Capítulo octavo

El rey amaba a su esposa, la reina, ilimitadamente, y ella lo amaba a él con todo su corazón. Algo así sólo podía terminar con una desgracia.

Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas

Delannoy, Flourens, lingüista e historiador, *1432 en Vicovaro, en los años 1460-1475 secretario y bibliotecario en el palacio imperial. Infatigable investigador de leyendas y cuentos populares, autor de muchos estudios que son considerados monumentos de la antigua lengua y literatura de las regiones norteñas del Imperium. Algunas de sus obras más importantes son: Mitos y leyendas de los pueblos del norte, Cuentos y leyendas, La sorpresa o el mito de la Antigua Sangre, La saga del brujo y El brujo y la brújula, o de la búsqueda incansable. Desde el año 1476, profesor de la academia de Castell Graupian, donde en +1510.

Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo IV

El viento soplaba desde el mar, hacía gemir las velas, una garúa como de pequeñísimo granizo golpeaba dolorosamente en el rostro. El agua del Gran Canal estaba aceitosa, agitada por el viento, salpicada con el goteo de la lluvia.

– Por aquí, señor, permitid. El barco está esperando.

Dijkstra lanzó un pesado suspiro. Estaba ya verdaderamente harto de viajes por el mar, le alegraban aquellos pocos instantes en los que sentía bajo los pies el suelo fuerte y estable de la playa, se ponía negro cuando pensaba que no tenía más remedio que acercarse otra vez a una cubierta balanceante. Pero qué se le iba a hacer. Lan Exeter, la capital de invierno de Kovir, se diferenciaba de forma significativa de otras capitales del mundo. En el puerto de Lan Exeter los viajeros que llegaban por mar desembarcaban en la piedra del muelle sólo para embarcarse de inmediato en la siguiente unidad navegadora: una esbelta nave de alta proa y no mucho más baja popa, impulsada por multitud de remos. Lan Exeter estaba construida sobre el agua, en el amplio estuario del río Tango. En vez de calles, la ciudad tenía canales, y toda la comunicación de la ciudad se llevaba a cabo mediante barcas.

Se subió a la barca, saludó al embajador redano que le esperaba junto a la escala. Se separaron del muelle, los remos golpeaban el agua al unísono, la nave avanzaba, tomaba velocidad. El embajador redano guardaba silencio.

El embajador, pensó Dijkstra maquinalmente. ¿Desde hace cuántos años tiene Redania embajador en Kovir? Más de ciento veinte. Ya hace ciento veinte años que Kovir y Poviss tienen frontera con Redania. Pero no siempre fue así.

Desde el principio de los tiempos Redania trataba a los países situados al norte, en el golfo de Praxeda, como su propio feudo. Kovir y Poviss eran -como se decía en la corte de Tretogor- infantados en la joya de la corona. Los condes infantes que se sucedían en aquellos gobiernos recibían el nombre de troidenos, puesto que descendían -o afirmaban descender- de un antepasado común, Troiden. El tai príncipe Troiden era hermano del rey de Redania Radowid I, al que luego llamaron el Grande. Ya en su juventud había sido el tal Troiden un tipo lascivo y extraordinariamente repugnante. Daba miedo pensar lo que saldría de él con los años. El rey Radowid, que no era una excepción a este respecto, odiaba a su hermano como a la peste. Así que lo nombró conde infante de Kovir, para librarse de él, enviándolo tan lejos de sí como fuera posible. Y más lejos que Kovir no se podía.

El conde infante Troiden era formalmente vasallo de Redania, pero un vasallo atípico, que no conllevaba carga alguna ni obligaciones feudales. Ni siquiera tenía que ofrecer el juramento ceremonial de vasallaje, se exigía de él solamente lo que se denominaba promesa de no perjudicar. Unos decían que, simplemente, Radowid se había apiadado de él, sabiendo que la «joya de la corona» kovirana no daba ni para tributos ni para vasallaje. Otros por su parte afirmaban que Radowid simplemente no quería tener ante sus ojos al conde infante, se mareaba sólo de pensar que el hermanillo se podía aparecer personalmente en Tretogor con dinero o ayuda militar. Cómo había sido en verdad, no lo sabía nadie, pero sea como fuere, así se quedó. Muchos años después de la muerte de Radowid I, en Redania seguían rigiendo las leyes promulgadas en tiempos del viejo rey. En primer lugar: el condado de Kovir es vasallo, pero no tiene ni que pagar, ni que servir. En segundo: el infantado de Kovir es un bien de manos muertas y la sucesión está exclusivamente en manos de la casa de los troidenos. En tercer lugar: Tretogor no se mezcla en los asuntos de la casa de los troidenos. En cuarto: a los miembros de la casa de los troidenos no se les invita a Tretogor para las celebraciones de las fiestas nacionales. En quinto: ni en ninguna otra ocasión.

En suma, pocos sabían algo de lo que pasaba en el norte y menos aún se interesaban por ello. A Redania llegaban -principalmente por intermedio de Kaedwen- noticias de los conflictos del conde de Kovir con los señores menores del norte. De alianzas y guerras con Hengfors, Malleore, Creyden, Talgar y otros países de nombres difíciles de recordar. Alguien había vencido a alguien y lo había absorbido, alguien se había unido a alguien con un lazo dinástico, alguien había derrotado a alguien y le exigía tributo. En resumen, nadie sabía quién, a quién ni por qué.

Sin embargo, las noticias de guerras y luchas atraían al norte a una marabunta de matones, aventureros, buscadores de sensaciones y otros espíritus inquietos en busca de botín y posibilidades de enriquecerse. Venían aquéllos de todos los rincones del mundo, incluso de países tan lejanos como Cintra o Rivia. Pero sobre todo, habitantes de Redania y Kaedwen. En especial desde Kaedwen habían salido para Kovir verdaderos pelotones de caballería. El rumor decía incluso que a la cabeza de uno iba la famosa Aideen, la revoltosa hija natural del monarca de Kaedwen. En Redania hasta se decía que en el palacio de Ard Carraigh se jugaba con la idea de anexionarse el condado del norte y arrebatárselo a la corona redana. Incluso se suponía que alguien allá había comenzado a gritar que era necesaria una intervención armada.

Sin embargo, Tretogor anunció ostentosamente que no le interesaba el norte. Como reconocieron los juristas reales, la ley que regía era la de la reciprocidad, el principado kovirano no tenía obligación alguna para con la corona, así que la corona no le ofrecía ayuda a Kovir. Y cuanto más que Kovir no había pedido ayuda alguna.

Entretanto Kovir y Poviss habían salido de las guerras del norte más fuertes y poderosos. Pocos eran los que entonces lo sabían. La señal más clara de la creciente potencia del norte era su cada vez mayor actividad exportadora. Durante decenas de años se había dicho que la única riqueza de Kovir era la arena y el agua marina. Se volvió a recordar la broma cuando la producción de las fábricas y salinas de Kovir prácticamente monopolizó el mercado mundial del vidrio y la sal.

Pero aunque cientos de personas bebían en vasos con la señal de las fábricas de Kovir y aliñaban la sopa con sal de Poviss, aún seguía siendo en la consciencia de la gente un país increíblemente lejano, inaccesible, duro y hostil. Y sobre todo, ajeno.

En Redania y Kaedwen, en vez de «mandar al diablo» a alguien se decía «echarlo a Poviss». Si no os gusta mi casa, decía el maestro a los aprendices recalcitrantes, camino libre a Kovir. No vamos a tener aquí orden kovirano, les gritaba el profesor a los estudiantes que discutían como locos. A hacerte el listo a Kovir, le decía el campesino a su hijo que criticaba el arado antiquísimo y el sistema de barbecho.

¡A quien no le guste el orden ancestral, camino libre a Kovir!

Los receptores de estos mensajes poco a poco comenzaron a reflexionar y al poco se dieron cuenta de que, efectivamente, el camino a Kovir y a Poviss carecía de obstáculos. Una segunda ola de emigrantes se dirigió hacia el norte. Y como la anterior, aquella ola se componía de gente rara e insatisfecha, que eran diferentes y querían otras cosas. Pero esta vez no se trataba de aventureros enfrentados a la vida y que no cabían en ningún sitio. Por lo menos, no sólo.

Hacia el norte se dirigieron científicos que creían en sus teorías aunque se les gritara que aquellas teorías eran irreales y locas. Técnicos y constructores convencidos de que, contra toda opinión general, se podían construir las máquinas y herramientas concebidas por los científicos. Hechiceros para quienes el uso la magia para crear diques no significaba un desprecio blasfemo. Mercaderes para los que la perspectiva del incremento del beneficio era capaz de sobrepasar las fronteras rígidas, estáticas y cortas de vista del riesgo. Campesinos y ganaderos convencidos de que incluso de los peores suelos se podía hacer un campo fructífero, de que siempre se podía criar un tipo de animal que medrara en aquel clima.

Hacia el norte se fueron también mineros y geólogos para los que la severidad de las montañas salvajes y las rocas de Kovir significaba una señal inequívoca de que si en la superficie había tanta pobreza, en el interior tenía que haber mucha riqueza. Pues la naturaleza ama el equilibrio.

En el interior había mucha riqueza.

