Capítulo undécimo

¡Tengo unos ojos muy grandes para verte bien! -gritó el lobato de hierro-. ¡Tengo unas garras muy grandes para poder agarrarte y abrazarte con ellas! Todo lo tengo grande, todo, ahora te convencerás de ello. ¿Por qué me miras de ese modo tan raro, muchachilla? ¿Por qué no respondes? La brujilla sonrió. -Tengo una sorpresa para ti.

Flourens Delannoy, "La sorpresa", del tomo Cuentos y leyendas

Las adeptas estaban de pie e inmóviles delante de la suma sacerdotisa, estiradas como cuerdas de laúd, tensas, mudas, ligeramente pálidas. Estaban listas para el camino, preparadas hasta en los detalles más nimios. Ropas de viaje masculinas, de color gris, unas zamarras cálidas, pero que no entorpecían los movimientos, cómodas botas élficas. Los cabellos cortados de tal modo que fuera fácil mantenerlos ordenados y limpios en los campamentos y durante las marchas, para que no estorbaran durante el trabajo. Unos hatillos bien empaquetados, pequeños, que sólo contenían víveres para el camino y los útiles más imprescindibles. El resto se lo tenía que dar el ejército. El ejército en el que se habían alistado.

Los rostros de las dos muchachas parecían serenos. Pero sólo en apariencia. Triss Merigold veía que a ambas les temblaban ligeramente las manos y los labios.

El viento agitaba las desnudas ramas de los árboles del parque del santuario, hacía deslizarse las hojas secas sobre las placas de piedra del patio. El cielo era de color granate. Una tormenta de nieve colgaba en el ambiente. Se la sentía.

Nenneke interrumpió el silencio.

– ¿Habéis sido ya asignadas?

– Yo no -masculló Eurneid-. De momento voy a invernar en el campamento de Wyzima. El comisario de enrolamientos dijo que en la primavera se detendrán allá los destacamentos de los condottieros del norte… Voy a ser sanitaria de uno de ellos.

– Yo ya tengo destino. -Iola Segunda sonrió apenas-. A la cirugía de campo, con el señor Milo Vanderbeck.

– Que por lo menos no me traigáis vergüenza. -Nenneke repartió a ambas adeptas sendas miradas amenazadoras-. Que no me deshonréis a mí, al santuario ni el nombre de la Gran Melitele.

– Por supuesto que no, madre.

– Y hacedme el favor de cuidaros.

– Sí, madre.

– Vais a caeros de cansancio mientras estéis con los enfermos, no vais a conocer el sueño. Tendréis miedo, os embargará la duda cuando veáis el dolor y la muerte. Y en esos momentos fácil es echar mano de los narcóticos o de los remedios excitantes. Tened cuidado con ellos.

– Lo sabemos, madre.

– La guerra, el miedo, la matanza y la sangre -la suma sacerdotisa las atravesó con la mirada- también aflojan las costumbres, y para algunas actúan como un fuerte afrodisíaco. Ahora mismo, mocosas, no podéis saber cómo va a actuar sobre vosotras. Por favor, tened también cuidado con esto. Sin embargo, si se llega a algo, tomad medios anticonceptivos. Si pese a todo alguna de vosotras se metiera en problemas, entonces, ¡lejos de matasanos de estraperto y de viejas de aldea! Buscad un santuario o mejor una hechicera.

– Lo sabemos, madre.

– Esto es todo. Ahora podéis acercaros a por mi bendición.

Les puso las manos sobre la cabeza, primero a una, luego a la otra, las abrazó y las besó una detrás de la otra. Eurneid sorbió por la nariz. Iola Segunda rompió a llorar sin más. Nenneke, aunque a ella misma los ojos le brillaban algo más que de costumbre, bufó.

– Sin escenas, sin escenas -dijo, aparentando estar furiosa y crispada-. Vais a una guerra normal y corriente. De allí se vuelve. Tomad los bártulos y hasta la vista.

– Hasta la vista, madre.

Anduvieron a vivo paso hacia la puerta del santuario, sin volverse. La suma sacerdotisa Nenneke, la hechicera Triss Merigold y el escribano Jarre las acompañaron con la mirada.

Este último volvió sobre él la atención con un importuno carraspeo.

– ¿Qué pasa? -Nenneke puso sus ojos sobre él.

– ¡Se lo has permitido! -estalló el muchacho con pasión-. ¡A ellas, unas mujeres, les has permitido alistarse! ¿Y a mí? ¿Por qué a mí no me está permitido? ¿Tengo que seguir volviendo las páginas de pergaminos polvorientos, aquí, detrás de estos muros? ¡No soy un inválido ni un cobarde! Es una vergüenza para mí seguir aquí en el santuario cuando hasta las mujeres…

– Esas mujeres -le interrumpió la sacerdotisa- han estudiado durante toda su joven vida las técnicas de curación y de restablecimiento, el cuidado de los enfermos y heridos. Van a la guerra no por patriotismo ni deseo de aventura, sino porque con toda seguridad allí habrá enfermos y heridos. ¡Un montón de trabajo, de día y de noche! Eurneid, Iola, Myrrha, Katja, Prune, Debora y otras muchachas son la aportación del santuario para esta guerra. El santuario, como parte de la sociedad, paga a la sociedad su deuda. Da al ejército y a la guerra su aportación: especialistas bien entrenadas. ¿Lo entiendes, Jarre? ¡Especialistas! ¡No carne de cañón!

– ¡Todos se alistan! ¡Sólo los cobardes se quedan en casa!

– Has dicho una tontería, Jarre -dijo Triss en voz alta-. No has entendido nada.

– Yo quiero ir a la guerra… -La voz del muchacho se quebró-. Quiero salvar a… Ciri…

– Vaya -dijo Nenneke con tono de burla-. El caballero andante quiere ir a salvar a la dama de su corazón. En un caballo blanco…

Se calló al ver la mirada de la hechicera.

– Basta ya de todo esto, Jarre -reprendió al muchacho con la mirada-. ¡Te he dicho que no te lo permito! ¡Vuelve a tus libros! Estudia. Tu futuro es la ciencia. Vamos, Triss. No perdamos tiempo.

Sobre la tela extendida delante del altar había un peine de hueso, un anillo barato, un libro de cubiertas raídas, un echarpe azul muy gastado. De rodillas, inclinada sobre los objetos, estaba Iola Primera, la sacerdotisa de dones proféticos.

– No te apresures, Iola -le advirtió Nenneke, quien estaba a su lado-. Concéntrate poco a poco. No queremos una predicción repentina, no queremos un enigma con mil respuestas. Queremos una imagen. Una imagen clara. Absorbe el aura de estos objetos, pertenecían a Ciri, Ciri los tocó. Absorbe el aura, poco a poco. No hay por qué apresurarse.

En el exterior aullaba el cierzo y se retorcía la ventisca. La nieve cubrió muy deprisa los tejados y el patio del santuario.

Era el día decimonoveno de noviembre. Luna llena.

– Estoy lista, madre -dijo Iola Primera con su voz melodiosa.

– Comienza.

– Un momento. -Triss se levantó del banco como impulsada por un muelle, arrojó de sus hombros la piel de chinchilla-. Un momento, Nenneke. Quiero entrar en trance con ella.

– Eso es arriesgado.

– Lo sé. Pero yo quiero ver. Con mis propios ojos. Se lo debo. A Ciri… Amo a esa muchacha como a una hermana menor. En Kaedwen me salvó la vida, arriesgando su propia cabeza…

La voz de la hechicera se quebró de pronto.

– Lo mismito que Jarre. -La suma sacerdotisa meneó la cabeza-. Corres a salvarla, a ciegas, a matacaballo, sin saber adonde ni por qué. Pero Jarre es un muchachillo ingenuo, mientras que tú eres una maga adulta y al parecer sabia. Debieras saber que no ayudas a Ciri entrando en trance. Y que sin embargo te puedes perjudicar a ti misma.

– Quiero entrar en trance junto con Iola -repitió Triss, mordiéndose los labios-. Permítemelo, Nenneke. Al fin y al cabo, ¿cuál es el riesgo? ¿Un ataque de epilepsia? Incluso si así fuera, me sacas de él y en paz.

– Te arriesgas -dijo Nenneke muy despacio- a que veas aquello que no debieras ver.

El Monte, pensó Triss con aprensión, el Monte de Sodden. En el que morí una vez. En el que me enterraron y grabaron mi nombre en el obelisco de mi tumba. El Monte y la tumba que algún día se acordarán de mí.

Lo sé. Ya me fue predicho antes.

– Yo ya he tomado mi decisión -dijo con voz fría y altiva, al tiempo que se levantaba y echaba con las dos manos su hermoso pelo por detrás del cuello-. Comencemos.

Nenneke se arrodilló, apoyó la frente en las manos juntas.

– Comencemos -dijo en voz baja-. Prepárate, Iola. Arrodíllate junto a mí, Triss. Toma a Iola de la mano.

En el exterior era de noche. Aullaba el cierzo, caía la nieve.

Al sur, allá tras los Montes de Amell, en Metinna, en el país llamado Cien Lagos, en un lugar alejado de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele unos quinientos mil vuelos de cuervo, una pesadilla despertó bruscamente al pescador Gosta. Al despertarse, Gosta no pudo recordar el contenido de lo que había soñado, pero una extraña intranquilidad no le permitió volver a conciliar el sueño durante mucho tiempo.

Todo pescador que conozca su oficio sabe que si hay que capturar una perca, sólo se consigue con los primeros hielos.

El invierno de aquel año, aunque inesperadamente tempranero, se burlaba de todos y era tan caprichoso como una mozuela hermosa y con éxito. Los primeros hielos y las primeras nevadas dieron una desagradable sorpresa, como un ladrón en una emboscada. Fue al principio de noviembre, hacia Saovine, en una época en la que todavía nadie se esperaba nieves ni hielos y había un montón de trabajo. Ya hacia la mitad de noviembre una delgada capita cubrió el lago y cuando casi casi parecía que iba a poder sostener el peso de un hombre, el caprichoso invierno cedió de pronto, volvió el otoño, redobló la lluvia, y la capa humedecida por ella gimió, se desgajó de la orilla y la deshizo el cálido viento del sur. ¿Qué diablos?, se asombraban los labradores. ¿Es invierno o no es invierno?

No habían pasado ni tres días cuando volvió el invierno. Esta vez sin nieves, sin ventiscas, pero a cambio el frío golpeaba como el herrero con el martinete. Hasta hacía temblar los huesos. En el transcurso de una noche el agua que se deslizaba por los aleros de los tejados se convirtió en afilados carámbanos de hielo y los patos, sorprendidos por el hecho, a poco no se quedaron pegados a los congelados cenagales.

Y los lagos de Mil Trachta lanzaron un suspiro y se quedaron petrificados en forma de hielo.

