CAPÍTULO XVII

En cuanto los exhaustos soldados de la cuarta cohorte divisaron el campamento de la segunda legión, una ovación espontánea brotó de sus labios. Los Durotriges, y sus cabecillas Druidas, aún podían ver frustrados sus esfuerzos por aniquilarlos. A una distancia de una hora escasa de marcha se encontraba la seguridad de las defensas y el final de aquella horrible prueba de resistencia por la que los había hecho pasar el centurión Hortensio. Pero si bien a los Romanos se les levantó el ánimo al ver el campamento, lo mismo ocurrió con la determinación del enemigo de acabar con los hombres de la cohorte antes de que sus compañeros acudieran en su ayuda. Con un aullido salvaje, los Durotriges cayeron sobre las apiñadas filas de la formación Romana.

Hacía ya rato que el escudo y la espada de Cato se habían convertido en una carga insoportable y los músculos de los brazos le ardían debido al suplicio de soportar su peso. Aunque había compartido con los demás soldados los gritos de entusiasmo al ver el campamento, la distancia que mediaba lo llenó de desesperación. La misma desesperación que siente un hombre que se ahoga al ver la costa a lo lejos en un mar encrespado. Acababa de pensarlo cuando el inmenso rugido de furia del ataque de los Durotriges se oyó a ambos lados y en la retaguardia del cuadro. El sordo repiqueteo de los golpes de escudo y el choque metálico de las armas se oían con más intensidad que nunca. La formación Romana flaqueó, luego se detuvo por el impacto del ataque y tardó un momento en volver a afirmar su pared de escudos.

En cuanto Hortensio se convenció de que su cohorte sabía cómo defenderse, dio la orden de continuar el avance. El cuadro hueco siguió adelante de nuevo, rechazando a los frenéticos guerreros que se aferraban a sus talones. Las bajas Romanas empezaban a ser tan numerosas que ya quedaba poco sitio en los carros apiñados en el reducido espacio del centro del cuadro. Los heridos observaban con expresiones desoladas cómo sus compañeros hacían lo que podían en una lucha desigual. Cada sacudida de una carreta provocaba nuevos gemidos y gritos de aquellos que iban en su interior, pero no había tiempo para detenerse y ocuparse de sus heridas. Bajo aquellas desesperadas circunstancias Hortensio podía prescindir de muy pocos hombres para que cuidaran de las bajas y únicamente las heridas más graves se habían vendado de cualquier manera.

La sexta centuria, al frente del cuadro, podía ver con claridad el campamento de la legión. Aquella visión atormentaba a Cato, pero el paso de tortuga de la cohorte sólo servía para convencerlo de que nunca conseguirían llegar. Los Durotriges acabarían con los exhaustos legionarios mucho antes de que éstos pudieran alcanzar la seguridad de los terraplenes.

– ¿Qué demonios están haciendo ahí abajo? -A Macro le centellearon los ojos con amarga frustración cuando vio la tranquila quietud del campamento-. Esos jodidos centinelas deben de estar ciegos. Ya verás cuando les ponga las manos encima…

A un lado, la infantería pesada de los Durotriges, que había vuelto a reunirse tras el feroz combate nocturno, pasó a toda prisa junto al cuadro. Cato no podía hacer nada más que mirarlos con desesperación, pues el plan de los Britanos estaba claro. Cuando quedaran unos cien pasos de distancia entre ellos y la cohorte, la columna enemiga se movería oblicuamente respecto a la cara del cuadro Romano y rápidamente se desplegaría en una línea de batalla, con un pequeño grupo de honderos en cada extremo. Y se mantendrían allí firmes, lanzando sus gritos de desafío a la cohorte mientras la pared de escudos se aproximaba.

Los legionarios habían vencido a los Durotriges durante toda la noche, pero en aquellos momentos se encontraban ya al límite de sus fuerzas. Apenas habían dormido una hora en los casi tres días de dura marcha. Medio adormilados, sus doloridos ojos atisbaban desde unos rostros mugrientos y enmarañados con barba de varios días. Los Romanos más jóvenes, de la edad de Cato, tenían poco vello facial, pero sus facciones demacradas los hacían parecer mucho más viejos. Los lados y la retaguardia del cuadro ya no formaban una línea firme y empezaron a ceder terreno bajo la incesante presión de sus menos cansados rivales, que empezaban entonces a intuir por fin la victoria. Muy pronto el cuadro dejó de serlo, para convertirse en un grupo deforme de soldados que luchaban por sobrevivir. La voz del centurión Hortensio, ronca y cascada, volvió a alzarse por encima del estrépito de la batalla.

