Le parecía estar parpadeando entre un sueño profundo e inconsciente y momentos de dolorosa y nítida realidad. No tenía noción del tiempo, en absoluto, sólo había fragmentos inconexos de experiencia. El sonido de gritos lastimeros por todas partes cuyo origen era invisible en la oscuridad. El borroso perfil de la espalda de un hombre sentado en un pescante por encima de su cabeza. El olor de las mulas. Por debajo de Cato, las ruedas atronaban y chirriaban, el momento se desvanecía y volvía la oscuridad. Más tarde sintió que unas manos lo ponían boca abajo con suavidad. Le quitaron algo alrededor del pecho y un hombre, su voz distante, tomó aire.
– Un desastre. La mayor parte del daño es muscular. La hoja alcanzó una costilla que permaneció intacta, afortunadamente. Si se hubiera roto…
– ¿Sí? -Las esquirlas podrían haber penetrado en el pulmón derecho, hubiera habido infección y finalmente, bueno… la muerte, señor.
– Pero, ¿se recuperará? -Oh, sí… Es muy probable, vaya. Ha perdido mucha sangre pero parece tener una constitución bastante fuerte, y yo poseo una experiencia considerable con heridas como ésta, señor.
– ¿Posees experiencia considerable en heridas de hoz?
– No, señor. En laceraciones causadas por hojas afiladas. Las heridas de hoz no dejan de ser algo fuera de lo común. No es el armamento que habitualmente elegimos para el campo de batalla, si se me permite el atrevimiento de generalizar, señor.
– Tú cuida de él y asegúrate de que lo alojen en un lugar apropiado para su rango cuando lleguéis a Calleva.
– Sí, señor. ¡Ordenanza! ¡Drene la herida y cambie el vendaje!
– En realidad preferiría que fueras tú quien cambiara el vendaje y, esto… drenara la herida.
– ¡Sí, señor! Enseguida, señor. Cato notó que alguien le palpaba la espalda, a media altura, y luego sintió una terrible sensación de picor. Intentó protestar, pero simplemente murmuró algo y a continuación perdió la conciencia.
Su próximo despertar fue tan gradual como el paso de la sombra en un reloj de sol. Cato era consciente de una débil luz que se filtraba por sus párpados. Oía sonidos, el amortiguado alboroto de una calle muy concurrida. Fragmentos de voces humanas que hablaban un lenguaje que no entendía. El dolor de la espalda se había calmado y se había convertido en unas punzadas constantes, como si un gigante con los puños como rocas le masajeara la carne con brusquedad. Al pensar en la herida Cato se acordó del jefe druida empuñando su brillante hoz y abrió los ojos sobresaltado. Intentó ponerse de espaldas. Inmediatamente el sordo dolor punzante dio paso a una aguda y lacerante agonía. Cato soltó un grito y volvió a desplomarse sobre su pecho.
Sonaron unos pasos en el suelo de madera y al cabo de un momento Cato sintió una presencia a sus espaldas.
– ¡Veo que estás despierto! Y que intentas desgarrarte la espalda a conciencia. ¡Tse!
Unos dedos palparon suavemente la zona de alrededor de la herida. Luego el hombre caminó hasta el otro lado de la cama y se arrodilló. Cato vio los rasgos aceitunados y el oscuro cabello lubricado del imperio oriental. El hombre llevaba la túnica negra del cuerpo médico, ribeteada de azul. Así pues se trataba de un cirujano.
– Bueno, centurión. A pesar de tus esfuerzos el drenaje está aún en su sitio. Sin duda te alegrará mucho saber que esta mañana casi no hay pus. Excelente. En un momento te lo dejo cerrado y vendado. ¿Cómo te sientes?
Cato se humedeció los labios.
– Tengo sed -dijo con voz ronca.
– Me lo imagino -sonrió el cirujano-. Haré que te manden un poco de vino caliente antes de ponerte los puntos. Vino mezclado con unas cuantas hierbas muy interesantes, no notarás nada y dormirás como los muertos.
– Espero que no -susurró Cato.
– ¡Así me gusta! Pronto estarás recuperado. -El cirujano se levantó-. Y ahora, si me disculpas, tengo otros pacientes que necesitan mi atención. Al parecer nuestro legado quiere mantenerme totalmente ocupado.
