Capítulo quinto

El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada.

Génesis, 9:6

Muchos de entre los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.

John Ronald Reuel Tolkien

Ciertamente, hace falta grande orgullo y grande ceguera para llamar justicia a un cadáver que cuelga en un cadalso.

Vysogota de Corvo

– ¿Qué es lo que busca el brujo en mi terreno? -repitió la pregunta Fulko Artevelde, el prefecto de Riedbrune, quien estaba ya visiblemente impaciente por el silencio que se iba alargando-. ¿De dónde viene el brujo? ¿Adonde se dirige? ¿Con qué objetivo?

Y así se acaba la diversión, pensó Geralt, contemplando el rostro del prefecto, marcado por gruesas cicatrices. Así se termina el juego del caballeroso brujo que se apiada de una banda de despreciables gentes del bosque. Así concluye el deseo de lujo y pernocta en posadas en las que siempre hay un espía. Éstos son los resultados obtenidos de viajar con una cotorra versificadora. Por ello me hallo ahora sentado en esta habitación sin ventanas, con aspecto de celda, sobre una silla para interrogatorios, dura y clavada al suelo, y en el respaldo de esa silla, no se puede no advertirlo, hay unos agarraderos y unas cintas de cuero. Para sujetar las manos e inmovilizar el cuello. De momento no las han usado, pero están ahí.

¿Y cómo, por todos los diablos, voy a escapar ahora de este enredo?

Cuando después de cinco días de viaje con los colmeneros de los Tras Ríos salieron por fin del monte y entraron en unos pantanosos esteros, la lluvia dejó de caer, el viento ahuyentó el vaho y la húmeda neblina, el sol se abrió paso por entre las nubes. Y bajo el sol brillaron las cumbres de las montañas.

Si todavía no hacía mucho el río Yaruga había constituido para ellos una cesura ostensible, un límite cuyo paso significaba el cruce a la etapa siguiente y más importante de su aventura, ahora sentían cómo se acercaban a la frontera, a la barrera, al último lugar del que sería todavía posible volver atrás. Lo percibían todos, y Geralt el primero. No podía ser de otro modo: todo el día, de la mañana a la tarde, se elevaba ante sus ojos una poderosa cadena montañosa, dentada, cubierta de nieves y hielos, que se alzaban al sur y cortaban la ruta de través. Los Montes de Amell. Y por encima de la sierra de Amell se encumbraba, majestuoso y amenazador, afilado como la espada de la misericordia, el obelisco de la Gorgona, la Montaña del Diablo. No hablaban sobre ello, no discutían, pero Geralt sabía lo que todos pensaban. Porque a él, cuando miraba a las cadenas de Amell y la Gorgona, el pensamiento de continuar la marcha hacia el sur también le parecía una verdadera locura.

Por suerte, resultó que al final no iban a tener que seguir hacia el sur.

Aquella noticia se la trajo el velludo colmenero de los montes por cuya culpa habían estado sirviendo de escolta armada del convoy durante los últimos cinco días. El padre y marido de las hermosas hamadríadas junto a las que tenía el aspecto de un jabalí junto a una yegua. El que había pretendido engañarles afirmando que los druidas de Caed Dhu habían marchado a Los Taludes.

Ocurrió a la mañana siguiente de haber llegado a la ciudad de Riedbrune, tumultuosa como un hormiguero, dado que era el objetivo de los colmeneros y tramperos de los Tras Ríos. Fue al día siguiente de despedirse de los mieleros escoltados, a los que el brujo ya no les era necesario y a los que esperaba que no iba a volver a ver nunca más. Por eso fue mayor su asombro.

El colmenero comenzó pues con unos exagerados agradecimientos y le alargó a Geralt una bolsa llena de monedas más bien pequeñas: su sueldo de brujo. Él la aceptó, sintiendo sobre sí la mirada un tanto burlona de Regis y Cahir, ante quienes se había quejado durante la marcha más de una vez de la ingratitud humana y había subrayado la falta de sentido así como la estupidez del altruismo desinteresado.

Y entonces, el excitado colmenero casi gritó la novedad: usease, los muerdagueros, usease los druidas, están, querido señor brujo, usease, en los robleales del lago Loe Monduim, el cual tal lago se encuentra, usease, a unas treinta y cinco millas yendo al oeste.

Esta noticia la había obtenido el colmenero en la tienda de venta de miel y cera de un pariente que vivía en Riedbrune, y el pariente, por su parte, sabía aquello gracias a un conocido que era buscador de diamantes. Cuando el colmenero se enteró de lo de los druidas, se echó a correr como un loco para contárselo. Y ahora hasta lanzaba destellos de felicidad, orgullo y sentimiento de importancia, como todo mentiroso cuando resulta que su mentira, por pura casualidad, acaba siendo verdad.

Geralt tuvo intención de ponerse en marcha hacia Loe Monduirn sin dudar un segundo, pero la compaña protestó vivamente. Disponiendo del dinero de los colmeneros, anunciaron Regis y Cahir, y encontrándose en un lugar donde se mercadeaba con todo, convenía complementar el equipo y los víveres. Y comprar más flechas, añadió Milva, puesto que todo el tiempo se requería que ella les proveyera de caza y no iba a andar disparando con palos afilados. Y por lo menos dormir una noche en una posada, añadió Jaskier, tumbarse en la cama después del baño y con una agradable guarapeta de cerveza.

Los druidas, anunciaron todos a coro, no van a salir corriendo.

– Aunque se trata de un absoluto cúmulo de circunstancias -añadió con extraña sonrisa el vampiro Regis-, nuestro equipo está en el camino absolutamente correcto, se encamina en una dirección absolutamente correcta. De ello se deduce que nos está absoluta y evidentemente predestinado que lleguemos hasta los druidas, por lo que un día o dos de pausa no tienen importancia.

»En lo que se refiere al apresuramiento -añadió, filosófico-, esa sensación de que el tiempo se acaba a toda prisa suele ser señal de alarma que anuncia que hay que reducir la velocidad, actuar poco a poco y con la adecuada reflexión.

Geralt no se opuso, ni se peleó. Tampoco combatió la filosofía del vampiro, pese a que las extrañas pesadillas que lo asaltaban por las noches le inclinaban más bien a apresurarse. Aunque no estuviera en condiciones de recordar el contenido de aquellas pesadillas al despertarse.

Era el diecisiete de septiembre, luna llena. Quedaban seis días para el equinoccio de otoño.

Milva, Regis y Cahir se echaron entre pecho y espalda la tarea de hacer compras y completar el equipaje. Geralt y Jaskier, por su parte, se encargaron de realizar trabajos de inteligencia y andar preguntando por todo Riedbrune.

Situada en una revuelta del río Neva, Riedbrune era una ciudad pequeña, si se tenían en cuenta las construcciones de piedra y madera que se apretaban en el interior del anillo de murallas de tierra rematadas por una empalizada. Pero las apretadas construcciones detrás de los muros sólo constituían en aquel momento el centro de la ciudad, allí no podía vivir más de un décimo de la población. Los otros nueve décimos habitaban en un ruidoso mar de cabañas, chamizos, chozas, chabolas, chiqueros, tiendas de campaña y hasta carros que hacían las veces de viviendas.

Al poeta y al brujo les servía de cicerone el pariente del colmenero, joven, vivo y arrogante, típico ejemplar de la briba local, que había nacido en las alcantarillas, que se había bañado en más de una alcantarilla y en más de una había apagado la sed. En medio de la barahúnda, el tumulto, la suciedad y el hedor de la ciudad se sentía aquel mozuelo como la trucha en un rápido montaraz de aguas cristalinas. Para colmo, la posibilidad de enseñar a alguien su desagradable ciudad lo alegraba a todas luces. Sin alterarse por el hecho de que nadie le preguntaba por nada, el barriobajero explicaba todo con verdadera pasión. Explicó que Riedbrune constituía una etapa importante para los colonos nilfgaardianos que vagabundeaban hacia el norte en busca de la tierra prometida por el emperador: cuatro campos, o sea, contando a lo bajo cuatrocientas fanegas. Y además una descarga de impuestos. Riedbrune yace a la entrada del valle del Neva, que corta los Montes de Amell, delante del desfiladero de Theodula, que une Los Taludes y los Tras Ríos con Mag Turga, Geso, Metinna y Maecht, países que ya hacía mucho que eran súbditos del imperio nilfgaardiano. La ciudad de Riedbrune, explicó el barriobajero, es el último lugar en el que los colonos pueden contar con algo más que consigo mismos, su mujer y lo que llevan en los carros. Por eso también la mayor parte de los colonos acampa bastante tiempo junto a la ciudad, tomando aliento para el último salto sobre el Yaruga y más allá del Yaruga. Y muchos de ellos, añadió el barriobajero con orgullo de patriota de las alcantarillas, se quedan en la ciudad para siempre, porque la ciudad es, no veas, la cultura y no un quintoelcoño de pueblo que huele a estiércol.

La ciudad de Riedbrune olía mucho. Y también a estiércol.

Geralt había estado allí, hacía muchos años, pero no reconocía nada. Había cambiado demasiado. Antaño no se veían tantos caballeros con corazas y capas negras y con los emblemas de color de plata en los brazos. Antaño no se oía por doquier la lengua nilfgaardiana. Antaño no había allí ninguna cantera en la que unos individuos andrajosos, sucios, miserables y ensangrentados quebraban piedras con cincel y martillo, azuzados a palos por vigilantes vestidos de negro.