Pasó un cuarto de siglo y Kovir extraía tantas riquezas mineras como Redania, Aedirn y Kaedwen juntos. En la extracción y la transformación del mineral de hierro, Kovir tan sólo cedía ante Mahakam, pero hasta Mahakam llegaban transportes koviranos de metal que servían para realizar las aleaciones. A Kovir y Poviss les tocaba un cuarto de la extracción mundial de mena de plata, níquel, plomo, estaño y cinc, la mitad de las extracciones de cobre y cobre nativo, tres cuartos de las extracciones de mena de manganeso, cromo, titanio y volframio, y otro tanto de metales que sólo aparecían en forma nativa: platino, ferroaurum, criobelito y dwimerita.

Y más del ochenta por ciento de las extracciones mundiales de oro.

El oro a cambio del que Kovir y Poviss compraban todo lo que no crecía y no se criaba en el norte. Y lo que Kovir y Poviss no producían. No porque no pudieran ni supieran. No merecía la pena. El artesano de Kovir o Poviss, hijo o nieto de emigrante que llegara aquí con el saco al hombro, ganaba ahora cuatro veces más que su confráter de Redania o Temería.

Kovir comerciaba y quería comerciar con todo el mundo, a una escala cada vez mayor. No pudo.

Radowid III fue coronado rey de Redania. Con su bisabuelo Radowid el Grande le ligaba el nombre y también la avaricia y la codicia. Aquel rey, por sus lameculos y hagiógrafos llamado el Atrevido, y por todos los demás el Pelirrojo, se dio cuenta de lo que antes nadie había querido darse cuenta. ¿Por qué del gigantesco comercio que Kovir llevaba a cabo Redania no se llevaba ni un real? Pues si Kovir no es más que un insignificante condado, un feudo, pequeña joyita en la corona redana. ¡Era hora de que el vasallo kovirano comenzara a servir a su soberano!

Al poco surgió una maravillosa ocasión. Redania tuvo un conflicto fronterizo con Aedirn, se trataba, como de costumbre, del valle del Pontar.

Radowid III decidió echar mano a las armas y comenzó a prepararse. Promulgó un impuesto especial para la guerra llamado el «diezmo de Pontar». Habían de pagarlo todos los súbitos y vasallos. Todos. El infante de Kovir también. El Pelirrojo se frotaba las manos. ¡Diez por ciento de los ingresos de Kovir, esto sí que era algo bueno!

Hasta Pont Vanis, del que se pensaba que era un villorrio de murallas de madera, se fueron los enviados redanos. Cuando volvieron comunicaron al Pelirrojo unas nuevas asombrosas.

Pont Vanis no es un villorrio. Es una ciudad enorme, la capital de verano del reino de Kovir, cuyo gobernante, el rey Gedovius, envía al rey Radowid la siguiente repuesta:

El reino de Kovir no es vasallo de nadie. Las pretensiones y las reclamaciones de Tretogor carecen de fundamento y se apoyan en una ley que es letra muerta, que nunca tuvo vigor. Los reyes de Tretogor no fueron nunca soberanos de Kovir, porque los señores de Kovir, lo que es fácil de comprobar en los anales, nunca pagaron tributo a Tretogor, ni cumplieron obligaciones militares ni, lo que es más importante, nunca fueron invitados a las celebraciones de las fiestas nacionales. Ni a ninguna otra.

Gedovius, rey de Kovir -transmitieron los enviados- lo siente mucho, pero no puede reconocer al rey Radowid como señor y soberano, ni mucho menos pagarle el diezmo. No puede tampoco hacerlo ninguno de los vasallos ni enfiteutas que rindan vasallaje exclusivo al señorío de Kovir.

En una palabra: que Tretogor tenga cuidado de su nariz y no la meta en los asuntos de Kovir, reino independiente.

El Pelirrojo estalló en una fría cólera. ¿Reino independiente? ¿Extranjero? Bien, pues entonces vamos a hacer con Kovir como con un reino extranjero.

Redania y Kaedwen y Temería, obligados por el Pelirrojo, aplicaron a Kovir una aduana retorsiva y un derecho de almacenaje sin piedad. Un mercader de Kovir que viajara hacia el sur tenía que exponer sus mercancías, lo quisiera o no, en alguna ciudad redana y venderlas. O regresar. La misma obligación afectaba al mercader del lejano sur que tuviera intenciones de dirigirse a Kovir.

De las mercancías que Kovir transportaba por el mar, sin tocar en puertos redanos o temerios, Redania exigía unos derechos de aduana dignos de un pirata. Los barcos koviranos, por supuesto, no querían pagar, sólo pagaban aquéllos que no conseguían huir. En aquel juego del gato y el ratón comenzado en el mar, pronto se llegó a un incidente. Un patrullero redaño intentó arrestar a un mercader kovirano, aparecieron dos fragatas de Kovir, el patrullero ardió. Hubo víctimas.

La gota colmó el vaso. Radowid el Pelirrojo decidió enseñar modales a su vasallo desobediente. Un ejército redaño compuesto de cuatro mil hombres atravesó el río Braa, y el cuerpo expedicionario de Kaedwen avanzó hacia Caingorn.

Al cabo de una semana, los dos mil redanos que habían logrado sobrevivir cruzaban la frontera en dirección contraria y los miserables restos del cuerpo kaedweno se arrastraron hacia casa por los desfiladeros de las Montañas del Milano. Así se aclaró el último objetivo para el que había servido el oro de las montañas del norte. El ejército estable de Kovir lo constituían veinticinco mil profesionales duchos en guerras -y atracos-, condottieros sacados de los más lejanos rincones del mundo, incondicionalmente fieles a la corona kovirana gracias una soldada de generosidad nunca vista y una pensión de vejez garantizada por contrato. Dispuestos a enfrentarse a cualquier peligro por recompensas de generosidad nunca vista, pagadas por cada batalla ganada. A estos ricos soldados por su parte, los dirigían unos caudillos experimentados en la guerra, llenos de talento y -ahora- muy ricos. A estos caudillos el Pelirrojo y el rey Benda de Kaedwen los conocían muy bien: eran los mismos que no hacía tanto tiempo habían estado sirviendo en sus propios ejércitos pero que, inesperadamente, habían pasado a la reserva y se habían ido al extranjero.

El Pelirrojo no era tonto y sabía aprender de sus errores. Calmó a los agitados generales que exigían una cruzada, no prestó oídos a los mercaderes que exigían un bloqueo económico, mitigó a Benda de Kaedwen, que anhelaba sangre y venganza por la destrucción de su unidad de élite. El Pelirrojo inició negociaciones. No le contuvo ni siquiera la humillación, una piedra de molino que tuvo que tragar: Kovir accedió a las negociaciones pero en su territorio, en Lan Exeter. La montaña tenía que venir al profeta.

Acudieron entonces a Lan Exeter como suplicantes, pensó Dijkstra, envolviéndose en su capa. Como humillados pedigüeños. Exactamente como hoy.

La escuadra redana entró en el golfo de Praxeda y se dirigió hacia la playa kovirana. Desde la cubierta del buque insignia Alata, Radowid el Pelirrojo, Benda de Kaedwen y el jerarca de Novigrado, que les acompañaba en papel de mediador, contemplaron con asombro el rompeolas que surgía del mar y sobre el que se alzaban los muros y rechonchas torres de la fortaleza que defendía la entrada a la ciudad de Pont Vanis. Y navegando hacia el norte, en dirección a la desembocadura del río Tango, los reyes vieron puerto tras puerto, astillero tras astillero, embarcadero tras embarcadero. Vieron un bosque de mástiles y un océano blanco de velas que hasta hería los ojos. Kovir, resultaba, ya tenía listo el remedio contra bloqueos, retorsiones y guerras aduaneras. Kovir estaba dispuesto, evidentemente, a controlar los mares.

El Alata entró en la amplia boca del río Tango y echó el ancla en las bocas de piedra del antepuerto. Pero a los reyes, para su asombro, todavía les esperaba un viaje por el agua. La ciudad de Lan Exeter no tenía calles, sino canales. Entre ellos, el Gran Canal, arteria principal y eje de la metrópolis, que conducía directamente desde el puerto hasta la residencia del monarca. Los reyes se trasladaron a una galera decorada con guirnaldas escarlatas y doradas y con un escudo en el que el Pelirrojo y Benda, para su asombro, reconocieron el águila redana y el unicornio kaedweno.

Mientras navegaban por el Gran Canal, los reyes y su cohorte miraban a su alrededor y guardaban silencio. En realidad convendría decir que se habían quedado mudos. Se habían equivocado al pensar que sabían lo que era riqueza y pompa, que no se les iba a poder sorprender con muestras de bienestar y demostraciones de lujo.

Navegaban por el Gran Canal e iban dejando a un lado el imponente edificio del Almirantazgo, la sede del Gremio de Mercaderes. Navegaban a través de un bulevar repleto de una multitud multicolor y bien vestida. Navegaban entre una hilera de palacios de nobles y casonas de mercaderes que se reflejaban en el agua del canal en un arco iris de fachadas hermosamente adornadas pero increíblemente estrechas. En Lan Exeter se pagaba impuestos por la longitud de la fachada; cuanto más ancha, más se incrementaba el impuesto.

