CAPÍTULO XXVII

– No vamos a alcanzarlos, ¿verdad? -le dijo Cato a Boadicea en tanto que mascaba un correoso trozo de galleta.

Tras la muerte de Diomedes se habían reunido rápidamente con Boadicea para empezar enseguida con su persecución de los Druidas. Aun después de que hubiera amanecido, Macro les ordenó continuar; la necesidad de alcanzar a los Druidas y a sus prisioneros antes de que pudieran refugiarse en la Gran Fortaleza pesaba más que el riesgo de ser descubiertos. La precipitada traducción facilitada por Boadicea dejó claro que una vez dentro de las extensas defensas de la fortaleza, protegidas por una numerosa guarnición de guerreros escogidos (la escolta del rey de los Durotriges), los rehenes ya no tendrían ninguna posibilidad de ser rescatados. La familia del general sería intercambiada (si Aulo Plautio permitía que lo humillaran hasta el extremo de que ello destruyera su carrera) o bien sería quemada viva dentro de un muñeco de mimbre ante la vista de los Druidas de la Luna Oscura.

Así pues, los dos Romanos y sus guías Iceni cabalgaron durante toda la noche y gran parte del día siguiente hasta que fue evidente que las monturas estaban agotadas y que caerían muertas si las obligaban a seguir adelante. Manearon los caballos en el corral en ruinas de una granja abandonada y les dieron lo que quedaba de la comida que llevaban los ponis. Al día siguiente, antes del alba, volverían a ponerse en marcha.

Prasutago hizo el primer turno de guardia mientras los demás comían y trataban de dormir, acurrucados en sus capas bajo el frío aire de principios de primavera. Macro, como siempre, se sumió en un sueño profundo en cuanto se hizo un ovillo bajo la capa. Pero Cato estaba inquieto, atormentado por el terrible destino de Diomedes y el panorama que les esperaba, y no hacía más que moverse y preocuparse. Cuando ya no pudo aguantarlo más, se echó la capa hacia atrás y se levantó.

Añadió un poco más de madera a las refulgentes brasas del fuego y sacó de su alforja una de las tiras de carne de ternera secada al aire. La carne estaba dura como la madera y sólo podía engullirse tras haberla masticado un buen rato. Lo cual ya le iba bien a Cato, que necesitaba algo en lo que mantenerse ocupado. Iba por su segunda tira de carne seca cuando Boadicea se unió a él frente al fuego. Se habían arriesgado a hacer una pequeña hoguera, escondida entre las paredes medio desmoronadas de la granja abandonada. El techo de paja y juncos se había venido abajo y en aquellos momentos unas perezosas llamas lamían los restos de madera de la techumbre que Cato había cortado en pedazos para usarlos de combustible.

– Puede que sí los alcancemos -le respondió ella--. Tu centurión cree que lo lograremos.

– ¿Y qué pasa si lo hacemos? -dijo Cato en voz baja al tiempo que echaba una rápida mirada al bulto que formaba su centurión-. ¿Qué serán capaces de conseguir tres hombres contra quién sabe cuántos Druidas? Además, tendrán algún tipo de escolta. Será un suicidio.

– No busques siempre el lado más negro de una situación -le reprendió Boadicea-. Somos cuatro, no tres. Y Prasutago vale por diez de cualesquiera guerreros Durotriges que hayan existido. Por lo que yo sé, tu centurión también es un formidable luchador. Los Druidas van a tener trabajo con esos dos.

Yo llevo mi arco, y hasta mis pequeñas flechas de caza pueden matar a un hombre si tengo suerte. Con lo cual quedas tú. ¿Cómo eres de bueno combatiendo, Cato?

– Me defiendo. -Cato se abrió la capa y dio unos golpecitos con los dedos sobre la condecoración que le habían otorgado por salvarle la vida a Macro durante una escaramuza hacía más de un año-. No me dieron esto por encargarme de los registros.

– Estoy segura de que no. No era mi intención ofenderte, Cato. Sólo trato de calcular nuestras posibilidades contra los Druidas y, bueno, tú no tienes ni el físico ni el aspecto de un asesino precisamente.

Cato sonrió débilmente. -En realidad no intento parecer un asesino. No me parece estéticamente agradable.

Boadicea se rió. -Las apariencias no lo son todo. -Al decirlo, giró la cabeza para mirar al centurión que dormía y Cato vio que sonreía. La ternura de su expresión desentonaba con la fría tensión que había parecido existir entre ella y Macro durante los últimos días y Cato se dio cuenta de que todavía albergaba más afecto por Macro del que estaba dispuesta a reconocer. No obstante, la relación que pudiera haber entre su centurión y aquella mujer no era asunto suyo. Cato tragó el trozo de ternera que había estado masticando y metió el resto en su macuto.

