Capítulo primero

Puedo darte todo lo que desees -dijo el hada-. Riqueza, poder y cetro, fama, una vida larga y feliz. Elige.

No quiero riqueza ni fama, poder ni cetros -respondió la bruja-. Quiero un caballo que sea tan negro y tan imposible de alcanzar como el viento de la noche. Quiero una espada que sea luminosa y afilada como los rayos de la luna. Quiero atravesar el mundo en la oscura noche con mi caballo negro, quiero quebrar las fuerzas del Mal y de la Oscuridad con mi espada de luz. Eso es lo que quiero.

Te daré un caballo que sea más negro que la noche y más ligero que el viento de la noche -le prometió el hada-. Te daré una espada que será más luminosa y afilada que los rayos de la luna. Pero no es poco lo que pides, bruja, habrás de pagármelo muy caro.

¿Con qué? En verdad nada tengo.

Con tu sangre.

Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas

Como todo el mundo sabe, el universo, como la vida, es un círculo. Un círculo en cuyo discurrir se han señalado ocho puntos mágicos que cubren todo el arco, es decir, el ciclo anual. Estos puntos, que están situados en el anillo en pares dispuestos exactamente los unos frente a los otros, son: Imbaelk -o sea, Germinación-, Lammas -o sea, Madurez-, Belleteyn -Floración- y Saovine -Expiración-. Hay marcados también en el círculo dos solsticios, es decir, climax, uno el de invierno, llamado Midinvaerne, y otro Midaëte, el de estío. Hay también dos equinoccios, es decir, noches iguales: Birke, en primavera, y Velen, en otoño. Estas fechas dividen el círculo en ocho partes y así se divide también en ocho partes el año en el calendario de los elfos.

Cuando desembarcaron en las playas cercanas a la desembocadura del Yaruga y el Pontar, los humanos trajeron consigo un calendario propio, de origen lunar, que dividía el año en doce meses, lo que cubría el ciclo anual completo de trabajo en el campo: desde el principio, desde los que se realizan en enero, hasta el final, cuando las heladas transforman la tierra en terrones congelados. Pero aunque los humanos dividían el año y establecían las fechas de otra manera, aceptaron el ciclo de los elfos y los ocho puntos en su discurrir. Las fiestas que provenían del calendario de los elfos, Imbaelk y Lammas, Saovine y Belleteyn, ambos solsticios y equinoccios, también se convirtieron en fiestas importantes para los humanos. Resaltaban tanto entre las otras fechas como resalta un árbol entre los arbustos.

Estas fechas se diferencian de las otras por la magia.

No era ni es un secreto que estas ocho fechas son días y noches durante los que el aura mágica se intensifica extraordinariamente. A nadie le extrañan ya los fenómenos mágicos ni los acontecimientos enigmáticos que acompañan a esas ocho fechas, en especial a los equinoccios y solsticios. Todo el mundo se ha acostumbrado ya a estos fenómenos y pocas veces causan grande sensación.

Pero aquel año fue distinto.

Aquel año los humanos celebraron el equinoccio de otoño como solían, con una cena familiar de gala durante la que sobre la mesa tenía que haber el mayor número de frutos posible de la cosecha anual, aunque no fuera más que un poquito de cada. Así lo exigía la costumbre. Una vez que hubieron tomado la cena y hubieron agradecido a la diosa Melitele la cosecha del año, los humanos se dispusieron a descansar. Y entonces comenzó el horror.

Justo antes de la medianoche se alzó una ventisca tremenda, sopló un torbellino infernal, se podían escuchar unos aullidos, unos gritos y unos quejidos verdaderamente espectrales por encima del ruido de los árboles casi derribados en tierra, de los graznidos de los cuervos y del golpear de los postigos. Las nubes que discurrían a toda velocidad por el cielo adoptaron perfiles fantásticos entre los cuales los que más se repetían eran las siluetas de caballos y unicornios al galope. El vendaval no cedió hasta pasar más de una hora y en el repentino silencio que siguió la noche se animó con los trinos y los aleteos de cientos de chotacabras, esos pájaros misteriosos que según las creencias populares se agrupan para cantarle un réquiem demoníaco a los agonizantes. Esta vez el coro de chotacabras era tan enorme y tan ruidoso que parecía como si el mundo entero fuera a morir.

Los chotacabras cantaban con trinos salvajes su canción de difuntos mientras que el horizonte se estaba cubriendo de nubes que apagaban los restos de la luz de la luna. Entonces aulló de pronto la terrible beann'shie, heraldo de la muerte súbita y violenta, y a través del cielo negro galopó la Persecución Salvaje, un cortejo de fantasmas con los ojos en llamas que cabalgaban a lomos de esqueletos de caballos, agitando los jirones de sus ropas y estandartes. Como cada cierto tiempo, la Persecución Salvaje hizo su cosecha, pero desde hacía decenios no había sido ésta tan terrible. Sólo en Novigrado se contaban doscientas personas desaparecidas sin dejar huella.

Cuando la Persecución se alejó y las nubes se disolvieron, se pudo ver la luna, una luna menguante, como suele suceder en tiempo de equinoccio. Pero aquella noche la luna tenía el color de la sangre.

El pueblo llano tenía muchas explicaciones para los fenómenos equinocciales, que diferían significativamente según la demonología específica de la región. Los astrólogos, druidas y hechiceros tenían también sus explicaciones, pero eran en su mayoría erróneas y exageradas. Pocos, muy, muy pocos eran capaces de relacionar aquellos sucesos con hechos reales. En las islas de Skellige, por ejemplo, unos pocos supersticiosos vieron en aquellos curiosos hechos las profecías de Tedd Deireádh, el fin del mundo, precedido por la batalla de Ragh nar Roog, la lucha final entre la Luz y la Oscuridad. Los supersticiosos consideraron que la violenta tormenta que en la noche del equinoccio de otoño agitó las islas era una ola empujada por el pico del monstruoso Naglfar de Morhógg, que conducía un ejército de fantasmas y demonios en un drakkar de bordas construidas con uñas de cadáveres. Las personas de más luces o mejor informadas, por su parte, pusieron en relación la locura del mar y el cielo con la persona de la malvada hechicera Yennefer y su terrible muerte. Y aun otras personas -todavía mejor informadas- vieron en el mar revuelto la señal de que estaba agonizando alguien por cuyas venas corría la sangre de los reyes de Skellige y Cintra.

Desde que el mundo es mundo, la noche del equinoccio de otoño es también la noche de los espectros, las pesadillas y las apariciones, la noche de los despertares repentinos, con el ahogo y el pálpito causados por el miedo, entre sábanas retorcidas y húmedas de transpiración. Las apariciones y los despertares no perdonaban ni a las cabezas más claras; en Nilfgaard, en las Torres de Oro, se despertó gritando el propio emperador, Emhyr var Emreis. En el norte, en Lan Exeter, el rey Esterad Thyssen se irguió bruscamente en la cama, despertando a su cónyuge, la reina Zuleyka. En Tretogor se incorporó y echó mano a su estilete el archiespía Dijkstra, despertando a la cónyuge del ministro de finanzas. En el palacete de Montecalvo se incorporó entre sábanas de damasquino la hechicera Filippa Eilhart, sin despertar a la mujer del conde de Noailles. Se despertaron -con mayor o menor brusquedad- el enano Yarpen Zigrin de Mahakam, el viejo brujo Vesemir en la fortaleza de las montañas de Kaer Morhen, el empleado de banco Fabio Sachs en la ciudad de Gors Velen, el yarl Crach an Craite sobre la cubierta del drakkar Ringhorn. Se despertó la hechicera Fringilla Vigo en el castillo de Beauclair, se despertó la sacerdotisa Sigrdrifa en el santuario de la diosa Freya en la isla de Hindarsfjall. Se despertó Daniel Etcheverry, conde de Garramone, en la fortaleza sitiada de Maribor. Zyvik, decurión de los Coraceros Grises en el fuerte de Ban Gleann. El mercader Dominik Bombastus Houvenaghel en la ciudad de Claremont. Y muchos, muchos otros.

