CAPÍTULO VIII

Vespasiano se dio la vuelta rápidamente, se llevó las manos ahuecadas a la boca y bramó:

– ¡Que salgan los exploradores! ¡Traedme a esos Druidas!

Los legionarios a caballo no habían visto la decapitación y estaban más alerta que sus aturdidos camaradas alineados a lo largo de la empalizada. En un momento se abrieron las puertas y una docena de exploradores salieron al galope. El decurión enseguida divisó a los Druidas en el extremo del bosque y dio la orden de cargar contra ellos. El golpeteo de los cascos levantó nubes de nieve cuando los exploradores se abrieron en abanico, con las capas de lana agitándose a sus espaldas. El druida que había matado a Maxentio volvió su astada cabeza para mirarlos, luego clavó los talones en los ijares de su montura y aceleró el paso de la bestia para dirigirse hacia sus compañeros, que ya desaparecían de nuevo adentrándose en las sombras del bosque.

Vespasiano no se entretuvo viendo la persecución; se precipitó hacia la puerta y corrió por la nieve que crujía suavemente hacia el cuerpo del prefecto de la armada. Tras él fueron los hombres de la sexta centuria, a instancias de Macro, que temía por la seguridad de su comandante. Pero los legionarios se quedaron a cierta distancia del cadáver: el asco y la superstición los inquietaban, pues los Druidas intimidaban e inspiraban terror.

La mayoría de los cuentos populares que habían oído sentados en el regazo de sus padres hablaban de los oscuros y siniestros poderes de los magos celtas y los legionarios eran reacios a acercarse demasiado. Se quedaron ahí en silencio; su aliento se arremolinaba como bruma en la gélida atmósfera; el único sonido era el distante repiqueteo de los cascos y los chasquidos de la maleza mientras los exploradores de la caballería iban a la caza de los Druidas.

Vespasiano estaba de pie junto al torso, que yacía de lado. La sangre seguía manando de los diversos vasos sanguíneos del cuello. Maxentio iba vestido únicamente con una túnica cuyos restos hechos jirones se hallaban entonces empapados y oscurecidos. Llevaba una gran bolsa de cuero atada al cinturón.

Conteniendo las náuseas que le subían desde la boca del estómago y le llenaban la garganta, Vespasiano se inclinó y forcejeó con el nudo que sujetaba la bolsa. Le temblaron los dedos al intentar desatar el cordón. Quería desesperadamente alejarse de la sangre que refulgía en la nieve, y de la horrible presencia de la cabeza del prefecto a apenas dos metros de distancia. Afortunadamente, la cabeza había rodado de tal manera que no miraba al legado y lo único que éste percibía por el rabillo del ojo era el cabello oscuro y enmarañado.

Por fin se deshizo el nudo. Vespasiano se irguió y retrocedió unos pasos antes de examinar la bolsa. Un cordón la cerraba por el extremo y sólo unos cuantos bultos en los suaves pliegues indicaban que no estaba vacía. Trató de no imaginarse lo que los Druidas podrían haber dejado en la bolsa y se obligó a aflojar el cordón. En el oscuro interior de la misma vio un pálido resplandor dorado y metió la mano dentro. Sus dedos se cerraron sobre un pedacito de tela y un par de anillos que sacó a la luz del día. Uno de ellos era bastante pequeño y sencillo, pero ancho. Grabada en su interior con cuidadas letras mayúsculas estaba la leyenda «Hijo de Plautio». El otro anillo era mucho más ornamentado y tenía un gran ónice con un camafeo de un elefante, de un color blanco hueso que contrastaba contra el pulido fondo marrón oscuro. La tela era de lana delicadamente hilada, tal vez procedente del dobladillo de una toga. A lo largo de uno de los extremos había una delgada línea teñida de color púrpura, la antigua señal de que quien la llevara era miembro de una familia senatorial.

De pronto Vespasiano sintió mucho frío, mucho más del que ya de por sí garantizaban las últimas horas de aquella mañana de invierno. Sintió frío y una angustia terrible cuando cayó en la cuenta de la conexión entre el prefecto y el contenido de la bolsa. Debía mandar un mensaje al general Plautio inmediatamente. Con cuidado volvió a meter la tela y los anillos en la bolsa y se aclaró la garganta. Levantó la mirada hacia Macro.

