La casa de las hermanas coloradas

Mientras el agente Jiménez Pandorado fue por un coche, Plinio y don Lotario quedaron en la puerta de la Dirección General de Seguridad que da a la calle de Correos. Ambos con las manos en los bolsillos del pantalón, como dejados caer, instintivamente insolidarios con aquella marabunta de automóviles, luces y gentes. Un poco destemplados por el viaje, sentían sobre sus rostros aquellos reflejos, sombras de cuerpos y palabras cortadas, como algo muy ajeno y difícil de amar. Se sentían cosas en aquel mundo apretado y ruidoso.

– Manuel, debo estar un poco viejo -dijo de pronto el veterinario.

– ¿Por qué?

– Porque desde hace un tiempo siempre me estoy preguntando cuál es el secreto de la vida -dijo con voz opaca-. Debe ser que la muerte me ronda… O tal vez influencias del puñetero Braulio.

Plinio se pasó la mano por las cejas y luego de breve silencio, dijo con voz sentenciosa:

– Eso no es señal de vejez, sino de cordura. Yo rebino lo mismo desde hace años. Bastanticos. Braulio tiene razón en parte.

– ¿Quieres decir entonces que soy un poquito retrasado?

Plinio se sonrió:

– No es eso, maestro, es que cada cual tiene su momento para todas las cosas.

– ¿Y ya lo has superado?

– No. Cuando llega uno a esa perplejidad no la salta en jamás de los jamases… Lo que pasa es que se aguanta.

Unos jovenzuelos vestidos con levitones, melenas y pantalones de campana pasaron impetuosos, riéndose como si fueran a algo maravilloso.

– Fíjate qué optimismo…

Quedaron un rato callados, empozados en sus cavilaciones filosóficas. Fue Plinio el que rompió al cabo de un poco:

– Parece que las estoy viendo…

– ¿Qué, Manuel?

– A las gemelas coloradas… Con unos trajes blancos, riéndose, cogidas del brazo, por el paseo de la Estación, una mañana de verano. Llevaban un perrillo.

– Ni el padre ni la madre eran pelirrojos.

– Les vendría de algún abuelo… O un choque de sangres.

– Eso del choque de sangre está bien… Genes, decimos los científicos.

– Pues choque de genes.

– Hombre, si los genes chocan o no ya no lo sé.

Así estaban cuando llegó el agente Jiménez con un panzón que no correspondía a su juventud.

– Hasta dentro de un cuarto de hora o cosa así no tenemos coche.

– Pues vamos dando un paseo -dijo Plinio.

– Déjese usted de paseos que a mí me pesa mucho el buche. Nos bebemos unas cervezas aquí enfrente, en La Tropical.

A don Lotario le cayó bien la oferta.

– Hala, pago yo.

– Perdón, amigo, pero estas cañas son mías. Usted si quiere paga otras o lo que tomemos con ellas.

– De acuerdo hombre, yo pago los percebes.

– Pues ya puede usted preparar el bolsillo…

– No importa.

Aprovecharon un claro para cruzar la calle.

A medida que la cerveza caía en los vasos y que el camarero preparaba los racimos de percebes, don Lotario perdió sus melancolías y el agente Jiménez se frotó las manos.

– Cuando el mundo esté bien hecho -dijo don Lotario mientras le quitaba la uña al dedo de un percebe- viviremos casi exclusivamente de la mar. Porque en ella hay companajes y riquezas para todos. El mar está sin explorar. A los hombres les da miedo y sólo aprovechan las playas y cuatro pescaícos de nada.

Jiménez, sin dejar de beber y comer, se rio y movió afirmativamente la cabeza.

– Es verdad -comentó-, en la tierra hay poca cosa y cuesta mucho trabajo conseguirla.

– Entonces usted, don Lotario, cree que la tierra ya está muy vista.

– Vistísima, Manuel. Más percebes, por favor.

