Capítulo segundo

Al llegar a la edad de madurez, la joven muchacha comienza a intentar penetrar en campos de la vida que antes le estaban vedados, lo cual, en los cuentos de hadas, se simboliza mediante la entrada en una torre enigmática y la búsqueda en ella de una habitación oculta. La muchacha sube hasta la cima de la torre, caminando por una escalera retorcida: las escaleras en los sueños son símbolos de vivencias eróticas. La habitación prohibida, un pequeño cuarto cerrado con llave, simboliza la vagina. El acto de girar la llave en la cerradura es un símbolo del acto sexual.

Bruno Bettelheim, The Uses of Enchantment:

the Meaning and Importance of Fairy Tales

El viento del oeste arrastró la tormenta nocturna.

Un cielo de color negro violáceo se resquebrajó a lo largo de una línea de relámpagos que estallaron con el estampido de un agudo trueno. Una lluvia repentina golpeó el polvo del camino con gotas tan densas como el aceite, resonó en las tejas, deshizo la suciedad en las hojas de las ventanas. Pero un fuerte viento expulsó con rapidez el chubasco, ahuyentó la tormenta allá lejos, al otro lado de un horizonte que ardía a causa de los relámpagos.

Y entonces los perros comenzaron a ladrar furiosamente. Redoblaron los cascos de los caballos, rechinaron las armas. Una algarabía y unos silbidos salvajes les pusieron los cabellos de punta a los aldeanos, les llenó de pánico, les hizo cerrar a cal y canto puertas y ventanas. Los dedos sudorosos se apretaron sobre los mangos de las hachas, sobre las astas de los biernos. Se apretaban con fuerza. Pero con impotencia.

Terror, el terror está cruzando la aldea. ¿Perseguidos o perseguidores? ¿Enloquecidos y violentos a causa de la rabia o a causa del miedo? ¿Pasarán de largo sin detener los caballos? ¿O se iluminará la noche dentro de unos instantes con el fuego de los tejados ardiendo?

Silencio, silencio, niños…

Mamá, ¿es que son demonios? ¿Es la Persecución Salvaje? ¿Monstruos del infierno? ¡Mamá, mamá!

Silencio, silencio, niños. No son demonios, no son diablos… Peor.

Son seres humanos.

Los perros aullaban. Soplaba la ventisca. Los caballos relinchaban, los cascos se estrellaban contra el suelo.

Una partida de locos cabalgaba a través de la aldea y de la noche.

Hotsporn llegó a la cima, detuvo el caballo y le dio la vuelta. Era precavido y cauteloso, no le gustaba el riesgo, sobre todo porque la atención no costaba nada. No se apresuró a bajar al río, a la estación de postas. Primero prefería mirar bien.

Delante de la estación no había caballos ni tiros de animales, no había más que un furgón que llevaba un par de muías enjaezadas. En la lona había un letrero que Hotsporn no podía leer desde tan lejos. Pero no olía a peligro. Hotsporn era capaz de oler el peligro. Era un profesional.

Bajó hasta la orilla llena de matorrales y mimbres muy crecidos, metió con decisión el caballo en el río, lo atravesó al galope entre las salpicaduras de agua que golpeaban por debajo de la silla. Los patos que se revolcaban en el lodo huyeron lanzando sonoros cuac-cuacs.

Hotsporn azuzó al caballo, atravesó la cerca y entró en el patio de la estación. Ahora ya podía leer el letrero de la lona del furgón. Decía: «Maestro Almavera, Tatuajes Artísticos». Cada palabra del letrero estaba pintada de un color distinto y comenzaba por una letra exageradamente grande y muy adornada. Pero en la caja del carro, por encima de la rueda derecha delantera, se veía una pequeña flecha rota, pintada de púrpura.

– ¡Abajo del caballo! -escuchó a su espalda-. ¡A tierra, y presto! ¡Las manos lejos de la empuñadura!

Se acercaron y lo rodearon sin un ruido, Asse por la derecha, vestido con una chaqueta negra con hilos de plata, Falka por la izquierda, llevando puesto un juboncillo verde de ante y una boina con una pluma. Hotsporn se bajó la capucha y el pañuelo que le cubría el rostro.

– ¡Ja! -Asse bajó la espada-. Sois vos, Hotsporn. ¡Sos reconocería, pero me confundió este caballo moro!

– Vaya una yegua bonita -dijo Falka con admiración, al tiempo que se retiraba la boina sobre la oreja-. Negra y brillante como el carbón, ni un pelo claro. ¡Y cuidado que es gallarda! ¡Eh, lindeza!

– Cierto, y la encontré por menos de cien florines. -Hotsporn sonrió con desmaña-. ¿Dónde está Giselher? ¿Dentro?

Asse se lo confirmó con un ademán de cabeza. Falka, que miraba a la yegua como hechizada, le dio palmadas en el cuello.

– ¡Cuando corría por el agua -elevó hacia Hotsporn sus enormes ojos verdes- era igualita que una verdadera kelpa! ¡Si hubiera salido del mar en vez de del río no hubiera creído que no era una kelpa de verdad!

– ¿Y habéis visto alguna vez, señorita Falka, una verdadera kelpa?

– En dibujos. -La muchacha se apesadumbró de pronto-. Para qué hablar más de esto. Pasad adentro. Giselher está esperando.

Delante de una ventana que daba algo de luz había una mesa. Sobre la mesa estaba semitendida Mistle, apoyada en los codos, desnuda de cintura para abajo, sin nada más que unas medias negras. Entre sus piernas descaradamente abiertas había un individuo encogido, hombre delgado y de cabellos largos vestido con una levita gris. No podía ser otro que el maestro Almavera, artista del tatuaje, puesto que estaba ocupado precisamente en grabar en el muslo de Mistle una imagen de colores.

– Acércate, Hotsporn -pidió Giselher, al tiempo que movía un taburete de una mesa más alejada en la que estaba sentado junto con Chispas, Kayleigh y Reef. Los dos últimos, como Asse, también estaban vestidos con una piel de ternera negra que llevaba cosidas hebillas, tachuelas, cadenas v otros imaginativos adornos de plata. Algún artesano tenía que estar ganando con ello buenas sumas, pensó. Los Ratas, cuando les entraba la gana de adornarse, pagaban a los sastres, zapateros y talabarteros como un verdadero rey. Claro está que tampoco les importaba arrancarle sin más a la persona asaltada la ropa o la bisutería que les había caído en gracia.

– Por lo que veo, encontraste nuestro mensaje en las ruinas de la estación vieja -dijo Giselher arrastrando las palabras-. Ja, qué digo, si no no estarías aquí. Mas he de reconocer que has viajado con rapidez.

– Porque la yegua es muy bonita -se entrometió Falka-. ¡Y me apuesto a que también es fogosa!

– Encontré vuestro mensaje. -Hotsporn no apartó la vista de Giselher-. ¿Y qué hay del mío? ¿Llegó hasta ti?

– Llegó… -El jefe de los Ratas trastabilló-. Pero… bueno, por decirlo con pocas palabras… no había entonces mucho tiempo. Y luego nos cogimos una buena curda y hubimos de reposar un tanto. Y luego nos vino a mano otro camino…

Mocosos de mierda, pensó Hotsporn.

– Por decirlo con pocas palabras: no has cumplido el encargo.

– Pues no. Lo siento, Hotsporn. No fue posible… ¡mas la próxima vez, ya, ya! ¡Indefectiblemente!

– ¡Indefectiblemente! -confirmó Kayleigh con énfasis, aunque nadie le había pedido que confirmara nada.

Malditos mocosos irresponsables. Se emborracharon. Y luego les vino a mano otro camino. Seguro que el del sastre, a por trapos raros.

– ¿Quieres beber algo?

– Gracias, pero no.

– ¿Quizá quieras probar esto? -Giselher señaló un cofrecito de laca muy adornado que estaba entre los vasos y las damajuanas. Hotsporn supo entonces por qué en los ojos de los Ratas ardía un brillo tan extraño, por qué sus movimientos eran tan nerviosos y rápidos.

– Polvo de primera -le aseguró Giselher-. ¿No quieres tomar un pellizco?

– Gracias, pero no. -Hotsporn miró significativamente las manchas de sangre y las huellas en el aserrín que desaparecían en la habitación y que mostraban con claridad adonde había sido arrastrado el cadáver. Giselher se dio cuenta de la mirada.

– Un palurdo se quiso hacer el héroe -bufó-. Hasta que la Chispas le tuvo que dar un escarmiento.

Chispas se rió guturalmente. Enseguida se veía que estaba muy excitada por el narcótico.

– Lo escarmenté de tal modo que hasta se atoró con la sangre -se jactó-. Y al punto los otros se quedaron tranquilitos. ¡A eso se le llama terror!

Iba, como de costumbre, llena de joyas, hasta llevaba un pendiente de diamante en una aleta de la nariz. No iba vestida de cuero sino con un juboncillo de color cereza, con un diseño brocado que era ya tan famoso como para ser el último grito de la moda entre la mocedad dorada de Thurn. De la misma forma que el pañuelo de seda con el que se cubría la cabeza Giselher. Hotsporn incluso había oído hablar de muchachas que se cortaban el cabello «a la Mistle».

– Esto se llama terror -repitió Hotsporn, pensativo, todavía con la mirada dirigida hacia los rastros sangrientos del suelo-. ¿Y el jefe de estación? ¿Y su mujer? ¿Su hijo?

– No, no. -Giselher frunció el ceño-. ¿Piensas acaso que nos hemos cargado a todos? De eso nada. Los metimos pa un rato en la cámara. Ahora, como ves, la estación es nuestra.

Kayleigh se enjuagó la boca con vino haciendo un fuerte ruido, escupió al suelo. Con una pequeñísima cuchara sacó un poquito de fisstech del cofrecillo, lo espolvoreó delicadamente sobre la yema del dedo índice, que había previamente ensalivado, y se frotó el narcótico sobre las encías. Le dio el cofrecillo a Falka, la cual repitió el ritual y le pasó el fisstech a Reef. El nilfgaardiano lo rechazó, estaba ocupado en contemplar un catálogo de tatuajes de colores, y le dio la caja a Chispas. La elfa se la pasó a Giselher, sin usarla.

– ¡Terror! -gruñó, entrecerrando los ojos brillantes y respirando con fuerza por la nariz-. ¡Tenemos la estación bajo el terror! El emperador Emhyr tiene el mundo entero, nosotros sólo la chabola ésta. ¡Pero la cosa es la misma!

– ¡Ahhh, voto al infierno! -aulló Mistle desde la mesa-. ¡Ten cuidao dónde pinchas! ¡Si me haces eso otra vez te pincho yo a ti! ¡Y de tal modo que te paso de costado a costado!

Los Ratas -excepto Falka y Giselher- estallaron en risas.

– ¡Para ser guapa hay que sufrir! -gritó Chispas.

– ¡Pínchala, maestro, pínchala! -añadió Kayleigh-. ¡Ella está bien dura entre las patas!

Falka escupió una tremenda blasfemia y le lanzó un vaso. Kayleigh se inclinó, los Ratas se retorcieron de risa otra vez.

– Así pues -Hotsporn se decidió a ponerle punto y final al regocijo- mantenéis la estación bajo el terror. ¿Y para qué, si exceptuamos la satisfacción que emana del atemorizar?

– Nosotros andamos al acecho -respondió Giselher, frotándose el fisstech en las encías-. Si alguien se detiene aquí bien para cambiar el caballo, bien para descansar, pues se le despluma. Esto es más placentero que los cruces o los matojos al pie del camino. Mas como Chispa poco ha dijera, la cosa es la misma.