Pocos hubo, sin embargo, que fueran capaces de relacionar estos fenómenos con un hecho concreto y real. Y con una persona real. El azar hizo que tres de aquellas personas pasaran la noche del equinoccio de otoño bajo el mismo techo. En el santuario de la diosa Melitele en Ellander.

– Chotacabras… -gimió el escribanillo Jarre, al tiempo que contemplaba las tinieblas que anegaban el parque del santuario-. Creo que hay miles de ellos, toda una bandada… Gritan por la muerte de alguien… Por la muerte de ella… Está mulléndose…

– ¡No digas tonterías! -Triss Merigold se volvió con brusquedad, alzó el puño apretado, durante un instante pareció que iba a empujar o a golpear al muchacho en el pecho-. ¿Es que crees en supersticiones estúpidas? Se acaba septiembre, los pájaros se agrupan para emigrar. ¡Es algo totalmente natural!

– Ella está muñéndose…

– ¡Nadie se muere! -gritó la hechicera, palideciendo de rabia-. Nadie, ¿lo entiendes? ¡Deja de desbarrar!

En el pasillo de la biblioteca aparecieron algunas adeptas a las que les había despertado la alarma nocturna. Sus rostros estaban serios y pálidos.

– Jarre. -Triss se tranquilizó, le puso la mano al muchacho en el hombro, apretó con fuerza-. Eres el único hombre en el santuario. Todos te estamos mirando, buscamos en ti apoyo y ayuda. No te está permitido tener miedo, no te está permitido dejarte llevar por el pánico. No nos defraudes.

Jarre aspiró profundamente, intentó controlar los temblores de sus manos y labios.

– No es el miedo… -susurró, evitando la mirada de la hechicera-. ¡Yo no tengo miedo, solamente me preocupo! Por ella. La vi en mi sueño…

– Yo también la vi. -Triss apretó los labios-. Hemos tenido el mismo sueño, tú, yo y Nenneke. Pero ni una palabra acerca de ello.

– La sangre en su rostro… Tanta sangre…

– Te he pedido que te callaras. Viene Nenneke.

La suma sacerdotisa se acercó a ellos. Tenía el rostro cansado. A la muda pregunta de Triss contestó negando con la cabeza. Al advertir que Jarre abría la boca, se apresuró a hablar:

– Por desgracia, nada. La Persecución Salvaje revoloteó sobre el santuario, despertó a casi todas, pero ninguna ha tenido visiones. Ni siquiera tan nebulosa como la nuestra. Ve a dormir, muchacho, nada hay aquí para ti. ¡Chicas, volved al dormitorio!

Se restregó el rostro y los ojos con las dos manos.

– Eh… ¡Equinoccio! Maldita noche… Acuéstate, Triss. No podemos hacer nada.

– Esta impotencia me vuelve loca. -La hechicera apretó los puños-. Sólo de pensar que ella está sufriendo, que sangra, que la amenaza un… ¡Maldita sea, si supiera qué hacer!

Nenneke, la suma sacerdotisa del santuario de Melitele, se dio la vuelta.

– ¿Y no has probado a rezar?

Al sur, allá al otro lado de los Montes de Amell, en Ebbing, en el país llamado Pereplut, en los extensos cenagales formados por la intersección de los ríos Velda, Lete y Arete, en un lugar a unas ochocientas millas a vuelo de cuervo de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele, al alba, una pesadilla despertó con brusquedad al anciano eremita llamado Vysogota. Una vez despierto, Vysogota no pudo recordar de ninguna manera el contenido de lo soñado, pero una extraña desazón le impidió conciliar de nuevo el sueño.

– Frío, frío, brrr -dijo para sí Vysogota, mientras caminaba por un sendero entre los arbustos-. Frío, frío, brrr.

La trampa siguiente estaba vacía. Ni una sola rata almizclera. Un día de caza sin suerte. Vysogota limpió el barro y las escamas de helechos que cubrían la trampa, mientras mascullaba una maldición y sorbía los mocos por su helada nariz.

– Frío, brrr, ay, ay -dijo, andando en dirección al pantano-. ¡Y todavía no es más que septiembre! ¡Si no han pasado más que cuatro días después del equinoccio! Ja, no recuerdo unos fríos así en todo el tiempo de mi vida. ¡Y llevo vivo mucho tiempo!

La siguiente trampa, la penúltima, también estaba vacía. Vysogota ya no tenía ganas ni de blasfemar.

– Es a todas luces cierto -chocheaba mientras iba caminando- que el clima se enfría de año en año. Y ahora parece que el efecto del enfriamiento comienza a acelerarse como una avalancha. Ja, los elfos lo habían previsto hace ya mucho, pero, ¿quién creía en las predicciones de los elfos?

Unas alitas se agitaron de nuevo por encima de la cabeza del anciano, cruzaron unas siluetas grises e increíblemente rápidas. La niebla sobre los cenagales resonó de nuevo con el chillido repentino y salvaje de los chotacabras, con el rápido palmoteo de las alas. Vysogota no prestó atención a los pájaros. No era supersticioso y siempre había muchos chotacabras en el pantano, sobre todo al amanecer, cuando volaban en grupos tan cerrados que daba hasta miedo de que se chocaran con la cabeza de uno. Bueno, puede que no siempre hubiera tantos como aquel día, puede que no siempre gritaran de forma tan tétrica… Pero en fin, en los últimos tiempos la naturaleza hacía extravagantes travesuras y los fenómenos extraños se sucedían unos a otros, cada uno aún más extraño que el anterior.

Estaba sacando del agua la última trampa, también vacía, cuando escuchó el relincho de un caballo. Los chotacabras quebraron su canto de inmediato, como a una orden.

En los cenagales de Pereplut había sotos secos, situados en lugares más altos, cubiertos de abedules negros, de alisos, de sangüeños, de cornejos y endrinos. La mayor parte de los sotos estaban rodeados de tal modo por los tremedales que era completamente imposible que caballo alguno o jinete que no conociera las sendas consiguiera llegar hasta ellos. Y sin embargo los relinchos -Vysogota los escuchó de nuevo- llegaban precisamente desde uno de aquellos sotos.

La curiosidad venció a la prudencia.

Vysogota no entendía mucho de caballos y sus razas, pero era un esteta y sabía reconocer y apreciar la belleza. Y el caballo moro de pelaje brillante como la antracita que contempló perfilándose contra los troncos de abedules era extraordinariamente hermoso. Era la verdadera quintaesencia de la belleza. Era tan hermoso que parecía irreal.

Pero era real. Y también era real la forma en que estaba atrapado en una trampa, enredado con las cinchas y la cabezada en el abrazo rojo sangre de las ramas de sangüeño. Cuando Vysogota se acercó más, el caballo alzó las orejas, pateó de tal modo que el suelo tembló, meneó la graciosa cabeza, se dio la vuelta. Ahora se veía que era una yegua. También se veía otra cosa. Una cosa que hizo que el corazón de Vysogota comenzara a latir como si se hubiera vuelto loco y que unas invisibles pinzas de adrenalina le apretaran la garganta.

Detrás del caballo, en un agujero poco profundo, yacía un cadáver.

Vysogota tiró su saco al suelo. Y se avergonzó de su primer pensamiento, que había sido darse la vuelta y salir huyendo. Se acercó más, manteniendo la prudencia, porque la yegua negra pateaba el suelo, había bajado las orejas, regañaba los dientes por encima de la embocadura y sólo esperaba la ocasión adecuada para morderle o darle una coz.

