CAPÍTULO XIII

El tenue resplandor rosado del cielo le daba un tono aún más pálido a la nieve depositada sobre el poblado arruinado. Como si la mismísima tierra hubiese sangrado durante la noche, pensó Cato mientras se levantaba con rigidez de la esquina de una pared donde había estado descansando bajo su capa del ejército. No había dormido. La incomodidad había sido demasiado grande para que pudiera hacerlo; su delgadez le hacía sentir el frío de una manera más intensa que los más musculosos y endurecidos veteranos de la legión, como Macro. Tal y como era habitual, los fuertes ronquidos del centurión habían llenado la noche, hasta que lo despabilaron para el turno de guardia de su centuria. Luego, tras haber despertado al siguiente oficial de la lista de turnos, había vuelto a sumirse al instante en un sueño profundo con un retumbo gutural que sonaba como un terremoto lejano.

Una fina capa de nieve cayó silenciosamente en cascada de los pliegues de la capa de Cato cuando éste se puso en pie. Cansado, se sacudió el resto y se desperezó. Pisando con cuidado entre los escombros, se acercó a la acurrucada figura de Fígulo y le tocó suavemente con la punta de su bota. El legionario rezongó y se dio la vuelta sin abrir los ojos, por lo que Cato tuvo que propinarle un puntapié.

– En pie, soldado.

Aunque era nuevo en el ejército, Fígulo sabía cuándo le habían dado una orden y su cuerpo respondió deprisa, aunque su mente, más lenta, hizo lo que pudo para no quedarse atrás.

– Enciende una hoguera -le ordenó Cato-. Asegúrate de hacerla en un lugar despejado, lejos de cualquier cosa que sea combustible.

– ¿Señor? Cato le lanzó una dura mirada al legionario, sin estar seguro de que el muchacho no le estuviera tomando el pelo. Pero Fígulo lo miró sin comprender; no había ni rastro de malicia en sus simples facciones y Cato sonrió.

– No hagas el fuego demasiado cerca de algo que pueda prender.

– Oh, entiendo -Fígulo movió la cabeza en señal de asentimiento-. Ahora mismo me pongo a ello, optio.

– Por favor. Fígulo se alejó sin ninguna prisa al tiempo que se rascaba el trasero entumecido. Cato lo miró y chasqueó la lengua. Aquel muchacho era demasiado corto de luces y demasiado inmaduro para las legiones. Debería sentirse extraño al estar haciendo ese tipo de juicios sobre alguien que era unos cuantos meses mayor que él, y sin embargo no era así. La experiencia le aportaba más madurez de la que nunca podría proporcionar la edad, y eso era lo que contaba en el ejército. Una sensación de bienestar fluyó por el cuerpo de Cato ante aquella otra prueba de que se estaba adaptando completamente a la vida de soldado.

Cato se arrebujó en la capa y salió de entre las chozas destrozadas donde la sexta centuria había pasado la noche. Ya se habían levantado unos cuantos soldados que, no del todo despiertos y con ojos adormilados, estaban sentados contemplando cómo rompía el alba en un cielo despejado. Algunos de ellos llevaban las marcas de la escaramuza de la noche anterior: trapos ensangrentados atados en las cabezas y los miembros. Sólo un puñado de soldados de la cohorte habían resultado mortalmente heridos. Por el contrario, los Britanos habían quedado hechos pedazos. Casi ochenta miembros de su banda yacían agarrotándose junto a la puerta y otros veinte o más estaban amontonados al lado del pozo. Los heridos y prisioneros sumaban más de un centenar, y estaban apiñados en los restos de un establo bajo la cautelosa mirada de la media centuria designada para vigilarlos. Unos cuantos Druidas habían sido atrapados con vida y se encontraban firmemente atados en una de las zanjas de almacenaje.

Mientras sus pasos crujían por la helada nieve en dirección a los hoyos, Cato vio a Diomedes que, sentado en cuclillas junto a uno de los bordes, miraba fijamente a los Druidas. Tenía una tira de tela enrollada en la cabeza y una mancha de sangre seca a un lado de la cara. No levantó la vista cuando el optio se acercó y no dio señales de vida, aparte del ondulado vaho que a intervalos regulares exhalaba al respirar. Cato se quedó un momento de pie a unos pocos pasos de él, esperando que el griego advirtiera su presencia, pero éste no se movió, siguió con la mirada clavada en los Druidas.

