Capítulo cuarto

Houven aghel, Bominik Bombastus, *1239, se enriqueció en Ebbing comerciando a gran escala y se asentó en Nilfgaard. Estimado por los anteriores emperadores, fue nombrado burgrave y alcabalero de la sal venedaciano durante el gobierno del emperador Jan Calveit, y en recompensa por los servicios prestados se le concedió la estarostía de Neweugen. Fiel consejero del emperador, gozaba H. de sus favores y tomó parte en cuantiosos asuntos públicos. fl301. Estando aún en Ebbing, H. llevó a cabo una amplia actividad caritativa, apoyando a los desposeídas y necesitados, fundó orfanatos, hospitales y hospicios, aportó a ellos sumas no escasas. Gran amante de las bellas artes y los deportes, fundó en la capital un teatro cómico y un estadio, los cuales ambos llevaban su nombre. Se le considera como modelo proverbial de honradez, rectitud y decencia de mercader.

Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo VII

– ¿Nombre y apellido de la testigo?

– Selborne, Kenna. Es decir, perdón: Joanna.

– ¿Profesión?

– Prestación de diversos servicios.

– ¿Se permite la testigo hacer bromas? ¡Se le recuerda a la testigo que se halla ante un tribunal imperial en un proceso por traición al estado! ¡De la declaración de la testigo depende la vida de muchas personas, dado que la pena por traición es la muerte! Se le recuerda a la testigo que ella misma no está ante el tribunal de propia voluntad, sino que ha sido traída desde la ciudadela, de un lugar de reclusión, y el que vuelva allá o salga en libertad depende entre otras cosas de sus declaraciones. El tribunal se ha permitido esta larga diatriba para hacer ver a la testigo cuan poco adecuados son en esta sala los sainetes y los hocicos. No es que sólo sean poco agradables, sino que también les amenazan consecuencias muy graves. A la testigo se le da medio minuto para pensarse lo dicho. Después de ello el tribunal repetirá la pregunta.

– Ya, señor juez.

– Diríjase a nos como «noble tribunal». ¿Profesión de la testigo?

– Soy sentidora, noble tribunal. Más sobre todo acostumbro a estar al servicio de los secretas de su majestad imperial, o sea…

– Por favor, denos respuestas cortas y concretas. Si el tribunal desea aclaraciones de mayor calado ya las pedirá él mismo. El tribunal está al tanto del hecho de la colaboración de la testigo con los servicios secretos imperiales. Pero para el protocolo proceda a explicar lo que significa la expresión «sentidora» que la testigo ha usado para referirse a su profesión.

– Poseo un pe-pe-es puro, o sea, psi de primer tipo, sin posibilidad de psiquin. Dicho sea más a lo concreto, puedo hacer tales cosas: ascudriñar pensamientos ajenos, platicar de lejos con hechiceros, elfos u otra sentidora. Y despachar órdenes con la mente. Oseasé, forzar a alguno a hacer lo que me venga en gana. Puedo también hacer precog, pero sólo dormida.

– Pido que conste en acta que la testigo Joanna Selborne es psiónica, posee la capacidad de percepción extrasensorial. Es telépata y teleémpata, con la capacidad de precognición bajo hipnosis pero no tiene capacidades telequinéticas. Se le recuerda a la testigo que el uso de la magia y las fuerzas extrasensoriales está completamente prohibido en esta sala. Continuemos el interrogatorio. ¿Cuándo, dónde y en qué circunstancias tuvo la testigo contacto con el asunto de Cirilla, la princesa de Cintra?

– De que era no sé qué Cirilla sólo me enteré en la trena… O sea, en el lugar de reclusión, alteza tribunal. Durante la investigación. Entonces me hicieron caer al cabo que se trataba de la misma que llamaban Falka o Cintriana. Y las circunstancias fueron tales que tengo que desembucharlas, para que esté todo claro, se entiende. Fue así: me entró en la taberna de Etolia Dacre Silifant, oh, ése, el que está allá sentado…

– Pido que conste en acta que la testigo Joanna Selborne ha señalado al acusado Silifant sin serle requerido. Continúe.

– Dacre, alteza tribunal, andaba reclutando a una cuadrilla… O sea, un destacamento armado. Todos mozos y mozas de armas tomar… Dufficey Kriel, Neratin Ceka, Chloe Stitz, Andrés Fyel, Til Echrade… Todos han muerto, señor tribunal… Y de los que sobrevivieron, la mayor parte están aquí sentados, eh, bajo guardia…

– Por favor, diga cuándo exactamente la testigo conoció al acusado Silifant.

– El año pasado fue, en el mes de agosto, hacia el final del mes, no me acuerdo bien. En cualquier caso, no fue en septiembre, porque septiembre se me quedó bien grabadito en la memoria. Dacre, que no sé dónde había oído hablar de mí, dijo que le hacía falta para la cuadrilla una sentidora, pero una que no tuviera canguelo de los hechiceros, pues habría que vérselas con ellos. El trabajo, dijo, es para el emperador y el imperio, y a más, bien pagado, y el mando de la cuadrilla lo tomaría el propio Antillo y neutro.

– ¿Al hablar del Antillo se refiere la testigo a Stefan Skellen, coronel imperial?

– ¡A él me refiero, y cómo!

– Pido que conste en acta. ¿Cuándo y dónde se encontró la testigo con el coronel Skellen?

– Ya en septiembre, el catorce, en el fuerte de Rocayne. Rocayne, alteza tribunal, es una estación fronteriza que guarda la ruta de mercaderes que conduce de Maecht a Ebbing, Geso y Metinna. Allá, justamente, llevó nuestra cuadrilla Dacre Silifant, con quince caballos. Así que éramos todos veinte y dos, puesto que el resto ya estaban listos y a la espera en Rocayne, comandados por Ola Harsheim y Bert Brigden.

El suelo de madera resonó bajo las pesadas botas, las espuelas tintinearon, entrechocaron las hebillas.

– ¡Hola, don Stefan!

Autillo no sólo no se levantó, sino que ni siquiera bajó los pies de la mesa. Tan sólo agitó la mano, en un gesto muy señorial.

– Por fin -dijo en tono acre-. Mucho nos has hecho esperarte, Silifant.

– ¿Mucho? -sonrió Dacre Silifant-. ¡Qué donaire! Me disteis, don Stefan, cuatro semanas para que os juntara y trajera hasta vos a una tropa de los más mejores hampones que el imperio ha dado con diferencia. ¡Para que os trajera una cuadrilla para la que reuniría en un año sería poco! Y yo me las compuse en veintidós días. Se merece un cumplido, ¿no?

– Guardaremos los cumplidos -repuso frío Skellen- hasta que vea a vuestra cuadrilla.

– Pues ya mismo. Éstos son mis tenientes y ahora vuestros, don Stefan: Neratin Ceka y Dufficey Kriel.

– Vamos, vamos. -Antillo por fin se decidió a levantarse, se levantaron también sus adjuntos-. Señores, os presento a Bert Brigden, Ola Harsheim…

– Nosotros ya nos conocemos. -Dacre Silifant apretó con fuerza la derecha de Ola Harsheim-. Aplastamos la rebelión de Nazair junto con el viejo Braibant. ¡Vaya un donaire fue aquello, eh, Ola! ¡Ah, donaire! ¡Más arriba de las cuartillas les llegaba la sangre a los caballos! Y el señor Brigden, si no yerro, es de Gemmer. ¿De los Pacificadores? ¡Ah, encontrará conocencias en el destacamento! Tengo unos cuantos Pacificadores allá.

– Ardo en deseos de verlo -cortó Antillo-. ¿Podemos ir?

– Un momentillo -dijo Dacre-. Neratin, ve y pon a los hermanos en su sitio, para que a los ojos del noble coronel se vean donosos.

– ¿Éste o ésta, Neratin Ceka? -Antillo entrecerró los ojos, mirando cómo se iba el oficial-. ¿Es macho o hembra?

– Señor Skellen. -Dacre Silifant carraspeó, pero cuando habló tenía la voz firme y la mirada fría-. Yo eso no lo sé de seguro. Parece ser un hombre, mas certidumbre de ello no tengo. A cambio albergo la certeza de que Neratin Ceka es un oficial. Aquello que juzgasteis conveniente preguntar, alcance tendría si yo abrigara intenciones de pedir su mano. Y no las abrigo. Por lo que colijo, vos tampoco.

– Tienes razón -reconoció Skellen tras pensarlo un instante-. No hay más que hablar. Vamos a ver esa tu mesnada, Silifant.

Neratin Ceka, personaje de sexo indefinido, no había perdido el tiempo. Cuando Skellen y los oficiales salieron al patio del fuerte, el destacamento estaba listo para pasar revista, formando una línea de tal modo que la testa de ningún caballo sobresaliera más de una cuarta. Antillo tosió, satisfecho. No es una mala banda, pensó. Eh, si no fuera por la política, agarraría a esta cuadrilla y me iría a la frontera, a robar, violar, matar y quemar… Otra vez uno se sentiría joven… ¡Ay, si no fuera por la política!

– Bueno, ¿y qué tal, don Stefan? -preguntó Dacre Silifant, ruborizándose con una excitación contenida-. ¿Cómo los puntuáis a estos mis donosos gavilancillos?

Antillo paseó la mirada de un rostro al otro, de una silueta a la otra. A alguno lo conocía personalmente, mejor o peor. A otros a los que reconoció los conocía de oídas. Por su reputación.

Til Echrade, un elfo rubio, batidor de los Pacificadores gemmerianos. Rispat La Pointe, maestro de guardias de esa misma formación. Y otro gemmeriano: Cyprian Fripp el Joven. Skellen había estado presente en la ejecución de El Viejo. Ambos hermanos eran famosos por su inclinaciones sádicas.

Más allá, inclinada libremente en la silla de su yegua pía, estaba Chloe Stitz, ladrona, a veces contratada y usada por los servicios secretos. La mirada de Antillo huyó rauda de sus ojos descarados y sonrisa malvada.

Andrés Fyel, un norteño de Redania, un carnicero. Stigward, pirata, renegado de Skeilige. Dede Vargas, procedente del diablo sabe dónde, asesino profesional. Kabernik Turent, asesino por gusto.

Y otros. Parecidos. Todos ellos se parecen, pensó Skellen. Una hermandad, una cofradía en la que después de matar a las primeras cinco personas todos se hacían iguales. Los mismos gestos, los mismos movimientos, la misma forma de hablar, de moverse y vestirse.

Los mismos ojos. Impasibles y fríos, planos e inmóviles como los de una culebra, unos ojos cuya expresión nada, ni siquiera lo más horrible, es capaz de cambiar.

– ¿Y qué? ¿Don Stefan?

– No está mal. No es mala cuadrilla, Silifant.

Dacre todavía enrojeció más, saludó en gemmeriano, con el puño apretado contra el yelmo.

– Deseaba especialmente -le recordó Skellen- algunos a los que la magia no les sea ajena. Que no teman ni a los hechizos ni a los hechiceros.

– No lo olvidé. ¡Al cabo está Til Echrade! Y aparte dello, ah, esa alta moza de la donosa castaña, junto a Chloe Stitz.

– Luego me llevarás ante ella.

Antillo se apoyó en la balaustrada, golpeó en ella con la punta roma del guincho.

– ¡Presente, compañía!

– ¡Presente, señor coronel!

– Muchos de vosotros -siguió Skellen cuando se apagó el eco del grito coral de la banda- habéis trabajado ya conmigo, me conocéis y también mis exigencias. Aclaradles a los que no me conozcan qué es lo que espero de los subordinados, y qué es lo que no tolero a los subordinados. Yo no me voy a cansar la lengua en balde.

»Hoy mismo algunos de vosotros recibiréis vuestra tarea y mañana al alba os iréis para realizarla. Al territorio de Ebbing. Os recuerdo que Ebbing es un reino autónomo y formalmente no tenemos jurisdicción alguna allí, así que actuad razonable y discretamente. Estáis al servicio del emperador, pero os prohibo alardear de ello, chulear y tratar con arrogancia a los representantes locales de la autoridad. Ordeno que os comportéis de modo que no llaméis la atención de nadie. ¿Está claro?

– ¡Sí, señor coronel!

– Aquí, en Rocayne, sois invitados y tenéis que comportaros como invitados. Os prohibo salir de los cuarteles asignados sin necesidad. Os prohibo el contacto con la tropa del fuerte. Al fin y al cabo, ya inventarán algo los oficiales para que no os muráis de aburrimiento. Señor Harshim, señor Brigden, ¡acuartelad el destacamento!

– Al punto que acerté a bajarme de la jaca, noble tribunal, y Dacre que me agarra de las mangas. El señor Skellen, chirló, quiere conversar contigo, Kenna. Y qué le íbamos a hacer. Pues vamos. Antillo está a la mesa, los pies encima, se arrasca con el guincho las cañas de las botas. Y ni corto ni pezeroso, va y me pregunta si yo sea la Joanna Selborne liada en la desaparición del barco Estrella del Sur. Y yo a esto, que no se me pudo probar na. Y él que se ríe: «Me gustan aquéllos a los que no se les puede probar nada», dice. Luego preguntó si el talento de pe-pe-es, o sea la sentición, lo tengo de nacimiento. Cuando lo confirmé, se ensombreció y soltó: «Pensaba que ese tu talento me iba a ser de utilidad con los hechiceros, mas primero habrá de servirme para otro personaje, no menos enigmático».