Antes de que Cato pudiera preguntar nada el cirujano ya se había ido y sus pasos se perdieron a un ritmo rápido. Sin mover la cabeza, Cato miró a su alrededor entrecerrando los ojos. Parecía encontrarse en una pequeña celda con paredes de madera y yeso. A juzgar por el olor a humedad, el enyesado debía de ser bastante reciente. En la esquina había un pequeño arcón. Su armadura, con su distintiva condecoración, estaba en el suelo junto al arcón. Cato sonrió al ver los medallones… se -los había concedido el mismísimo Vespasiano, después de salvarle la vida a Macro en Germania… Pero, ¿dónde estaba Macro ahora? Cato recordó la terrible herida que había sufrido su centurión. Seguramente debía de haber muerto. Aunque, ¿no dijo alguien que había sobrevivido?, Cato intentó acordarse, pero el esfuerzo lo venció. Alguien le deslizó la mano por debajo de la cabeza y se la levantó con suavidad. Cato olió el dulce y condimentado vapor del vino calentado y entreabrió los labios. El vino no estaba demasiado caliente y poco a poco Cato apuró la copa que sostenía el ordenanza médico. El calor se extendió por su vientre y le recorrió el cuerpo, y pronto se sintió agradablemente soñoliento cuando volvieron a apoyarle la cabeza en la basta tela del cabezal cilíndrico. Mientras el sueño invadía lentamente su mente, Cato, con el deleite que los pequeños lujos le proporcionan a un soldado, sonrió por el hecho de que le hubieran dado toda una habitación para él. ¡Qué dirá Macro cuando se entere!
La siguiente vez que se despertó Cato seguía tumbado boca abajo. Oía los gritos y el ajetreo de gran cantidad de gente. El ordenanza acababa de cambiar la ropa de cama manchada y de limpiar a su paciente. Sonrió cuando los ojos de Cato parpadearon, se abrieron y se posaron en él.
– Buenos días, señor. Cato se notaba la lengua pastosa y movió ligeramente la cabeza para responder al saludo.
– Hoy tiene mucho mejor aspecto -continuó diciendo el ordenanza-. Creímos que estaba usted en las últimas cuando lo trajeron, señor. Debió de ser una herida limpia la que le hizo ese druida.
– Sí -repuso Cato, intentando no acordarse-. ¿Dónde estoy?
El ordenanza frunció el ceño. -Aquí, señor. Y cuando digo aquí me refiero al nuevo edificio hospital del nuevo fuerte que se ha levantado en Calleva. Un trabajo rápido. Sólo espero que no se nos caiga encima.
– Calleva -repitió Cato. Eso estaba a dos días de distancia de la fortaleza. Debía de haberse pasado todo el viaje inconsciente-. ¿A qué se debe todo ese alboroto?
– Llegan más heridos de la legión. Parece que el legado ha puesto patas arriba otro de esos poblados fortificados. Nos hemos quedado sin espacio y el cirujano está que se sube por las paredes intentando reorganizarlo todo. -la voz del ordenanza se fue apagando.
– Y me sería mucho más fácil si el personal se limitara a seguir con su trabajo en vez de cotillear con los clientes.
– Sí, señor. Discúlpeme, señor. Ya me voy. -El ordenanza abandonó la estancia a toda prisa y el cirujano se acercó a la cama para hablar con Cato. Esbozó su sonrisa característica.
– ¡Tienes un aspecto más alegre! -Eso me han dicho. -Bueno, vamos a ver. Tengo buenas y malas noticias. Las buenas noticias son que tu herida se está curando muy bien. Supongo que dentro de más o menos un mes ya podrás levantarte y andar por ahí.
– ¡Un mes! -exclamó Cato con un gemido ante aquella perspectiva.
– Sí. Pero no te lo tendrás que pasar todo tendido sobre tu estómago.
Cato se quedó contemplando fijamente al cirujano un buen rato.
– ¿Y las buenas noticias son?
– Ja, ja! -se rió el cirujano de un modo excesivamente obsequioso-. Bueno, la cuestión es que el problema de espacio es un poco acuciante y, aunque normalmente no se me ocurriría importunar a mis pacientes oficiales, me temo que tendrás que compartir la habitación.
– ¿Compartirla? -Cato puso mala cara-. ¿Con quién? El cirujano se inclinó para acercarse y miró por encima del hombro de Cato en dirección a la puerta.
– Es un tipo algo cargante. No para de refunfuñar, pero estoy seguro de que respetará tu intimidad y se callará un poquito. Lo siento, pero no puedo ponerlo en ningún otro sitio.
– ¿Tiene nombre? -preguntó Cato entre dientes. Antes de que el cirujano pudiera responder, se oyó jaleo en la puerta y una serie de maldiciones.
– ¡Tened cuidado, condenados imbéciles! -bramó una voz que le era familiar-. ¡No estáis jugando con un maldito ariete! -A ello siguió otro montón de juramentos-: ¿Quién es éste que me endilgáis? Si habla en sueños haré que os corten las pelotas.
Los ordenanzas rodearon como pudieron el extremo de la cama de Cato y dejaron a su paciente de golpe en la cama de al lado.
– ¡Eh! Tened cuidado, gilipollas rematados. ¡Os tengo calados!