– Las apariencias engañan, de eso no hay duda -estuvo de acuerdo Cato-. La primera vez que te vi en Camuloduno nunca hubiera dicho que tú disfrutaras con estos asuntos de capa y espada.

– Yo podría decir lo mismo de ti. Cato se sonrojó y luego sonrió ante su reacción. -No eres la única. He tardado bastante en ganarme cierta aceptación en la legión. No es culpa mía, ni de ellos. No es fácil aceptar que te endilguen a un tipo de diecisiete años que tiene el rango de optio por la única razón de que su padre resultó ser un fiel esclavo al servicio de la secretaría imperial.

Boadicea se lo quedó mirando fijamente.

– ¿Es eso cierto?

– Sí. No creerás que soy lo bastante mayor como para haber ganado semejante ascenso tras años de ejemplar servicio como soldado, ¿no?

– ¿Tú querías ser soldado?

– Al principio no. -Cato sonrió avergonzado-. Cuando era niño me interesaban mucho más los libros. Quería ser bibliotecario, o tal vez incluso escritor.

– ¿Escritor? ¿Y qué hace un escritor?

– Escribe historias, o poesía, u obras de teatro. Tendréis escritores aquí en Britania, ¿no?

Boadicea negó con la cabeza. -No. Tenemos sólo algunos escritos. Los hemos heredado de los antiguos. Sólo un puñado de personas conocen sus secretos.

– Pero, ¿cómo conserváis las historias? ¿Vuestra historia?

– Aquí. -Boadicea se dio un golpecito en la cabeza-. Nuestras historias se transmiten oralmente de generación en generación.

– Parece un método muy poco fiable de preservar los datos. ¿No existe la tentación de tratar de mejorar la historia cada vez que se cuenta?

– Pero es que se trata de eso precisamente. Lo que importa es la historia. Cuanto mejor se vuelve -cuanto más se adorna, cuanto más cautiva a la audiencia-, más se engrandece y más nos enriquecemos nosotros como pueblo. ¿No es así en Roma?

Cato consideró el asunto un momento en silencio.

– La verdad es que no. Algunos de nuestros escritores narran historias, pero muchos son poetas e historiadores y se enorgullecen de contar los hechos, simple y llanamente.

– ¡Qué aburrido! -Boadicea hizo una mueca-. Pero debe de haber gente a la que se educa para contar historias como hacen nuestros bardos, ¿no?

– Algunos -admitió Cato-. Pero no se les tiene la misma estima que a los escritores. Son meros intérpretes.

– ¿Meros intérpretes? -Boadicea se rió-. Francamente, sois una gente muy rara. ¿Qué es lo que crea un escritor? Palabras, palabras, palabras. Simples marcas en un pergamino. Un narrador de historias, uno bueno, claro, crea un hechizo que obliga a su audiencia a compartir otro mundo. ¿Pueden hacer eso las palabras escritas?

– A veces -dijo Cato, a la defensiva.

– Sólo para aquellos que saben leer. ¿Y cuánta gente de entre un millar de Romanos sabe hacerlo? Sin embargo, cualquier persona que oiga puede compartir una historia. De modo que, ¿qué es mejor? ¿La palabra escrita o la oral? ¿Y bien, Cato?

Cato frunció el ceño. Aquella conversación le empezaba a producir desasosiego. Demasiadas verdades eternas de su mundo corrían peligro de ser socavadas si llegaba a considerar la visión que Boadicea le ofrecía. Para él, la palabra escrita era la única manera fiable de poder preservar el patrimonio de una nación. Tales registros podían dirigirse a las diversas generaciones con la misma inmediatez y exactitud que cuando fueron escritos. Pero, ¿de qué les servía tal maravilloso recurso a las masas analfabetas que abarrotaban el Imperio? Para ellos sólo una tradición oral, con todos sus puntos débiles, sería suficiente. El hecho de que ambas tradiciones pudieran ser complementarias le resultaba odioso según su visión de la literatura y no iba a aceptarlo. Los libros eran el verdadero medio por el cual se podía mejorar la mente. Los cuentos y leyendas populares eran un mero paliativo para engatusar y apartar al ignorante del verdadero camino de la superación personal.

