Apenas tomaron café, Plinio y don Lotario, pretextando cansancio, dejaron al Faraón con los demás comensales, que ya tenían esbozados ciertos proyectos para acabar la velada. La suiza los despidió con ojos caramelos. Salieron por la calle de Válgame Dios, y en un minuto estuvieron de nuevo en el dichoso piso de Augusto Figueroa.
– Venga, cuenta -le urgió a Plinio-, que no me ha lucido la cena pensando en lo que me ibas a decir.
– Pues va usted a tener que aguardarse otro ratico, porque más impaciente estoy yo por ver si no mentía un pálpito que tuve esta tarde en el «cuarto de los espíritus». En seguida que haga la diligencia le digo el mandado.
Fueron a la alcoba de las dos camas, sacaron el llavero de la coqueta, abrieron el cuarto de los maniquíes y Plinio, ante la curiosidad y casi baba caída de don Lotario, con las puntas de los dedos y el máximo cuidado, desabrochó el reloj de la cadena que llevaba el semeje de don Norberto en el bolsillo del chaleco; tiró de ella, y llevándola cogida con los dedos pinzados, fueron hacia el despacho. Plinio dejó la cadena sobre la mesa:
– Don Lotario, por favor, coja usted ese retrato por la parte de abajo y levántelo de la pared.
– ¿Que lo alce…? ¿Y no se saldrá?
– Pierda cuidado. Así. Un poco más.
Y metiéndose entre los brazos del albéitar, bajó las dos varetas y quedó el cuadro en la forma de trampilla que se dijo.
– Puñeto, que ingenio más curioso.
Plinio, valiéndose del pañuelo, tomó la cadena con la llave, alzó el disco que tapaba la bocallave, e intentó abrir. Fue muy fácil. Y antes de examinar lo que había dentro de la caja, miró a don Lotario y le echó una sonrisa.
– Veamos qué guardan aquí las gemelas sonrosadas.
– Las hermanas coloradas, Manuel.
– Es igual.
En primer término se veían unos talonarios de cheques. Comprobó que no estaban firmados y cada cuenta corriente estaba a nombre de ambas hermanas. Un sobre grande con acciones de varias sociedades. Un gran joyero forrado de terciopelo azul. Lo abrió. En él, sortijas, collares, pulseras, monedas de oro y relojes de distintas clases. Esta abundancia de joyas dejó a Plinio perplejo. Luego, varias carteras con pólizas de seguros, valores, testamentos de antepasados y paquetes de cartas atadas con cintas de seda.
– ¿Qué ves, Manuel?
– Qué no veo, don Lotario.
– Ya me explicarás, hijo.
Después de examinar otra vez todo aquello y remirar por los rincones, lo volvió a su lugar. Cerró la caja utilizando el pañuelo, entró las patillas, bajó el cuadro y no se molestó en colocar la llave en el bolsillo de chaleco de pelele de don Norberto. La dejó en el fondo del cajón de la coqueta envuelta en un pañito.
Haciendo reflexiones sobre cuanto le contaba Plinio, a paso lento, como si pasearan por la calle de la Feria de Tomeiloso en una trasnochada agustina, se fueron hacia el hotel.
A las diez de la mañana del siguiente día, llegó un joven funcionario del gabinete de identificación de la Dirección General de Seguridad, que con mucho pulso y limpieza, y valiéndose de sangre de drago, manipuló con la llave y las partes más tocaderas de la caja.
Plinio y don Lotario, después de telefonear a unos y otros no vieron forma de reunir el consejo completo hasta el mediodía siguiente. La causa principal de este aplazamiento fue Novillo, el funcionario marquetero, que según su secretaria, la de la máquina de tricotar, ignoraba cuál sería su paradero hasta las siete y media u ocho de la tarde, que solía caer por el café Nacional, porque estaba repartiendo encargos.
Cuando se marchó el de las huellas, volvieron a la caja de caudales, hicieron como un inventario mental y bacinearon lo suyo en los papeles y cartas. Les llamó la atención una de éstas, tiernísima, de don Norberto, fechada en Roma el año 1931. Debió ser, probablemente, el primero y último viaje del señor notario al extranjero, y estaba escrita en puro éxtasis. Todo eran exclamaciones «por las maravillas que veíansus ojos», frasecitas en italiano y tiernísimos recuerdos para sus mocitas pelirrojas.
«¿Adonde va a parar el cariño que tenemos a nuestros convivos cuando llega la muerte? ¿En qué rincón se encierra el amor del que ya no existe? -pensó Plinio de pronto-. Aquellas cartas de don Norberto, a pesar de su jarabe sentimental y palabrillos toscanos, amor tenían; amor denso y caliente de un corazón sin recámara. Amor criado en esta torva vida a fuerza de ojeos, caricias… y lanzadas. Amor más poderoso que la tierra, ¿dónde vas? ¿Sería posible que el reducido notario, entre las paredes minerales y vegetales de su sepultura, ya no sintiese nada? ¿Es posible que todo fuese un regurgitar de químicas cerebrales? ¿Es pensable que en el trance final se rompa el dulce cruzar de las espadas y sólo quede al aire y viva, esgrimiéndose única, la espada del amor que vive, mientras la otra, la oponente, la espichada, callada, sorda y fea se oxida y pudre con aquella osamenta, ios botones de hueso del chaleco, el diente y la verruga, abatida entre cardos y hierbas tenebrosas, entre gusanos sin luz y sin camino? ¿Es creíble que esa rara esencia que es el amor, la inclinación sin freno, la querencia suavísima, el hondo jugo de la vida, el ahorro de nuestro mejor vino, la sed más rica, el hambre más sin sacio, el beso siempre pensado, completísimo, se hagan agua, caldo putrefacto, tapicería de los nichos, dejando a los otros, a los amores correspondientes aquí fuera, banderas solas sin vientos que las batan, hasta la hora de la conclusión completa de estos otros amores ya sin eco?»
