– ¡Vaya por Dios! -Nessa se estremeció-. ¡Ahora sí que estamos arreglados!
Mientras Prasutago fulminaba con la mirada a los clientes, éstos guardaron silencio e intentaron evitar que sus ojos se encontraran a la vez que procuraban no perderlo de vista. Cato miró más allá del gigante Iceni. En el rincón junto a la puerta, Boadicea y Macro se encontraban fuera de la línea de visión del recién llegado, y rápidamente ella le aconsejó a Macro que se metiera debajo del banco. Él dijo que no con la cabeza. Ella señaló hacia abajo con el dedo insistentemente, pero el centurión no iba a dejarse convencer. Pasó la pierna por encima del banco, dispuesto a enfrentarse al hombre que acababa de llegar. Boadicea apuró su taza a toda prisa, se metió ella debajo del banco y se apretó contra la pared lo más lejos posible de Prasutago. Al hacerlo le dio un golpe a la mesa y la taza se cayó por el borde y se rompió en pedazos contra el suelo de piedra.
Prasutago sacó rápidamente una daga de debajo de su capa y se dio la vuelta, listo para abalanzarse sobre cualquier enemigo que se acercara sigilosamente por detrás. Ponderó el físico bajo y fornido de Macro cuando el centurión se puso en pie y luego el guerrero Iceni soltó una sonora carcajada.
– ¿De qué te ríes? -gruñó Macro.
Nessa apretó el brazo a Cato y profirió un grito ahogado. -¡Tu amigo es idiota! -No -susurró Cato-. Es tu pariente quien está en peligro. Está como una cuba y ha cabreado a Macro. Será mejor que tenga cuidado.
Prasutago le dio unas fuertes palmadas en el hombro al centurión y dijo algo conciliador en su idioma. El cuchillo volvió a desaparecer bajo su capa.
– ¡No me toques! -bramó Macro-. Puede que seas un bastardo enorme, pero yo he tumbado a hombres más duros que tú.
El guerrero no le hizo caso y se volvió hacia los demás clientes para reanudar la búsqueda de sus díscolas parientas. Nessa se había puesto en pie para ver mejor el enfrentamiento y fue demasiado lenta cuando se agachó de nuevo para que no la viera.
– ¡Ahhh! -rugió el gigante, que empezó a abrirse camino apartando bruscamente de un empujón a cualquiera que encontrara a su paso-. ¡Nessa!
Antes de que pudiera plantearse la sensatez de su acción, Cato se situó entre ellos dos con la mano levantada para impedir que el guerrero se acercara.
– ¡Déjala en paz! -Le tembló la voz al darse cuenta de la estupidez de su acto.
Prasutago lo echó a un lado de un manotazo, agarró a Nessa por los hombros y, fiel a la descripción que ella había hecho del individuo, empezó a gritarle. Cato se levantó del suelo y se abalanzó sobre el Britano. Prasutago apenas se movió. Un instante después, una mano fuerte se estampó contra un lado de la cabeza de Cato y el mundo del optio se inundó de blancos destellos antes de que cayera como una piedra, inconsciente.
junto a la puerta, Macro se soliviantó. -¡Eso ha estado muy fuera de lugar, majo! -Se abrió paso a empujones entre la multitud y fue hacia la chimenea. A sus espaldas, Boadicea salió como pudo de debajo del banco.
– ¡Macro! ¡Detente! Te matará. -Dejemos que el cabrón lo intente. -¡Detente! ¡Te lo ruego! -Corrió tras él y trató de agarrarlo de los hombros.
– ¡Suéltame, mujer! -¡Macro, por favor! Prasutago se dio cuenta del alboroto que había tras él e hizo una pausa en su dura recriminación a Nessa para echar un vistazo por encima del hombro. Inmediatamente empujó a Nessa a un lado y giró su enorme cuerpo al tiempo que a voz en cuello profería un torrente de palabras en el que se mezclaban la cólera y el alivio. Macro se detuvo a una corta distancia del gigante y miró en torno buscando algo que pudiera utilizar como arma para equilibrar las cosas. Agarró una muleta que había tirada en el suelo junto al inconsciente miembro de una tribu y la sujetó como si fuera un cuadrante de agrimensor. Pero antes de que pudiera hacer ademán de acercarse a Prasutago, un estrepitoso golpe en la parte de atrás de la cabeza lo dejó fuera de combate: Boadicea lo había derribado con una jarra de barro. Aturdido y marcado, Macro trató de ponerse de rodillas.