– Pero hoy, desde el alba, no nos ha caído más que éste -se introdujo Reef, señalando al maestro Almavera, que estaba casi del todo escondido entre los muslos abiertos de Mistle-. En pelotas, como todo buen artista, no había na de lo que aflojarle, así que le aflojamos de su arte. Echad un vistazo a cuan imaginativos son sus dibujos.

Se desnudó el antebrazo y mostró el tatuaje, una mujer desnuda que movía las nalgas cuando apretaba el puño. Kayleigh también hizo su alarde: alrededor de una mano, por encima de un brazalete de pinchos, se retorcía una serpiente verde con las fauces abiertas y una lengua bífida escarlata.

– Cosa de gusto -dijo Hotsporn con indiferencia-. Y que ayuda mucho para identificar los cadáveres. Mas en lo de aflojar mal habéis salido, mis queridos Ratas. Tendréis que pagar al artista por su arte. No os pude apercibir antes: desde hace siete días, desde el primero de septiembre, la señal es una flecha púrpura rota. Él tiene una así pintada en su carro.

Reef maldijo por lo bajo, Kayleigh sonrió. Giselher agitó las manos impasible.

– Qué se le va a hacer. Si hay que hacerlo, se le pagará por sus agujas y sus pinturas. ¿Dices que una flecha púrpura? Lo recordaremos. Si hasta mañana apareciera todavía por aquí otro con esa señal, no sufrirá daño alguno.

– ¿Tenéis pensado estar aquí hasta mañana? -Hotsporn se asombró con un tanto de exageración-. Eso es poco razonable, Ratas. ¡Arriesgado e inseguro!

– ¿Lo qué?

– Arriesgado e inseguro.

Giselher se encogió de hombros, Chispas bufó y un moco fue a parar al suelo. Reef, Kayleigh y Falka miraron al mercader como si éste les acabara de asegurar que el sol se había caído al río y había que sacarlo con rapidez antes de que lo pellizcaran los cangrejos. Hotsporn comprendió que acababa de apelar a la razón de unos mocosos locos. Que advertía del peligro y el riesgo a unos fanfarrones llenos de loca audacia para los que este concepto era completamente ajeno.

– Os están persiguiendo, Ratas.

– ¿Y qué?

Hotsporn suspiró.

Mistle interrumpió la discusión acercándose a ellos sin hacer el esfuerzo de vestirse. Puso un pie en un banco y moviendo las caderas mostró por doquier la obra del maestro Almavera: una rosa punzada sobre un tallito con dos hojas, situada en el muslo, junto a la ingle.

– ¿Eh? -preguntó, poniendo los brazos en jarras. Sus brazaletes, que alcanzaban casi hasta los codos, relucieron con luz de diamante-. ¿Qué decís?

– ¡Una preciosidad! -bufó Kayleigh, recogiéndose los cabellos. Hotsporn advirtió que el Rata llevaba pendientes que perforaban los pabellones de las orejas. No cabía duda de que estos pendientes, lo mismo que el cuero trenzado de metal, iban a estar de moda dentro de poco entre la mocedad dorada de Thurn y en todo Geso.

– Ahora te toca a ti, Falka -dijo Mistle-. ¿Qué te vas a hacer tatuar?

Falka le tocó el muslo, se inclinó y contempló el tatuaje. De cerca. Mistle frotó con cariño sus cabellos cenicientos. Falka risoteó y comenzó a desnudarse sin ceremonia alguna.

– Quiero la misma rosa que tú -afirmó-. En el mismo sitio que tú, cariño.

– ¡Pero cuidao que hay ratones en tu casa, Vysogota! -Ciri interrumpió la narración, miraba al suelo, donde en el círculo de la luz que arrojaba el candil se estaba celebrando una verdadera convención de ratones. Se podía uno imaginar lo que estaría pasando más allá del círculo de oscuridad-. Te vendría bien un gato. O mejor, dos gatos.

– Los roedores -gorgojeó el ermitaño- se meten en la casa porque se acerca el invierno. Y yo tenía un gato. Pero se fue, el malvado, se perdió.

– Seguro que se lo comió un zorro o una marta.

– Tú no has visto qué gato era, Ciri. Si se lo zampó algo, entonces sólo pudo ser un dragón. Nada más pequeño.

– ¿Tan grande era? Ja, qué pena. Él no les hubiera dejado a estos ratones pasearse por mi cama. Una pena.

– Una pena. Pero yo pienso que volverá. Los gatos siempre vuelven.

– Echa leña al fuego. Tengo frío.

– Frío. Las noches son ahora frías del copón… Y todavía no estamos ni siquiera a mitad de octubre… Sigue contando, Ciri.

Durante un instante, Ciri se mantuvo quieta, contemplando el hogar. El fuego se reavivó sobre la madera nueva, crepitó, bufó, lanzó sobre el rostro desfigurado de la muchacha destellos dorados y ágiles sombras.

– Cuenta.

El maestro Almavera pinchó con la aguja y Ciri sintió cómo las lágrimas le surgían por el rabillo de los ojos. Aunque se había anestesiado precavidamente a base de vino y polvos blancos, el dolor era insoportable. Apretó los dientes para no gemir. Pero no gimió, por supuesto, fingió que no prestaba atención a la aguja y que despreciaba el dolor. Intentó hacer como que tomaba parte en la conversación que los Ratas mantenían con Hotsporn, individuo que quería mostrar que era mercader pero que en realidad, mención aparte del hecho de que vivía de los mercaderes, no tenía nada en común con el mercadeo.

– Negras nubes se ciernen sobre vuestras cabezas -dijo Hotsporn, recorriendo con sus ojos oscuros los rostros de los Ratas-. No basta con que os persiga el prefecto de Amarillo, no es poco que los Varnhagenos, no es poco que el barón Casadei…

– ¿Ése? -Giselher enarcó las cejas-. Entiendo lo del prefecto y los Varnhagenos, pero, ¿por qué está mosqueado el tal Casadei con nosotros?

– El lobo se cubrió con una piel de oveja -Hotsporn se rió- y se puso a balar todo triste, bee, bee, nadie me quiere, nadie me entiende, en cuanto que aparezco me tiran piedras, «sus-sus», me gritan, pero, ¿qué es esto, qué es esta injusticia y este dolor? La hija de la baronesa Casadei, queridos Ratas, después de la aventura junto al río Aguzanieves, sigue desmayándose y padeciendo de fiebre hasta el mismo día de hoy…

– Aaah -se acordó Giselher-. ¿Una carreta con cuatro tordos? ¿Ésa era la doncella?

– Ésa. Ahora, como dije, enferma, se despierta por las noches gritando, evoca al señor Kayleigh… Pero en especial a doña Falka. Y cierto broche, recuerdo de su difunta madre, broche el cual doña Falka le arrancara con violencia de su vestido. A todo ello, pronunciando palabras diversas mientras lo hacía.

– ¡Pero no se trata de eso! -gritó Ciri desde la mesa, aprovechando la ocasión para expulsar su dolor junto con el grito-. ¡Le mostramos a la baronesa desprecio y vilipendio cuando la dejamos escapar a boqueras! ¡Había que haber follado bien a la señoritinga!

– Ciertamente. -Ciri sintió la mirada de Hotsporn sobre sus muslos desnudos-. Grande fue de hecho el deshonor de no follársela. No hay que asombrarse pues de que Casadei, resentido, mandara enviar una hueste armada y pusiera precio a vuestras cabezas. También juró en público que todos vais a colgar cabeza abajo de los matacanes de las murallas de su castillo. También anunció que por arrebatarla el mencionado broche, le sacaría la piel a la señorita Falka. A tiras.

Ciri blasfemó y los Ratas se rieron con loca risa. Chispas estornudó y se le escaparon unos mocos tremendos: el fisstech le afectaba a la mucosa.

– Nosotros a los perseguidores éstos los despreciamos -anunció, al tiempo que se limpiaba las narices, los labios, la barbilla y la mesa con la bufanda-. ¡El prefecto, el barón, los Varnhagenos! ¡Nos perseguirán pero no nos cogerán! ¡Nosotros somos los Ratas! ¡Después de lo de Velda hicimos tres zigzags y ahora los tontos ésos andan a rebusco de un rastro frío. Antes de que se enteren andarán ya demasiado lejos como pa volver.

– ¡Y que vuelvan! -dijo fogoso Asse, el cual había abandonado la guardia hacía algún tiempo, una guardia en la que nadie le había sustituido ni pensaba hacerlo-. ¡Nos los apiolamos y eso es todo!.

– ¡Por supuesto! -gritó Ciri desde la mesa, olvidando cómo habían gritado la noche anterior mientras huían de sus perseguidores por las aldeas de Velda y olvidando también el miedo que tenía entonces.

– Vale. -Giselher golpeó con la palma de la mano en la mesa, poniendo punto final inmediato a aquella ruidosa cháchara-. Suéltalo ya, Hotsporn. Pues veo que quieres decirnos algo que es más importante que lo del prefecto, los Varnhagenos, la baronesa Casadei y su sensible hija.

– Bonhart os sigue la pista.

Cayó el silencio, largo rato. Incluso el maestro Almavera dejó de tatuar por un instante.

– Bonhart -repitió espaciadamente Giselher-. Viejo canalla mugriento. Hemos debido de haberle jodido bien a alguien.

– A alguien rico -afirmó Mistle-. No todo el mundo puede permitirse a Bonhart.

Ciri estaba a punto de preguntar quién era el tal Bonhart, pero la precedieron, casi al unísono, con las mismas palabras, Asse y Reef.

– Es un cazador de recompensas -afirmó sombrío Giselher-. Antaño hizo de soldado, luego de buhonero, por fin se metió en lo de matar gente por dinero. Un hideputa, por decir poco.

– Dicen -Kayleigh habló con tono un tanto despreocupado- que si quisiera meterse en un mismo camposanto a todos los que el Bonhart se ha cargado, tendría que tener el camposanto como media milla.

Mistle vertió un montoncillo de polvo blanco en la hendidura entre el pulgar y el índice, lo aspiró con fuerza por la nariz.

– Bonhart deshizo a la cuadrilla de Lothar el Grande -dijo-. Se le cargó a él y a su hermano, aquél al que llamaban el Oronjas.

– Dicen que de un tajo en la espalda -añadió Kayleigh.

– También mató a Valdez -siguió Giselher-. Y cuando murió Valdez se deshizo su cuadrilla. Una de las mejores. Una partida verdadera, de las buenas. Buenos mozos. En tiempos pensé en unirme a ellos. Antes de que nosotros nos acopláramos.

– Todo cierto -habló Hotsporn-. Cuadrilla como la cuadrilla de Valdez ni hubo ni la habrá. Se cantan romances de cómo escaparon de una celada en Sarda. ¡Oh, cabezas gloriosas, oh, fantasía de joven caballero! Pocos hay que les puedan andar en parangón.

Los Ratas se quedaron callados de pronto y clavaron en él sus ojos que relampagueaban con rabia.

– ¡Nosotros -dijo con énfasis Kayleigh tras un instante de silencio- cruzamos los seis una vez por medio de un escuadrón de caballería nilfgaardiana!

– ¡Rescatamos a Kayleigh de los Nissiros! -gritó Asse.

– ¡Tampoco hay quien se pueda parangonar con nosotros! -silbó Reef.

– Así es, Hotsporn. -Giselher hinchó el pecho-. No son los Ratas peores que ninguna otra partida, ni peores que la cuadrilla de Valdez. ¿Dijiste fantasía de caballero? Pues yo te diré algo acerca de fantasías de doncellas. Chispas, Mistle y Falka, las tres, aquí presentes, a pleno día cruzaron por mitad de la ciudad de Druigh y al enterarse de que los Varnhagenos estaban en el figón, ¡galoparon a través de todo él! ¡De parte a parte! Entraron por la puerta y salieron por el corral. Y los Varnhagenos se quedaron con la boca abierta, mirando las jarras rotas y la cerveza derramada. Dime, ¿te parece poca fantasía?