Se imaginaba a las hermanas coloradas pasando y repasando, en sus tardes cansinas, aquellas cartas, aquellas caricias desde lejos, aquel corazón inabrazable. «Pobre amor sin destino. Puro amor dirigido a la nube. Pobre amor y pobre todo lo que cuece el hombre,siempre tan de puntillas, papando engaños y nubes chorovitas.»
Había cartas de los abuelos de las Peláez, de varios parientes, amigos y amigas, y ¿cómo no?, en un paquete breve, las de Puchades, el novio republicano de María. Las miraron por encima. Una de ellas tenía este verso de tarjeta postal: «Dijo no sé qué amador para enamorarlas, verlas. Tú la viste y el amor ha convertido al autor en un pescador de perlas». Y luego: «Te pienso en la butaca del teatro junto a mí, respirando suave, con la luz del escenario en tu frente y tu mano blanca entre las mías». Y en otra: «Las ideas de tu padre y los que son como él -que yo respeto por supuesto- es conservar lo que hay, lo que tienen, lo suyo. Mi idea es procurar la felicidad de todos, que un día todos tengan "lo suyo", algo que conservar, incluso una dignidad, un derecho humano común, un respeto de todos y para todos, una libertad.;No ves como no soy tan malo como dice don Jacinto?»
A Plinio se le llenó su cara, casi siempre inexpresiva, con delgados sudores de ternura, de arrebol, de nostalgia: «Los derechos del hombre. Pobres míos. Pobres viejos liberales, con el corazón encima del bolsillo y aquella lírica, santurrona ingenuidad, de creer en un derecho para todos. Qué risa, macho, qué risa y qué retorcimiento de chilindrines. Al que dijo paz y pan, la palabra y la regla para todos, para los ricos también, desde que el mundo es mundo, le clavaron al aspa. La orden y la ley… bien fabricadas, manipulosamente fabricadas, auñando en el tesoro, lo guindó siempre. Pobres tiernos, temblorosos y palabreros liberales. Siempre llega la cincha, ¡y tras!, a hacer puñetas. Y recordaba a los republicanos de su pueblo. Aquel de la chalina, la breve melena, el libro de Blasco Ibáñez bajo el brazo, explicando en el casino, entre un corro de sonrisas cachondas, el paraíso cercano de la igualdad, la fraternidad, la legalidad. Ay, qué coño de hombre. Qué ternura y tragedia al remate. Puchades, aquel novio desaparecido de las hermanas coloradas, debió andar también por los cafés famosos de Madrid leyendo sus trozos de Blasco Ibáñez y de Dicenta; con el pecho inflamado por la buena nueva de la República segunda; seguro de que acabaría por convencer hasta a don Norberto. ¿Quién podía negarse a tanta hermosura de programa?».
Cerraron la caja y marcharon a comer al hotel. Excitado por estas leves meditaciones, fueron rememorando los días de la República en Tomelloso, que Paquito García Pavón, el nieto del hermano Luis el de El Infierno, pintó en susCuentos republicanos y en Los liberales.
Por la tarde, sin faena a la vista, decidieron echar una partida de damas sobre un tablero bruno y antiquísimo que había en la casa. Hacía mucho tiempo que no jugaban. Antaño, recién acabada la guerra, en el Casino de Tomelloso, entonces Hogar del productor, más antes Bar Popular y de origen Círculo Liberal -que así cambian de apellido las cosas según la política que sopla y las pasiones del día-, «se daban unas caldas que pa' qué» -como decía la mujer de Plinio-. Pero con el tiempo, cansados de tanto cuadrito y monotonía, se pasaron al tresillo con Pérez Bermúdez, don Gerardo el boticario y Cornejo, el valdepeñero que fue torero nombrado.
Dándole a las fichas estuvieron hasta cerca de las siete, que apareció Antonio elFaraón. Liaron un cigarro y Plinio les dijo que marcharan a echar el trasnoche y ya se verían a la hora de la cena. Que él pensaba darse un garbeo por el Nacional a ver si localizaba al funcionario marquetero. Al Faraón y a don Lotario no les disgustó la combinación. La verdad es que Plinio siempre les imponía un poco. Y quedaron en juntarse en Gayangos o La chuleta donde casi todas las noches recalaban los estudiantes y las extranjeras «buenismas».
Antes de marchar, Antonio elFaraón recordó algo y como la tarde anterior pidió permiso para dar un telefonazo. Trajo del recibidor todas las guías, y con las gafas puestas, que resultaban pequeñísimas en su caramundi, empezó a buscar en ellas sobre la mesa camilla de los jugadores de damas. Veterinario y guardia miraban al Faraón con cara de guasa por la cachaza con que pasaba las hojas del listín. Por cierto, que al dejar uno de los tomos telefónicos con la contraportada hacia arriba, los ojos casi siempre entornados de Plinio se fijaron obstinadamente en unas letras grandes y temblorosas escritas a lápiz sobre un anuncio de cerveza. Se caló las gafas y se acercó al tomo. Empezó a examinar aquel especie de jeroglífico. El Faraón marchó al teléfono repitiendo el número a media voz, y don Lotario, por encima del hombro del grande de la G.M.T., también con las gafas puestas, miró donde el Jefe leía.
– Parece que pone «Villa Esperanza Chole. Calamanchel Al» -recitó el guardia.