Por su parte, los Druidas estaban tendidos de costado, con las manos bien sujetas a sus espaldas y los tobillos atados. Aunque no estaban amordazados, no intentaron hablar y se limitaban a fulminar con iracundas miradas a sus guardias mientras temblaban sobre el suelo nevado. A diferencia de los otros Britanos con los que Cato se había topado, aquellos hombres llevaban el pelo largo, sin señales de que hubieran tratado de adornar su cabello con cal. Abundante y enmarañado, lo llevaban peinado hacia atrás, atado en una larga y desarreglada cola de caballo, mientras que las barbas las llevaban sueltas. Todos tenían un tatuaje de color oscuro en forma de luna en la frente y vestían unas túnicas negras.

– Son gente con un aspecto de lo más desagradable -dijo Cato en voz baja, ya que por algún motivo no quería que lo oyeran los druídas-. Nunca he visto nada igual.

– Pues considérate afortunado, Romano -masculló Diomedes.

– ¿Afortunado? -Sí -respondió Diomedes entre dientes, y se volvió hacia el optio-. Afortunado. Afortunado por no tener a una escoria malvada y sanguinaria como ésta viviendo al margen de tu mundo, sin saber nunca cuándo pueden aparecer entre vosotros para sembrar el terror. Nunca me hubiera imaginado que tuvieran agallas para caer tan al interior del territorio de los atrebates. Nunca. Ahora todos los que vivían aquí están muertos, no queda ni un solo hombre, mujer o niño. Todos ellos han sido asesinados y arrojados a ese pozo. -Diomedes arrugó la frente y apretó los labios con fuerza un momento. Luego se puso en pie y se metió una mano en la capa-. No veo por qué tendría que permitirse que estos cabrones sigan con vida. Los indeseables como ellos no merecen otra cosa más que la muerte.

Aun reconociendo el hecho de que Diomedes había contribuido a la fundación del poblado y tenía familia entre aquella gente cuyos cuerpos se hallaban amontonados en el pozo, Cato se sintió desconcertado ante la escalofriante intensidad de sus palabras. El griego empezó a retirar el brazo de debajo de los pliegues de su capa y Cato, al darse cuenta de lo que pretendía hacer, levantó los brazos de forma instintiva para contener a Diomedes.

– ¡Buenos días! -exclamó una voz llena de alegría. Cato y Diomedes se volvieron y vieron al centurión Hortensio que se dirigía hacia ellos a grandes zancadas. Cato se irguió en posición de firmes y saludó; Diomedes frunció el ceño y lentamente retrocedió un paso del borde del hoyo. Hortensio se quedó de pie a su lado, miró a los Druidas y sonrió con satisfacción.

– ¡Un buen botín! La cohorte obtendrá una pequeña fortuna con lo que se recaude de vender a los prisioneros, y unas palmaditas en la espalda por parte del legado por haber capturado a estas bellezas. La lista de bajas es de las más reducidas que nunca he tenido después de un combate. Y ahora contamos con una mañana estupenda para marchar de vuelta a la legión. ¡Somos personas afortunadas, optio!

– Sí, señor. ¿Cuántos hombres hemos perdido al final?

– Tenemos cinco muertos, doce heridos y algunos rasguños.

– Los dioses nos han tratado bien, señor.

– Mejor que a otros -añadió Diomedes con voz queda.

– Bueno, sí, eso es cierto -asintió Hortensio-. De todos modos, ahora tenemos a estos hijos de puta. Eso pondrá fin a sus juegos.

– No, no lo hará, centurión. Hay muchos más Druidas y guerreros Durotriges rondando por nuestras fronteras, esperando para continuar con el «juego». Va a morir mucha más de esta gente antes de que vosotros, Romanos, aniquiléis finalmente a los Druidas.