– ¿Está segura la testigo de que el coronel Skellen utilizó precisamente esas palabras?

– Segura. Soy una sentidora.

– Continúe.

– Entonces nos interrumpió la conversación un mensajero, polvoriento, se veía que no le había ahorrado na al caballo. Nuevas tenía urgentes para Antillo, y Dacre Silifant, cuando salimos del cuartel, habló que se golía que este mensajero y sus nuevas nos iban a subir a las sillas antes de la retreta. Y razón había, noble tribunal. Antes que nadie pensara en la colación ya estaba la mitad de la cuadrilla a caballo. A mí se me cuadró, cogieron a Til Echrade, el elfo. Me regocijé de ello, pues en aquellos días de camino se me había escoció el culo que te pasas… Y cabalmente y para colmo de males me había venido la regla…

– Absténgase la testigo de descripciones pintorescas de las propias funciones corporales. Y aténgase al tema. ¿Cuándo se enteró la testigo de quién era el tal «personaje enigmático» del que habló el coronel Skellen?

– Agora lo diré, ¡mas dejad que haya algún orden pues todo se lía tal que no hay quien lo deslíe! Los que entonces, antes de la cena, amontaron tan apriesa a los caballos, galoparon de Rocayne hasta Malhoun. Y trajeron de allá no sé qué pipiolo…

Nycklar estaba enfadado consigo mismo. Tanto, que le daban ganas de llorar.

¡Si hubiera recordado las advertencias que le impartieran personas de buen juicio! ¡Si hubiera recordado los proverbios o siquiera aquel cuenteci11o de la corneja que no sabía tener el pico cerrado! ¡Si hubiera arreglado sus asuntos y vuelto a casa, a Los Celos! ¡Pero no! Excitado por la aventura, orgulloso por poseer un caballo de silla, sintiendo en la talega el agradable peso de las monedas, Nycklar no evitó hacer alardes. En vez de volver desde Claremont directamente hasta Los Celos, se fue a Malhoun, donde tenía numerosos conocidos, entre ellos unas cuantas mozas a las que les hacía la corte. En Malhoun anduvo haciendo pompa como un pavo, alborotó, bollició, trotó con el caballo por la plaza, hizo cola en la taberna, arrojando el dinero al mostrador con gesto, si no de príncipe de pura sangre, al menos de conde.

Y contó cosas.

Contó lo que había pasado cuatro días antes en Los Celos. Contó, cambiando su versión una y otra vez, añadiendo, fabulando, mintiendo en definitiva a todas luces, lo que en absoluto molestaba a los oyentes. Los parroquianos de la taberna, locales y forasteros, escuchaban con gusto. Y Nycklar contaba fingiendo estar bien informado. Y cada vez más a menudo iba poniendo a su propia persona en el centro de los hechos imaginados.

Ya la tercera tarde su lengua le trajo problemas.

Al ver a los individuos que entraron a la taberna cayó un silencio de tumba. En aquel silencio, el tintineo de las espuelas, el entrechocar de los avíos metálicos, el chirrido de las armas resonaron como una campana de mal agüero que anunciaba la desgracia desde la torre del campanario.

A Nycklar no le dieron ni siquiera la oportunidad de jugar a los héroes. Le agarraron y sacaron de la taberna tan rápido que no acertó a tocar el suelo con sus tacones ni tres veces. Los conocidos que todavía el día anterior, mientras bebían a su costa, habían jurado amistad eterna, ahora metían la cabeza bajo las mesas en silencio como si allí, debajo, sucedieran no sé qué milagros o bailaran mujeres desnudas. Incluso el ayudante del sheriff, que estaba presente, se dio la vuelta, miró a la pared y no pió ni palabra.

Nycklar tampoco pió ni palabra, no preguntó quién, qué ni por qué. El miedo le había cambiado la lengua por una estaca seca y tiesa.

Lo subieron al caballo, le ordenaron ponerse en marcha. Unas horas. Luego hubo un fuerte con empalizada y torre. Un patio lleno de soldadesca arrogante, ruidosa y breada de armas. Y una caseta. En la caseta, tres personas. El jefe y dos subjefes, se veía enseguida. El jefe, no muy grande, moreno, ricamente vestido, se mantenía estático al hablar, y era sorprendentemente amable. A Nycklar hasta se le abrió la boca cuando escuchó que se disculpaba por los problemas e incomodidades causados y le aseguraba que no le iba a pasar nada. Pero no se dejó engañar. Aquellas gentes le recordaban demasiado a Bonhart.

La asociación de ideas resultó muy acertada. Precisamente les interesaba Bonhart. Nycklar podía habérselo esperado. Pues su propia lengua le había metido en aquellas tarapatas.

Al requerirle, comenzó a contarlo. Le advirtieron que dijera la verdad, que no lo coloreara. Le advirtieron con cortesía, pero con sequedad y vigor. Y el que se lo advirtió, el ricamente vestido, estaba jugueteando todo el tiempo con un puñal agudo, y tenía los ojos tétricos y malvados.

Nycklar, hijo del enterrador de Los Celos, contó la verdad. Toda la verdad y nada más que la verdad. Contó cómo el día nueve de septiembre, en el pueblo de Los Celos, Bonhart, cazador de recompensas, les sacó las tripas a la banda de los Ratas, perdonándole la vida sólo a una de las bandoleras, la más joven, a la que llamaban Falka. Contó cómo toda la villa acudió apresurada para contemplar cómo Bonhart iba a destriparla y castigarla, pero se les chafó la fiesta a las gentes del pueblo, pues Bonhart, qué extraño, no la mató y ni siquiera la torturó. No le hizo más de lo que todo varón común y corriente le hace a su parienta el sábado por la noche al volver de la taberna, la pateó, la atizó algunas veces en los morros, y nada más.

El hombre ricamente vestido que jugaba con el puñal guardaba silencio, y Nycklar contó cómo después Bonhart, ante los ojos de Falka, les cortó la cabeza a los Ratas muertos y cómo arrancó de aquellas cabezas, igual que si fueran las guindas de una tarta, los pendientes de piedras preciosas. Y cómo Falka, al ver esto, gritó y vomitó sujeta como estaba al atadero de caballos.

Contó cómo luego Bonhart le echó un collar al cuello a Falka, como a una perra, y cómo la arrastró de ese collar hasta la posada de La Cabeza de la Quimera. Y luego…

– Y luego -dijo el mozo, lamiéndose los labios cada dos por tres-, su merced el señor Bonhart cerveza pidiera, pues sudaba como un cocho y tenía la garganta seca. Y luego se puso a bramar que tenía el capricho de regalarle a alguien un buen caballo y cinco buenos florines, contantes y sonantes. Talmente así habló, con estas mismas palabras. Yo me ofrecí al punto, sin esperar que alguno se me aventajara, ya que mucho quería haber caballo y algunos duros propios. Padre no suelta nada, se bebe todo lo que se embolsa con los ataúles. Así que me presento y pregunto que qué caballo sea ése, seguro que alguno de los Ratas, ¿me lo da vuecencia? Y su señoría don Bonhart me miró hasta que me se pasaron los temblequeos y va y habla que darme puede a lo más una pata en el culo, pues para otras cosas hay que batirse el cobre. ¿Qué había que hacer? La yeguada al pie de la cerca, pues los caballos de los Ratas estaban en el atadero, eran como en el dicho, ciertamente, en particular la mora de Falka, jaca de rara fermosura. Pos eso, que me genuflexiono y pregunto qué sea lo que haya de hacer pa ganárselo. Y el don Bonhart, que ir hasta Claremont, pasando de camino por Fano. En el caballo que yo mismo tríe. Se ve que vio cómo se me iba el ojo a la yegua mora aquélla, mas justo aquélla me prohibió tomar. Pos entonces me trié una jaca castaña con calva blanca…

– Menos sobre máscaras de caballos -le advirtió Stefan Skellen con sequedad- y más sobre los hechos. Habla, ¿qué te encargó Bonhart?

– Su merced el señor Bonhart escribió un escrito, mandó esconderlo bien. Ordenó ir a Fano y a Claremont, y dar en mano a las personas señaladas los escritos.

– ¿Unas cartas? ¿Y qué había en ellas?

– ¿Y cómo habré de saberlo, poderoso caballero? En leer no soy muy presto y a más las cartas iban selladas con el sello del señor Bonhart.

– Pero, ¿te acuerdas de a quién iban dirigidas?

– Y cómo que me acuerdo. Cien veces me hiciera repetir el señor Bonhart para que no me olvidara. Llegué sin yerros a donde tenía, a quien hacía falta le di el escrito en sus propias manos. Aquél me ensalzara que pa qué y el noble señor mercader hasta un denario me diera.

– ¿A quién le entregaste las cartas? ¡Habla claro!

– El escrito primero era para el maestro Esterhazy, espadero y armero de Fano. El segundo al noble Houvenaghel, mercader de Claremont.

– ¿Abrieron las cartas delante de ti? ¿No dijo alguno nada mientras la leía? Aguza tu memoria, rapaz.

– No me se acuerdo. No lo advertí entonces y como que ahora la memoria no quiere…

– Mun, Ola. -Skellen hizo una seña a sus ayudantes, sin alzar la voz para nada-. Llevad al granuja al patio, bajadle los pantalones y contad hasta treinta palos con el guincho.

– ¡Me acuerdo! -gritó el muchacho-. ¡Ahora me acuerdo!

– No hay nada mejor para la memoria -Antillo mostró los dientes- que nueces con miel o guincho en el culo. Suéltalo.

– Al punto que el señor mercader Houvenaghel leyera el escrito en Claremont, allá había otra señoría, canijo él, casi un enano. El señor Houvenaghel platicaba con él… Le dijo que mismamente le escribían allí que en breve puede haber en el cerco tal lid como el mundo no había visto. Así dijo.

– ¿No te lo inventas?

– ¡Lo juro por la tumba de mi madre! ¡No mandéis zurrarme, poderoso caballero! ¡Piedad!

– ¡Va, va, álzate, no me lamas las botas! Ten un denario.

– Mil veces gracias… Piadoso…

– Te dije que no me lamieras las botas. Ola, Mun, ¿vosotros entendéis algo de esto? Qué tendrá que ver un cercó con una lid…

– No cerco -dijo de pronto Bóreas Mun-. No cerco sino circo.

– ¡Cierto! -gritó el muchacho-. ¡Así habló! ¡Como si allá hubierais estado, poderoso caballero!

– ¡Circo y lid! -Ola Harsheim golpeó un puño contra el otro-. Una clave acordada, más no muy bien pensada. La lid es una advertencia ante una persecución o una batida. ¡Bonhart les avisó para que se esfumaran! Pero, ¿de quién? ¿De nosotros?

– Quién sabe -dijo Antillo pensativo-. Quién sabe. Habrá que mandar gente a Claremont… Y a Fano también. Te ocuparás de ello, Ola, les darás su tarea a los grupos… Escucha, mozo…

– ¡A la orden, poderoso caballero!

– Cuando te fuiste de Los Celos con las cartas de Bonhart, ¿entiendo que él seguía allá? ¿Y se disponía a echarse al camino? ¿Iba con prisas? ¿Dijo adonde se dirigía?

– No lo dijo. Y no había modo en prepararse al camino. Los ropajes tenía arregados con sangre que pa qué, mandó se los jabonaran y baldearan, y entonces todo en camisa y calzones andaba, mas con la espada al cinto. Anque más bien pienso que prisas tenía. Pues ciertamente había apipiolado a los Ratas y los había cortado la testa por la recompensa, tendría que haber gana de irse y apelarla. ¿Y no prendió a la tal Falka pa llevársela vivita y coleando a quien fuera? Tal es su profesión, ¿no?

– Esa Falka… ¿la viste bien? ¿De qué te ríes, idiota?

– ¡Ay, poderoso caballero! ¿Que si la vi? ¡Y cómo! ¡Con detalles!

– Desnúdate -repitió Bonhart, y en su voz había algo que hizo que Ciri se encogiera inconscientemente. Pero enseguida estalló su rebeldía.

– ¡No!

No vio el puño, ni siquiera lo captó con el rabillo del ojo. Un relámpago en los ojos, la tierra se balanceó, huyó bajo sus pies y cayó de pronto dolorosamente de costado. La mejilla y la oreja le ardían como el fuego. Comprendió que le había golpeado no con el puño cerrado sino con la parte superior de la mano abierta.

Estaba de pie ante ella, se acercó al rostro el puño cerrado. Ella vio un pesado sello en forma de cabeza de muerto que un momento antes se le había clavado en la cara como un avispón.

– Me debes un diente de delante -dijo, gélido-. Por eso la próxima vez, cuando oiga la palabra «no», te romperé dos de una sentada. Desnúdate.

Se levantó titubeando, con manos temblorosas comenzó a desabrocharse los botones y las hebillas. Los aldeanos presentes en la taberna de La Cabeza de la Quimera palidecieron, tosieron, los ojos se les salían de las órbitas. La dueña de la posada, la viuda Goulue, se agachó bajo el mostrador, fingiendo que buscaba algo allí.