Aquí se estacionan muchos soldados nilfgaardianos, explicó el barrio-bajero, pero no permanentemente, sólo durante los descansos entre las marchas y las persecuciones a los partisanos de la organización Taludes Libres. Vendrá una fuerza numerosa de nilfgaardianos cuando ya se alce una fortaleza grande, amurallada, en lugar de la ciudad vieja. Una fortaleza de piedra extraída de la cantera. Los que extraían las piedras eran prisioneros de guerra. De Lyria, de Aedirn, últimamente de Sodden, Brugge, Angren. Y de Temería. Aquí, en Riedbrune, se afanan cuatro centenares de prisioneros. Más de cinco centenares trabajan en almacenes, minas y arrugias en los alrededores de Belhaven, y más de mil construyen puentes y alisan los caminos en el paso de Theodula.

En la plaza de la ciudad, también en tiempos de Geralt había un cadalso, pero bastante más modesto. No había en él tantas herramientas que despertaran las más siniestras asociaciones, y en las sogas, palos, biernos y estacas no colgaban tantas decoraciones que apestaran a podredumbre y despertaran el asco.

Esto es cosa de don Fulko Artevelde, no hace mucho nombrado prefecto por el gobierno militar, explicó el barriobajero, mirando el cadalso y el fragmento de anatomía humana que lo coronaba. Otra vez le dio tormento a alguno don Fulko Artevelde. No hay bromas con don Fulko, añadió. Es un hombre riguroso.

El buscador de diamantes, amigo del barriobajero, al que encontraron en una taberna, no le causó a Geralt la mejor impresión. Se encontraba precisamente en ese estado tembloroso, pálido, medio sereno, medio borracho, irreal casi, cercano a un ensueño que le produce al hombre el haber estado bebiendo sin parar durante algunos días con sus noches. Al brujo se le hundió la moral al momento. Parecía que las sensacionales noticias sobre los druidas podían tener su origen en un delirium tremens común y corriente.

Sin embargo, el bebido buscador respondió a las preguntas conscientemente y con sentido. Contrarrestó graciosamente la objeción de Jaskier de que no parecía un buscador de diamantes contestando que en cuanto encontrara siquiera uno, entonces lo parecería. Asimismo señaló el lugar donde estaban los druidas junto al Loc Monduirn de forma concreta y detallada, sin las maneras pintorescas y vanidosas propias de la mitomanía. Se permitió a sí mismo hacer la pregunta de qué es lo que los interlocutores querían de los druidas y cuando le contestó un silencio despectivo avisó que penetrar en los robledales de los druidas significaba la muerte cierta, puesto que los druidas acostumbraban a agarrar a los intrusos, meterlos en una muñeca llamada la Moza de Esparto y quemarlos vivos acompañándolo todo con rezos, cantos y encantamientos. Por lo visto, los rumores infundados y las supersticiones tontas viajaban junto con los druidas, manteniendo el paso bravamente sin quedarse siquiera media legua atrás.

No pudieron seguir hablando, pues nueve soldados de uniforme negro y armados con alavesas y que llevaban al hombro el emblema del sol les interrumpieron.

– ¿Sois vos -preguntó el suboficial que dirigía a los soldados, al tiempo que se golpeaba en la pantorrilla con un palo de roble- el brujo llamado Geralt?

– Sí -respondió Geralt al cabo de un instante de reflexión-. Lo somos.

– Sed tan amable entonces de venir con nosotros.

– ¿Por qué voy a ser tan amable? ¿O es que estoy arrestado?

El soldado, en un silencio que parecía no tener fin, le miró con una mirada extraña, como sin respeto. No cabía duda de que era su escolta de ocho personas la que le infundía confianza para mirar de tal modo.

– No -dijo por fin-. No estáis arrestado. No hubo orden para arrestaros. Si hubiera habido tal orden, os hubiera preguntado de otra manera, noble señor. Totalmente distinta.

Geralt se colocó el talabarte de forma bastante provocativa.

– Y yo -dijo con tono frío- hubiera respondido de otra manera.

– Bueno, bueno, señores. -Jaskier se decidió a entrometerse, poniendo en su rostro algo que, en su opinión, se asemejaba a la sonrisa de un diplomático experimentado-. ¿Por qué ese tono? Somos personas honradas, no tenemos por qué temer a la autoridad, incluso hasta ayudamos gustosamente. Todas las veces que tenemos ocasión, ha de entenderse. Pero también por ello nos merecemos algo de las autoridades, ¿no es verdad, señor militar? Aunque no sea más que una pequeña explicación de los motivos por los que se nos limitan nuestras libertades ciudadanas.

– Hay guerra, señores -respondió el soldado, para nada turbado por el torrente de palabras-. Las libertades, como de su propio nombre se desprende, son cosa para tiempos de paz. Por su parte, los motivos todos os los explicará el señor prefecto. Yo cumplo órdenes y no es cuestión mía entrar en disputas.

– Lo que es verdad, es verdad -reconoció el brujo y le hizo un leve guiño al trovador-. Conducidnos entonces a la prefectura, señor soldado. Tú, Jaskier, vuelve con los otros, cuenta lo que ha pasado. Haced lo que sea conveniente. Regis ya sabrá qué.

– ¿Qué hace un brujo en Los Taludes? ¿Qué busca aquí?

El que planteaba la pregunta era un hombre fornido y de cabello oscuro, con el rostro adornado por los surcos de unas cicatrices y un parche de cuero cubriéndole el ojo izquierdo. En una calle oscura, la visión de aquel rostro ciclópeo podría arrancar un gemido de terror de más de un pecho. Y qué innecesario sería asustarse, teniendo en cuenta que aquél era el rostro del señor Fulko Artevelde, prefecto de Riedbrune, la jerarquía más alta de la vigilancia de la ley y el orden en aquellos alrededores.

– ¿Qué busca un brujo en Los Taludes? -repitió la más alta jerarquía de vigilancia de la ley en aquellos alrededores.

Geralt suspiró, encogió los hombros, fingiendo indiferencia.

– Conocéis pues la respuesta a vuestra pregunta, señor prefecto. El que soy un brujo sólo podéis haberlo sabido por los colmeneros de los Tras Ríos, que me contrataron para proteger su marcha. Y siendo brujo, en Los Taludes, como en cualquier otro lado, busco por lo general la posibilidad de ganarme la vida. Así que viajo en la dirección que me señalan los patronos que me contratan.

– Muy lógico -asintió con la cabeza Fulko Artevelde-, al menos en apariencia. Os separasteis de los colmeneros hace dos días. Pero tenéis intenciones de seguir hacia el sur en una compañía un tanto extraña. ¿Con qué objetivo?

Geralt no bajó los ojos, sostuvo la mirada ardiente del único ojo del prefecto.

– ¿Estoy arrestado?

– No. De momento no.

– Entonces el objetivo y la dirección de mi marcha es asunto mío. Creo.

– Sugeriría sin embargo sinceridad y franqueza. Aunque no fuera más que por demostrar que no escondéis culpa ninguna y no teméis a la ley, ni a las autoridades que la protegen. Intentaré repetir la pregunta: ¿qué objetivo tiene vuestra empresa, brujo?

Geralt reflexionó un instante.

– Intento llegar hasta los druidas que antes vivían en Angren y que ahora al parecer se han instalado en estos alrededores. No fue difícil enterarse de ello por los colmeneros que estuve escoltando.

– ¿Quién os ha contratado para ir contra los druidas? ¿Acaso los amigos de la naturaleza han quemado en su Moza de Esparto a una persona de más?

– Cuentos, rumores y supersticiones, extraños en una persona cultivada. De los druidas yo preciso información, no su sangre. Pero de verdad, señor prefecto, me parece que ya he sido hasta demasiado sincero para demostrar que no escondo culpa alguna.

– No se trata de vuestra culpa. Al menos no sólo de ella. Quisiera sin embargo que en nuestra conversación comenzaran a dominar tonos de deferencia mutua. En contra de las apariencias, el objetivo de esta conversación es, entre otros, el salvaros la vida a vos y a vuestros compañeros.

– Habéis despertado, señor prefecto -dijo Geralt tras un instante-, mi más profunda curiosidad. Entre otras cosas. Escucharé vuestra explicación con gran atención.

– No lo dudo. Llegaremos a esas explicaciones, pero gradualmente. Por etapas. ¿Habéis oído hablar alguna vez, señor brujo, de la institución del testigo de la corona? ¿Sabéis qué es eso?

– Lo sé. Alguien que se quiere librar de responsabilidades delatando a sus camaradas.

– Una simplificación excesiva -dijo sin sonrisa Fulko Artevelde-, típica al fin y al cabo para un norteño. Vosotros enmascaráis a menudo los agujeros en vuestra educación a base de sarcasmo o simplificaciones caricaturescas, que consideráis bromas. Aquí, en Los Taludes, señor brujo, actúa la ley del Imperium. En rigor, actuará la ley del Imperium cuando se siegue hasta la raíz la anarquía que reina aquí. El mejor medio para reprimir la anarquía y el bandolerismo es el cadalso que con toda seguridad habéis visto en la plaza. Pero a veces también sirve la institución del testigo de la corona.

Hizo una pausa efectista. Geralt no le interrumpió.

– No hace mucho -siguió el prefecto-, conseguimos enredar en una emboscada a una banda de jóvenes criminales. Los bandidos ofrecieron resistencia y murieron…

– Pero no todos, ¿verdad? -se imaginó con brusquedad Geralt, al que toda aquella retórica le estaba ya cansando un poco-. A uno de ellos se le cogió con vida. Se le prometió piedad si se convertía en testigo de la corona. Es decir, si se chotaba. Y se chotó de mí.

