El general Plautio tenía un aspecto envejecido y muy cansado, reflexionó Vespasiano mientras miraba a su comandante estampar su anillo de sello en una serie de documentos que le había entregado un administrativo del cuartel. El fuerte olor del humo que echaba el lacre le irritaba la nariz y Vespasiano se reclinó en su asiento. El hecho de que él y Plautio se reunieran a aquellas altas horas de una noche de invierno era algo típico del ejército Romano. Mientras que otros ejércitos pasarían el invierno ablandándose en sus alojamientos, los soldados de Roma se mantenían en forma haciendo ejercicio de forma habitual y sus oficiales se cercioraban de que se llevaran a cabo los detallados preparativos para la reanudación de las operaciones en primavera.
La campaña anterior había terminado bastante bien. Las legiones de Plautio habían desembarcado en una costa hostil y se habían abierto camino a la fuerza por las tierras de los cantii, cruzando el Medway y el Támesis antes de tomar Camuloduno, la capital de la tribu de los catuvelanios, que estaban al frente de la confederación que se oponía a Roma.
A pesar del considerable talento del comandante enemigo, Carataco, las legiones habían aplastado a las fuerzas britanas en dos batallas tremendamente reñidas. Por desgracia Carataco no había caído en sus manos e incluso en aquellos momentos el jefe Britano estaba haciendo sus propios preparativos para continuar oponiéndose al intento de Roma de añadir Britania a su vasto imperio.
A pesar de las duras condiciones del invierno en aquel clima norteño, Plautio había mantenido activa a su caballería y le había mandado realizar largas marchas adentrándose en el corazón de la isla con órdenes estrictas de observar y no entablar combate con el enemigo. No obstante, algunas patrullas se habían topado con emboscadas de las que sólo unos pocos habían salido con vida para informar de su suerte. Otras patrullas habían desaparecido por completo. Semejantes pérdidas eran un asunto de bastante gravedad para un ejército que ya de por sí contaba con insuficiente caballería, pero la necesidad de obtener información sobre Carataco y sus fuerzas era apremiante. Por lo que el general Plautio y los miembros de su Estado Mayor pudieron descubrir, Carataco se había retirado al valle del Támesis con lo que quedaba de su ejército. Allí el rey de los catuvelanios había establecido una serie de pequeñas bases avanzadas desde las cuales los destacamentos de cuadrigas y de caballería ligera realizaban incursiones en el territorio ocupado por los Romanos. Interceptaron unas cuantas columnas de suministros y se llevaron la comida y el equipo dejando atrás únicamente los restos humeantes de las carretas y los cadáveres masacrados de las tropas de escolta. Los Britanos habían conseguido incluso saquear un fuerte que vigilaba el paso por el Medway y quemar el pontón allí erigido.
Dichas incursiones tendrían un mínimo impacto en la capacidad de las legiones para emprender la campaña que se preparaba, pero habían levantado la moral de los Britanos, cosa que sí era motivo de preocupación en el cuartel general. Muchas de las tribus que con tanto entusiasmo habían aceptado un tratado con Roma el otoño anterior estaban enfriando entonces su relación. Un gran número de sus guerreros se había unido a Carataco, asqueados por la prontitud con la que sus líderes se habían sometido a Roma. En la primavera, Plautio y sus legiones iban a enfrentarse a un fresco ejército Britano.
Su experiencia del año anterior le había enseñado a Carataco muchas cosas sobre los puntos fuertes y débiles del ejército Romano. Había sido testigo de la férrea dureza de las legiones y ya no volvería a lanzar a sus valientes guerreros de cabeza contra una pared de escudos que no tenía ninguna posibilidad de romper. La táctica relámpago que estaba empleando entonces constituía un preocupante indicio sobre la forma que tomaría el conflicto que se avecinaba. Puede que las legiones fueran las dueñas del campo de batalla, pero su lentitud les facilitaría las cosas a los Britanos a la hora de circundarlas y eludirlas, y alegremente causar luego estragos en sus líneas de suministros. Los Britanos ya no iban a cometer la idiotez de quedarse quietos y combatir contra las legiones. En lugar de eso esquivarían todos los golpes e irían mermando los flancos y la retaguardia de las fuerzas Romanas.
¿Cómo podían hacer frente las legiones a semejante táctica?, se preguntó Vespasiano. Localizar con exactitud y destruir a Carataco y a sus hombres sería como tratar de hundir un corcho a martillazos. Sonrió con amargura ante aquel símil; era una comparación demasiado exacta para que sirviera de consuelo.
– ¡Ya está! -El general Plautio apretó su anillo sobre el último documento. El administrativo lo cogió rápidamente de la mesa y se lo metió debajo del brazo con todos los demás.
– Prepáralos para que se envíen enseguida. El correo tiene que tomar el primer barco que salga con la marea de la mañana.