– Quítate todo. Hasta el último trapo.

No están aquí, pensó, mientras se desnudaba y miraba embotada al suelo. No hay nadie aquí. Y yo tampoco estoy aquí.

– Abre las piernas.

Yo no estoy aquí. Lo que ahora va a pasar no me concierne a mí. En absoluto. Ni un poquito.

Bonhart sonrió.

– Me da a mí que tú te las tienes muy creídas. He de aguarte tus entelequias. Te desnudo, idiota, para comprobar que no tengas sobre ti sellos mágicos, sorces o amuletos. No para alegrarme la vista con tus carnes dignas de lástima. No te imagines el diablo sabe el qué. Estás seca y plana como una tabla, y para colmo de males fea como treinta y siete desgracias. Créeme, que anque me corriera prisa preferiría joderme a un pavo.

Se acercó a ella, removió su ropa con la punta de la bota, la valoró con la mirada.

– ¡Te dije que todo! ¡Pendientes, anillos, el collar, el brazalete!

Le quitó escrupulosamente todas las joyas. De un puntapié lanzó contra un rincón su juboncillo con cuello de zorro azul, los guantes, el pañuelo de colores y el cinturón de eslabones de plata.

– ¡No vas a presumir como un papagayo o la medioelfa de un lupanar! Te puedes vestir con el resto de las cosas. Y vosotros, ¿qué cono miráis? ¡Goulue, tráeme alguna vianda, que tengo gazuza! ¡Y tú, tripón, mira a ver qué pasa con mi ropa!

– ¡Yo soy el almocadén del pueblo!

– Pues mejor me lo pones -Bonhart pronunció con énfasis y bajo su mirada el almocadén de Los Celos, dio la impresión, comenzó a adelgazar-. Si se me hubiera dañado algo en la colada, como persona de autoridad que eres te haré cargar con las consecuencias. ¡Venga, al lavadero! ¡Y vosotros, en suma, también, largo de aquí! Y tú, gañán, ¿qué haces todavía aquí? Tienes las cartas, el caballo aderezado, ¡échate entonces al camino y al galope! Y recuerda: la cagas, pierdes las cartas o pifias la dirección, ¡y te buscaré y te daré de zurriagazos que tu santa madre ni te va a conocer!

– ¡Ya me pongo en camino, poderoso caballero! ¡Ya me pongo!

– Aquel día -Ciri apretó los labios- me golpeó todavía dos veces: con los puños y con la vara. Luego se le pasaron las ganas. Estaba sentado y me miraba sin decir palabra. Tenía los ojos como… como de pez. Sin cejas, sin pestañas. Una especie de bolas acuosas, en cada una de las cuales había un núcleo negro. Clavaba en mí aquellos ojos y guardaba silencio. Aquello me daba más miedo que los golpes. No sabía qué estaba tramando.

Vysogota callaba. Unos ratones corrían a través de la choza.

– Todo el tiempo estaba preguntando quién era, pero yo no hablaba. Como entonces, cuando en el desierto de Korath me atraparon los Pilladores, ahora también huí a lo profundo de mí misma, ahí adentro, si entiendes a lo que me refiero. Los Pilladores dijeron entonces que yo era una muñeca y era una muñeca de madera, insensible y muerta. Todo lo que se le hacía a la muñeca lo contemplaba como desde arriba. ¿Qué más me da que me peguen, que me den patadas, que me coloquen al cuello un collar como a un perro? ¡Pues si ésa no soy yo, si yo no estoy aquí…! ¿Me entiendes? -Te entiendo. -Vysogota asintió-. Te entiendo, Ciri.

– A la sazón, noble tribunal, nos llegó la hora a nosotros. A nuestro grupo. Nos comandaba Neratin Ceka, nos asignaron también a Bóreas Mun, rastreador. Bóreas Mun, poderoso tribunal, hasta una trucha en el río, dicen, sería capaz de rastrear. ¡Así era! Dícese que cierta vez Bóreas Mun…

– Evite la testigo las digresiones.

– ¿Lo qué? Ah, sí… Capito. Es decir, nos mandaron lo más que el caballo diera de sí que fuéramos a Fano. Era entonces el decimosexto día de septiembre al albor…

Neratin Ceka y Boreas Mun iban por delante, codo a codo, Cabernik Turent y Cyprian Fripp el Joven, más allá Kenna Selborne y Chloe Stitz, al final Andrés Fyel y Dede Vargas. Los dos últimos cantaban una canción soldadesca de moda en los últimos tiempos, esponsorizada y lanzada por el Ministerio de la Guerra. Incluso entre las habituales canciones militares ésta se distinguía por su molesta pobreza de rimas y enfadosa falta de respeto por las normas de la gramática. Llevaba el título de "En la guerra", puesto que todas las estrofas, y había más de cuarenta de ellas, comenzaban precisamente por estas palabras.

En la guerra todo pasa: a uno la testa le sajan, a otro se dice al albor que tiene las tripas al sol.

Kenna silbaba bajito a su ritmo. Estaba satisfecha de haberse quedado entre amigos, gente que conocía bien del largo viaje desde Etolia hasta Rocayne. Después de hablar con Antillo se esperaba más bien un destacamento aleatorio, el ser añadida al grupo formado por la gente de Brigden y Harsheim. A este grupo le habían asignado a Til Echrade, pero el elfo conocía a la mayor parte de sus nuevos camaradas y ellos le conocían a él.

Iban al paso, aunque Dacre Silifant les había ordenado correr tanto como los caballos dieran de sí. Pero ellos eran profesionales. Galoparon y levantaron polvo mientras estaban a la vista del fuerte, luego aflojaron la marcha. Reventar los caballos y galopar a lo loco está bien para los mocosos y los aficionados, pero la prisa, como es bien sabido, sólo es buena para cazar pulgas.

Chloe Stitz, ladrona profesional de Ymlac, le hablaba a Kenna de sus anteriores misiones con el coronel Stefan Skellen. Kabernik Turent y Fripp el Joven sujetaban los caballos, escuchaban, las miraban a menudo.

– Lo conozco bien. He estado bajo él ya varias veces…

Chloe se trabó un tanto al darse cuenta del ambiguo carácter de la afirmación, pero enseguida sonrió abierta y despreocupadamente.

– También he estado bajo su mando -bufó-. No, Kenna, no temas. En ello no hay obligación por parte de Antillo. No se impuso, yo misma busqué la ocasión y la hallé. Y para ser claros, diré: no se puede una hacerse con protección suya de ese modo.

– Nada en tal gusto planeo. -Kenna abrió los labios, mirando retadora las sonrisas sarcásticas de Turent y Fripp-. No habré de buscar la ocasión, mas tampoco la temeré. Yo no me dejo asustar por cualquiera sea la cosa. ¡Y endeluego que no por una polla!

– Vosotras no sabéis hablar de otra cosa -afirmó Bóreas Mun, mientras detenía el semental bayo y esperaba hasta que Kenna y Chloe se les igualaran-. ¡Y aquí no se ha de combatir con una polla, señoras mías! -dijo, siguiendo el camino junto a las dos muchachas-. Bonhart, para quien lo conozca, pocos tiene en parangón en lo tocante a la espada. Gozoso estaría yo de que resultara que entre él y el señor Skellen no hubiera querellas ni pendencias. Si todo quedara en agua de borrajas.

– Y a mi razón se le escapa esto -reconoció Andrés Fyel desde detrás de ellos-. Paece que no sé qué fechicera habíamos de hostigar, pa eso nos dieron la sentidora, Kenna Selborne, aquí presente! ¡Y agora, en contra, se habla de un fulano nombrado Bonhart y no sé qué rapaza!

– Bonhart, el cazador de recompensas -repuso Bóreas Mun, carraspeando-, tenía un trato con el señor Skellen. Y lo pifió. Si bien le prometiera al señor Skellen que apipiolaría a la tal moza, la dejó con vida.

– Porque a lo más seguro alguno otro le daría más dinero para que se la diera viva que Antillo por muerta. -Chloe Stitz encogió los hombros-. Así son los cazadores de cabezas. ¡No les andes buscando honor!

– Bonhart era de otra manera -negó Fripp el Joven, mirando a su alrededor-. Dada una vez su palabra, jamás de los jamases la rompía.

– En tal caso, aún más peregrino que principiara de pronto.

– ¿Y a nosotros qué cono nos importa eso? -Bóreas Mun frunció el ceño-. ¡Tenemos órdenes! Y el señor Skellen está en su derecho de arreclamar lo suyo. Bonhart había de finiquitar a Falka y no la finiquitó. En su derecho está el señor Skellen de exigir que se le dé razón de ello.

– El tal Bonhart -repitió con convicción Chloe Stitz- ha intenciones de cobrar más dineros por ella viva que muerta. He aquí todo el misterio.

– El señor coronel -dijo Bóreas Mun- también al punto lo mesmo pensara. Que Bonhart le prometiera a un barón de Geso, que la tenía jurada a la banda de los Ratas, que le despacharía a la Falka viva en punto a martirizarla y rematarla poco a poco. Mas resulta que no era verdad. No es sabido para qué Bonhart mantiene con vida a Falka, mas con certeza no para el dicho barón.

– ¡Señor Bonhart! -El gordo almocadén de Los Celos entró en la taberna bufando y jadeando-. ¡Señor Bonhart, gente armada en el pueblo! ¡Van a caballo!

– Pues vaya una sorpresa. -Bonhart limpió el plato con un mendrugo de pan-. Habría que extrañarse si fueran, digamos, en monos. ¿Cuántos?

– ¡Cuatro!

– ¿Y dónde está mi ropa?

– Recién lavada… No alcanzó a secarse…

– Que sus lleve el diablo. Voy a tener que recibir a los huéspedes en calzones. Mas ciertamente, a tal convidado, tal recibimiento se ha dado.

Se colocó el cinturón con la espada apretado sobre la ropa interior, metió un poco de los calzones en la caña de las botas, tiró de la cadena que llevaba atada al collarín de Ciri.

– En pie, Ratilla.

Cuando la condujo hacia la galería, ya se iban acercando a la posada cuatro jinetes. Se veía que llevaban encima un largo periplo por caminos destrozados y mal tiempo. Las ropas, el utillaje y los caballos estaban completamente cubiertos de polvo y barro secos.

Eran cuatro pero llevaban un caballo de reserva. Al verlo Ciri sintió un calor intenso aunque era un día muy frío. Era su propia yegua ruana, todavía llevaba su silla y sus arreos. Y los jaeces, regalo de Mistle. Aquellos caballos pertenecían a los que habían matado a Hotsporn.

Se detuvieron delante de la taberna. Uno, seguramente el caudillo, se acercó más, inclinó ante Bonhart un capacete de marta. Era moreno y llevaba un bigote negro que tenía el aspecto de haber sido pintado con un pedazo de carbón sobre el labio superior. El labio superior, se dio cuenta Ciri, se le encogía cada cierto tiempo. El tic hacía que el tipo pareciera rabioso todo el tiempo. ¿O es que estaba rabioso?

– ¡Saludos, señor Bonhart!

– Saludos, señor Imbra. Saludos, vuesas mercedes. -Bonhart, sin apresurarse, ató la cadena de Ciri a un gancho en el poste-. Disculpad que esté en paños menores, mas no me esperaba a nadie. Largo camino traéis hecho, ay, largo… ¿De Geso hasta aquí, a Ebbing, os trae la buena fortuna? ¿Y cómo está el noble barón? ¿Quedó con buena salud?

– Como una manzana -repuso indiferente el moreno, encogiendo de nuevo el labio superior-. Mas no habernos tiempo pa cotorrear. Habernos prisa.

– Yo -Bonhart se estiró el cinturón y los calzones- no os entretengo.

– Nos ha llegado la nueva de que te mataste a los Ratas.

– Cierto es.

– Y acorde con la palabra dada al barón -el moreno seguía fingiendo que no veía a Ciri en la galería- tomaste viva a Falka.

– Y esto también me se da que es cierto.

– Tuviste entonces fortuna donde nosotros no la hubimos. -El moreno miró a la yegua ruana-. Vale. Tomaré entonces a la moza y nos iremos a casa. Rupert, Stavro, cogerla.

– Despacito, Imbra. -Bonhart alzó la mano-. A nadie sus vais a llevar. Y aquesto por una ración tan sencilla como que yo no sus la doy. Cambié de opinión. Me dejaré esta muchacha para mí, para mi propio uso.

El moreno llamado Imbra se inclinó en la silla, carraspeó y escupió extraordinariamente lejos, casi hasta las escaleras de la galería.

– Pos si se lo prometiste al señor barón.

– Lo prometí. Pero cambié de opinión.

– ¿Qué? Pero, ¿acaso estoy oyendo bien?

– Como tú oigas, Imbra, no me importa un bledo.

– Tres días se te hospedó en el castillo. Por la promesa que le dieras al señor barón comiste y bebiste tres días. Los mejores vinos de la bodega, pavo asado, corzo, foagrás, carasio con nata agria. Tres noches dormiste como un rey entre plumones. ¿Y agora has cambiado de opinión? ¿Sí?

Bonhart callaba, manteniendo una expresión indiferente y aburrida. Imbra apretó los dientes para esconder que le temblaban los labios.