– Villa Esperanza Chole… Eso es muy raro -explicó el veterinario sin previa consulta-. Lo de abajo debe ser Carabanchel Alto.
– Sí… pero ¿lo de Chole?
– ¿Qué miráis con tanto afán? -preguntó el Faraón de vuelta de su llamada.
– Oye, a ver qué lees tú aquí -le dijo Plinio-. Esto parece Villa Esperanza y esto otro Carabanchel Alto. Pero ¿esto de Chole?
Se inclinó sobre la lista apoyándose en sus bracetas y en seguida aclaró:
– Eso está clarísimo, so virulos -anunció quitándose las gafas con suficiencia-. Dice: «Villa Esperanza. Chalet. Carabanchel Alto».
– ¡Qué tío más sagaz! -exclamó el veterinario.
– Sí, señor, algunas veces da lumbre -abundó el guardia.
– Claro, paisanos, si eso está tirao -se coreó el gordo muy satisfecho-. Todos los chalés se llaman villa algo y por los Carabancheles todavía quedan muchos.
Plinio, fijo en la anotación, les repartiócaldos sin mirarlos. Cuando ya echaban humo, le preguntó el veterinario:
– ¿Qué piensas, Manuel, que te has quedao con esa cara de ensimismo?
– Pienso, hermano Lotario -dijo rascándose la calva-, que esta apuntación parece hecha precipitadamente, en el primer papel que se halló a mano… tal vez mientras hablaban por teléfono.
– ¿Tú crees entonces…?
– Creer… Eso de creer es grave, puñeta. Se me ocurre nada más.
Don Lotario, lleno de contento por la presunción de Plinio, entornó los ojos, infló las narices y quedó mirándolo como si fuese el César Imperator.
– Manuel, estoy seguro de que éste es uno de tus famosos palpitos, y que hemos llegado o estamos llegando al epicentro Peláez.
– Calma, don Lotario de mis entrehilos, que en el mundo de las conjeturas del obrar ajeno (como usted sabe tan bien como yo) puede uno errar a cada paso.
– Coño, Plinio. ¿Y por qué no nos das una oportunidad aquí al señor albéitar y al que habla, para que hasta la hora de la cena nos demos un garbeíto por ese chalet Villa Esperanza a ver qué se cuaja?
– Pero puñeto, Antonio, ¿es que tú también quieres incorporarte a la G.M.T?
– Hombre, yo nunca tuve esas aspiraciones, ni mis aficiones fueron jamás detectivescas, pero así, metió en el ambiente, siento una miaja de tentación… Además, imagínate que esta pista es falsa, pues tú no comprometes tu fama. Vamos don Lotario y yo, que somos particulares, echamos un vistazo, giramos la visitica si hay lugar, y si es la clave te damos un telefonazo al Nacional, y allí que te presentas tú con la brigada acorazada. Que no lo es, pues todo queda en un paseíco por Madrid, que en el otoño es dulce como las pasas.
– De acuerdo, gordo. A ver si te podemos hacer cabo honorario de la G.M.T. Yo os espero en el Nacional, que os pilla de camino… Pero anden con cuidaíco, no vayan a pasarse.
– Descuida, Manuel. Voy yo -lo encalmó el veterinario con gravedad.
– Olé los jefes del Tomelloso.
– Hecho y andando. Vamos.
Salieron los tres y se detuvieron junto al Hotel Central para que don Lotario tomase su revólver, por si las moscas, y siguieron hasta el Hotel Nacional, donde se apeó Plinio del taxi para entrar al café. Antes de seguir, el Jefe, de burla, les echó una bendición.
Pasó Plinio al amplísimo café y no localizó a Novillo el del Ministerio. Era demasiado temprano. No se encontraba con ganas de sentarse solo en una mesa. Decidió dar una vuelta por el barrio para hacer hora. Cruzó hasta la Cuesta de Moyano. El último sol rojiblanco le daba de espaldas. Con paso caído anduvo cuesta arriba, junto a las casetas de libros de lance, ya cerradas, y pintadas de azul claro desleído; escalonadas como pequeños tablados de un teatro de guiñol. Paseaban algunas parejas de novios cogidos de la mano o del bracete, con el sol penitente por mochila. Plinio pensó en las viejas casetas de la Feria de su pueblo. Casetas con turrón y juguetes, alineadas a ambos lados del paseo de la Estación.
Un mendigo con capote de soldado pasado de moda y salpicado de cal, apoyado en la pared, fumaba una punta de puro con mucha aplicación. Plinio, distraído, se paró a contemplarlo. El mendigo, con cara de mala uva le hizo la higa y miró retador. Continuó riéndose. Había dos perros abúlicos que husmeaban junto a las casetas. Parecían viejos amigos y muy parejos de movimientos y carreritas.
Volvió por la otra acera. Junto a la Estación de Atocha había un puesto de castañas asadas. Para protegerse del sol la castañera tenía una sombrilla playera de colores chillones. Los últimos rojos del crepúsculo disfrazaban de reflejos el edificio de la estación.
Una indostaní con el traje típico y un pez tatuado en cada mano, gorda y vieja, parada junto a la estación, se reía muchísimo por lo que le decía otra india más joven vestida a la europea.
En la glorieta, a aquella hora, la gente acudía y se arremolinaba por todos sitios. Había unos chicos modestos, con pinta de menestrales, pero con melenas y patillas, que fumeteaban y charlaban entre sí haciendo corro. Plinio observó que entre la gente joven de todas clases abundaban los trajes color beige, color cacurria como diría su compadre Braulio. Venga y venga de pantalones y chaquetas color mostaza, mostacilla, orégano, cajón de mula, miel pocha y mies vieja. Y entre los mozos peor vestidos, zapatos agudos de «chúpame la punta», como dicen los chicos.