– No lo dirá -le antecedió Mistle, sonriendo con malignidad-. No te lo dirá porque sabe quiénes son los Ratas. Y su gremio también lo sabe.

El maestro Almavera terminó de tatuar. Ciri se lo agradeció con un gesto orgulloso, se vistió y se sumó a la compaña. Resopló al percibir sobre sí la mirada extraña, inquisitiva y como burlona de Hotsporn. Le lanzó un vistazo con ojos enfadados y se apretó demostrativamente contra el brazo de Mistle. Ya había tenido tiempo de darse cuenta de que tales manifestaciones desconcertaban y enfriaban con éxito el ardor de los señores que tenían amores en la cabeza. En el caso de Hotsporn funcionó un tanto al revés porque el falso mercader no le hacía ascos a estas cosas.

Hotsporn era un enigma para Ciri. Lo había visto antes sólo una vez, el resto se lo había contado Mistle. Hotsporn y Giselher, le explicó, se conocen y se tratan desde hace mucho, tienen señales establecidas, consignas y lugares de encuentro. Durante estos encuentros, Hotsporn les da informaciones, y entonces se va uno a la senda señalada y se ataca al mercader escogido, o a un convoy o caravana concreto. A veces se mata la persona designada. Siempre se acuerda también una señal. A los mercaderes que llevan tal señal no se les debe atacar.

Ciri al principio se asombró y se decepcionó un tanto, tenía a Giselher como a un ídolo, los Ratas eran para ella el modelo de la libertad y la independencia, y ella había acabado por amar aquella libertad, aquel desprecio por todos y todo. Hasta que inesperadamente resultó que había que realizar trabajos por encargo. Como a esbirros de alquiler, alguien les ordenaba a quién tenían que atacar. Y por si eso fuera poco, ese alguien les ordenaba atacar a alguien y ellos obedecían con las orejas gachas.

Algo por algo, había dicho Mistle al preguntarle, encogiéndose de hombros. Hotsporn nos da órdenes y también informaciones, gracias a las que sobrevivimos. La libertad y el desprecio tienen sus fronteras. Al final siempre resulta que se es el instrumento de alguien.

Así es la vida, Halconcillo.

Ciri estaba asombrada y decepcionada, pero se le olvidó pronto. Aprendió. También el que no había que asombrarse mucho ni esperar demasiado. Porque entonces la decepción es menos profunda.

– Yo, queridos Ratas -decía ahora Hotsporn-, tendría un remedio para todos vuestros problemas. Para los Nissiros, los barones, los prefectos, hasta para Bonhart. Sí, sí. Porque aunque el lazo se está apretando sobre vuestros cuellos, yo tengo una forma de escapar de la soga.

Chispas bufó, Reef se carcajeó. Pero Giselher los hizo callar de un gesto, permitió continuar a Hotsporn.

– La noticia es -dijo al cabo el mercader- que un día de éstos se anunciará una amnistía. Si alguien está bajo condena, qué digo, incluso si la soga cuelga ya sobre alguien, se le respetará si sólo se presenta y proclama su culpa. A vosotros también os afecta.

– ¡Gelipolleces! -gritó Kayleigh, algo lloroso, pues acababa de meterse en la nariz una punta de fisstech-. ¡Un engaño nilfgaardiano, una argucia! ¡No será a nosotros, que somos perros viejos, a los que nos van a engatusar con esas fullerías!

– Despacito -le detuvo Giselher-. No te aceleres, Kayleigh. Hotsporn, a quien bien conocemos, no ha por costumbre hablar por hablar, ni hacerlo a tontas ni a locas. Más bien acostumbra a saber de lo que platica. Así que entonces nos dirá de dónde sale esta repentina benevolencia nilfgaardiana.

– El emperador Emhyr -departió sereno Hotsporn- va a tomar esposa. Pronto tendremos emperatriz en Nilfgaard. De ahí que vayan a hacer pública la amnistía. Parece ser que el emperador se siente feliz en extraordinaria forma y desea que otros también lo sean.

– La felicidad imperial me la trae floja -anunció Mistle con altivez-. Y me permito no usar de la tal amnistía porque para mí que la tal benevolencia nilfgaardiana huele más bien a esparto fresco. A algo así como a palo con una punta bien aguda, je, je.

– Dudo que esto sea una añagaza. -Hotsporn se encogió de hombros-. Es una cosa política. Y bien grande. Mucho más grande que vosotros, Ratas, y que todas las partidas de estos lares puestas juntas. Se trata de política.

– Es decir, ¿de qué? -Giselher frunció el ceño-. Porque no entendí ni jota.

– El esposorio de Emhyr es político y los asuntos políticos han de ser resueltos con ayuda del tal esposorio. El emperador formará una unión con su matrimonio, quiere unir aún más el imperio, poner punto final a los tumultos de la frontera, traer la paz. Porque, ¿sabéis con quién se va a casar? Con Cirilla, la heredera del trono de Cintra.

– ¡Mentira! -gritó Ciri-. ¡Absurdo!

– ¿A cuenta de qué doña Falka me acusa de faltar a la verdad? -Hotsporn alzó los ojos hacia ella-. ¿Acaso está mejor informada?

– ¡Por supuesto!

– Silencio, Falka. -Giselher se enfadó-. ¿Te estabas calladita ahí en la mesa cuando te andaban pinchando en el chocho y ahora te revuelves? ¿Qué es esa Cintra, Hotsporn? ¿Quién es esa Cirilla? ¿Por qué ha de ser todo esto tan importante?

– Cintra -se entrometió Reef mientras se vertía fisstech en un dedo- es un paisucho en el norte por el que el imperio estuvo peleando con los gerifaltes de por allí. Hará como unos tres o cuatro años.

– Cierto -confirmó Hotsporn-. Los imperiales vencieron a Cintra e incluso atravesaron el río Yarra, pero luego tuvieron que retroceder.

– Porque les dieron una buena en el Monte de Sodden -gritó Ciri-. ¡Se volvieron tan aprisa que a poco no perdieron los calzones!

– Doña Falka, por lo que veo, está versada en la historia contemporánea. Digno de admirar a tan joven edad. ¿Se puede preguntar dónde acudiera doña Falka a la escuela?

– ¡No se puede!

– ¡Basta! -advirtió de nuevo Giselher-. Habla de esa Cintra, Hotsporn. Y de la amnistía.

– El emperador Emhyr -dijo el mercader- decidió hacer de Cintra un estado hedéreo…

– ¿Lo qué?

– Hedéreo, de hiedra. Porque, como la hiedra, no puede existir sin un fuerte tronco alrededor del cual se enreda. Y este tronco, por supuesto, es Nilfgaard. Ya existen países así, como por ejemplo Metinna, Maecht, Toussaint… Reinan allá dinastías locales. En apariencia, se ha de entender.

– A esto se le llama autonomía apariente -se jactó Reef-. Lo he oído decir.

– El problema con la tal Cintra en cualquier caso fue que la línea real de allá se extinguió…

– ¿Se extinguió? -Parecía que de los ojos de Ciri estaban a punto de saltar chispas verdes-. ¡Vaya una extinción! ¡Los nilfgaardianos asesinaron a la reina Calanthe! ¡Simplemente la mataron!

– Reconozco -Hotsporn detuvo con un gesto a Giselher, quien parecía dispuesto de nuevo a reconvenir a Ciri por interrumpir- que realmente doña Falka nos deslumbra con su conocimiento. En efecto, la reina de Cintra cayó durante la guerra. Desapareció también, por lo que parecía, su nieta Cirilla, la última de sangre real. Así que Emhyr no tenía mucho de lo que sacar la tal, como bien ha dicho don Reef, autonomía aparente. Hasta que hete aquí que de pronto, sin comerlo ni beberlo, apareció la tal Cirilla.

– Vaya un cuento -bufó Chispas, apoyándose en el brazo de Giselher.

– Ciertamente. -Hotsporn afirmó con la cabeza-. Hay que reconocer que un poco como un cuento de hadas es. Dicen que una malvada hechicera habíala retenido a la susodicha Cirilla en una torre encantada. Pero ella, Cirilla, logró escapar de la torre, huir y pedir asilo en el imperio.

– ¡Eso es una puta, gorda y mentirosa mentira! -estalló Ciri, mientras tendía las manos temblorosas hacia la cajita del fisstech.

– Por su parte el emperador Emhyr, como cuenta el rumor -siguió sin alterarse Hotsporn-, apenas la vio, se enamoró de ella sin remedio y ahora la quiere tomar como esposa.

– El Halconcillo tiene razón -dijo Mistle con voz dura, acentuando lo dicho golpeando con el puño en la mesa-. ¡Eso es una puta tontería! ¡Por el joder de los joderes que no puedo comprender de qué va todo esto! Una cosa es segura: fiándose de tal estupidez sería aún más estúpido el confiar en la benevolencia nilfgaardiana.

– ¡Así es! -la apoyó Reef-. Nada hay para nosotros en el bodorrio del emperador. Aunque no sé con quién se haya de casar el emperador, a nosotros siempre nos esperará una prometida. ¡La soga!

– No se trata de vuestros pescuezos, Ratas queridos -le recordó Hotsporn-. Es cosa de política. En las fronteras del norte del imperio todo el tiempo menudean la rebelión, los motines y la sedición, en especial en Cintra y sus alrededores. Y si el emperador toma por mujer a la heredera de Cintra, Cintra se apaciguará. Si hay una amnistía festiva, las partidas de rebeldes bajarán de los montes, dejarán de molestar a los imperiales y de darles disgusto. Bah, si la cintriana se sienta en el trono, los rebeldes ingresarán en el ejército real. Y sabéis que en el norte, al otro lado del río Yarra, la guerra continúa, cada soldado cuenta.

– Aja. -Kayleigh se enfadó-. ¡Ahora lo entiendo! ¡Ésta es la amnistía! Te dan a elegir: aquí el palo afilado, allí los colores imperiales. O palo en el culo o colores en el lomo. ¡Y a la guerra, a diñarla por el imperio!

– En la guerra -dijo Hotsporn con lentitud-, las cosas pueden ir de distintas maneras, como dice la canción. Al fin y al cabo no todos han de guerrear, queridos Ratas. Es posible que, por supuesto tras cumplir las condiciones de la amnistía, esto es, el revelarse y reconocer la culpa, haya una cierta forma de… servicio sustitutorio.

– ¿Lo qué?

– Yo sé de lo que se trata. -Los dientes de Giselher brillaron un instante en su boca bronceada y azulada del vello afeitado-. El gremio de los mercaderes, niños, tendría el gusto de recibirnos. De abrazarnos y cuidarnos. Como una madre.

– Como su puta madre, más bien -rebufó Chispas por lo bajini. Hotsporn hizo como que no lo había oído.

– Tienes toda la razón, Giselher -dijo con voz gélida-. El gremio puede, si le apetece, daros trabajo. Oficialmente, para variar. Y cuidaros. Daros protección. También oficialmente y para variar.

Kayleigh quería decir algo, Mistle quería decir algo, pero la rápida mirada de Giselher los dejó a los dos sin palabras.

– Haz saber al gremio, Hotsporn -dijo el caudillo de los Ratas con voz helada-, que le estamos agradecido por esta oferta. Reflexionaremos, pensaremos en ello, hablaremos. Decidiremos en concejo lo que hacer.

Hotsporn se levantó.

– Me voy.

– ¿Ahora, de noche?