Hortensio no hizo caso de aquel desaire. Las legiones sólo empezarían la campaña cuando fuera prudente hacerlo. Eso no iba a cambiar por más provocación enemiga que hubiera o por todos los ruegos de que Roma honrara la integridad de su alianza con los atrebates. Pero cuando llegara la hora de empuñar la espada contra los Durotriges y sus líderes Druidas no habría piedad, y las botas tachonadas de hierro de las legiones retumbarían en su avance por la nueva frontera del Imperio. Hortensio le sonrió con comprensión al griego y le puso una firme mano en el hombro.

– Diomedes, con el tiempo obtendrás tu venganza. -Podría vengarme ahora mismo… -Diomedes señaló a los Druidas con un movimiento de la cabeza y Cato entrevió un siniestro instinto asesino en la expresión del griego. Si el comandante de la cohorte le permitía salirse con la suya, Diomedes se cercioraría de que su venganza fuera lo más prolongada y dolorosa posible. Por un momento el recuerdo de lo que había visto en el pozo hizo que Cato se inclinara a apoyar la sed de sangrienta venganza de aquel hombre, pero entonces rechazó aquella posibilidad con indignación. Un terrible despertar de la conciencia de su propia identidad lo hizo temblar ante aquella voluntad de violencia que había descubierto en sí mismo.

Hortensio negó con la cabeza.

– No es posible, Diomedes. Los vamos a llevar ante el legado para ser interrogados.

– No hablarán. Créeme, centurión, no les sacarás nada.

– Tal vez. -Hortensio se encogió de hombros-. O tal vez no. En el cuartel general tenemos a algunos muchachos adiestrados en el arte de soltar lenguas.

– No conseguirán nada.

– No estés tan seguro.

– Ya te digo yo que no lo harán. Es mejor dar un castigo ejemplar a estos Druidas aquí y ahora. Matarlos, mutilarlos como ellos han mutilado a otros. Luego podemos dejar sus cabezas clavadas en unas estacas como advertencia a sus seguidores de lo que pueden esperar.

– Buena idea -asintió Hortensio-. Puede que eso desanimara a sus amigos, pero no podemos hacerlo. Tengo órdenes con respecto a estos tipos. Todos los Druidas que caigan en nuestras manos tienen que ser llevados de vuelta para su interrogatorio. El legado los necesita en buenas condiciones si tiene intención de cambiarlos por esa familia Romana que los Druidas han apresado. Lo siento, pero así son las cosas.

Diomedes se acercó más al centurión. Hortensio arqueó las cejas sorprendido pero no hizo ningún movimiento ni retrocedió ante la feroz expresión de aquel rostro que en aquellos momentos se encontraba a pocos centímetros del suyo.

– Déjame que los mate -dijo Diomedes en voz baja y con los dientes apretados-. No soporto vivir viendo que estos monstruos siguen respirando. Deben morir, centurión. Debo hacerlo.

– No. Sé buen chico y cálmate. Cato observó cómo Diomedes fulminaba con la mirada el rostro del centurión, los labios le temblaban mientras trataba de controlar su ira y frustración. Hortensio, en cambio, le devolvió con calma la mirada sin atisbo de emoción alguna en su expresión.

– Espero que no vivas para lamentar tu decisión, centurión.

– Estoy seguro de que no voy a hacerlo. Los labios de Diomedes se movieron para esbozar una débil sonrisa.

– Una ambigua elección de palabras. Esperemos que los dioses no se vean tentados por tu despreocupación.

– Los dioses harán lo que les venga en gana. -El centurión Hortensio se encogió de hombros y luego se volvió hacia Cato-.

Vuelve a tu centuria. Dile a Macro que prepare a sus hombres para iniciar la marcha lo antes posible.

– ¿Después del desayuno, señor? Hortensio le clavó un dedo en el pecho a Cato.

– ¿Dije yo algo del jodido desayuno? ¿Eh, lo hice?

– No, señor.

– Bien. Nunca interrumpas a un oficial antes de que termine de dar las órdenes. -Hortensio habló con el tono bajo y amenazador de un instructor y siguió golpeando con el dedo para enfatizar lo que decía-. Vuelve a hacerlo y usaré tus malditas pelotas de pisapapeles. ¿Lo has entendido?