Siguió por Delicias, como añorante, hasta la calle Tortosa, donde estaba la salida de los coches de línea que van a Tomelloso. Ya hacía rato que llegó el último coche del pueblo y no se veía gente conocida. Se paró en la esquina donde está el bar Ferroviario para echar un ojeo. Decidió entrary tomarse una cerveza. Había poca gente. Le llamó la atención una chica muy joven y pintada, con botas altas doradas. Los pocos clientes del Ferroviario miraban a la de las botas. Ella no se estaba quieta. Se meneaba y remeneaba para no agotar la atención de los admiradores. Un hombre gordo con pinta de ferroviario que bebía solo, se sonreía con cara de guasa sin quitar los ojos de las botas de oro. La chica hablaba con una vendedora de lotería, pero más atenta a su público que a la vieja.
Plinio se cruzó al bar El Andén, donde siempre recalaban tomelloseros residentes en Madrid, que añorantes de su pueblo y vecinos, acudían por allí a la hora de salida y llegada de los coches para ver el paisanaje.
No vio a nadie conocido y se sentó en la única mesa que había encajada en un rincóny pidió un tinto. Había junto a la barra hombres y mujeres de medio pelo que hablaban a estilo pueblo.
Los chicos que servían ponían las botellitas de cerveza con mucho ímpetu, como si quisieran herir o al menos mojar a la parroquia. Entró un negro joven y guapo con una española pequeñita y patizamba. Iban muy amartelados. Pidieron de beber. La negra parecía ella. Aquella mezcla de cosas cosmopolitas y de pueblo le gustaba a Manuel. España, sin perder su faz esperpéntica, alegre y triste a la vez, se aviene con este cosmopolitismo pintoresco que trae el tiempo.
La chica de las katiuskas doradas que pierneaba en el bar Ferroviario y ahora la que iba con el negro, le llevaron el pensamiento, tal vez por la fuerza del contraste, a su hija, a su única hija, a aquella varada y tierna prolongación de su genealogía. «No había tenido suerte con la pobre. Más de treinta años y soltera. Pegada a la madre, entre aquellas paredes blancas. Junto al pozo, la parra y la higuera. Era «su» otra mujer, siempre pendiente de él. La verdad es que nunca demostró grandes ganas de casarse. Cuando todas se iban de paseo o al cine, ella se quedaba con su madre, sentada en la puerta si hacía buen tiempo; oyendo la radio o cosiendo en invierno. Nunca le dio disgustos ni grandes alegrías. Parecía venida para no hacer bulto, para no desbarajar nada. Que todo lo aceptaba tal cual era, conforme con su rutina, con su vivir donde nació, con su cuerpo y con su sombra. Todo lo de fuera de su casa le parecía muy ajeno. Cantaba sola, entraba y salía. Lo hacía todo con medida y aparente lentitud, relimpia como su madre. No quería ser notada. Conforme con la vida como es… Y tal vez deseando marcharse pronto, sin dejar huella ni hueco, como un pámpano más que en su momento despega el aire y se va al socavón de las nadas. Cuando la animaban al matrimonio hacía un gesto de suave resignación y seguía en sus cosas. Hay gentes que por natura parecen no querer nada con la vida. Nada con la vida ni contra la vida. Se resignan con su compromiso, con su contrato de hospedería, como algo forzado, pero que no duele. Gentes que no pesan en la vida. Que no pesan a nadie, ni a ellos mismos… Claro que la vida -repensaba Plinio- lo mismo puede ser una cosa que otra. Lo importante es pasarla con la menor pena posible, casi notándola. Es una temporada. Todo es pasar. ¿Qué más da que el camino sea entre las cales de una casa de pueblo que en otro sitio? Lo que hace falta es notarla poco -se repetía-. Tener un aligui siempre en la cabeza que te permita discurrirla distraído. Conseguir cada cual aprenderse bien su tocata y estarse en ella hasta el silencio final. Mi tocata ha sido ésta de la justicia. La de ella, la paz de sus tiestos y de sus lumbres; la claridad de su enjalbiegue. Hay quien para vivir necesita la guerra, la mudanza y el susto. Como si sólo vivieran ellos. Ella, mi pobre ella, sus silencios, su ir y venir, su placidez, sus cubos de agua, su holgada modestia, sus cancioncillas y el repensar de cada noche. Todos, furiosos y pacíficos, acabamos por hacer de nuestra vida una rutina de furias o paces, de resuellos o suspiros, de caricias o palos; de silencios delgados o ademanes desde el balcón, desde los bardales, desde la cocina silenciosa. Salvo aquellos apretones que nos da la sociedad de los hombres, y que la mayoría no advierte, cada uno es lo que lleva dentro, la cadena de sus minucias y apetitejos, de sus imaginaciones y tristuras. Cada cual en su pequeño mundo, en su pequeña mentira para distraer la temporada hasta el momento de volver al suelo y ser tan nada como antes de haber sido esto. Yo, con otros medios, sería comisario de policía en Madrid, o en Barcelona, pero no sería arquitecto ni músico. Siempre con chaqueta o guerrera, sería el que soy. En más culto o más agreste, el que ahora soy. Con este colador de cabeza imposible de cambiar de molde. Y si mi mujer y mi chica en vez de removerse en el patio se asomasen a un mirador de una calle señorita de Madrid o Barcelona, ¿qué más da?, ninguna iba a ser otra en la más pura angostura de su ser. Los padres se acaban muy presto. Y ios hermanos, en seguida son otra grey. La mujer -una que cierto día encontramos en la calle y nos da el golpetazo