En las escaleras que bajaban hasta el canal del Palacio de Ensenada, residencia de invierno del monarca y que era el único edificio de fachada ancha, esperaba ya el comité de bienvenida y la pareja real: Gedovius, señor de Kovir, y su esposa, Gemma. La pareja recibió a los recién llegados con cortesía, amabilidad y… de modo bastante atípico. Querido tío, le dijo Gedovius a Radowid. Querido abuelito, sonrió Gemma en dirección a Benda. Gedovius era al fin y al cabo un troideno. Gemma, por su parte, resultó que provenía del linaje de la revoltosa Aideen, que había huido de Kaedwen y por cuyas venas corría sangre de los reyes de Ard Carraigh.

El comprobar el parentesco enmendó los ánimos y despertó simpatía pero no ayudó en las negociaciones. Los «niños» dijeron en pocas palabras lo que querían, los «abuelos» escucharon. Y firmaron un documento que luego fue llamado por la posteridad Primer Tratado de Exeter. Para diferenciarlo de los que luego se firmaron, el Primer Tratado llevaba también un apelativo extraído de las primeras palabras de su preámbulo: Mare Liberum Apertum.

El mar es libre y abierto. El comercio es libre. El beneficio es sagrado. Ama al comercio y al beneficio del prójimo como al tuyo propio. Obstaculizarle a alguien el comerciar y obtener beneficio es una violación de las leyes de la naturaleza. Y Kovir no es vasallo de nadie. Es un reino independiente, autónomo y neutral.

No daba la impresión de que Gedovius y Gemma quisieran hacer -aunque sólo fuera por cortesía- una concesión, siquiera la más pequeña, para salvar el honor de Radowid y Benda. Y sin embargo la hicieron. Aceptaron que Radowid el Pelirrojo -de por vida- usara en los documentos oficiales el título de rey de Kovir y Poviss y Benda -de por vida- el título de rey de Caingorn y Malleore.

Por supuesto, con la advertencia de «non preiudicando».

Gedovius y Gemma gobernaron durante veinticinco años. La rama real de los troidenos se acabó con su hijo, Gerard. Al trono kovirano subió Estéril Thyssen. El fundador de la casa de los Thyssen.

Al cabo de poco tiempo, los reyes de Kovir estuvieron ligados por lazos de sangre con el resto de las dinastías del mundo. Observaron con firmeza la letra de los tratados de Exeter. Nunca se mezclaron en los asuntos de los vecinos. Nunca intentaron hacerse con una sucesión ajena, aunque más de una vez las vueltas de la historia hicieron que el rey o el príncipe de Kovir tuviera todas las razones para considerarse con derecho a suceder al trono de Redania, de Aedirn, de Kaedwen, Cidaris o incluso hasta de Verden o Rivia. Nunca el poderoso Kovir intentó anexiones territoriales ni conquistas, no envió nunca cañoneras armadas de catapultas y balistas a aguas territoriales extranjeras. Nunca usurpó para sí el privilegio del «dominio sobre las olas». A Kovir le bastaba con el Mare Liberum Apertum, un mar libre y abierto para el comercio. Kovir profesaba la religión del comercio y el beneficio.

Y una absoluta e imperturbable neutralidad.

Dijkstra se colocó el cuello de castor de su capa para proteger la nuca del viento y las gotas de lluvia que caían. Miró a su alrededor, sacado de su ensoñación. El agua del Gran Canal parecía negra. En el celaje y la niebla hasta el edificio del Almirantazgo, el orgullo de Lan Exeter, tenía un aspecto cuartelero. Hasta las casonas de los mercaderes habían perdido su acostumbrado esplendor, y sus estrechas fachadas parecían más estrechas de lo normal. O puede que hasta sean más estrechas, joder, pensó Dijkstra. Si el rey Esterad ha subido los impuestos, los avaros poseedores de las casonas podrían haber estrechado las fachadas.

– ¿Hace mucho que tenéis este tiempo de perros, excelencia? -preguntó por preguntar, por romper aquel molesto silencio.

– Desde mitad de septiembre, conde -respondió el embajador-. Desde la luna llena. Se anuncia un invierno tempranero. En Talgar ya han caído las primeras nieves.

– Pensaba que en Talgar las nieves nunca se fundían -dijo Dijkstra.

El embajador le miró como asegurándose de que era una broma y no ignorancia.

– En Talgar -bromeó también- el invierno comienza en septiembre y termina en mayo. Las otras estaciones del año son primavera y otoño. Hay también verano… Suele caer en el primer martes después de la nueva de agosto. Y dura hasta el miércoles por la mañana…

Dijkstra no se rió.

– Pero incluso allí -el rostro del embajador se nubló- la nieve al final de octubre es un hecho desacostumbrado.

El embajador, como la mayor parte de la aristocracia redaría, no soportaba a Dijkstra. La obligación de hospedar y atender al maestro de espías la consideraba un desprecio personal y el hecho de que el Consejo de Regencia le encargara de las negociaciones con Kovir a Dijkstra y no a él era una afrenta mortal. Lo enfurecía que él, De Ruyter, de la rama más famosa del linaje de los ruyteros, barón desde hacía nueve generaciones, hubiera de llamar conde a ese malcriado y advenedizo. Pero como experimentado diplomático escondía maravillosamente su resentimiento.

Los remos se alzaban y caían rítmicamente, la nave se deslizaba veloz por el Canal. Justo estaban pasando al lado del Palacio de Cultura y Arte, pequeño pero construido con gusto.

– ¿Vamos a Ensenada?

– Sí, conde -confirmó el embajador-. El ministro de asuntos exteriores señaló que desea entrevistarse con vos inmediatamente después de vuestra llegada, por eso os conduzco directamente a Ensenada. Por la tarde mandaré un bote a palacio, puesto que desearía invitaros a la cena…

– Haga el favor su excelencia de perdonarme -le interrumpió Dijkstra-, pero las obligaciones no me permiten aceptar. Tengo muchos asuntos que resolver y poco tiempo, habrá que solventarlos a costa de los placeres. Cenaremos en otra ocasión. En tiempos más felices y tranquilos.

El embajador se inclinó y respiró subrepticiamente con alivio.

Entró en Ensenada, por supuesto, por una puerta trasera. De lo que se alegró mucho. A la entrada principal de la residencia de invierno del monarca, situada bajo un frontón maravilloso apoyado en esbeltas columnas, se accedía directamente desde el Gran Canal por medio de unas escaleras de mármol blanco, imponentes pero malditamente largas. Las escaleras que conducían a una de las numerosas puertas traseras eran muchísimo menos impactantes pero también mucho más fáciles de culminar. Pese a ello, Dijkstra, según andaba, se mordía los labios y maldecía por lo bajo para que no le escucharan los guardias, lacayos y el mayordomo que le escoltaban.

En el interior del palacio esperaban más escaleras y otra subida. Dijkstra maldijo otra vez a media voz. Seguramente la humedad, el frío y la incómoda posición en la barca habían hecho que su pie, destrozado y curado a base de magia, comenzara a hacer notar su presencia con un sordo y desagradable dolor. Y malos recuerdos. Dijkstra apretó los dientes. Sabía que al causante de sus sufrimientos, al brujo, también le habían roto los huesos. Abrigaba la esperanza de que al brujo también le dolieran y le deseaba de todo corazón que le dolieran lo más largo y más fuerte posible.

En el exterior habían caído ya las tinieblas, los pasillos de Ensenada estaban oscuros, los caminos que Dijkstra recorrió detrás del silencioso mayordomo estaban alumbrados, sin embargo, por una línea de lacayos con velas no excesivamente densa. Delante de las puertas de madera a las que le condujo el mayordomo había unos guardias con alabardas, tensos y rígidos como si les hubieran metido en el culo la alabarda de reserva. Allí había muchos más lacayos con velas, la claridad hasta hería los ojos. Dijkstra se asombró un tanto de la pompa con que lo recibieron.

Entró en la habitación y al momento dejó de asombrarse. Hizo una profunda reverencia.

– Bienvenido, Dijkstra -dijo Esterad Thyssen, rey de Kovir, Poviss, Narok, Velhad y Talgar-. No te quedes en la puerta, ven acá, más cerca. Deja a un lado la etiqueta, esto no es una audiencia oficial.

– Mi señora.

La mujer de Esterad, la reina Zuleyka, respondió a su reverencia llena de respeto con una ligera inclinación de la cabeza y sin dejar de hacer ganchillo.

Aparte de la pareja real no había ni un alma en la habitación.

– Cierto. -Esterad advirtió la mirada-. Hablaremos a cuatro, perdón, a seis ojos. Me da a mí la sensación que va a ser mejor.

Dijkstra se sentó en el escabel que le habían señalado, enfrente de Esterad. El rey tenía sobre los hombros una capa carmesí con adornos de armiño y en la cabeza un chapeau de terciopelo que conjugaba con la capa. Como todos los hombres del clan de los thyssenios, era alto, bien formado y de una belleza un poco salvaje. Siempre tenía un aspecto fuerte y saludable, como un marinero que acabara de volver del mar, hasta parecía que emanara de él un aroma a agua marina y frío viento salado. Como con todos los thyssenios, era difícil adivinar la edad exacta del rey. Mirando sus cabellos, su tez y sus manos -los lugares que más inequívocamente hablan de la edad- se le podía dar a Esterad como unos cuarenta y cinco años. Pero Dijkstra sabía que el rey tenía cincuenta y seis.