– ¡Centurión! -¡Sí, señor! -Que lleven el cadáver al campamento. A la tienda hospital. Quiero que esté listo para la incineración lo más pronto posible. Y asegúrate de que… de que lo traten con respeto.

– Por supuesto, señor. El legado fue andando hacia la puerta con la cabeza gacha, reflexionando silenciosamente mientras consideraba con detenimiento las horribles implicaciones de lo que había descubierto en la bolsa. En aquellos momentos la familia del general se hallaba en manos de los Druidas. Los mismos Druidas que tanto terror estaban sembrando entre las aldeas limítrofes y los asentamientos comerciales de los atrebates. ¿Cómo los habían hecho prisioneros? Los Britanos no contaban con barcos que pudieran arrollar a los de la armada imperial. En cualquier caso, Maxentio y sus pasajeros habrían estado realizando la travesía desde Gesoriaco a Rutupiae, a más de cien millas del territorio de los Durotriges y sus aliados Druidas. Una tormenta debió de haber desviado el barco de su curso. Pero, ¿por qué el prefecto no había intentado alcanzar las tierras de los atrebates en vez de dejarse arrastrar siguiendo la costa hasta llegar al territorio que gobernaban los enemigos de Roma? Por un instante Vespasiano maldijo al prefecto por su locura, antes de que unos sentimientos tan indignos hacia un hombre que había muerto de una forma tan terrible le hicieran sentirse culpable. Al fin y al cabo, tal vez Maxentio había tratado de hacer embarrancar -su barco en territorio amigo y la ferocidad de la tormenta se lo había impedido.

Los débiles ruidos de persecución provenientes del bosque de repente tomaron un nuevo cariz. Unos distantes gritos y chillidos iban acompañados por el agudo sonido del entrechocar de las armas. Vespasiano y los legionarios de la sexta centuria se volvieron hacia el bosque. Los sonidos de la lucha se intensificaron rápidamente y luego se desvanecieron.

– ¡Formen en cuadro! -bramó Macro-. Orden cerrado. Los soldados reaccionaron enseguida y se apresuraron a formar alrededor del cadáver del prefecto. Vespasiano se abrió paso a empujones hacia el centro y desenvainó la espada. Cruzó la mirada con Macro y con un gesto señaló hacia el cuerpo y la cabeza que seguían sobre la nieve. El centurión se dirigió a sus soldados.

– ¡Vosotros dos! ¡Fígulo y Sertorio! Acercaos. Los dos elegidos rompieron filas y a paso rápido se aproximaron a su centurión.

– Fígulo, ponlo encima de tu escudo. Vosotros dos tendréis que llevarlo hasta la puerta. Yo llevaré el otro escudo.

Fígulo bajó la mirada hacia el ensangrentado cuerpo del prefecto con una expresión de asco en el rostro.

– No te preocupes, muchacho, no te costará sacar la sangre del forro del escudo. Sólo tendrás que restregarlo bien. ¡Vamos, manos a la obra!

Mientras los dos hombres se inclinaban para realizar su truculenta tarea, Macro se volvió hacia Cato.

– Tú puedes llevar la cabeza.

– ¿La cabeza? -Cato empalideció- ¿Yo? -Sí, tú. Recógela -dijo Macro con brusquedad, luego se acordó de la presencia del legado-, Y, esto… asegúrate de llevarla con respeto.

Hizo caso omiso de la fulminante mirada de Cato y volvió rápidamente con el legado, que se encontraba entonces en el extremo del cuadro para mirar más detenidamente hacia el bosque.

Con los dientes apretados, Cato se agachó y alargó una mano para coger la cabeza del prefecto. Al primer roce con el oscuro cabello ondulado sus dedos retrocedieron. Tragó saliva, nervioso, y se obligó a agarrar suficiente pelo para cerciorarse de que no se le escapara. Acto seguido se enderezó lentamente al tiempo que sujetaba la cabeza alejada de su cuerpo, con la cara hacia fuera. Aun así, los viscosos colgajos de tendones y sangre medio coagulada que pendían del cuello cercenado provocaron que la bilis le subiera a la garganta y se apresuró a apartar la vista.

Un caballo sin jinete salió de repente de entre los árboles y regresó al galope al campamento de la segunda legión. Dos caballos más le siguieron, y luego otro, este último con un explorador en la silla, inclinado y clavando los talones, espoleando a su bestia hacia la sexta centuria, Nada más surgió de los árboles, que se quedaron silenciosos y en calma.