– Sí, señor. ¿Eso va a ser todo por esta noche, señor? -Sí. En cuanto estén listos los despachos, puedes mandar a tus ayudantes de vuelta a los barracones.
– Gracias, señor. -El administrativo saludó y se apresuró a salir de la oficina antes de que el general cambiara de opinión. La puerta se cerró y Plautio y el comandante de la segunda legión se quedaron solos en la estancia.
– ¿Vino? -ofreció Plautio. -Con mucho gusto, señor. El general Plautio se alzó de la silla con rigidez y estiró los brazos mientras se acercaba a una jarra dorada colocada en un soporte sobre la delicada llama de una lámpara de aceite. Unas finas volutas de vapor salieron en ondulaciones de la jarra cuando Plautio levantó el asa de madera y sirvió dos generosas raciones en unas copas de plata. Regresó a su escritorio y las puso allí encima, sonriendo con satisfacción mientras rodeaba su copa caliente con las manos.
– No creo que alguna vez llegue a amar esta isla, Vespasiano. Es húmeda y cenagosa la mayor parte del año, con veranos cortos y crudos inviernos. No es un clima apropiado para hombres civilizados. Por mucho que me guste la vida militar, preferiría estar en casa.
Vespasiano esbozó una sonrisa y asintió con un movimiento de cabeza.
– No hay nada como estar en casa, señor.
– Estoy decidido a hacer de ésta mi última campaña -continuó diciendo el general con un tono más sombrío-. Me estoy haciendo demasiado viejo para este tipo de vida. Ya es hora de que una nueva generación de generales tome el relevo. Lo único que yo quiero es retirarme a mi finca cerca de Pompeya y pasar el resto de mis días saboreando la vista de la bahía mirando a Capri.
Vespasiano dudaba que al emperador Claudio le entusiasmara la idea de prescindir de los servicios de un general con tanta experiencia, pero calló para que Plautio disfrutara de su ensueño.
– Por lo que dice parece un lugar tranquilo, señor.
– ¿Tranquilo? -El general frunció el ceño-. Ya ni siquiera estoy seguro de saber lo que significa esa palabra. Llevo demasiado tiempo en la brecha. Para ser sincero, no estoy completamente seguro de si podría soportar estar retirado. Tal vez sólo sea este lugar. Apenas hace unos meses que estoy aquí y ya estoy harto. Y ése maldito Carataco no para de ponerme a prueba a cada paso. De verdad que pensaba que lo habíamos vencido de una vez por todas en la última batalla.
Vespasiano movió la cabeza afirmativamente. Eso era lo que todos habían pensado. Aunque el combate había estado a punto de perderse gracias a la estúpida táctica del emperador, finalmente las legiones arrollaron y aplastaron a los guerreros nativos. Carataco, junto con los restos de sus mejores tropas, había huido del campo de batalla. En circunstancias normales los bárbaros habrían aceptado su derrota y habrían reclamado la paz. Pero esos malditos Britanos no. A ellos les parecía mucho mejor seguir luchando, que los masacraran y que arrasaran sus tierras en vez de ser pragmáticos y llegar a un acuerdo con Roma. Los más hostiles de todos eran los Druidas.
Habían atrapado con vida a un puñado de ellos tras la última batalla y en aquellos momentos se hallaban retenidos en unos barracones especiales muy vigilados. Vespasiano se estremeció con repugnancia al recordar su visita a los Druidas.
Había cinco de ellos, ataviados con unas vestiduras oscuras y con unos amuletos hechos con cabellos retorcidos en las muñecas. llevaban el pelo lleno de nudos peinado hacia atrás y endurecido con cal; el hedor que éste desprendía ofendió el olfato del legado mientras los observaba con curiosidad desde el otro lado de los barrotes de madera. Todos ellos tenían una luna creciente tatuada en la frente. Uno de los Druidas se hallaba separado de los demás, un hombre alto y delgado con un rostro demacrado y una larga barba blanca. Sorprendentemente, sus cejas eran un cúmulo de gruesos pelos negros bajo los que brillaban unos ojos oscuros en unas hundidas cuencas. No habló en presencia de Vespasiano, se limitó a fulminar con la mirada al Romano, con los brazos cruzados y los pies ligeramente separados. Durante un rato Vespasiano se contentó con observar a los demás Druidas, que conversaban en un bajo y hosco tono de voz, antes de volver a dirigir la mirada hacia su líder, que seguía con los ojos clavados en él. Los delgados labios del druida se habían separado en una sonrisa, lo que reveló unos agudos dientes amarillos que daban la sensación de haber sido afilados. Una áspera y seca risotada acalló a sus seguidores, que dejaron de rezongar y se volvieron para mirar a Vespasiano.