Gosta esperó todavía un día, para estar seguro, luego sacó de la troje una caja con una cuerda para llevarla al hombro, dentro de la cual tenía sus aparejos de pesca. Limpió con cuidado sus botas de paja, tomó la zamarra, asió el punzón, el saco y se apresuró al lago.

Ya se sabe: si se trata de la perca, lo mejor con el primer hielo.

El hielo era fuerte. Se rehundía un pelín bajo el peso, chirriaba algo, pero resistía. Gosta avanzó perpendicularmente, abrió un hueco con el punzón, se sentó sobre la caja, desenrolló la cuerda de pelo de caballo asida a una corta verga de alerce, le prendió un pez de estaño con un gancho, la lanzó al agua. La primera perca, de medio codo, picó el anzuelo antes de que cayera la cuerda y se tensara.

No había pasado ni una hora cuando alrededor del agujero en el hielo yacían ya más de medio centenar de peces verdes, rayados, con aletas tan rojas como la sangre. Gosta tenía más percas de las que necesitaba, pero su euforia de pescador no le permitía dejar de pescar. Al fin y al cabo, siempre podía regalar los peces a los vecinos.

Escuchó un relincho agudo.

Alzó la cabeza del hueco. En la orilla del río había un hermoso caballo negro, de los ollares le salía una nube de vaho. El jinete, vestido con un abrigo de piel de almizclera, tenía el rostro embargado por la locura.

Gosta tragó saliva. Era demasiado tarde para salir huyendo. En lo más profundo de su espíritu, sin embargo, contaba con que el jinete no se iba a atrever a adentrarse con el caballo en el quebradizo hielo.

Seguía moviendo maquinalmente la caña, otra perca tiró de la cuerda. El pescador la cogió, la desenganchó y la arrojó sobre el hielo. Con el rabillo de un ojo vio cómo el jinete desmontaba, arrojaba las riendas a un desnudo arbusto y se acercaba a él, pisando con precaución en la superficie resbaladiza. La perca se agitaba en el hielo, estiraba la aleta puntiaguda, meneaba las agallas. Gosta se levantó, se inclinó y tomó el punzón, que en caso de necesidad podía servirle de arma.

– No tengas miedo.

Era una muchacha. Ahora, cuando se retiró el pañuelo del rostro, le vio la cara, deformada por una horrible cicatriz. Llevaba una espada cruzada a la espalda, veía la empuñadura de hermoso trabajo que surgía por encima del hombro.

– No te haré nada malo -dijo en voz baja-. Sólo quiero preguntar por algo.

Sí, claro, pensó Gosta. Lo que tú digas. Justo ahora, en invierno. Durante la helada. ¿Quién pasea o viaja? Sólo los ladrones. O algún desertor.

– Este país. ¿Es Mil Trachta?

– Cierto… -murmuró, mirando al agujero, al agua negra-. Mil Trachta. Pero nostros decimos: Cien Lagos.

– ¿Y el lago de Tarn Mira? ¿Sabes de un lago así?

– Tos lo conocen. -Miró a la muchacha, asustado-. Ca en estos lares lo decimos Sinfondo. Un lago maldito. Una jondura tremenda. Las ninfas moran allí, ahogan al que pasa. Y en unas ruinas viejas y encantadas anidan las ánimas.

Vio cómo los ojos verdes de la muchacha brillaban.

– ¿Hay ruinas allí? ¿Una torre, quizá?

– ¡Qué va a haber una torre! -No consiguió contener un resoplido-. Unos pedruscos encima dotros, amontonaos, tos llenos de yerbajos crecíos, montones de cascotes…

La perca dejó de saltar, yacía moviendo las agallas entre sus hermanas de coloreadas rayas. La muchacha se quedó absorta, pensativa.

– La muerte en el hielo -dijo- posee en sí misma algo como fascinante.

– ¿Lo qué?

– ¿Qué lejos queda de aquí el lago de las ruinas? ¿Por dónde hay que ir?

Se lo dijo. Se lo señaló. Incluso hizo un dibujo en el hielo con la punta aguda del punzón. Movió la cabeza, mientras se lo aprendía. La yegua a la orilla del lago golpeaba con los cascos en los terrones congelados, relinchaba, arrojaba vaho con un sonido ronco.

Miró cómo se alejaba a lo largo de la orilla occidental del lago, cómo galopaba por las aristas del barranco que bajaba hacia el agua, por delante de los alisos y sauces sin hojas ya, a través del hermoso bosque de cuento de hadas, decorado por la helada con un blanco baño de escarcha. La yegua mora corría con una gracia indescriptible, veloz y al mismo tiempo ligera, apenas se podían escuchar los golpeteos de sus cascos sobre el suelo helado, apenas expulsaba de las ramas que golpeaba la nieve plateada. Como si por aquel bosque de cuento de hadas escarchado y paralizado por la helada estuviera cabalgando no un caballo normal, sino un caballo de cuento, un caballo fantasma.

¿Y no sería aquello una aparición?

¿Un demonio en un caballo espectral, un demonio que había tomado el aspecto de una muchacha de grandes ojos verdes y rostro deforme?

¿Quién, si no un demonio, viaja en invierno? ¿Pregunta el camino a unas ruinas malditas?

Cuando se fue, Gosta recogió a toda prisa sus avíos de pescador. Llegó a casa cruzando el bosque. Era un camino más largo, pero la razón y el instinto le aconsejaban que no fuera por el sendero, que no se expusiera a la vista. La muchacha, le decía la razón, pese a todas las apariencias, no era un fantasma, era un ser humano. La yegua mora no era una aparición sino un caballo. Y detrás de los que cabalgan a toda prisa por despoblados, y para colmo en invierno, suelen ir los perseguidores.

Una hora más tarde los perseguidores galoparon por el sendero. Catorce jinetes.

Rience volvió a agitar el cofrecillo de plata, blasfemó, golpeó con rabia el arzón de la silla. Pero el xenovoce guardaba silencio. Como si estuviera maldito.

– Mierda de magia -comentó Bonhart con voz fría-. Se jodio, vaya un cacharro de feria.

– O Vilgefortz nos demuestra lo que le importamos -añadió Stefan Skellen.

Rience alzó la cabeza y los miró a ambos con ojos de enfado.

– Gracias al cacharro de feria estamos en la pista y no la perderemos. Gracias al señor Vilgefortz sabemos adonde se dirige esta muchacha. Sabemos adonde vamos y lo que tenemos que hacer. Opino que esto es mucho. En comparación con vuestras acciones de hace un mes.

– No hables tanto. Eh, Bóreas, ¿qué dicen las señales?

Bóreas Mun se enderezó, tosió.

– Estuviera aquí como una hora antes que nosotros. Cuando puede, intenta cabalgar deprisa. Mas éste es un terreno difícil. Ni siquiera en esa su yegua tan extraordinaria nos lleva una ventaja de cinco o seis millas.

– Y en verdad se mete entre estos lagos -murmuró Skellen-. Vilgefortz tenía razón, y yo no lo creí…

– Yo tampoco -reconoció Bonhart-. Pero sólo hasta el momento en que los labriegos ayer confirmaran que en el lago Tarn Mira hay de verdad algún constructo mágico.

Los caballos bufaron, el vaho les brotaba por los ollares. Antillo lanzó un vistazo por su hombro izquierdo a Joanna Selborne. Desde hacía algunos días no le gustaba el aspecto de la cara de la telépata. Se está poniendo nerviosa, pensó. Esta persecución nos ha cansado a todos, física y psíquicamente. Ya es hora de terminar. Lo más pronto posible.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Recordó el sueño que lo embargó la noche anterior.

– ¡Vale ya! -Se sacudió-. Basta de meditaciones. ¡A los caballos!

Bóreas Mun bajó del caballo, observó las huellas. No era fácil. Con la tierra completamente congelada, sobre los terrones, los montones de nieve, la nieve empujada por el viento sólo se mantenía en los surcos y las hendiduras. En ellas buscaba Boreas las pisadas de los cascos de la yegua mora. Tenía que prestar mucha atención para no perder el rastro, sobre todo ahora cuando la voz mágica que les llegaba de la cajita de plata se había callado y había dejado de prestarles consejo y advertirles.

Estaba inhumanamente cansado. E intranquilo. Perseguían a la muchacha desde hacía ya casi tres semanas, desde Saovine, desde la masacre de Dun Dáre. Casi tres semanas sobre las sillas, todo el tiempo al acoso. Y ni la yegua mora ni la muchacha que iba sobre ella desfallecían ni aminoraban la velocidad.

Bóreas Mun observaba las huellas.

No podía dejar de pensar en el sueño que le había asaltado la última noche. En ese sueño se hundía, se ahogaba. Las negras aguas se cerraban sobre su cabeza y él bajaba hacia el fondo, el agua helada le llenaba la garganta y los pulmones. Se había despertado sudoroso, mojado, febril, aunque a su alrededor hacía un frío de perros.

Basta ya, pensó, al bajar de la silla para observar las huellas. Ya es hora de acabar con esto.

– ¿Maestro? ¿Me escucháis? ¿Maestro?

El xenovoce callaba como un maldito.

Rience meneó con fuerza los brazos, echó el aliento sobre las manos heladas. El cuello y la espalda estaban ateridos del frío, la cruz y el dorso le dolían, cada movimiento un poco fuerte del caballo le recordaba este dolor. Ya no tenía fuerzas ni para maldecir.

Casi tres semanas sobre las sillas, en una persecución incansable. Con un frío penetrante y, desde hacía un par de días, con una helada que rompía los huesos.

Y Vilgefortz calla.

Nosotros también callamos. Y nos miramos los unos a los otros como lobos.

Rience extendió las manos, tiró de los guantes.

Skellen, pensó, cuando pone los ojos en mí, tiene una mirada extraña. ¿Acaso prepara una traición? Demasiado rápido y demasiado fácil se avino con Vilgefortz… Y este destacamento, estos ganapanes, al fin y al cabo le son fieles a él, cumplen sus órdenes. Si prendiéramos a la muchacha, estaría presto, sin atender a ningún pacto, a matarla o a conducirla a esos sus conspiradores para poner en práctica sus locas ideas de democracia y gobiernos ciudadanos.

¿O puede que a Skellen ya se le hayan pasado las ganas de conspirar? ¿Puede que un conformista y oportunista nato como él piense ahora en entregarle la muchacha al emperador Emhyr?

Me mira con ojos extraños. El Antillo. Y toda su banda… Esa Kenna Selborne…

¿Y Bonhart? Bonhart es un sádico impredecible. Cuando habla de Ciri, la voz le tiembla de rabia. Según su capricho, cuando capturemos a la muchacha puede estar dispuesto a atacarla o a raptarla para obligarla a luchar en los circos. ¿El pacto con Vilgefortz? A él le importará un pimiento. Sobre todo ahora que Vilgefortz…

Tomó el xenovoce de bajo el brazo.

– ¿Maestro? ¿Me escucháis? Aquí Rience…

El aparatillo guardaba silencio. Rience ya ni siquiera tenía ganas de maldecir.