– ¿Y sabes, Bonhart, que podemos arrancarte a la Ratilla por la fuerza?

El rostro de Bonhart, hasta aquel momento aburrido y auséntense tensó al instante.

– Intentarlo. Sois cuatro, yo uno. Y para colmo en calzones. Mas para tales cagamos no mace falta vestir pantalones.

Imbra escupió otra vez, dio la vuelta al caballo.

– Puff, Bonhart, ¿qué te pasó? Siempre hubiste fama de ser buen conocedor de tu oficio, hombre de palabra, que la mantenía sin quebraila. ¡Y hete aquí que agora resulta que tu palabra no vale una mierda! Y el hombre se mide por sus palabras, lo sabe cualquiera…

– Si de palabras se está hablando -le cortó Bonhart con tono gélido, apoyando las manos en la hebilla del cinturón-, ándate con mucho ojito, Imbra, de modo que con tanta plática no te salga algo demás de gordo. Puesto que pudiera dolerte si yo te lo tuviera que meter otra vez en el gaznate.

– ¡Muy valentón estás contra cuatro! ¿Y habrás suficiente valentonería para catorce? ¡Pos puedo jurarte que el barón Casadei no va a dejar pasar la afrenta sin castigo!

– Te diría lo que le haría a ese barón tuyo, mas la turba se agrupa y en ella hay mujeres y crios. Así que diré tan sólo que en unos diez días estaré en Claremont. Quien quiera hacerse el cabal, vengar afrentas o quitarme a Falka, que se acerque por Claremont.

– ¡Allí estaré yo!

– Esperaré. Y ahora largarsus de aquí.

– Le tenían miedo. Le tenían un miedo terrible. Pude sentir el miedo que emanaba de ellos.

Kelpa relinchó con fuerza, agitó la testa.

– Eran cuatro, armados hasta los dientes. Y él uno, en calzoncillos largos, camiseta de manga corta. Hubiera sido ridículo, si no… si no hubiera sido terrible…

Vysogota guardó silencio, mientras entrecerraba los ojos a los que el viento les arrancaba lágrimas. Estaban en una colina que dominaba los pantanos de Perepiut, no lejos del lugar donde dos semanas antes el anciano había encontrado a Ciri. El viento hacía doblarse a los juncos, arrugaba el agua en las riberas cenagosas del río.

– Uno de aquellos cuatro -siguió Ciri, mientras permitía a la yegua que entrara en el agua y bebiera- tenía una pequeña ballesta en la silla, la mano se le iba en dirección a ella. Casi podía oír sus pensamientos: «¿Me dará tiempo a tensarla? ¿A disparar? ¿Y qué pasará si fallo?». Bonhart también vio aquella ballesta y aquella mano, también escuchó aquellos pensamientos, estoy segura. Y estoy segura también de que a aquel jinete no le hubiera dado tiempo a tensar la ballesta.

Kelpa alzó la testa, bufó, tintinearon los anillos del bocado.

– Cada vez iba entendiendo mejor en manos de quién había caído. Sin embargo, seguía sin comprender sus motivos. Escuché su conversación, recordé lo que antes había dicho Hotsporn. El tai barón Casadei me quería viva y Bonhart se lo prometió. Y luego cambió de opinión. ¿Por qué? ¿Acaso quería entregarme a alguien que le pagara más? ¿O de alguna manera había reconocido quién era yo de verdad? ¿Y pensaba entregarme a los nilfgaardianos?

«Nos fuimos de aquella aldea antes del anochecer. Me permitió cabalgar a Kelpa. Pero me ató las manos y todo el tiempo me sujetaba de la cadena que llevaba al cuello. Todo el tiempo. Y viajamos sin pararnos, todita la noche y todito el día. Pensé que me moriría de cansancio. Pero a él no se le veía ni rastro de cansancio. No era un hombre. Era el diablo encarnado.

– ¿Adonde te llevó?

– A una aldehuela llamada Fano.

– Cuando entramos en Fano, noble tribunal, la noche cerrada era ya, negrura como boca de lobo, y nomás era el decimosexto de setiembre, mas el día era tienebloso y frío del copón, se diría que noviembre. No hubimos de buscar largo el taller del maestro armero pues era el mayor de los caseríos del pueblo, y amas tintineaba sin tregua ni descanso el martillo fraguando el yerro. Neratin Ceka… En vano apunta vuecencia, señor escribano, este nombre, puesto que no tengo memoria de haberlo dicho, el tal Neratin ha fenecido ya, lo mataron en el pueblo de Licornio.

– Por favor, no le dé lecciones al protocolante. Continúe la declaración.

– Neratin aldabeó a la puerta. Con gentileza dijo quiénes éramos y qué nos antojábamos, con cortesía pidió se le oyera. Nos abrieron. La fragua del espadero era una casa no poco buena, más bien fortaleza, empalizada de maderos de pino, torretas de tablas de roble, por dentro las paderes fechas de alerce pulido…

– Al tribunal no le interesan los detalles arquitectónicos. La testigo ha de pasar a los hechos. Antes de ello, sin embargo, pido que repita para el protocolo el nombre del espadero.

– Esterhazy, noble tribunal. Esterhazy de Fano.

El espadero Esterhazy miró largo rato a Bóreas Mun, sin apresurarse a responder a la pregunta realizada.

– Puede que estuviera aquí Bonhart -dijo por fin, jugueteando con un silbatillo de hueso que llevaba al cuello-. O puede que no estuviera. ¿Quién sabe? Aquí, señores míos, tenemos un taller de producción de espadas. A toda pregunta relacionada con las espadas responderemos con gusto, rapidez, fluidez y exhaustivamente. Pero no veo razones para responder a preguntas que se refieran a nuestros huéspedes o clientes.

Kenna sacó un pañuelillo de la manga, fingió que se limpiaba la nariz.

– Se puede hallar motivo -dijo Neratin Ceka-. Lo podéis hallar vos, don Esterhazy. O puedo hacerlo yo. ¿Queréis elegir?

Pese a su apariencia afeminada, el rostro de Neratin podía ser muy duro, y la voz amenazadora. Pero el espadero no hizo más que bufar, mientras jugueteaba con el silbatillo.

– ¿Elegir entre venderse o la amenaza? No quiero. Considero que tanto lo uno como lo otro no se merecen más que escupitajos.

– No más que una confidencilla -carraspeó Bóreas Mun-. ¿Acaso es tanto? Pues no de hoy nos conocemos, don Esterhazy, y el nombre del coronel Skellen tampoco os será forastero, pienso yo…

– No lo es -le cortó el espadero-. En ningún modo. Los enredos y tinglados con los que se le relaciona, tampoco. Pero aquí estamos en Ebbing, reino autónomo y dotado de autogobierno. Aunque aparente, pero existente. Por eso no os diré nada. Idos por vuestro camino. Como consuelo os diré que si dentro de una semana o un mes alguien nos pregunta por vosotros, igualmente sacará de nosotros tan poco.

– Mas, don Esterhazy…

– ¿Hay que decirlo más claro? Pues lo dicho. ¡Largo de aquí!

Chloe Stitz silbó rabiosa, las manos de Fripp y de Vargas se deslizaron hacia el pomo de la espada. Andrés Fyel apoyó el puño en la maza que le colgaba del muslo. Neratin Ceka no se movió, el rostro ni siquiera se le agitó. Kenna sabía que no quitaba ojo del silbatillo de hueso. Antes de que salieran, Bóreas Mun les había advertido de que aquélla era la señal para los guardianes que acechaban ocultos, unos rajagargantas experimentados a los que en el taller del espadero se les llamaba «controladores de calidad de los productos».

Pero habiendo previsto todo, Neratin y Bóreas planearon el siguiente paso. Tenían en la manga un comodín.

Kenna Selborne. Sentidora.

Kenna ya había estado sondeando al espadero, lo había tanteado con impulsos, se había introducido con cuidado en la selva de sus pensamientos. Ahora estaba lista. Se apretó un pañuelo a la nariz -siempre existía el peligro de una hemorragia-y se introdujo en el cerebro con una pulsación y una orden. Esterhazy se atosigó, enrojeció, apretó con las dos manos la hoja de la mesa a la que estaba sentado, como si hubiera tenido miedo de que la mesa saliera volando hasta el trópico junto con el taco de facturas, el tintero y un pisapapeles que tenía forma de nereida que jugueteaba de forma curiosa con dos tritones a la vez.

Tranquilo, le ordenó Kenna, esto no es nada, no pasa nada. Simplemente tienes ganas de decirnos lo que nos interesa. Pues sabes lo que nos interesa y las palabras hasta se te escapan a pesar tuyo. Así que adelante. Comienza. Verás cuando apenas comiences a, hablas cómo te dejará de zumbar la cabeza, cómo dejarán de latir las sienes y de dar punzadas las orejas. Y también se te aflojará la presión de la mandíbula.

– Bonhart -dijo roncamente Esterhazy, abriendo los labios más a menudo de lo que precisaría la articulación silábica- estuvo aquí hace cuatro días, el doce de septiembre. Traía con él a una muchacha a la que llamaba Falka. Me esperaba su visita porque dos días antes me habían entregado una carta suya…

Del agujero izquierdo de la nariz le bajó una finísima línea de sangre.

Habla, le ordenó Kenna. Habla. Di todo. Verás cómo eso te alivia.

El espadero Esterhazy miraba a Ciri con curiosidad, sin levantarse de la mesa de roble.

– Para ella -adivinó, golpeteando con la base de la pluma en un pisapapeles que mostraba un extraño grupo de figuras- es la espada que pediste en tu carta, ¿no es cierto, Bonhart? No, vamos a valorarlo… Vamos a ver si está de acuerdo con lo que escribiste. Altura de cinco pies y nueve pulgadas… Cierto. Peso de ciento veinte libras. Bueno, le daría menos de ciento doce, pero es un detalle sin importancia. Una mano, me escribiste, para una empuñadura del número cinco… Enséñame la mano, noble señora. Sí, también es verdad.

– Cuando yo lo digo siempre es verdad -dijo seco, Bonhart-. ¿Tienes para ella algún buen yerro?

– En mi empresa -respondió orgulloso Esterhazy- no se forja ni se ofrece otro acero que el bueno. Entiendo que se trata de una espada para lucha, no para decoración o gala. Ah, cierto, lo escribiste. Es cosa clara que se hallará arma adecuada para esta señorita sin ningún problema. Para esta altura y peso van muy bien las espadas de treinta y ocho pulgadas, de construcción estándar. Ella, para su constitución ligera y su pequeña mano, necesita una minibastarda con empuñadura alargada hasta nueve pulgadas y pomo globular. Podríamos proponer también una taldaga élfica o una saberra zerrikana, una relativamente ligera viroledanca…

– Enseña la mercancía, Esterhazy.

– Nos pica la mosca, ¿eh? Bueno, permitidme. Permitidme entonces… Pero, ¿Bonhart? ¿Qué diablos es eso? ¿Por qué la llevas de un collarín?

– Cuida tu nariz mocosa, Esterhazy. ¡No la metas donde no se debe o igual te la pillas!

Esterhazy, jugueteando con un silbatillo que llevaba al cuello, miró al cazador de recompensas sin miedo ni respeto, aunque tenía que mirar muy hacia arriba. Bonhart retorció los bigotes, carraspeó.

– Yo -dijo, algo más bajo, pero aún con tono enfadado- no me meto en tus asuntos ni tus negocios. ¿Te extraña que pida reciprocidad?

– Bonhart. -Al espadero ni siquiera le temblaron los párpados-. Cuando salgas de mi casa y mi patio, cuando cierres detrás de ti mi puerta, entonces respetaré tu privacidad, el secreto de tus asuntos, la especificidad de tu profesión. Y no me meteré en ellos, estate seguro. Pero en mi casa no permito que se le quite a la gente su dignidad. ¿Me has entendido? Al otro lado de mi puerta puedes arrastrar a esa muchacha por detrás de tu caballo. En mi casa le quitas ese collarín. De inmediato.

Bonhart puso las manos sobre el collarín, lo desenganchó, sin privarse de dar un tirón que por poco no puso a Ciri de rodillas. Esterhazy, haciendo como que no lo veía, dejó caer el silbato de entre los dedos.

– Así es mejor -dijo seco-. Vayamos.

Cruzaron una galería hacia un segundo patio, algo menor, que daba a la parte de atrás de la forja y con una pared abierta hacia un jardín. Bajo un techado apoyado en postes taraceados había allí una larga mesa sobre la que los sirvientes acababan precisamente de disponer unas espadas. Esterhazy dio una señal con un gesto para que Bonhart y Ciri se acercaran a la exposición.

– Bien, he aquí mi oferta.

Se acercaron.

– Aquí -Esterhazy señaló una larga fila de espadas sobre la mesa- tenemos mi producción, casi todas forjadas aquí, se ve además la herradura, mi marca. El precio oscila entre cinco y nueve florines, porque son estándares. Sin embargo, estas otras que están ahí sólo se montan y terminan aquí. Sobre todo importadas. De dónde son, se puede reconocer por las marcas. Las de Mahakam tienen dos martillos cruzados, éstas de Poviss, una corona o una cabeza de caballo, éstas de Viroleda un sol y una famosa inscripción de la empresa. Los precios comienzan a partir de los diez florines.