Uno a uno se fueron sumando a esa risa socarrona. Vespasiano lo soportó durante un rato, luego se dio la vuelta furiosamente y se alejó del barracón.
Esos Britanos eran unos idiotas pueriles, decidió Vespasiano al acordarse del comportamiento de los líderes tribales que se habían presentado ante Claudio para dar su palabra de buena voluntad tras la derrota de Carataco. Arrogantes y estúpidos, demasiado indulgentes y pagados de sí mismos. La vacuidad de sus palabras de amistad ya se estaba haciendo evidente y se iba a derramar mucha más sangre suya, así como de las legiones, antes de que aquella isla fuera conquistada.
Un desperdicio inútil. Como siempre, los que más sufrirían serían los nativos que se hallaban en lo más bajo de aquella sociedad bárbara. Vespasiano dudaba que les afectara demasiado que la clase guerrera que los gobernaba fuera erradicada y sustituida por Roma. Lo único que querían era una cosecha decente que les permitiera pasar el próximo invierno. Ése era el límite de su ambición, y mientras sus caciques se resistían a Roma, su precaria existencia quedaría maltrecha por la oleada de guerra que se extendía por el lugar. Vespasiano, que provenía de una familia elevada a la aristocracia desde hacía muy poco tiempo, era consciente de la realidad de aquellos que vivían allí donde a los ricos y poderosos no les alcanzaba la vista, y le costaba muy poco identificarse con su difícil situación. No es que eso le sirviera de mucho; lo consideraba como una prueba más de su poca idoneidad para la posición social que ocupaba. Envidiaba calladamente la automática asunción de superioridad tan manifiesta en la actitud y comportamiento de aquellos que descendían de las antiguas familias de la aristocracia.
Sin embargo, eran aquellas mismas cualidades las que casi habían tenido como consecuencia la destrucción de Claudio y de su ejército. Más que tomar nota de la habilidad con la que Carataco había resistido a Roma hasta entonces, el emperador había considerado al comandante Britano poco más que un salvaje, con unos conocimientos sobre táctica de lo más rudimentarios y ninguno sobre estrategia. Tan lamentable menosprecio por su enemigo había resultado ser casi fatal. Si Carataco hubiese estado al mando de un ejército más disciplinado, sería otro el emperador que estaría gobernando Roma entonces.
Quizás el mundo estaría mejor sin aquellos aristócratas que se pasaban la vida acicalándose, pensó Vespasiano, y rápidamente descartó la idea por descabellada.
Como había conocido las limitaciones de lanzar un ejército falto de entrenamiento contra las disciplinadas tropas de las legiones, Carataco había reorganizado sus fuerzas en pequeñas columnas volantes con órdenes estrictas de conformarse con pequeñas victorias obtenidas al más bajo precio posible. De ese modo tal vez Roma se convenciera de que los Britanos eran demasiado problemáticos para ocuparse de ellos y abandonara la isla. Pero Carataco no contaba con la tenacidad de las legiones. No importaba el tiempo que tardaran, no importaba las vidas que costara, Britania sería incorporada al Imperio porque el emperador así lo había ordenado. Ésa era la simple realidad de las cosas, Mientras Claudio viviera.
Plautio volvió a llenarse la copa y se quedó mirando el Vino condimentado con especias.
– Debemos ocuparnos de Carataco. La cuestión es, ¿cómo? Él no se arriesgará a otra batalla campal, no importa cuántos hombres más haya reclutado. Y nosotros no podemos rodearlo y adentrarnos en el corazón de la isla. Nos habría chupado la sangre antes de que terminara la próxima campaña. Debemos acabar con Carataco para poder establecer la provincia. Ése es nuestro objetivo inmediato. -Plautio levantó la vista y Vespasiano movió la cabeza en señal de asentimiento.
El general cogió un gran rollo de vitela que había a un lado del escritorio y desplegó cuidadosamente el mapa entre el legado y él. Muchas de las anotaciones hechas con tinta negra eran recientes, puesto que Se habían ido añadiendo a lo largo del invierno a medida que las patrullas de caballería suministraban cada vez más información sobre la disposición del terreno. Vespasiano quedó impresionado por lo detallado del mapa, y así lo expresó. -Es bueno, ¿verdad? -inquirió el general con una sonrisa de satisfacción-. Se están preparando unas copias para ti y los demás legados. Espero que notifiques enseguida a mi cuartel general cualquier detalle significativo adicional con que te encuentres.
– Sí, señor -dijo Vespasiano antes de caer en la cuenta de todas las implicaciones de aquella orden-. Entiendo que la segunda actuará independientemente del resto del ejército una vez hayamos vuelto a cruzar el Támesis, ¿no?
– Claro. Por eso voy a hacer que te pongas en marcha lo antes posible. Quiero que tú y tu legión estéis en posición para caer sobre Carataco en cuanto empiece la campaña.