– ¿De dónde extraéis esa conclusión? ¿Habéis tenido contacto con el mundo de la delincuencia local? ¿Ahora o en el pasado?

– No. No lo he tenido. Ni ahora, ni en el pasado. Por eso, perdonadme, señor prefecto, pero todo este asunto no es más que un malentendido o un humbugueo. O una provocación dirigida contra mí. En este último caso propongo que no perdamos el tiempo y vayamos al grano.

– La idea de una provocación dirigida contra vos no os abandona -advirtió el prefecto, frunciendo una ceja deformada por una cicatriz-. ¿Acaso, pese a las afirmaciones que habéis realizado, tenéis en verdad motivos para temer a la ley?

– No. Sin embargo, comienzo a temer que la lucha contra la delincuencia se realice aquí demasiado aprisa, a granel y con poco detalle, sin prolijas esperas, se sea culpable o no. Pero, en fin, puede que esto sólo sea una simplificación caricaturesca, típica para un lerdo norteño. Norteño el cual todavía no comprende de qué forma le está salvando la vida el prefecto de Riedbrune.

Fulko Artevelde le miró durante un instante en silencio. Luego dio una palmada.

– Traedla -ordenó al soldado que había acudido.

Geralt se tranquilizó con unas cuantas inspiraciones. De pronto un cierto pensamiento le había provocado una aceleración del corazón y una reforzada producción de adrenalina. Al cabo de un segundo tuvo que inspirar de nuevo, tuvo incluso que hacer -algo sin precedentes- una Señal con la mano que mantenía oculta bajo la mesa. Y no hubo -algo sin precedentes- resultado alguno. Le entró calor. Y frío.

Porque los guardias empujaron a la habitación a Ciri.

– Oh, mirar -dijo Ciri en cuanto que la sentaron en la silla y le ataron las manos a la espalda, detrás del respaldo-. ¡Mirar lo que nos trajo el gato!

Artevelde realizó un rápido gesto. Uno de los guardianes, un gran mozo con el rostro de un niño no muy despierto, desplegó la mano en un lento golpe y le dio una bofetada en la cara que hasta hizo balancearse la silla.

– Perdonarla, mi señor -dijo el guardia con una voz de disculpa sorprendentemente suave-. Joven es, y tonta. Y descarada.

– Angouléme -dijo Artevelde lenta y claramente-. Te prometí que te escucharía. Pero esto significa que voy a escuchar tus respuestas a mis preguntas. No tengo intenciones de escuchar tus payasadas. Serás castigada por ellas. ¿Has entendido?

– Sí, abuelete.

Un gesto. Una bofetada. La silla se balanceó.

– Joven es -musitó el guardia mientras se restregaba la mano en el muslo-. Descarada…

De la nariz rota de la muchacha -Geralt ya sabía que no era Ciri y no podía dejar de asombrarse de su error- fluyó un delgado hilo de sangre. La muchacha se sorbió los mocos con fuerza y adoptó una sonrisa feroz.

– Angouléme -repitió el prefecto-. ¿Me has entendido?

– Sí, señor Fulko.

– ¿Quién es éste, Angouléme?

La muchacha volvió a inspirar por la nariz, inclinó la cabeza, abrió unos grandes ojos en dirección a Geralt. Luego agitó un flequillo de cabellos desordenados y rubios como la paja, que le caían en molestos mechones sobre las cejas.

– No le he visto en la vida. -Se lamió la sangre que le había bajado hasta los labios-. Pero sé quién sea. Ya os lo dije, señor Fulko, ahora sabéis que no mentía. Se llama Geralt. Es un brujo. Hace unos diez días cruzó el Yaruga y se dirige a Toussaint. ¿Acierto, abuelete de pelos blancos?

– Joven es… Descarada… -dijo el guardia con rapidez, mirando con un cierto desasosiego al prefecto. Pero Fulko Artevelde tan sólo frunció el ceño y agitó la cabeza.

– Tú todavía vas a engalanar el cadalso, Angouléme. Bueno, sigamos. ¿Con quién, según tú, viaja este brujo Geralt?

– ¡También os lo dije! Con un guaperas de nombre Jaskier, que es trovador y lleva un laúd consigo. Con una mujer joven, con los pelos de color rubio oscuro, cortados a la altura de la nuca. No sé cómo se llama. Y con un hombre del que nada se dijo, su nombre tampoco. Juntos todos son cuatro.

Geralt apoyó la barbilla en los pulgares, mirando con atención a la muchacha. Angouléme no bajó la vista.

– Cuidado que tienes ojos -dijo ella-. ¡Ojosmalojos!

– Sigue, sigue, Angouléme -la espoleó, frunciendo el ceño, don Fulko-. ¿Quién más pertenece a esa compaña brujeril?

– Nadie. Lo dije, son cuatro. ¿No tienes orejas, abuelete?

Un gesto, una bofetada, un balanceo. El guardia se frotó la mano en el muslo, conteniéndose de soltar más sentencias acerca de la descarada mocedad.

– Mientes, Angouléme -dijo el prefecto-. ¿Cuántos son, pregunto por segunda vez?

– Como vos queráis, señor Fulko. Como vos queráis. Vuestro gusto. Son doscientos. ¡Trescientos! ¡Seiscientos!

– Señor prefecto. -Geralt se anticipó rápido y brusco a la orden de golpear-. Dejémoslo, si se puede. Lo que ha dicho es tan preciso que no se puede hablar de mentira, sino más bien de información incompleta. Pero, ¿de dónde ha salido esa información? Ella misma ha reconocido que me ve por vez primera en su vida. Yo también la veo por vez primera. Os lo prometo.

– Gracias por la ayuda en la investigación. -Artevelde le miró de reojo-. Muy valiosa. Cuando comience a interrogaros a vos, cuento con que seáis también tan hablador. Angouléme, ¿has oído lo que ha dicho el señor brujo? Habla. Y no me obligues a tener que apurarte.

– Se dijo -la muchacha se lamió la sangre que le caía de la nariz- que si a las autoridades se les denunciaba algún crimen planeado, si se dijera quién planea alguna truhanería, entonces se mostraría benevolencia. ¿Pues no lo he dicho yo? Sé de un crimen en ciernes, quiero evitar un acto malvado. Escuchar lo que digo. Ruiseñor y su cuadrilla están esperando en Belhaven al brujo aquí presente y han de cargárselo. Les dio este encargo un medioelfo, forastero, el diablo sabe de dónde salió, nadie lo conoce. Todo dijo el tal medioelfo: quién es, qué aspecto tiene, de dónde vendrá, cuándo vendrá, en qué compañía. Les reconvino de que era un brujo, no un paleto cualquiera, sino perro viejo, que no se las dieran de listos, sino que le apuñalaran por la espalda, le tiraran de ballesta, y lo mejor, que le envenenaran cuando bebiera o comiera algo en Belhaven. El medioelfo le dio al Ruiseñor dinero. Mucho dinero. Y le prometió más después del trabajo.

– Después del trabajo -advirtió Fulko Artevelde-. ¿De modo que el medioelfo todavía está en Belhaven? ¿Con la banda del Ruiseñor?

– Pudiera ser. No lo sé. Hace ya más de dos semanas que huí de la cuadrilla del Ruiseñor.

– ¿Así que ése es el motivo por el que los delatas? -sonrió el brujo-. ¿Ajustes de cuentas personales?

Los ojos de la muchacha se estrecharon, sus tumefactos labios se torcieron en un gesto horrible.

– ¡Una mierda te importan a ti mis ajustes de cuentas, abuelo! Y con eso de que delato, te salvo la vida, ¿no? ¡No vendría mal un agradecimiento!

– Gracias. -Geralt de nuevo se adelantó a la orden de golpear-. Sólo quería comentar que si se trata de un ajuste de cuentas tu credibilidad se rebaja, testigo de la corona. La gente delata cuando quiere salvar el pellejo y la vida, pero miente cuando quiere vengarse.

– Nuestra Angouléme no tiene ni la más mínima posibilidad de salvar la vida -le interrumpió Fulko Artevelde-. Pero el pellejo, por supuesto, quiere salvarlo. A mi juicio se trata de una motivación absolutamente creíble. ¿Eh, Angouléme? ¿Quieres salvar el pellejo, verdad?

La muchacha apretó los labios. Y palideció manifiestamente.

– Valentía de bandoleros -dijo el prefecto con desprecio-. Y de mocosos también. Atacar en ventaja, robar a los débiles, matar a indefensos, eso sí se puede. Pero mirar cara a cara a la muerte es más difícil. Eso ya no podéis.

– Todavía lo veremos -ladró ella.

– Veremos -repitió serio Fulko-. Y lo escucharemos. Gritarás en el patíbulo hasta que se te salgan los pulmones, Angouléme.

– Prometisteis benevolencia.

– Y mantendré mi promesa. Si lo que has confesado resulta ser verdad.

Angouléme se retorció en la silla, señalando a Geralt con un movimiento que se diría de todo su delgado cuerpo.

– ¿Y esto -gritó- qué es? ¿No es verdad? ¡Que niegue que no es brujo y que no es Geralt! ¡Me van a decir aquí que no soy creíble! ¡Pues que se vaya a Belhaven, y tendrá mejor prueba de que no miento! Su cadáver lo hallarán a la mañana en las canales. ¡Sólo que entonces diréis que no previne el delito y que de benevolencia nada! ¿No? ¡Fulleros, su puta madre, es lo que sois! ¡Fulleros y eso es todo!