– ¿Y terminan?

– Depende. Ésta, por ejemplo, una hermosa viroledanca. -Esterhazy tomó la espada de la mesa, saludó con ella, luego pasó a una posición de esgrima, torciendo hábilmente la mano y el antebrazo en una finta complicada llamada «angélica»-. Cuesta quince. Trabajo antiguo, empuñadura de coleccionista. Se ve que está hecha por encargo. Los motivos cincelados en la bigotera muestran que el arma estaba destinada a una mujer.

Hizo girar la espada, sujetó la mano en el tercio, con la hoja enfilada hacia ellos.

– Como en todas las empuñaduras de Viroleda, la tradicional inscripción de «No me desenvaines sin causa, no me envaines sin honor». ¡Ja! Todavía se siguen cincelando en Viroleda tales inscripciones. Y desde que el mundo es mundo, el honor se ha abaratado mucho, puesto que estas mercancías son hoy día bastante defectuosas…

– No hables tanto, Esterhazy. Dale esa espada, que la mida en la mano. Toma el arma, muchacha.

Ciri tocó el arma levemente y sintió de pronto cómo la salamandra de la empuñadura se adecuaba con fuerza a la mano y cómo el peso de la hoja invitaba el brazo a lanzar y cortar.

– Es una minibastarda -le recordó Esterhazy. Sin necesidad. Sabía servirse de una empuñadura larga, tres dedos por encima del pomo.

Bonhart retrocedió dos pasos, al patio. Sacó su espada de la vaina, la hizo girar hasta que silbó.

– ¡Amos! -dijo a Ciri-. Mátame. Tienes una espada y tienes ocasión. Tienes una posibilidad. Úsala. Porque tardaré mucho en darte otra.

– Pero, ¿os habéis vuelto locos?

– Cierra el pico, Esterhazy.

Lo engañó con una mirada a un lado y un tramposo temblor del hombro, atacó como un rayo, en una plana siniestra. La hoja tintineó en una parada, tan fuerte que Ciri se estremeció, tuvo que retroceder, yendo a chocar con la mesa de. las espadas. Intentando recuperar el equilibrio, bajó instintivamente la espada. En aquel momento supo que, si quería, él la mataría sin el más mínimo problema.

– Pero, ¿os habéis vuelto locos? -Esterhazy alzó la voz, y tenía otra vez el silbato en la mano. Los senadores y artesanos los miraban con estupefacción.

– Deja caer el yerro. -Bonhart no perdía a Ciri de vista, no hacía el menor caso al maestro armero-. ¡Déjalo caer, te digo o te corto la mano!

Ella le obedeció tras un momento de indecisión. Bonhart adoptó una sonrisa espectral.

– Yo sé quién eres, serpiente. Mas te obligaré a que tú misma me lo digas. ¡Con palabras o hechos! Te obligaré a que me lo cuentes. Y entonces te mataré.

Esterhazy bufó como si alguien le hubiera herido.

– Y esta espada -Bonhart ni siquiera le miró- es demasiado pesada para ti. Por eso eras demasiado lenta. Eras tan lenta como un caracol preñado. ¡Esterhazy! Lo que le has dado era por lo menos cuatro onzas más pesada de lo que debiera.

El espadero estaba pálido. Pasaba los ojos de él a ella, de ella a él, y tenía el rostro extrañamente cambiado. Por fin, se inclinó hacia un sirviente y le dio una orden a media voz.

– Tengo algo -dijo lentamente- que te podría satisfacer, Bonhart.

– ¿Por qué no me lo has enseñado desde un principio? -bramó el cazador-. Te escribí que quiero algo especial. ¿No pensarás que no tengo dinero para algo mejor?

– Sé bien para lo que tienes dinero -dijo con énfasis Esterhazy- y no de ahora. ¿Y que por qué no te lo enseñé desde el principio? No previne a quién me habías traído aquí… con una correa, con un collarín al cuello. No fui capaz de imaginarme para quién ha de ser la espada y para qué ha de sen/ir. Ahora ya sé todo.

El sirviente volvió, trayendo una caja alargada.

– Acércate, muchacha -dijo Esterhazy con voz baja-. Mira.

Ciri se acercó. Miró. Y lanzó un ruidoso suspiro.

Desnudó la espada con un rápido movimiento. El fuego de la chimenea brilló cegador sobre la juntura de la hoja dibujada con un motivo de ondas y se reflejó rojizo en el metal calado.

– Ésta es -dijo Ciri-. Como seguro que te habrás imaginado. Tómala en la mano, si quieres. Pero cuidado, está más afilada que una navaja de afeitar. ¿Sientes cómo la empuñadura se pega a la mano? Está hecha de la piel de un pez plano que tiene una cola venenosa.

– Raya.

– Creo que sí. Este pez tiene en la piel pequeños dientecillos, por eso la empuñadura nunca se resbala en la mano, ni siquiera cuando la mano suda. Mira lo que está grabado en la hoja.

Vysogota se inclinó, miró, entrecerró lo ojos.

– Un mándala élfico -dijo al cabo, alzando la cabeza-. La así llamada «blathan caerme», la rosa del destino: las flores estilizadas de un roble, una espirea y una retama. La torre herida por el rayo, el símbolo del caos y la destrucción… y sobre la torre…

– Una golondrina -terminó Ciri-. Zireael. Mi nombre.

– Ciertamente, no es cosa fea -dijo por fin Bonhart-. Trabajo de gnomos, se ve al punto. Sólo los gnomos forjaban un acero tan oscuro. Sólo los gnomos afilaban al fuego y sólo ellos calaban las hojas para reducir el peso… Reconócelo, Esterhazy, ¿es una réplica?

– No -negó el espadero-. Un original. Una verdadera gwyhyr gnoma. Este núcleo tiene más de doscientos años. La guarnición, se entiende, es mucho más reciente, pero yo no la llamaría réplica. Los gnomos de Tir Tochair la hicieron a petición mía. Siguiendo técnicas, métodos y modelos antiguos.

– Joder. Puede que efectivamente no me alcance el dinero. ¿Cuánto me vas a soplar por esa hoja?

Esterhazy guardó silencio un tiempo. Su rostro era inescrutable.

– Yo la doy gratis, Bonhart -dijo por fin con la voz sorda-. Como regalo. Para que se cumpla lo que se tiene que cumplir.

– Gracias -dijo Bonhart, visiblemente sorprendido-. Gracias, Esterhazy. Un regalo digno de un rey, verdaderamente real… Lo acepto, lo acepto. Y estoy en deuda contigo…

– No lo estás. La espada es para ella, no para ti. Acércate, muchacha que porta un collar al cuello. Contempla las señales grabadas en la hoja.

No las entiendes, está claro. Pero yo te las aclararé. Mira. La línea marcada por el destino es retorcida, pero conduce hasta esta torre. Hacia el holocausto, la destrucción de los valores establecidos, del orden establecido. Mas esto sobre la torre, ¿lo ves? Una golondrina. Símbolo de la esperanza. Toma esta espada. Que se cumpla lo que se tiene que cumplir.

Ciri extendió la mano con cuidado, acarició delicadamente la oscura hoja de bordes brillantes corno un espejo.

– Tómala -dijo Esterhazy poco a poco, mientras miraba a Ciri con los ojos ampliamente abiertos-. Tómala. Tómala en la mano, muchacha. Tómala…

– ¡No! -gritó de pronto Bonhart, saltando, agarrando a Ciri por el hombro y empujándola con fuerza y brusquedad-. ¡Quita!

Ciri cayó de rodillas, la gravilla del patio se le clavó dolorosamente en las manos en las que se apoyó.

Bonhart cerró la caja con un chasquido.

– ¡Todavía no! -aulló-. ¡Hoy no! ¡Todavía no ha llegado el momento!

– Está claro -asintió Esterhazy con serenidad, mirándole a los ojos-. Sí, está claro que todavía no ha llegado. Una pena.

– De no mucho sirvió, noble tribunal, que leyera los pensamientos del espadero aquél. Estuvimos allá nosotros el decimosexto de septiembre, tres días antes de la luna llena. Mas cuando volvíamos de Fano enfilando a Rocayne se nos allegó un destacamento, Ola Harsheim y siete jinetes. Don Ola nos mandó que arreáramos a toda mecha los caballos para alcanzar al resto de los nuestros. Puesto que un día antes, el decimoquinto de septiembre, hubo lugar una matanza en Claremont… Falta, creo, no hace, que lo diga, de aseguro que el noble tribunal bien sabe lo que fuera la matanza de Claremont…

– Siga declarando, por favor, sin importar lo que el tribunal sepa.

– Bonhart por un día habíasenos precedido. El decimoquinto de septiembre condujo a Falka a Claremont…

– Claremont -repitió Vysogota-. Conozco esta ciudad. ¿Adónde te condujo?

– A una casa grande en la plaza. Con columnas y arquerías en la entrada. Se veía enseguida que allí vivía un ricachón…

Las paredes de la habitación estaban cubiertas de ricos paños de ras y hermosos tapices que mostraban escenas religiosas, de caza y pastoriles con la participación de mujeres desnudas. Los muebles brillaban con taraceas y guarniciones de latón, y las alfombras eran tales que al plantar el pie éste se hundía hasta el tobillo. Ciri no tuvo tiempo de observar más detalles porque Bonhart cruzó veloz y la arrastró por la cadena.

– Hola, Houvenaghel.

Bajo un arco iris de colores arrojados por unas vidrieras, ante un fondo de tapices de caza, estaba de pie un hombre de imponente corpulencia, vestido con un caftán salpicado de oro y una delia de abortón ribeteada. Aunque en edad todavía madura, era bastante calvo y las mejillas le colgaban como a un gigantesco bulldog.

– Bienvenido, Leo -dijo-. Y tú, señorita…

– Nada de señorita. -Bonhart mostró la cadena y el collarín-. No hace falta saludarla.

– La cortesía no cuesta nada.

– Excepto tiempo. -Bonhart tiró de la cadena, se acercó, le palmeó sin ceremonias al gordo en la barriga-. No poco has echado -valoró-. ¡Por mi honor, Houvenaghel, si te pones en medio, sería más fácil saltarte por encima que rodearte!

– El bienestar -le aclaró jovialmente Houvenaghel y agitó las mejillas-. Bienvenido, bienvenido, Leo. Agradable a mis ojos eres huésped, puesto que hoy también es un día de alegría sin par. ¡Los negocios van asombrosamente bien, tanto que hasta se podría escupir de su encanto, la caja registradora no para de tintinear! Hoy mismo, por no ir más lejos, un oficial nilfgaardiano de la reserva, capitán de logis, que se ocupa de transportar utillaje al frente, me pasó seis mil arcos del ejército, los cuales yo, con un beneficio diez veces mayor, venderé al detalle a cazadores, furtivos, bandoleros, elfos y otros luchadores por la libertad. También compré barato un castillo de un marqués de estos alrededores…

– ¿Y para qué cojones quieres tú un castillo?

– Tengo que vivir conforme a mi condición. Volviendo a los negocios: uno al fin y al cabo te lo debo a ti, Leo. Un moroso que parecía impenitente apoquinó. Literalmente hace un minuto. Las manos le temblaban cuando apoquinaba. El tipo te vio y pensó…

– Sé lo que pensó. ¿Recibiste mi carta?

– La recibí. -Houvenaghel se sentó pesadamente, golpeando la mesa con la barriga hasta que entrechocaron las garrafas y las copas-. Y lo he preparado todo. ¿No has visto los carteles? Seguro que la plebe se amontona… La gente entra ya en el teatro. La caja tintinea… Siéntate, Leo. Tenemos tiempo. Platiquemos, bebamos vino.

– No quiero tu vino. Seguro que es arramplado, robado de los transportes nilfgaardíanos.

– Bromeas. Esto es Est Est de Toussaint, uvas vendimiadas cuando nuestro amado señor el emperador Emhyr era todavía un pequeñuelo que se cagaba en el ropón. Fue un buen año. Para el vino. A tu salud, Leo.

Bonhart saludó en silencio con la copa. Houvenaghel masculló, contemplando a Ciri con aire bastante crítico.

– ¿Y esta escuchimizada de ojos grandes -dijo por fin- me ha de garantizar la diversión prometida en tu carta? Me ha llegado noticia de que Windsor Imbra ya está cerca de la ciudad. Que trae consigo a unos cuantos y buenos truhanes. Y algunos matones locales también han visto los carteles…

– ¿Acaso alguna vez te ha defraudado mi mercancía, Houvenaghel?

– Nunca, es verdad. Pero también hace mucho que no he tenido nada tuyo.

– Trabajo menos que antes. Ando pensando en jubilarme del todo.

– Para ello es necesario tener capital para tener de qué sustentarse. Puede que tuviera una forma… ¿Me escuchas?

– A falta de otro entretenimiento. -Bonhart corrió una silla con el pie, obligó a Ciri a que se sentara.

– ¿No has pensado en irte hacia el norte? ¿A Cintra, a Los Taludes o más allá del Yaruga? ¿Sabes que a cada uno que llega allí y quiere asentarse en los terrenos conquistados, el imperio le garantiza una finca de cuatro campos de tamaño? ¿Y descarga de impuestos para diez años?