– Zuleyka. -El rey se inclinó hacia su mujer-. Míralo. Si no supieras que es un espía, ¿lo creerías?

La reina Zuleyka no era muy alta, sino más bien bajita y de una falta de belleza simpática. Se vestía de una forma bastante típica para las mujeres de su belleza, consistente en elegir tales elementos de vestir que no permitieran a nadie pensar que no era su propia abuela. Este efecto lo conseguía Zuleyka a base de llevar vestidos amplios, informes y de tonos grises. En la cabeza llevaba un gorrillo heredado de alguna antepasada. No usaba maquillaje alguno ni llevaba tampoco joyas.

– El Buen Libro -dijo ella con una vocecilla bajita y agradable- nos enseña que mantengamos la moderación a la hora de juzgar al prójimo. Porque alguna vez se nos juzgará. Y por cierto no teniendo en cuenta nuestro aspecto.

Esterad Thyssen obsequió a su mujer con una mirada cálida. Era por todos sabido que la amaba con un amor sin fronteras, que durante veintinueve años de matrimonio no había disminuido para nada, al contrario, ardía cada vez más. Esterad, por lo que se afirmaba, no había traicionado nunca a Zuleyka. Dijkstra no creía demasiado en algo tan poco probable, pero él mismo había intentado tres veces poner -más bien tender- al rey alguna agente impresionante, candidata a favorita, una maravillosa fuente de información. No había servido de nada.

– No me gusta andarme por las ramas -dijo el rey-, por eso te voy a desvelar al punto por qué me decidí a hablar contigo personalmente. Hay varias razones. En primer lugar, que yo sé que no retrocedes ante el soborno. Estoy en general bastante seguro de mis servidores pero, ¿para qué ponerles ante una prueba tan difícil, una tentación tan grande? ¿Qué mordida tenías intención de proponerle a mi ministro de asuntos exteriores?

– Mil coronas novigradas -respondió el espía sin pestañear-. Si hubiera regateado habría llegado hasta mil quinientas.

– Y por eso me gustas -dijo al cabo de un instante de silencio Esterad Thyssen-. Eres un maldito hijo de puta. Me recuerdas mi propia juventud. Te miro y me veo a mí a tu edad.

Dijkstra se lo agradeció con una inclinación. Sólo era ocho años más joven que el rey. Estaba seguro de que Esterad lo sabía perfectamente.

– Eres un maldito hijo de puta -repitió el rey, poniéndose serio-. Pero un hijo de puta honrado y decente. Y eso es una cosa rara en estos tiempos asquerosos.

Dijkstra se inclinó de nuevo.

– Sabes -siguió Esterad-, en cada país se pueden encontrar personas que son ciegos fanáticos de la idea de un orden social. Se entregan a esa idea, dispuestos a todo por ella. También al crimen, puesto que según ellos el fin justifica los medios y transforma el sentido de los términos. Ellos no matan, ellos salvaguardan el orden. Ellos no torturan, no chantajean, ellos protegen la razón de estado y luchan por el orden. La vida del individuo, si el individuo altera el orden dado, no vale para estas gentes ni un céntimo, ni un encogimiento de hombros. Ellos nunca llegan a ser conscientes de que la sociedad a la que sirven se compone precisamente de individuos. Estas personas disponen de lo que se denomina una vista hacia el futuro… y una vista así es la mejor forma de no ver a otras personas.

– Nicodemus de Boot. -Dijkstra no pudo contenerse.

– Casi, pero no del todo. -El rey de Kovir mostró sus dientes de alabastro-. Era Vysogota de Corvo. Un filósofo y ético menos conocido, pero también muy bueno. Léelo, te lo recomiendo. Todavía quedará algún libro en vuestro país, no los habréis quemado todos. Venga, pero al grano, al grano. Tú, Dijkstra, también te sirves sin escrúpulos de la intriga, el soborno, el chantaje y las torturas. No pestañeas al condenar a alguien a la muerte u ordenar un asesinato encubierto. El que hagas todo para el reino al que sirves fielmente no te justifica ante mis ojos ni te hace más simpático. Al menos. Has de saberlo.

El espía asintió en señal de que lo sabía.

– Tú, sin embargo -siguió Esterad-, eres, como se dijo, un hijo de puta de carácter honrado. Y por ello te aprecio y respeto, por ello te he ofrecido una audiencia privada. Por que tú, Dijkstra, teniendo ocasión de hacerte con millones, nunca en tu vida has hecho nada en beneficio propio ni robaste ni un real de la hacienda del estado. Ni siquiera medio real. Zuleyka, ¡mira! ¿Se ha ruborizado o sólo me lo parece?

La reina alzó la cabeza de sus labores.

– Por su modestia conoceréis su honradez -citó el prólogo del Buen Libro, aunque seguro que veía que en el rostro del espía no se albergaba ni siquiera un rastro de rubor.

– Bueno -dijo Esterad-. Al grano. Es hora de pasar a los asuntos de estado. Él, Zuleyka, ha atravesado el mar dirigido por un deber patriótico.

Redania, su patria, está en peligro. Después de la trágica muerte del rey Vizimir, reina el caos allí. Redania está gobernada por una banda de aristocráticos idiotas llamada Consejo de Regencia. Esta banda, mi Zuleyka, no va a hacer nada por Redania. En el momento de peligro huirán o se echarán como perros a lamer las botas adornadas de perlas del emperador nilfgaardiano. Esta banda desprecia a Dijkstra porque es un espía, asesino, advenedizo y malcriado, Pero ha sido Dijkstra quien ha cruzado el mar para salvar Redania. Demostrando quién es al que de verdad le importa Redania.

Esterad Thyssen guardó silencio, resopló, cansado del discurso. Se colocó su chapeau carmesí armiñado, que se le había desplazado ligeramente hacia la nariz.

– Venga, Dijkstra -siguió-. ¿Qué mal aqueja a tu reino? Excepto la falta de dinero, se ha de entender…

– Excepto la falta de dinero -el rostro del espía era como de piedra-, nada, todos sanos, gracias.

– Aja. -El rey afirmó con la cabeza, otra vez se le desplazó el chapeau hacia la nariz y otra vez hubo de colocarlo-. Aja. Entiendo.

«Entiendo -siguió-. Y apruebo la idea. Cuando se tiene dinero se puede uno comprar medicamentos para cualquier dolencia. Lo importante es tener dinero. Vosotros no tenéis. Si lo tuvieras no estarías aquí. ¿Lo he entendido bien?

– Sin faltar nada.

– ¿Y cuánto es lo que necesitáis, por pura curiosidad?

– No mucho. Un millón de bisantes.

– ¿No mucho? -Esterad Thyssen, con un gesto exagerado, se agarró el chapeau con las dos manos-. ¿Que no es mucho? Ay, ay.

– Para vuestra majestad -balbuceó el espía- esta cantidad no es más que una minucia…

– ¿Una minucia? -El rey soltó el chapeau y alzó las manos hacia el techo-. ¡Ay, ay! Un millón de bisantes es una minucia, ¿has oído lo que dice, Zuleyka? ¿Y sabes tú, Dijkstra, que tener un millón y no tener un millón, son, sumados, dos millones? Yo entiendo, yo comprendo que tú y Filippa Eilhart buscáis febrilmente un plan para defenderos de Nilfgaard, pero, ¿qué es lo que queréis? ¿Comprar todo Nilfgaard o qué?

Dijkstra no respondió. Zuleyka hacía ganchillo con afán. Esterad, durante un momento, fingió estar admirando las mujeres desnudas pintadas en el techo.

– Venga, ven. -Se levantó de pronto, le hizo una señal al espía.

Se acercaron a un gigantesco cuadro que representaba al rey Gedovius sentado en un caballo gris y señalándole al ejército con un cetro algo que no estaba en el lienzo, seguramente la dirección correcta. Esterad rebuscó en su bolsillo una varita dorada, tocó con ella el marco de la pintura, pronunció un encantamiento a media voz. Gedovius y el caballo gris desaparecieron y en su lugar apareció un mapa plástico del mundo conocido. El rey tocó con la varita un alfiler de plata al borde del mapa y cambió mágicamente la escala, acercando la parte visible del mundo al valle del Yaruga y los Cuatro Reinos.

– Lo azul es Nilfgaard -aclaró-. Lo rojo sois vosotros. ¿Qué coño miras? ¡Mira aquí!

Dijkstra apartó la vista de otros cuadros, en su mayoría actos y escenas marineras. Se preguntaba cuál de ellos sería el camuflaje hechiceril para otro de los famosos mapas de Esterad, ése en el que se mostraba el espionaje comercial y militar de Kovir, toda la red de informadores comprados y personas chantajeadas, confidentes, contactos operacionales, saboteadores, asesinos a sueldo, agentes durmientes y residentes legales. Sabía que existía tal mapa, hacía tiempo que buscaba sin fortuna cómo llegar a él.