– ¿Cuáles son las órdenes?
El general Plautio sonrió de nuevo.
– Creí que agradecerías la oportunidad de demostrarme de lo que sois capaces tú y tus hombres. Muy bien, me gusta ver que tienes interés. -Con un dedo señaló al sur del estuario del Támesis-. Calleva. Permaneceréis allí hasta la primavera. He asignado a tus órdenes a algunos elementos de la flota del canal. Se unirán a vosotros a principios de verano. Los utilizarás para no quedarte sin suministros durante la campaña y para rastrear el río y dejarlo libre de enemigos. Y mientras tú le impides a Carataco el paso hacia la parte sur de la isla, yo lo obligaré a salir del valle del Támesis y a dirigirse al norte del río. A finales de año deberíamos haber hecho avanzar el frente y formado una línea que se extienda desde la costa oeste hasta los pantanosos terrenos de los Iceni.
»Para tal fin llevaré a la decimocuarta, novena y vigésima legiones al norte del Támesis y avanzaré por el valle. La mayona de las columnas asaltantes han venido por esa dirección. Mientras tanto, tú volverás a cruzar el río con la segunda y subirás siguiendo la orilla sur. Tienes que fortificar todos los puentes que encuentres a tu paso. Eso significará penetrar en el territorio de los Durotriges, pero de todas formas íbamos a tener que enfrentarnos a ellos en algún momento. Los informes de los servicios de inteligencia dicen que poseen unos cuantos poblados fortificados, algunos de los cuales tendrás que tomar, y tomarlos rápidamente. ¿Crees que podrás hacerlo?
Vespasiano consideró las posibilidades. -No debería acarrear muchos problemas, siempre que disponga de suficiente artillería. Más de la que tengo ahora.
Plautio sonrió.
– Es lo que dicen todos mis legados. -Puede ser, señor. Pero si quiere que tome esos fuertes y vigile los vados del Támesis, me hace falta maquinaria de guerra.
Plautio asintió con un movimiento de la cabeza.
– De acuerdo. Queda anotada tu petición. Veré lo que puedo hacer. Ahora volvamos al plan. El objetivo es cercar a Carataco poco a poco de modo que se vea obligado a presentar batalla o a ir replegándose continuamente, alejándose de nuestras líneas de suministros y del territorio que ya tenemos ocupado. Al final se quedará sin terreno y no tendrá más remedio que enfrentarse a nosotros o rendirse. ¿Alguna pregunta;'
Vespasiano examinó el mapa, proyectando en él los movimientos que el general acababa de describir. Desde el punto de vista estratégico el plan parecía sensato, si bien era cierto que ambicioso, pero la perspectiva de dividir el ejército era preocupante, especialmente cuando no disponían ya de información precisa sobre el número de hombres del reformado ejército de Carataco. No existían garantías de que Carataco no volviera a operaciones más convencionales para enfrentarse a una legión aislada. Si tenía que evitarse que Carataco cruzara el Támesis sin que lo vieran tendría que haber un contingente listo para impedirle el acceso a cualquier lugar por el que pudiera hacerlo, y esa misión le había correspondido a la segunda legión. Vespasiano levantó la vista del mapa.
– ¿Por qué nosotros, señor? ¿Por qué la segunda? El general Plautio se lo quedó mirando fijamente un momento antes de responder:
– No tengo que darte mis motivos, legado. Sólo mis órdenes.
– Sí, señor. -Pero, ¿preferirías que lo hiciera? Vespasiano no dijo nada, quería dar la correcta impresión de imperturbabilidad marcial, aun cuando su curiosidad requería una respuesta. Se encogió de hombros.
– Entiendo. Pues bien, legado, mañana por la mañana se te entregarán las órdenes escritas en tu cuartel general. Si el día es despejado supongo que querrás salir pronto.
– Sí, señor.
– Bien. Bueno, terminémonos el vino. -Plautio llenó ambas copas y alzó la suya para brindar-. ¡Por un rápido final de la campaña y un bien merecido permiso en Roma!
Bebieron unos sorbos del vino tibio. Plautio dirigió una sonrisa burlona a su subordinado.
– Imagino que estás ansioso por volver con tu mujer. -Estoy impaciente -contestó Vespasiano en voz baja, consciente de la emoción que le causaba cualquier mención de su esposa. Trató de apartar la atención del general de su persona-. Supongo que usted estará igual de impaciente por volver con los suyos.
– ¡Ah! Ahí tengo ventaja sobre ti. -Los ojos de Plautio brillaron con picardía.
– ¿Señor? -Yo no tengo que volver a Roma para verlos. Han emprendido el viaje para reunirse conmigo. En realidad tendrían que llegar cualquier día de éstos…