– Yo -respondió el cazador con serenidad- no sirvo para la agricultura. No podría cavar la tierra ni criar ganado alguno. Soy demasiado sensible. A la vista de la mierda o de las lombrices me dan ganas de echar la pota.

– Como a mí -temblaron las mejillas de Houvenaghel-. De toda la actividad agraria sólo tolero la destilación del orujo. El resto es repugnante. Dicen que la agricultura es la base de la economía y que garantiza el bienestar. Considero, sin embargo, que es indigno y humillante que acerca de mi bienestar juzgue algo que apesta a estiércol. Ya he realizado intentos en este sentido. No hay necesidad de cultivar la tierra, Bonhart, no hay necesidad de criar en ella ganado. Basta con tenerla. Si se tiene lo suficiente, se pueden conseguir bonitos beneficios. Se puede, créeme, vivir acomodadamente, de verdad. Sí, he realizado ciertos intentos en este sentido, de ahí, en realidad, mis preguntas acerca del viaje al norte. Porque, ¿sabes, Bonhart?, tendría un trabajo allá para ti. Estable, bien pagado, que no te absorbería. Y estupendo para una persona sensible: nada de estiércol, nada de lombrices.

– Estoy listo para escuchar. Sin compromisos, por supuesto.

– A base de las parcelas que el imperio garantiza a los colonos, con un poco de espíritu empresarial y un pequeño capital inicial se puede uno hacer con un latifundio no poco bonito.

– Entiendo. -El cazador se mordisqueó el bigote-. Entiendo adonde te encaminas. Ya sé cuáles son esos intentos relativos a tu propio bienestar. ¿Y no prevés dificultades?

– Las preveo. De dos tipos. Primero hay que encontrar a unos cuantos hombres de paja que, fingiendo ser colonos, vayan al norte a tomar posesión de las parcelas de manos de los oficiales de asentamiento. Formalmente para sí mismos, en la práctica para mí. Pero de encontrar a los hombres de paja me encargo yo. A ti te concierne la otra dificultad.

– Soy todo oídos.

– Algunos de los hombres de paja tomarán la tierra y no estarán luego inclinados a entregarla. Se olvidarán del contrato y de los dineros que tomaran. No creerías, Bonhart, cuán profundamente el engaño, la ruindad y la hideputez están enraizados en la naturaleza humana.

– Lo creo.

– Así que habrá que convencer a los que no sean honrados de que la improbidad no compensa. De que se castiga. Tú te ocuparás de ello.

– Suena bien.

– Suena como es. Yo tengo ya práctica, ya he hecho antes estos arreglos. Después de la inclusión formal de Ebbing en el imperio, cuando repartían las parcelas. Y luego, cuando se promulgó el Acta de Parcelación. De este modo Claremont, esta hermosa ciudad, se erige sobre mi tierra, es decir, me pertenece. Todo este terreno me pertenece. Hasta allá, lejos, hasta el horizonte cubierto de nieblecilla gris. Todo esto es mío. Todos estos ciento cincuenta campos. Campos imperiales, no de villanos. Esto da treinta mil fanegas. O sea, cien mil novecientas aranzadas.

– Miré los muros de la patria mía… -recitó sarcástico Bonhart-. Caer ha el imperio en el que todos roban. En el egoísmo y la codicia se oculta su debilidad.

– En esto se oculta su fuerza y su poder. -Las mejillas de Houvenaghel se agitaron-. Tú, Bonhart, confundes el robo con el espíritu empresarial del individuo.

– A menudo, además -reconoció impasible el cazador de recompensas.

– ¿Y qué, vamos a formar sociedad?

– ¿Y no estaremos repartiéndonos demasiado pronto esas tierras del norte? ¿No podríamos, para mayor seguridad, esperar a que Nilfgaard gane esta guerra?

– ¿Para seguridad? No bromees. El resultado de la guerra está decidido de antemano. La guerra se gana con dinero. El imperio lo tiene, los norteños no.

Bonhart tosió significativamente.

– Ya que estamos hablando de dinero…

– Solucionado. -Houvenaghel rebuscó en los documentos que yacían sobre la mesa-. Esto es un cheque bancario por cien florines. Esto, un poder notarial de cesión de derechos gracias al cual les sacaré a los Varnhagenos de Geso la recompensa por las cabezas de los bandidos. Fírmalo. Gracias. Todavía te debo los royalties de las ganancias de la función, pero las cuentas todavía no están cerradas, la caja todavía suena. Hay mucho interés, Leo. De verdad. A la gente de mi ciudad les atormenta horriblemente la morriña y el aburrimiento.

Se detuvo, miró a Ciri.

– Albergo la sincera esperanza de que no te equivoques con esta persona. De que nos asegurará una diversión digna… De que querrá cooperar pensando en el beneficio común…

– Para ella -Bonhart midió a Ciri con un mirada indiferente- no habrá beneficio alguno en todo esto. Ella lo sabe.

Houvenaghel frunció el ceño y se indignó.

– ¡Eso no está bien, diablos, no está bien que yo lo sepa! ¡No debiera saberlo! ¿Qué te pasa, Leo? ¿Y si ella no quiere ser entretenida, y si resulta ser rabiosa y porfiada? ¿Entonces qué?

Bonhart no cambió la expresión del rostro.

– Entonces -dijo- le azuzaremos en la arena a tus mastines. Ellos, por lo que recuerdo, siempre fueron entretenidamente poco porfiados.

Ciri guardó silencio durante mucho rato, acariciándose la mejilla mutilada.

– Comencé a comprender -dijo por fin-. Comencé a entender lo que querían hacer conmigo. Me puse en guardia, estaba decidida a escapar a la primera oportunidad… Estaba dispuesta a cualquier riesgo. Pero no me dieron ocasión. Me vigilaban bien.

Vysogota callaba.

– Me arrastraron hasta abajo. Allí estaban esperando unos invitados del gordo de Houvenaghel. ¡Otros tíos raros más! Vysogota, ¿de dónde diablos salen en este mundo tantos raros extraños?

– Se multiplican. Reproducción natural.

El primer hombre era bajo y gordezuelo, recordaba más a un mediano que a un humano, hasta se vestía como un mediano: modesto, bonito, bien cuidado y de tonos pastel. El segundo hombre, aunque no era joven, llevaba traje y apostura de soldado, portaba espada y en el hombro de su jubón negro brillaba un bordado de plata que presentaba a un dragón con alas de murciélago. La mujer era rubia y delgada, tenía una nariz ligeramente ganchuda y unos labios anchos. Su vestido de color pistacho tenía un poderoso escote. No era una buena idea. El escote no tenía mucho que mostrar, a no ser una piel seca, arrugada y pergaminosa, cubierta por una gruesa capa de rosa y blanco.

– La muy noble marquesa de Nementh-Uyvar -presentó Houvenaghel-. Don Declan Ros aep Maelchlad, capitán de la reserva de los ejércitos de caballería de su majestad imperial el emperador de Nilfgaard, don Pennycuick, burgomaestre de Claremont. Y éste es don Leo Bonhart, pariente, y antiguo conmilitón.

Bonhart se inclinó rígidamente.

– Así que ésta es la pequeña bandolera que ha de entretenernos hoy -enunció el hecho la delgada marquesa, clavando en Ciri sus ojos azul pálido. Tenía la voz ronca, sensual, vibrante y terriblemente aguardentosa-. No es demasiado guapa, diría. Pero no tiene mala constitución… Un… cuerpecillo muy agradable…

Ciri se sacudió, apartó la mano intrusa, palideciendo de rabia y silbando como una serpiente.

– No tocar -dijo Bonhart en tono gélido-. No dar de comer. No irritar. Yo no me hago responsable.

– Un cuerpecillo -la marquesa se pasó la lengua por los labios sin hacerle caso- siempre se puede atar a la cama, entonces es más accesible. ¿No me la venderíais, señor Bonhart? A mi marqués y a mí nos gustan estos cuerpecillos y el señor Houvenaghel nos pone peros cuando nos llevamos a las pastorcillas y a los niños de los campesinos de por aquí. El marqués al fin y al cabo tampoco puede perseguir ya a los niños. No puede correr, a causa de esos chancros y enconados que se le han abierto en el perineo…

– Basta, basta, Matilde -dijo Houvenaghel suave pero rápido, viendo que en el rostro de Bonhart iba apareciendo una expresión de asco-. Tenemos que ir al teatro. Precisamente le han comunicado al señor burgomaestre que ha llegado a la ciudad Windsor Imbra con la mesnada de infantes del barón Casadei. Es decir, ya es hora.

Bonhart sacó del seno un frasquito, limpió con la manga la superficie de ónice de la mesa, derramó sobre ella un montoncillo de polvo blanco. Tiró de la cadena de Ciri junto al collarín.

– ¿Sabes cómo usar esto?

Ciri apretó los dientes.

– Absórbelo por la nariz. O tómalo con un dedo ensalivado y te lo pones en las encías.

– ¡No!

Bonhart ni siquiera volvió la cabeza.

– Lo harás tú sola -dijo en voz baja- o te lo haré yo de tal forma que todos los presentes tendrán un poco de regocijo. No sólo tienes mucosas en la boca y en la nariz, Ratilla. También en algunos otros lugares bastante divertidos. Llamaré a los sirvientes, mandaré que te desnuden y te sujeten y lo usaré en esos lugares divertidos.

La marquesa de Nementh-Uyvar se rió desde la garganta, mientras miraba cómo la mano temblorosa de Ciri se iba hacia el narcótico.

– Lugares divertidos -repitió y se pasó la lengua por los labios-. Una idea curiosa. ¡Merecería la pena probarla algún día! ¡Eh, muchacha, cuidado, no despilfarres ese buen fisstech! ¡Deja un poco para mí!

El narcótico era mucho más fuerte que el que había probado con los Ratas. Nada más ingerirlo, una euforia cegadora embargó a Ciri, los perfiles agudizaron sus contornos, la luz y los colores dañaban los ojos, los olores herían la nariz, los sonidos se hicieron insoportables y todo alrededor se volvió irreal, fugaz como un sueño. Y hubo escaleras, hubo paños de ras y tapices que apestaban a gruesas capas de polvo, hubo la ronca risa de la marquesa de Nementh-Uyvar. Hubo un patio, hubo rápidas gotas de lluvia en el rostro, el tirón del collarín que todavía llevaba al cuello. Un enorme edificio con una torre de madera y un formidable, nauseabundo y ridículo fresco pintado en el frontón. El fresco representaba a un perro que acosaba a un monstruo: no llegaba a ser ni un dragón, ni un grifo ni un viverno. Delante de la entrada al edificio había gente. Uno gritaba y gesticulaba.

– ¡Esto es repugnante! ¡Repugnante y pecaminoso, señor Houvenaghel, el usar lo que una vez fuera templo de un santuario para este proceder tan impío, inhumano y asqueroso! ¡Los animales también sienten, señor Houvenaghel! ¡También tienen su dignidad! ¡Es un crimen el azuzar unos contra otros sólo por beneficio propio y placer de la plebe!

– ¡Tranquilízate, hombre santo! ¡Y no te metas en mis iniciativas privadas! ¡Y además, hoy no se van a azuzar aquí animales! ¡Ni un solo animal! ¡Nada más que personas!

– Ah. entonces pido perdón.

El interior del edificio estaba a reventar de gente sentada en unas filas de bancos que formaban un anfiteatro. En su centro había un foso cavado en la tierra, un hoyo de un diámetro de unos treinta pies, rodeado de gruesos maderos, limitado por una balaustrada. El hedor y el ruido entontecían. Ciri sintió de nuevo un tirón del collarín, alguien la agarró por las axilas, alguien la empujó. Sin saber cómo se encontró sobre el fondo del foso rodeado de maderos, sobre una arena muy pateada.

En un ruedo.

La primera impresión pasó, ahora el narcótico sólo excitaba y aguzaba sus sentidos. Ciri se cubrió los oídos con las manos, la muchedumbre que llenaba las gradas del anfiteatro aullaba, gritaba, silbaba, el ruido era insoportable. Se dio cuenta de que llevaba en la muñeca y el antebrazo derechos un apretado protector de cuero. No recordaba el momento en que se lo habían atado.

Escuchó una voz aguardentosa y conocida, vio a la delgada marquesa de color pistacho, al capitán nilfgaardiano, al burgomaestre de tonos pastel, a Houvenaghel y a Bonhart, que ocupaban una logia por encima del ruedo. Se apretó otra vez los oídos porque alguien había golpeado de pronto un gong de cobre.

– ¡Mirad, buenas gentes! ¡Hoy en la arena no hay un lobo, no hay un goblin ni un endriago! ¡Hoy en la arena está la mortífera Falka de los bandoleros llamados los Ratas! ¡Haced vuestras apuestas en la caja de la entrada! ¡No ahorréis ni un ochavo, buenas gentes! ¡La diversión no la comes ni la bebes, pero si escatimas en ella, no ganas, sino que pierdes!