– ¡Ya vienen, muchachos! La legión viene a Por nosotros. Al frente del cuadro, Cato miró por encima de las filas de los Britanos (que se encontraban ya a apenas unos cuarenta pasos) y vio que las cohortes salían por la puerta sur del campamento con sus bruñidos cascos que brillaban bajo el sol de primera hora de la mañana. Pero los separaban algunas millas y tal vez no llegaran a tiempo de salvar a los hombres de la cuarta.

– ¡No os paréis! -gritó Hortensio-. ¡No os paréis! Cada paso adelante disminuía la distancia entre las dos columnas Romanas. Cato apretó los dientes y esgrimió su espada hacia la revuelta concentración de infantería pesada de los Durotriges.

– ¡Cuidado! -chilló Macro-. ¡Hondas!

Los Romanos consiguieron resguardarse bajo sus escudos justo a tiempo cuando la primera descarga salió disparada en diagonal desde los flancos de la línea enemiga. Con un rugido los Durotriges se lanzaron al ataque inmediatamente después. El seco golpeteo y el chasquido de los proyectiles de honda en el frente del cuadro demostraron que los honderos se habían asegurado de apuntar bien. Pero un proyectil pasó volando por encima de la cabeza de Cato y alcanzó a una de las mulas enjaezadas a una carreta en el centro de la formación. Le pulverizó el ojo y el hueso que rodeaba la cuenca y, con un alarido de agonía, la mula corcoveó, tirando de los arreos y aterrorizando a las otras tres bestias enganchadas al mismo carro. En un instante el carro viró bruscamente golpeando a su vecino y, con un crujido de protesta por parte del forzado eje, se fue inclinando lentamente y volcó. Los heridos salieron despedidos y quedaron desparramados bajo los lacerantes cascos de las mulas presas del pánico. Un soldado, aplastado por un lado de la carreta, dejó escapar un terrible quejido antes de ahogarse con la sangre que le salía a borbotones por la boca. Cayó de espaldas, inerte. Los estridentes rebuznos de la descalabrada mula hendían el aire e hicieron que Cato se estremeciera. Los heridos que habían caído al suelo se arrastraron tratando por todos los medios de alejarse de las aterrorizadas mulas, pero muchos de ellos fueron pisoteados antes de poder salir de ahí. Entonces volcó otra carreta y nuevos alaridos de terror y dolor llenaron el aire.

– ¡Cohorte! ¡Alto! -gritó Hortensio-. ¡Apaciguad a esas malditas mulas!

Se abalanzó hacia el animal herido que había organizado aquel caos y hundió la espada en la garganta de la mula. La sangre salió a borbotones. Por un momento la mula se quedó allí parada con la cabeza colgando tontamente mientras miraba el charco carmesí que se estaba formando junto a sus cascos. Luego le fallaron las rodillas y se desplomó sobre la sangre, el barro y la nieve.

– ¡Matadlas a todas! -chilló Hortensio, y empujó a los soldados más próximos hacia los aterrorizados animales.

Acabó todo en un momento y los heridos supervivientes fueron depositados de nuevo bajo la escasa protección de los carros que permanecían intactos. La cohorte ya no podía moverse, no sin abandonar a sus heridos a la sangrienta ferocidad de los Durotriges. Por un instante, Cato se preguntó si Hortensio tendría la sangre fría suficiente para salvar lo que quedaba de su cohorte e intentar escapar hacia la centuria de refuerzo. Pero se mantuvo fiel al código de su rango.

– ¡Cierren filas! ¡Cierren filas en torno a las carretas!

Los legionarios que se encontraban en la retaguardia y en los lados trataron de distanciarse poco a poco al tiempo que propinaban estocadas a los Durotriges, los cuales arremetían a golpes y cuchilladas contra la pared de escudos, haciéndola retroceder hasta que los Romanos formaron un pequeño grupo compacto alrededor de los carros que aún eran utilizables.

Los legionarios que tropezaron y cayeron a medida que iban cediendo terreno quedaron aplastados bajo los pies de los demás y luego los Britanos los despedazaron. Cato se quedó pegado a Macro, protegiéndose tras su escudo y acometiendo contra el mar de rostros y miembros enemigos que tenía frente a él.

– ¡Ten cuidado, muchacho! -le gritó Macro-. ¡Estamos justo al lado de las mulas!