– Sí, señor. -Perfecto. Pues bien, quiero a la cohorte formada en el exterior de la puerta en cuanto el sol haya salido del todo.

– ¡Sí, señor! -Cato saludó, se dio la vuelta y se alejó al trote. Miró una vez hacia atrás y vio que Hortensio mantenía una última y queda conversación con Diomedes.

– ¡Hombre, optio! -Fígulo sonrió al tiempo que se levantaba.

A sus pies una fina nube de humo se elevaba en suaves espirales en el gélido aire de la mañana-. El fuego está bien. Aunque no ha sido fácil.

– Déjalo -contestó Cato con brusquedad-. Nos vamos.

– ¿Y qué pasa con el desayuno? Por un instante Cato estuvo muy tentado de echarle a Fígulo la misma bronca que él acababa de recibir por parte de Hortensio. Pero hubiera sido una grosería y, contra todo pronóstico, el legionario se las había arreglado para encender el fuego.

– Lo siento, Fígulo. No hay desayuno. Apaga el fuego y prepárate para ponerte en camino.

– ¿Que apague el fuego? -el rostro de Fígulo adquirió esa afligida expresión normalmente asociada con la muerte de una apreciada mascota familiar-. ¿Que apague mi fuego?

Cato suspiró y rápidamente utilizó el lado de su bota para rascar un montoncito de nieve del suelo y echarlo sobre las apiladas ramitas en llamas. Con una bocanada de humo y un silbido, la diminuta hoguera se extinguió.

– Ya está. Y ahora en marcha, soldado. Macro se acababa de despertar cuando Cato volvió al lugar donde se había alojado la sexta centuria. Movió la cabeza como respuesta a las órdenes y luego estiró los hombros con un profundo gruñido antes de darse la vuelta y bramarles a sus hombres:

– ¡Arriba, bastardos haraganes! ¡En pie! ¡Nos vamos! Un suave coro de lamentos y quejas recorrió las ruinas.

– ¿Y qué hay del desayuno? -saltó alguien.

– ¿Desayuno? El desayuno es para los perdedores -replicó Macro con irritación-. ¡Y ahora, moveos!

Mientras los soldados se levantaban y se colocaban cansinamente la armadura, Macro dio una vuelta por ahí pisando fuerte y asestando puntapiés de ánimo a aquellos cuya lentitud era más evidente. Cato fue a buscar a toda prisa su arnés de marcha. En cuanto su plato de hojalata y el resto del equipo de campaña estuvieron bien sujetos al correaje, Cato se puso como pudo el chaleco de malla y se estaba atando el talabarte de la espada cuando un soldado de una de las otras centurias llegó a todo correr.

– ¿Dónde está Macro? -dijo jadeando. -El centurión Macro está ahí -Cato señaló hacia los restos de un muro y el mensajero empezó a moverse.

– ¡Espera! -le gritó Cato. Le enojaba la forma en que algunos de los hombres de las demás centurias permitían que el resentimiento que sentían por su juventud anulara el respeto que se merecía su rango.

El hombre se detuvo y de mala gana se dio la vuelta de cara al optio y se puso firmes.

– Eso está mejor -asintió Cato-. La próxima vez que hables conmigo te diriges a mí como optio o señor. ¿Entendido?

– Sí, optio. -Muy bien. Puedes seguir con lo tuyo. El soldado desapareció por el extremo del muro y Cato continuó poniéndose el equipo. Momentos después el mensajero reapareció, dirigiéndose de nuevo hacia la puerta, y entonces llegó Macro en busca de su subordinado.

– ¿Qué ocurre, señor?

– Se trata de ese maldito idiota de Diomedes. Se ha largado.

Cato sonrió ante la aparente estupidez de la afirmación. ¿Adónde iba a ir el griego? Y lo que era aún más importante, ¿por qué iba a escapar de la seguridad de la cohorte?

– Y eso no es todo -continuó diciendo Macro con una adusta expresión en el rostro-. Dejó sin sentido a uno de los muchachos que vigilaban a los Druidas y luego los destripó antes de desaparecer.

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