Liando estaban los cigarros cuando un «gris» les avisó que ya tenían el coche.

Jiménez junto al chófer, y los de Tomelloso detrás, emprendieron carrera.

Los dejó el coche junto a la puerta de una antigua casa de la calle de Augusto Figueroa. Desde el portal mal alumbrado, con desconchones y humedades, vieron que en la portería había una niña rubia leyendo un tebeo. Subieron por la escalera anchurosa, de escalones suaves. En los descansillos de cada piso había un banco antiguo, de nogal barnizado, como ofreciendo descanso o lugar de coloquio. Tras los desconchones recientes del zócalo aparecían retazos de decoración modernista, como orlas de un libro de Rubén Darío. Bromazos del destino. Aquellos dibujos y colores finiseculares, emergían para hacer un corte de mangas a los esnobs que han vuelto a descubrir los posters de los tiempos de Max Estella.

Ya en el descansillo del segundo Jiménez pidió el llavín y abrió sin titubeos. Al entrar, en el recibidor, notaron un refrior húmedo. Había una consola negra cuyo espejo soleroso aparecía salpullido de lunares negros, verdes y dorados. El tiempo se llevó el azogue y sacaba al aire la viruela mortal. Al mirarse uno aparecía con la cara tan revieja y purulenta como el propio espejo. Además daba a las imágenes una especial lejanía, como si tirase de ellas hacia un vértice lejano. Los tres hombres ante aquel espejo se pensaron en el fondo de un estrecho callejón que se marchaba.

Jiménez pasó delante encendiendo luces y abriendo puertas. El piso era inmenso. Olía a cerrado. Se sucedían las habitaciones grandísimas con altos ventanales, anchísimos balcones, gruesos muros. Todo él puesto al gusto del último tercio del siglo pasado, ni lujoso ni corriente, ni sobrio ni recargado. Se veía que cada mueble y cada objeto estaba en su sitio desde tiempo inmemorial. Las tapicerías, lamidas por el tiempo, parecían cachos de sol antiquísimo, de sanguina desvahída, de celeste casi blanco. Pañitos de encaje y almohadas disimulaban un poco aquellos tintes otoñizos. Sobre los muebles del gran comedor, platería que seguramente procedía de regalos de boda de la época de la reina regente, bodegones de aves muertas y de frutos color caldera de cobre. Se veían también óleos de caballeros enlevitados y barbudos, con alguna medalla o banda;

de señoras graves con cara de virgo puro. Fotografías con figuras hieráticas vencidas por la luz y las miradas. En las alcobas, mesillas de noche altísimas, mesillas en cueros; armarios de lunas descomunales que se tragaban toda la habitación, que se dejaban habitar por manojos de imágenes, cortinas y puertas al fondo. Coquetas como un gran abrazo con espejitos y pomos color de Rastro. Cruces con cristos patéticos. Lavabos con jofaina y jarros pintados de ramas verdes y amarillas. Percheros de pies como espinazos negros. Relojes cercanos al techo. Galerías talladas, con cortinas de damasco y terciopelo fatigado, sin nervio. Y un despacho con anaqueles altos y anchos, cargados de libros jurídicos y colecciones de revistas en tomos encuadernados. En los trozos libres de pared, títulos, diplomas y una vitrina con medallas y cruces efímeras, color herraje de ataúd exhumado.

Cómodas y armarios estaban cerrados con llave que sin duda las dos hermanas se llevaban cuando salían.