en el riñón- y los hijos, que vienen como Dios quiere, acaban siendo el más duradero molde de nuestro ser. La familia de nuestra madurez, vejez y muerte.» Para Plinio, sus padres eran ya unas pocas, poquísimas imágenes sueltas, algunas frases incompletas, un cierto olor soñado, y la fotografía color canela que había sobre la chimenea del comedor. Apenas nada. La mujer y la hija eran su ajuar completo. Lo que está tan presente que nunca se sale. Lo que está tan dentro que son nosotros mismos. «Nunca estoy solo -se decía- porque cuando cierro los ojos las veo en mi patio cuidando las albahacas, echándole granos al averío, oliendo los humos del puchero. Las cosas de mi casa, que casi todas fueron las cosas de la casa de mis padres, las siento siempre encerradas en mi cabeza, en todos los pespuntes de mi cuerpo. Yo soy trozos de aquellas camas altas con bolillos, de aquellas jofainas con ramillas verdes, de aquella cómoda donde mi madre, y ahora la Gregoria, guarda los abrigos…; de los morillos chatos de la chimenea. Toda la vida, tires por donde tires, hay que pasarla entre el zuru-zuru de las mujeres. Entre tetas lechales y lechonas, entre orinalitos y baberos, entre quejas y soliloquios. Las mujeres son la misma tierra hecha figura, siempre a ras de plato, de sábana, de sangre y leche. Son nuestra cobertura, nuestro amasijo, pasto, placenta, pez, pececilla negra, compresa, lavadero, vendaje; carne hecha figura que rasea la tierra. Son manta, bufanda, plancha; siempre cosas calientes y olorosas. Líquidos, comidas, paños, repintura de la casa, aceite, manteca, queso… Siempre su zuru-zuru, desde ser paridos hasta la mortaja. Entraña, humedad gritona, tierna, hosca, dura, y blandísima, de la vida húmeda en la misma tierra que te pare y traga. Andamos con los altivos pensamientos, las abstracciones, la música purísima, lo absoluto, pero siempre debajo o encima de ellas, siempre a la par de sus nalgas y resuello, de sus cansinos sacrificios, de su zuru-zuru que nos encadena a esta pobre tierra en la que andamos un ratillo del mundo. Y se ponen galas, y joyas y colonias para disimular, para disimularse su condición de tierra hecha figura, de nuestra tierra hecha abuela, madre, mujer, hija, sirvienta, ama. Son el colchón pegajoso, caliente, frío; lana piedra hecha fuego, tierra de la que no podemos -ni debemos si queremos ser completos- despegarnos nunca. Ellas son las que nos hacen y nos deshacen la vida cada día; las que nos hacen ser; crían, prolongan, alimentan, cantan y torturan con el son de su lluvia hervida que nunca nunca cesa; y nos amortajan, lloran y babosean, estrechan, ensanchan, lloran y ríen; nos engañan y se postran como el tiempo mismo que cambia, pero no se va y nos tiene siempre quemándonos, mojados, ateridos, relucientes, hermosos o con la última baba.»
Plinio, arrastrando los pies con pocas ganas, marchó hacia el Nacional a ver a Novillo el del Ministerio. Después de dar un paseo por aquel gran ejido de sillas y mesas de mármol, descubrió a su hombre, solo en una mesa, leyendo un periódico con mucho afán.
Plinio se plantó ante él:
– Buenas tardes tenga el señor funcionario -dijo.
Novillo levantó la nariz aquilina y engafada y miró al guardia con gesto poco cortés.
– ¿Puedo sentarme junto a usted un momentico?
Por toda respuesta el marquetero se apartó para dejarle lugar. Luego, calmo, enfundó las gafas, dobló el periódico y dijo cuando vio a Plinio sentado:
– ¿Siguen sin aparecer esas señoritas?
– Siguen.
– Le advierto que yo no sé más que el otro día.
– No me cabe la menor duda.
«Entonces», pareció decir con su gesto impertinente.
– Quiero pedirle un favor -continuó el guardia sin hacer cuenta de la actitud de Novillo.
– ¿Cuál?
– Deseo reunir mañana a mediodía a todos ustedes, los buenos amigos de las hermanas Peláez, en el piso de Augusto Figueroa… Llamé al Ministerioy la señora que trabaja con usted me indicó que le encontraría aquí a estas horas.
– ¿Y para qué la reunión?
– Psss… para cambiar impresiones conjuntamente sobre los datos que ya tengo… A ver si sacamos algo en claro.
– Lo dudo.
– Quién sabe.
Se hizo una pausa y Plinio aprovechó para pedir una cerveza y ofrecer tabaco al hombre. Mientras liaban paseó los ojos por el local del café, pintado de color azul claro, con columnas oscuras. La barra circular a la entrada parecía un carrusel de copas y tazas. En el puesto de periódicos que también hay en el local, varias personas compraban y curioseaban lo que estaba a la vista. Siempre le llamaban a Plinio la atención las dimensiones de aquel café, que le recordaba el comedor de un cuartel. Era lugar a propósito para banquetes políticos. En la mesa de al lado había una chica joven con un señor mayor. Éste, de vez en cuando, como disimulando, le apretaba la mano. La chica, nerviosa, miraba hacia todos lados. Ella parecía cumpliendo un deber. Él, muy excitado, con excitación oxidada y externa. Para pagar al camarero sacó muy serio una cartera grandona. La chica la miró con sus ojos enormes, pero como quien se la sabe de memoria. Un poco inclinada hacia delante le quedaba el escote hueco, escote de pechos apenas sugeridos. Y el madurón, muy serio e indeciso, le echaba reojos mientras manejaba los billetes. En la mesa de la izquierda, cuatro hombres con pinta de pueblo, leían cada cual su periódico.
