubo sin el mínimo riesgo de que se deteriorara su precioso contenido.

Entre los miembros del equipo del profesor Schliemann se extendieron en aquel momento rumores acerca de un «tesoro». Quiso la mala suerte que tal palabra llegara a los oídos de tres personajes contratados para trabajos de zapa conocidos como Zdyb, Cap y Kamil Ronstetter. Convencidos de que el tubo estaba literalmente relleno de oro y joyas, los tres mencionados zapadores se agenciaron por la noche el inestimable artefacto y huyeron con él hacia el bosque. Allí prendieron un pequeño fuego y se sentaron a su alrededor.

– ¿A qué ezperaz? -dijo Cap a Zdyb-. ¡Abre er puto tubo!

– No ze deha, el cabrón -se quejó Zdyb a Cap-. ¡Cómo ze zuheta el hihodeputa!

– ¡Poz dale con loz zapatoz, al hodido hihodeputa!

La tapadera del inestimable hallazgo cedió bajo los tacones de Zdyb y su contenido cayó al suelo.

– ¡Poz vaya una putada puta! -gritó Cap asombrado-. ¿Y ezto qué ez?

La pregunta era más bien tonta, porque al primer golpe de vista se veía que eran unas resmas de papel. Por eso, Zdyb, en vez de responder, cogió uno de los pliegos con la mano y se lo acercó a la nariz. Durante un largo instante contempló aquellos símbolos de extraño aspecto.

– Eztá ezcrito -afirmó por fin con autoridad-. ¡Ezto zon letraz!

– ¿Letraz? -aulló Kamil Ronstetter, palideciendo de miedo-. ¿Letraz ezcritaz? ¡Oh, puta putada!

– ¡Letraz ezcritaz quié decir que zon bruheríaz! -balbució Cap, con los dientes tintineándole de miedo-. ¡Laz letraz dan mar de oho! ¡No le toqueh, la puta putada de zu puta mare! ¡Que te puez contagia!

Zbyd no dejó que lo repitiera dos veces, tiró el pliego de papel al fuego y se limpió nerviosamente la mano temblorosa al pantalón. Kamil Ronstetter, de una patada, lanzó el resto de papeles al fuego, al fin y al cabo, cualquier niño podía toparse con aquella guarrería. Luego el trío calaveras se alejó a toda prisa de aquel lugar.

Aquel inestimable monumento de la literatura de los Siglos Oscuros ardió con una llama clara y alta. Durante algunos instantes los siglos hablaron con el suave susurro del papel ennegreciéndose en el fuego. Y luego las llamas se apagaron y una oscuridad impenetrable cubrió la tierra.

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