– Pernoctaré en el pueblo. Aquí no me siento bien. Y mañana directito a la frontera de Metinna, luego, por el camino real hasta Forgeham, donde pasaré hasta el equinoccio o, quién sabe, quizá más tiempo. Esperaré allí a aquéllos que ya hayan reflexionado, estén dispuestos a revelarse y a esperar la amnistía bajo mi cuidado. Y vosotros tampoco os demoréis, os aconsejo, con tanta reflexión y pensamiento. Porque Bonhart está dispuesto a preceder a la amnistía.

– Todo el tiempo nos estás asustando con el Bonhart ése -dijo Giselher lentamente mientras también se levantaba-. Pensaríase que el tal canalla está ahí en nuestros talones… Y él seguro que anda donde la diosa perdió el gorro…

– … en Los Celos -respondió Hotsporn con serenidad-. En la posada La Cabeza de la Quimera. Como a unas treinta millas de aquí. Si no hubiera sido por vuestros zigzags en Velda, de seguro que os lo habríais tropezado ayer. Pero esto no os asusta, ya sé. Adiós, Giselher. Adiós, Ratas. Maestro Almavera. Voy a Metinna y siempre gusto de compañía para el viaje… ¿Qué habéis dicho, maestro? ¿Qué con agrado? Tal pensaba. Recoged pues vuestros útiles. Ratas, pagadle al maestro por sus artísticos esfuerzos.

La estación de postas olía a cebolla frita y a sopa de patatas que había preparado la mujer del jefe de estación, a la que habían dejado salir temporalmente de su arresto en la cámara. La vela en la mesa chasqueó, vibró, expulsó una línea de llamas. Los Ratas se inclinaron sobre la mesa de tal modo que la llama ardía por encima de sus cabezas que casi se tocaban.

– Está en Los Celos -dijo Giselher bajito-. En la posada de La Cabeza de la Quimera. A un día de viaje rápido. ¿Qué pensáis de ello?

– Lo mismo que tú -gritó Kayleigh-. Vayamos allá y matemos al hijoputa.

– Vengaremos a Valdez -dijo Reef-. Y al Oronjas.

– Y no vendrán a echarnos a la cara -silabeó Chispas- ningunos Hotspornes las glorias y fantasías ajenas. Nos cargaremos al Bonhart, ese comecadáveres, ese lobizón. ¡Clavaremos su cabeza en la puerta de la taberna para que le pegue el nombre! Y para que todos sepan que no fue tío con un par sino mortal como todos y que al final con mejores que él se topó. ¡Se verá qué cuadrilla es la mejor desde Korath hasta el Pereplut!

– ¡Se cantarán canciones sobre nosotros por las tabernas! -dijo petulante Kayleigh-. ¿Qué digo? ¡Y hasta por los castillos!

– Vamos. -Asse dio un palmetazo en la mesa con la mano-. Vayamos y matemos al canalla.

– Y luego -Giselher se mostró pensativo- recapacitaremos sobre la tal amnistía… Sobre el gremio… ¿Por qué tuerces los morros, Kayleigh, como si te anduviera picando una chinche? Nos pisan los talones y el invierno se acerca. Pienso así, Ratillas míos: invernaremos, nos calentaremos el culo en la chimenea, la amnistía nos protegerá del frío, beberemos cerveza caliente amnistiada. Aguantaremos en la amnistía corteses y obedientes… así como hasta la primavera. Y en la primavera… cuando la yerba salga de por bajo la nieve…

Los Ratas se rieron a coro, bajito, con malignidad. Los ojos les ardían como a las ratas de verdad cuando por las noches, en algún oscuro callejón, se acercan a un hombre herido e incapaz de defenderse.

– Bebamos -dijo Giselher-. ¡Por que le den por saco a Bonhart! Comamos la sopa y luego a dormir. Descansad porque al alba nos iremos.

– Cierto -bufó Chispas-. Tomad ejemplo de Mistle y Falka, que ya llevan una hora en la cama.

Ciri alzó la cabeza, durante un largo rato guardó silencio, contemplando la llamita apenas existente del candil en el que se estaban quemando ya los restos del aceite de ballena.

– Me deslicé entonces de la estación como una ladrona -siguió con la narración-. De madrugada, en completa oscuridad… Pero no conseguí huir sin ser advertida. Mistle debía de haberse despertado cuando salí de la cama. Me alcanzó en el establo cuando me estaba subiendo al caballo. Pero no se mostró sorprendida. Y no intentó detenerme… Ya comenzaba a amanecer…

– Ahora también falta poco para el alba. -Vysogota bostezó-. Es hora de ir a dormir, Ciri. Mañana seguirás con el relato.

– Puede que tengas razón. -Bostezó también, se levantó, respiró con fuerza-. Porque también a mí se me cierran los ojos. Pero a este paso, ermitaño, no voy a terminar nunca. ¿Cuántas noches llevamos ya? Por lo menos diez. Me temo que toda la historia nos puede llevar mil y una noches.

– Tenemos tiempo, Ciri. Tenemos tiempo.

– ¿De quién huyes, Halconcillo? ¿De mí? ¿O de ti misma?

– Ya he terminado de huir. Ahora quiero perseguir algo. Por eso tengo que volver… allá, donde todo comenzó. Tengo que hacerlo. Compréndelo, Mistle.

– Por eso… por eso has sido tan tierna conmigo hoy. Por vez primera en tantos días… ¿La última vez, la despedida? ¿Y luego el olvido?

– Yo no te olvidaré nunca, Mistle.

– Me olvidarás.

– Nunca. Te lo prometo. Y no fue la última vez. Te encontraré. Vendré a por ti… Vendré en una carroza de oro. Con un cortejo palaciego. Ya lo verás. Dentro de poco voy a tener… posibilidades. Muchas posibilidades. Haré que cambie tu suerte… Ya lo verás. Te convencerás de todo lo que voy a poder hacer. De todo lo que voy a poder cambiar.

– Mucho poder hará falta para ello -suspiró Mistle-.Y magia poderosa…

– Y también esto será posible. -Ciri se pasó la lengua por los labios-. Y la magia también… la puedo recuperar… Todo lo que perdí puede volver… y de nuevo ser mío. Te lo prometo, te asombrarás cuando nos volvamos a ver.

Mistle volvió su cabeza rapada, se quedó contemplando las estelas de color azul y rosa que el alba había pintado ya sobre el confín oriental del mundo.

– Cierto -dijo en voz baja-. Me asombraré mucho si alguna vez nos volvemos a encontrar. Si alguna vez te vuelvo a ver, pequeña. Vete ya. No alarguemos esto.

– Espérame. -Ciri aspiró con fuerza por la nariz-. Y no te dejes matar. Piensa en la amnistía de la que habló Hotsporn. Incluso si Giselher y los otros no quisieran… piensa tú en ella, Mistle. Puede ser una forma de sobrevivir… Porque yo volveré a por ti. Te lo juro.

– Bésame.

Amanecía. Crecía la claridad, hacía más frío.

– Te quiero, Azor mío.

– Te quiero, Halconcillo. Vete ya.

– Por supuesto que no me creía. Estaba convencida de que me había entrado miedo, de que corría detrás de Hotsporn para buscar salvación, suplicar la amnistía que tanto nos había tentado. Cómo iba a saber los sentimientos que se habían apoderado de mí al escuchar lo que Hotsporn había dicho de Cintra, de mi abuela Calanthe… Y de que la tal «Cirilla» se iba a convertir en la mujer del emperador de Nilfgaard. El mismo emperador que había asesinado a mi abuela Calanthe. Y que había mandado tras de mí al caballero negro de la pluma en el yelmo. Te hablé de ello, ¿recuerdas? ¡En la isla de Thanedd, cuando alargó la mano hacia mí, lo ahogué en sangre! Debiera haberlo matado entonces… Pero no pude… ¡Seré tonta! Qué más da, puede que al final se desangrara allí en Thanedd y se muriera… ¿Por qué me miras así?

– Cuéntame. Cuenta cómo te fuiste detrás de Hotsporn para recuperar tu herencia. Para recuperar lo que te pertenecía.

– No es necesario que hables con retintín, no es necesario que te burles. Sí, ya sé que fue una tontería, ahora lo sé, entonces también… Yo era más lista cuando estaba en Kaer Morhen y en el santuario de Melitele, allí sabía que lo que había pasado no podía volver más, que no soy ya la princesa de Cintra, sino alguien completamente distinta, que no tengo ya ninguna herencia, que todo esto se ha perdido y que tengo que conformarme. Se me explicó eso de forma serena e inteligente y yo lo acepté. También con serenidad. Y de pronto comenzó a volver. Primero cuando intentaron cegarme los ojos con los títulos de la baronesa Casadei… Nunca me afectaron tales asuntos y entonces, de pronto, me enfurecí, alcé las narices y le grité que estoy todavía más titulada y soy mejor nacida que ella. Y desde entonces comencé a pensar en ello. Sentía cómo crecía la rabia dentro de mí. ¿Lo entiendes, Vysogota?

– Lo entiendo.

– Y el relato de Hotsporn fue la gota que colmó el vaso. Por poco no estallo de rabia… Tanto me habían hablado antes de la predestinación… Y resulta que de ese destino se va a aprovechar otra, gracias a un simple engaño. Alguien se ha hecho pasar por mí, por Ciri de Cintra y va a tener todo, va a nadar en lujo… No, no podía pensar en ninguna otra cosa… De pronto fui consciente de que no comía hasta saciarme, de que pasaba frío y dormía a cielo descubierto, que tenía que lavar mis partes íntimas en corrientes heladas… ¡Yo! ¡Yo, que tendría que tener una bañera de chapas de oro! ¡Agua que oliera a nardos y a rosas! ¡Toallas calientes! ¡Ropa de cama limpia! ¿Lo entiendes, Vysogota?

– Lo entiendo.

– De pronto estaba dispuesta a ir a la prefectura más cercana, al fuerte más próximo, a esos nilfgaardianos negros de los que tanto miedo tenía y a los que odiaba tanto… Estaba dispuesta a decir: «Yo soy Ciri, necio nilfgaardiano, a mí es a quien me tiene que tomar como esposa vuestro tonto emperador, le han montado a vuestro emperador una gran estafa y ese idiota no se ha dado cuenta de nada». Estaba tan rabiosa que lo hubiera hecho de haber tenido ocasión. Sin pensarlo. ¿Entiendes, Vysogota?

– Lo entiendo.

– Por suerte, me enfrié.

– Para tu gran suerte. -El ermitaño asintió con la cabeza en un gesto muy serio-. El asunto de ese casorio imperial tiene toda la pinta de un asunto de estado, de una lucha de partidos o facciones. Si te hubieras revelado, haciéndole perder el juego a alguna fuerza influyente, no hubieras escapado del estilete o el veneno.

– También me di cuenta. Y me acordé. Me acordé bien. Desvelar quién soy significa la muerte. Tuve ocasión de asegurarme de ello. Pero no adelantemos hechos.

Guardaron silencio durante un rato, mientras trabajaban con las pieles. Durante unos cuantos días la caza se había dado inesperadamente bien, en las trampas y lazos habían caído muchos visones y nutrias, dos ratas almizcleras y un castor. Así que tenían mucho trabajo.

– ¿Alcanzaste a Hotsporn? -preguntó por fin Vysogota.

– Lo alcancé. -Ciri se limpió la frente con la manga-. Muy pronto, además, porque no se había dado prisa. ¡Y no se asombró nada de verme!

– ¡Doña Falka! -Hotsporn tiró de las riendas, hizo volverse danzando a la yegua negra-, ¡Qué sorpresa más agradable! Aunque debo reconocer que no ha sido tan grande. Lo esperaba, no oculto que lo esperaba. Sabía que ibais a tomar una decisión. Una decisión inteligente. Percibí el brillo de la inteligencia en vuestros ojos hermosos y llenos de encanto.