La multitud aulló y aplaudió. El narcótico funcionaba. Ciri temblaba de euforia, su vista y su oído registraban todo, cada detalle. Escuchó las risotadas de Houvenaghel, la aguardentosa risa de la marquesa, la. voz seria del burgomaestre, el frío bajo de Bonhart, los gritos del sacerdote defensor de los animales, el chillido de las mujeres, el llanto de los niños. Distinguió oscuras manchas de sangre en los maderos que delimitaban la arena, el agujero que se abría en ellos, enrejado, apestoso. Y los rostros brillantes de sudor, con las jetas torcidas como bueyes por encima de la balaustrada.

Una agitación repentina, unas voces alzadas, maldiciones. Gente armada, que empujaba a la multitud, pero atascándose, atorándose contra el muro de la guardia armada de alabardas. A uno de ellos ya lo había visto antes, recordaba la tez morena y el negro bigote que parecía una raya pintada con carbón sobre un labio superior que temblaba con un tic.

– ¿Don Windsor Imbra? -la voz de Houvenaghel-. ¿De Geso? ¿El muy noble senescal del barón Casadei? Bienvenido, bienvenido, huésped del extranjero. Ocupad un asiento, el espectáculo va a comenzar. ¡Pero por favor, no olvidéis pagar la entrada!

– ¡Yo no estoy aquí para divertirme, señor Houvenaghel! ¡Yo estoy aquí de servicio! ¡Bonhart sabe de qué hablo!

– ¿De verdad? ¿Leo? ¿Sabes de qué habla el señor senescal?

– ¡Sin bromas! ¡Quince somos! ¡A por Falka vinimos! ¡Dádnosla o algo malo va a pasar!

– No comprendo tu excitación, Imbra. -Houvenaghel frunció las cejas-. Pero te recuerdo que esto no es Geso, ni tierra alguna de los dominios de vuestro barón. ¡Si hacéis ruido o incomodáis, haré que se os eche de aquí por los bigotes!

– No os ofendáis, señor Houvenaghel. -Windsor Imbra se mitigó-. ¡Mas la justicia está de nuestra parte! Bonhart, aquí presente, le prometiera Falka al barón Casadei. Dio su palabra. ¡Que no quiebre ahora la palabra dada!

– ¿Leo? -Las mejillas de Houvenaghel temblaron-. ¿Sabes de qué habla?

– Lo sé y le concedo la razón. -Bonhart se alzó, agitó con desgana la mano-. No me opondré ni realizaré sujeción. He aquí a la moza, doquiera todos la ven. Quien sea su voluntad, que la tome.

Windsor Imbra quedó estupefacto, el labio le tembló con fuerza.

– ¿Lo qué?

– La muchacha -repitió Bonhart, haciéndole un guiño a Houvenaghel- está para que quien la quiera la coja de la arena. Viva o muerta, según gusto y deseo.

– ¿Lo qué?

– ¡Voto al diablo, que pierdo poco a poco la paciencia! -Bonhart fingió rabia con éxito-. ¡Y namás que lo qué! ¡Papagayo de mierda! ¿Qué? ¡Pues como quieras! ¡Si es tu voluntad pues envenena con veneno un cacho carne y échaselo a ella, como a los lobos. Mas no sé si ella se lo comería. No tiene aspecto de tonta, ¿no? No, Imbra, quien la quiera coger habrá de fatigarse. Allí, en la arena. ¿Quieres a Falka? ¡Pues cógela!

– La tu Falka ésta me la pasas por las napias cual a un siluro una rana en la pesca -ladró Windsor Imbra-. No me fío de ti. Mi nariz güele que en esta presa hay un gancho de yerro escondido.

– Mis enhorabuenas para la nariz que huele el yerro. -Bonhart se levantó, sacó de bajo el banco la espada que había conseguido en Fano, la extrajo de la vaina y la arrojó al ruedo, con tanta habilidad que la hoja se clavó perpendicularmente en la arena dos pasos delante de Ciri-. Ah, y mirad, hay yerro. A la vista, no está nada escondido. Porque yo no defiendo a esta moza, quien la quiera que la coja. Si es capaz de cogerla.

La marquesa de Nementh-Uyvar se rió nerviosamente.

– ¡Si es capaz de cogerla! -repitió con su contralto aguardentoso-. Porque ahora el cuerpecillo tiene espada. Bravo, noble Bonhart. Una vergüenza me parecía el dar el cuerpecillo desarmado a las mandíbulas de estos patanes.

– Señor Houvenaghel. -Windsor Imbra se puso de lado, sin dignar ni una mirada a la escuálida aristócrata-. Bajo los auspicios vuestros celébrase este belén, este circo de pulgas vuestro. Contadme sólo algo: ¿en acordamiento a qué regulas y legislados hemos de actuar aquí? ¿Las vuestras o acaso las de Bonhart?

– Según las del teatro -se carcajeó Houvenaghel, agitando la tripa y las mejillas de bulldog-. ¡Porque aunque es verdad que el teatro es mío, al fin y al cabo el cliente es nuestro amo, él paga, él exige! Es el cliente el que pone las reglas. Nosotros los mercaderes, por nuestra parte, hemos de actuar siguiendo esta regla: hay que darle al cliente lo que el cliente desea.

– ¿Cliente? ¿Queréis decir la gente? -Windsor Imbra abarcó en un amplio gesto los bancos repletos-. ¿Esta toda gente acudieron acá y pagaron para divertirse con este divertimiento?

– El negocio es el negocio -respondió Houvenaghel-. Si hay demanda de algo, ¿por qué no se lo va a vender? ¿Paga la gente por las peleas de lobos? ¿Por las peleas de endriagos y aardvarkos? ¿Por azuzar los perros a un tejón en barril o a una viverna? ¿Por qué te asombras tanto, Imbra? A las personas los juegos y el circo les son tan necesarios como el pan, puf, más que el pan. Muchos de los que están aquí se lo han quitado de la boca. Y mira cómo les brillan los ojos. Se mueren de impaciencia por que empiece el circo.

– Mas en el circo -añadió Bonhart, con una sonrisa venenosa- se han de guardar aunque sólo sea apariencias de deporte. El tejón, antes de que lo saquen los canes del barril, puede morder con los dientes, así es más deportivo. Y la muchacha tiene una tizona. Así que aquí también será deportivo. ¿Qué, buenas gentes? ¿Tengo razón?

Las buenas gentes, incoherentemente pero en ruidoso y regocijado coro, confirmaron que Bonhart tenía razón en toda su extensión.

– El barón Casadei -dijo despacio Windsor Imbra- no vendrá contento, señor Houvenaghel, os digo, no vendrá contento. No sé si os merece la pena entrar con él en desavenencias.

– El negocio es el negocio -repitió Houvenaghel y agitó las mejillas-. El barón Casadei lo sabe bien, sus buenos dineros tomó prestados de mí y a bajo interés, y cuando venga para tomar prestado otra vez entonces arreglaremos nuestras desavenencias de algún modo. Pero no se me va a entrometer a mí ningún señor barón extranjero en mi iniciativa privada e individual. Aquí hay ya apuestas, y la gente ha pagado por la entrada. En esta arena, ahí, en el ruedo, tiene que correr la sangre.

– ¿Tiene? -se enfadó Windsor Imbra-. ¡Y una mierda! ¡Ah, me quemo por mostraros que no tiene que correr! ¡Que yo me voy de aquí y me largo, y sin rodearme patrás! ¡Y entonces que corra la vuestra sangre! ¡Me repugna el mero pensamiento de darle regocijo a esta turba!

– Que se vaya. -De la multitud salió de pronto un tipo cubierto de pelo hasta los ojos y vestido con un jubón de piel de caballo-. Que se vaya si ha repugnancia. A mí no me repugna. Dijeron que a quien apiole a la Ratilla le darán una recompensa. Yo me presento y me echo al ruedo.

– ¡Qué cojones! -gritó de improviso uno de los de Imbra, un hombre bajo pero fibroso y de poderosa constitución. Tenía los cabellos abundantes, desgreñados y enmarañados-. ¡Nosaltres fuimos los primes! ¿No es verdá, compadres?

– ¡Claro, por mi fe! -le apoyó un segundo, delgado, con una perilla puntiaguda-. ¡Sernos los primeros! ¡Y tú no te nos pongas con esos honores, Windsor! ¿Y qué que la peña nos mire? Falka está en el ruedo, basta echar la mano y agarrarla. ¡Y si a los patanes se les saltan los ojos, nos importa un güevo!

– ¡Y amas hasta pué que nos quedemos con carne en las uñas! -relinchó un tercero, vestido con un dublete de vivo color amaranto-. Si hay deporte, pues deporte, ¿no, don Houvenaghel? ¡Y si hay circo, pues circo! ¿No se ha hablao aquí de una recompensa?

Houvenaghel adoptó una amplia sonrisa y asintió con un movimiento de cabeza, agitando orgullosa y majestuosamente sus enormes mejillas.

– ¿Y cómo andan las apuestas? -se interesó el de la perilla.

– ¡De momento -sonrió el mercader- todavía no se apuesta al resultado de la lucha! De momento se está tres a uno a que ninguno de vosotros se atreve a meterse en el cerco.

– ¡Puuuf! -gritó Piel de Caballo-. ¡Yo me atrevo! ¡Yo estoy listo!

– ¡Que te quite te dicho! -aulló Malospelos-. Nosaltres fuimos los primes y la primocía es nostra. Va, ¿a qué esperamos?

– ¿Y en cuántos poemos ir palla, a la plaza? -Amaranto se apretó el cinturón-. ¿Poemos nomás que uno en uno?

– ¡Ah, hijos de la gran puta! -gritó de pronto y en modo por completo inesperado el burgomaestre de tonos pastel, con una voz de toro que no pegaba para nada con su apostura-. ¿Y por qué no vais de diez en diez contra una sola? ¿Y por qué no a caballo? ¿O en cuadrigas? ¿O he de prestaros una catapulta del arsenal de modo que arrojarais a la moza rocas desde lejos? ¿Qué?

– Vale, vale -le interrumpió Bonhart, consultando algo rápido con Houvenaghel-. Que sea deportivo entonces, mas y regocijo algo también haya. Se puede de dos en dos. En pares, se entiende.

– ¡Mas la recompensa -advirtió Houvenaghel- no será doble! ¡Si en par, entonces habrá que repartírsela!

– ¿Qué par ni qué cojones? ¿Qué dos en dos? -Malospelos, con un brusco movimiento, se quitó la capa de los hombros-. ¿No sos come la vergüenza, compadres? ¡Mas si es sólo una mozuela! ¡Puf! ¡Parta! Yo mesmo voy y me la apalanco. ¡Valiente poblema!

– ¡Yo quiero tener a Falka viva! -protestó Windsor Imbra-. ¡Me caguen vuestros duelos y desafíos! ¡Yo no voy a entrar al circo ése de Bonhart, yo quiero a la muchacha! ¡Viva! Iréis los dos, tú y Stavro. Y me la sacáis de ahí.

– Para mí -repitió Stavro, el de la perilla- es un desprecio el ir los dos a por esa escuchimizá.

– El barón te endulzará el desprecio con florines. ¡Pero sólo si está viva!

– Como es sabido, el barón es un agarrado -risoteó Houvenaghel, agitando tripa y mejillas de bulldog-. Y no tiene ni pizca de espíritu deportivo. ¡Ni voluntad para jugar a otro juego! Yo, por mi parte, apoyo el deporte. Así que aumento la presente recompensa. Quien por sí solo se eche al ruedo y solo, con sus propios pies, vaya a por ella, con estas mismas manos de este mismo monedero le pagaré no veinte, sino treinta florines.

– ¡Entonces a qué esperamos! -gritó Stavro-. ¡Yo voy primero!

– ¡Quedito, quedo! -gritó de nuevo el pequeño burgomaestre-. ¡La moza no más tiene lino finito en los lomos! ¡Así que quítate tú también, soldado, los ropajones! ¡Esto es deporte!

– ¡Así sus pilléis una tiña! -Stavro se quitó el caftán ensartado de hierro, dejando al desnudo un pecho y unos brazos delgados y peludos como un zambo-. ¡Sus pilléis una tina vos y vuestro deporte de mierda! ¡Así voy, en pelotas! ¿O qué? ¿Me quito los pantaladrones también?

– ¡Y hasta los calzoncillos! -habló con sensual voz ronca la marquesa de Nementh-Uyvar-. ¡Lo mismo resulta que de macho sólo tienes la cháchara!

Recompensado con un sonoro aplauso, Stavro, desnudo hasta la cintura, tomó el arma, pasó un pie sobre los maderos de la barrera, al tiempo que observaba a Ciri con atención. Ciri cruzó los brazos sobre el pecho. No dio ni un paso en dirección a la espada clavada en la arena. Stavro vaciló.

– No lo hagas -dijo Ciri, muy bajito-. No me obligues… No dejaré que me toquen.

– No me guardes rencor, moza. -Stavro cruzó la barrera-. No tengo na contra ti. Mas los negocios son los negocios…

No terminó, porque Ciri ya estaba junto a él, ya tenía en la mano a Golondrina: así había llamado en su pensamiento a la gwyhyr gnoma. Utilizó el ataque más sencillo, casi infantil, una finta llamada «tres pasos», pero Stavro se dejó atrapar por ella. Dio un paso hacia atrás e instintivamente alzó la espada, pero entonces estaba ya a su merced. Después del salto apoyó la espalda en los maderos que contorneaban el ruedo, la hoja de Golondrina estaba a una pulgada de la punta de su nariz.