Vilgefortz calla. Skellen y Rience sellaron un pacto con él. Y en uno o dos días, cuando alcancemos a la muchacha, puede suceder que no haya pacto. Y entonces a mí me puede tocar que me pongan un cuchillo en la garganta. O que me lleven a Nilfgaard en cadenas, como prueba y prenda de la lealtad del Antillo…

¡Voto a bríos!

Vilgefortz calla. No proporciona consejos. No señala el camino. No aclara las dudas con esa voz suya tan serena, lógica, que llega hasta lo profundo del alma. Calla.

El xenovoce ha sufrido una avería. ¿Puede que sea a causa del frío? O puede…

¿Puede ser que Skellen tenga razón? ¿Puede ser verdad que Vilgefortz esté haciendo otra cosa y no se preocupa de nosotros ni de nuestra suerte?

Por todos los diablos, no pensé que esto fuera a ser así. Si lo hubiera sospechado, no habría accedido a esta tarea… Hubiera ido a matar al brujo en vez de Schirrú. ¡Su perra madre! Yo me estoy aquí pelando de frío y Schirrú seguro que está bien caliente…

Pensar que yo mismo me empeñé para que me encargaran a Ciri y le dieran el brujo a Schirrú. Yo mismo lo pedí…

Entonces, a principios de septiembre, cuando Yennefer cayó en nuestras manos.

El mundo, que todavía un minuto antes parecía una negrura irreal, laxa, pegajosa y turbia, adoptó de repente ásperos contornos y superficies. Se aclaró. Se volvió real.

Yennefer abrió los ojos, agitada por unos temblores espasmódicos. Estaba tendida sobre piedras, entre cadáveres y tablas destrozadas, aplastada por los restos de las jarcias del drakkar Alción. A su alrededor veía piernas. Piernas calzadas con pesadas botas. Una de aquellas botas hacía un momento le había atizado una patada, lo que sirvió para hacerla volver en sí.

– ¡Levanta, hechicera!

Otra patada, que la embargó de dolor hasta las raíces de los dientes. Vio un rostro que se inclinaba sobre ella.

– ¡Que te levantes, he dicho! ¡De pie! ¿Me reconoces?

Ella frunció los ojos. Lo reconocía. Era el tipo que hacía tiempo había quemado cuando estaba huyendo de ella por medio del teleporte. Rience.

– Vamos a arreglar cuentas -le prometió-. Vamos a arreglar cuentas por todo, puta. Te voy a enseñar lo que es el dolor. Con estas manos y estos dedos te voy a enseñar el dolor.

Ella se tensó, apretó y extendió la mano, lista para lanzar un hechizo. E inmediatamente se hizo un ovillo, ahogándose, gimiendo y temblando. Rience se carcajeó.

– No sale nada, ¿eh? -escuchó Yennefer-. ¡No tienes ni una miga de Fuerza! ¡No te puedes medir con los hechizos de Vilgefortz! Te ha sacado hasta la última gota, como se saca el suero del queso con un cincho. Ni siquiera eres capaz de…

No terminó. Yennefer extrajo un estilete de una vaina que llevaba atada a la parte interior del muslo, se alzó como un gato y acuchilló a ciegas. No acertó, la hoja sólo rozó el objetivo, rasgó el material de los pantalones. Rience retrocedió de un salto y se dio la vuelta.

De inmediato cayó sobre ella una lluvia de golpes y patadas. Aulló cuando una pesada bota cayó sobre su brazo, quitándole el puñal de su mano estrujada. Otra bota la pateó en el bajo vientre. La hechicera se dobló con un estertor. La levantaron del suelo, le pusieron las manos a la espalda. Vio un puño que volaba en su dirección, el mundo de pronto brilló con deslumbrantes colores, el rostro explotó en dolor. La ola de dolor se extendió hacia abajo, hacia el vientre y el perineo, transformó las rodillas en una fofa gelatina. Se quedó colgada de los brazos que la sujetaban. Alguien la agarró por los cabellos y tiró, haciéndole alzar la cabeza. La golpearon otra vez, en la cuenca del ojo, otra vez desapareció todo y se difuminó en un brillo cegador.

No se desmayó. Lo sintió todo. La golpearon. La golpearon con fuerza, con crueldad, tal y como se golpea a un hombre. Con golpes que no sólo han de doler, sino también quebrar, que han de extraer de quien es golpeado toda la energía y la voluntad de resistencia. La golpearon mientras se convulsionaba en el abrazo de acero de muchas manos.

Quería desmayarse pero no podía. Lo sentía todo.

– Basta -escuchó de pronto, a lo lejos, desde detrás de la cortina de dolor-. ¿Te has vuelto loco, Rience? ¿Queréis matarla? Me es necesaria con vida.

– Le prometí a ella, maestro -bramó una sombra temblorosa que poco a poco adoptaba la silueta y el rostro de Rience-. Le prometí que se lo haría pagar… Con estas manos…

– Poco me importa lo que le hayas prometido. Te repito que me es necesaria viva y capaz de hablar articuladamente.

– A los gatos y las meigas -se rió el que la agarraba por los cabellos- no es tan fácil sacarles las tripas.

– No te hagas el listo, Schirrú. He dicho que basta ya de golpes. Levantadla. ¿Cómo estás, Yennefer?

La hechicera escupió sangre, levantó el rostro entumecido. No lo reconoció a primera vista. Llevaba una especie de máscara que le cubría toda la parte izquierda de la cabeza. Pero sabía quién era.

– Vete al diablo, Vilgefortz -balbuceó, rozando cuidadosamente con la lengua los dientes anteriores y los labios mutilados.

– ¿Qué te han parecido mis hechizos? ¿Te gustó cómo te recogí en el mar junto con el barco? ¿Te gustó el vuelo? ¿Con qué hechizos te protegiste que conseguiste sobrevivir a la caída?

– Vete al diablo.

– Arrancadle del cuello esa estrella. Y al laboratorio con ella. No perdamos el tiempo.

La curaron, la arrastraron, a veces la llevaron cogida. Una planicie pétrea, sobre ella yacía el destrozado Alción. Y muchos otros barcos naufragados, con sus erguidas cuadernas que recordaban los esqueletos de monstruos marinos. Crach tenía razón, pensó. Los barcos que habían desaparecido sin dejar huella en el Abismo no habían caído a causa de una catástrofe natural. Por los dioses… Pavetta y Duny…

En la planicie, a lo lejos, las cumbres de unas montañas se perfilaban sobre un cielo nublado.

Luego hubo muros, puertas, galerías, pavimentos, escaleras. Todo un tanto extraño, innaturalmente grande… Y pocos detalles que le permitieran enterarse de dónde se encontraba, adonde había ido a parar, adonde la había llevado el encantamiento. Le latía el rostro, lo que dificultaba todavía más la observación. El único sentido que le proporcionaba información era el olfato: al instante percibió el olor de la formalina, el éter, el alcohol. Y la magia. El olor de un laboratorio.

La sentaron con brutalidad en un sillón de metal, alrededor de sus muñecas y tobillos se cerraron dolorosamente unas frías y apretadas abrazaderas. Antes de que las mandíbulas de hierro de un torno le apretaran la sien y le inmovilizaran la cabeza, le dio tiempo a mirar a lo largo de la amplia y brillante sala. Vio otro sillón, una extraña construcción de acero sobre un pedestal de piedra.

– Ciertamente -escuchó la voz de Vilgefortz, quien estaba detrás de ella-. Este sillón es para tu Ciri. Espera desde hace mucho tiempo, ya no aguanta la espera. Yo tampoco.

Le escuchaba muy cerca de ella, hasta sentía su aliento. Le clavaba agujas en la piel de la cabeza, le aferró algo a los lóbulos de las orejas. Luego se puso de pie delante de ella y se quitó la máscara. Yennefer lanzó un suspiro sin quererlo.

– Esto es obra de tu Ciri, precisamente -dijo, mientras señalaba lo que antaño habían sido unos rasgos de belleza clásica, ahora terriblemente destrozados, atravesados por unos enganches y grapas de oro que sujetaban un cristal multifacetado en la órbita izquierda-. Intenté cogerla cuando entraba en el telepuerto de la Torre de la Gaviota -explicó con serenidad el hechicero-. Quería salvar su vida, estaba seguro de que el teleporte la iba a matar. ¡Ingenuo! Lo atravesó tan sencillamente, con tanta fuerza, que el portal estalló, me explotó en la propia cara. Perdí un ojo y la mejilla izquierda, también bastante piel en el rostro, el cuello y el pecho. Muy triste, muy doloroso y muy capaz de complicar la vida. Y muy feo, ¿no es cierto? Ja, tendrías que haberme visto antes de que comenzara a regenerarlo mágicamente.

»Si creyera en tales cosas -continuó, al tiempo que le introducía en la nariz un tubito de cobre- pensaría que es una venganza de Lydia van Bredevoort. Desde la tumba. Estoy regenerándolo, pero muy despacio, lenta y penosamente. La reconstrucción de los globos oculares, sobre todo, presenta muchas dificultades… El cristal que tengo en la órbita del ojo cumple estupendamente su función, veo en tres dimensiones, pero de todos modos es un cuerpo extraño, la falta de un globo ocular propio me conduce a veces a verdaderos estallidos. Entonces, embargado por una rabia ciertamente irracional, me juro a mí mismo que si agarro a Ciri, nada más cogerla le ordenaré a Rience que le saque uno de esos grandes ojos verdes. Con los dedos. Con estos dedos, como acostumbra a decir. ¿Guardas silencio, Yennefer? ¿Sabes que tengo ganas de sacarte un ojo a ti también? ¿O los dos?

Le estaba clavando gruesas agujas en las venas del dorso de la mano. A veces no acertaba, le traspasaba hasta el hueso. Yennefer apretó los dientes.

– Me has causado problemas. Me has obligado a alejarme de mi trabajo. Me has expuesto a riesgos. Metiéndote con ese barco en el Abismo de Sedna, en mi Absorbedor… El eco de nuestro pequeño duelo fue muy fuerte y alcanzó lejos, pudo haber llegado a oídos curiosos y no permitidos. Pero no fui capaz de contenerme. La idea de que te iba a poder tener aquí, de que te iba a poder conectar a mi escáner, era demasiado atractiva.

«Porque seguro que no creerás -le clavó otra aguja- que me dejé engatusar por tu provocación. Que me tragué el anzuelo. No, Yennefer, si piensas así, confundes el cielo con las estrellas que se reflejan por la noche en la superficie de un estanque. Tú me perseguías y al mismo tiempo yo te perseguía a ti. Al cruzar el Abismo, simplemente me facilitaste la tarea. Porque yo, como ves, no puedo escanear a Ciri, ni siquiera con ayuda de esta herramienta que no tiene igual. La muchacha tiene un poderoso mecanismo defensivo de nacimiento, una poderosa aura antimágica y supresora propia: al fin y al cabo es de la Vieja Sangre… Pero aun así mi superescáner debiera poder encontrarla. Y no la encuentra.