Esto lo llevó a considerar la naturaleza de la mujer que tenía ante él. Estaba claro que se enorgullecía de su raza y la herencia cultural de la misma, y además era instruida. ¿Cómo si no había llegado a adquirir semejante dominio del latín?

– Boadicea, ¿cómo aprendiste a hablar latín?

– Igual que cualquiera que aprende un idioma extranjero: practicando mucho.

– Pero, ¿por qué latín?

– También hablo un poco de griego. Cato enarcó visiblemente las cejas. Aquello era un logro considerable en una cultura tan atrasada, y sintió curiosidad.

– ¿De quién fue la idea de que aprendieras estas lenguas? -De mi padre. Hace años que se dio cuenta de que las cosas estaban cambiando. Ya entonces se habían adentrado en nuestras costas comerciantes venidos de todas partes de vuestro mundo. Desde que tengo memoria, el griego y el latín han formado parte de mi vida. Mi padre sabía que algún día Roma no podría resistir la tentación de apoderarse de esta isla. Cuando llegara ese día, los que estuvieran familiarizados con la lengua de los soldados del águila sacarían mayor provecho del nuevo orden. Mi padre se consideraba demasiado viejo y ocupado para aprender un nuevo idioma, así que me asignaron a mí la tarea y yo hablaba en su nombre en los tratos con los comerciantes.

– ¿Quién te enseñó?

– Un viejo esclavo. Mi padre lo había importado del continente. Había enseñado a los hijos de un procurador en Narbonensis. Cuando éstos llegaron a la edad adulta, el tutor ya no le servía de nada al procurador y éste lo puso en venta. -Boadicea sonrió-., Creo que se sorprendió un poco cuando llegó a nuestra aldea después de pasarse todos esos años en una casa Romana. Bueno, en resumidas cuentas, mi padre fue duro con él y él a su vez lo fue conmigo. Así que aprendí latín y griego y cuando el tutor murió, yo ya había alcanzado la fluidez suficiente para servir los intereses de mi padre. Y ahora los tuyos.

– ¿Mis intereses?

– Bueno, los de Roma. Parece ser que los jefes más viejos y sabios de entre los ancianos Iceni creen que debemos condicionar nuestro futuro al de Roma. De manera que hacemos todo lo posible por convertirnos en fieles aliados y servir a Roma en sus guerras contra aquellas tribus lo bastante estúpidas como para oponer resistencia a las legiones.

A Cato no le pasó desapercibido el tono resentido de sus palabras. Alargó la mano hacia el montoncito de madera y puso otro trozo de la viga astillada del tejado en la pequeña hoguera. La leña seca prendió enseguida con un chisporroteo y un sonido sibilante. Las llamas iluminaron las facciones de Boadicea y las tiñeron de un rojo encendido que la hizo parecer hermosa y aterradora al mismo tiempo, y a Cato se le aceleró el corazón. Antes, cuando ella era la chica de Macro y él aún lloraba la muerte de Lavinia, no la había encontrado atractiva. Pero entonces, mientras miraba a Boadicea con disimulo, sintió un incomprensible deseo por ella. Rápidamente se previno a sí mismo contra tales sentimientos. Si Prasutago sospechaba que se había encaprichado de la que iba a ser su esposa, ¿quién sabe cómo iba a reaccionar? A juzgar por la desagradable escena que había tenido lugar en aquella posada de Camuloduno, Boadicea era una mujer a la que era mejor dejar en paz.

– Me da la impresión de que no apruebas del todo la política de los ancianos de tu tribu.

– He oído cómo acostumbra a tratar Roma a sus aliados. -Boadicea levantó la vista del fuego con los ojos brillantes-. Creo que los ancianos no tienen los pies en el suelo. Una cosa es hacer un trato con una tribu vecina o conceder los derechos comerciales a algún mercader griego. Otra cosa muy distinta es hacer de diplomáticos con Roma.

– Por norma general Roma es muy agradecida con sus aliados -protestó Cato-. Creo que a Claudio le gustaría ver su Imperio como una familia de naciones.

– ¿Ah, sí? -Boadicea sonrió ante la ingenuidad del muchacho-. De modo que vuestro emperador es una especie de figura paterna, y supongo que vosotros, los fornidos legionarios, sois sus hijos mimados. Las provincias son sus hijas, fértiles y productivas, madres de la riqueza del Imperio.

Cato parpadeó ante aquella metáfora absurda y estuvo a punto de reírse.