– ¿Cómo se llama el negociado que lleva usted en el Ministerio? -le preguntó Plinio a Novillo como por decir algo.
Éste, al oír aquella pregunta, quedó con el cigarro camino de los labios y miró al Jefe de muy aviesa manera.
– ¿Y a usted qué le importa? -contestó de pronto con telele inesperable.
– Hombre, perdone usted -reaccionó Plinio un poco corrido-, pero no se lo he preguntado con mala intención.
– Pues con buena o con mala intención haría usted muy bien en no preguntar cosas impertinentes. Yo hago en el Ministerio lo que creo conveniente. ¿Qué le parece?
El funcionario tomó la cosa tan a pecho y se alteró en tal grado, que algunos miraban con esperanza de que se armara la gresca.
Plinio ante aquellas intemperancias se mesó el maxilar, bajó los párpados y aguardó que el hombre envasase la bilis. Y como pasados unos segundos el funcionario, aunque callado, seguía fijo en él con cara de muy mala uva, Plinio, haciendo un esfuerzo, volvió por lo suave:
– Le ruego otra vez que me perdone, no quise ofenderle.
– A usted lo que le pasa es que es un mal educado -añadió ahora con voz sorda y ojos retadores.
– Oiga, amigo -le dijo Plinio ensombreciéndose de pronto y recortando mucho las palabras-, me parece que ha olvidado usted que soy un agente de la autoridad, que no admite estas maneras y descomposturas… De modo que el sitio más a propósito para continuar esta conversación va a ser la comisaría. Tenga la bondad de acompañarme ahora mismo.
Aunque habían bajado la voz, los clientes próximos no les quitaban ojo. Especialmente cuatro señoras de aire provinciano que formaban tertulia en una mesa frontera. La jefa, o al menos la que llevaba la voz cantante, era una chata oronda con cara de mal requesón, el pelo teñido de negro y la nuca muy afeitada. Simpatizante indudable de Novillo, miraba a Plinio con cara de saltar. También parecía a la espera de la tormenta un matrimonio maduro que medio se ocultaba tras un periódico sostenido entre los dos.
Plinio, puesto de pie y alzándose el nudo de la corbata, esperó a que se levantase el funcionario.
– ¿Pasa algo, Novillo? -saltó de pronto la señora chata de la nuca afeitada, prometiendo refuerzo incondicional.
– No, muchas gracias, señora Fe -respondió Novillo, que la verdad sea dicha, quedó muy aminorado con la orden de Plinio.
– Ah, por eso… -respondió resoplando.
El funcionario, vuelto a su ser por el rumbo que tomaban las cosas, con aire súbitamente pensativo, puso la mano sobre el brazo de Plinio y le rogó:
– Por favor, González, siéntese usted unos minutos… que después iremos donde usted guste… Perdone mis maneras… Pero algunas veces me pongo fuera de mí… Yo le diré lo que desea.
Plinio, luego de mirarlo con severidad y como quien accede a hacer un gran favor, se sentó un poquito separado, como si estuviera tras su mesa de la G.M.T.
Llamó Novillo al camarero y ofreció convite a Plinio. Éste, por no hacer marcado desaire, se le notó bien en la cara, pidió otra cerveza.
– Le ruego otra vez, González -reempezó el marquetero con ojos cansados- que perdone mi actitud de hace un momento, pero tengo una situación oficial muy complicada y cualquier referencia a ella me mosquea mucho.
– ¿Pues qué le pasa? -preguntó Plinio con un punto de ironía en sus ojos.
– Mire usted… yo entré en el Ministerio, por oposición, el año 1929…
El viejo de la mesa próxima, con cara de mirar a otro sitio, había puesto la mano sobre el muslo de la jovencita. Ella, encogidita, muy seria, miraba con ahínco al mármol de la mesa. Doña Fe, la chata jefa, susurraba con sus contertulias y echaba reojos malísimos al viejo y la niña.
– … Me destinaron a «Concesiones» -continuaba Novillo-. Estábamos en el negociado quince personas. Pero ya sabe usted, en 1931 vino la República y suprimieron el negociado. Quedamos una chica y yo para resolver los expedientes en trámite. Como ocupábamos mucho sitio y ya no teníamos contacto con el público, nos mandaron al desván que entonces era muy grande, quiero decir que estaba sin tabicar ni dividir. Con el tiempo distintas reformas y obras nos fueron arrinconando… Teníamos toda la faena resuelta cuando estalló la guerra. Desde 1936 a 1939 nadie se acordó de nosotros. Ibamos a la oficina a matar el tiempo. Acabada la guerra di cuenta de nuestra situación a los nuevos jefes. Me dijeron que esperásemos la depuración, y prácticamente así estamos desde entonces. Cada nada hacían nuevas obras y nos echaban más adentro o más alto. Volví a comunicar nuestra situación detallando su historia. Ni palabra. Años después me dijo un compañero que no nos habían contestado porque ignoraban dónde estaba mi oficina. Todos los conserjes eran nuevos y no se sabían el plano del edificio. Me acuerdo que un jefe de negociado que se llamaba Resoluto, fíjese usted qué apellido más apropiado, tenía decidido lo que iba a hacer con nosotros, me enseñó un planín y todo, pero le dio un infarto de miocardio y se llevó el plan a la huesa. Por fin decidí hacer la última reclamación de mi vida. Repetí el historial… Me urgía regularizar nuestra situación por aquello de los ascensos y demás, pero tampoco hubo suerte. Cambiaron de ministro, hubo limpia de directivos y nos quedamos sin respuesta. Cansados de que nadie nos hiciera caso, pensé que nuestro sino era el abandono administrativo y en 1945 decidí instalar nuestras modestas industrias en la oficina. No era cosa de estar allí hasta la jubilación mano sobre mano. Ya fíjese usted González, a la edad que tengo, que sólo me faltan tres para marcharme a casa, no es cosa de que vengan a jorobarnos la vida. Lo que no hemos progresado en el escalafón lo hemos ganado con la manufactura. En esta vida cada cual tiene su camino y es inútil empeñarse en torcerlo. A finales de mes bajamos, echamos la rúbrica, tomamos el sobre y al camarón. Si alguien nos pregunta alguna vez dónde estamos, contestamos: «Donde siempre». Y santas pascuas… Por todo esto, ya puede usted figurarse amigo González, cómo se me abren las carnes cada vez que pienso que al fin de la carrera alguien pueda descubrir nuestro cuchitril y venirnos con monsergas. Yo no soy un pillo, de verdad, sino un producto extra del aparato burocrático… Treinta años sin tocar un expediente. Ni ella tampoco.