– No la golpeéis -dijo Geralt-. Por favor.

En su voz había algo que detuvo a mitad de camino las manos alzadas del prefecto y del guardia. Angouléme se sorbió las narices, mirándolo penetrantemente.

– Gracias, abuelete -dijo-. Pero pegar no es nada, si quieren que peguen. A mí me pegaban desde pequeña, estoy acostumbrada. Si quieres hacerme bien, confirma entonces que digo la verdad. Que mantengan su palabra. Que me cuelguen, su puta madre.

– Lleváosla -ordenó Fulko, intentando acallar con un gesto las protestas de Geralt-. No nos es ya necesaria -aclaró, cuando se quedaron solos-. Ya sé todo y os lo aclararé. Y luego os pediré reciprocidad.

– Primero -la voz del brujo era fría- aclaradme de qué iba este ruidoso final, terminado con una extraña petición de ahorcamiento. Al fin y al cabo la muchacha, como testigo de la corona, ya ha hecho lo suyo.

– Todavía no.

– ¿Cómo que no?

– Homer Straggen, llamado Ruiseñor, es un truhán extraordinariamente peligroso. Cruel y desvergonzado, astuto e inteligente, y para colmo con suerte. Su impunidad estimula a otros. Tengo que acabar con esto. Por eso he hecho un trato con Angouléme. Le prometí que si como resultado de su declaración, Ruiseñor es atrapado y su cuadrilla deshecha, Angouléme será ahorcada.

– ¿Cómo? -El asombro del brujo no era fingido-. ¿Ésta es la institución del testigo de la corona? ¿A cambio de colaborar con las autoridades, la soga? Y por negarse a colaborar, ¿qué?

– El palo. Precedido de sacarle los ojos y arrancarle los pechos con tenazas al rojo.

El brujo no dijo ni una palabra.

– Esto se llama ejemplo por el miedo -siguió al cabo, Fulko Artevelde-. Una cosa muy necesaria en la lucha contra el bandolerismo. ¿Por qué apretáis tanto los puños que hasta casi se oyen crujir vuestros pulgares? ¿Acaso sois partidario de matar humanitariamente? Pero vos os podéis permitir ese lujo, al fin y al cabo combatís principalmente a seres que, por muy ridículo que pueda sonar, también matan humanitariamente. Yo no puedo permitirme el lujo. Yo he visto caravanas de mercaderes y casas asaltadas por el Ruiseñor y otros parecidos. He visto lo que le hicieron a la gente para que señalaran escondrijos o dijeran las consignas mágicas de cajas y cofres. He visto mujeres después de que el Ruiseñor hubiera comprobado con un cuchillo si no escondían bienes preciados. He visto a personas a las que se les hicieron cosas todavía peores para simple diversión bandoleril. Angouléme, cuyo destino tanto os preocupa, tomó parte en tales diversiones, eso es seguro. Estuvo el tiempo suficiente en la banda. Y si no fuera por el mero azar, por el hecho de que huyera de la banda, la hubierais conocido de otra forma. Puede que fuera ella quien os hubiera disparado en la espalda con la ballesta.

– No me gustan los «y si». ¿Sabéis el motivo por el que escapó de la cuadrilla?

– Sus declaraciones fueron escasas en este sentido, y mis gentes no quisieron divulgarlo. Pero todos saben que Ruiseñor es del tipo de hombre que gusta de poner a las mujeres en su papel diríamos natural. Si no resulta de otro modo, les impone ese papel por la fuerza. A esto se añadió seguramente un conflicto generacional. Ruiseñor es un hombre maduro y la última compaña de Angouléme eran unos crios igual que ella. Pero esto son especulaciones, en realidad todo ello no me incumbe. Y a vos, me permito preguntar, ¿por qué os importa tanto? ¿Por qué desde el primer momento que la visteis os produce Angouléme tan vivas emociones?

– Extraña pregunta. La muchacha denuncia un ataque contra mí que al parecer preparan sus antiguos camaradas por encargo de algún medioelfo. Cosa en sí bastante extraordinaria porque no tengo ninguna cuenta pendiente con ningún medioelfo. Aparte de ello, la muchacha sabe en qué compañía viajo. Con tales detalles como que el trovador se llama Jaskier y la mujer se ha cortado la coleta. Precisamente esa coleta hace que sospeche que todo esto no es más que mentira o provocación. No sería muy difícil atrapar y preguntar a uno de los colmeneros del bosque con los que viajé la semana pasada. Y montar rápidamente una comedia…

– ¡Basta! -Artevelde golpeó con el puño en la mesa-. Un poco demasiado os aceleráis, señor mío. ¿Quiere decir esto que yo estoy montando una comedia? ¿Y con qué objetivo? ¿Para engañaros, embaucaros? ¿Y quién sois vos para temer tales provocaciones y engaños? ¡Quien se pica ajos come, señor brujo! ¡Ajos come!

– Dadme otra explicación.

– No, ¡dádmela vos!

– Lo siento. No tengo otra.

– Podría decir algo más. -El prefecto sonrió con malignidad-. Pero, ¿por qué? Dejemos las cosas claras. A mí no me interesa saber quién os quiere ver muerto y por qué. No me importa de dónde ha sacado ese alguien tan estupenda información sobre vos, incluyendo hasta el color y la longitud de vuestros cabellos. Aún más: yo hasta podría incluso no haberos informado de este atentado, brujo. Podría haber tratado a vuestra compaña como a un cebo involuntario para el Ruiseñor. Seguir, esperar hasta que Ruiseñor pique el anzuelo, el sedal, el plomo y el corcho. Y entonces atraparlo como a un lucio. Porque él es el que me interesa, el que quiero. ¿Y que para entonces a vosotros se os estuviera comiendo ya la tierra? ¡Ja, mal necesario, a costes propios!

Se calló. Geralt no hizo ningún comentario.

– Sabéis, mi señor brujo -siguió al cabo el prefecto-, yo me juré a mí mismo que la ley va a reinar en estos terrenos. A cualquier precio y por cualquier medio, per fas et nefas. Porque la ley no es la jurisprudencia, no es un grueso libro lleno de parágrafos, no son tratados filosóficos, no son exageradas habladurías sobre la justicia, no son gastadas frases sobre moralidad o ética. La ley son caminos y carreteras seguros. Son callejas de ciudad por las que se puede pasear incluso después de la puesta de sol. Son posadas y tabernas de las que se puede salir al retrete dejando la bolsa sobre la mesa y a la mujer a la mesa. ¡La ley es el sueño tranquilo de las gentes que están seguras de que las despertará el canto del gallo y no el gallo rojo de las llamas! ¡Y para los que violan la ley: la soga, el hacha, el palo y el hierro al rojo! Un castigo que atemorice a otros. Los que violan la ley se merecen ser capturados y castigados. Por todos los medios y formas posibles. ¡Eh, brujo! ¿Acaso esa desaprobación que se pinta en tu rostro se refiere al objetivo o a los métodos? ¡Supongo que a los métodos! Porque es fácil criticar los métodos, pero a todos nos gustaría vivir en un mundo seguro, ¿no? ¡Venga, responde!

– No hay mucho de qué hablar.

– Pues yo pienso que sí.

– A mí, don Fulko -dijo sereno Geralt- hasta me gusta ese mundo de tu visión y tu idea.

– ¿De verdad? Tu gesto dice lo contrario.

– Tu mundo ideal es un mundo perfecto para mí. Nunca le faltará trabajo en él a un brujo. En vez de códigos, parágrafos y frases exageradas acerca de la justicia, tu idea produce ilegalidad, anarquía, arbitrariedad y búsqueda del interés propio por parte de los reyes y reyezuelos, el exceso de celo de carreristas que quieren complacer a sus superiores, la venganza ciega de los fanáticos, la crueldad de los esbirros, la revancha y el desquite sádico. Tu visión es un mundo de terror, no de miedo ante los bandidos sino ante los guardianes de la ley, porque siempre y en todo lugar el efecto de las grandes cacerías de bandoleros ha sido que los bandoleros ingresen en masa en las filas de los guardianes de la ley. Tu visión es un mundo de sobornos, chantaje y provocación, un mundo de testigos de la corona y de falsos testigos. Un mundo de espías y confesiones forzadas. E inevitablemente llegará el día en que en tu mundo las tenazas arrancarán los pechos a la persona equivocada, en que se colgará o empalará a un inocente. Y entonces será ya un mundo criminal.

«Hablando en plata -terminó-, un mundo en el que un brujo se sentiría como pez en el agua.

– Vaya -dijo al cabo de un instante de silencio Fulko Artevelde, tocándose el ojo cubierto por el parche de cuero-. ¡Un idealista! Brujo. Profesional. Especialista en matar. Y sin embargo, un idealista. Y moralista. Algo un poco peligroso en tu profesión, brujo. Señal de que comienzas a cansarte de tu trabajo. Un día de estos vacilarás si rajar a una estrige o no, porque, ¿y si resulta que es una estrige inocente? ¿Y si se trata sólo de venganza ciega y ciego fanatismo? No te deseo que se llegue a eso. Y si alguna vez… tampoco te lo deseo, pero es posible que alguien dañe de forma cruel y sádica a alguna persona cercana a ti. Entonces volvería gustoso a esta conversación, al problema del castigo proporcional a la pena. ¿Quién sabe si entonces nuestras opiniones serían tan diferentes? Pero hoy, aquí, ahora, tal cosa no va a ser objeto de consideraciones ni de debate. Hoy vamos a hablar de cosas concretas. Y lo concreto eres tú.