– No tendría que haber ordenado una persecución -comentó Vespasiano en voz baja.

– No, señor. El legado se volvió hacia Macro, con las cejas juntas y fruncidas con enojo por la crítica implícita. Pero sabía que el centurión no se equivocaba. Debería habérselo imaginado. Vespasiano sintió rabia por la facilidad con la que había mandado a los exploradores a la muerte.

A poca distancia de los escudos de la sexta centuria, el explorador superviviente frenó su caballo, que se empinó y levantó una lluvia de nieve. El explorador soltó las riendas y cayó de la silla. -¡Está herido! -gritó Macro-. ¡Traedlo aquí, detrás de los escudos! ¡Deprisa!

Los soldados más próximos salieron a todo correr, agarraron al explorador y lo arrastraron hacia el interior del cuadro. El hombre se desplomó y se sujetó el estómago con la mano allí donde el ensangrentado desgarrón de su túnica revelaba un largo corte, tan profundo que dejaba al descubierto una parte de los Intestinos. Macro se arrodilló para examinar la herida. Asió el borde de la capa del explorador y le hizo un tajo con la daga. Enfundó la hoja y rasgó una ancha tira de tela. Rápidamente vendó con ella al explorador y ató firmemente los extremos. El hombre soltó un grito y apretó los dientes.

– ¡Ya está! Esto servirá hasta que podamos llevárselo a los cirujanos.

– ¿Qué sucedió? -Vespasiano se inclinó sobre el explorador-. ¡Informa, soldado! ¿Qué te ocurrió? -Señor, había montones de ellos… esperándonos en el bosque… Los estábamos siguiendo por un sendero… de repente se nos vinieron encima por todos lados, chillando como animales salvajes… No pudimos hacer nada… Nos hicieron pedazos. -Por un momento los ojos del explorador se abrieron horrorizados ante el vívido recuerdo del terrorífico enemigo. Luego su mirada volvió a centrarse en el legado-. Yo me hallaba al final de la columna, señor. En cuanto vi que no teníamos nada que hacer, intenté hacer girar a mi montura. Pero el sendero era estrecho, mi caballo estaba asustado y no quería darse la vuelta. Entonces uno de los Druidas salió del bosque y arremetió contra mí con su hoz… ¡Lo alcancé con mi lanza, señor! ¡Lo alcancé bien! -Los ojos del explorador brillaron con una salvaje expresión de triunfo antes de cerrarse con crispación cuando una oleada de dolor lo sacudió.

– Es suficiente por ahora, muchacho -le dijo Vespasiano con dulzura-. Guarda el resto de tus fuerzas para informar a tu oficial cuando los cirujanos se hayan ocupado de ti.

Con los ojos firmemente apretados, el explorador movió la cabeza en señal de asentimiento.

– Centurión, échame una mano aquí. -Vespasiano colocó las manos debajo de los hombros del explorador y lo levantó con cuidado-. Ayúdame a echármelo a la espalda.

– ¿A su espalda, señor? ¿Quiere que lo haga uno de los soldados, señor?

– ¡Maldita sea, hombre! Lo llevaré yo. Macro se encogió de hombros e hizo lo que le habían ordenado. El explorador pasó los brazos alrededor del cuello del legado y Vespasiano se echó hacia delante y le sostuvo las piernas.

– ¡Eso es, Macro! Destina a un hombre para que guíe a ese caballo, luego vámonos.

Macro dio la orden a la centuria para que avanzara hacia el campamento En formación cerrada, el paso de la centuria era forzosamente lento, por mucho que los soldados quisieran apresurarse para volver al refugio del campamento. En el centro del cuadro el legado se tambaleaba bajo su carga. A un lado, Fígulo y Sertorio llevaban el cuerpo de Maxentio sobre el escudo de Fígulo. junto a ellos caminaba Cato, con la vista clavada al frente y su dolorido brazo estirado para mantener la cabeza que sostenía lo más alejada posible de su cuerpo. Macro, que marchaba en la parte trasera del cuadro, no dejaba de mirar atrás, hacia el bosque, por si veía alguna señal de los Druidas y sus seguidores. Pero nada se movía a lo largo del oscuro límite de la arboleda y el bosque permanecía completamente silencioso.

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