Yennefer ya estaba completamente cubierta por una red alambres de plata y cobre, entibada por un andamiaje de tubitos de plata y porcelana. En unos soportes pegados al sillón se agitaban unos recipientes de cristal que contenían unos líquidos incoloros.

– Así que pensé -Vilgefortz le introdujo otro tubito en la nariz, esta vez de cristal- que la única forma de escanear a Ciri era una sonda empática. Sin embargo, para ello me era necesaria una persona que tuviera con la muchacha un contacto emocional lo suficientemente fuerte y que trabajara con una matriz empática, un especie de, por usar un neologismo, algoritmo de los sentimientos y simpatías mutuas. Pensé en el brujo, pero el brujo había desaparecido, aparte de ello los brujos son malos médiums. Tenía intenciones de ordenar que raptaran a Triss Merigold, nuestra Decimocuarta del Monte. Le di vueltas a la idea de traer a Nenneke de Ellander… Pero cuando resultó que tú, Yennefer de Vengeberg, por tu propia voluntad, te ponías en mis manos… De verdad, no podía haber contado con nada mejor… Te conectaré al aparato y me escanearás a Ciri. La tarea precisa de cooperación por tu parte, es verdad… Pero, como sabes, hay métodos para obligarte a cooperar.

«Por supuesto -siguió, mientras se frotaba las manos-, habría que aclararte unas cuantas cosas. Por ejemplo, cómo y de qué forma me enteré de esto de la Vieja Sangre. ¿Y de la herencia de Lara Dorren? ¿Qué es en realidad ese gen? ¿Cómo se llegó a que Ciri lo tuviera? ¿Quién se lo transmitió? ¿De qué forma se lo voy a quitar a ella y para qué lo voy a utilizar? ¿Cómo funciona el Absorbedor del Abismo, a quién absorbí con él, qué es lo que hice con los absorbidos y por qué? ¿Verdad que son muchas preguntas? Hasta me da pena que no haya tiempo para contártelo todo, de aclarártelo todo. Buf, y de asombrarte, porque estoy seguro de que algunos hechos te asombrarían, Yennefer… Pero, como se ha dicho, no hay tiempo. Los elixires comienzan a funcionar, es hora de que comiences a concentrarte.

La hechicera apretó los dientes, ahogando un profundo gemido que le desgarraba las entrañas.

– Lo sé. -Vilgefortz asintió con la cabeza, al tiempo que acercaba un enorme megascopio profesional, una pantalla y una gran bola de cristal sustentada en un trípode y que estaba cubierta por una red de alambres de plata-. Lo sé, es muy molesto. Y duele mucho. Cuanto antes te pongas a escanear, menos durará. Venga, Yennefer. Quiero ver a Ciri aquí, en esta pantalla. Dónde está, con quién, qué hace, con quién duerme y dónde.

Yennefer lanzó un grito penetrante, salvaje, desesperado.

– Duele -se imaginó Vilgefortz, clavando en ella su ojo vivo y el cristal muerto-. Por supuesto que duele. Escanea, Yennefer. No te resistas. No te hagas la heroína. Sabes bien que no puedes resistirlo. Las consecuencias de tu oposición pueden ser lamentables, puedes sufrir un derrame, sufrir paraplejia o convertirte en un vegetal. ¡Escanea!

Ella apretó las mandíbulas hasta que le temblaron los dientes.

– Venga, Yennefer -dijo el hechicero con voz suave-. ¡Aunque sólo sea por curiosidad! Seguro que sientes curiosidad por saber cómo se las apaña tu pupila. ¿Y no la amenazará algún peligro? ¿Puede que se halle en necesidad? Sabes de sobra cuántas personas le desean el mal a Ciri y anhelan su perdición. Escanea. Cuando averigüe dónde está la muchacha la traeré aquí. Aquí estará segura… Aquí no la encontrará nadie. Nadie.

Su voz era aterciopelada y cálida.

– Escanea, Yennefer. Escanea. Te lo pido. Te doy mi palabra: tomaré de Ciri lo que necesito. Y luego os devolveré a las dos la libertad. Lo juro.

Yennefer apretó todavía más los dientes. Un hilillo de sangre le corrió por la barbilla. Vilgefortz se levantó bruscamente, agitó una mano.

– ¡Rience!

Yennefer sintió cómo le apretaban algún instrumento a sus manos y dedos.

– A veces -dijo Vilgefortz, mientras se inclinaba sobre ella-, allí donde fallan la magia, los elixires y narcóticos, tiene éxito con los que se resisten el viejo y buen dolor, el dolor clásico, común y corriente. No me obligues a ello. Escanea.

– ¡Vete al diablo, Vilgefortz!

– Haz girar el perno, Rience. Poco a poco.

Vilgefortz miró el cuerpo inerte que estaba tendido en el suelo en dirección a las escaleras que conducían al sótano. Luego alzó el ojo hacia Rience y Schirrú.

– Siempre existe el riesgo -dijo- de que alguno de vosotros caiga en manos de mis enemigos y le interroguen. Me gustaría creer que en ese caso mostraríais no menos dureza de cuerpo y espíritu. Sí, me gustaría creerlo. Pero no lo creo.

Rience y Schirrú callaban. Vilgefortz puso de nuevo el megascopio en marcha, una imagen, generada por el enorme cristal, apareció en la pantalla.

– Esto todo es lo que escaneó -dijo, señalando con un dedo-. Yo quería a Cirí, ella me dio al brujo. Curioso. No permitió que le extrajeran la matriz empática de la muchacha, pero con Geralt se quebró. No me imaginaba que albergara sentimiento alguno hacia ese Geralt… Pero en fin, nos contentaremos de momento con lo que tenemos. El brujo, Cahir aep Ceallach, el bardo Jaskier, una mujer. Humm… ¿Quién va a asumir esta tarea? ¿La solución final de la cuestión brujeril?

Schirrú se presentó como voluntario, recordaba Rience, incorporándose sobre los estribos para aliviar siquiera un poco sus doloridas posaderas. Schirrú se presentó para matar al brujo. Conocía el lugar en el que Yennefer había escaneado a Geralt y su compañía, tenía allí amigos o incluso parientes. A mí, por mi parte, Vilgefortz me envió a negociar con Vattier de Rideaux, luego a perseguir a Skellen y Bonhart…

Y yo, tonto de mí, me alegré entonces, seguro de que me había tocado una tarea mucho más fácil y agradable. Una que llevaría a cabo rápidamente, con facilidad y gusto…

– Si los campesinos no mintieron -Stefan Skellen estaba de pie en los estribos- el lago debe de estar detrás de esa colina, en la hondonada.

– También lleva allí el rastro -confirmó Boreas Mun.

– Entonces, ¿por qué estamos parados? -Rience se tocó su helada oreja-. ¡Picad espuelas y en marcha!

– No tan presto -le contuvo Bonhart-. Separémonos. Rodeemos la colina. No sabemos por qué orilla del lago haya ido. Si escogemos la dirección equivocada puede que de pronto nos encontremos con que el lago nos separa de ella.

– Más razón que un santo -sancionó Boreas.

– El lago está cubierto de hielo.

– Puede ser demasiado débil para los caballos. Bonhart tiene razón, hay que separarse.

Skellen impartió las órdenes con rapidez. El grupo dirigido por Bonhart, Rience y Ola Harsheim, compuesto de siete jinetes, galopó por la orilla oriental, desapareciendo con rapidez en el oscuro bosque.

– Bien -ordenó Antillo-. Vamos, Silifant…

De inmediato se dio cuenta de que algo no era como tenía que ser.

Dio la vuelta al caballo, le dio una palmada con la fusta, se acercó a Joanna Selborne. Kenna hizo retroceder a su rocín, tenía el rostro como de piedra.

– De eso nada, señor coronel -dijo ella roncamente-. Ni intentarlo habrías. Nosotros no vamos con vosotros. Nosotros nos volvemos. Nosotros estamos hartos de esto.

– ¿Nosotros? -aulló Dacre Silifant-. ¿Quiénes son esos nosotros? ¿Qué es esto, un motín?

Skellen se inclinó en la silla, escupió a la helada tierra. Detrás de Kenna estaban Andrés Fyel y Til Echrade, el elfo rubio.

– Señora Selborne -dijo Antillo, arrastrando una voz cargada de veneno-. La cuestión no es que vos desperdiciáis una carrera que se prevé con futuro, que disipáis y malgastáis la oportunidad de vuestra vida. La cuestión es que vais a ser sometida a tormento. Junto con esos idiotas que os han escuchado.

– Lo que tenga que sonar, sonará -respondió filosóficamente Kenna-. Y no nos asustéis con el verdugo, señor coronel. No ha forma de saber quién sea más cerca del cadalso, si nosotros o vos.

– ¿Así juzgas? -Los ojos de Antillo echaban chispas-. ¿De ello te convenciste al leer ladinamente los pensamientos de alguien? Teníate por más lista. Y tú tan sólo una tonta eres, mujer. ¡Conmigo siempre se gana, contra mí siempre se pierde! Recuérdalo. Incluso si me tuvieras por caído, aún habría de ser capaz de mandarte a la horca. ¿Lo oís, todos vosotros? ¡Con ganchos al rojo os haré separar la carne de los huesos!

– Sólo se nace una vez, señor coronel -dijo con voz suave Til Echrade-. Vos habéis elegido vuestro camino, nosotros el nuestro. Ambos son inseguros y plenos de contingencia. Y nadie sabe qué a quién el hado prepara.

– No nos vais a azuzar contra la muchacha como a esos perros, señor Skellen. -Kenna alzó la cabeza con orgullo-. Y no nos vamos a dejar destripar al final como perros, al modo de Neratin Ceka. Y basta de chácharas. ¡Volvemos! ¡Boreas! Ándate con nosotros.

– No. -El rastreador menó la cabeza, mientras se limpiaba la frente con su gorra de piel-. Que tengáis salud, nada malo os deseo. Mas me quedo. El deber. Lo he jurado.

– ¿A quién? -Kenna frunció el ceño-. ¿Al emperador o a Antillo? ¿O a un hechicero que habla desde una caja?

– Soy un soldado. El deber.

– Esperad. -gritó Dufficey Kriel, saliendo de por detrás de Dacre Silifant-. Voy con vosotros. ¡También estoy harto! Anoche soñé mi propia muerte. ¡Yo no quiero diñarla por esta asquerosa causa!

– ¡Traidores! -gritó Dacre, enrojeciendo como una cereza, parecía que la sangre negra le saltaba de la cara-. ¡Felones! ¡Perros sarnosos!

– Cierra el pico. -Antillo seguía mirando a Kenna, y tenía los ojos tan horribles como el pájaro de quien había tomado el apodo-. Ellos han escogido su camino, ya lo has oído. No hay por qué gritar ni por qué gastar saliva. Pero nos volveremos a ver algún día. Os lo prometo.