El cadáver era el cuerpo de un muchacho de menos de veinte años de edad. Estaba tendido con el rostro hacia la tierra, con una mano bajo el cuerpo y la otra extendida hacia un lado y con los dedos clavados en la tierra. El muchacho llevaba puesto un juboncillo de ante, unos ceñidos pantalones de cuero y unas botas élficas con hebillas que le llegaban hasta las rodillas.

Vysogota se inclinó y en aquel preciso momento el cadáver lanzó un fuerte gemido. La yegua mora dio un relincho agudo y golpeteó con los cascos en la tierra.

El ermitaño se arrodilló, le dio la vuelta con cuidado al herido. Echó la cabeza para atrás en un movimiento automático y silbó al ver la terrible máscara de sangre coagulada y suciedad que el muchacho tenía en lugar de rostro. Apartó con delicadeza el musgo, las hojas y la arena de los labios cubiertos de mocos y babas, intentó arrancar la maraña de cabellos pegados con sangre a la mejilla. El herido gimió sordamente, se tensó. Y comenzó a tiritar. Vysogota le retiró los cabellos del rostro.

– Una muchacha -dijo en voz alta, sin poder creer lo que tenía delante-. Es una muchacha.

Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera arrastrado furtivamente hasta aquella cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago cubierto de musgo, si alguien hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior, a la escasa luz de unas lamparillas de aceite, a una muchacha con la cabeza cubierta por gruesos vendajes que estaba descansando en una inmovilidad casi de cadáver sobre un camastro cubierto de pieles. Habría visto también a un viejecillo de barba gris en forma de cuña y largos cabellos blancos que le caían sobre los hombros y las espaldas desde los bordes de una gran calva que le alargaba la frente hasta más allá de la coronilla. Hubiera distinguido cómo el viejecillo encendía otra vez una vela de sebo, cómo colocaba sobre la mesa un reloj de arena, cómo afilaba la pluma, cómo se inclinaba sobre un pliego de pergamino. Y cómo se quedaba ensimismado y hablaba algo consigo mismo, meditabundo, sin levantar ojo de la muchacha que yacía sobre el camastro.

Pero aquello no era posible. Nadie podía verlo. La choza del ermitaño Vysogota estaba bien escondida entre las ciénagas. En un despoblado cubierto eternamente por la niebla, donde nadie se atrevía a penetrar.

– Escribamos -Vysogota sumergió la pluma en la tinta- lo que sucede. Hace tres horas del suceso. Reconocimiento: vulnus incisivum, herida de corte, realizada con mucha fuerza con una herramienta afilada desconocida, seguramente de hoja curva. Abarca la parte izquierda del rostro, comienza bajo la región malar, corre a través de la mejilla y alcanza hasta la región temporomasticular. La parte más profunda de la herida, que llega hasta el periostio, es al principio, bajo la órbita ocular, sobre el hueso malar. Tiempo estimado que transcurrió desde que las heridas fueron producidas hasta el momento de la primera cura: diez horas.

La pluma chirriaba en el pergamino, pero el chirrido no duró más que unos instantes. Y unas líneas. Vysogota no consideraba digno de anotar todo lo que se decía a sí mismo.

– Volviendo al tratamiento de las heridas -continuó al cabo el anciano con los ojos fijos en la palpitante y crepitante llama de la vela de sebo-, escribiremos lo siguiente. No seccioné los bordes de la lesión, me limité tan sólo a retirar unos cuantos desgarros que no estaban ensangrentados y por supuesto los coágulos. Limpié las heridas con un extracto de corteza de sauce. Retiré la suciedad y los cuerpos extraños. La cosí. Con hilo de cáñamo. Otro tipo de hilo, escribámoslo, no estaba a mi disposición. Dispuse una compresa de árnica de montaña y coloqué una muselina formando un vendaje.

Un ratón correteó por el centro del cuarto. Vysogota le echó un pedacito de pan. La muchacha en el jergón respiró intranquila, gimió en sueños.

– Ocho horas después del incidente. El estado de la enferma: sin cambios. El estado del médico… o sea, el mío, mejoró, puesto que me reparé con un tanto de sueño… Puedo continuar con las notas. Conviene pues transcribir en estas hojas algo de información acerca de mi paciente. Para las generaciones futuras. Si acaso alguna generación futura fuera capaz de llegar hasta estos pantanos antes de que todo esto se pudra y se deshaga en cenizas.

Vysogota suspiró con fuerza, mojó la pluma y la limpió con el borde del tintero.

– En lo tocante a la paciente -murmuró-, que quede anotado lo que sigue. La edad, por lo que aparenta, unos dieciséis años, alta, la constitución es más bien delgada, pero al menos no es débil, no muestra señales de desnutrición. Musculatura y constitución física son más bien típicas de las elfas jóvenes, pero no se advierte característica alguna de mestizaje… hasta cuarterona inclusive. Un porcentaje más bajo de sangre élfica puede, como es sabido, no dejar huella.

Sólo entonces se dio cuenta Vysogota de que no había escrito en la página ni una sola runa, ni una sola palabra. Apoyó la pluma en el papel pero la tinta se había secado. El viejecillo no se inmutó.

– Que quede anotado también -continuó- que la muchacha nunca ha parido. Y también que en el cuerpo no tiene señal antigua alguna, cicatriz, alforza, rastro ninguno de los que depositan el trabajo duro, los accidentes, la vida arriesgada. Lo acentúo: hablo aquí de señales antiguas. Señales recientes no le faltan en todo el cuerpo. A la muchacha la golpearon. Una verdadera paliza y de ningún modo a manos de su padre. Seguramente le dieron de patadas también.

«Encontré también en su cuerpo una señal bastante extraña… Humm, que quede esto escrito para bien de la ciencia… En la ingle, junto al monte de Venus, la muchacha tiene tatuada una rosa roja.

Vysogota contempló absorto la punta afilada de la pluma, después de lo cual la sumergió en el tintero. Esta vez, sin embargo, no olvidó el objetivo con el que había hecho esto: comenzó a cubrir el papel con líneas regulares de escritura inclinada. Siguió escribiendo hasta que se secó la pluma.

– Medio inconsciente, gritaba y hablaba -continuó-. Su acento y la forma de expresión, si descontamos las continuas expresiones intercaladas en el argot obsceno de los delincuentes, producen bastante confusión, son difíciles de ubicar, pero me arriesgaría a afirmar que proceden más bien del norte que del sur. Algunas palabras…

De nuevo rasgó el pergamino con la pluma, no demasiado tiempo, mucho menos de lo necesario para poder escribir todo lo que había dicho un instante antes. Después de lo cual siguió con su monólogo, exactamente allí donde lo había interrumpido.

– Algunas palabras, nombres y apelativos que la muchacha balbuceó en su fiebre son dignos de ser recordados. E investigados. Todo apunta a que una persona muy, pero que muy poco corriente ha encontrado el camino hasta la varga del viejo Vysogota…

Guardó silencio durante un rato, escuchando.

– Ojalá -murmuró- que la varga del viejo Vysogota no se convierta en el final de su camino.

Vysogota se inclinó sobre el pergamino e incluso apoyó en él la pluma, pero no escribió nada, ni una sola runa. Arrojó la pluma sobre la mesa. Jadeó por un instante, murmuró con furia, se sonó los mocos. Miró al lecho, prestó atención a los sonidos que le llegaban desde allí.