– Pero ¿ella es su mujer? -le preguntó Plinio a cada momento más gozoso.
– No… mi secretaria. Ella en su casa y yo en la mía. Claro, que tantos años juntos somos como de la familia…
– Ya, ya.
– Yo le ruego, González, por lo que más quiera, que no cuente esto a persona conocida. ¿Qué ganará usted con mi mal? He hecho lo imposible por ser útil al Estado, pero sin suerte. Al fin y al cabo en todos estos sitios hay enchufados que cobran sin aparecer… Yo sé un rato de eso. Si uno está en la misma situación sin quererlo, no es para morirse de remordimientos.
– Esté usted tranquilo, Novillo. Yo soy una tumba. De todos modos no creo que haya en España muchos como usted.
– ¿Qué no…? -preguntó animadísimo-. Hombre, muchos no -rectificó-, pero sí suficientes. Si yo le contara… Por ejemplo esa señora chata, la que me preguntó antes si me pasaba algo, es muy amiga mía, sabe usted. Bueno, pues ésa, desde hace muchos años, cobra dos pensiones.
– No me diga.
– Como lo oye. Su padre fue funcionario de no sé qué. Murió, y desde entonces, en vez de una le pagan dos pensiones.
– ¿Y de dónde sale la otra?
– De otro muerto que ella no conocía, perteneciente a distinto cuerpo. Ahí la tiene usted, viviendo como una pepa toda su vida… También suele venir uno por este mismo café, en este mundo nos conocemos todos, que cobra cierta pensión por una medalla de las gordas que no le han puesto en su vida, porque entre otras cosas no fue ni soldado.
– Eso tiene más gracia.
– Le llamamos «el héroe».
– ¿Y qué oficio tiene?
– Fumista.
– Qué vida, Dios mío, qué vida -exclamó Plinio rascándose la calva.
– Y crea usted, González, que con las de Peláez sólo me une vieja amistad y mutuos favores. Desde que su señor padre influyó para que me diesen el destino que tengo… por oposición, nos hemos llevado muy bien. Y por más que pienso, no caigo en la causa de su desaparición.
– No lo dudo, Novillo, no lo dudo.
El funcionario Novillo, después de esta reiterada aclaración, quedó como ensimismado. Operada la descarga de su confesión, el hombre se relajaba por momentos y con disimulo miraba el periódico que dejó sobre el mármol.
La jovencita, sin duda cansada de la mano tonta del viejo, se había sentado en la silla frontera y ahora hablaban amigablemente. La vieja del cuello afeitado, la de las dos pensiones, jugaba a los chinos con sus acompañantas.
A Plinio le daba la impresión de que Novillo, ya sin platicar, se parecía a la antigua y descansada máquina de escribir que tenía en su oficina. No sabría decir qué inercias, aburrimientos y desganas le cundían por todo el cuerpo y semejaban a un objeto en desuso. Y se acordó de cierto sujeto de Tomelloso que en su vida hizo nada, que siempre estuvo sentado en el San Fernando, y si lo mirabas con fijeza, «tenía cara de casino, de cacho de casino con billares, dominós y toda la órdiga. Cada cual tiene cara de lo que hace. A las putas se les nota a la legua que son del ramo del jergón. Y un seminarista se parece a un delantero del Atlético como un huevo a una estilográfica. Había un escribiente en el Ayuntamiento del pueblo, que aunque fuese de paseo por la calle de la Feria, parecía que estaba asomado a la ventanilla. Y el pobre Paco el sacristán, toda la vida meneó los brazos como si estuviera campaneando al incensario. El Faraón, sin ir más lejos, siempre parece recién acabado de comer. Y don Santos Carrero, el que fue maestro de la Banda Municipal tantos años, a todas horas oteaba en redondo sobre los lentes, como cuando dirigía un concierto. Los sastres, lo primero que miran es el traje que llevamos. Nos hablan de su familia o de lo que sea, pero sin quitarnos el ojo de las prendas de vestir. Había un carretonero muy gordete y pequeño, que así que se descuidaba, aunque estuviese en un entierro, pongo por caso, ponía los bracetes en vilo cual si llevase las ramaleras. Y en el fútbol o en los toros, a Plinio le daba mucho gusto mirarlo, porque cuando las cosas se ponían cicutrinas, el hombre encogía los brazos, "tirando" de las riendas, para así -según la fiesta- evitar gol o cornada. Y estiraba el brazo derecho "esgrimiendo" el látigo si quería sangre o tanteo. La hermana Rovira toda la vidisma de Dios fue castísima y devota, y cuando en las postrimerías tuvieron que ponerle inyecciones en el culamen, se abrió una ventanilla en las ropas bajeras para que por allí pinchase el practicante sin necesidad de verle las carnestolendas. Ya digo -repensaba Plinio mirando a Novillo tan parejo a su marquetera parada o a la máquina de escribir sin actividad desde la Dictadura- cada uno se parece a lo que hace. Y no digamos en cuestiones de carácter y