– ¿No te das cuenta de lo que significa ser un aliado de Roma? -prosiguió Boadicea-. Nos amedrentáis. ¿Cómo crees que le sienta eso a la gente como Prasutago? ¿De verdad piensas que adoptará mansamente cualquier papel que tu emperador le asigne? Preferiría morir antes que entregar sus armas y convertirse en granjero.

– Entonces es que es idiota -replicó Cato-. Nosotros ofrecemos el orden y un modo de vida mejor.

– Según vuestro punto de vista.

– Es el único que conocemos.

Boadicea lo miró con dureza y luego suspiró.

– Cato, tú tienes un buen corazón. Eso ya lo veo. No es que la haya tomado contigo. Me limito a poner en duda los motivos de aquellos que dirigen tus energías. Eres lo bastante inteligente como para hacerlo por ti mismo, ¿no? No tienes por qué ser igual que la mayoría de tus compatriotas, como aquí tu centurión.

– Creí que te gustaba.

– Me… me gustaba. Es un buen hombre. Es honesto con la misma intensidad que Prasutago orgulloso. Además, es atractivo.

– ¿Ah, sí? -Entonces Cato sí que se quedó verdaderamente atónito. Él nunca hubiera definido a Macro como una persona apuesta. Aquel rostro curtido y lleno de cicatrices lo había asustado la primera vez que vio al centurión siendo él un nuevo recluta. Aunque poseía un sincero encanto natural que hacía que los hombres de su centuria le fueran incondicionalmente fieles. Pero, ¿dónde radicaba su atractivo para las mujeres?

Boadicea sonrió ante la asombrada y confundida expresión de Cato.

– Lo digo en serio, Cato. Pero eso no basta. Él es Romano, yo pertenezco a la tribu de los Iceni, la diferencia es demasiado grande. En cualquier caso, Prasutago es un príncipe de mi pueblo y puede que algún día sea rey. Tiene un poco más que ofrecer que el empleo de centurión. Así pues, debo hacer lo que mi familia desea y casarme con Prasutago, y ser leal a mi gente. Y esperar que Roma cumpla su palabra y deje que los reyes de los Iceni sigan gobernando a su propio pueblo. Somos una nación orgullosa y sólo podemos soportar la alianza que nuestros ancianos han negociado con Roma siempre y cuando seamos tratados como iguales. Si llega un día en el que se nos deshonra de alguna manera, entonces, Romanos, sabréis cuán terrible puede ser nuestra ira.

A Cato le inspiró una franca admiración. Sería un desperdicio que se convirtiera en esposa de un militar, de eso no cabía duda. Si alguna vez hubo una mujer nacida para ser reina, ésa era Boadicea, aunque su despreocupado y hasta cínico rechazo de Macro le dolió mucho.

Boadicea bostezó y se frotó los ojos.

– Basta de charla, Cato. Deberíamos descansar un poco. Mientras él alimentaba el fuego, Boadicea se envolvió en su gruesa capa con capucha y le dio unos puñetazos a su morral para utilizarlo como duro apoyo para la cabeza. Cuando se convenció de que sería lo bastante cómodo, le guiñó un ojo a Cato y, volviendo la espalda al fuego, se acurrucó y se dispuso a dormir.

A la mañana siguiente comieron unas galletas y se pusieron con rigidez a lomos de sus caballos. Los ponis ya no eran necesarios y los dejaron sueltos para que se las arreglaran solos. Al sur, a varias millas de distancia, una fina nube de humo se elevaba perezosamente hacia el despejado cielo y debajo se divisaban las oscuras formas de unas chozas en la curva de un arroyo. Allí era donde los Druidas habían pasado la noche, les dijo Prasutago. A lo lejos se veía a un grupo de jinetes que escoltaban un carro cubierto. Cato todavía no tenía claro cómo podían enfrentarse ellos cuatro a un grupo mucho mayor de Druidas y salir victoriosos. Por su parte, Macro se sentía frustrado al no poder hacer otra cosa que seguir a su enemigo y esperar pasivamente a que se presentara una oportunidad para intentar el rescate. Y mientras tanto los Druidas se iban acercando cada vez más a los inexpugnables terraplenes de la Gran Fortaleza.

Durante el transcurso de aquel día primaveral Prasutago los condujo por senderos estrechos sin perder de vista un solo momento a los jinetes y su carreta y acortando la distancia únicamente cuando no existía ningún riesgo de que los vieran. Ello exigía un nivel de atención agotador. A última hora de la tarde aún había cierta distancia entre ellos y el enemigo, pero estaban lo bastante cerca para ver que el carro iba protegido por una veintena de Druidas a caballo con sus características capas negras.