– ¡No te levantes! -dijo Boadicea entre dientes-. Quédate ahí y no te muevas si sabes lo que te conviene.
Ella avanzó hacia su primo, con los ojos brillantes y la boca apretada por la indignación. Prasutago continuó gritando y agitando sus enormes brazos. Boadicea se puso frente a él y le cruzó la cara de un bofetón, una y otra vez, hasta que dejó de hablar y los brazos le colgaron sin fuerza.
– ¡Na, Boadicea! -protestó-. Na! Ella volvió a golpearlo una vez más y con un dedo apuntó a su rostro, desafiándolo a que dijera una palabra más. Él tenía la mirada encendida y los dientes apretados, pero no pronunció un solo sonido. Los demás clientes esperaban en fascinado silencio el desarrollo de aquel enfrentamiento entre el guerrero descomunal y la altanera mujer que tan descaradamente lo había desafiado. Finalmente Boadicea bajó el dedo. Prasutago asintió con la cabeza y le habló en voz baja, con un imperceptible gesto hacia la puerta. Boadicea llamó a Nessa y luego se dirigió la primera hacia la calle. Prasutago se detuvo un momento y recorrió a la clientela con una mirada fulminante a ver si alguien se atrevía a reírse de él. Luego le propinó una patada en el costado al aporreado optio y abandonó precipitadamente la taberna, apresurándose a ir tras las mujeres que tenía a su cargo antes de que pudieran salir corriendo otra vez.
Todas y cada una de las personas que bebían en el establecimiento se quedaron mirando la puerta abierta por si volvía el guerrero. Mientras se reanudaba la conversación con un murmullo, el viejo galo le hizo una señal con la cabeza a su matón a sueldo y el hombre se dirigió tranquilamente hacia la puerta y la cerró. Luego, con actitud despreocupada, se acercó a Macro.
– ¿Estás bien, amigo?
– He estado mejor. -Macro se frotó la cabeza y se estremeció de dolor-. ¡Mierda! Esto duele.
– No me sorprende. Es toda una mujer.
– ¡Oh, sí!
– Aunque os salvó el pellejo. A ti y al chico.
– ¡Cato! -Macro se dirigió a toda prisa junto a su optio, que estaba apoyado en un codo y sacudía la cabeza-. ¿Sigues con nosotros?
– No estoy muy seguro, señor. Es como si se me hubiera caído una casa encima.
– ¡Más o menos! -se rió el matón a sueldo-. Ese tal Prasutago es un poco bruto.
Cato levantó la vista. -¡No me digas! El galo levantó a Cato del suelo y le sacudió la paja de la túnica.
– Y ahora, si no les importa, caballeros, me gustaría que ambos abandonaran el local enseguida.
– ¿Por qué? -preguntó Macro. -Porque lo digo yo, joder -respondió el matón a sueldo con una sonrisa. Luego cedió un poco-. Uno no se mete con un guerrero Iceni de alto rango. Especialmente si está borracho. No quiero ni pensar lo que ocurrirá con el negocio de mi amo si Prasutago vuelve con unos cuantos amigos y os encuentra a vosotros dos aún aquí.
– ¿Crees que volverá? -preguntó Cato al tiempo que miraba hacia la puerta, nervioso.
– En cuanto descubra algún tipo de conexión entre sus amigas y vosotros dos. De modo que será mejor que os marchéis, ¿vale?
– Está bien. Vamos, Cato. Busquemos otro lugar donde tomar una copa.
Enfundándose la capa sobre los hombros y arrebujándose bien bajo ella, Macro y Cato agacharon la cabeza al pasar bajo el dintel y salieron a la calle. El haz de luz naranja que caía inclinado sobre la nieve del callejón se cortó bruscamente cuando la puerta se cerró con firmeza tras ellos. No había ni rastro de Prasutago ni de las dos mujeres, aparte de las atolondradas huellas en la nieve que se dirigían callejón arriba.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Cato. -Conozco otro lugar. No es tan agradable como éste. Pero da igual.
– No es tan agradable…
– ¿Quieres tomar una copa o no?
– Sí, señor.