sentimientos. Él, nada más echarle el ojo encima a un forastero, sabía de qué pie cojeaba. Los mansos de corazón tienen los ojos muy francos y la sonrisa leal. A los turbios se les califica por la manera de entrecerrar los ojos y el pulso en medir las palabras. Los inteligentes son confiados y no temen el ridículo. Los toritos suelen ser muy cortesesy callados. Los traidores amables… La verdad es que hay muchas variaciones porque a veces la estampilla se nota, más que en los ademanes, en no sé qué sombras del rostro e incluso en la manera de andar. Las manos también son muy buen exponente. Las de los ruines son de dedos cortos y uñas muy canijas; nunca hacen movimientos tajantes. Hay hombres cuyas manos no parecen de su cuerpo, y sí herencia de un antepasado de distinta biología. Las manos así resulta muy difícil saber de lo que son capaces. Los maquinadores e intrigantes se denuncian por la pasividad de sus manos. Mientras el cerebro pergeña el engaño tienen los dedos caidones y todo lo manejan con mucha pausa. En las manos se refleja muy bien la nobleza y frescura de sentimientos. Las timideces y osadías acaban y empiezan en la punta de los dedos. Cuando se habla con un sujeto de cuidado hay que mirarle algo a los ojos, bastante a los gestos y muchísimo a las manos. Suelen controlar bien el cerebro, pero las ideas apresadas a lo mejor se les derraman por los chorros de las manos. En ciertos oficios las manos funcionan solas, por su cuenta, aunque la mente esté en otro sitio».
Plinio, ya impaciente por la tardanza del Faraón y don Lotario, miró al reloj y volvió los ojos sobre aquella multitud de mesas. Tras las vidrieras se veía el scalextric de la glorieta de Atocha, y sobre él los coches parecían gusanos de luz. Dos chicas modestas, que olían a cocina, tomaban café en una mesa cercana y se hablaban con caras de mucha lástima. Entre las ventanas del local había hornacinas con cactus verdes de dudoso gusto. Abundaban las parejas de novios tristones con sus tazas o botellas sobre la mesa. Un camarero arrastraba los pies y hablaba solo. Novillo estaba enfrascado en la lectura del periódico. Y movía el papel sobre la mesa con movimientos precisos de marquetero. Plinio llamó al camarero y pagó la cuenta ante la impasibilidad del funcionario. No le extrañó. Cansado del local y la compañía decidió esperar en la puerta a sus amigos, pero aparecieron en aquel momento. Se puso de pie, recordó a Novillo la reunión del día siguiente, volvió a prometerle guardar su secreto, y con paso leve y ademán de ceñirse el correaje que se quedó en Tomelloso, fue hacia los que entraban.
– Venga, Manuel, que tenemos un taxi esperando -le dijo el Faraón con aire grave,
– ¿Qué pasa? -consultó a don Lotario con los ojos.
Éste hizo un gesto ambiguo, también con mucha seriedad.
– Tú vente -insistió el Faraón-, que la cosa se pone brava.
Salieron, se metieron en el coche, y quedaron callados. El taxista, como nada decían, preguntó:
– ¿Dónde vamos, señores?
– A un restaurante bueno que esté muy cerca del teatro Martín, que tenemos ganas de ver una gavilla de piernas- y soltó, coreado por don Lotario, la risa a todo trapo.
– Vaya, ya estamos con las bromas -comentó el Jefe-. Bueno, ¿qué pasa en Villa Esperanza?
– Te doy mil duros, Manuel, si adivinas quién vive en ese chalet -le retó Antonio, el corredor.
Plinio hizo un gesto de duda.
– No hay forma de que te lo imagines, macho. Dígaselo usted, don Lotario, por si cree que es otra broma.
– Allí vive, Manuel, nuestra paisana doña María de los Remedios la Barona, la que vino junto a ti en el coche de línea. Fíjate si este mundo es un comino.
A Plinio se le quedaron los ojos entornados y la boca prieta.
– Sí señor, allí vive con su mamá.
– ¿Y qué dijo cuando os vio?
– Nada. Le explicamos que pasábamos por allí, y que al acordarnos de que aquélla era su casa, decidimos hacerle una visitica… Sí se ¡o creyó o no, es otro cantar.
– ¿Le hablaron ustedes del asunto?
– Ni palabra -respondió don Lotario-. No lo consideré oportuno. Preferí que tú decidieses.
– Hicieron muy bien.
– No ves, Antonio -dijo don Lotario-, como yo conozco a mis clásicos.
– La mujer -siguió el Faraón-, invitó a un cafetito y nos enseñó el chalet que es enorme y hoy debe valer una millonada. Estuvo simpatiquísima, ésa es la verdad. Por cierto que nos dio muchos recuerdos para ti.
– Preguntamos a unos vecinos quién vivía allí, y cuando dijeron que la Barona decidimos entrar por curiosidad pero sin mentar nada del negocio. ¿Y qué tendrá que ver la Barona con las Peláez?, me pregunto.
– Hombre, al fin y al cabo es del pueblo… -Eso mismo le he dicho yo a don Lotario.