Cato pisó la sangre de los animales con un chapoteo y notó el roce de la piel de la mula en la pantorrilla. A ambos lados, los soldados de la sexta centuria retrocedían hacia los cuerpos de las mulas, demasiado apiñados a causa de los Durotriges para poder rodearlas o pasar por encima de ellas. Con un rugido desafiante, Macro clavó la punta de la espada en el rostro de un rival. Mientras el hombre caía, aprovechó la oportunidad para pasar apresuradamente por encima del ijar de la mula.

– ¡Vamos, Cato! Por un momento el optio se vio frente a dos Britanos Jóvenes como él, pero con una espesa mata de pelo encalado en forma de unas desgreñadas puntas blancas. Uno de ellos iba armado con una lanza de guerra de hoja ancha mientras que el otro llevaba una espada corta que le había arrebatado a algún Romano muerto. Ambos empezaron a amagar con la esperanza de que el optio se distrajera lo suficiente como para poder propinarle una estocada mortal, pero él no dejó de mover su escudo, presentándolo primero de una manera, luego de otra, pasando rápidamente la mirada de la lanza a la espada y viceversa. No osaba tratar de pasar por encima de la mula muerta mientras los dos guerreros esperaban a que cometiera un error defensivo. De pronto la punta de la lanza se precipitó hacia delante. Cato movió su escudo de forma instintiva para responder a la amenaza y bajó la punta de la lanza de un golpe. Aprovechando la ocasión, el otro Britano se adelantó y arremetió contra el estómago de Cato. Una mano agarró a Cato con brusquedad por la correa del arnés y tiró de él, levantándolo a peso por encima del cadáver de la mula. La espada no le alcanzó y Cato se quedó tumbado en el suelo, jadeando sin aliento.

– ¡Ahí casi te pillan! -Macro se rió y de un tirón puso a Cato de pie. Respirando con dificultad y agarrándose el pecho, Cato no pudo evitar maravillarse por la forma en que su centurión parecía regocijarse ante la perspectiva de una muerte inminente. Le resultaba extraña aquella locura, aquella euforia de la batalla, reflexionó Cato. Era una pena que no fuera a vivir lo suficiente para considerar más detalladamente el fenómeno.

Los soldados de la cuarta cohorte cerraron filas instintivamente y formaron una irregular elipse alrededor de sus compañeros heridos. El enemigo se aglomeró en torno a ellos, golpeando y acuchillando los escudos Romanos con creciente frenesí mientras trataba de destruir la cohorte antes de que la alcanzara la columna de refuerzo que marchaba a paso rápido hacia ellos, pero que aún estaba lejos. En la salvaje intimidad del corazón del combate, la mente de Cato quedó maravillosamente libre de cualquier pensamiento que no fuera la necesidad de acabar con la vida de su enemigo y de conservar la suya. Sentía el escudo y la espada como si fueran una prolongación natural de su cuerpo. Desviando los golpes con uno y atacando con la otra, Cato se movía con la mortífera eficacia de una máquina bien entrenada. Al mismo tiempo, unos minúsculos detalles sensoriales, imágenes congeladas de la lucha, se consumían en su memoria: el acre hedor del sudor de mula y el más dulzón olor de la sangre, el suelo revuelto bajo sus botas enfangadas, los rostros de amigos y enemigos salpicados de sangre, salvajes y rabiosos, y el frío cortante de aquella mañana de invierno que hacía temblar todo su agotado cuerpo.

Los Durotriges iban acabando con los hombres de la cohorte de uno en uno. A los heridos los arrastraban hacia el centro en tanto que a los muertos los arrojaban fuera de la formación para evitar que sus cadáveres fueran un peligro bajo los pies de los compañeros que aún vivían. Y la cohorte perduraba; los enemigos muertos se apilaban frente a sus escudos de manera que los Durotriges tenían que trepar por encima de ellos para atacar a los legionarios. Ofrecían un blanco perfecto para las espadas cortas mientras mantenían precariamente el equilibrio sobre aquella blanda e irregular masa de carne muerta y agonizante de la cual emanaban los aterrorizados gritos de los que aún vivían, que se oían por encima del ruido sordo de los escudos y del sonido agudo del choque del metal.