– Entonces cierra el pico y sígueme. Detrás del ejército Romano habían venido mercaderes de artículos de lujo y vicios para satisfacer todos los gustos. Los proxenetas fenicios habían llegado y habían montado sus burdeles ambulantes en la zona más lúgubre de Camuloduno. Se compraban destartalados graneros y almacenes a bajo precio y se pintaban de colores chillones con representaciones gráficas de lo que se ofrecía en el interior, junto con los precios. Los más ambiciosos entre los proxenetas también vendían bebidas alcohólicas a un precio inflado a los hombres que esperaban su turno. Esto llevó a un aumento del número de pequeñas tabernas, todas ellas compitiendo para atraer a la clientela.
Y luego también estaban los habituales curanderos y magos que garantizaban la cura de cualquier enfermedad, desde la sífilis a la impotencia, y los buhoneros que ofrecían una ilimitada variedad de artículos (espadas que nunca se desafilaban, amuletos que desviaban las flechas, pares de dados que «por arte de magia siempre daban VI, preservativos hechos de las más finas paredes estomacales de cabrito). Cato estaba demasiado familiarizado con esa clase de cachivaches y porquerías; los distritos menos recomendables de Roma estaban atestados de comerciantes de ese tipo que ofrecían un abanico aún más amplio de placeres carnales y remedios milagrosos.
Macro condujo a Cato a un edificio bajo de madera situado en una calle poco iluminada donde un hilo de desperdicios humanos corría por el centro del estrecho camino; una desagradable veta oscura en la nieve pisoteada. Dentro, el aire estaba cargado con el hedor a perfume barato destinado a que los clientes no pensaran en los aún menos agradables aromas que penetraban en sus fosas nasales. Los dos legionarios cruzaron la entrada y pasaron a una habitación oscura con el suelo de listones. Había varias mesas y bancos dispuestos sin orden ni concierto y un mostrador que descansaba sobre dos barriles. El propietario y dos de sus fulanas estaban sentados con unas aburridas expresiones de haberlo visto todo que no acababan de cuadrar con la decoración de la pared, la cual mostraba unos chabacanos dibujos de risueños hombres y mujeres ocupados en unos experimentos anatómicos de endiablada complejidad.
Sólo había dos mesas ocupadas por un puñado de legionarios que habían acudido a beber algo inmediatamente después de regresar de patrulla. Llevaban esas nuevas corazas laminadas y se apiñaban alrededor de una gran jarra de vino. En la esquina más alejada había un grupo de oficiales subalternos de la segunda legión. Uno de ellos levantó la vista para mirar a los recién llegados y al momento una amplia sonrisa se le dibujó en la cara.
– ¡Macro, muchacho! -bramó, un poco demasiado fuerte, y el trío del mostrador alzó la mirada con irritación-. Ven aquí y comparte con nosotros este brebaje.
Mientras los demás se apretujaban para dejar sitio, Macro hizo las presentaciones.
– Muchachos, éste es mi optio. Cato, esta pandilla de patanes borrachos de vino son la flor y nata del cuerpo de oficiales de la legión. Con un poco más de luz quizá reconocerías una o dos caras. Te presento a Quinto, Balbo, Escipión, Fabio y Parnesio.
Los soldados lo miraron con ojos nublados y saludaron con un movimiento de cabeza. Estaba claro que ya habían bebido mucho.
– Son buena gente -dijo Macro efusivamente-. Serví con ellos antes de que todos fueran ascendidos a centuriones. Es la primera vez que tenemos la oportunidad de reunirnos desde que me ascendieron a mí. Algún día, si es que vives lo suficiente, estoy seguro de que te unirás a nosotros como centurión, ¿verdad, muchachos?
Mientras los demás manifestaban su asentimiento a voz en cuello, Cato hizo lo posible para no mostrarse demasiado horrorizado ante la idea y se sirvió una copa. Resultó ser otra variedad del áspero vino importado de la Galia y Cato se estremeció cuando el agrio líquido le quemó la garganta.
– Es de los que se suben a la cabeza, ¿eh? -Balbo sonrió-. Es de ésos que te reaniman antes de un cuerpo a cuerpo con las putas.
Cato no tenía ninguna intención de acercarse tanto, si es que se podía juzgar la profesión por las mujeres del mostrador. Además, la única mujer que tenía en la cabeza era Lavinia, y de momento la mejor manera de apartarla de su mente era bebiendo.