Cato lo miró, sonriendo con cariño. El centurión Macro estaba blanco como una toga, el rostro pálido y demacrado bajo el firme vendaje. Pero ahí estaba, vivito y coleando. Con Macro roncando en la misma habitación ya no podría dormir ni una noche más como era debido.
– Hola, señor.
– ¡Hola tu tía! -respondió Macro con brusquedad, luego parpadeó, abrió más los ojos y se apoyó en el codo, sonriendo con un placer desmedido al ver a su optio-. ¡Vaya, que me aspen! ¡Cato! Bueno, yo… yo… ¡Me alegro de volver a verte, muchacho!
– Yo también, señor. ¿Cómo va la cabeza?
– ¡Duele una barbaridad! Es como tener resaca a todas horas todos los días.
– ¡Qué desagradable!
– ¿Y a ti? ¿Qué te ha pasado?
– ¡Un druida me clavó una hoz en la espalda!
– ¡Anda ya! ¿Una hoz en la espalda? ¡Y una mierda!
– Centurión Macro -interrumpió el cirujano-. Este paciente necesita descanso. No debes excitarlo. Ahora tranquilízate, por favor, y me encargaré de que te traigan un poco de vino.
Ante la promesa del vino, Macro cerró la boca de golpe. El cirujano y los ordenanzas abandonaron la estancia. Sólo cuando estuvo seguro de que no podían oírlo se volvió hacia Cato y continuó hablando en un susurro.
– Oí que conseguiste rescatar a la mujer y al hijo del general… con un dedo menos, me han dicho, pero aparte de eso intactos. ¡Un trabajo estupendo, maldita sea! Deberían darnos una o dos medallas.
– Eso sería fantástico, señor -repuso Cato cansinamente. Él quería dormir más, pero el placer de ver de nuevo a su centurión lo hizo sonreír.
– ¿Qué pasa?
– Nada, señor. Sólo que me alegro de que esté aún con nosotros. Realmente pensé que esta vez ya no lo contaba.
– ¿Muerto? ¿Yo? -Macro pareció ofendido-. ¡Hace falta algo más que un maldito druida con buena disposición para acabar conmigo! Espera a que vuelva a ponerles las manos encima a esos cabrones. Se lo pensarán dos veces antes de amenazarme de nuevo con una espada, te lo digo yo.
– Me alegra oírlo. -De pronto Cato sintió que los párpados le pesaban mucho; sabía que quedaba algo más por decir, pero en aquel momento no pudo recordarlo. A su lado Macro se quejaba de tener que guardar cama, y afirmaba que si el cirujano le volvía a repetir que durmiera, se haría unas ligas con sus entrañas. Entonces Cato se acordó. -Disculpe, señor.
– ¿Sí? -¿Puedo pedirle un favor? -¡Claro que puedes, muchacho! Di lo que sea.
– ¿Podría asegurarse de que yo me duermo primero antes de intentarlo usted?
Macro lo fulminó con la mirada un instante y luego le lanzó la almohada a su compañero por encima del espacio que los separaba.
Unos cuantos días después recibieron visitas. A Cato le habían dado la vuelta y yacía de espaldas, aún vendado, pero mucho más cómodo. Habían colocado una tabla entre los extremos de las dos camas y estaban jugando a los dados debido a la insistencia de Macro. Durante toda la mañana la suerte había favorecido a Cato y los montones de guijarros que utilizaban para apostar eran muy desiguales. Macro miró atribulado la última tirada de Cato y luego las pocas piedrecitas que quedaban frente a él.
– ¿No crees que podrías prestarme unas cuantas de las tuyas si pierdo esta jugada?
– Sí, señor -respondió Cato al tiempo que apretaba las mandíbulas para evitar que se le escapara un bostezo.
– ¡Bien por ti, muchacho! -Macro sonrió, recogió los dados y los agitó en sus manos ahuecadas-. ¡Vamos! El centurión necesita botas nuevas…
Abrió las manos, los dados cayeron y dieron unas vueltas antes de quedar inmóviles.
– ¡Seis! ¡Paga, Cato!
– ¡Vaya, bien hecho, señor! -Cato sonrió con alivio. Se abrió la puerta y ambos volvieron la vista cuando Vespasiano entró en la habitación con un bulto envuelto en una tela de lana sujeto contra el pecho. El legado los saludó con la mano mientras los dos trataron ridículamente de adoptar una posición parecida a la de firmes.
– Tranquilos. -Vespasiano sonrió-. Se trata de una visita privada. Además, me han apartado de la campaña para solucionar un pequeño problema que Verica tiene con sus súbditos. Traigo conmigo a unas personas para que os vean antes de regresar a su casa.
Se hizo a un lado para permitir la entrada a Boadicea y a Prasutago. El guerrero Iceni tuvo que agacharse bajo el marco de la puerta y dio la impresión de que ocupaba bastante más espacio en la habitación del que era aceptable. Les sonrió de oreja a oreja a los dos Romanos que estaban en la cama.