Ciri se acercó de tal modo que casi se tocaban los estribos. Luego se aclaró la garganta, se inclinó y escupió sobre la arena del camino. Había aprendido a escupir de tal modo: asqueroso, pero efectivo a la hora de enfriar cualquier pasión galanteadora.

– ¿Entiendo -Hotsporn sonrió levemente- que queréis usar de la amnistía?

– Mal entiendes.

– ¿A qué le debo entonces la alegría que me produce la vista de vuestra hermosa carita?

– ¿Y tiene que haber un porqué? -saltó-. Dijiste en la estación que querías compañía para el camino.

– Ciertamente. -Hotsporn sonrió más-, Pero si me equivoco en el asunto de la amnistía no estoy seguro de si esta compañía llevará el mismo camino. Nos encontramos, como vuesa merced ve, en un cruce de caminos. Una encrucijada, las cuatro partes del mundo, la necesidad de decidir… Un simbolismo como en esa leyenda tan conocida. Vas al este, no volverás… Vas al oeste, no volverás… Al norte… Humm… Al norte de ese poste está la amnistía…

– Déjalo ya con esa amnistía tuya.

– Lo que me ordenéis. Entonces, si me está permitido preguntar, ¿adonde lleva el camino? ¿Cuál de los caminos de esta simbólica encrucijada? El maestro Almavera, artista de la aguja, dirigió sus muías hacia el oeste, a la ciudad de Fano. El camino oriental conduce a la aldea de Los Celos, pero yo no os aconsejaría esa dirección…

– El río Yarra -dijo Ciri despacio- del que hablasteis en la estación es el nombre nilfgaardiano para el río Yaruga, ¿no es cierto?

– ¿Una señorita tan ilustrada -él se inclinó, miró a sus ojos- y no sabe esto?

– ¿No sabes responder a las claras cuando se te pregunta a las claras?

– Si tan sólo burlaba, ¿por qué enfadarse? Sí, es el mismo río. En elfo y en nilfgaardiano es Yarra, en el norte el Yaruga.

– ¿Y la desembocadura de este río -siguió Ciri- es Cintra?

– Así es. Cintra.

– Desde aquí donde estamos, ¿qué lejos está Cintra? ¿Cuántas millas?

– No pocas. Y depende de cómo se midan las millas. Casi cada nación tiene una distinta, no es difícil equivocarse. Lo más cómodo, el método de todos los mercaderes ambulantes, es contar las distancias en días. Para llegar a Cintra desde aquí hacen falta de veinticinco a treinta días.

– ¿En qué dirección? ¿Recto hacia el norte?

– Mucho le interesa esa Cintra a doña Falka. ¿Por qué?

– Quiero hacerme con el trono.

– Vale, vale. -Hotsporn alzó las manos en gesto defensivo-. He comprendido la delicada alusión, no seguiré preguntando. El camino más directo a Cintra, paradójicamente, no es seguir recto hacia el norte, porque estorban los despoblados y los pantanos lacustres. Ha de dirigirse uno, en primer lugar, hacia la ciudad de Forgeham y luego seguir al oeste, hasta Metinna, capital del país de idéntico nombre. Luego convendría cabalgar por la llanura de Mag Deira, por la senda de buhoneros hasta Neunreuth. Sólo entonces hay que dirigirse al camino del norte que circula por el valle del río Yelena. Desde allí ya es fácil: por el camino circulan sin interrupción destacamentos y transportes militares, a través de Nazair y de las Escaleras de Marnadal, por el puerto que lleva hasta el norte, al valle de Marnadal. Y el valle de Marnadal ya es Cintra.

– Humm… -Ciri contempló el nebuloso horizonte y la línea de desdibujadas montañas negras-. Hasta Forgeham y luego al noroeste… Es decir… ¿Por dónde?

– ¿Sabéis qué? -Hotsporn sonrió levemente-. Precisamente yo me dirijo a Forgeham y luego a Metinna. Oh, ese caminillo cuya arena rebrilla entre los pinos. Venga vuesa merced conmigo y no yerrará. La amnistía será la amnistía, pero a mí me resultará ameno viajar con tan hermosa dueña.

Ciri lo midió con la mirada más fría de la que fue capaz. Hotsporn se mordió el labio formando una sonrisa picara.

– ¿Y entonces qué?

– Vayamos.

– Bravo, doña Falka. Sabia decisión. Ya dije que doña Falka es tan lista como hermosa.

– Deja de titularme doña, Hotsporn. En tus labios suena como un insulto y yo no me dejo insultar sin castigar al culpable.

– Lo que doña Falka mande.

El hermoso amanecer no cumplió su promesa, les había engañado. El día que se alzó tras él era gris y acuoso. Una saturada niebla escondía eficazmente la deslumbrante hojarasca otoñal de los árboles inclinados sobre el camino ardiendo en miles de tonos ocres, rojizos y amarillos.

El húmedo aire olía a corteza y hongos.

Cabalgaban al paso sobre una alfombra de hojas caídas, pero Hotsporn a menudo azuzaba a su yegua negra hasta alcanzar paso ligero o galope. Ciri entonces la contemplaba con admiración.

– ¿Tiene nombre?

– No. -Los dientes de Hotsporn brillaron-. Yo trato a los rocines de forma utilitaria, los cambio muy a menudo, no les tomo apego. Considero pretencioso el dar un nombre a un caballo si no se es dueño de un acaballadero. ¿No estás de acuerdo conmigo? El caballo Babieca, el perro Tobi, el gato Minino. ¡Pretencioso!

A Ciri no le gustaban sus miradas ni sus sonrisas cargadas de significados y sobre todo el leve tono burlón con el que hablaba y respondía a las preguntas. Así que adoptó una sencilla táctica: guardaba silencio, hablaba en medias palabras, no provocaba. Si es que le era posible. No siempre lo era. Especialmente cuando hablaba de aquella amnistía suya. Cuando de nuevo ella mostró su desagrado, y eso con palabras bastante fuertes, Hotsporn cambió inesperadamente de frente: comenzó de pronto a demostrar que en su caso la amnistía era huera, puesto que no la afectaba a ella. La amnistía atañía a los delincuentes mas no a las víctimas de los delincuentes. Ciri estalló en risas.

– ¡Tú eres la víctima, Hotsporn!

– He hablado completamente en serio -afirmó-. No para despertar tu alegría de pájaro sino para sugerirte una forma de salvar el pellejo en caso

de que se te capturara. Ha de sobrentenderse que tales artes no servirían para con el barón Casadei ni tampoco has de esperar clemencia de los Varnhagenos, éstos, en el caso más provechoso para ti, te lincharían en el mismo sitio, rápido y, si tienes suerte, sin dolor. Sin embargo, si cayeras en manos del prefecto y estuvieras ante la mirada de la severa pero justa justicia real… Ja, entonces sugeriría que se usara precisamente este tipo de defensa: te anegas en lágrimas y proclamas que eres una víctima inocente del cúmulo de circunstancias.

– ¿Y quién va a creer en ello?

– Todo el mundo. -Hotsporn se inclinó sobre la silla, la miró a los ojos-. Porque ésa es precisamente la verdad. Pues tú eres una víctima inocente, Falka. No tienes aún dieciséis años. Según las leyes imperiales eres menor de edad. Te encontrabas por azar en la banda de los Ratas. No era tuya la culpa que te le metieras entre ceja y ceja a una de esas bandidas, Mistle, cuyas apetencias contra natura no son secreto alguno. Fuiste dominada por Mistle, utilizada sexualmente y obligada a…

– Vaya, se ha aclarado todo -le interrumpió Ciri, asombrada ella misma de su serenidad-. Por fin se ha aclarado de lo que se trataba, Hotsporn. Ya he visto antes a gente como tú.

– ¿De verdad?

– Como a cualquier gallo -seguía estando tranquila-, se te pone tiesa la cresta al pensar en Mistle y yo. Como a cualquier machito tonto te circula por la testa el pensamiento idiota de intentar curarme de mi enferma naturaleza, de hacer volver a la pervertida al camino de la verdad. ¿Y sabes lo que es repugnante y contra natura en todo eso? ¡Precisamente esos pensamientos?

Hotsporn la miraba en silencio y con una sonrisa bastante enigmática en sus anchos labios.

– Mis pensamientos, querida Falka -dijo él al cabo-, puede que no sean decorosos, puede que no sean bonitos, incluso es evidente que no son inocentes… Pero por los dioses que son acordes con la naturaleza. Con mi naturaleza. Me desprecias cuando me acusas de que mi inclinación hacia ti tenga sus raíces en una… curiosidad perversa. Ja, te haces a ti misma ese desprecio al no darte cuenta o no querer aceptar el hecho de que tu extraordinario encanto y tu poco habitual belleza son capaces de poner de rodillas a cualquier hombre. Que el hechizo de tu mirada…

– Escucha, Hotsporn -le interrumpió-. ¿Tú lo que quieres es dormir conmigo?

– Qué inteligencia -extendió las manos-. Simplemente me faltan las palabras.

– Pues yo te ayudaré. -Ella espoleó un poco al caballo para poder mirarle por el hombro-. Porque yo tengo palabras de sobra. Me siento honrada. En otras circunstancias, quién sabe… ¡Si fuera algún otro! Pero tú, Hotsporn, no me gustas absolutamente nada. Nada, pero simplemente nada me atrae de ti. E incluso, diría, al contrario: todo me repugna. Tú mismo ves, en estas circunstancias, el acto sexual sería un acto contra natura.

Hotsporn sonrió, al tiempo que también espoleaba al caballo. Su negra jaca bailoteó sobre el camino, alzando grácil su bien formada testa. Ciri se removió en su silla, luchando con un extraño sentimiento que le había surgido, allá bien hondo, en lo profundo de sus tripas, pero que con rapidez y tesón se iba abriendo paso hacia el exterior, hacia la piel herida por la ropa. Le he dicho la verdad, pensó. No me gusta, diablos, es su caballo lo que me gusta, esa yegua negra. No él, sino su caballo… ¡Vaya una estupidez! ¡No, no, no! Ni siquiera tomando en cuenta a Mistle, sería estúpido y risible ceder ante él sólo porque me excita la vista de una yegua negra bailando sobre el camino.

Hotsporn le permitió acercarse, le miró a los ojos con una sonrisa extraña. Luego tiró de nuevo de las riendas, obligó a la yegua a doblar las patas, a dar la vuelta y a bailar hacia un lado. Lo sabe, pensó Ciri, el viejo canalla sabe lo que estoy sintiendo.

¡Voto a rus! ¡Me muero de curiosidad!

– Se te han pegado algunas agujas de pino en los cabellos -dijo Hotsporn con voz amable, al tiempo que se le acercaba mucho y extendía la mano-. Te las voy a quitar si no te importa. Añadiré que este gesto surge de mi galantería y no de un deseo perverso.

El contacto -a Ciri no le asombró en absoluto- le produjo placer. Todavía no pensaba tomar una decisión, pero para estar segura se puso a calcular los días desde la última regla. Esto se lo había enseñado Yennefer: calcular con antelación y con la cabeza fría porque luego, cuando entran las calorinas, aparece una extraña desgana de calcular unida a una tendencia a despreciar los resultados.

Hotsporn la miró a los ojos y sonrió, casi como si hubiera sabido que la cuenta había arrojado un saldo a su favor. Si por lo menos no fuera tan viejo, suspiró Ciri furtivamente. Pero seguro que tiene por lo menos treinta años…

– Turmalina. -Los dedos de Hotsporn tocaron con delicadeza su oreja y su pendiente-. Bonitos, pero tan sólo turmalina. Con gusto te regalaría un alfiler de esmeraldas. Un verde más caro e intenso, que encajaría mejor con tu belleza y el color de tus ojos.