Geralt alzó las cejas levemente.

– Aunque has hablado con sarcasmo acerca de mis métodos y de mi visión del mundo de la ley, ayudarás, mi querido brujo, a realizar esta visión. Repito: yo me juré a mí mismo que aquéllos que violen la ley recibirán lo suyo. Todos. Desde aquel pequeño que falsifica las medidas en el mercado a aquél que asaltó un día en el camino un transporte de arcos y flechas para el ejército. Bandoleros, salteadores, ladrones, desertores. Los luchadores por la libertad integrantes de la organización terrorista sonoramente llamada Taludes Libres. Y Ruiseñor. Sobre todo Ruiseñor. Ruiseñor debe ser castigado, da igual por qué método. Y rápido. Antes de que se anuncie una amnistía y se libre… Brujo. Hace meses que estoy esperando algo que me permita adelantarme a él en un paso. Que me permita engañarlo, lograr que cometa un error, ese error decisivo que lo conduzca a la perdición. ¿Tengo que seguir hablando o ya has adivinado?

– Lo he adivinado, pero sigue hablando.

– El misterioso medioelfo, al parecer iniciador e instigador del atentado, le previno del brujo a Ruiseñor, le recomendó precaución, desaconsejó descuido, arrogancia soberbia y fanfarronadas. Sé que no sin motivo. Sin embargo, las advertencias serán en vano. Ruiseñor cometerá un error. Atacará a un brujo prevenido y listo para defenderse. Atacará a un brujo que está esperando el ataque. Y éste será el final del bandido Ruiseñor. Quiero sellar contigo un pacto, Geralt. Vas a ser mi brujo de la corona. No me interrumpas. Es un pacto sencillo, cada parte se compromete a algo, cada una mantiene su compromiso. Tú acabas con Ruiseñor. Yo, a cambio…

Se calló por un instante, sonrió malicioso.

– No pregunto quiénes sois, de dónde venís, adonde vais y por qué estáis en el camino. No pregunto por qué uno de vosotros habla con un ligero acento nilfgaardiano, y por qué a otro lo evitan algunos perros y caballos. No ordenaré que le arranquen al trovador Jaskier el tubo con los escritos ni examinaré de lo que tratan esos apuntes. Y sólo informaré a los servicios secretos imperiales cuando Ruiseñor esté muerto o en mis mazmorras. Incluso después, ¿para qué apresurarse? Os daré tiempo. Y una oportunidad.

– ¿Una oportunidad para qué?

– Para llegar hasta Toussaint. A ese ridículo condado de cuento, cuyas fronteras ni siquiera los servicios secretos imperiales se atreverían a violar. Luego puede cambiar mucho. Habrá amnistía. Puede que haya un alto el fuego al otro lado del Yaruga. Puede que hasta una paz duradera.

El brujo guardó silencio largo rato. El rostro mutilado del prefecto estaba inmóvil, su único ojo ardía.

– De acuerdo -dijo por fin Geralt.

– ¿Sin mercadeos? ¿Sin condiciones?

– Con dos.

– Cómo podría ser de otro modo. Te escucho.

– Antes debo ir unos cuantos días al sur. Al Loe Monduirn. A ver a los druidas, puesto que…

– ¿Me tomas por tonto o qué? -le interrumpió con brusquedad Fulko Artevelde-. ¿Acaso quieres liármela? ¡Todo el mundo sabe adonde conduce tu viaje! Y entre ellos, Ruiseñor, quien precisamente está preparando una trampa en tu camino. Al sur, en Belhaven, en el lugar donde el valle del Neva corta al valle de Sansretour que conduce hasta Toussaint.

– Eso quiere decir…

– … que los druidas ya no están en Loe Monduirn. Desde hace cerca de un mes. Se fueron por el valle de Sansretour hasta Toussaint, a esconderse bajo el ala protectora de la condesa Anarietta de Beauclair, quien tiene debilidad por todo género de estrafalarios, chiflados y rarezas. Y concede gustosamente asilo a los tales en su paisillo de cuento de hadas. Y tú lo sabes, brujo. No me tomes por tonto. ¡No intentes liármela!

– No lo intentaré -dijo Geralt lentamente-. Te doy mi palabra de que no lo haré. Mañana me pondré en camino hacia Belhaven.

– ¿No te olvidas de algo?

– No, no me he olvidado. Mi segunda condición: quiero a Angouléme. Adelantas la amnistía para ella y la liberas de la mazmorra. Al brujo de la corona le es necesario tu testigo de la corona. Rápido, ¿estás de acuerdo o no?

– Lo estoy -dijo casi de inmediato Fulko Artevelde-. No tengo salida. Angouléme es tuya. Porque al fin y al cabo sé que si accedes a colaborar conmigo es sólo por ella.

El vampiro, que iba al lado de Geralt, escuchaba con atención, no le interrumpió. El brujo no se equivocó al confiar en su agudeza.

– Somos cinco, no cuatro -resumió rápido en cuanto que Geralt terminó de contarlo-. Viajamos los cinco desde final de agosto, los cinco juntos cruzamos el Yaruga. Y Milva no se cortó la trenza hasta que estuvimos en.los Tras Ríos. Hace como una semana. Tu rubia protegida sabe lo de la trenza de Milva. Y no sabía que éramos cinco. Extraño.

– ¿Es lo más extraño de toda esta extraña historia?

– Casi. Lo más extraño es Belhaven. Una ciudad donde al parecer se nos ha tendido una trampa. Una ciudad situada muy dentro de las montañas, en la ruta del valle del Neva y del paso de Theodula…

– Y adonde no teníamos planeado ir -concluyó el brujo, mientras azuzaba a Sardinilla, que comenzaba a quedarse atrás-. Hace tres semanas, cuando el tal bandolero Ruiseñor aceptó de un medioelfo el encargo de matarme, estábamos en Angren, nos dirigíamos a Caed Dhu, llenos de aprensión por los pantanos de Ysgith. Al diablo, nosotros mismos no lo sabíamos esta mañana…

– Lo sabíamos -le interrumpió el vampiro-. Sabíamos que buscábamos a los druidas. Lo mismo esta mañana que hace tres semanas. Ese misterioso medioelfo ha preparado la trampa en el camino que conduce a los druidas, seguro de que éste iba a ser nuestro camino. Él simplemente…

– … sabe mejor que nosotros por dónde discurre este camino. -El brujo se tomó la revancha de que le hubieran quitado la palabra-. ¿Y cómo lo sabe?

– Eso habrá que preguntárselo a él. Por ello es por lo que aceptaste la propuesta del prefecto, ¿no es cierto?

– Así es. Cuento con que vaya a poder charlar un ratito con el señor medioelfo -sonrió Geralt ominoso-. Antes de que ello llegue, sin embargo, ¿no se te impone por sí misma una explicación? ¿Acaso ella misma no lo pide?

El vampiro le contempló durante un rato en silencio.

– No me gusta lo que hablas, Geralt -dijo por fin-. No me gusta lo que piensas. Considero que ése no es un pensamiento adecuado. Una reflexión tomada a la ligera, sin pensárselo. Que surge de prejuicios y resentimientos.

– ¿Y cómo entonces explicar…?

– Como quieras. -Regis le interrumpió con un tono que Geralt jamás le había escuchado-. Lo que quieras excepto eso. ¿No tomas en consideración, por ejemplo, que tu rubia protegida simplemente podría estar mintiendo?

– ¡Vaya, vaya, abuelete! -gritó Angouléme, que iba detrás de ellos en la muía llamada Draakul-. ¡No me acuses de mentirosa si pruebas de ello no tienes!

– No soy tu abuelete, mi querida niña.

– ¡Y yo no soy tu querida niña, abuelete!

– Angouléme. -El brujo se dio la vuelta en la silla-. Cállate.

– Como ordenes -Angouléme se tranquilizó al instante-. Tú tienes derecho a mandar. Tú me sacaste de la trena, me arrancaste de las zarpas de Fulko. A ti te obedezco, tú eres ahora el caudillo, el cabecilla de la hansa…

– Cállate, por favor.

Angouléme murmuró por lo bajo, dejó de azuzar a Draakul y se quedó atrasada, cuanto más que Regis y Geralt se apresuraron, alcanzando a Jaskier, Cahir y Milva que iban en cabeza. Cabalgaban en dirección a las montañas, por la orilla del río Neva, que saltaba impetuoso por entre piedras y peñas con sus aguas turbias de color entre amarillo y bronce a causa de las recientes lluvias. No estaban solos. Constantemente se cruzaban o eran superados por escuadrones de la caballería nilfgaardiana, jinetes solitarios, carros de colonos y caravanas de mercaderes.

Al sur, cada vez más cerca y cada vez más amenazadores, se alzaban los Montes de Amell. Y la aguja picuda de la Gorgona, la Montaña del Diablo, sumergida entre nubes que pronto cubrieron todo el cielo.

– ¿Cuándo se lo vas a decir? -dijo el vampiro, señalando con la mirada al trío que iba en cabeza.

– Cuando acampemos.

Jaskier fue el primero que tomó la palabra cuando Geralt terminó de contarlo.