– ¡Carajo! -dijo Macro al mirar a lo lejos con los ojos entrecerrados-. Veinte contra tres no nos da unas probabilidades muy buenas.

Prasutago se limitó a encogerse de hombros e hizo avanzar su caballo por un camino lleno de maleza que subía serpenteando por la ladera de una colina. Los Druidas quedaron ocultos un momento tras una línea de árboles. Los otros fueron trotando tras él hasta detenerse en un sendero cubierto de hierba justo debajo de la cima desde la que pudieron ver a los Druidas que seguían rumbo al sudeste. Macro iba el último, observando la columna, cuando Cato frenó de pronto y obligó al centurión a dar un fuerte tirón de las riendas para evitar chocar contra el trasero de la montura de Cato.

– ¡Eh! ¿A qué coño juegas? Pero Cato no hizo caso del comentario de su centurión. -Por todos los infiernos… -masculló con sobrecogimiento al ver el panorama que se extendía ante él.

Cuando Macro llevó a su montura junto a él, vio también la enorme extensión de terraplenes de múltiples niveles que se alzaban desde la llanura que tenían delante. Con el buen ojo para el terreno que últimamente había desarrollado, Cato captó todos los detalles de las rampas hábilmente traslapadas que defendían la entrada más próxima y los bien dispuestos reductos desde los que cualquier atacante caería bajo las bien dirigidas descargas de flechas, lanzas y proyectiles de honda. En el nivel más alto de aquel poblado fortificado una sólida empalizada cercaba el recinto. Cato calculó que, de un extremo a otro, la plaza fuerte debía de tener casi ochocientos metros.

Por debajo de la fortaleza, el ondulado paisaje boscoso quedaba dividido por el sereno serpentear de un río.

– Estamos apañados -dijo Macro en voz baja-. En cuanto los Druidas pongan a la familia del general a buen recaudo ahí dentro, no habrá nadie que sea capaz de llegar hasta ellos.

– Tal vez -replicó Cato-. Pero cuanto más grande es la línea de defensa, menos concentrada está la guardia.

– ¡Ah, mira qué bien! ¿Te importa si algún día cito tus palabras? ¡Idiota!

Cato tuvo la desgracia de sonrojarse de vergüenza ante su precoz comentario y Macro movió la cabeza satisfecho. No había que dejar que esos chicos se volvieran unos engreídos. Delante de ellos Prasutago había dado la vuelta a su caballo y en aquel momento levantó el brazo para señalar hacia la plaza. Mientras hablaba, lo iluminó grandiosamente un halo de brillante luz del sol que contrastaba contra el cielo azul.

– La Gran Fortaleza…

– ¡No me digas! -gruñó Macro-. Gracias por hacérnoslo saber.

A pesar de la sarcástica respuesta, Macro siguió recorriendo aquella estructura con su mirada profesional, preguntándose si podría tomarse en cuanto la segunda legión se lo propusiera. A pesar del ingenioso trazado de la ruta de acercamiento a través de los terraplenes, no parecía que la fortaleza estuviera diseñada para resistir el ataque de un ejército moderno y bien equipado.

– ¡Señor! -Cato interrumpió el hilo de su pensamiento y Macro arqueó una ceja enojada-. ¡Señor, mire allí!

Cato señalaba hacia un punto alejado de la Gran Fortaleza, hacia los Druidas y el pequeño carro cubierto al que acompañaban. Sólo que ya no lo estaban escoltando. Al ver su refugio, los Druidas habían puesto sus monturas al trote y la columna de jinetes ya se había adelantado bastante a la carreta. Iban directos a la puerta más cercana de las defensas. Frente a ellos el camino describía una curva que rodeaba un pequeño bosque y seguía hacia un estrecho puente de caballete que cruzaba el río. El nerviosismo de Cato se intensificó cuando rápidamente calculó las velocidades relativas de los Druidas a caballo, el carro y ellos mismos. Asintió con un movimiento de la cabeza.

– Podríamos hacerlo.

– ¡He aquí nuestra oportunidad! -gritó Macro-. ¡Prasutago! ¡Mira allí!

El guerrero Iceni captó enseguida la situación y movió enérgicamente la cabeza.

– Vamos.

– ¿Y qué pasa con Boadicea? -preguntó Cato.

– ¿Qué pasa con ella? -replicó Macro con brusquedad-. ¿A qué esperamos? ¡Adelante!

Macro clavó los talones en las ijadas de su caballo y empezó a descender por la ladera en dirección a la carreta.

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