– Hay que advertir y apuntar -dijo con voz cansada- que está muy mal. Todos mis esfuerzos y tratamientos puedan resultar insuficientes y el celo puede resultar baldío. Mis temores eran bien fundados. La herida está infectada. La muchacha tiene una fiebre muy alta. Se han presentado ya tres de los cuatros síntomas principales de un fuerte estado inflamatorio. Rubor, calor y tumor son fáciles de advertir en este momento a ojo y tacto. Cuando pase el shock postaccidental aparecerá el cuarto: dolor. Que quede escrito que ha pasado ya cerca de medio siglo desde que me dedicara a la práctica de la medicina, percibo cómo estos años pesan sobre mi memoria y la agilidad de mis dedos. No sé hacer mucho, todavía menos puedo hacer. Apenas tengo remedios y medicamentos. Toda mi esperanza yace en los mecanismos de defensa de un organismo joven…

– Doce horas desde el incidente. Conforme a lo esperado, ha aparecido el cuarto síntoma principal de la inflamación: dolor. La enferma grita de dolor, la fiebre y los temblores se incrementan. No tengo nada, ningún medicamento que pueda darle. Dispongo de una pequeña cantidad de elixir de estramonio, pero la muchacha está demasiado débil para sobrevivir a su acción. Tengo también algo de acónito, pero el acónito la mataría al instante.

– Quince horas desde el incidente. Amanece. La enferma está inconsciente. La fiebre sube con fuerza, los temblores se acrecientan. Aparte de esto aparece una fuerte contracción de los músculos del rostro. Si se trata del tétanos, la muchacha está perdida. Tengamos sin embargo la esperanza de que se trate tan sólo de los nervios faciales… O del trigémino. O de ambos… La muchacha quedará desfigurada… pero estará viva…

Vysogota miró al pergamino en el que no había escrito ni una runa, ni una sola palabra.

– A condición -dijo en voz baja- de que sobreviva a la infección.

– Veinte horas desde el incidente. La fiebre crece. Rubor, calor, tumor y dolor alcanzan, me da la impresión, el punto culminante. Pero la muchacha no tiene posibilidades de vivir siquiera hasta alcanzar esas fronteras. Así que escribiré… Yo, Vysogota de Corvo, no creo en la existencia de los dioses. Pero si por una casualidad existieran, pido que tomen bajo su protección a esta muchacha. Y que me perdonen a mí lo que he hecho… Si es que lo que he hecho resultara ser un error.

Vysogota soltó la pluma, se restregó los párpados, que tenía hinchados y le picaban, apoyó los puños en las sienes.

– Le he dado una mezcla de estramonio y acónito -dijo con voz sorda-. Las próximas horas decidirán todo.

No estaba durmiendo, tan sólo daba unas cabezadas, cuando un golpe y un estruendo, a los que acompañaba un gemido, lo sacaron del duermevela. Un gemido más bien de rabia que de dolor.

En el exterior clareaba el día, las rendijas de las contraventanas dejaban apenas pasar unos débiles rayos de luz. La arena del reloj había caído del todo, y hacía mucho. Vysogota, como de costumbre, había olvidado darle la vuelta. La lamparilla apenas temblaba, la llama de color rubí del hogar iluminaba levemente los rincones de la choza. El viejo se levantó, retiró el improvisado biombo de mantas que separaban el lecho del resto del cuarto para darle un poco de tranquilidad a la enferma.

La enferma ya había conseguido levantarse del suelo sobre el que se había caído sólo un momento antes, estaba sentada enderezada en la orilla del camastro, intentaba rascarse el rostro bajo el vendaje. Vysogota tosió.

– Te pedí que no te levantaras. Estás demasiado débil. Si quieres algo, llámame. Siempre estoy cerca.

– Pues yo lo que no quiero es que estés cerca -dijo bajito, a media voz, pero muy claro-. Quiero mear.

Cuando él volvió a recoger el orinal, ella estaba tendida en el camastro, de espaldas, masajeándose el vendaje que apretaba la mejilla y cubría la frente y el cuello con cintas de vendas. Cuando al cabo de un rato regresó, ella no había cambiado de posición.

– ¿Cuatro jornadas? -preguntó, mientras miraba al techo.

– Cinco. Ha pasado casi un día desde que hablamos por última vez. Has dormido una jornada entera. Eso está bien. Necesitas dormir.

– Me siento mejor.

– Estoy contento de oírlo. Vamos a quitar el vendaje. Te ayudaré a sentarte. Agárrate a mi mano.

La herida cicatrizaba bien, estaba seca, esta vez retiró el vendaje casi sin dolorosos tirones al separarlo de la costra. La muchacha se tocó con cuidado la mejilla. Frunció el ceño, pero Vysogota sabía que no sólo era el dolor. Se aseguraba de la extensión de la mutilación, tomaba consciencia de la gravedad de la herida. Se aseguraba, sintiendo espanto, de que lo que había sentido al tacto antes no había sido una pesadilla producida por la fiebre.

– ¿Tienes aquí un espejo?

– No tengo -mintió.

Ella lo miró, quizá completamente consciente por vez primera.

– ¿Eso quiere decir que está tan mal? -preguntó, pasando la mano con cuidado por las costuras.

– Es un corte muy amplio -masculló, molesto consigo mismo por explicarse y justificarse ante una mocosa-. Todavía tienes la cara muy inflamada. Dentro de unos días te quitaré las costuras, hasta entonces te pondré árnica y extracto de sauce. Ya no te vendaré toda la cabeza. La herida cicatriza muy bien.

Ella no respondió. Movía los labios y las mandíbulas, arrugaba la cara y fruncía el ceño, probando qué le dejaba hacer la herida y qué no.

– He hecho caldo de paloma. ¿Quieres?

– Quiero. Pero esta vez lo intentaré sola. Es denigrante que le den de comer a una como a una paralítica.

Comió largo rato. Se llevaba a la boca la cuchara de madera con tanto esfuerzo como si pesara dos libras. Pero pudo hacerlo sin ayuda de Vysogota, quien la observaba con interés. Vysogota era curioso y ardía de curiosidad. Sabía que junto con el regreso de la muchacha a la salud comenzaría el intercambio de palabras que podría arrojar algo de luz al misterioso asunto. Lo sabía y no podía esperar hasta ese momento. Llevaba demasiado tiempo viviendo solo en aquel despoblado.

La muchacha terminó de comer, se tumbó sobre los cojines. Durante un rato miró como muerta al techo, luego volvió la cabeza. Sus extraordinarios ojos verdes, pensó otra vez Vysogota, le daban a su rostro un aspecto de inocencia infantil, lo que en aquel momento resaltaba con la mejilla horriblemente mutilada. Vysogota conocía aquel tipo de belleza, los grandes ojos de un niño eterno, una fisonomía que producía una simpatía instintiva. Una muchacha eterna, incluso cuando su vigésimo, incluso su trigésimo cumpleaños hubiera caído ya en el olvido. Sí. Vysogota conocía bien aquel tipo de belleza. Su segunda mujer había sido así. Su hija era así.

– Tengo que irme de aquí -dijo de pronto la muchacha-. Y rápido. Me están persiguiendo. Lo sabes.

– Lo sé -afirmó con la cabeza-. Fueron éstas las primeras palabras que dijiste que pese a las apariencias no eran delirios. Más exactamente, casi de las primeras. Porque lo primero que preguntaste fue por tu caballo y tu espada. En este orden. Cuando te aseguré que tanto el caballo como la espada estaban en buena custodia, te entró la sospecha de que yo era un aliado de no sé qué Bonhart y de que no te estaba curando, sino que te sometía a la tortura de darte esperanzas. Cuando, no sin esfuerzo, te saqué de tu error, te presentaste a ti misma como Falka y me agradeciste que te hubiera salvado.

– Eso está bien. -Clavó la cabeza en la almohada, como queriendo evitar la necesidad de mirarle a los ojos-. Eso está bien, el que no olvidara agradecértelo. Yo lo recuerdo como entre la niebla. No sé lo que era sueño y lo que era realidad. Temía no haber dado las gracias. No me llamo Falka.

– También me enteré de ello, aunque más bien por casualidad. Lo dijiste durante la fiebre.