– Los rojos sois vosotros -repitió Esterad Thyssen-. Tiene mal aspecto, ¿no?

Malo, reconoció Dijkstra para sí. Últimamente no hacía más que mirar mapas estratégicos, pero ahora, en aquel mapa plástico de Esterad, la situación parecía todavía peor. Los cuadraditos azules se componían en la forma de unas terribles fauces de dragón, listas en cualquier momento para atrapar y destrozar con sus dientes a los pobres cuadraditos rojos.

Esterad buscó con la mirada algo que le pudiera servir como puntero para el mapa, sacó por fin un adornado florete de la panoplia que tenía más cerca.

– Nilfgaard -comenzó su lección, señalando con el florete lo que hacía falta- atacó a Lyria y Aedirn usando como casus belli el ataque al fuerte fronterizo de Glevitzingen. No voy a darle vueltas a quién de verdad atacó Glevitzingen y disfrazado de qué. También considero falto de sentido el preguntarse en cuántos días u horas la acción armada de Emhyr precedió a una empresa análoga de Aedirn y Temería. Eso se lo dejo a los historiadores. Más me interesa la situación actual y lo que vendrá mañana. En este momento, Nilfgaard está en el Dol Angra y en Aedirn, protegido por un estado tapón en la forma del dominio élfico de Dol Blathanna, el cual tiene frontera con la parte de Aedirn que el rey Henselt de Kaedwen, por hablar pintorescamente, arrancó de la boca a Emhyr y devoró él mismo.

Dijkstra no hizo ningún comentario.

– Dejo también a los historiadores la valoración moral de la actuación del rey Henselt -siguió Esterad-. Pero una mirada al mapa basta para ver que, con la anexión de la Marca del Norte, Henselt le cortó el camino a Emhyr hacia el valle del Pontar. Protegió el flanco de Temería. Y también el vuestro, redaños. Debierais agradecérselo.

– Se lo agradecí -murmuró Dijkstra-. Pero por lo bajito. En Tretogor hospedamos al rey Demawend de Aedirn. Y Demawend tiene una valoración moral bastante definida de la actuación del rey Henselt. Acostumbra a expresarla en cortas pero sonoras palabras.

– Me lo imagino. -El rey de Kovir afirmó con la cabeza-. Dejemos esto por un momento, miremos al sur, al río Yaruga. Al atacar el Dol Angra, Emhyr se aseguró al mismo tiempo el flanco firmando una paz separada con Foltest de Temería. Pero inmediatamente después de terminar las actividades bélicas en Aedirn, el emperador rompió el pacto sin ceremonias y atacó Brugge y Sodden. Con su cobarde pacto Foltest consiguió dos semanas de paz. Más exactamente: dieciséis días. Y hoy es el veintiséis de octubre.

– Lo es.

– Así que el estado de las cosas a veintiséis de octubre es el siguiente: Brugge y Sodden ocupados. Las fortalezas de Razwan y Mayena han caído. El ejercito de Temería vencido en la batalla de Maribor, empujado hacia el norte. Maribor sitiado. Esta mañana todavía resistía. Pero ya es de noche, Dijkstra.

– Maribor resistirá. Los nilfgaardianos no han conseguido ni siquiera cerrar el círculo.

– Cierto. Fueron demasiado lejos, alargaron demasiado la línea de aprovisionamientos, dejan un flanco peligrosamente al descubierto. Antes del invierno desistirán del bloqueo, retrocederán más cerca del Yaruga, acortarán el frente. Pero, ¿qué pasará en la primavera, Dijkstra? ¿Qué pasará cuando la hierba salga de por debajo de la nieve? Acércate. Mira el mapa.

Dijkstra miró.

– Mira al mapa -repitió el rey-. Te diré lo que va a hacer en la primavera Emhyr var Emreis.

– Con la primavera comenzará una ofensiva a una escala nunca vista -proclamó Carthia van Canten, mientras arreglaba ante el espejo sus rizos de oro-. Oh, sé que es una información en sí poco sensacional, que las mozas en los lavaderos de los pueblos se amenizan la colada contándose historias de la ofensiva de primavera.

Assire var Anahid, aquel día excepcionalmente enfadada e impaciente, consiguió sin embargo contenerse y no expresar la pregunta de por qué en ese caso le molestaba con unas informaciones tan poco importantes. Pero conocía a Cantarella. Si Cantarella comenzaba a hablar de algo, entonces tenía razones para ello. Y solía terminar sus narraciones con conclusiones a juego.

– Yo, sin embargo, sé más que el vulgo -continuó Cantarella-. Vattier me contó todo, todo el desarrollo del consejo ante el emperador. Y además trajo consigo toda una carpeta de mapas que estuve contemplando cuando se durmió… ¿Sigo hablando?

– Por supuesto. -Assire entrecerró los ojos-. Por favor, querida mía.

– La dirección principal del ataque es, por supuesto, Temería. La frontera del río Pontar, la línea de Novigrado-Wyzima-Ellander. Atacará el grupo de ejército Miércoles, bajo mando de Merino Coehoom. El flanco lo protegerá el grupo de ejército Oriente, que atacará desde Aedirn al valle del Pontar y Kaedwen…

– ¿A Kaedwen? -Assire alzó las cejas-. ¿Acaso éste es el fin de la frágil amistad sellada a base de repartirse el botín?

– Kaedwen le amenaza el flanco derecho. -Carthia van Canten abrió ligeramente sus labios llenos. Su boca de muñequita estaba en un terrible contraste con las cosas tan inteligentes que estaba diciendo-. El ataque tendrá carácter preventivo. Un destacamento del grupo de ejército Oriente ha de atacar al ejército del rey Henselt y sacarle de la cabeza cualquier eventual ayuda para Temería.

»A1 oeste -siguió la rubia- atacará el grupo de operaciones Verden, con la tarea de controlar Cidaris y cerrar el bloqueo de Novigrado, Gors Velen y Wyzima. El estado mayor cuenta con la necesidad de sitiar las tres fortalezas.

– No has mencionado los nombres de los jefes de ambos grupos de ejército.

– El del grupo Oriente, Ardal aep Dahy. -Cantarella sonrió levemente-. El del grupo Verden, Joachim de Wett.

Assire alzó las cejas.

– Curioso -dijo-. Dos príncipes enfadados por haber eliminado a sus hijas de los planes matrimoniales de Emhyr. Nuestro emperador es o muy ingenuo o muy listo.

– Si Emhyr sabe algo del complot de los príncipes -dijo Cantarella-, entonces no es por Vattier. Vattier no le dijo nada.

– Sigue hablando.

– La ofensiva tiene una escala hasta ahora nunca vista. En total, sumando destacamentos de línea, reserva, servicios de ayuda y de retaguardia, en la operación tomarán parte más de treinta mil personas. Y elfos, ha de entenderse.

– ¿Fecha de comienzo?

– No se ha señalado. El problema principal es el aprovisionamiento. Y el problema del aprovisionamiento es el estado de los caminos. Nadie es capaz de prever cuándo se terminará el invierno.

– ¿Y de qué más habló Vattier?

– Se quejó, pobrecillo. -Los dientes de Cantarella relucieron-. El emperador de nuevo lo humilló y amonestó. Delante de otros. Y otra vez a causa de la desaparición misteriosa de Stefan Skellen y todo su destacamento. Emhyr llamó torpe públicamente a Vattier, le dijo que era jefe de un servicio que en vez de conseguir que la gente desaparezca sin dejar rastro, se quedan estupefactos con tales desapariciones. Construyó sobre este tema un retruécano bastante malvado que Vattier no consiguió repetir por completo. Luego el emperador, en broma, le preguntó a Vattier si esto no significaba que se había formado otra organización secreta, encubierta hasta de él. Es astuto nuestro emperador. Ha estado cerca.

– Cerca -murmuró Assire-. ¿Qué más, Carthia?

– El agente que Vattier tenía en el destacamento de Skellen y que también ha desaparecido se llamaba Neratin Ceka. Vattier debía de valorarlo muchísimo, porque está extraordinariamente furioso por su desaparición.

Yo también estoy furiosa, pensó Assire, por la desaparición de Jediah Mekesser. Pero yo, a diferencia de Vattier de Rideaux, voy a saber pronto qué es lo que pasó.

– ¿Y Rience? ¿Vattier no lo volvió a ver?

– No. No dijo nada.

Ambas guardaron silencio durante un instante. El gato en las rodillas de Assire ronroneó muy fuerte.

– Doña Assire.

– Dime, Carthia.

– ¿Voy a tener que seguir interpretando mucho tiempo el papel de amante tonta? Me gustaría volver a estudiar, dedicarme al trabajo científico…

– No mucho más -la interrumpió Assire-. Pero todavía un poquito. Aguanta, niña.

Cantarella suspiró.

Terminaron de hablar y se despidieron. Assire var Anahid echó al gato del sillón, leyó otra vez la carta de Fringilla Vigo, que estaba en Toussaint. Se quedó absorta en sus pensamientos, porque la carta le había intranquilizado. Leía algo entre líneas que podía sentir, pero que no aprehendía. Era ya más de medianoche cuando Assire var Anahid, hechicera nilfgaardiana, puso en marcha el megascopio y realizó una telecomunicación con el castillo de Montecalvo, en Redania.