– Sabes -murmuró ella, mirándolo con descaro- que si al final se llegara a algo, exigiría las esmeraldas por adelantado. Porque seguro que no sólo a los caballos los tratas utilitariamente, Hotsporn. Por la mañana, después de una noche tórrida, considerarías pretencioso el acordarte de mi nombre. ¡El perro Tobi, el gato Minino y la muchacha María!

– Por mi honor -sonrió sin gana- que consigues enfriar hasta el deseo más ardiente, Reina de las Nieves.

– Tuve una buena maestra.

La niebla se alzó un tanto aunque seguía remando una luz tétrica. Y soñolienta.- Pero un grito y un ruido de cascos despejó de súbito la somnolencia. Desde detrás de los robles que estaban pasando salieron unos jinetes.

Ambos reaccionaron tan deprisa y en forma tan concertada como si lo hubieran estado ensayando durante semanas. Sujetaron los caballos y los hicieron volver, pasaron inmediatamente al trote, al galope, a una carrera furiosa, aferrándose a las crines, azuzando los rocines a base de gritos y golpes con los talones. Las plumas de unas flechas silbaron por encima de sus cabezas, se alzaron gritos, tintineos, trápala de cascos.

– ¡Al bosque! -gritó Hotsporn-. ¡Métete en el bosque! ¡En la espesura!

Doblaron sin aminorar el paso. Ciri se aferró aún más al cuello del caballo porque las ramas que crepitaban a su paso amenazaban con tumbarla de la silla. Vio cómo la punta de la flecha de una ballesta sacaba astillas del tronco de un aliso que acababa de dejar atrás. Azuzó al caballo con un grito, esperando a cada segundo que una flecha le golpeara en la espalda. Hotsporn, que iba por delante, lanzó de improviso un extraño gemido.

Atravesaron el profundo hueco dejado por las raíces de un árbol, bajaron a matacaballo por un profundo despeñadero hacia una espesura de arbustos espinosos. Y entonces, de pronto, Hotsporn se cayó de la silla y rodó por entre los matojos de arándanos. La yegua negra relinchó, coceó, meneó el rabo y siguió adelante. Ciri no se lo pensó. Desmontó, le azotó a su caballo en las ancas. Cuando éste corrió detrás de la yegua negra, ayudó a Hotsporn a levantarse, ambos se sumergieron entre los arbustos, en el alisal, se tropezaron, rodaron por la cuesta abajo y cayeron en el alto cañaveral del fondo del barranco. Un colchón de musgo amortiguó la caída.

Arriba, al borde de la garganta, retumbaron los cascos de sus perseguidores, por suerte en dirección al bosque de lo alto, detrás de los caballos que huían. Parecía que no habían advertido su desaparición entre las cañas.

– ¿Quiénes son ésos? -susurró Ciri, arrastrándose de por debajo de Hotsporn y arrancándose de los cabellos las hojas de rúcula que se le habían pegado-. ¿Gente del prefecto? ¿Los Varnhagenos?

– Bandidos comunes y corrientes… -Hotsporn escupió una hoja-. Bandoleros…

– Proponles una amnistía. -Le crujía la arena en los dientes-. Promételes…

– Cállate. Nos van a oír.

– ¡Altooo! ¡Altooo! ¡Aquí! -les llegó desde arriba-. ¡Por la izquierda salen! ¡Por la izquierda!

– ¿Hotsporn?

– ¿Qué?

– Tienes sangre en la espalda.

– Lo sé -respondió con voz fría, al tiempo que sacaba un rollo de tela del seno y le ofrecía el costado a ella-. Méteme esto debajo de la camisa. A la altura de la paletilla izquierda…

– ¿Dónde te han dado? No veo la flecha…

– Era un arbalete… Una hoja de hierro, lo más seguro que un clavo de herradura cortado. Deja, no toques. Está junto a la columna vertebral…

– ¡Maldita sea! ¿Qué tengo que hacer?

– Guardar silencio. Vuelven.

Retumbaron los cascos, alguien lanzó un penetrante silbido. Alguien gritó, llamó, le ordenó a alguien que volviera. Ciri aguzó el oído.

– Se van -murmuró-. Se han cansado de la persecución. No han alcanzado a los caballos.

– Eso está bien.

– Tampoco nosotros los alcanzaremos. ¿Vas a poder caminar?

– No voy a tener que hacerlo. -Sonrió, mostrándole un brazalete sujeto al antebrazo que tenía un aspecto bastante chapucero-. Compré esta alhaja junto con el caballo. Es mágica. La yegua la lleva desde que era un potrillo. Cuando la toco así, de este modo, es como si la llamara. Talmente como si escuchara mi voz. Vendrá al galope. Tardará un poco pero a buen seguro que vendrá. Con un poco de suerte tu ruana la seguirá.

– ¿Y con un poco de mala suerte? ¿Te irás solo?

– Falka -dijo, poniéndose serio-. Yo no me iré solo, cuento con tu ayuda. A mí habrá que sujetarme en la silla. Los dedos de los pies ya se me enfrían. Puedo perder el conocimiento. Escucha, esta garganta conduce al valle de un río. Irás hacia arriba, contra la corriente, hacia el norte. Me llevarás a un lugar llamado Tegamo. Allá encontrarás a alguien que sabrá sacarme el yerro de la espalda sin ocasionarme la muerte o la parálisis.

– ¿Es el pueblo más cercano?

– No. Más cerca están Los Celos, a unas veinte millas por el barranco en dirección contraria, siguiendo la corriente. Pero no vayas allá por nada del mundo.

– ¿Por qué?

– Por nada del mundo -repitió, al tiempo que fruncía el ceño-. No se trata de mí, sino de ti. Los Celos son tu muerte.

– No lo entiendo.

– Ni falta que hace. Simplemente confía en mí.

– A Giselher le dijiste…

– Olvídate de Giselher. Si quieres vivir, olvídate de todos ellos.

– ¿Por qué?

– Quédate conmigo. Mantendré mi promesa, Reina de las Nieves. Te cubriré de esmeraldas… haré que lluevan sobre ti…

– Ciertamente, buen momento para bromas.

– Siempre es buen momento para las bromas.

Hotsporn la abrazó de pronto, le apretó los brazos y comenzó a desatarle la blusa. Sin ceremonias, pero sin apresurarse. Ciri le rechazó con las manos.

– ¡Y ciertamente es buen momento para esto!

– Para esto también es siempre buen momento. Sobre todo para mí, ahora. Te lo dije, la columna vertebral. Mañana pueden aparecer dificultades… ¿Qué haces? ¡Aj, mierda…!

Esta vez ella lo había empujado con más fuerza. Demasiado fuerte. Hotsporn palideció, se mordió los labios, gimió de dolor.

– Lo siento. Pero si alguien está enfermo debe mantenerse tumbado y tranquilo.

– La cercanía de tu cuerpo provoca que olvide el dolor.

– ¡Déjalo ya, voto a bríos!

– Falka, sé agradable con un hombre que está sufriendo.

– Si no apartas la mano, es cuando vas a sufrir. ¡Y ya!

– Más bajo… Los bandoleros pudieran oírnos… Tu piel es como la seda… No te retuerzas, diablos.

Aj, al cuerno, pensó Ciri, qué más da. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene esto? Siento curiosidad. Tengo derecho a tenerla. En ello no hay sentimiento alguno. Lo trataré utilitariamente y eso es todo. Y lo olvidaré sin presunción.

Se sometió a las caricias y al placer que le producían. Volvió la cabeza, pero pensó que esto era una modestia exagerada y una mojigatería embaucadora: no quería aparecer como una virtud seducida. Le miró directamente a los ojos, pero esto le pareció demasiado atrevido y retador, tampoco quería fingir ser así. Así que simplemente cerró los párpados, lo agarró por el cuello y le ayudó con los botones porque él no había avanzado mucho y perdía el tiempo.

Al contacto de los dedos se unió el contacto de los labios. Ella estaba ya cerca de olvidarlo, de olvidar al mundo entero cuando de pronto Hotsporn se quedó inmóvil e inerte. Durante un instante ella se mantuvo tumbada pacientemente, recordaba que él estaba herido y que la herida debía de mortificarlo. Pero aquello duraba un poco demasiado. La saliva de él se le enfrió en los pezones.

– ¡Eh, Hotsporn! ¿Duermes?

Algo se le derramó a ella por el pecho y el costado. Tocó con los dedos. Sangre.

– ¡Hotsporn! -Lo arrojó de sí-. Hotsporn, ¿estás muerto?

Vaya una pregunta idiota, pensó. Si lo estoy viendo.

Pues si estoy viendo que está muerto.

– Se murió con la cabeza sobre mis tetas. -Ciri volvió la cabeza. El resplandor del fuego en la chimenea le jugaba rojizo sobre su mutilada mejilla. Puede que también hubiera algo de rubor. Vysogota no estaba seguro-. Lo único que sentí entonces fue decepción -añadió, todavía con la cabeza vuelta-. ¿Te asombra esto?

– No. Esto precisamente no…

– Lo entiendo. Estoy intentando no colorear la narración, no alterar nada. No esconder nada. Aunque a veces tengo ganas de hacerlo, sobre todo esto último. -Tomó aire por la nariz, se rascó con la falange en el rabillo del ojo-. Lo cubrí con ramas y hojas. De cualquier manera, lo reconozco. Oscurecía ya, tuve que pasar la noche allí. Los bandidos todavía andurreaban por los alrededores, escuchaba sus gritos y entonces tuve la certeza de que no eran bandidos comunes y corrientes. Lo único que no sabía era a quién estaban buscando, si a él o a mí. Sin embargo, me tuve que quedar en silencio. Toda la noche. Hasta el alba. Junto a un cadáver. Brrrr.»A1 alba -siguió al cabo-, ya hacía tiempo que no se oía a los perseguidores, así que me pude poner en movimiento. Para entonces ya tenía caballo. El brazalete mágico que le había quitado del brazo a Hotsporn funcionaba de verdad. La yegua negra había vuelto. Ahora me pertenecía. Era mi regalo. Es una costumbre de las islas de Skellige, ¿sabes? La muchacha ha de recibir un regalo costoso de su primer amante. ¿Qué más da que el mío muriera antes de que llegara a serlo?

La yegua cavó con sus patas delanteras en la tierra, relinchó, se puso de lado como si le estuviera ordenando que la admirara. Ciri no pudo contener un suspiro de éxtasis a la vista de aquel cuello de delfín, liso y grácil, pero lleno de músculo, de la pequeña y bien formada cabeza de frente prominente, alta nuca, una complexión de admirable proporcionalidad.

Se acercó a ella con precaución, mostrándole a la yegua el brazalete que sujetaba con la punta de los dedos. La yegua lanzó un agudo relincho, meneó las ágiles orejas, pero permitió que le tomara de las riendas y le acariciara la nariz de terciopelo.

– Kelpa -dijo Ciri-. Eres negra y ágil como una kelpa marina. Eres también mágica como una kelpa. Así que te vas a llamar Kelpa. Y no me importa si es pretencioso o no.

La yegua rebufó, puso las orejas, agitó la cola de terciopelo, que le alcanzaba hasta los cuartillos. Ciri, a quien le gustaba sentarse alto, acortó las cinchas del estribo, palpó la montura, que era atípica, plana y sin la horquilla ni el cuerno del arzón. Puso la bota en el estribo y agarró al caballo por las crines.

– Tranquila, Kelpa.

La silla, pese a las apariencias, era muy cómoda. Y por razones evidentes, bastante más ligera que las monturas habituales en la caballería.