Parecía una casa en la que se hubiesen muerto todos a la vez. Que nadie volvería a abrir aquellos embozos, a sacudir las alfombras de pie de cama, a tocar el gramófono de altavoz de palmera, a meterse en el baño de cuerpo y medio, color yema de huevo; a sacar los anafres, a ponerse los camisones de dormir con florecillas lila, a hurgar en los costureros con almohadilla verde; a mover los dompedros y los irrigadores del cuarto trastero, a poner las figuras del belén, a contar las sortijas; mirar los recordatorios incluidos en los libros de misa; acariciar los pomos de las puertas o poner la televisión nueva y detonante que había en el cuarto de estar, cubierta con un tapete de encaje del año de la polka. Jiménez les señaló fotografías en las que aparecían las hermanas Peláez a distintas edades. Tan parejas, tan panochas, con sus sonrisas de medio lado, tan menudas…, tan cerca de los pies, con aquellas manecillas siempre en actitudes rítmicas. Plinio y don Lotario las reconocieron en seguida, hicieron los comentarios del caso y se detuvieron especialmente ante una solemne fotografía de don Norberto Peláez y Correa con toga, birrete y un código densísimo en la diestra. Debía ser de recién licenciado. En otra, ya de la edad aproximada en que se vino de notario a Madrid, aparecía con su esposa y las dos hijas en la glorieta de Tomelloso, junto a la fuente de Lorencete.

– Me acuerdo como si lo estuviera viendo -dijo don Lotario- por los paseos del Hospital, del brazo de su señora, rubiasca ella, y las mocetas delante cogidas del brazo, riéndose… La señora era vasca, de gran esqueleto, pechugona, pero en fuerte, de piernas largas y cutis sedoso. Don Norberto era de Madrid.

– Y no era pechugón -comentó bromista el agente Jiménez. Luego les señaló una fotografía que había sobre la mesa del despacho.

Don Lotario se acercó al retrato en el que aparecía la señora de don Norberto, muy joven. Debajo había una dedicatoria: «A Norberto, Alicia».

– Es ella, sí.

Sobre el sillón de la mesa del despacho un horrendo retrato al óleo de don Norberto.

Siguieron el examen del piso, con comentarios leves y evocaciones, hasta que Jiménez, impaciente, miró el reloj y dijo:

– Bueno, señores, yo tengo que marcharme. Como les ha dicho el comisario, el caso está en sus manos. Aquí tienen la llave del piso y la lista de las diligencias hechas. Yo estoy a su disposición en todo momento. A ver si averiguan pronto el paradero de esas gemelas encarnadas o coloradas como ustedes dicen.

Y sin más les tendió la mano y salió de naja.

Ya solos, dijo Plinio:

– Vamos al cuarto de estar que me ha parecido ver una mesa camilla con brasero eléctrico, que yo me noto destemplado en este bodegón.

Apagaron las luces y fueron hacia allá. Al pasar ante el teléfono que estaba en el pasillo Plinio cogió el cuaderno de direcciones.

Encendieron el brasero y una lámpara de mesa y se sentaron en amor y compaña. Liaron suscaldos y Plinio, con los primeros humos, se caló las gafas y empezó a ojear el cuaderno con su acostumbrada cachaza. En la lista de diligencias que le entregó el agente Jiménez, se veía poca labor y facilona.

El veterinario, con el sombrero hasta las cejas, el rostro astuto y el cigarrillo en la comisura, miraba a todos los rincones de aquella pieza, la más pequeña de la casa, pero en la que sin duda debían hacer su menuda y solitaria vida las hermanas coloradas. Según la información de Jiménez, no tenían más servicio que la asistenta que venía un día sí y otro no para lavar y hacer la limpieza. El resto de la semana permanecían solas las huérfanas del notario, según contó al comisario la propia asistenta, que fue la que descubrió la desaparición de sus viejas señoritas.

Llamaba la atención en aquel cuarto, que lo más visible de cada pared estaba cubierto de pequeñas y medianas fotografías enmarcadas, de familiares y amigos. Debían estar allí para tener siempre presente lo que fue lo más y mejor de su vida.