– Corrígeme si me equivoco -dijo-. Esta muchacha, Angouléme, a la que alegre y despreocupadamente has incorporado a nuestra pandilla, es una criminal. Para salvarla de un castigo al fin y al cabo merecido, aceptaste colaborar con los nilfgaardianos. Te has dejado contratar. Bah, no sólo a ti mismo, sino a todos nosotros. Tenemos todos que ayudar a los nilfgaardianos a atrapar o a matar a un bandolero local. En pocas palabras: tú, Geralt, te has convertido en mercenario de los nilfgaardianos, en cazador de recompensas, en asesino a sueldo. Y nosotros hemos ascendido a ser tus acólitos… o tus fámulos…

– Tienes un increíble talento para simplificar, Jaskier -murmuró Cahir-. ¿Acaso de verdad no has entendido de qué se trata? ¿O hablas por hablar?

– Calla, nilfgaardiano. ¿Geralt?

– Comencemos por que en esto que planeo -el brujo lanzó al fuego el palito con el que se entretenía desde hacía mucho tiempo- nadie tiene que ayudarme. Puedo arreglármelas solo. Sin acólitos ni fámulos.

– Atrevido eres, abuelete -intervino Angouléme-. Mas la nansa del Ruiseñor son veinte y cuatro buenos mozos, de los cuales ni siquiera un brujo se libra tan ligero, y si de asuntos de espada hablamos, y aunque fuera verdad lo que de los brujos se habla, un hombre solo no resiste a dos docenas. Me has salvado la vida, de modo que yo te pago igualmente. Con una advertencia. Y con ayuda.

– ¿Qué diablos es una nansa?

– Aen hanse -explicó Cahir- significa en nuestro idioma banda, pero una a la que unen lazos de amistad…

– ¿Compaña?

– Oh, eso mismo. La palabra, por lo que veo, ha entrado en el argot local…

– Una nansa es una hansa -le interrumpió Angouléme-. Y como en mi tierra: cuadrilla o hato. ¿Para qué hablar más? Aviso en serio. Uno solo no tiene ni una posibilidad contra toda la hansa. Y para colmo de males, sin conocer ni al Ruiseñor, ni en general a nadie de Belhaven y alrededores, ni enemigos, ni amigos y aliados. Que no conoce los caminos que conducen a la ciudad, y a la ciudad conducen muy diversos. Yo digo esto: no será capaz el brujo solo. No sé cuáles serán en vuestra tierra las costumbres, mas yo no dejo solo al brujo. Él a mí, como dijo el abuelete Jaskier, alegre y desenfadadamente me aceptó en la vuestra banda, aunque soy una crimínala… Pues todavía me huelen a criminal los pelos, tiempo no hubo de lavarlos… El brujo y no otro me sacó de esa criminalidad hacia la luz del día. Por ello le estoy agradecida. Por eso yo no lo dejaré solo. Lo conduciré a Belhaven, al Ruiseñor y ese medioelfo. Iré junto con él.

– Yo también -dijo de inmediato Cahir.

– ¡Y yo igualmente! -dijo Milva con brusquedad.

Jaskier se apretó contra el pecho el tubo con los manuscritos, de los que no se separaba últimamente ni por un momento. Bajó la cabeza. Se veía que luchaba con sus pensamientos. Y que sus pensamientos vencían.

– No medites, poeta-le dijo suave Regis-. Al fin y al cabo no hay de qué avergonzarse. Para luchar en cruentas batallas a espada y puñal eres todavía menos adecuado que yo. No nos han enseñado a mutilar a nuestros semejantes con el acero. Además… Yo, además…

Posó sobre el brujo y Milva unos ojos brillantes.

– Soy un cobarde -reconoció en pocas palabras-. Si no me veo obligado, no quiero vivir otra vez lo que en la barcaza y el puente. Nunca. Por eso pido que se me excluya del grupo de luchadores que ha de ir a Belhaven.

– De los tales barcaza y puente -dijo Milva con voz sorda- me asacastes en tus costillas cuando me atacó la debilidad de los pieces. Si allí habría habido en vez tuyo algún cobarde, hubiéraselas pirado dejándome allá. Mas allá no hubo cobarde alguno. En cambio estabas tú, Regis.

– Bien dicho, abuelilla -dijo Angouléme con convencimiento-. Mal me hago a la idea de qué estáis hablando, mas pienso que bien dicho.

– ¡No soy abuela tuya ni las narices! -Los ojos de Milva brillaron amenazadores-. ¡Cuidao, moza! ¡Me llamas otra vez así y ya verás!

– ¿Qué veré?

– ¡Tranquilas! -aulló alto el brujo-. ¡Basta ya, Angouléme! Vosotros todos también, veo que hay que llamar al orden. Se terminó el viajar a ciegas, hacia un espejismo. Porque resulta que hay algo allá, detrás del espejismo. Ha llegado el momento de acciones concretas. El momento de rebanar pescuezos. Porque por fin hay a quién rebanar. Aquéllos que hasta ahora no lo han entendido, que lo entiendan: tenemos por fin a un enemigo concreto al alcance de la mano. El medioelfo que quiere nuestra muerte es agente de fuerzas enemigas. Gracias a Angouléme estamos preparados, y hombre preparado vale por dos, que dice el proverbio. Tengo que coger a ese medioelfo y sacarle para quién trabaja. ¿Lo has entendido por fin, Jaskier?

– Resulta que entiendo más y mejor que tú -dijo el poeta con serenidad-. Sin ningún atrapamiento ni sacamiento me pienso que el enigmático medioelfo actúa por órdenes de Dijkstra, a quien dejaste lisiado ante mis propios ojos en Thanedd, clavándole un palo en el tobillo. Dijkstra, a juzgar por lo que contó el mariscal Vissegerd, sin duda nos tiene por espías nilfgaardianos. Y después de nuestra huida del corpus de partisanos lyrios, a buen seguro la reina Meve añadió algunos puntos a la lista de nuestros crímenes…

– Te equivocas, Jaskier -se entrometió Regis en voz baja-. No es Dijkstra. Ni Vissegerd. Ni Meve.

– Entonces, ¿quién?

– Todo juicio y toda conclusión serían precipitadas.

– Estoy de acuerdo -le concedió Geralt con voz gélida-. Por eso hay que investigar las cosas a pie de obra. Y extraer las conclusiones de la autopsia.

– Y yo -Jaskier no se resignó- sigo pensando que ésta es una idea idiota y arriesgada. Bien está que se nos haya advertido de la trampa, que sepamos de ella. Si lo sabemos, dejémosla entonces a un lado. Que ese elfo o medioelfo nos esté esperando lo que quiera, nosotros nos apresuraremos a irnos por nuestro camino…

– No -le interrumpió el brujo-. Basta de discursos, queridos míos. Fin de la anarquía. Ha llegado el momento de que nuestra… hansa… tenga por fin un cabecilla.

Todos, sin excluir a Angouléme, le miraron en un silencio expectante.

– Angouléme, Milva y yo -dijo- vamos a Belhaven. Cahir, Regis y Jaskier se separarán de nosotros en el valle de Sansretour e irán a Toussaint.

– No -dijo Jaskier presto, apretando con fuerza su tubo-. Por nada del mundo. Yo no puedo…

– Cállate. Esto no es una discusión. ¡Esto es una orden del caudillo de la hansa! Iréis a Toussaint, tú, Regis y Cahir. Allí nos esperaréis.

– Toussaint significa la muerte para mí -declaró el trovador sin énfasis-. Si me reconocen en Beauclair, en el castillo, se acabó. Tengo que contaros que…

– No tienes -le interrumpió brusco el brujo-. Demasiado tarde. Podrías haberte vuelto, no quisiste. Te quedaste en la banda. Para salvar a Ciri. ¿No es verdad?

– Sí.

– Así que irás con Regis y Cahir por el valle de Sansretour. Nos esperaréis en las montañas, de momento sin cruzar las fronteras de Toussaint. Pero si… si hay necesidad, tenéis que cruzar la frontera. Porque en Toussaint, al parecer, están los druidas, los de Caed Dhu, amigos de Regis. Si hay necesidad, recabaréis información de los druidas e iréis a buscar a Ciri… vosotros solos.

– ¿Cómo que solos? ¿Prevés…?

– No preveo nada, considero la posibilidad. El así llamado «por si acaso». El último recurso, si lo prefieres. Puede que todo vaya bien y no tengamos que hacernos ver por Toussaint. Pero en cualquier caso… Lo importante es que a Toussaint no os seguirá ninguna partida de nilfgaardianos.

– Cierto, no os seguirán -introdujo Angouléme-. Raro es, pero Nilfgaard respeta las fronteras de Toussaint. Yo misma una vez me escondí allá. ¡Mas los caballeros de aquellas tierras no mejores son que los Negros! Galanes, corteses en el habla, mas prestos de espada y de puntapiés. Y patrullean la frontera sin descanso. Se llaman «andantes». Cabalgan solos, o de dos en dos o hasta tres. Y combaten el bandolerismo. Es decir: a nosotros. Brujo, se pudiera cambiar una cosa en los tus planes.

– ¿Qué? "

– Si hemos de ir hacia Belhaven y vérnoslas con el Ruiseñor, vendréis conmigo tú y don Cahir. Y que con ellos se vaya la abuelilla.

– ¿Y eso por qué? -Geralt, con un gesto, retuvo a Milva.

– Para este trabajo hacen falta mozos. ¿Qué te recueces, abuelilla? Yo lo sé, os digo. Si se llega a algo, habrá que actuar más bien con el miedo que con la mera fuerza. Y ninguno de los de la nansa de Ruiseñor se amedrentará con un trío en el que a un mozo le caen dos hembras.