– Puede que en el mismo cadalso -dijo Kenna sin odio-. Porque a vos, Skellen, no se os castigará junto con los grandes príncipes, sino con nosotros, el vulgo. Mas razón tenéis, no hay por qué gastar saliva. Vamos. Adiós, Boreas. Adiós, don Silifant.

Dacre escupió por entre las orejas del caballo.

– Y helo aquí lo que dijera. -Joanna Selborne alzó la cabeza con orgullo, se retiró un rizo oscuro del rostro-. No he más de añadir, señores del tribunal.

El presidente del tribunal la miró desde arriba. Tenía un rostro indescifrable. Ojos grises. Y bondadosos.

Y qué más me da, pensó Kenna, lo voy a intentar. Sólo se muere una vez, o todo o nada. No me voy a pudrir en la ciudadela esperando la muerte. Antillo no hablaba por hablar, hasta desde la tumba estaría dispuesto a vengarse…

¡Y qué más me da! Puede que no se den cuenta. ¡O todo o nada!

Apretó la mano contra la nariz, como si se estuviera limpiando. Miró directamente a los ojos grises del presidente del tribunal.

– ¡Guardias! -dijo el presidente del tribunal-. Por favor, conduzcan a la testigo Joanna Selborne de vuelta a…

Se detuvo, tosió. De pronto le apareció sudor en la frente.

– A la secretaría -terminó, respiró con fuerza-. Que se escriba el documento necesario. Y se la deje libre. La testigo Selborne no le es ya necesaria a este tribunal.

Kenna se limpió furtivamente la gota de sangre que le salía de la nariz. Sonrió encantadoramente y agradeció con una delicada inclinación.

– ¿Que desertaron? -repitió Bonhart con incredulidad-. ¿Los otros desertaron? ¿Y nada, que se fueron, así por las buenas? ¿Skellen? ¿Se lo permitiste?

– Si nos delatan… -comenzó Rience, pero Antillo le cortó de inmediato.

– ¡No nos delatarán porque le tienen aprecio a su cabeza! Y al fin y al cabo, ¿qué podía hacer? Cuando Kriel se les sumó, conmigo no quedaron más que Bert y Mun, y ellos eran cuatro…

– Cuatro no es tanto -dijo Bonhart con rabia-. En cuanto alcancemos a la muchacha me echaré a buscarlos. Y daré de comer con ellos a los cuervos. En nombre de ciertos principios.

– Alcancémosla primero a ella -le interrumpió Antillo, espoleando a su rucio con una fusta-. ¡Boreas! ¡Cuidado con el rastro!

La hondonada estaba cubierta por una densa capa de niebla, pero sabían que allá abajo estaba el lago, porque aquí, en los Mil Trachta, en cada hondonada había un lago. Y en éste hacia el que les dirigía el rastro de los cascos de la yegua mora sin duda estaba aquello que estaban buscando, aquello que les había ordenado buscar Vilgefortz. Lo que les había descrito detalladamente. Y les había dado el nombre.

Tarn Mira.

El lago era estrecho, no más grande que un tiro de arco, embutido en una ligera media luna entre unas altas y abruptas orillas cubiertas de negros abetos, bellamente espolvoreados con el blanco polvo de la nieve. La orilla estaba silenciosa, tanto que hasta sonaban los oídos. Se habían callado hasta los cuervos, cuyos graznidos malignos habían acompañado su camino durante algunos días.

– Ésta es la orilla del sur -afirmó Bonhart-. Si el hechicero no ha jodido el asunto y no se equivocó, la torre está en la orilla del norte. ¡Cuidado con el rastro, Boreas! Si perdemos la pista el lago nos separará de ella.

– ¡El rastro es muy claro! -gritó Boreas Mun desde abajo-. ¡Y fresco! ¡Lleva hacia el lago!

– Cabalguemos. -Skellen controló su rucio que se retorcía junto a la pendiente-. Hacia abajo.

Se deslizaron por la pendiente, con cuidado, conteniendo a los caballos que resoplaban. Atravesaron una maraña negra, desnuda, helada, que bloqueaba la entrada al lago.

El bayo de Bonhart se introdujo cautelosamente en el hielo, quebrando con un chasquido un arbusto seco que surgía de la vítrea superficie. El hielo crujió, bajo los cascos del caballo se extendieron los largos hilos en forma de estrella del hielo al quebrarse.

– ¡Atrás! -Bonhart tiró de las riendas, hizo volverse a la orilla al caballo que bufaba roncamente-. ¡Bajad de los caballos! El hielo está débil.

– Sólo aquí junto a la orilla, en los arbustos -opinó Dacre Silifant, al tiempo que golpeaba en la helada superficie con el tacón-. Pero y hasta aquí tiene más de media pulgada. Sujetará los caballos como nada, no hay de qué asustar…

Unos relinchos y unas maldiciones ahogaron sus palabras. El rucio de Skellen se había resbalado, se sentó de culo, los pies se le quedaron por debajo. Skellen le golpeó con las espuelas, maldijo de nuevo, esta vez la blasfemia fue acompañada del fuerte crujido del hielo al quebrarse. El rucio golpeteó con las patas delanteras; las traseras, aprisionadas, se agitaron en su trampa, rompiendo la superficie y haciendo saltar la oscura agua de por debajo. Antillo saltó de la silla, tiró de las riendas, pero se resbaló y cayó cuan largo era, por un milagro evitó los cascos del propio caballo. Dos gemmerianos, también azorados, le ayudaron a levantarse, Ola Harsheim y Bert Brigden sacaron a la orilla al rucio, que relinchaba como un condenado.

– Bajad de los caballos, muchachos -repitió Bonhart con los ojos clavados en la niebla que anegaba el lago-. No hay por qué arriesgarse. Alcanzaremos a la moza a pie. Ella también ha descabalgado, también va andando.

– Verdá de la güeña -asintió Bóreas Mun, señalando hacia el lago-. Si se ve.

Sólo junto a la misma orilla, bajo las ramas que colgaban, era la capa de hielo lisa y semitransparente como el vidrio oscuro de una botella, bajo ella se podían ver plantas y algas ennegrecidas. Más allá, en el centro, una fina capa de nieve húmeda cubría el hielo. Y sobre ella, tan lejos como la niebla permitía ver, las huellas de unos pasos.

– ¡La tenemos! -gritó con furia Rience, haciendo un nudo con las riendas-. ¡No es tan espabilada como parecía! Ha ido por el hielo, por el medio del lago. ¡Si hubiera elegido alguna de las orillas, el bosque, no hubiera sido fácil agarrarla!

– Por el centro del río… -repitió Bonhart, dando la impresión de estar pensativo-. Justo por el centro del lago va el camino más directo y sencillo para llegar a esa torre mágica de la que habló Vilgefortz. Ella lo sabe. ¿Mun? ¿Cuánto nos lleva de delantera?

Bóreas Mun, que estaba ya en el lago, se arrodilló sobre una huella de bota, se inclinó muy bajito, la contempló.

– Como media hora -calculó-. No más. Va haciendo más calor, mas el rastro no se ha deshecho, se ve cada clavo de la suela.

– El lago -murmuró Bonhart, intentando en vano atravesar la niebla con la mirada- sigue hacia el norte por lo menos cinco millas. Como dijo Vilgefortz. Si la muchacha lleva media hora de ventaja está por delante de nosotros como a una milla.

– ¿En el yelo resbaloso? -Mun meneó la cabeza-. Tampoco. Seis, como más siete leguas.

– ¡Pues mejor! ¡En marcha!

– En marcha -repitió Antillo-. ¡Al hielo y en marcha, deprisa!

Marcharon, jadeando. La cercanía de la víctima les excitaba, les llenaba de euforia como un narcótico.

– ¡No se nos escapará!

– Mientras no perdamos el rastro…

– Y que no se nos vaya de tiro con esta niebla… Blanca como la nieve… No se ve nada a veinte pasos, joder…

– Poneos las raquetas -gritó Rience-. ¡Más deprisa, más deprisa! Mientras haya nieve sobre el hielo, seguiremos las huellas…

– Las huellas son recientes -murmuró de pronto Bóreas Mun, deteniéndose e inclinándose-. Recientitas… Se ve cada clavo… ¡Está aquí delante nuestro! ¿Por qué no la vemos?

– ¿Y por qué no la oímos? -reflexionó Ola Harsheim-. ¡Nuestros pasos retumban en el hielo, la nieve rechina! ¿Por qué no la escuchamos?

– ¡Porque le dais a la sinhueso! -les interrumpió Rience con brusquedad-. ¡Adelante, en marcha!

Bóreas Mun se quitó el gorro, se limpió con él el sudor de la frente.

– Ella está allí, en la niebla -dijo en voz baja-. En algún lado, en la niebla… Pero no se ve dónde. No se ve desde dónde va a atacar… Como entonces… En Dun Dáre… En la noche de Saovine…

Con la mano temblorosa comenzó a sacar la espada de la vaina. Antillo se acercó a él, le agarró por los hombros, le empujó con fuerza.

– Cierra el pico, viejo loco -silbó.

Pero ya era tarde. El miedo embargaba ya a los otros. También sacaron la espada, situándose inconscientemente de tal modo que tuvieran a la espalda a alguno de los compañeros.

– ¡Ella no es un fantasma! -gritó Rience con fuerza-. ¡Ni siquiera es una maga! ¡Y nosotros somos diez! ¡En Dun Dáre había cuatro y todos estaban borrachos!

– Dispersaos -dijo Bonhart de pronto- a la izquierda y a la derecha, en línea. ¡Y andad a la larga! Pero de tal forma que no os escapéis los unos de los ojos del otro.

– ¿Tú también? -Rience frunció el ceño-. ¿También a ti te ha dado, Bonhart? Te tenía por menos supersticioso.

El cazador de recompensas le contempló con una mirada más fría que el hielo.

– Dispersaos a la larga -repitió, despreciando al hechicero-. Mantened la distancia. Yo vuelvo a por los caballos.

– ¿Qué?

Tampoco esta vez Bonhart se dignó responderle a Rience.

– Deja que se vaya -rezongó-. Y no perdamos tiempo. Todos a la larga. ¡Bert y Stigward a la izquierda! ¡Ola a la derecha…!

– ¿Por qué esto, Skellen?

– Yendo al montón -murmuró Bóreas Mun- no poco más fácil sería que el yelo se quiebrara que yendo a la larga. Y amas, si vamos a la larga menor será nuestro albur de que la moza se nos arrime por los costados.

– ¿Por los costados? -bufó Rience-. ¿De qué modo? Tenemos las huellas por delante. La muchacha va recta como una flecha, si intentara torcer, las huellas la delatarían.

– Basta de cháchara -les cortó Antillo, al tiempo que miraba hacia atrás, a la niebla entre la que había desaparecido Bonhart-. ¡Adelante!