Don Lotario empezó un examen detenido mientras Plinio seguía con el cuaderno de los teléfonos. Muchas de las fotos estaban ya en pleno crepúsculo de sus sepias. Pronto, descoloridas por la luz, serían cartulinas pajizas sin perfiles ni manchas. Don Lotario pasaba rápido sobre los rostros de gentes desconocidas para él y pensaba que el recuerdo de las personas al poco de su muerte se despegaba de las memorias amigas y familiares como las sepias de aquellos retratos. Y pronto llegaba el día, que en todas las cabezas que nos retrataron y corazones que nos quisieron, no quedaba absolutamente ningún rabo de recuerdo. Y más luego, hechas partijas de nuestros papeles, enseres y trajes, desmontado el nicho para otros vecinos y rota la lápida, lo que fue nuestra vida v presencia, nuestra palabra y dengue, quedaban tan fuera de la realidad, tan aire, como antes de haber nacido. Y recordó al propósito, que cierta vez, que desolaron el piso de la sala de su casa, halló en el envés de una de aquellas baldosas de mármol antiguo, que en tiempos debió ser piedra de nicho, esta escritura: «Justo Martínez Lo… (1802- 1837)». Obsesionado por el hallazgo, durante meses indagó en el pueblo entre Lobos, López y Lorenzos. Entre Martínez y Justos Martínez por si alguien le daba seña del amo de aquel nombre que él y sus antepasados inmediatos pisaron durante toda la vida. Y fracasó. Que el archivo parroquial lo quemaron durante la guerra y el civil no alcanzaba tan lejos. O sea -se decía- que el tal Justo Martínez Lo… vivió treinta y cinco años sobre esta cáscara despectiva sin haber dejado la más liviana pestaña de memoria.

– ¡Justo Martínez Lo…! -gritó de pronto más atento a la realidad de su pensamiento que a la de fuera- sólo queda de ti en este valle de legañosos tu nombre cojo, que por una casual yo conservo en la memoria.

Al oírle aquel especie de planto, Plinio levantó los ojos del cuadernillo y quedó mirándole sobre los lentes. Pero como don Lotario continuó su examen sin darse por enterado del efecto de su recitación, el guardia, con gesto de no entender, volvió a sus teléfonos.

Hasta bien pasado un rato no habló don Lotario para decir:

– Mira Manuel, aquí hay más fotos del pueblo.

Se levantó y fue a mirar donde le señalaba el albéitar.

– Fíjate: están en la puerta del Ayuntamiento con el alcalde Francisco Carretero.

– Qué gordo estaba entonces el hermano Francisco.

– Debió ser un día señalado, porque los dos parecen muy bien trajeaos y Francisco lleva la vara.

– Oiga usted, don Lotario, ¿quién es un tal Justo Martínez Lo…?

– ¡Coño! ¿Y tú cómo sabes ese nombre?

– Lo acaba usted de mentar hace un momento.

– ¿Yo?

– Sí señor, usted ha dicho en voz alta: Justo Martínez Lo… Presente y qué sé yo qué retahila.

– Habré dicho: ausente.

– No recuerdo bien lo que siguió. Pero ya hace usted tertulia consigo mismo como aquel viajante catalán que iba al Círculo Liberal antaño, y se vendía a sí mismo la mercancía entre café y café. ¿No se acuerda usted?

– Sí hombre, ¡no me voy a acordar! Si una noche se lio a bofetadas con un cacho de aire a la vez que le decía: Toma Melitona, por puta. Toma, toma.

– Y cuando se tomaba seis u ocho copas de coñac… que se tomaba más cada noche, parecía que hablaba con mucha gente a la vez. Cuanto más coñac bebía, con más señores debatía. Ramoncillo Marín le llamaba el de la tertulia espiritual.

– … Pues usted anda por el mismo camino conversando con ese Justo Martínez…

Don Lotario se rio y contó a Plinio la historia de la baldosa de su casa.

Cuando acabaron estos devaneos, los dos amigos se pusieron a llamar a los teléfonos que venían en el cuadernillo de acuerdo con un plan que se hizo el guardia.