Filippa Eilhart estaba en un camisón cortito de tirantes finitos y en las mejillas y el escote tenía huellas de labios. Assire, con un enorme esfuerzo de voluntad, contuvo un gesto de desagrado. Nunca, pero nunca, conseguiré entender esto. Y tampoco quiero entenderlo.

– ¿Podemos hablar libremente?

Filippa realizó con la mano un amplio gesto, se rodeó con una esfera mágica de discreción.

– Ahora sí.

– Tengo información -comenzó seca, Assire-. En sí no es muy sensacional, hasta las mozas en los lavaderos hablan de ello. En cualquier caso…

– Toda Redania -dijo Esterad Thyssen, mirando su mapa- puede en este momento alistar treinta y cinco mil soldados de línea, de ellos cuatro mil son caballería pesada. En números redondos, por supuesto.

Dijkstra afirmó con la cabeza. La cifra era absolutamente precisa.

– Demawend y Meve tenían un ejército parecido. Emhyr los deshizo en veintiséis días. Lo mismo les sucederá a los ejércitos de Redania y Temería si no os reforzáis. Apruebo vuestra idea, Dijkstra, tuya y de Filippa Eilhart. Os son necesarios soldados. Os hacen falta soldados de caballería experimentados, bien entrenados y bien equipados. Os hace falta una caballería de un millón de bisantos.

El espía confirmó con un movimiento de cabeza que tampoco a aquella cuenta se le podía poner ninguna pega.

– Como tú sin duda alguna sabes -siguió el rey con sequedad-, Kovir siempre fue neutral y siempre lo será. Un tratado nos enlaza con el imperio de Nilfgaard, firmado por mi abuelo, Estéril Thyssen, y el emperador Fergus var Emreis. La letra de ese tratado no permite a Kovir apoyar a los enemigos de Nilfgaard con ayuda militar. Ni dinero ni tropas.

– Cuando Emhyr var Emreis acabe con Temería y Redania -carraspeó Dijkstra-, entonces mirará hacia el norte. Emhyr no va a tener suficiente. Puede resultar que vuestro tratado de pronto no vaya a valer ni un pimiento. No hace mucho que hemos hablado de Foltest de Temería, cuyos tratados con Nilfgaard no le sirvieron más que para comprar dieciséis días de paz…

– Oh, querido -se burló Esterad-. Así no se debe argumentar. Los tratados son como el matrimonio: no se los hace pensando en traicionar, y cuando se los hace, no se sospecha. Y al que no le guste pues que no se case. Porque no se puede ser cornudo sin estar casado, pero reconocerás que el miedo a los cuernos es una explicación triste y bastante ridícula para un celibato obligado. Y los cuernos en el matrimonio no son un tema para reflexiones del tipo qué pasaría si… Mientras no se llevan cuernos, no se toca ese tema, y si se llevan, entonces no hay de qué hablar. Y hablando de cuernos, ¿cómo le va al marido de la hermosa Marie, el marqués de Mercey, ministro del tesoro redano?

– Vuestra majestad -se inclinó rígido- tiene informadores dignos de envidia.

– Ciertamente, los tengo -reconoció el rey-. Te asombrarías de cuántos y cuan honorables. Pero tampoco tú tienes que avergonzarte de los tuyos. Los que tienes en mis palacios, aquí y en Pont Vanis. Oh, doy mi palabra de que cada uno de ellos se merece la más alta nota.

Dijkstra ni siquiera pestañeó.

– Emhyr var Emreis -continuó Esterad, mirando las ninfas del techo- también tiene algunos agentes buenos y bien asentados. Por eso repito: la razón de estado de Kovir es la neutralidad y la regla de «pacta sunt servanda». Kovir no viola los tratados. Kovir no los viola ni siquiera para preceder a la violación del pacto por la otra parte.

– Me atrevo a advertir -dijo Dijkstra- de que Redania no intenta convencer a Kovir de que viole los pactos. Redania no intenta conseguir de ninguna forma un pacto o una ayuda militar de Kovir contra Nilfgaard. Redania quiere… tomar prestada una pequeña suma, que devolveremos…

– Ya estoy viendo cómo la vais a devolver -le interrumpió el rey-. Pero esto son reflexiones en el aire porque no os vamos a prestar ni un duro. Y ahórrame manejos hipócritas, Dijkstra, porque te pegan como a un lobo un babero. ¿Tienes algún otro argumento, serio, inteligente y certero?

– No tengo.

– Has tenido suerte de haberte hecho espía -dijo Esterad Thyssen al cabo de un instante de silencio-. En el comercio no hubieras hecho carrera.

Desde que el mundo es mundo, todas las parejas reales han tenido dormitorios separados. Los reyes -con muy diversa frecuencia- visitaban las habitaciones de las reinas, había casos en que las reinas visitaban inesperadamente las habitaciones de los reyes. Luego, sin embargo, los matrimonios se separaban, yendo a sus propias habitaciones y camas.

La pareja real de Kovir también en este sentido era una excepción. Esterad Thyssen y Zuleyka dormían siempre juntos, en un mismo dormitorio, en una enorme cama con un baldaquino enorme.

Antes de dormir, Zuleyka -poniéndose unas gafas, algo que le daba vergüenza mostrar delante de sus súbditos- solía leer su Buen Libro. Esterad Thyssen solía hablar.

Aquella noche tampoco fue distinto. Esterad se colocó su gorro de dormir y tomó el cetro en la mano. Le gustaba sujetar el cetro y divertirse con él, pero oficialmente no lo hacía porque temía que los súbditos le llamasen pretencioso.

– Sabes, Zuleyka -dijo-, últimamente tengo unos sueños rarísimos. Ya no sé desde hace cuántos días seguidos sueño con esa arpía, mi madre. Está junto a mí y repite: «Tengo una mujer para Tancredo, tengo una mujer para Tancredo». Y me enseña a una mozuela simpática, pero muy joven. ¿Y sabes, Zuleyka, quién es esa mozuela? Es Ciri, la nieta de Calanthe. ¿Recuerdas a Calanthe, Zuleyka?

– La recuerdo, marido.

– Ciri -siguió hablando Esterad, jugueteando con el cetro- es la que ahora parece que se quiere casar con Emhyr var Emreis. Un matrimonio raro, sorprendente… Así que, ¿de qué forma, diablos, podría llegar a ser la mujer de Tancredo?

– A Tancredo -la voz de Zuleyka se cambió un tanto, como siempre cuando hablaba de su hijo- le vendría bien una mujer. Puede que así sentara la cabeza…

– Puede… -Esterad suspiró-. Aunque lo dudo, pero pudiera ser. En cualquier caso, el matrimonio es una posibilidad. Humm… Esa Ciri… ¡Ja! Kovir y Cintra. ¡La desembocadura del Yaruga! No suena mal, no suena mal. No sería mala unión… Ni mala coalición… Pero si Emhyr le ha echado el ojo a la pequeña… Sólo, ¿por qué ella precisamente se me aparece en sueños? ¿Y por qué, diablos, sueño yo estas tonterías? En el equinoccio, recuerdas, entonces te desperté también… Brrr, qué pesadilla, me alegro de no poder recordar los detalles… Humm… ¿Igual llamamos a algún astrólogo? ¿Una adivina? ¿Un médium?

– Doña Sheala de Tancarville está en Lan Exeter.

– No. -El rey frunció el ceño-. No quiero a esa hechicera. Demasiado lista. ¡Me crece otra Filippa Eilhart! Estas mujeres sabias huelen demasiado a poder, no se las puede envalentonar con privilegios y confianzas.

– Como siempre, tienes razón, marido.

– Ufff… Pero esos sueños…

– El Buen Libro -Zuleyka pasó unas cuantas páginas- dice que cuando el ser humano duerme, los dioses le abren los oídos y le hablan. Por su parte, el profeta Lebioda enseña que al ver un sueño se ve o bien una gran sabiduría o bien una gran estupidez. Lo importante está en saberlas reconocer.

– El matrimonio de Tancredo con la prometida de Emhyr no parece ninguna gran sabiduría -suspiró Esterad'-. Y si hablamos de sabiduría, me alegraría muchísimo de que una me viniera en sueños. Se trata del asunto que trajo aquí a Dijkstra. Es un asunto difícil. Porque sabes, mi queridísima Zuleyka, la razón no permite alegrarse de que Nilfgaard suba tanto hacia el norte y esté dispuesto a conquistar Novigrado cualquier día, porque desde Novigrado todo, incluyendo nuestra neutralidad, tiene otro aspecto que desde el sur. Estaría bien que Redama y Temería contuvieran el avance de Nilfgaard, que devolvieran el ataque de vuelta al Yaruga. Pero, ¿estaría bien que lo hicieran con nuestro dinero? ¿Me escuchas, querida?

– Te escucho, marido.

– ¿Y qué dices de esto?

– Toda la sabiduría se encierra en el Buen Libro.

– ¿Y dice tu Buen Libro qué hacer si acude un Dijkstra y te pide un millón?

– El libro -Zuleyka parpadeó desde el otro lado de sus gafas- no dice nada del indigno mammón. Pero en uno de los pasajes se dice: dar es mayor felicidad que recibir y el ayudar al pobre con una limosna es noble. Se dice: reparte todo y esto hará noble a tu alma.