– Soy una fugitiva -dijo sin volver la cabeza-. Una prófuga. Es peligroso darme refugio. Es peligroso saber cómo me llamo de verdad. Tengo que subirme a mi caballo y huir antes de que me descubran…

– Hace un momento -dijo él con voz suave- tenías problemas para sentarte en el orinal. No sé muy bien cómo ibas a poder sentarte en el caballo. Pero te aseguro que aquí estás a salvo. Nadie te descubrirá.

– Me seguirán, estoy segura. Seguirán los rastros, registrarán los alrededores…

– Tranquilízate. Llueve todos los días, nadie encontrará las huellas. Estás en un despoblado, en un desierto. En casa de un eremita, que se aisló del mundo. Para que no fuera fácil encontrarlo. Sin embargo, si quieres puedo buscar una forma de llevar noticias sobre ti a tus parientes o a tus amigos.

– No sabes siquiera quién soy…

– Eres una muchacha herida -le cortó-. Que huye de alguien que no vacila en herir a muchachas. ¿Quieres que lleve alguna noticia?

– No hay a quién -respondió al cabo, y Vysogota percibió un cambio en el tono de voz-. Mis amigos están muertos. Los mataron a todos.

Él no contestó.

– Yo soy la muerte -continuó, con una voz extraña-. Todo el que me conoce muere.

– No todos -negó él mirándola con atención-. No el Bonhart ése cuyo nombre gritabas en sueños, ése ante el que ahora quieres huir. Vuestro encuentro te ha perjudicado más a ti que a él. ¿Fue él… quien te hirió el rostro?

– No. -Ella apretó los labios para ahogar algo que podía ser un gemido o una maldición-. Fue Antillo el que me hirió en la cara. Stefan Skellen. Y Bonhart… Bonhart me hirió mucho más hondo. Más profundamente. ¿Hablé de ello durante la fiebre?

– Tranquilízate. Estás débil, deberías evitar todo movimiento brusco.

– Me llamo Ciri.

– Te pondré una compresa con árnica, Ciri.

– Espera… un momento. Dame un espejo.

– Te he dicho…

– ¡Por favor!

Él obedeció, llegó a la conclusión de que era necesario, que no se podía esperar más. Incluso trajo una lamparilla. Para que ella pudiera ver mejor lo que le habían hecho a su rostro.

– Vaya, sí -dijo con la voz quebrada, distinta-. Sí. Tal y como me lo imaginaba. Casi como me lo imaginaba.

Él salió, y corrió tras de sí el improvisado biombo de mantas.

Ella intentó sollozar bajito, para que no se la oyera. Lo intentó con todas sus fuerzas.

Al día siguiente Vysogota le quitó la mitad de los puntos. Ciri se masajeó la mejilla, silbó como una serpiente, quejándose de un fuerte dolor en el oído y resintiéndose en el cuello cerca de la mandíbula. Pese a ello se levantó, se vistió y salió al exterior. Vysogota no protestó. La acompañó. No necesitó ayudarla ni sujetarla. La muchacha estaba sana y era mucho más fuerte de lo que parecía.

Sólo se detuvo cuando llegó afuera, se sujetó al marco de la puerta y a las bisagras.

– Pero… -espiró bruscamente-. ¡Pero qué frío! ¿Una helada? ¿Ya es invierno? ¿Cuánto tiempo he estado en la cama? ¿Semanas?

– Exactamente seis días. Hoy es el quinto día de octubre. Pero se anuncia un octubre muy, muy frío.

– ¿El cinco de octubre? -frunció el ceño, silbó sintiendo dolor al hacerlo-. ¿Cómo puede ser? ¿Dos semanas?

– ¿Qué? ¿Qué dos semanas?

– No importa. -Se encogió de hombros-. Puede que yo me equivoque… O puede que no. Dime, ¿qué es lo que apesta tanto aquí?

– Pieles. Cazo ratas almizcleras, castores, visones y nutrias, curto sus pieles. Hasta un ermitaño tiene que vivir de algo.

– ¿Dónde está mi caballo?

– En el establo.

La yegua negra les saludó con un sonoro relincho y la cabra de Vysogota la secundó con un balido en el que se percibía un gran disgusto por la necesidad de tener que compartir su habitáculo con otro inquilino. Ciri abrazó el cuello del caballo, le palmeteó, le acarició la crin.

– ¿Dónde está mi silla? ¿El telliz? ¿Los arreos?

– Aquí.

Él no protestó, no le hizo observación alguna, no expresó su opinión. Guardó silencio, apoyado en su bastón. No se movió cuando ella jadeó al intentar levantar la silla, no se inmutó cuando ella se tambaleó por el peso y cayó torpemente sobre el suelo cubierto de paja, lanzando un sonoro gemido. No se acercó a ella, no la ayudó a levantarse. La observaba con atención.

– Bueno, vale -dijo Ciri con los dientes apretados, mientras empujaba a la yegua, que estaba intentando meter la nariz por el cuello de su camisa-. Está todo claro. ¡Pero yo tengo que irme de aquí, joder! ¡Tengo que irme!

– ¿Adonde? -preguntó él con voz fría.

Ella se masajeó el rostro, todavía seguía sentada sobre la paja, junto a la silla.

– Lo más lejos posible.

Vysogota asintió con la cabeza, como si la respuesta le satisficiera, lo aclarara todo y no dejara lugar a duda. Ciri se levantó con esfuerzo. Ni siquiera intentó inclinarse a por la silla y los arreos. Sólo comprobó si la yegua tenía avena y heno en el pesebre, comenzó a limpiar las pajas de la crin y los costados del caballo. Vysogota esperó en silencio hasta que sucedió. La muchacha se afirmó en el poste que sujetaba el techo, se quedó pálida como la pared. Él le ofreció el báculo sin decir palabra.

– No me pasa nada, es sólo que…

– Sólo que la cabeza te da vueltas porque estás enferma y tienes menos fuerzas que un recién nacido. Volvamos. Tienes que tumbarte.

A la puesta del sol, habiendo dormido sus buenas horas, Ciri salió de nuevo. Vysogota, que volvía del río, se tropezó con ella junto a un seto natural de zarzas.

– No salgas demasiado lejos de la varga -dijo en tono acre-. En primer lugar, estás demasiado débil…

– Me siento mejor.

– En segundo, es peligroso. Alrededor hay un enorme pantano, un cañaveral sin fin. No conoces los senderos, puedes perderte o ahogarte en los lodazales.

– Y tú -señaló el saco que el ermitaño iba arrastrando- conoces los senderos, por supuesto. E incluso vas por ellos no demasiado lejos, por lo que el pantano no debe de ser tan grande. Curtes pieles para vivir, está claro. Kelpa, mi yegua, tiene avena y yo no veo aquí sembrados. Hemos comido pollo y gachas de cebada. Y pan. Pan de verdad, no chuscos. No creo que el pan te lo haya dado un trampero. Así que eso significa que hay un pueblo por los alrededores.

– Una deducción sin fallo -confirmó él con serenidad-, Ciertamente, me traen las provisiones de la aldea más cercana. La más cercana, pero que no está para nada cerca, se halla en los límites de la ciénaga. El pantano linda con el río. Cambio mis pieles por víveres que me traen en una canoa. Pan, cebada, harina, sal, queso, a veces un conejo o un pollo. A veces noticias.

No hubo preguntas, así que continuó.

– Una horda de gente a caballo estuvo dos veces en el poblado buscando a alguien. La primera vez advirtieron a los aldeanos de que no te escondieran, amenazaron con hierro y fuego si llegaras a ser capturada en el pueblo. La segunda vez prometieron una recompensa. Por encontrar el cadáver. Tus perseguidores están convencidos de que yaces muerta en los bosques, en alguna hoya o barranco.