El primer teléfono correspondía a una tienda de ultramarinos. Don Lotario tomó la dirección que le dictó Plinio. Al segundo no contestó nadie. El tercero era de la casa donde avisaban a la asistenta, según explicaron. El cuarto, de la casa de don Jacinto Amat, confesor de las dos hermanas. Plinio pidió que se pusiese el cura y aprovechó para pedirle una entrevista. Se citaron para el día siguiente en el café Universal. Continuaron un buen rato con las llamadas hasta sacar una lista de gentes entre las que estaban una modista, un herbolario, el practicante, la lechería y gentes por el estilo. De todas maneras, a la vista de lo que ya sabían se hicieron el plan de trabajo para el otro día, y se disponían a marcharse a cenar al hotel cuando sonó el timbre de la puerta.

– Coño, Manuel, a que son las hermanas coloradasy nos quedamos sin caso -dijo el vete con todo el dolor de su alma.

Plinio no pudo evitar la carcajada y tosiendo por ella y el humo del cigarro que le llegó hasta las más estrechas angosturas de los bronquios, salió a abrir.

Era una mujer reseca y nerviosa, todavía joven, pero maltratada por el trabajo y tal vez la necesidad.

– Soy Gertrudis, la asistenta de las señoritas -dijo muy redicha.

Y como a pesar de la poca luz reconoció a Plinio, añadió:

– Anda, Dios mío, si es el Jefe Plinio.

– Pero, Gertrudis, no sabía que vivías en Madrid.

– Sí, señor, desde hace dos años. Como todo el mundo. ¡Atiza, y don Lotario aquí también! -añadió gozosa al verlo asomar-. ¡Cuando yo digo…! Qué gusto me da verlos. Así al pronto vestío de chaqueta no me apercibí, pero en cuanto que le oí hablar… ¿Y qué hacen ustés aquí?

– Nada. Que me han llamado a ver si aclaro la desaparición de tus amas.

– Ángela María. Pues yo es que he ido anca mi otra ama, donde voy algunos días, y me han dicho que me han llamao dende aquí. Y me he dicho, pues voy al contao… Como están cerquita, no sea que vaya a haber algún nuevo estropicio.

– No hay nada nuevo. Anda, siéntate.

– Si quieren ustés primero les sirvo unas cervezas, que están ahí en la nevera y se van a echar a perder. Y también hay jamón.

– Pues muy bien -dijo don Lotario-, pero tráete también para ti.

– ¡Ay qué gusto que me da verlos! ¡Qué gusto y qué gusto! -se fue diciendo por el largo pasillo.

Cuando iban a medias con el jamón y la cerveza, sentados los tres al amorcillo del brasero, empezó Plinio su interrogatorio:

– ¿Y tú cómo caíste en esta casa?

– Vaya, porque las señoritas siempre quieren pa' to' gente del pueblo. Aquí se come de to' lo de allí: morcillas, chorizos de Catalino, vino de González Fernández, queso de la Inocencia Torres. Y yo les hago de cuando en cuando gachas, galianos, migas con uvas. Ya digo, de to'. Le tomaron el gusto cuando vivieron allí… Y muy buenas que son las señoritas. Buenas a carta cabal. Más listas que cardona. Y movidicas, muy movidicas. Siempre de acá pallá. Limpias como los chorros del oro. Todos los días se lavotean de arriba abajo sin dejarse rodal. Y de primores los que se quiera. No tienen sacio, mire usted. Pa lavarse y trabajar no tienen sacio. Como son medias, piensan igual y hacen igual. Yo, muchas veces, sobre todo vistas en camisón, no sé cuál es una y cuál es otra. Una, ustés me entienden, es más nerviosa y dicharachera. La otra más mansa, con más pachorra, pero se mueven igualico y hacen los mismos gestos. Yo, ¿sabe usted, Manuel, por qué las distingo? Porque una de ellas, la señorita Alicia, tiene muy fea la uña del dedo gordo de la mano derecha. Se conoce que la mudó.