La intensidad del momento privó a Cato de todo sentido del paso del tiempo. Se hallaba hombro con hombro con su centurión a un lado y el joven Fígulo al otro. Pero Fígulo ya no era aquel muchacho de facciones dulces permanentemente fascinado por un mundo que tan distinto era de aquellos miserables barrios bajos de Lutecia en los que había nacido. Fígulo había recibido una cuchillada encima de un ojo; la carne desgarrada le colgaba de la frente y tenía media cara cubierta de sangre. Sus delicados labios estaban retraídos en una mueca feroz al tiempo que bufaba y escupía debido al esfuerzo de la batalla. Podría haber pasado sin los meses de entrenamiento; dominado por la ira y el sufrimiento, propinaba golpes y cuchilladas con su espada corta, utilizándola de una manera para la que ésta no había sido diseñada. Aún así, los Durotriges se apartaron de él, intimidados por su terrible cólera. Echó atrás la hoja para volver a acometer a fondo y le dio un codazo en la nariz a Cato. Por un instante al optio se le llenó la cabeza de una luz blanca antes de que le sobreviniera el dolor.

– ¡Ten cuidado! -le gritó Cato al oído. Pero Fígulo estaba totalmente absorto y cualquier llamada a la razón era inútil. Frunció el ceño y sacudió la cabeza una vez, luego volvió al ataque con un gruñido gutural. Un Britano que empuñaba un hacha de guerra de mango largo se abalanzó sobre Cato. Él levantó el escudo y se dejó caer de rodillas, apretando los dientes a la espera del impacto. El golpe astilló la madera y alcanzó el pecho de un cadáver que yacía a los pies de Cato. El ímpetu del guerrero lo impulsó hacia delante, directo a la punta de la espada de Cato que le atravesó la clavícula y se le hundió en el corazón. Se desplomó de lado, llevándose con él la hoja de Cato. El optio agarró el arma que tenía más cerca, una larga espada celta de ornamentada empuñadura. Aquella arma poco familiar le resultó incómoda y difícil de manejar cuando trató de blandirla como si se tratara de una espada corta Romana.

– ¡Vamos, cabrones! -gruñó Macro, y presentó la punta de su espada al enemigo más cercano-. ¡Vamos, he dicho! ¿A quién le toca? ¡Venga! ¿A qué estáis esperando, mariquitas de mierda?

Cato soltó una carcajada que detuvo de golpe cuando oyó el dejo de histeria que había en su risa. Sacudió la cabeza para tratar de desprenderse de una súbita sensación de mareo y se dispuso a seguir luchando.

Pero no hacía falta. Las filas de los Durotriges se estaban reduciendo visiblemente ante sus ojos. Ya no proferían sus gritos de guerra, ya no blandían sus armas. Simplemente se esfumaron, alejándose de los escudos Romanos hasta que quedó un espacio de unos treinta pasos entre los dos bandos, cubierto de cuerpos desparramados y armas abandonadas o rotas. Aquí y allá los heridos gemían y se retorcían lastimeramente. Los legionarios guardaron silencio, a la espera del próximo movimiento de los Britanos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Cato con voz queda en medio de aquella mudez repentina-. ¿Qué están tramando ahora?

– No tengo ni puñetera idea -contestó Macro. Se oyó un súbito sonido de pasos apresurados y los honderos y arqueros tomaron posiciones en la línea enemiga. Entonces hubo un momento de pausa, tras el cual se gritó una orden desde detrás de las tropas Durotriges.

– Ahora sí que estamos listos -dijo Macro entre dientes, y entonces se volvió rápidamente hacia el resto de la cohorte para lanzar una advertencia-. ¡Cubríos!

Los legionarios se agacharon y se resguardaron bajo sus astillados escudos. Los heridos no podían hacer otra cosa que apretarse contra el fondo de las carretas y rogar a los dioses que les salvaran de la inminente descarga. Arriesgándose a mirar por el espacio que quedaba entre su escudo y el de Fígulo, Cato vio que los arqueros estiraban las cuerdas de sus arcos, acompañados por el zumbido creciente de las hondas. Se dio una segunda orden y los Durotriges desataron su descarga a bocajarro. Las flechas y los proyectiles de honda salieron volando hacia las apiñadas tropas de la cohorte junto con lanzas y espadas recogidas del campo de batalla, e incluso piedras, tal era el ardiente deseo de los Durotriges de destruir a los Romanos.

Cato se agachó cuanto pudo bajo su maltrecho broquel, estremeciéndose ante el increíble estrépito causado por aquel aluvión de proyectiles que caían y golpeaban contra cuerpos y escudos. Volvió la vista atrás y cruzó la mirada con la de Macro bajo la sombra de su propio escudo.