Echaron a andar.

– Se va templando el aire -susurró Bóreas Mun-. El yelo de la cubierta vase deshaciendo, el desyelo sacerca…

– La niebla se hace más espesa…

– Pero todavía se ve el rastro -afirmó Dacre Silifant-. Además, me da la sensación de que la muchacha va más despacio. Pierde fuerza.

– Como nosotros. -Rience se quitó el sombrero y se abanicó con él.

– Silencio. -Silifant se detuvo de súbito-. ¿Habéis oído? ¿Qué ha sido eso?

– Yo no he oído nada.

– Pues yo sí… Como un chirrido… Un chirrido del yelo… Pero no de allí. -Bóreas Mun señaló a la niebla en la que desaparecieron las huellas-. Como a la siniestra, a un lao…

– También lo he escuchado -afirmó Antillo, mirando intranquilo a su alrededor-. Pero ya no se oye. Maldita sea, no me gusta esto. ¡No me gusta esto!

– ¡Las huellas! -repitió Rience con tono aburrido-. ¡Seguimos viendo sus huellas! ¿Es que no tenéis ojos? ¡Va recta como una flecha! ¡Si doblara un paso, siquiera medio paso, lo sabríamos por las huellas! ¡Andando, más deprisa, y la tendremos enseguida! Os prometo que la veremos dentro de nada…

Se detuvo. Bóreas Mun expulsó aire hasta tal punto que los pulmones le dolían. Antillo lanzó una blasfemia.

Diez pasos delante de ellos, justo delante de la frontera de lo visible trazada por la densa y lechosa niebla, se acababan las huellas. Desaparecían.

– ¡Leche de pato!

– ¿Qué pasa?

– ¿Ha echado a volar o qué?

– No. -Boreas Mun meneó la cabeza-. No voló. Peor todavía.

Rience lanzó una vulgaridad mientras señalaba unas líneas en la cubierta helada.

– Patines -aulló, apretando maquinalmente los puños-. Llevaba patines y se los ha puesto… Ahora se deslizará por el hielo como el viento… ¡No la alcanzaremos! ¿Dónde, maldita sea su estirpe, se ha metido Bonhart? No alcanzaremos a la muchacha sin los caballos.

Bóreas Mun tosió con fuerza, suspiró. Skellen se desató lentamente la zamarra, dejando al descubierto una bandolera con una serie de oriones que le cruzaba el pecho al través.

– No vamos a tener que perseguirla -dijo con frialdad-. Ella será la que nos alcance. No vamos a tener que esperar mucho.

– ¿Te has vuelto loco?

– Bonhart lo previo. Por eso volvió a por los caballos. Sabía que la muchacha nos metería en una trampa. ¡Cuidado! ¡Aguzad el oído por si suena el chirrido de unos patines sobre el hielo!

Dacre Silifant palideció, se veía pese a sus mejillas enrojecidas por el frío.

– ¡Muchachos! -gritó-. ¡Atención! ¡Vigilad! ¡Y en grupo, en grupo! ¡No os perdáis en la niebla!

– ¡Cierra el pico! -bramó Antillo-. ¡Mantened silencio! Un silencio completo, o no oiremos…

Lo oyeron. Por la izquierda, desde el extremo más alejado de la línea, de entre la niebla, les llegó un corto grito que se quebró al instante. Y el fuerte y ronco chirrido de los patines, que ponía los pelos de punta como el rayar un cristal con un hierro.

– ¡Bert! -gritó Antillo-. ¡Bert! ¿Qué ha pasado?

Escucharon un grito ininteligible y al cabo surgió de la niebla Bert Brigden, que corría como un loco. Cuando ya estaba muy cerca se resbaló, se cayó y se deslizó sobre el hielo boca abajo.

– Le acertó… a Stigward… -jadeó, se levantó con esfuerzo-. Se lo cargó… al vuelo… Tan rápido… que apenas la vio… Una hechicera…

Skellen maldijo. Silifant y Mun, ambos con espadas en la mano, se dieron la vuelta, esforzaron sus ojos en la niebla.

Chirrido. Chirrido. Chirrido. Rápidos. Rítmicos. Y cada vez más audibles. Cada vez más audibles…

– ¿De dónde viene? -gritó Boreas Mun, volviéndose y agitando en el aire la hoja de la espada que llevaba en las dos manos-. ¿De dónde viene?

– ¡Silencio! -gritó Antillo, con el orión en la mano alzada.-. ¡Creo que por la derecha! ¡Sí! ¡Por la derecha! ¡Se acerca por la derecha! ¡Cuidado!

El gemmeriano que iba en el lado derecho maldijo de pronto, se dio la vuelta y corrió a ciegas hacia la niebla, chapoteando al pisar la capa de hielo que se deshacía. No llegó lejos, no acertó ni siquiera a desaparecer de su vista. Escucharon un agudo chirrido de unos patines que se deslizaban, distinguieron una sombra informe y ágil. Y el brillo de una espada. El gemmeriano gritó. Vieron cómo caía, vieron un charco enorme de sangre sobre el hielo. El herido se retorció, se encogió, gritó, aulló. Luego se calló y se quedó inmóvil.

Pero mientras gritaba, había estado ahogando el chirrido de los patines que se acercaban. No se esperaban que la muchacha fuera capaz de dar la vuelta tan pronto.

Cayó en medio de ellos, en el mismo centro. Le dio un tajo al vuelo a Ola Harsheim, profundo, por debajo de las rodillas, cortándolo como con unas tijeras. Dio la vuelta en una pirueta, derramando sobre Bóreas Mun un granizo de punzantes pedazos de lodo. Skellen retrocedió, se resbaló, agarró por la manga a Rience. Cayeron ambos. Los patines chirriaron junto a ellos, unas frías y agudas partículas les azotaron el rostro. Uno de los gemmerianos aulló, el aullido se cortó con un gruñido brutal. Antillo sabía lo que había pasado. Había oído ya a mucha gente a la que le habían cortado la garganta.

Ola Harsheim gritó, se revolcó por el hielo.

Chirrido, chirrido, chirrido.

Silencio.

– Don Stefan -barbotó Dacre Silifant-. Don Stefan… Nuestra esperanza está en ti… Sálvanos… No dejes que te sorprenda…

– ¡La puta ma dejao cojo! -se quejaba Ola Harsheim-. ¡Ayudadme, por vuestros muertos! ¡Ayudadme a levantar!

– ¡Bonhart! -gritó hacia la niebla Skellen-. ¡Bonhart! ¡Ayudaaa! ¿Dónde estás, hijo de puta? ¡Bonhaaart!

– Nos está arrodeando -jadeó Bóreas Mun, dándose la vuelta y aguzando el oído-. Voltea entre la niebla… Ataca de no se sabe dónde… ¡La muerte! ¡La moza es la muerte! ¡La vamos a diñar aquí! Habrá una masacre, como en Dun Dáre, en la noche de Saovine…

– Manteneos en grupo -gimió Skellen-. Manteneos en grupo, ella persigue a los que están aislados… Si veis que se acerca, no perdáis la cabeza… Echadle a los pies la espada, los sacos, los cinturones… lo que sea para que…

No terminó. Esta vez no escucharon el chirrido de los patines. Dacre Silifant y Rience salvaron la vida porque se tiraron al suelo. Bóreas Mun acertó a dar un salto hacia atrás, resbaló, hizo caer a Bert Brigden. Cuando la muchacha pasó a su lado, Skellen se removió y lanzó el orión. Acertó. Pero a la persona equivocada. Ola Harsheim, quien precisamente acababa de conseguir incorporarse, cayó entre estertores sobre la ensangrentada superficie, sus ojos completamente abiertos parecían mirar de reojo la estrella de acero que tenía clavada en la base de la nariz.

El último de los gemmerianos arrojó la espada y comenzó a sollozar, con cortos e irregulares espasmos. Skellen se le acercó y le golpeó con todas sus fuerzas en el rostro.

– ¡Domínate, hombre! ¡No es más que una muchacha! ¡Sólo una muchacha!

– Como en Dun Dáre, en la noche de Saovine -dijo Bóreas Mun en voz baja-. No saldremos de estos yelos, de este lago. ¡Aguzar el oído, aguzarlo! Y oyereis cómo se acerca la muerte a vosotros.

Skellen alzó la espada del gemmeriano e intentó ponerle el arma al sollozante soldado en la mano, pero sin resultado. El gemmeriano, que se estremecía con espasmos, le contemplaba con una mirada vacía. Antillo arrojó la espada y se acercó a Rience.

– ¡Haz algo, hechicero! -gritó, agarrándolo por los hombros. El miedo le duplicaba las fuerzas, aunque Rience era más alto, más pesado y más fuerte, se agitaba en el abrazo de Antillo como si fuera una muñeca de trapo-. ¡Haz algo! ¡Llama a tu poderoso Vilgefortz! ¡O haz tú mismo algún encantamiento! ¡Hechiza, echa alguna brujería, convoca a los espíritus, conjura demonios! ¡Haz lo que sea, maldito enano, pedazo de mierda! ¡Haz algo antes de que ese monstruo nos mate a todos!

El eco de su grito retumbó por las pendientes cubiertas de árboles. Antes de que se apagara, chirriaron los patines. El sollozante gemmeriano cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos. Bert Brigden gritó, arrojó la espada y se lanzó a correr. Se resbaló, se cayó, durante algún tiempo corrió a cuatro patas como un perro.

– ¡Rience!

El hechicero blasfemó, alzó las manos. Cuando gritó el hechizo, las manos le temblaban, la voz también. Pero lo consiguió. Aunque, ciertamente, no del todo.

El delgado rayo que surgió de sus dedos atravesó el hielo, la superficie estalló. Pero no a través, para cortar el camino a la muchacha que se acercaba. Estalló a lo largo. La capa de hielo se abrió con un sonoro chasquido, agua negra salpicó y retumbó, la grieta se fue abriendo con rapidez en dirección a Dacre Silifant, que la contemplaba asombrado.

– ¡A los lados! -gritó Skellen-. ¡Huiiid!

Era ya demasiado tarde, el hielo se quebró como el cristal, estalló en grandes pedazos. Dacre perdió el equilibrio, el agua sofocó su grito. Cayó en el agujero también Boreas Mun, desapareció bajo el agua el gemmeriano que estaba de rodillas, desapareció el cadáver de Ola Harsheim. Después el agua negra devoró a Rience e inmediatamente a Skellen, que consiguió aferrarse a los bordes en el último instante. La muchacha, sin embargo, dio un fuerte salto, voló sobre la grieta, aterrizó salpicando hielo deshecho, desapareció detrás de Brigden, quien estaba huyendo. Al cabo de un instante a los oídos de Antillo, que colgaba de los bordes de la grieta, llegó un grito que erizaba los cabellos.

Lo había alcanzado.