– Y de grandes cenas están las sepulturas llenas -murmuró Esterad Thyssen-. Zuleyka, aparte de los pasajes acerca de nobles repartos y limosneos, ¿tiene el Libro alguna sabiduría relativa a los negocios? ¿Qué dice el libro, por ejemplo, de intercambios equivalentes?

La reina se colocó los oculares y pasó rápida las páginas del incunable.

– Como Jacobo a los dioses, así los dioses a Jacobo -leyó.

Esterad guardó silencio durante un largo rato.

– ¿Y puede -dijo por fin alargando las sílabas- que algo más?

Zuleyka volvió a pasar las páginas.

– Encontré -anunció de pronto- algo entre las sabidurías del profeta Lebioda. ¿Lo leo?

– Por favor.

– «Y dice el profeta Lebioda: en verdad, da al pobre en abundancia. Mas en vez de dar al pobre toda la sandía, dale media sandía, porque al pobre pudierasele poner tonta la cabeza de la alegría».

– Media sandía -bufó Esterad Thyssen-. ¿O sea, medio millón de bisantos? ¿Y sabes, Zuleyka, que tener medio millón y no tener medio millón ya hacen un millón entero?

– No me has dejado terminar. -Zuleyka le lanzó al marido una severa mirada desde detrás de sus gafas-. Sigue diciendo el profeta: «Y todavía mejor dar al pobre un cuarto de sandía. Y lo mejor de todo es conseguir que algún otro le dé la sandía al pobre. Puesto que yo os digo que siempre se encuentra alguno que tenga una sandía y esté presto a compartirla con el pobre, si no por su nobleza, sea por cálculo o por otra cualquiera causa».

– ¡Ja! -El rey de Kovir golpeó con el cetro en la mesita de noche-. ¡De verdad, el profeta Lebioda era un tío listo! ¿En vez de dar, conseguir que otro dé? ¡Me gusta, esas palabras son miel a mis oídos! Busca en la sabiduría del tal profeta, mi querida Zuleyka. Estoy seguro de que todavía encontrarás en ella algo que me permita arreglar mis problemas con Redania y el ejército que Redania quiere organizar con mis dineros.

Zuleyka pasó las páginas del libro durante bastante rato hasta que por fin empezó a leer.

– «Díjole cierta vez al profeta Lebioda un su discípulo: enséñame, maestro, cómo he de actuar. Antójasele a mi prójimo mi más amado perro. Si doy a mi amado perro, el corazón me estalla de pena. Si por otro lado no lo doy, seré infeliz porque heriré a mi prójimo con la negativa. ¿Qué hacer? ¿Tienes acaso algo, preguntó el profeta, que te guste menos que tu perro amado? Téngolo, maestro, respondió el discípulo, un gato travieso, bichejo pellejo. Y no lo amo para nada. Y dijo el profeta Lebioda: toma el tal gato travieso, bichejo pellejo, y regálaselo a tu prójimo. En tal caso hallarás felicidad por dos veces. Libráraste del gato y alegrarás a tu prójimo. Puesto que la mayor parte de las veces, el prójimo no es el regalo lo que anhela, sino ser regalado».

Esterad guardó silencio durante cierto tiempo, tenía la frente arrugada.

– ¿Zuleyka? -preguntó por fin-.Pero, ¿era éste el mismo profeta?

– «Toma el tal gato travieso…»

– ¡Ya lo oí la primera vez! -gritó el rey, pero se mitigó al momento-. Perdóname, querida mía. Lo que pasa es que no entiendo mucho lo que tiene un gato…

Se calló. Y se sumió en profundas meditaciones.

Al cabo de ochenta y cinco años, cuando la situación cambió tanto que se podía hablar ya sin peligro acerca de ciertos asuntos y personas, habló Guiscard Vermuellen, duque de Creyden, nieto de Esterad Thyssen, hijo de su hija mayor, Gaudemunda. El duque Guiscard era un viejecillo provecto, pero los hechos de los que había sido testigo los recordaba bien. Precisamente fue el duque Guiscard el que reveló de dónde salió el millón de bisantes con los que Redania equipó a su caballería para la guerra con Nilfgaard. Aquel millón no procedía, como se suponía, del tesoro de Kovir, sino de las arcas del jerarca de Novigrado. Esterad Thyssen, reveló Guiscard, consiguió el dinero de Novigrado por su participación en unas compañías recién formadas de comercio ultramarino. La paradoja era que aquellas compañías se habían constituido con la activa cooperación de comerciantes nilfgaardianos… De las revelaciones del anciano duque se desprendía que la propia Nilfgaard -en cierta medida- había pagado la organización del ejército redaño.

– El abuelo -recordaba Guiscard Vermuellen- decía algo acerca de unas sandías, sonriendo picaronamente. Dijo que siempre se encuentra quien quiera regalarle al pobre aunque no sea más que por cálculo. Dijo también que dado que la propia Nilfgaard aportaba para elevar la fuerza y la capacidad militar del ejército redaño, no podía tener quejas con respecto a otros.

»Luego -continuaba el viejecillo-, el abuelo llamó a padre, que era por entonces jefe de los servicios secretos, y al ministro del interior. Cuando se enteraron de la orden que tenían que ejecutar, les entró el pánico. Pues se trataba nada menos que de liberar de prisiones, campos de internamiento y destierro a más de tres mil personas. Además, a centenares se les tenía que levantar el arresto domiciliario.

»No, no se trataba sólo de bandidos, criminales comunes y condottieros a sueldo. La amnistía abarcaba sobre todo a los disidentes. Entre los afectados por la amnistía se encontraban los partidarios del depuesto rey Rhyd "y las gentes del usurpador Idi, sus acérrimos guerrilleros. El ministro del interior estaba asustado, papá muy intranquilo.

»Por su parte, el abuelo -contaba el duque- se reía como si se tratara de la mejor de las bromas. Y luego dijo, recuerdo cada palabra: «Una gran pena, señores, que no tengáis como libro de cabecera el Buen Libro. Si lo leyerais, entenderíais las ideas de vuestro monarca. Y de este modo las ejecutaréis sin comprenderlas. Pero no os preocupéis sin necesidad y por demasía, vuestro monarca sabe lo que se hace. Ahora id y dejad salir a todos mis gatos traviesos, bichejos pellejos».

«Exactamente así dijo: gatos traviesos, bichejos. Y se trataba, entonces nadie podía saberlo, de los futuros héroes, caudillos cubiertos de gloria y fama. Estos «gatos» del abuelo eran los luego famosos condottieros: Adam «Adieu» Pangratt, Lorenzo Molla, Juan «Frontino» Guttierez… Y Julia Abatemarco, que brilló luego en Redania como «La Dulce Casquivana»… Vosotros, jóvenes, no lo recordáis, pero en mis tiempos, cuando jugábamos a la guerra, todo chaval quería ser «Adieu» Pangratt y cada muchacha Julia «La Dulce Casquivana»… Y para el abuelo éstos eran gatos traviesos.

«Luego -murmuró Guiscard Vermuellen-, el abuelo me tomó de la mano y me condujo a la terraza, en la que la abuela Zuleyka echaba de comer a las gaviotas. El abuelo le dijo… dijo…

El viejecillo poco a poco y con gran esfuerzo intentó recordad las palabras que entonces, hacía ochenta y cinco años, el rey Esterad Thyssen dijera a su esposa, la reina Zuleyka, en una terraza del Palacio de Ensenada que dominaba el Gran Canal.

– ¿Sabes, mi queridísima esposa, que he visto todavía otra sabiduría de entre las del profeta Lebioda? ¿Una que me da todavía una ventaja más de haber regalado mis gatos a Redania? Los gatos, Zuleyka mía, vuelven a casa. Los gatos siempre vuelven a casa. Y cuando mis gatos vuelvan, cuando traigan su sueldo, su botín, sus riquezas… ¡les pondré impuestos a los gatos!

Cuando el rey Esterad Thyssen habló por vez última con Dijkstra, esto tuvo lugar a solas, incluso sin Zuleyka. Ciertamente, en el suelo de la gigantesca sala de baile jugaba un muchacho de unos diez años, pero éste no contaba, y aparte de ello estaba tan ocupado con sus soldaditos de plomo que no prestaba ninguna atención a los que hablaban.

– Ése es Guiscard -aclaró Esterad, señalando al muchacho con un movimiento de cabeza-. Mi nieto, hijo de mi Gaudemunda y de ese granuja, el conde Vermuellen. Pero este pequeño, Guiscard, es la única esperanza de Kovir si a Tancredo Thyssen le sucediera… Si algo le pasara a Tancredo…

Dijkstra conocía el problema de Kovir. Y especialmente el problema de Esterad. Sabía que a Tancredo ya le había pasado algo. El muchacho, si acaso tuviera redaños para ser rey, como mucho tendría para uno malo.

– Tu asunto -dijo Esterad- en el fondo está ya resuelto. Puedes comenzar ya a considerar las formas más efectivas de uso del millón de bisantos que dentro de poco llegará al tesoro de Tretogor.