Tras varias copas de vino le pareció que los ojos le estaban dando vueltas continuamente, y cuando los cerraba era peor. Le hacía falta algo en lo que centrar la vista y dirigió su mirada tambaleante hacia el grupo de legionarios de la otra mesa y la coraza laminada que llevaban.
Tocó a Macro con el dedo. -¿Esa cosa sirve de algo, señor? -¿Cosa? ¿Qué cosa? -Ese equipo que llevan. En vez de la cota de malla. -Eso, muchacho, es la nueva armadura con la que se equipa a las legiones.
Parnesio levantó la cabeza que tenía apoyada sobre los brazos cruzados y gritó como si estuviera en un desfile:
– ¡Coraza laminada para uso de los legionarios! ¡Entérate de una puta vez, hijo!
– No le hagas caso -le susurró Macro a Cato-. Trabaja en la oficina del intendente.
– Me lo he imaginado. -¡Eh! ¡Vosotros! -exclamó Macro dirigiéndose a los de la otra mesa-. Acercaos. Aquí el optio quiere ver vuestra armadura nueva.
Los legionarios intercambiaron unas miradas. Finalmente, uno de ellos respondió: -No puedes decirnos lo que tenemos que hacer. Estamos fuera de servicio.
– Me importa una mierda. Levantad el culo y venid aquí -gritó Macro-. Y quiero decir ¡AHORA!
Primero uno, luego los otros, se levantaron dócilmente de la mesa y se acercaron. Se quedaron de pie junto a la mesa mientras los oficiales examinaban su equipo con cierta curiosidad.
– ¿Qué tal va? -preguntó Macro al tiempo que se levantaba del banco para inspeccionarla más detenidamente.
– Bastante bien, señor -respondió el primero que se había levantado de su asiento-. Es más ligera que la cota de malla. Y es más resistente. Está hecha con esas tiras más sólidas.
– Parece una mierda. ¿Cómo os podéis mover con eso encima?
– Es articulada, señor. Se adapta a tus movimientos.
– No me digas. -Macro tiró de la armadura y luego levantó la capa de la espalda-. Se abrocha con estas hebillas, por lo que veo.
– Sí, señor.
– ¿Es fácil de poner?
– Sí, señor.
– ¿Es cara?
– Más barata que la malla.
– ¿Cómo es que las únicas legiones que la tienen son las vigésimas? No es que combatáis mucho que digamos.
Los oficiales se rieron y el legionario echó chispas ante aquel desprecio. Logró apenas recuperar la calma suficiente para responder:
– No lo sé, señor. No soy más que un soldado raso. -Deja de llamarle «señor» -dijo entre dientes otro de los legionarios-. Ahora no tenemos que hacerlo.
– No puedo evitarlo. -¡No lo hagas! -exclamó el legionario resueltamente-. Si no, ¿qué sentido tiene estar fuera de servicio?
– ¡Tú! -Macro le clavó el dedo en el pecho a ese hombre-. ¡Cierra el pico! Hablarás cuando te lo digan y no antes. ¿Me has entendido?
– Lo he entendido -repuso el soldado con firmeza-. Pero no voy a obedecer órdenes.
– ¡Lo harás, maldita sea! -Macro le pegó un puñetazo en el estómago y lanzó una furiosa maldición cuando el puño chocó con la armadura. Con la otra mano le propinó una bofetada en la cara al soldado que lo mandó tambaleándose contra sus compañeros. La fuerza del golpe hizo girar en redondo a Macro, que cayó encima del soldado al que había pegado y estalló de risa.
– Muy bien, muchachos, el rango no cuenta. ¡Peleemos! Todos los oficiales, excepto Cato, se pusieron de pie dando bandazos y se abalanzaron sobre los legionarios que, al igual que Cato, se quedaron mirando atónitos… hasta que se asestaron los primeros golpes. Entonces, recuperados de su ebria sorpresa, los legionarios se defendieron y el bar se inundó con el sonido de mesas y bancos haciéndose pedazos. El camarero se apresuró a sacar a sus mujeres de la estancia.
– ¡Vamos, Cato! -gritó Macro desde debajo de un legionario-. ¡Al ataque!