– Y no descansarán -murmuró- hasta que no encuentren el cuerpo. Lo sé bien. Tienen que tener alguna prueba de que no estoy viva. Sin esa prueba no renunciarán. Buscarán por todos lados. Y al final llegarán hasta aquí…

– Les interesas mucho -advirtió él-. Aun diría más, les interesas de un modo extraordinario…

Ella apretó los labios.

– No tengas miedo. Me iré antes de que me encuentren. No te expondré a peligro… No tengas miedo.

– ¿Por qué supones que tengo miedo? -Se encogió de hombros-. ¿Qué motivo hay para estar atemorizado? Aquí no llegará nadie, nadie será capaz de encontrarte aquí. Pero si sacas las napias fuera de las cañas, te toparás de frente con tus perseguidores.

– En otras palabras -ella echó hacia atrás la cabeza en un gesto de desafío-, que tengo que quedarme aquí. ¿Eso es lo que querías decir?

– No eres una prisionera. Puedes irte cuando gustes. Mejor dicho: cuando seas capaz. Pero puedes también quedarte aquí y esperar. Llegará el día en que tus perseguidores se cansen. Siempre se cansan, antes o después. Siempre. Puedes creerme. Lo conozco bien.

Los ojos verdes de la muchacha brillaron al mirarlo.

– Al fin y al cabo -dijo deprisa el ermitaño, al tiempo que se encogía de hombros y rehuía su mirada-, harás lo que quieras. Repito, no te retendré aquí.

– Sin embargo, hoy no me iré -resopló-. Me siento débil… y el sol se va a poner… y no conozco las sendas. Así que vamos a la choza. Me he quedado helada.

– Has dicho que llevo aquí seis jornadas. ¿Es eso cierto?

– ¿Por qué iba a mentir?

– No te alteres. Estoy intentando calcular los días… Yo me escapé… me hirieron… en el día del Equilibrio. El veintitrés de septiembre. Si prefieres contar como los elfos, el último día de Lammas.

– Eso no es posible.

– ¿Por qué iba a mentir? -gritó y gimió, al tiempo que se tocaba el rostro. Vysogota la miró con serenidad.

– No sé por qué -dijo con la voz gélida-. Pero yo he sido médico, Ciri. Hace mucho, pero todavía sé distinguir una herida hecha diez horas antes de una hecha cuatro días antes. Te encontré el veintisiete de septiembre. Así que te hirieron el veintiséis. El tercer día de Velen, si prefieres contar como los elfos. Tres días después del equinoccio.

– Me hirieron en el mismo equinoccio.

– Eso no es posible, Ciri. Debes de haber equivocado la fecha.

– De eso nada. Tú eres el que tiene algún calendario de ermitaño pasado de moda.

– Como quieras. ¿Tanta importancia tiene?

– No. No tiene ninguna.

Tres días después Vysogota le retiró los últimos puntos. Tenía todos los motivos para estar satisfecho y orgulloso de su obra: la línea de costura era recta y limpia, no había que temer al tatuaje de la suciedad entremetida en la herida. Sin embargo, al cirujano le echó a perder la satisfacción el ver a Ciri en lúgubre silencio contemplando la cicatriz desde diversos ángulos con un espejo e intentando esconderla -sin resultado- arrojando sus cabellos sobre la mejilla. La sutura la afeaba. Un hecho es un hecho. No había nada que hacer. Nada le ayudaba el fingir que no era así. Todavía roja, tumefacta como una soga, punteada con las huellas del aguijón de la aguja y marcada con las señales de los hilos, la cicatriz tenía un aspecto

verdaderamente macabro. Cabía la posibilidad de que ese estado sufriera una mejora lenta o incluso rápida. Sin embargo, Vysogota sabía que no había posibilidad de que la cicatriz desapareciera y dejara de afearla.

Ciri se sentía mucho mejor, pero para asombro y satisfacción de Vysogota ya no hablaba de partir. Sacó del establo a su yegua negra Kelpa. Vysogota sabía que en el norte se llamaba kelpa a unas algas, un peligroso monstruo marino que según la superstición podía adoptar la forma de un hermoso caballo, un delfín o incluso una bella mujer, pero que en realidad siempre tenía el aspecto de un montón de hierbas. Ciri ensilló a la yegua y cabalgó alrededor del corral y la choza, después de lo cual Kelpa volvió al establo para hacerle compañía a la cabra, mientras que Ciri regresó a la choza para hacerle compañía a Vysogota. Hasta, seguramente por aburrimiento, lo ayudó en su trabajo. Mientras él separaba las pieles de nutria por su tamaño y su tono, ella dividía las ratas almizcleras en dorsos y vientres, y extendía las pieles a lo largo de una mesita que habían metido en la casa. Por lo que se veía, tenía los dedos hábiles.

Precisamente durante esta tarea tuvo lugar una conversación bastante extraña entre ellos.

– No sabes quién soy. Ni siquiera te puedes imaginar quién soy.

Ella repitió varias veces esta afirmación banal y eso le incomodó a él un tanto. Por supuesto no dejó que ella se diera cuenta de su fastidio, le hubiera rebajado el traicionar sus sentimientos ante una mocosa como ésa. No, no podía dejar que pasara esto, pero tampoco podía traicionar la curiosidad que lo devoraba.

Una curiosidad que en suma carecía de motivos, porque se podía imaginar sin esfuerzo quién era. En los tiempos de Vysogota las bandas juveniles tampoco eran una rareza. Los años que habían transcurrido no habían conseguido eliminar tampoco la fuerza magnética con que estas cuadrillas atraían a la muchachada ávida de aventuras y fuertes emociones. Muy a menudo para su perdición. Los mocosos que salían de ello con una cicatriz en el rostro podían decir que habían tenido suerte. A los menos felices les esperaban torturas, el patíbulo, el hacha o el palo…

Bah, desde tiempos de Vysogota sólo había cambiado una cosa: la progresiva emancipación. Las bandas atraían no sólo a los jovenzuelos sino también a las pipiolas alocadas, que cambiaban la sillita, la rueca y la espera del casorio por el caballo, la espada y las aventuras.

Vysogota no le dijo aquello directamente. Lo comentó dando rodeos. Pero de tal modo que ella pudiera saber que él lo sabía. Para hacerla consciente de que si aquí había algún enigma, con toda seguridad no era ella: una muchacha que andaba por los caminos con una banda de bandoleros adolescentes y que había escapado por milagro de una trampa. Una mocosa desfigurada que intentaba a toda costa rodearse de una aura enigmática…

– No sabes quién soy. Pero no tengas miedo. Me iré pronto. No te expondré a peligro.

Vysogota estaba ya harto.

– No me amenaza peligro alguno -dijo él con aspereza-. ¿Cuál podría ser? Incluso si tus perseguidores aparecen por aquí, lo que dudo, ¿qué mal me pueden hacer? Otorgar ayuda a un delincuente huido es merecedor de castigo, pero no en el caso de un ermitaño, puesto que el ermitaño no es consciente de las cosas del mundo. Mi privilegio es albergar a todo aquél que llegue hasta mi rincón. Bien has dicho: no sé quién eres. ¿Cómo iba a saber yo, un ermitaño, quién eres, el delito que has cometido y por qué te persigue la ley? ¿Y qué ley? Si yo ni siquiera sé qué ley es la que rige en estos alrededores ni de quién es la jurisdicción. Ni me interesa. Soy un ermitaño.

Se dio cuenta de que había hablado demasiado sobre su eremitismo. Pero no cedió. Los verdes ojos de ella llenos de furia le atravesaban como si fueran cuchillas.

– Soy un pobre eremita. Muerto para el mundo y sus trabajos. Soy un hombre sencillo y sin instrucción, ignorante de los asuntos mundanos…

Había exagerado.