– Este truco -le aclaró Bonhart a la marquesa, por encima de los gritos y de los bravos- se llama «tres pasos, engaño y ataque en tercia». Un número simplón, esperaba más de la muchacha, algo más refinado. Pero hay que reconocer que si hubiera querido, el tío éste ya estaría muerto.

– ¡Mátalo, mátalo! -gritaban los espectadores y Houvenaghel y el burgomaestre mostraban sus pulgares dirigidos hacia abajo. La sangre se le retiró a Stavro del rostro, en las mejillas se le resaltaron feamente los agujeros y cicatrices dejados por la viruela.-

– Te dije que no me obligaras -siseó Ciri-. ¡No quiero matarte! Pero no me dejaré tocar. Regresa allá de donde viniste.

Ciri retrocedió, se dio la vuelta, bajó la espada y miró hacia arriba, hacia la logia.

– ¿Os divertís conmigo? -gritó con la voz quebrada-. ¿Queréis obligarme a luchar? ¿A matar? ¡No me obligaréis! ¡No voy a luchar!

– ¿Has oído, Imbra? -resonó en el silencio la voz de Bonhart-. ¡Negocio limpio! ¡Sin riesgo alguno! No va a luchar. Se la puede coger del ruedo y llevársela viva al barón Casadei para que juegue con ella a voluntad. ¡Se la puede coger sin riesgo! ¡Con las manos!

Windsor Imbra escupió. Stavro, todavía con la espalda apretada contra los maderos, aspiraba, aferrando la espada en la mano. Bonhart se rió.

– Mas yo, Imbra, apuesto brillantes contra avellanas a que no lo conseguís.

Stavro respiró hondo. Le pareció que la muchacha, que estaba de espaldas a él, se encontraba distraída, desconcentrada. Él ardía de rabia, de vergüenza y de odio. Y no se pudo contener. Atacó. Rápido y a traición.

Los espectadores no advirtieron el rechazo ni el contraataque. Sólo vieron cómo Stavro, que se lanzaba sobre Falka, realizaba un verdadero paso de ballet después del que, de forma poco bailarina, cayó de barriga sobre la arena, y cómo al instante la arena se anegaba en sangre.

– ¡Los instintos se apoderan de la razón! -gritó Bonhart por encima de la turba-. ¡Los reflejos actúan! ¿Qué, Houvenaghel? ¿No te lo dije? ¡Ya verás cómo no van a ser necesarios los alanos!

– ¡Qué espectáculo más bonito y rentable! -Houvenaghel hasta entrecerraba de placer los ojos.

Stavro se alzó sobre unos brazos que temblaban del esfuerzo, agitó la cabeza, gritó, emitió un ronquido, vomitó sangre y cayó sobre la arena.

– ¿Cómo se llama ese golpe, Bonhart? -dijo con su ronca voz sensual la marquesa de Nementh-Uyvar, restregando una rodilla contra la otra.

– Esto ha sido una improvisación. -Por detrás de los labios del cazador de recompensas, que no miraba en absoluto a la marquesa, relucieron sus dientes-. Una improvisación hermosa, creativa y yo diría que hasta visceral. He oído hablar de un lugar en el que enseñan tales improvisaciones para sacar las tripas. Me apuesto a que nuestra señorita conoce ese lugar. Yo ya sé quién es ella.

– ¡No me obliguéis! -gritaba Ciri, y en su voz vibraba una nota casi fantasmal-. ¡No quiero! ¿Entendéis? ¡No quiero!

– ¡Tú, puta del infierno! -Amaranto saltó la barrera con habilidad, enseguida se puso a recorrer la arena para desviar la atención de Ciri de Malospelos, que estaba saltando a la arena por el lado contrario. Después de Malospelos cruzó la barrera Piel de Caballo.

– ¡Juego sucio! -gritó el burgomaestre Pennycuick, pequeño como un mediano y vigilante de la limpieza de! juego. Y junto con él gritó la multitud entera.

– ¡Tres contra una! ¡Juego sucio!

Bonhart sonrió. La marquesa se pasó la lengua por los labios y comenzó a restregar las piernas aún más fuerte.

El plan del trío era sencillo: empujar a la muchacha haciéndola retroceder hasta la valla y luego dos la bloquean y uno mata. No funcionó. Por una razón muy simple. La muchacha no retrocedió, sino que atacó.

Se introdujo entre ellos con una pirueta de ballet, tan hábilmente que casi no rozaba la arena. A Malospelos le asestó al vuelo, justo donde había que asestar. En la arteria del cuello. El corte fue tan leve que no perdió el ritmo, bailando se retorció en un golpe de revés, tan deprisa que no le cayó encima ni una gota de sangre, que brotaba del cuello de Malospelos en un flujo casi sin pausa. Amaranto, que se encontraba detrás de ella, quiso cortarla en el cuello, pero su golpe traicionero tintineó contra una relampagueante parada realizada por la hoja lanzada a la espalda. Ciri se dio la vuelta como un muelle, cortó con las dos manos, reforzando la fuerza del golpe con una violenta torsión de las caderas. La oscura hoja gnoma era como una navaja de afeitar, rajó la barriga con un silbido y un chasquido. Amaranto aulló y rodó por la arena, haciéndose un ovillo. Piel de Caballo, acercándose de un salto, lanzó un pinchazo a la muchacha en el cuello, pero ésta se removió evitándolo, se volvió ágil y lo cortó breve con el centro de la hoja en el rostro, destrozándole el ojo, la nariz, los labios y la barbilla.

Los espectadores gritaron, silbaron, patearon y aullaron. La marquesa de Nementh-Uyvar introdujo ambas manos por entre sus muslos apretados, se lamió los labios brillantes y rió con su aguardentoso y nervioso contralto. El capitán nilfgaardiano de la reserva estaba blanco como el papel. Una mujer intentaba taparle los ojos a un niño que se resistía. Un anciano de cabello grisáceo que estaba en la primera fila vomitó violenta y sonoramente, metiendo la cabeza entre las piernas.

Piel de Caballo sollozó, sujetándose el rostro, bajo los dedos resbalaba la sangre mezclada con saliva y mocos. Amaranto se retorcía y chillaba como un cerdo. Malospelos dejó de arañar los maderos, resbaladizos por la sangre que brotaba de él al ritmo de los latidos de su corazón.

– ¡Ayuuuda! -aulló Amaranto, sujetando espasmódicamente las entrañas que se le salían de la barriga-. ¡Camaraaadaas! ¡Ayuuudaaa!

– Fiii… buuu… beeee… -Piel de Caballo escupía y moqueaba sangre.

– ¡Má-ta-lo! ¡Má-ta-lo! -gritaban los espectadores, dando patadas rítmicamente. El viejecillo vomitador fue extraído del banco y se le echó a patadas a la galería.

– Brillantes contra avellanas -se distinguió entre el barullo el sarcástico bajo de Bonhart- a que nadie más se atreve a salir a la arena. ¡Brillantes contra avellanas, Imbra! ¡Pero qué más me da, hasta brillantes contra avellanas hueras!

– ¡Ma-tar! -Aullidos, pateos-. ¡Ma-tar!

– ¡Noble señora! -gritó Windsor Imbra, llamando con gestos a sus subordinados-. ¡Permitid sacar a los heridos! ¡Permitidnos entrar en el ruedo y retirar a aquéllos que se desangran y mueren! ¡Sed humana, noble señora!

– Humana -repitió Ciri con esfuerzo, sintiendo que sólo ahora comenzaba a latir en ella la adrenalina. Se controló rápidamente, con una serie de aspiraciones bien estudiadas-. Entrad y retiradlos -dijo-. Pero entrad sin armas. Sed vosotros también humanos. Al menos una vez.

– ¡Nooo! -gritaba la multitud, armando escándalo-. ¡Ma-tar! ¡Ma-tar!

– ¡Vosotros, animales repugnantes! -Ciri se volvió con paso de baile, pasando la mirada por las tribunas y los bancos-. ¡Vosotros, cerdos infames! ¡Canallas! ¡Malditos hijos de puta! ¿Queréis sangre? ¡Bajad aquí, entrad y saboreadla y oledla! ¡Lamedla antes de que se coagule! ¡Animales! ¡Vampiros!

La marquesa gimió, tembló, volteó los ojos y se apretó blanducha contra Bonhart, sin sacar las manos de entre sus muslos. Bonhart frunció el ceño y la apartó de sí sin esforzarse por ser delicado. La muchedumbre aulló. Alguien lanzó a la arena un chorizo mordisqueado, otro una bota, otro más lanzó un pepino dirigido a Ciri. Ella rajó el pepino con un golpe de espada, provocando un griterío todavía mayor.

Windsor Imbra y su gente levantaron a Amaranto y Piel de Caballo. Amaranto, cuando lo movieron, gritó. Piel de Caballo, por su parte, se desmayó. Malospelos y Stavro no daban ya señales de vida. Ciri retrocedió de tal modo que se colocó lo más lejos que permitía el ruedo. La gente de Imbra intentaba mantenerse también a distancia de ella.

Windsor Imbra se quedó inmóvil. Esperó a que sacaran a los heridos y muertos. Miró a Ciri por debajo de sus párpados fruncidos y tenía la mano sobre la empuñadura de la espada, que, pese a las promesas, no se había quitado al entrar en la arena.

– No -le advirtió ella, moviendo apenas los labios-. No me obligues. Por favor.

Imbra estaba pálido. La multitud pateaba, gritaba y aullaba.

– ¡No la escuches! -Bonhart volvió a hablar por encima del griterío-. ¡Toma la espada! ¡En caso contrario todo el mundo sabrá que eres un cagón y un cobarde! Desde el Alba al Yaruga se oirá que Windsor Imbra huyó de una muchacha de pocos años, metiendo el rabo entre las piernas como un perrillo faldero!

La hoja de Imbra salió una pulgada de la vaina.

– No -dijo Ciri.

La hoja volvió a entrar en la vaina.

– ¡Cobarde! -gritó alguien entre la multitud-. ¡Comemierda! ¡Gallina!

Imbra, con el rostro pétreo, anduvo hacia el borde del ruedo. Antes de que agarrara la mano que le tendían sus camaradas, se volvió.

– Creo que sabes lo que te espera, moza -dijo en voz baja-. Creo que ya sabes quién es Leo Bonhart. Creo que ya sabes de lo que es capaz. Lo que le excita. Te empujarán a la arena. Matarás para regocijar a cerdos y mirones como éstos de aquí. Y a otros todavía peores que ellos. Y cuando tus matanzas les dejen de divertir, cuando Bonhart se aburra de la violencia que te hace, entonces te matarán a ti. Echarán a la arena a tantos que no serás capaz de defender tu espalda. O te echarán perros. Y los perros te destrozarán y la turba en el tendió olerá la sangre y gritará bravo. Y tú morirás sobre la arena anegada en sangre. Como éstos a los que hoy tú has rajado. Te acordarás de mis palabras.

Extraño, pero sólo entonces se dio cuenta ella del pequeño escudo heráldico que Imbra llevaba en su pechera esmaltada.

Un unicornio de plata erguido sobre un campo de ébano.

Un unicornio.

Ciri bajó la cabeza. Miró la hoja calada de la espada.

De pronto se hizo el silencio.

– Por el Gran Sol -habló de pronto, Declan Ros aep Maelchlad, el capitán nilfgaardiano de la reserva, quien había estado callado hasta entonces-. No. No lo hagas, muchacha. ¡Ne tuv'en que'ss, luned!

Ciri giró a Golondrina en sus manos poco a poco, apoyó el pomo en la arena, dobló las rodillas. Sujetando la hoja con la mano derecha, con la izquierda dirigió la punta con precisión hasta colocarla bajo el esternón. La hoja traspasó la ropa al instante, le pinchó.

No voy a llorar, pensó Ciri, apoyándose cada vez más en la espada. No voy a llorar, no hay por quién ni por qué. Un movimiento rápido y se habrá acabado todo… Todo…

– No serás capaz -resonó en el absoluto silencio la voz de Bonhart-. No serás capaz, brujilla. En Kaer Morhen te enseñaron a matar y matas como una máquina. Inconscientemente. Pero para matarse a uno mismo hace falta carácter, fuerza, determinación y valentía. Y eso nadie te lo pudo enseñar.

– Como ves, tenía razón -dijo Ciri con esfuerzo-. No fui capaz.

Vysogota guardaba silencio. Tenía en la mano una piel de nutria. Inmóvil. Desde hacía mucho tiempo. Mientras escuchaba, casi había olvidado la piel.

– Me acobardé. Fui una cobarde. Y pagué por ello. Como paga todo cobarde. Con dolor, vergüenza, una terrible humillación. Un tremendo asco hacia mí misma.

Vysogota guardaba silencio.

Si aquella noche alguien se hubiera deslizado hasta aquella cabaña con su tejado de bálago hundido, si hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de barba blanca y a una muchacha de cabellos cenicientos sentados junto a la chimenea. Habría visto que ambos guardaban silencio, con la mirada clavada en el carbón de color rubí que se iba consumiendo.

Pero nadie pudo haber visto aquello. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla y los vapores, entre los cañaverales impenetrables, en los cenagales de Pereplut, donde nadie se atrevía a adentrarse.

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