– Milva vendrá con nosotros. -Geralt apretó los dedos sobre la muñeca de la arquera, que estaba rabiosa de verdad-. Milva, no Cahir. No quiero cabalgar con Cahir.

– ¿Y eso por qué? -preguntaron casi al mismo tiempo Angouléme y Cahir.

– Precisamente -dijo Regis lentamente-. ¿Por qué?

– Porque no confío en él -anunció rápido el brujo.

El silencio que cayó era desagradable, pesado, viscoso casi. Desde el bosque, al lado del cual estaba acampada una caravana de mercaderes y un grupo de otros viajeros, les alcanzaron unas voces alzadas, unos gritos y unos cantos.

– Aclárate -dijo por fin Cahir.

– Alguien nos ha traicionado -dijo seco el brujo-. Después de la conversación con el prefecto y las revelaciones de Angouléme no hay duda alguna. Y si se piensa bien, uno llega a la conclusión de que el traidor está entre nosotros. Y para adivinar quién es no hay que darle muchas vueltas.

– ¿Tú, por lo que me parece -Cahir frunció el ceño-, te has permitido sugerir que ese traidor soy yo?

– No escondo -la voz del brujo era fría- que me ha asaltado tal pensamiento, es verdad. Mucho apunta en esa dirección. Mucho se aclararía así. Muchísimo.

– Geralt -dijo Jaskier-. ¿No vas un poco demasiado lejos?

– Que hable. -Cahir torció la boca-. Que hable. Que no se detenga.

– Os habréis preguntado -Geralt pasó la vista por los rostros de los compañeros- cómo se pudo llegar a ese error en la cuenta. Sabéis de qué hablo. De que somos cinco, no cuatro. Podemos pensar que simplemente alguien se equivocó: el misterioso medioelfo, el bandido Ruiseñor o Angouléme. Pero, ¿y si rechazamos la versión del error? Entonces aparece la siguiente versión: el grupo cuenta con cinco miembros, pero Ruiseñor ha de matar sólo a cuatro. Porque el quinto es un aliado de los atacantes. Alguien que les informa constantemente de los movimientos del grupo. Desde el principio, desde el momento en que después de haber comido la famosa sopa de pescado se formara el grupo. Aceptando en su composición a un nilfgaardiano. Un nilfgaardiano que tiene que atrapar a Ciri y llevársela al emperador Emhyr porque de ello dependen su vida y su carrera,…

– Así que no me he equivocado -dijo despacio Cahir-. Así que soy un traidor. ¿Un falso renegado y vil?

– Geralt -habló de nuevo Regis-. Perdona mi sinceridad, pero tu teoría tiene más agujeros que un colador viejo. Tu pensamiento, ya te he dicho antes, no es muy adecuado.

– Soy un traidor -repitió Cahir, como si no hubiera oído las palabras del vampiro-. Sin embargo, por lo que he entendido, no hay prueba alguna de mi traición, no hay más que turbios indicios e imaginaciones brujeriles. Por lo que entiendo, sobre mí recae el peso de demostrar mi inocencia. Soy yo el que va a tener que demostrar que no soy un felón. ¿No es cierto?

– Sin patetismos, nilfgaardiano -ladró Geralt, poniéndose delante de Cahir y golpeándolo con la mirada-. ¡Si tuviera pruebas de tu culpa no perdería tiempo charloteando, sino que te abriría en dos como a un arenque! ¿Conoces la regla de «cui bono»? Entonces respóndeme: ¿quién, excepto tú, tendría siquiera el más mínimo motivo para traicionar? ¿Quién, excepto tú, ganaría algo traicionando?

Desde el campamento de la caravana de mercaderes les llegó un chasquido fuerte y agudo. Sobre el oscuro cielo estrellado estalló un roncador rojo y amarillo, unos cohetes dispararon un enjambre de abejas doradas que cayeron en una lluvia multicolor.

– No soy un felón -dijo el joven nilfgaardiano con una voz poderosa y sonora-. Por desgracia, no puedo demostrarlo. Puedo hacer otra cosa. Lo que me es propio, lo que estoy obligado a hacer cuando se me insulta y se me denigra, cuando se ensucia mi honor y se escupe sobre mi dignidad.

Su movimiento fue rápido como el rayo, pero pese a ello no hubiera sorprendido al brujo si no hubiera sido por su doloroso movimiento de rodilla, que lo complicaba todo. Así, Geralt no consiguió evitarlo y el puño envuelto en el guante de monta le golpeó en la mandíbula con tanta fuerza que voló hacia atrás y cayó directamente en el fuego, alzando una nube de chispas. Se alzó, otra vez demasiado despacio por culpa del dolor de la rodilla. Cahir ya estaba junto a él. Y esta vez el brujo ni siquiera acertó a inclinarse, el puño le atizó a un lado de la cabeza, y en sus ojos brillaron fuegos artificiales más hermosos incluso que los que habían lanzado los mercaderes. Geralt lanzó una terrible maldición y se echó sobre Cahir, lo aferró por los hombres y lo derribó en tierra, se retorcieron sobre la grava, golpeando con los puños hasta que sonaron truenos.

Y todo esto se desarrollaba bajo la luz fantasmal e innatural de los

fuegos artificiales que salpicaban el cielo.

– ¡Dejadlo! -gritó Jaskier-. ¡Dejadlo ya, idiotas de mierda!

Cahir le quitó hábilmente a Geralt la tierra bajo los pies y cuando intentó levantarse le golpeó en los dientes. Y le volvió a dar hasta que sonó como una campana. Geralt se encogió, se distendió y le dio una patada, no le acertó en sus partes bajas, le alcanzó en el muslo. Se engancharon de nuevo, se cayeron, se revolcaron, cada uno atizando al otro donde podía, cegados por los golpes y el polvo y la arena que les llenaban los ojos.

Y de pronto se separaron, se dirigieron hacia lados opuestos, cojeando

y protegiendo la cabeza de los estallidos de los cohetes.

Milva se había quitado de los muslos un grueso cinturón de cuero, lo mantenía agarrado por la hebilla y enrollado alrededor del puño cerrado y se había acercado a los luchadores y había comenzado a darles leña, desde la oreja, con todas sus fuerzas, sin condolerse ni del cinto ni de la mano. El cinturón silbaba y con seco chasquido caía sobre manos, hombros, espaldas y brazos, ya fuera de Cahir, ya de Geralt. Cuando se separaron, Milva saltó de uno a otro como un grillo, todavía azotándolos de justicia, de modo que ninguno recibiera menos ni más que el otro.

– ¡Idiotas idiotos! -gritaba, atizándole en la espalda con un chasquido a Geralt-. ¡Tontos tontainas! ¡Os voy a enseñar razones, a los dos!

»¿Ya? -gritó todavía más fuerte, golpeándole a Cahir en las manos con las que se guardaba la cabeza-. ¿Ya sus ha pasado? ¿Sus habéis calmado?

– ¡Ya! -gritó el brujo-. ¡Basta!

– ¡Basta! -gritó a coro Cahir, que estaba hecho un ovillo-. ¡Suficiente!

– Es suficiente -dijo el vampiro-. De verdad que es suficiente, Milva.

La arquera respiró pesadamente, se limpió la frente con el puño que llevaba envuelto con el cinturón.

– Bravo -habló Angouléme-. Bravo, abuelilla.

Milva se giró sobre sus tacones y la golpeó con todas sus fuerzas en el hombro con el cinturón. Angouléme gritó, se sentó y se puso a llorar.

– Te dije -jadeó Milva- que no me llamaras así. ¡Te lo dije!

– ¡No ha pasado nada! -Jaskier, con una voz un tanto trémula, tranquilizó a mercaderes y viajantes que habían acudido -allí desde el fuego vecino-. Sólo un malentendido entre amigos. Una peleílla de compadres.

Ya se pasó.

El brujo se tocó con la lengua un diente que se movía, escupió sangre que le brotaba de un labio partido. Sentía cómo en la espalda y en los brazos le estaban saliendo cardenales, cómo se le inflamaba -hasta el tamaño de una coliflor, le parecía- la oreja azotada por el cinto. Junto a él, en el suelo, Cahir se removía desmañadamente, la mano puesta en la mejilla. En sus antebrazos crecían a ojos vista unas rayas rojas.

Sobre la tierra cayó una lluvia que apestaba a azufre, cenizas del último cohete.

Angouléme sollozaba con tristeza, sujetándose el hombro. Milva tiró el cinturón, tras un instante de duda corrió hacia ella, la abrazó y la acarició sin palabras.

– Propongo -habló el vampiro con una voz fría- que os deis la mano. Propongo que nunca, pero nunca jamás, volvamos a tocar este asunto.

De pronto les golpeó una susurrante racha de viento, venida de las montañas, en la que daba la sensación de que resonaban unos aullidos, gritos y voces fantasmales. Las nubes arrastradas por el cielo tomaban formas fantásticas. La hoz de la luna se volvió roja como la sangre.

El coro rabioso y el revuelo de las alas de los chotacabras les despertaron antes del alba.

Se pusieron en camino a poco de salir el sol, cuyo fuego cegador encendió después la nieve de las cimas de las montañas. Se pusieron en marcha mucho antes de que el sol consiguiera mostrarse por detrás de las cumbres. Antes de que se viera que el cielo estaba cubierto de nubes.

Cabalgaban entre bosques, y el camino conducía cada vez más alto y más alto, lo que se dejaba notar por los cambios en la vegetación. De pronto se acabaron los robles y los ojaranzos, entraron en la lobreguez de los hayedos, acolchados de hojas caídas, que olían a moho, a tela de araña y hongos. Hongos había en abundancia. El húmedo final del verano había hecho crecer a los hongos como en un verdadero otoño. La cubierta de hayas desaparecía a trechos entre los sombrerillos de los boletos, los mizcalos y las oronjas.