– Señor… -jadeó Boreas Mun, que no se sabía cómo había conseguido encaramarse sobre el hielo-. Dadme la mano… Señor coronel…

Skellen, una vez fuera del agua, se puso morado y comenzó a tiritar terriblemente. El borde del hielo se quebró otra vez bajo Silifant, que había conseguido salir, y Dacre de nuevo desapareció bajo el agua. Pero volvió a emerger al momento, tosiendo y escupiendo, se encaramó sobre el hielo haciendo un esfuerzo sobrehumano. Se arrastró y cayó, exhausto hasta el límite. Junto a él fue creciendo un charco.

Bóreas jadeaba, cerraba los ojos. Skellen tiritaba.

– Sálvame… Mun… Ayuda…

Al borde de la capa de hielo, sumergido hasta las axilas, colgaba Rience. Sus húmedos cabellos estaban pegados muy planos al cráneo. Los dientes tintineaban como castañuelas, sonaba como la fantasmal obertura de alguna danse macabre infernal.

Chirriaron los patines. Boreas no se movió. Esperaba. Skellen tiritaba.

Ella se acercó. Lentamente. Su espada chorreaba sangre, marcaba el hielo con una línea goteante. Boreas tragó saliva. Aunque estaba mojado hasta los huesos por el agua helada, de pronto le embargó un calor insoportable.

Pero la muchacha no le miraba a él. Miraba a Rience, que intentaba en vano alzarse sobre la plataforma.

– Ayuda… -Rience venció su castañeteo de dientes-. Sálvame…

La muchacha frenó, girando con los patines con gracia de danzarina. Estaba de pie con las piernas ligeramente separadas, la espada sujeta con las dos manos, a baja altura, hacia las caderas.

– Sálvame -gimió Rience, clavando los temblorosos dedos en el hielo-. Sálvame… Y te diré… dónde está Yennefer… Lo juro…

La muchacha se retiró lentamente el chal del rostro. Y sonrió. Bóreas Mun vio una terrible cicatriz y ahogó con dificultad un grito.

– Rience -dijo Ciri, aún sonriente-. Pues si tú me querías enseñar lo que es el dolor. ¿Lo recuerdas? Con estas manos. Con estos dedos. ¿Con éstos? ¿Con éstos con los que ahora te sujetas al hielo?

Rience respondió, Boreas no entendió qué, porque los dientes del hechicero castañeteaban y chasqueaban de forma que impedían el habla articulada. Ciri giró y alzó la mano con la espada. Bóreas apretó los dientes convencido de que iba a rajar a Rience, pero la muchacha sólo tomaba impulso para ponerse en marcha. Para enorme asombro del rastreador, la muchacha se fue, deprisa, impulsándose con bruscos encogimientos de los brazos. Desapareció en la niebla, al cabo de un momento se apagó también el rítmico chirrido de los patines.

– Mun… Saaa… saca… me… -ladró Rience, con la barbilla sobre el borde de la grieta. Echó las dos manos sobre el hielo, intentó clavar las uñas, pero tenía ya todas rotas. Enderezó los dedos, intentando agarrarse a la superficie con las palmas y las muñecas. Bóreas Mun le miraba y estaba seguro, completamente seguro…

Escucharon el chirrido de los patines en el último momento. La muchacha se acercó con increíble velocidad, hasta se desdibujaba ante los ojos. Se acercó hasta el mismo borde de la grieta, se detuvo junto a la orilla.

Rience gritó. Y se atragantó con el agua densa y aceitosa. Y desapareció. Encima del hielo, encima de unas huellas muy regulares de los patines, había sangre. Y dedos. Ocho dedos.

Boreas Mun vomitó sobre el hielo.

Bonhart galopaba por el borde de la escarpa del lago, cabalgaba como un loco, sin cuidarse de que el caballo podía romperse una pierna en cualquier momento entre las rocas cubiertas de nieve. Las hojas escarchadas de los abetos le rozaban el rostro, le arañaban los hombros, le arrojaban sobre el cogote polvo de hielo.

El lago no se veía, toda la depresión estaba llena de niebla como la cacerola humeante de una hechicera.

Pero Bonhart sabía que la muchacha estaba allí.

Lo presentía.

Bajo el hielo, muy hondo, un banco de percas acompañaba con curiosidad hacia el fondo del lago a una cajita plateada que relumbraba fascinadora, la cual se había deslizado del bolsillo de un cadáver que se iba hundiendo en la arcilla. Antes de que la cajita cayera sobre el fondo, alzando una nubecilla de fango, las percas más atrevidas intentaron incluso hasta mordisquearla. Pero de pronto huyeron asustadas.

La cajita emitía unos sonidos extraños, alarmantes.

– ¿Rience? ¿Me escuchas? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué no respondéis desde hace dos días? ¡Pido un informe! ¿Qué pasa con la muchacha? ¡No debéis dejarle entrar en la torre! ¿Me oyes? ¡No podéis permitir que entre en la Torre de la Golondrina…! ¡Rience! ¡Responde, diablos! ¡Rience!

Rience, naturalmente, no podía responder.

La escarpa se terminaba, la orilla era ahora plana. El final del lago, pensó Bonhart, estoy en el borde. He rodeado a la muchacha. ¿Dónde está? ¿Y dónde está esa puñetera torre?

La cortina de niebla estalló de pronto, se alzó. Y entonces la vio. Estaba casi delante de él, sentada sobre su yegua mora. Será hechicera, pensó, se comunica con ese animal. La envió a la otra punta del lago y la ordenó esperarla.

Pero tampoco esto le va a ayudar.

Tengo que matarla. Que el diablo se lleve a Vilgefortz. Tengo que matarla. Primero haré que suplique por su vida… Y luego la mataré.

Dio un aullido, espoleó al caballo con las espuelas y se lanzó a un galope maníaco.

Y de pronto se dio cuenta de que había perdido. De que al final ella se había burlado de él.

No le separaba de ella más de media legua, pero sobre hielo muy delgado. Estaba en la otra orilla del lago. Mas todavía la media luna perpendicular se doblaba ahora sobre el lado contrario: la muchacha, que iba por la cuerda del arco, estaba mucho más cerca del límite del lago.

Bonhart blasfemó, tiró de las riendas y dirigió el caballo hacia el hielo.

– ¡Corre, Kelpa!

De bajo de los cascos de la yegua salpicaba un fango helado.

Ciri se agarró al cuello del caballo. La vista de Bonhart persiguiéndola había hecho que la abrumara el miedo. Tenía miedo de aquel hombre. Sólo de pensar en plantarle cara en una lucha, un puño invisible le apretaba el estómago.

No, no podía luchar con él. Todavía no.

La torre. Sólo la podía salvar la torre. Y el portal. Como en Thanedd, cuando el hechicero Vilgefortz ya estaba allí mismito, ya casi le ponía la mano encima…

Su única salvación era la Torre de la Golondrina.

La niebla se alzó.

Ciri tiró de las riendas sintiendo cómo la embargaba un repentino y monstruoso calor. No podía creer lo que veía. Lo que tenía ante sí.

Bonhart también lo vio. Y aulló triunfante.

En el borde del lago no había torre alguna. No había siquiera ruinas de una torre, simplemente no había nada. Sólo unos montecillos apenas dibujados y visibles, sólo unos cúmulos de rocas cubiertos de tallos desnudos, secos y congelados.

– ¡Ésta es tu torre! -gritó-. ¡Ésta es tu torre mágica! ¡Éste es tu refugio! ¡Un montón de piedras!

Parecía que la muchacha ni escuchaba ni veía. Condujo a la yegua a las cercanías de una colina, sobre el cúmulo de rocas. Alzó ambas manos hacia lo alto como si maldijera a los cielos por lo que había encontrado.

– ¡Te dije -gritó Bonhart, espoleando a su bayo con las espuelas- que eras mía! ¡Que haría contigo lo que quisiera! ¡Que nadie me lo impediría! ¡Ni los hombres ni los dioses, ni los diablos, ni los demonios! ¡Ni tampoco los hechizos! ¡Eres mía, brujilla!

Los cascos del bayo resonaban en la superficie helada.

De pronto la niebla se encogió, desapareció a causa del golpe de un viento que salía de no se sabe dónde. El bayo relinchó y bailoteó, restregó los dientes sobre el bocado. Bonhart se inclinó en la silla, tiró de las riendas con toda su fuerza, porque el caballo se había vuelto loco, agitaba la testa, golpeteaba en el suelo, se resbalaba en el hielo.

Delante de ellos -entre ellos y la orilla sobre la que estaba Ciri- bailaba sobre la capa de hielo un unicornio blanco como la nieve, que estaba erguido, adoptando la postura típica de los escudos de armas.

– ¡No podrán conmigo estas tretas! -gritó el cazador, al tiempo que controlaba el caballo-. ¡No me vas a asustar con tus hechizos! ¡Te atraparé, Ciri! ¡Esta vez te mataré, brujilla! ¡Eres mía!

La niebla volvió a encogerse, se rebulló, adoptó extrañas formas. Las formas se iban haciendo cada vez más claras. Eran jinetes. Siluetas de pesadilla de jinetes fantasmales.

Bonhart abrió desmesuradamente los ojos.

Sobre las osamentas de unos caballos cabalgaban los esqueletos de unos jinetes vestidos con armaduras y cotas de malla comidas por el óxido, capas hechas jirones, yelmos abollados y agujereados decorados con cuernos de búfalo, restos de penachos de plumas de avestruces y pavos. Por debajo de las viseras de los yelmos los ojos de los fantasmas brillaban con un resplandor lívido. Unos estandartes deshilachados gemían al viento.

A la cabeza de la demoníaca comitiva galopaba un ser en armadura, con una corona sobre el yelmo, con un medallón sobre el pecho, envuelto en una coraza herrumbrosa.

Vete, resonó en la cabeza de Bonhart. Vete, mortal. Ella no es tuya. Ella es nuestra. ¡Vete!

Una cosa no se le podía negar a Bonhart: el valor. No cedió ante el espectro. Controló su miedo, no se dejó llevar por el pánico.

Pero su caballo resultó ser menos resistente.

El rocín bayo alzó las patas, bailó como un bailarín sobre las patas traseras, relinchó salvaje, dio coces y retrocedió. El hielo estalló bajo el golpeteo de sus cascos con un chapoteo horroroso, la capa de hielo se elevó perpendicularmente, el agua salpicó. El caballo chilló, golpeó con las patas delanteras en el borde, lo hizo pedazos. Bonhart sacó los pies de los estribos, se bajó de un salto. Demasiado tarde.

El agua se cerró sobre su cabeza. Los oídos le retumbaban como en un campanario. Los pulmones estaban a punto de estallarle.

Tuvo suerte. Sus pies que pateaban el agua se apoyaron en algo, seguramente el caballo que se iba hundiendo. Se impulsó, emergió con ímpetu, escupiendo y resoplando. Se agarró al borde del agujero en el hielo. Sin ceder al pánico, echó mano al cuchillo, lo clavó en el hielo y se subió. Se derrumbó, respirando pesadamente, el agua escapaba de él con un chapoteo.