– ¡Siempre llueve sobre mojado! -exclamó Macro con una sonrisa forzada.

– Hasta ahora esa es la historia de mi vida en el ejército, señor -replicó Cato al tiempo que trataba de esbozar una sonrisa que se correspondiera con la aparente intrepidez de su centurión.

– No te preocupes, muchacho, me parece que ya se termina.

Pero de pronto los disparos renovaron su intensidad y Cato se encogió mientras esperaba lo inevitable: el agudo martirio de una herida de flecha o de honda. Cada momento que permanecía ileso le parecía un auténtico milagro. Entonces, de golpe y porrazo, la descarga cesó. La atmósfera se calmó extrañamente. Sonaron los cuernos de guerra enemigos y Cato fue consciente de algún movimiento, pero no se atrevió a mirar, por si había más proyectiles dirigiéndose hacia ellos.

– ¡Preparaos, muchachos! -exclamó la lastimera y ronca voz de Hortensio muy cerca de allí-. Va a haber un último intento de ataque. En cualquier momento. ¡Cuando yo lo diga, poneos en pie y preparaos para recibir la carga!

No hubo ninguna carga, sólo el tintineo del equipo y el repiqueteo de los extremos de las lanzas mientras los Durotriges se alejaban del anillo de escudos Romanos y se marchaban en dirección opuesta al campamento de la segunda legión. El enemigo fue adquiriendo velocidad paulatinamente hasta que acabó marchándose a paso rápido. Una delgada cortina de tiradores formó en la retaguardia de la columna y se apresuraron a seguirla al tiempo que iban lanzando frecuentes miradas nerviosas hacia atrás.

Macro se puso en pie con cautela y empezó a seguir al enemigo que se retiraba.

– ¡Bueno, que me…! -Rápidamente enfundó su espada y se llevó la mano a la boca haciendo bocina-. ¡Eh! ¿Adónde vais gilipollas?

Cato dio un respingo, alarmado.

– ¡Señor! ¿Qué cree que está haciendo? Los demás legionarios retomaron los gritos de Macro y todo un coro de burlas y abucheos persiguió a los Durotriges mientras éstos caminaban por la cima de la poco elevada colina en dirección al valle que había al otro lado. La pulla de los Romanos continuó unos momentos más antes de convertirse en gritos de júbilo y triunfo. Cato miró hacia atrás y vio el frente de la columna de refuerzo que ascendía por el sendero hacia ellos. Sintió náuseas al mismo tiempo que una oleada de delirante felicidad lo inundaba. Se dejó caer al suelo, soltó la espada y el escudo y apoyó la cabeza pesadamente en sus manos. Cato cerró los ojos y respiró profundamente unas cuantas veces antes de abrirlos de nuevo con gran esfuerzo y levantar la mirada. Una figura se separó de la cabecera de la columna y subió al trote por el camino para acercarse a ellos. Al aproximarse, Cato reconoció en aquel hombre las marcadas facciones del prefecto del campamento. Cuando Sexto se acercó a los supervivientes de la cohorte, aflojó el paso y sacudió la cabeza ante la espantosa escena que tenía delante.

Había montones de cuerpos desparramados por el suelo y apilados en torno a la cohorte. Había cientos de astas de flecha clavadas en el suelo y sobresaliendo de los cadáveres y de los escudos, los cuales en su gran mayoría estaban tan destrozados y astillados que ya no tenían arreglo. Por detrás de los escudos se alzaban las mugrientas y ensangrentadas formas de los legionarios exhaustos. El centurión Hortensio se abrió camino por entre sus hombres y se dirigió a grandes zancadas hacia el prefecto del campamento, con el brazo levantado a modo de saludo.

– ¡Buenos días, señor! -A pesar de todos sus esfuerzos, se notó que tenía que forzar la voz--. Sí que habéis tardado, carajo.

Sexto le estrechó la mano sin hacer caso de la sangre que se coagulaba en una herida que el centurión tenía en la palma. El prefecto del campamento se quedó ahí parado, con las manos en las caderas, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a los supervivientes de la cuarta cohorte.

– ¿Y qué es todo este maldito desquicio? ¡Tendría que poneros a todos a hacer faenas durante un mes!

junto a Cato, Fígulo observó cómo el centurión y el prefecto del campamento intercambiaban sus saludos. Se quedó callado un momento antes de escupir en el suelo.

– ¡Malditos oficiales! joder! ¿Vosotros no los odiáis?

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