– ¡Ajá! ¡Dormilones!
– No, Prasutago, hijo -repuso Macro-. Nos han herido. Pero supongo que tú no debes de saber lo que es eso. Lo digo por esa puñetera complexión de roca que tienes.
Cuando Boadicea lo tradujo, Prasutago estalló en carcajadas. En los pequeños límites de la habitación el sonido era ensordecedor y Vespasiano se estremeció. Finalmente Prasutago consiguió dominarse y les dirigió una sonrisa radiante a Cato y Macro. Luego le dijo algo a Boadicea con palabras vacilantes, como si estuviera avergonzado.
– Quiere que sepáis que siente un vínculo fraternal hacia vosotros -tradujo Boadicea-. Si alguna vez queréis entrar a formar parte de nuestra tribu, lo considerará un honor.
Macro y Cato intercambiaron una incómoda mirada antes de que Vespasiano se inclinara hacia ellos y les susurrara con tono preocupado.
– Por Júpiter, tened cuidado con lo que decís. Lo que está sugiriendo este hombre es todo un honor. No queremos ofender a nuestros aliados Iceni. ¿Entendido?
Los dos pacientes movieron la cabeza en señal de asentimiento y luego Macro respondió:
– Dile que eso es… esto… muy amable por su parte. Si alguna vez dejamos las legiones estoy seguro de que iremos a verle.
Prasutago sonrió encantado y Vespasiano deshinchó las mejillas y se relajó.
– Bueno -siguió diciendo Macro-, ¿cuándo os vais?
– En cuanto os dejemos -respondió Boadicea.
– ¿A Camuloduno? -No. Regresaremos con nuestra tribu.
– Boadicea bajó la vista a sus manos-. Tenemos que prepararnos para la boda.
– Sa! -asintió Prasutago con alegría al tiempo que apoyaba su manaza en el hombro de Boadicea.
– Entiendo. -Macro esbozó una sonrisa forzada-. Felicidades. Espero que os vaya bien.
– Gracias -le dijo Boadicea-. Eso significa mucho para mí. Reinó un difícil silencio que se fue haciendo más incómodo hasta que Vespasiano se movió.
– Lo siento. Quería decíroslo enseguida. El general os manda saludos a los cuatro. En realidad lo que dijo fue que confía en que la misión que emprendisteis para rescatar a su familia será un modelo de las relaciones entre Roma y sus aliados Iceni. Plautio piensa que ninguna recompensa que pudiera ofreceros haría honor a la importante hazaña que habéis llevado a cabo… En fin, éste era en esencia su mensaje.
Macro le guiñó un ojo a Cato y sonrió con amargura. -Yo creo que lo decía muy en serio -prosiguió Vespasiano-. Lo creo de verdad. Me da miedo reflexionar sobre lo que habría podido ocurrir si los hubieran matado. Toda la invasión hubiera degenerado en un esfuerzo masivo por infligir la venganza contra los Druidas. No es que él lo vaya a reconocer. Y aunque tal vez él no os haya ofrecido una recompensa, sí que me autorizó para tramitar una condecoración y organizar una pequeña modificación de rango.
Vespasiano dejó el atado que llevaba a los pies de la cama de Macro y deshizo los pliegues con cuidado. Primero salieron dos insignias de ébano con incrustaciones de oro y plata, una para Macro y otra para Cato.
Mientras Cato examinaba el medallón con reverencia, su legado siguió desatando el fardo.
– Una última cosa para ti, optio. -De pronto el legado se irguió, sonriendo para sí mismo.
– ¿Señor?
– Nada. Me acabo de dar cuenta de que es la última vez que puedo llamarte así.
Cato frunció el ceño, sin entender nada todavía. Vespasiano retiró el último pliegue de lana para dejar al descubierto un casco, con una cimera transversal, y un bastón de vid.
– Los he cogido esta mañana de los pertrechos -explicó Vespasiano-. En cuanto Plautio confirmó el ascenso. Los pondré allí en la esquina con el resto de tu equipo, si te parece bien.
– No, señor -replicó Cato-. Tráigalos, por favor, señor. Me gustaría verlos.
El legado sonreía cuando se los alcanzó.
– Claro, cómo no. Cato alzó el casco con ambas manos y se lo quedó mirando fijamente, henchido de orgullo y emoción. Tanto era así que tuvo que limpiarse con la manga una lágrima que le humedeció el rabillo del ojo.
– Espero que sea de tu talla -le dijo Vespasiano-. Si no es así lo devuelves al almacén y pides uno que te vaya bien. Dudo que esos administrativos oficiosos te causen muchos problemas de ahora en adelante, centurión Cato.