– ¡Seguro! -gritó ella, arrojando la piel y el cuchillo al suelo-. ¿Me tomas por tonta o qué? Pues no te pienses que soy tonta. ¡Ermitaño, pobre eremita! Cuando no estabas eché un vistazo por aquí. Miré allí, en el rincón, en aquel quicio no demasiado limpio. ¿De dónde han salido tantos libros de ciencias que hay sobre las estanterías, eh, hombre sencillo y sin instrucción?

Vysogota echó una piel de nutria sobre el jergón.

– Antes vivía aquí un cobrador de impuestos -dijo inmutable-. Ésos ton catastros y libros de contabilidad.

– Mientes. -Ciri frunció el rostro, se masajeó la cicatriz-. ¡Mientes a todas luces!

El no respondió, haciendo como que evaluaba el tono de otra piel.

– Te piensas -siguió la muchacha al cabo- que porque tienes barba, arrugas y cien años a cuestas vas a engañar sin esfuerzo a una moza inocente, ¿eh? Pues te diré: a la primera pardilla que pasara por aquí puede que la engañaras. Pero yo no soy una pardilla.

Él alzó las cejas en una interrogación muda y retadora. Ella no le hizo esperar mucho.

– Yo, mi señor ermitaño, he estudiado en lugares donde había muchos libros, y también algunos con los mismos títulos que hay en tus estanterías. Conozco muchos de esos títulos.

Vysogota alzó todavía más las cejas. Ella le miró directamente a los

– Cosas raras -otorgó Ciri- parlotea esta cerdita toda sucia, esta huérfana harapienta, ha de ser una ladrona o una bandolera, que la encontraron en el arroyo con la jeta hecha polvo. Y sin embargo has de saber, ermitaño, que yo he leído la Historia de Roderick de Novembre. Repasé, y más de una vez, la obra que lleva el título de Materiae medicae. Conozco el Herbarius, el mismo que tienes en tu estantería. También sé lo que significa la cruz de armiño sobre escudo rojo que aparece en los lomos de los libros. Es la señal de que los editó la Universidad de Oxenfurt.

Se detuvo, seguía observándolo con atención. Vysogota guardó silencio, hacía esfuerzos para que su rostro no delatara nada.

– Por eso pienso -dijo Ciri, echando la cabeza hacia atrás en un movimiento típico suyo, orgulloso y un tanto violento- que tú no eres para nada un simplón ni un ermitaño. Que para nada has muerto para el mundo sino que has huido de él. Y te escondes aquí, en los despoblados, enmascarado entre apariencias y cañaverales sin fin.

– Si así es -Vysogota sonrió-, entonces nuestra suerte se ha unido en forma harto extraña, mi leída señorita. En forma grandemente enigmática nos reunió el destino. Al fin y al cabo, tú también, Ciri, te ocultas. Al fin y al cabo, tú también, Ciri, con destreza tejes a tu alrededor un velo de apariencias. Yo anciano soy, y lleno de sospechas y amargado por la desconfianza de la edad…

– ¿Desconfías de mí?

– Desconfío del mundo, Ciri. De un mundo donde las engañosas apariencias adoptan la máscara de la verdad para sacar a la luz otra verdad, falsa, por decirlo pronto y mal, una verdad que también intenta engañar. De un mundo en el que el escudo de la Universidad de Oxenfurt se pinta sobre las puertas de las mancebías. De un mundo en el que bandoleras heridas se las dan de ser señoritas versadas, sabias y hasta puede que de noble cuna, intelectuales y eruditas que leen a Roderick de Novembre y conocen el sello de la Academia. Contra todas las apariencias. Contra el hecho de que ellas mismas portan otra señal. Un tatuaje de bandido. Una rosa roja grabada en la ingle.

– Cierto, tenías razón. -Apretó los labios y su rostro se cubrió de un rubor tan intenso que la línea de la cicatriz parecía negra-. Eres un viejo amargado. Y un rancio metomentodo.

– En mi estantería, detrás de la cortina -señaló él con un movimiento de cabeza-, está el Aen N'og Mab Taedh'morc, una colección de cuentos élficos y de profecías en verso. Hay allí una fábula que concuerda con esta situación y esta conversación. Es la historia de un cuervo provecto y una golondrina nuevita. Puesto que del mismo modo que tú, Ciri, soy un erudito, me permito recordar unos fragmentos adecuados a las circunstancias. El cuervo, como recordarás con toda seguridad, acusa a la golondrina de frivolidad y de liviandad poco graciosa.

Hen Cerbin dic'ss aen n'og Zireael Aark, aark, caelmfoile, te veloe, ¿ell? Zireael…

Se detuvo, apoyó los codos sobre la mesa y la barbilla sobre los dedos extendidos. Ciri agitó la cabeza, se enderezó, le miró retadora. Y terminó el poema.

Zireael veloe que'ss aen en'ssan irch Mab og, Hen Cerbin, vean ni, ¡quirk, quirk!

– El viejo amargado y desconfiado -dijo al cabo Vysogota sin cambiar de posición- le pide perdón a la joven erudita. El cuervo provecto, que ve mentira y engaño por doquier, le pide a la golondrina que le perdone, a una golondrina cuya única culpa es ser joven y estar llena de vida. Y ser guapilla.

– Ahora desbarras -refunfuñó ella, cubriéndose la cicatriz del rostro con la mano en un movimiento inconsciente-. Estos cumplidos te los puedes ahorrar. No van a enmendar los trapos de esparto con los que me restregaste la piel. No te pienses tampoco que así vas a conseguir conquistar mi confianza. Yo sigo sin saber quién eres en realidad. Por qué me mentiste en lo que respecta a las fechas. Y con qué intenciones me miraste entre las piernas aunque estaba herida en el rostro. Y si se acabó sólo en la mirada.

Esta vez consiguió sacarlo de sus casillas.

– ¿Pero qué te imaginas, mocosa? -gritó-. ¡Si podría ser tu padre!

– Mi abuelo -le corrigió con voz gélida-. Y hasta mi bisabuelo. Pero no lo eres. Yo no sé quién eres. Pero con toda seguridad no eres la persona que pretendes ser.

– Soy quien te encontró en el pantano, casi congelada hasta los huesos, con una costra negra en lugar de rostro, inconsciente, mugrienta y sucia. Soy quien te trajo a su casa aunque no sabía quién eras y tenía derecho a imaginarse lo peor. Quien te curó y tendió en la cama. Te dio medicamentos cuando estabas estallando de fiebre. Se ocupó de ti. Te lavó. Muy cuidadosamente. También por los alrededores del tatuaje.

Ciri se apaciguó de nuevo, pero de sus ojos no había desaparecido ni por asomo una mirada retadora e insolente.

– En este mundo -gritó-, a veces las engañosas apariencias se ponen la máscara de la verdad, tú mismo lo has dicho. Yo también conozco un poco este mundo, hazte a la idea. Me salvaste, me curaste y te ocupaste de mí. Gracias por ello. Te estoy agradecida por tu… bondad. Pero sé que no existe bondad sin…

– Sin interés ni esperanza de ganar algo -terminó él con una sonrisa-. Sí, lo sé. Hombre soy de mundo, quién sabe si no conozco el mundo tan bien como tú, Ciri. A las muchachas heridas se las despoja de todo lo que tenga algún valor. Si están inconscientes o demasiado débiles para defenderse, se suele dar rienda suelta a la concupiscencia y el apetito, a menudo en formas depravadas y contra natura. ¿No es cierto?

– Nada es como parece -respondió Ciri, cubriéndose de nuevo de rubor.

– Cuan certera afirmación -dijo el ermitaño, al tiempo que arrojaba otra piel al montón apropiado-. Y cuan ineluctablemente nos conduce a la conclusión de que nosotros, Ciri, no sabemos nada el uno del otro. Sólo conocemos las apariencias, y éstas engañan.

Aguardó un instante, pero Ciri no se apresuró a responder nada.