El lago, el hielo, las vertientes nevadas, el negro bosque de abetos espolvoreados de blanco… todo se inundó de pronto de una claridad innatural.

Bonhart se puso de rodillas con un enorme esfuerzo.

Sobre el horizonte del cielo rojizo ardía una corona de cegadora brillantez, una cúpula de luz de la que de pronto surgieron pilares y hélices de fuego, se dispararon columnas bailarinas y remolinos de luz. En el firmamento estuvieron suspendidas por un instante las formas centelleantes, ágiles y rápidamente mudables de cintas y colgaduras.

Bonhart gimió. Le parecía que tenía en la garganta el anillo de hierro de un garrote.

En el lugar donde todavía un minuto antes no había más que una colina y un montón de piedras se elevaba ahora una torre.

Majestuosa, esbelta y delgada, negra, lisa, brillante, como si estuviera labrada de un solo trozo de basalto. El fuego centelleaba en unas pocas ventanas, en las dentadas almenas de la cima ardía la aurora borealis.

Vio a la muchacha, vuelta hacia él en la silla. Vio sus ojos brillantes y la marcada línea de la fea cicatriz de la mejilla. Vio cómo la muchacha espoleaba a la yegua mora, cómo entraba sin apresurarse en la tiniebla negra, bajo el arco de piedra de la entrada.

Cómo desaparecía.

La aurora boreal estalló en un cegador remolino de fuego.

Cuando Bonhart volvió a ver de nuevo, ya no había torre. Había una colina nevada, un montón de piedras, unos tallos secos y negros.

De rodillas sobre el hielo, en el charco del agua que rezumaba de él, el cazador de recompensas gritó salvaje, horriblemente. De rodillas, alzando las manos al cielo, gritó, aulló, bramó y blasfemó contra los hombres, los dioses y los demonios.

El eco de sus gritos resonó por entre las escarpas cubiertas de abetos, viajó por la helada superficie del lago Tarn Mira.

El interior de la torre le recordó de inmediato a Kaer Morhen: el mismo largo corredor detrás de una arquería, el mismo interminable abismo de la perspectiva de columnas y estatuas. No era posible comprender de qué forma el delgado obelisco de la torre podía contener aquel abismo. Pero también sabía que no tenía sentido analizar, no al menos en el caso de una torre que había surgido de la nada, había aparecido donde antes no existía. En aquella torre podía haber de todo y no había por qué asombrarse.

Miró hacia atrás. No creía que Bonhart se atreviera a seguirla, ni que hubiera tenido tiempo. Pero prefería asegurarse.

La arquería a través de la que había entrado ardía con un resplandor innatural.

Los cascos de Kelpa resonaban en el suelo, bajo las herraduras algo crujía. Huesos. Cráneos, tibias, costillares, fémures, pelvis. Cabalgaba a través de un gigantesco osario. Kaer Morhen, pensó, recordando. A los muertos se los debiera enterrar bajo tierra… Cuánto tiempo hacía de aquello… Entonces todavía creía en ello… En la majestad de la muerte, en el respeto a los muertos… Y la muerte no es más que muerte. Y un muerto no es más que un cadáver frío. No importa dónde yace, ni dónde se pudren sus huesos.

Entró en la oscuridad, bajo la arquería, entre columnas y estatuas. La oscuridad ondulaba como si fuera humo, los oídos se le llenaron con unos susurros intrusos, con unos suspiros, con unos cánticos lejanos. Ante ella estalló de pronto una luminiscencia, se abrieron unas puertas gigantescas. Se abrieron unas tras otras. Puertas. Una serie de puertas interminables de pesadas hojas que se abrían ante ella sin un susurro.

Kelpa entró, sus cascos resonaban sobre el suelo de piedra.

La geometría de las paredes que la rodeaban, las arcadas y columnas, resultó de pronto perturbada, tan radicalmente que Ciri sintió que la cabeza le daba vueltas. Le dio la sensación de que se encontraba en el interior de algún imposible cuerpo poliédrico, de algún octaedro gigantesco.

Seguían abriéndose puertas. Pero ya no era en una sola dirección. Era en una serie interminable de direcciones y posibilidades.

Y Ciri comenzó a ver.

Una mujer de cabello moreno que conducía de la mano a una muchacha de cabellos cenicientos. La muchacha tiene miedo, tiene miedo de la oscuridad, teme los susurros que surgen de la oscuridad, le aterran los golpes de las herraduras que escucha. La mujer morena que lleva una centelleante estrella con brillantes al cuello también tiene miedo. Pero no lo deja entrever. Sigue conduciendo a la muchacha hacia delante. Hacia su destino.

Kelpa avanza. La siguiente puerta.

Iola Segunda y Eurneid, con zamarras, con sus hatillos, caminan por una senda congelada y cubierta de nieve. El cielo es de color rojo.

La siguiente puerta.

Iola Primera está de rodillas ante el altar. Junto a ella, la madre Nenneke. Ambas miran, sus rostros se deforman en una mueca de espanto. ¿Qué ven? ¿El pasado o el futuro? ¿La verdad o la mentira?

Sobre ambas, Nenneke y Iola, unas manos. Las manos extendidas en un gesto de bendición de un mujer de ojos dorados. En el cuello de la mujer hay un brillante que refulge como la estrella del alba. En los hombros de la mujer hay un gato. Sobre su cabeza, un halcón.

La siguiente puerta.

Triss Merigold sujeta sus hermosos cabellos castaños, revueltos y agitados por la fuerza del viento. No se puede escapar del viento, nada te guarda de él.

No aquí. En la cima del monte.

Una larga, interminable columna de sombras se acerca al monte. Figuras. Caminan despacio. Algunos vuelven hacia ella el rostro. Rostros familiares. Vesemir. Eskel. Lambert. Coën. Yarpen Zigrin y Paulie Dahlberg. Fabio Sachs… Jarre… Tissaia de Vries.

Mistle…

¿Geralt?

La siguiente puerta.

Yennefer, envuelta en cadenas, amarrada a las paredes húmedas de una mazmorra. Sus dedos son una masa de sangre coagulada. Sus cabellos negros están desgreñados y enmarañados… Los labios rotos e hinchados… Pero en sus ojos violetas todavía no se ha apagado la voluntad de lucha y resistencia.

– ¡Mamá! ¡Aguanta! ¡Resiste! ¡Voy a ayudarte!

La siguiente puerta. Ciri vuelve la cabeza. Con tristeza. Y confusión.

Geralt. Y una mujer de ojos verdes. Ambos desnudos. Ocupados, absortos en sí mismos. Procurándose el uno al otro placer.

Ciri controla la adrenalina que le aprieta la garganta, espolea a Kelpa. Los cascos resuenan. En la oscuridad palpitan los susurros.

La siguiente puerta.

Hola, Ciri.

– ¿Vysogota?

Sabía que lo conseguirías, mi valiente muchacha. Mi valerosa Golondrina. ¿Lo conseguiste sin daño?

– Los vencí. En el hielo. Tenía una sorpresa para ellos. Los patines de tu hija…

Me refería a un daño psíquico.

– Me abstuve de vengarme… No maté a todos… No maté a Antillo… Aunque él fue quien me hirió y desfiguró. Me controlé.

Sabía que vencerías, Zireael. Y que entrarías en la torre. Pues ya lo había leído. Porque esto ya había sido descrito… Todo esto ya había sido descrito. ¿Sabes lo que te dan los estudios? La capacidad de utilizar las fuentes.

– ¿Cómo es posible que estemos hablando…? Vysogota… Acaso tú…

Sí, Ciri. Estoy muerto. Pero no importa. Lo importante es de lo que me enteré, de lo que me di cuenta… Ahora ya sé dónde fueron a parar los días perdidos, qué sucedió en el desierto de Korath, de qué forma desapareciste ante los ojos de tus perseguidores…

– ¿Y la forma en que entré en esta torre, también?

La Vieja Sangre que corre por tus venas te da poder sobre el tiempo. Y sobre el espacio. Sobre las dimensiones y las esferas. Ahora eres la Señora de los Mundos, Ciri. Posees un poderosa Fuerza. No permitas que te la quiten y la usen para sus propios objetivos, criminales e indignos…

– No lo permitiré.

Adiós, Ciri. Adiós, Golondrina.

– Adiós, Viejo Cuervo.

La siguiente puerta. Claridad, una claridad cegadora.

Y un penetrante olor a flores.

Una neblina estaba suspendida sobre el lago, ligera como gotitas de vaho, que era barrida aprisa por el viento. La superficie del agua estaba pulida como un espejo, sobre el verde diván de planas hojas de nenúfar resaltaban unas flores blancas.

Las orillas estaban sumergidas en verdor y en el color de las flores.

Hacía calor.

Era primavera.

Ciri no se asombró. ¿Por qué se iba a asombrar? Pero si ahora todo era posible. Noviembre, hielo, nieve, fango congelado, un montón de piedras sobre una cumbre cubierta de matojos… eso era allí. Y aquí es aquí, aquí la delgada torre de basalto de dentadas almenas en la cumbre se refleja en el agua verde de un lago salpicado del blanco de los nenúfares. Aquí es mayo, porque sólo en mayo florecen la rosa salvaje y la cereza.

Alguien estaba tocando el caramillo o la flauta, arrancándole una alegre y saltarina melodía.

En la orilla del lago, con las patas delanteras en el agua, bebían dos caballos blancos como la nieve. Kelpa bufó, golpeó con los cascos en las rocas. Entonces los caballos alzaron las cabezas y relincharon, el agua les caía de los morros, y Ciri lanzó un fuerte suspiro.

Porque no eran caballos, sino unicornios.

Ciri no se asombró. Había suspirado de admiración, no de sorpresa.

Cada vez se escuchaba más claramente la melodía, le llegaba desde unos cerezos cubiertos de blancas flores. Kelpa se movió en aquella dirección por propia iniciativa, sin que la apremiaran. Ciri tragó saliva. Los dos unicornios, inmóviles como estatuas, la miraban, mientras se reflejaban en la superficie del agua, pulida como un espejo.

Al otro lado de los cerezos, sentado sobre una piedra circular, había un elfo rubio de rostro triangular y enormes ojos almendrados. Tocaba, desplazando con habilidad los dedos por los agujeros de la flauta. Aunque vio a Ciri y a Kelpa, aunque las miró, no dejó de tocar.

Las florecillas blancas olían a cereza con el perfume más intenso que Ciri había percibido en su vida. Y no es extraño, pensó, completamente consciente: en el mundo en el que he vivido hasta ahora, simplemente los cerezos huelen de otro modo.

Porque en aquel mundo todo es distinto.

El elfo terminó la melodía con un trémolo muy agudo, se quitó la flauta de los labios, se incorporó.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó con una sonrisa-. ¿Qué te ha entretenido?

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