– Ahora -dijo Ciri, palmoteando el cuello cálido de la yegua-, vamos a ver si eres tan rápida como hermosa. Si eres una verdadera yegua de raza o sólo una apariencia. ¿Qué me dices a veinte millas al galope, Kelpa?

Si en lo profundo de la noche alguien hubiera conseguido deslizarse en silencio hasta aquella choza perdida entre los pantanos, con su tejado de bálago cubierto de musgo, si hubiera mirado entre las rendijas de los postigos, habría visto a un viejecillo de barba cana que escuchaba la historia de una muchacha de menos de veinte años de edad y de ojos verdes y cabellos cenicientos.

Habría visto cómo el fuego que se iba muriendo en el hogar revivía y se hacía más claro como si estuviera presintiendo lo que iba a ser contado.

Pero ello no era posible. Nadie pudo verlo. La choza del viejo Vysogota estaba bien escondida entre los cañaverales del pantano. En un despoblado eternamente cubierto de niebla en el que nadie se atrevía a adentrarse.

– El valle del río era llano, adecuado para cabalgar, así que Kelpa corría rápida como el viento. Por supuesto, no cabalgué curso arriba, sino curso abajo del río. Recordaba aquel nombre específico: Los Celos. Recordaba lo que Hotsporn le había dicho a Giselher en la estación. Comprendí por qué me había prevenido de no ir a aquel pueblo. En Los Celos debía de haber una trampa. Cuando Giselher menospreció la oferta de amnistía y de trabajar para el gremio, Hotsporn le lanzó a propósito lo del cazador de recompensas hospedado en el pueblo. Sabía que los Ratas se tragarían aquel anzuelo, que irían allí y caerían en el enredo. Yo tenía que llegar a Los Celos antes que ellos, cortarles el camino, advertirles. A todos. O por lo menos a Mistle.

– Me imagino que no tuviste éxito -murmuró Vysogota.

– Entonces -dijo Ciri con voz sorda- pensaba que en Los Celos les esperaba un destacamento numeroso y armado hasta los dientes. Ni siquiera en el más loco de mis pensamientos hubiera podido imaginar que la trampa era un solo hombre…

Guardó silencio, contemplando la oscuridad.

– No tenía tampoco ni idea de qué tipo de hombre se trataba.

Birka era una aldea rica, bonita y situada en un lugar extraordinariamente pintoresco. El amarillo de sus tejados de paja y el rojo de las tejas se extendían por una hondonada de pendientes abruptas y boscosas, que cambiaban de color con las estaciones del año. Sobre todo en otoño, la vista de Birka alegraba el ojo del esteta y el corazón del sensible.

Así había sido hasta el momento en que la aldea había cambiado de nombre. Y esto había sucedido así:

Un joven labrador, elfo de la cercana colonia élfica, se enamoró como un loco de una molinera de Birka. La molinera coqueta se burló de las virtudes del elfo y siguió echándose en los brazos de vecinos, conocidos y hasta parientes. Éstos comenzaron a burlarse del elfo y de su amor ciego como un topo. El elfo, de forma poco típica para un elfo, tuvo una explosión de rabia y de venganza, una explosión terrible. Una noche, con ayuda de un fuerte viento, pegó fuego a la aldea y convirtió en humo toda Birka.

Las gentes arruinadas por el incendio se hundieron moralmente. Unos se lanzaron al camino, otros cayeron en la vagancia y la embriaguez. Los dineros recogidos para la reconstrucción eran defraudados regularmente y gastados en vino, y el pueblo presentaba ahora una imagen de pobreza y desesperación: era una reunión de chamizos repugnantes y mal colocados, situados bajo las laderas renegridas y desnudas de la hondonada. Antes del incendio Birka había tenido una forma oval alrededor de una plaza central, ahora las escasas casas bien reconstruidas, los graneros y las aguardenterías conformaban algo así como una larga calleja que estaba cerrada por la fachada de la posada La Cabeza de la Quimera, la cual había sido construida con el esfuerzo común y estaba dirigida por la viuda Goulue.

Y desde hacía siete años nadie usaba ya el nombre de Birka. Se decía El Fuego de los Celos, para acortar, simplemente Los Celos.

Por la calleja de Los Celos avanzaban los Ratas. Era una madrugada fría, nublada, siniestra.

Las gentes se apresuraban a las casas, se escondían en sus barracas y tabucos. El que disponía de postigos, los cerraba con un estampido, el que tenía puerta, la trababa con la tranca. Quien todavía tenía vodka, la bebía para darse coraje. Los Ratas iban al paso, con una lentitud arrogante, pegados estribo contra estribo. En sus rostros se dibujaba un desprecio indiferente, pero sus ojos fruncidos observaban con atención las ventanas, soportales y los rincones de los muros.

– ¡Una flecha en la ballesta! -advirtió Giselher, en voz muy alta por si acaso-. ¡Un chasquido de una cuerda y habrá una matanza!

– ¡Y otra vez se dejará suelto aquí al toro de fuego!-añadió Chispas con alta y sonora voz de soprano-. ¡No quedará más que tierra y agua!

Con toda seguridad, algunos de los habitantes tenían ballestas, pero no hubo nadie que quisiera comprobar si los Ratas no hablaban por hablar.

Los Ratas se bajaron de los caballos. El cuarto de legua que les separaba de la posada lo hicieron andando, costado a costado, con el rítmico tintineo y repique de sus espuelas, adornos y bisutería.

En las escaleras de la posada tres celositanos que se estaban curando la resaca del día anterior a base de cerveza desfallecieron al verlos.

– Ojalá esté aquí -murmuró Kayleigh-. Hemos perdido el tiempo. No teníamos que habernos detenido, deberíamos haber entrado aunque fuera de noche…

– ¡Gelipolleces! -Chispas le mostró los dientes-. Si queremos que los bardos cuadren romances de esto, no podemos hacerlo de noche y a la chita callando. ¡Ha de verlo la gente! El alba es lo mejor, porque todavía están todos sobrios, ¿no es verdad, Giselher?

Giselher no respondió. Levantó una piedra, tomó impulso y golpeó con ella la puerta de la taberna.

– ¡Sal, Bonhart!

– ¡Sal, Bonhart! -repitieron a coro los Ratas-. ¡Sal, Bonhart!

Desde el interior les llegó el sonido de unos pasos. Lentos y pesados. Mistle sintió un escalofrío que le recorría el cuello y los brazos.

Bonhart apareció en la puerta.

Los Ratas retrocedieron un paso en un movimiento reflejo, los tacones de sus altas botas se clavaron en la tierra, las manos se apoyaron en las empuñaduras de las espadas. El cazador de recompensas llevaba la suya bajo la axila. Así mantenía libres las manos. En una llevaba un huevo duro pelado, en la otra un mendrugo de pan.

Se acercó con lentitud a la baranda, los miró desde lo alto, desde muy alto. Estaba encima del porche y además era muy alto. Un gigante, aunque delgado como un gul.

Los miró, paseó sus ojos acuosos por cada uno de ellos, uno tras otro. Luego mordió primero un poco de huevo, luego un pedacito de pan.

– ¿Y dónde está Falka? -preguntó casi ininteligible. Unos pedazos de yema del huevo le cayeron de los bigotes y los labios.

– ¡Corre, Kelpa! ¡Corre, bonita! ¡Corre todo lo que puedas!

La yegua mora relinchó con fuerza, estirando el cuello en un galope desaforado. La grava salpicaba desde bajo los cascos aunque parecía que los cascos apenas tocaban la tierra.

Bonhart se estiró con pereza, haciendo crujir su jubón de cuero, tiró de sus guantes de ante con lentitud y se los colocó solícitamente.

– ¿Y cómo es eso? -Frunció el ceño-. ¿Queréis matarme? ¿Y puede saberse por qué?

– Pues por el Oronjas.

– Y para divertirnos -añadió Chispas.

– Y para estar tranquilos -completó Reef.

– Aaah -dijo Bonhart lentamente-. ¡Así que en ésas estamos! Y si prometo que os dejo tranquilos, ¿me dejaréis vivir?

– No, no te dejaremos, perro sarnoso. -Mistle adoptó una encantadora sonrisa-. Te conocemos. Sabemos que no nos perdonarás, que correrás tras nuestras huellas y esperarás a la ocasión para apuñalarnos por la espalda. ¡Sal!

– Poquito a poco, poquito a poco. -Bonhart sonrió, abrió la boca con expresión maligna por debajo de sus bigotes grises-. Para reñir siempre hay tiempo, no hay por qué excitarse. Primero os haré una propuesta, Ratas. Os voy a permitir escoger, luego vosotros haréis lo que queráis.

– ¿Qué es lo que mascullas, viejo zampón? -gritó Kayleigh, enderezándose-. ¡Habla más claro!

Bonhart meneó la cabeza y se rascó el muslo.

– Dinero se da por vosotros, Ratas. Y no poco. Y hay que ganarse la vida.

Chispas bufó como un gato montes y como gato montes abrió los ojos. Bonhart cruzó los brazos sobre el pecho, pasando la espada por la parte interior del codo.

– No poco dinero -repitió-, por llevaros muertos, mientras que por vivos poco más hay. Así que, hablando francamente, a mí me da igual. Nada personal tengo contra vosotros. Todavía ayer pensaba que me os iba a cargar por así decirlo como entretenimiento y placer, pero habéis venido solos, ahorrándome trabajos y fatigas, por lo cual me habéis llegado al corazón. De modo que os permitiré elegir. ¿Cómo queréis que os lleve, por las buenas o por las malas?

Los músculos en las mandíbulas de Kayleigh temblaron. Mistle se inclinó, lista para saltar. Giselher la agarró por el brazo.

– Quiere ponernos rabiosos -susurró-. Deja que hable el canalla.

Bonhart bufó.

– ¿Qué? -repitió-. ¿Por las buenas o por las malas? Yo os aconsejo lo primero. Sabed que por las buenas duele menos, pero que mucho menos.

Los Ratas tomaron las armas como a una orden. Giselher hizo una cruz con la hoja y se quedó quieto en una postura de esgrima. Mistle lanzó un grueso escupitajo al suelo.

– Ven aquí, engendro huesudo -dijo Mistle, aparentemente tranquila-. Ven, despojo. Te mataremos como a un viejo perro gris.

– Así que preferís por las malas. -Bonhart, mientras miraba allá por encima de los tejados de las casas, tomó lentamente la espada, tiró la vaina. Sin apresurarse, bajó del porche, tintineaban las espuelas.

Los Ratas se desplegaron con rapidez por la calleja. Kayleigh fue el que se fue más lejos hacia la izquierda, casi junto al muro de la aguardentería. Junto a él estaba Chispas de pie, torciendo sus finos labios en su acostumbrada sonrisa maligna. Mistle, Asse y Reef fueron hacia la derecha. Giselher se quedó en el centro, con la mirada de ojos entornados clavada en el cazador de recompensas.

– Bueno, vale, Ratas. -Bonhart miró hacia los lados, contempló el cielo, luego alzó la espada y escupió a la hoja-. Si hay que reñir, pues se riñe. ¡Música, maestro!

Se lanzaron contra él como lobos, como un relámpago, en silencio, sin advertencias. Las hojas aullaron en el aire, llenando la calle con un agudo tintineo de acero. Al principio sólo se oía el chocar de las hojas, suspiros, gemidos y respiraciones apresuradas.

Y luego, de pronto, inesperadamente, los Ratas comenzaron a gritar. Y a morir.

Reef fue el primero que voló del campo de batalla, se estrelló con la espalda contra la pared, regando de sangre la cal blanquecina y sucia. Tras él salió Asse con un paso ágil, se dobló, cayó de lado, encogiendo y estirando alternativamente la rodilla.