Tambaleándose, Cato se puso en pie, apuntó al legionario más próximo y lanzó un puñetazo con toda la fuerza de la que fue capaz. Falló completamente y le dio a la pared, con lo que se hizo un buen rasguño en los nudillos. Lo intentó de nuevo y esta vez el golpe acabó en un lado de la cabeza de un soldado con una dolorosa sensación vibrante. Cato fue consciente de un puño que volaba hacia su cara y por segunda vez aquella noche el mundo se tiñó de blanco. Con un gruñido se puso de rodillas, encorvado, y sacudió la cabeza para tratar de aclarársela. Cuando recuperó la visión, Cato vio a un legionario de pie por encima de él que sostenía en alto un taburete. Instintivamente empujó la cabeza hacia delante y la estrelló contra la entrepierna de aquel hombre. El legionario se dobló en dos a causa del impacto y cayó de lado hecho un ovillo, con un aullido de dolor y las manos entre las piernas.
– ¡Buen movimiento, hijo! -bramó Macro.
El golpe en la sesera y el exceso de vino consumido hicieron que a Cato le diera vueltas la cabeza de una forma horrible. Intentó ponerse en pie y no lo consiguió, pero entre los gritos y el estrépito del mobiliario percibió el distante sonido de unos pasos.
– ¡La policía militar! -gritó alguien-. ¡Salgamos de aquí! La pelea se paró repentinamente y tuvo lugar una alocada rebatiña por llegar a la parte trasera del bar. Se abrió la puerta principal y apareció un pelotón de soldados con capas negras. Macro tiró de Cato para que se levantara y lo empujó en dirección a la pequeña puerta trasera por la que se precipitaban los demás camorristas. En medio de un torbellino de imágenes, Cato se encontró en la calle corriendo torpemente detrás de Macro. El centurión se separó del grupo principal y bajó serpenteando por un callejón. El ruido de la persecución ya se había desvanecido cuando Cato se dio cuenta de que le había perdido la pista a Macro. Se detuvo y se apoyó contra una pared de madera mientras trataba de recuperar el aliento. A su alrededor todo daba vueltas de forma mareante y estaba desesperado por vomitar, pero por su garganta no le subía nada más que bilis.
– ¡Macro! -llamó-. ¡Macro! A no mucha distancia alguien gritó y el sonido del zarandeo de las armaduras se intensificó.
– ¡Mierda! ¿Qué he hecho? Una mano lo agarró del brazo y tiró de él hacia un lado, a través de una puerta y en la oscuridad de un edificio. Algo le golpeó con fuerza en el estómago y Cato cayó de rodillas, con la respiración entrecortada. Fuera, los pasos crujieron sobre la nieve y luego se desvanecieron.
– Perdona -dijo Macro al tiempo que lo ayudaba a levantarse-. Pero necesitaba que te callaras un momento. No quería hacerte daño. ¿Estás bien?
– ¡N-no! -respondió Cato jadeando- ¡Tengo ganas de vomitar!
– Déjalo para más tarde. Tenemos cosas mejores que hacer. Ven aquí.
Empujó a Cato a través de una puerta y lo hizo entrar a una habitación pequeña iluminada por una sola lámpara. Había dos mujeres sentadas en un par de camas de aspecto desastrado que sonrieron cuando Macro apareció en el vano.
– Cato, éstas son Broann y Deneb. Diles hola a las chicas. -Hola, chicas -masculló Cato-. ¿Quiénes son? -En realidad no lo sé. Acabo de conocerlas. Resulta que las chicas están libres en este momento. Broann es mía. Tú te quedas con Deneb. Que te lo pases bien.
Macro se acercó a Broann, que sonrió con una estudiada ternura, un efecto que la ausencia de varios de sus dientes delanteros estropeaba un poco. Con un guiño hacia Cato, Macro se retiró con Broann tras una cortina hecha jirones.
El optio se volvió a mirar a Deneb y vio a una mujer cuyo rostro estaba tan cubierto de maquillaje que era imposible adivinar su edad. Unas pocas arrugas en las comisuras de los labios insinuaban una madurez que en años debía de ser casi el doble que la de su cliente. Ella sonrió, lo tomó de las manos y lo atrajo hacia su cama. Mientras Cato se arrodillaba entre sus piernas, Deneb se llevó una mano a su holgada cástula de seda y lo abrió a lo largo de todo el cuerpo, dejando al descubierto un par de pechos de pezones marrón oscuro y una rala e hirsuta maraña de vello pubiano. Cato la miró de arriba abajo un momento. Ella le hizo señas para que se acercara más. Cuando él se inclinó hacia sus labios pintados de púrpura, el vino le ganó la batalla y cayó de bruces, inconsciente.