Los hayedos estaban silenciosos, parecía que la mayor parte de los pájaros cantores había volado ya a sus cuarteles de invierno. Sólo los empapados cuervos cracaban al pie de la vegetación.

Luego se acabaron las hayas, aparecieron los abetos. Olía a resina.

Cada vez con más frecuencia tropezaban con montecillos pelados y abras donde el viento les golpeaba. El río Neva espumeaba entre saltos y cascadas, sus aguas -pese a las lluvias- estaban cristalinas y transparentes.

En el horizonte se elevaba la Gorgona. Cada vez más cerca.

Desde los angulosos costados de la poderosa montaña se deslizaban todo el año glaciares y nieves, a causa de lo cual la Gorgona tenía siempre el aspecto de estar cubierta por un echarpe blanco. La cumbre de la Montaña del Diablo, como la cabeza y el cuello de una misteriosa prometida, estaba incansablemente envuelta en el velo de las nubes. A veces la Gorgona, como una bailarina, agitaba su blanca cubierta, una vista hermosa pero que traía la muerte. Desde los despeñaderos de las paredes de la montaña bajaban avalanchas que arrastraban todo en su camino hasta llegar al desgalgadero situado al pie de monte, y aún más abajo, por la pendiente, hasta el gran bosque de abetos junto al desfiladero de Theodula, junto a los valles del Neva y Sansretour, sobre los ojos negros de los lagos de las montañas.

El sol, que pese a todo había conseguido atravesar las nubes, se esfumó demasiado deprisa. Simplemente se escondió detrás de la montaña al oeste, quemándola con su resplandor dorado y púrpura.

Pernoctaron. El sol salió.

Y llegó el momento de separarse.

Se rodeó minuciosamente la cabeza con el pañuelo de seda de Milva. Se colocó el sombrero de Regis. Volvió a revisar la situación del sihill en la espalda y de ambos estiletes en las cañas de las botas.

Al lado, Cahir afilaba su larga espada nilfgaardiana. Angouléme se cruzaba la frente con una cinta de algodón, se guardaba en la caña el cuchillo de cazador que le había regalado Milva. La arquera y Regis estaban montados. El vampiro le había dado a Angouléme su caballo negro, él estaba sobre la mula Draakul.

Estaban listos. Sólo les quedaba por hacer una cosa.

– Venid aquí, todos.

Se acercaron.

– Cahir, hijo de Ceallach -comenzó Geralt, intentando no sonar patético-. Te insulté con una sospecha sin fundamento y me comporté vilmente hacia ti. Con el presente acto me disculpo, ante todos, bajando la cabeza. Me disculpo y te pido que me perdones. También a todos vosotros os pido perdón, porque fue vil el obligaros a contemplar y escuchar aquello.

«Desahogué sobre Cahir y sobre vosotros mi furia, mi rabia y mi pena. Que surgía de que yo sé quién nos traicionó. Sé quién nos traicionó y raptó a Ciri, a quien nosotros queremos salvar. Mi furia nace de que se trata de una persona que me fue antaño muy cercana.

«Dónde estamos, qué pretendemos, por dónde vamos y adonde nos dirigimos… todo resultó descubierto con ayuda de la magia escaneadora, descubridora. No es demasiado difícil para una maestra de la magia el descubrir y observar a distancia a una persona que fuera antes bien conocida y cercana, con la que se tuvo un largo contacto psíquico que permitiera crear una matriz. Pero la hechicera y el hechicero de los que hablo cometieron un error. Se han desenmascarado. Se equivocaron al contar a los miembros del grupo, y este error los traicionó. Díselo, Regis.

– Geralt puede tener razón -dijo Regis con lentitud-. Como todos los vampiros, soy invisible para las sondas mágicas de visión y escaneo, o sea, a los encantamientos descubridores. Se puede seguir a un vampiro con un encantamiento analítico, de cerca, pero no es posible descubrir a distancia a un vampiro con un hechizo escaneador. Un hechizo escaneador no mostrará al vampiro. Allí donde esté el vampiro el buscador contestará que no hay nadie. Así que sólo un hechicero pudo haberse equivocado con nosotros: escaneó a cuatro donde en realidad había cinco, es decir, cuatro personas y un vampiro.

– Nos aprovecharemos de este error de los hechiceros -siguió de nuevo el brujo-. Yo, Cahir y Angouléme iremos a Belhaven a hablar con el medioelfo que ha contratado a asesinos contra nosotros. No le preguntaremos al elfo por orden de quién actúa, porque eso ya lo sabemos. Le preguntaremos dónde están los hechiceros a cuyas órdenes actúa. Y cuando nos enteremos de dónde es, iremos allí. Y nos vengaremos.

Todos guardaron silencio.

– Hemos dejado de contar las fechas, por eso ni siquiera nos dimos cuenta de que ya estamos a veinticinco de septiembre. Hace dos días fue la noche del Equilibrio, el equinoccio. Sí, precisamente esa noche en la que pensáis. Veo vuestro desaliento, veo lo que tenéis en los ojos. Recibisteis la señal entonces, en aquella terrible noche cuando en el campamento vecino los mercaderes se daban ánimos con aquavit, cantos y fuegos artificiales. Seguramente recibisteis también los presentimientos menos claramente que Cahir y yo, pero os lo imagináis. Lo sospecháis. Y me temo que vuestras sospechas son ciertas.

Graznaron los cuervos que volaban sobre la abra.

– Todo apunta a que Ciri está muerta. Hace dos noches, en el equinoccio, recibió la muerte. En algún lugar lejano, sola, entre enemigos y gente extraña.

»Y a nosotros no nos queda más que la venganza. Una venganza terrible y cruel, de la que todavía circularán leyendas dentro de cien años. Leyendas que la gente temerá escuchar cuando caiga la noche. Y a aquéllos que quisieran repetir tal crimen, les temblará la mano al pensar en nuestra venganza. ¡Daremos un ejemplo por el miedo que los atemorice! El método de don Fulko Artevelde, el sabio don Fulko que sabe cómo hay que tratar a los miserables y a los canallas. El ejemplo por el miedo que daremos le asombrará hasta a él.

»¡Así que comencemos y que el infierno nos ayude! Cahir, Angouléme, a los caballos. Vamos a ir Neva arriba, a Belhaven. Jaskier, Milva, Regis, vosotros os dirigiréis hacia Sansretour, a la frontera con Toussaint. No os perderéis, el camino os lo marca la Gorgona. Hasta la vista.

Ciri acariciaba al gato negro, el cual, con la costumbre de todos los gatos del mundo, volvió a la choza en los pantanos cuando el hambre, el frío y las incomodidades vencieron a su amor por la libertad y la golfería. Ahora estaba tendido en las rodillas de la muchacha y ponía el cuello bajo su mano con un ronroneo que evidenciaba su intenso placer.

Lo que la muchacha estaba contando no le importaba un pimiento al gato.

– Aquélla fue la única vez que soñé con Geralt -siguió Ciri-. Desde aquel momento, desde que nos separáramos en la isla de Thanedd, desde la Torre de la Gaviota, nunca lo había visto en sueños. Por ello juzgaba que no vivía. Y de pronto llegó aquel sueño, uno como hacía tiempo que no tenía, un sueño de los que Yennefer decía que son proféticos, precognitivos, que muestran o bien el pasado o bien el futuro. Fue el día anterior al equinoccio. En una ciudad cuyo nombre no recuerdo. En el sótano en el que me había encerrado Bonhart. Después de que me torturara y me obligara a reconocer quién soy.

– ¿Le reconociste quién eras? -Vysogota alzó la cabeza-. ¿Le contaste todo?

– Por mi cobardía -tragó saliva- pagué con vergüenza y desprecio por mí misma.

– Cuéntame ese sueño.

– En él vi una montaña, enorme, escarpada, angulosa como un cuchillo de piedra. Vi a Geralt. Escuché lo que decía. Exactamente. Cada palabra, como si estuviera allí mismo. Recuerdo que quería gritar que no era así, que no era verdad, que se había equivocado terriblemente… ¡Que había equivocado todo! Que no era el equinoccio en absoluto, que incluso si había sido así que yo moría en el equinoccio, no debía decir que estaba muerta antes, cuando todavía estaba viva. Y no debía acusar a Yennefer y decir aquellas cosas de ella…

Se calló por un instante, acarició al gato, sorbió las narices.

– Pero no pude alzar la voz. No pude siquiera respirar… Como si me ahogara. Y me desperté. Lo último que había visto, que recordaba de aquel sueño, fue a tres jinetes. Geralt y otros dos, galopando por una garganta por cuyas paredes caían cascadas…

Vysogota guardaba silencio.

Si al caer la noche alguien se hubiera deslizado hasta la cabaña del hundido tejado de bálago, si hubiera mirado a través de la rendija en los postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de barba blanca escuchando concentrado el relato de una muchacha de cabellos cenicientos con la mejilla destrozada por una terrible cicatriz.

Hubiera visto a un gato negro que yacía en las rodillas de la muchacha, ronroneando perezosamente, dejándose acariciar para alegría de los ratones que correteaban por la habitación.

Pero nadie pudo haber visto aquello. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla y los vapores, entre los cañaverales impenetrables, en los cenagales de Pereplut, donde nadie se atrevía a adentrarse.

Загрузка...