Bonhart se escapaba y giraba como una peonza, rodeado por los reflejos y rebrillos de las hojas. Los Ratas retrocedían ante él, saltando, lanzando tajos y replegándose, con rabia, tercamente, sin piedad. Y sin resultado. Bonhart paraba, golpeaba, paraba, golpeaba, atacaba, atacaba sin pausa, no daba lugar a descansar, les imponía su ritmo. Y los Ratas retrocedían. Y morían.

Chispas, con un tajo en el cuello, cayó sobre el barro, retrocediendo como una cabritilla, la sangre de su arteria se disparó contra la pantorrilla y la rodilla de Bonhart, que saltó por encima de ella. El cazador rechazó el ataque de Mistle y Giselher con un amplio mandoble, después de lo cual giró y con un golpe rapidísimo despachó a Kayleigh, rajándole con la misma punta de la espada, desde el pectoral hasta el muslo. Kayleigh soltó la espada, pero no cayó, sólo se encogió y se agarró con las dos manos la barriga y el pecho, de entre sus dedos brotaba la sangre. Bonhart de nuevo se liberó de las acometidas de Giselher, paró el ataque de Mistle y rajó a Kayleigh otra vez, en esta ocasión transformándole la parte superior de la cabeza en una masa escarlata. El Rata de cabellos rubios cayó al suelo, un charco de sangre mezclada con barro se formó a su alrededor.

Mistle y Giselher dudaron un momento. Y en vez de huir, gritaron al unísono, con voz rabiosa y loca. Y se lanzaron sobre Bonhart.

Hallaron la muerte.

Ciri llegó a la aldea y galopó a través de la calle. Bajo los cascos de la yegua negra iban saltando pedazos de barro.

Bonhart golpeó con un tacón a Giselher, que yacía junto a una pared. El caudillo de los Ratas no daba señales de vida. De su cráneo destrozado había dejado ya de fluir la sangre.

Mistle, de rodillas, buscaba la espada, recorriendo con las dos manos el barro y el estiércol, sin ver que se movía en un charco de sangre que crecía muy deprisa. Bonhart se acercó a ella lentamente.

– ¡Noooooo!

El cazador levantó la cabeza.

Ciri saltó del caballo todavía en movimiento, se tambaleó, cayó sobre una rodilla.

Bonhart sonrió.

– La Ratilla -dijo-. La séptima Ratilla. Me alegro de que estés. Me faltabas tú para tener la colección.

Mistle encontró la espada, pero no pudo alzarla. Tosió y se lanzó bajo las piernas de Bonhart, clavó unos dedos temblorosos en la caña de sus botas. Abrió la boca para gritar, y en vez del grito, de sus labios surgió una brillante línea de color carmín. Bonhart la golpeó con fuerza, derribándola sobre el estiércol. Mistle, agarrándose la barriga rajada con las dos manos, consiguió alzarse de nuevo.

– ¡Noooooo! -gritó Ciri-. ¡Miiiiiistleee!

El cazador de recompensas no prestó atención a sus gritos, ni siquiera volvió la cabeza. Agitó la espada y lanzó un tajo con brío, como una guadaña, un golpe potente que levantó a Mistle de la tierra y la llevó casi hasta la pared, blanda como una muñeca de trapo, como un harapo manchado de sangre.

En la garganta de Ciri se ahogó un grito. Las manos le temblaban cuando echó mano a la espada.

– Asesino -dijo, extrañándose de lo ajeno de su propia voz. De lo ajeno de sus labios, que de pronto se habían quedado monstruosamente secos-. ¡Asesino! ¡Canalla!

Bonhart la observó con curiosidad, moviendo ligeramente la cabeza.

– ¿Vamos a morir? -preguntó.

Ciri anduvo hacia él, rodeándole en un semicírculo. La espada en sus manos alzadas y tendidas se movía, hacía molinetes, chasqueaba.

El cazador se rió en voz alta.

– ¡Morir! -repitió-. ¡La Ratilla quiere morir!

Luego se movió poco a poco, estando de pie en su sitio, sin dejarse encerrar en la trampa del semicírculo. Pero a Ciri le daba todo igual. Ardía de rabia y odio, temblaba de deseo de matar. Quería acabar con aquel viejo horrible, sentir cómo la hoja se clavaba en su cuerpo. Quería ver su sangre surgir de sus arterias cortadas, a borbotones, al ritmo de los últimos latidos de su corazón.

– Venga, Ratilla. -Bonhart alzó su sucia espada y escupió en la hoja-. Antes de que des el último suspiro muéstranos de lo que eres capaz. ¡Música, maestro!

– En verdad que no es de entender cómo no se mataron al primer tiento -contaba, seis días más tarde, Nycklar, hijo del carpintero de los ataúdes-. Tenían mucha gana de matarse, se veía a las claras. Ella a él, él a ella. Se echaron el uno al otro, se toparon casi en un abrir y cerrar de ojos y hubo ruido grande de espadas. Puede que dos o que hasta tres tajos se dieran. No hubo persona alguna que acertara a contarlo, ni a ojos vista ni a oído. Dábanse tan rápido, vive dios, que ni ojo ni oído de persona era capaz de apreciarlo. ¡Y bailaban y saltaban tan juntos como dos comadrejas!

Stefan Skellen, llamado Antillo, escuchaba con atención, al tiempo que jugaba con un puñal.

– Se alejaron el uno del otro -siguió el muchacho-, y ninguno tenía ni un rasguño. La Rata, se veía, rabiosa andaba como el mismo demonio, y a esto bufaba como un gato cuando se le quiere quitar el ratón. Mas su merced, el señor Bonhart, estaba sereno por demás.

– Falka -dijo Bonhart, sonriente y mostrando los dientes como un verdadero gul-. ¡Ciertamente sabes bailar y menear la espada! ¡Has despertado mi curiosidad, mozuela! ¿Quién eres? Dímelo antes de morir.

Ciri aspiró aire. Sintió cómo le comenzaba a embargar el miedo. Se dio cuenta de con quién tenía que habérselas.

– Dime quién eres y te perdonaré la vida.

Ella apretó con más fuerza la empuñadura de la espada. Tenía que atravesar sus paradas y rajarlo, tenía que hacerlo antes de que se pusiera en guardia. No podía permitir que rechazara sus tajos, no podía detener sus golpes con la espada, no podía arriesgarse ya ni una sola vez al dolor y la parálisis que atravesaban y abrumaban su codo y antebrazo cuando hacía una parada. No podía perder energía escapando pasivamente de sus espadazos, que la erraban por un pelo. Atravesar la defensa, pensó. Ahora. En este ataque. O morir.

– Vas a morir, Ratilla -dijo, yendo hacia ella con la espada muy extendida hacia delante-. ¿No tienes miedo? Eso es porque no sabes qué aspecto tiene la muerte.

Kaer Morhen, pensó, mientras saltaba. Lambert. El peine. Salto.

Dio tres pasos, una media pirueta y cuando atacó, menospreciando una finta, se balanceó en un salto hacia atrás, cayó en un ágil giro y de inmediato se lanzó hacia él, sumergiéndose por debajo de su hoja y torciendo la muñeca para cortar, en un golpe terrible, apoyado en una potente revuelta del muslo. Al punto la invadió la euforia, ya casi sentía cómo el filo mordía el cuerpo.

En lugar de aquello hubo un duro y sonoro golpe de metal contra metal. Y un súbito resplandor en los ojos, un aullido y dolor. Sintió que caía, sintió que había caído. Bonhart paró y devolvió el golpe, pensó. Voy a morir, pensó.

Bonhart le dio una patada en la barriga. Con otra patada, asestada con dolorosa precisión en el codo, le hizo soltar la espada. Ciri se agarró la cabeza, sentía un dolor sordo, pero bajo los dedos no halló heridas ni sangre. Me ha dado un puñetazo, pensó con horror. Simplemente me ha dado un puñetazo. O un golpe con el pomo de la espada. No me ha matado. Me ha dado un golpe, como a una mocosa.

Abrió los ojos.

El cazador estaba de pie ante ella, horrible, delgado como un esqueleto, dominando sobre ella como un árbol enfermo y desprovisto de hojas. Apestaba a sudor y sangre.

La agarró por los cabellos de la nuca, la alzó con violencia, la obligó a ponerse en pie, pero al momento la arrastró con brusquedad, levantando la tierra por debajo de sus pies y se acercó, gritando como un condenado, a Mistle, que yacía junto a la pared.

– No tienes miedo a la muerte, ¿eh? -aulló, al tiempo que la obligaba a bajar la cabeza-. Pues entonces mira, Ratilla. Esto es la muerte. Así se muere. Mira, esto son tripas. Esto sangre. Y esto mierda. Esto es lo que el ser humano tiene en su interior.

Ciri se tensó, se retorció, aferrada por la mano de él, explotó en vómitos secos. Mistle todavía estaba viva, pero tenía los ojos nublados, descoloridos, como de pez. Su mano, como las garras de un halcón, se abría y se cerraba, envuelta en barro y boñigas. Ciri percibió un fuerte y penetrante hedor a orina. Bonhart estalló en carcajadas.

– Así se muere, Ratilla. En los propios meados.

Soltó los cabellos de Ciri. Ella se incorporó a cuatro patas, sacudiéndose en sollozos secos y entrecortados. Mistle estaba allí, a su lado. La mano de Mistle, la delgada, delicada, suave, sabia mano de Mistle.

Ya no se movía.

– No me mató. Me prendió las dos manos al atadero de caballos.

Vysogota estaba sentado, inmóvil. Llevaba mucho tiempo así. Retuvo el aliento. Ciri continuó la historia y su voz se hizo cada vez más sorda, cada vez más innatural, cada vez más desagradable.

– Les ordenó a los que se acercaban que le trajeran un saco de sal y un tonelete de vinagre. Y un hacha. No sabía… no podía comprender lo que quería hacer… Todavía entonces no sabía de lo que era capaz. Yo estaba atada… al atadero de caballos… Llamó a unos sirvientes, les ordenó que me sujetaran por los cabellos… y los párpados. Les enseñó cómo… de tal modo que no pudiera volver la cabeza ni cerrar los ojos… para que tuviera que mirar a lo que hacía. Hay que cuidar de que la mercancía no se estropee, dijo. De que no se pudra…

La voz de Ciri se quebró, la garganta se le quedó seca. Vysogota, sabiendo de pronto lo que estaba a punto de escuchar, sintió cómo se le arremolinaba la saliva en la boca como si fuera la ola de una inundación.

– Les arrancó la cabeza-dijo Ciri sordamente-. Con el hacha. Giselher, Kayleigh, Asse, Reef, Chispas… y Mistle. Les cortó la cabeza… Uno tras otro. Delante de mis ojos.

Si aquella noche alguien hubiera conseguido deslizarse hasta aquella choza perdida entre los pantanos, con su tejado de bálago cubierto de musgo, si hubiera mirado entre las rendijas de los postigos, habría visto en el escasamente iluminado interior a un viejecillo de barba gris vestido con una zamarra y a una muchacha de cabellos cenicientos con el rostro deformado por una cicatriz en la mejilla. Habría visto cómo la muchacha temblaba a causa del llanto, cómo ahogaba el llanto entre los brazos del viejecillo y cómo aquél intentaba tranquilizarla, acariciándola maquinalmente y sin gracia y palmoteando los hombros que se sacudían espasmódicamente.

Pero aquello no era posible. Nadie pudo ver aquello. La choza estaba bien escondida entre los cañaverales del pantano. En un despoblado eternamente cubierto por la niebla, en el que nadie se atrevía a aventurarse.

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