Se inclinó y a hurtadillas tomó uno de los soldaditos de plomo, chillonamente pintados, de Guiscard, un soldado de a caballo con una lanza alzada.

– Toma esto y guárdalo bien. El que te muestre otro soldado como éste, idéntico, será mi enviado, aunque no lo parezca, aunque no puedas dar crédito a que es uno de mis hombres y conoce el asunto de nuestro millón. Toda otra persona será un provocador y habrás de tratarlo como a un provocador.

– Redania -Dijkstra hizo una reverencia- no olvidará esto, vuestra majestad. Yo, por mi parte, en mi propio nombre, quiero aseguraros mi gratitud personal.

– No asegures y trae acá esos mil con los que planeabas conseguir la benevolencia de mi ministro. ¿Qué pasa, que la benevolencia de un rey no se merece un soborno?

– Vuestra majestad se rebaja…

– Se rebaja, se rebaja. Trae acá el dinero, Dijkstra. Tener mil y no tener mil…

– … sumado dan dos mil. Lo sé.

En un ala lejana de Ensenada, en una habitación de alturas mucho menores, la hechicera Sheala de Tancarville escuchaba con atención la relación de la reina Zuleyka.

– Perfecto -inclinó la cabeza-. Perfecto, vuestra majestad.

– Lo hice todo tal y como me recomendasteis, doña Sheala.

– Gracias por ello. Y os aseguro otra vez que actuamos por una causa justa. Por el bien del país. Y de la dinastía.

La reina Zuleyka carraspeó, su voz se transformó ligeramente.

– ¿Y… y Tancredo, doña Sheala?

– Di mi palabra -dijo fría Sheala de Tancarville-. Di mi palabra de que a vuestra ayuda respondería con mi ayuda. Vuestra majestad puede dormir tranquila.

– Me gustaría mucho -suspiró Zuleyka-. Mucho. Y ya que hablamos de sueños… El rey comienza a sospechar algo. Esos sueños le sorprenden, y cuando algo le sorprende al rey, comienza a sospechar…

– Entonces dejaré de inspirarle sueños al rey por un tiempo -prometió la hechicera-. Volvamos al sueño de la reina, repito, debe ser muy tranquilo. El príncipe Tancredo se separará de las malas compañías. No irá más al castillo del barón Surcratasse. Ni a casa de la señora de Lisemore. Ni a la de la embajadora redana.

– ¿No volverá a visitar a estas personas? ¿Nunca?

– Las personas mencionadas -en los oscuros ojos de Sheala de Tancarville se encendió un brillo extraño- no se atreverán nunca más a invitar ni a embaucar al príncipe Tancredo. No se atreverán ya nunca. Serán conscientes de las consecuencias. Garantizo mis palabras. Garantizo también que el príncipe Tancredo volverá a estudiar y será un estudiante aplicado, un joven serio y equilibrado. Dejará también de perseguir faldas. Perderá la pasión… hasta el momento en que le presentemos a Ciri, princesa de Cintra.

– Ah, si pudiera creer en ello. -Zuleyka dejó caer las manos, alzó los ojos-. ¡Si pudiera creerlo!

– A veces es difícil creer en el poder de la magia, vuestra majestad. -Sheala sonrió, inesperadamente hasta para ella misma-. Y así ha de ser.

Filippa Eilhart se colocó los tirantes finitos como telas de araña de su camisón traslúcido, se limpió del escote unas huellas de carmín. Una mujer tan inteligente y no sabe mantener las hormonas en su sitio.

– ¿Podemos hablar?

Filippa se rodeó de una esfera de discreción.

– Ahora sí.

– En Kovir todo arreglado. Positivamente.

– Gracias. ¿Ya se ha ido Dijkstra?

– Todavía no.

– ¿Y a qué espera?

– Mantiene una larga conversación con Esterad Thyssen. -Sheala de Tancarville frunció los labios-. Se han caído bien el rey y el espía.

– ¿Sabes ese chiste sobre el tiempo aquí, Dijkstra? Lo de que en Kovir sólo hay dos estaciones del año…

– Invierno y agosto. Lo sé…

– ¿Y sabes cómo reconocer que ya ha empezado el verano en Kovir?

– No. ¿Cómo?

– La lluvia se hace algo más cálida.

– Ja, ja.

– Bromas son bromas -dijo serio Esterad Thyssen-, pero estos inviernos que cada vez empiezan antes y se hacen más largos me intranquilizan un poco. Esto fue profetizado. ¿Has leído, imagino, las profecías de Itlina? Allí dice que se acercan decenas de años de interminable invierno. Algunos afirman que se trata de alguna alegoría, pero yo albergo ciertos temores. En Kovir tuvimos una vez cuatro años de invierno, mal tiempo y malas cosechas. Si no hubiera sido por una enorme importación de comestibles desde Nilfgaard, la gente hubiera comenzado a morir de hambre en masa. ¿Te lo imaginas?

– Hablando francamente, no.

– Y yo sí. Un enfriamiento del clima puede hacernos pasar hambre a todos. Y el hambre es un enemigo con el que es malditamente difícil luchar.

El espía afirmó con la cabeza, pensativo.

– ¿Dijkstra?

– ¿Qué, vuestra majestad?

– ¿Tenéis ya tranquilidad en el interior del país?

– No mucha. Pero lo intento.

– Lo sé, se habla mucho de ello. De los traidores de Thanedd, sólo ha quedado vivo Vilgefortz.

– Después de la muerte de Yennefer sí. ¿Sabéis, rey, que Yennefer resultó muerta? Murió el último día de agosto, en unas circunstancias enigmáticas, en el famoso Abismo de Sedna, entre las islas Skellige y el cabo de Peixe de Mar.

– Yennefer de Vengerberg -dijo Esterad muy despacio- no era una traidora. No era una aliada de Vilgefortz. Si quieres, puedo aportarte las pruebas.

– No quiero -respondió al cabo de un instante Dijkstra-. O puede que quiera, pero no ahora. Ahora me es más cómoda como traidora.

– Comprendo. No confíes en los hechiceros, Dijkstra. En Filippa, sobre todo.

– Nunca he confiado en ella. Pero tenemos que colaborar. Sin nosotros Redania se hundiría en el caos y desaparecería.

– Eso es verdad. Pero si me permites un consejo, afloja un poco. Sabes de qué hablo. Cadalsos y cámaras de tortura por todo el país, crueldades contra los elfos… Y ese horrible fuerte, Drakenborg. Sé que lo haces por patriotismo. Pero te construyes a ti mismo una leyenda de malvado. En esa leyenda eres un hombre lobo sediento de sangre inocente.

– Alguien ha de hacerlo.

– Y a alguien habrá que echarle la culpa. Sé que intentas ser justo, pero no serás capaz de evitar el error, porque no se puede evitar. No se puede tampoco continuar estando limpio entre tanta sangre. Sé que nunca has hecho daño a nadie por tus propios intereses, pero, ¿quién lo va a creer? ¿Quién lo va a creer? Un día, la suerte te dará la espalda, te acusarán de matar a inocentes y de sacar provecho de ello. Y la mentira se le pega al ser humano como alquitrán.

– Lo sé.

– No te darán la posibilidad de defenderte. Te cubrirán de alquitrán… luego. Después del hecho. Cuídate, Dijkstra.

– Me cuido. No me cogerán.

– Cogieron a tu rey, Vizimir. Por lo que he oído, con un estilete, por un lado, hasta la garganta…

– Es más fácil alcanzar a un rey que a un espía. A mí no me cogerán. Nunca me cogerán.

– Y no debieran. ¿Y sabes por qué, Dijkstra? Porque, su puta madre, en este mundo tiene que haber por lo menos algo de justicia.

Y vino un día en que ambos recordaron aquella conversación. Ambos. El rey y el espía. Dijkstra recordó aquellas palabras de Esterad de Kovir cuando escuchaba los pasos de los asesinos que se acercaban desde todos lados, por todos los corredores del castillo. Esterad recordó aquellas palabras de Dijkstra en las ostentosas escaleras de mármol que llevaban desde Ensenada hasta el Gran Canal.

– Pudo haber luchado. -Los ojos nublados, ciegos, de Guiscard Vermuellen estaban clavados en el abismo de sus recuerdos-. Sólo eran tres conjurados, el abuelo era un hombre fuerte. Pudo haber luchado, haberse defendido hasta el momento en que llegara la guardia. Pudo simplemente haber huido. Pero allí estaba la abuela Zuleyka. El abuelo cubrió y protegió a Zuleyka, sólo a Zuleyka, no se cuidó de sí mismo. Cuando por fin llegó la ayuda, Zuleyka no tenía ni un rasguño. Esterad había recibido más de veinte puñaladas. Murió al cabo de tres horas, sin recuperar el sentido.

– ¿Has leído alguna vez el Buen Libro, Dijkstra?

– No, vuestra majestad. Pero sé lo que está escrito allí.

– Yo, imagínate, ayer lo abrí al azar. Y me topé con esta frase: «En el camino a la eternidad todos caminarán por sus propias escaleras, llevando consigo su propio bagaje». ¿Qué piensas de ello?

– Se nos acaba el tiempo, rey Esterad. Es hora de cargar con el propio bagaje.

– Cuídate, espía.

– Cuidaos, rey.

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