– Aunque ambos hemos acertado a realizar una especie de pesquisa preliminar, seguimos sin saber nada. Yo no sé quién eres tú, tú no sabes quién soy…

Esta vez él esperó conscientemente. Ella le miró y en sus ojos ardía la pregunta que él estaba esperando. Algo extraño brilló en los ojos de la muchacha cuando hizo la pregunta esperada.

– ¿Quién empieza?

Si tras el ocaso alguien se hubiera arrastrado a hurtadillas hasta la choza de tejado de bálago caído y lleno de musgo, si hubiera mirado al interior, habría visto a la luz de las llamas y reflejos del hogar a un viejecillo de barba gris encorvado sobre un montón de pieles. Hubiera visto también a una muchacha de cabellos cenicientos con una horrible cicatriz en la mejilla, una cicatriz que no concordaba para nada con unos ojos verdes tan grandes como los de un niño.

Pero nadie podía verlo. La choza estaba entre cañaverales, en medio de un pantano al que nadie se atrevía a aventurarse.

– Me llamo Vysogota de Corvo. Fui médico. Cirujano. Fui alquimista. Fui investigador, historiador, filósofo y ético. Fui profesor de la Academia de Oxenfurt. Tuve que huir de allí después de publicar cierta obra que fue considerada como impía, acusación que entonces, hace cincuenta años, acarreaba la pena de muerte. Tuve que emigrar. Mi mujer no quiso emigrar, así que me abandonó. Y yo sólo me detuve cuanto estaba ya muy lejos, en el sur, en el imperio de Nilfgaard. Conseguí allá por fin la ocupación de docente de ética en la Academia Imperial de Castell Graupian, cargo que ejercí cerca de diez años. Pero también tuve que huir de allí después de publicar cierto tratado… En realidad la obra se ocupaba del poder totalitario y del carácter criminal de las guerras de ocupación, pero oficialmente se nos acusó a mi obra y a mí de misticismo metafísico y herejía clerical. Se entendió que actué en connivencia con los grupos clericales imperialistas y revisionistas que eran los verdaderos gobernantes de los reinos del norte. ¡Bastante divertido a la luz de la pena de muerte que recibiera por mi ateísmo veinte años antes! Y era así que al fin y al cabo los imperialistas clericales se habían sumido hacía ya tiempo en el olvido, pero en Nilfgaard no se había enterado nadie de ello. La unión del misticismo con la política era perseguida y castigada con rigor.

»Hoy día, juzgando con la perspectiva de los años, pienso que si me hubiera humillado y hubiera mostrado arrepentimiento, seguro que el asunto se hubiera arreglado y el emperador se hubiera limitado a que yo cayera en desgracia sin echar mano de medios demasiado drásticos. Seguro de mis razones, que consideraba eternas, superiores a cualquier poder o política, me sentía atacado, y además atacado injustamente. Tiránicamente. Así que entablé contacto activo con los disidentes que combatían al tirano en secreto. Antes de que me pudiera dar cuenta me habían metido en la trena junto con los disidentes y algunos de ellos, en cuanto que les enseñaron la herramienta, me señalaron como el ideólogo principal del movimiento.

»E1 emperador hizo uso de su derecho de gracia, pero fui condenado al destierro bajo amenaza de pena de muerte inmediata en caso de regreso a las tierras imperiales.

«Entonces me enojé con el mundo entero, con los reinos, imperios y universidades, con los disidentes, funcionarios, juristas. Con los colegas y amigos que, al toque de una varita mágica, dejaron de serlo. Con mi segunda esposa que, de forma parecida a la primera, entendió que los problemas del marido son motivo suficiente de divorcio. Con mis hijos, que me abandonaron. Me convertí en ermitaño. Aquí, en Ebbing, en los pantanos de Pereplut. Tomé la sede en herencia de un eremita que me fue dado conocer en cierta ocasión. La mala suerte quiso que Nilfgaard se anexionara Ebbing y sin comérmelo ni bebérmelo me encontré de nuevo en el imperio. No tengo ya ni fuerzas ni ganas de vagabundear más, por eso tengo que esconderme. Las decisiones imperiales no prescriben, ni siquiera cuando el emperador que las realizara haya muerto hace mucho y el emperador actual no tenga motivos para tener buenos recuerdos de aquél ni para compartir sus opiniones. La sentencia de muerte sigue en vigor. Tal es la ley y la costumbre en Nilfgaard. Las condenas de traición de estado no prescriben ni son afectadas por las amnistías que cada emperador anuncia tras su coronación. Después de subir al trono el nuevo emperador amnistía a todos aquéllos a los que su antecesor había condenado… excepto a quienes son culpables de traición de estado. No tiene importancia quién gobierne en Nilfgaard: si se llega a saber que estoy vivo y violando mi condena de destierro al vivir en territorio imperial, mi cabeza caerá en el cadalso.

»Así que, como ves, Ciri, estamos en una situación totalmente idéntica.

– ¿Qué es la ética? Lo sabía, pero se me ha olvidado.

– La ciencia de la moralidad. De las reglas del comportamiento habitual, noble, benévolo y honrado. De las alturas del bien a las que eleva el alma la moralidad y la rectitud humana. Y de los abismos del mal a los que hace caer la maldad y la inmoralidad…

– ¡Las alturas del bien! -bufó-. ¡Rectitud! ¡Moralidad! No me hagas reír, porque se me abre la cicatriz de la jeta. Tuviste suerte de que no te persiguieran, de que no enviaran tras de ti a los cazadores de recompensas como ese… Bonhart. Verías lo que son los abismos del mal. ¿Ética? Esa ética tuya no vale una mierda, Vysogota de Corvo. ¡No son los malvados ni los inmorales los que se hunden en el abismo, no! ¡Oh, no! Son los malos, pero decididos, quienes arrojan al fondo a los que son decentes, honrados y nobles, pero torpes, vacilantes y llenos de escrúpulos.

– Gracias por tus enseñanzas -ironizó-. Créeme, aunque vivas un siglo, nunca es demasiado tarde para aprender algo. Cierto, siempre es provechoso escuchar a personas maduras, de mundo y con experiencia.

– Ríete, ríete -agitó ella la cabeza-. Mientras puedas. Porque ahora es mi turno. Ahora te entretendré con un relato. Te contaré qué es lo que me pasó. Y cuando termine, veremos si sigues teniendo ganas de bromear.

Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera deslizado furtivamente hasta aquella cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago, si alguien hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de barba blanca escuchando con atención el relato de una muchacha de cabellos cenicientos que estaba sentada en un tronco junto a la chimenea. Habría visto que la muchacha hablaba despacio, como si le fuera difícil encontrar las palabras, que se frotaba nerviosa la mejilla deformada por una cicatriz horrible, que sembraba con largos momentos de silencio la narración de sus vicisitudes. Una historia sobre las enseñanzas recibidas que resultaron ser todas falsas y engañosas. Sobre las promesas que se le hicieran y que no habían sido mantenidas. Una historia acerca de un destino en el que se le había hecho creer y que la había traicionado vilmente y despojado de su herencia. Acerca de cómo cada vez, cuando ya comenzaba a creer, caían sobre ella las ofensas, el dolor, la injusticia y la humillación. Acerca de cómo aquéllos en los que confiaba y a los que amaba la habían traicionado, no habían acudido en su ayuda cuando sufría, cuando la amenazaban la vergüenza, el tormento y la muerte. Una historia sobre los ideales a que le habían recomendado mantenerse fiel y que la habían fallado, traicionado y abandonado precisamente cuando los necesitaba, demostrando cuan poco valor tenían. Acerca de cómo había por fin encontrado ayuda y amistad -y amor- entre quienes en apariencia no cabía buscar ni ayuda ni amistad. Por no mencionar el amor.

Pero nadie pudo haber visto aquello ni mucho menos haberlo oído. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla, en unos cenagales donde nadie se atrevía a adentrarse.

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