– Oye -le cortó Plinio-. ¿Y tú qué crees que puede haber pasado?

– Ni ajo. Ya se lo dije a los pulicias de aquí de Madrid. Ni ajo. Robarles no les han robao, porque sus cuartos, que deben ser bastanticos, los tienen en el banco. Aquí después de irse ellas no han tocao manos. Además, ¿qué les voy a decir? Ya lo sabrán ustedes, ellas salieron tan campantes y por lo demás son un alma de Dios, ¿quién iba a malquererlas? Y en tocante a las ansias, ya no están para trotar colchones. Qué lástima. Más castas son que san José bendito.

– ¿Y de la gente que venía por aquí?

– Conozco a to' el mundo que viene por aquí. Toas gentes, como Dios manda. Muchos de Tomelloso. Qué les voy a decir a ustés. Esto es un misterio más grande que el de la Encarnación.

– He notado que están todos los muebles cerrados con llave.

– Ah, eso sí. Aunque en la casa sólo estaban ellas. Vamos, y yo que es como si fuera de la familia, to' lo tenían siempre cerraíco. Ellas mismas se reían de su afán.

– ¿Y dónde guardan las llaves?

– Toas en el cajón derecho de la coqueta grande.

– ¿Y la del cajón de la coqueta?

– En su bolso. Una cada una. Pero no van ustés a encontrar na sospechoso. Pierdan cuidao.

La Gertrudis se expresaba con ademanes radicales y esquemáticos. Su verbo, aun mal pronunciado, rascaba como una rúbrica incisiva. A veces levantaba en el aire su mano deformada por el trabajo, con el índice muy derecho. Y cuando escuchaba, sus ojos hundidos en la carne mate y sin jugo se movían como azogue, sin pestañeo.

– ¿Las dos eran solteras y sin compromiso?

– ¡Uh, qué lástima! Pues claro. La María tuvo un novio, su único novio, que desapareció en la guerra. A la otra, según creo, nadie le dijo ajo. Guapas, la verdad, no han sido. Y además a mí siempre me parecieron mujeres de poco… vamos, de poco calor… Y ustés me entienden.

Don Lotario se sonrió.

– Ea, pos si es la verdad. A las mujeres calientes, aunque sean mayores, se les nota el trajín de la sangre. Pero éstas…

– Bueno -dijo Plinio apurando la cerveza-, como tendremos que preguntarte cosas de cuando en cuando, te llamaré a ese teléfono.

– Eso es. Yo voy a esa casa todos los días. Ustedes me llaman y vengo como una bicicleta, porque es ahí mismo, en Gravina. Pa' lo que necesiten, aquí está la Gertrudis. Y más siendo quienes son. ¡Pues no es na', Plinio y don Lotario!

Cansados del viaje decidieron no salir aquella noche, y después de cenar en el hotel, se pasaron al saloncillo que hay conforme se entra a la derecha por ver si venía el Faraón y fumarse un cigarro antes de irse a la cama.

En un sillón había cierta señora muy mayor, con aspecto de extranjera, que tenía un pequinés sobre el halda. En otro sillón, un negro joven leyendo un libro en inglés.

Desde que entraron, la señora del perro no les quitaba ojo. Por fin, al cabo de un rato les preguntó con acento francés:

– ¿Ustedes también son de Tomelloso?

– Sí, señora -contestó don Lotario-. ¿En qué lo ha notado?

– Porque todos los que vienen a este hotel son de ese pueblo.

– Menos ése -dijo señalando al negro con disimulo.

– No. Ni yo tampoco, pero este perrito, sí.

– ¿Sí?

– Sí. Me lo regaló una niña de Tomelloso. Es mi hijito.

Y quedó callada acariciando suavemente al pequinés, que parecía muy a gusto.

– Yo no tengo más familia que este «pegito». Todos murieron en Francia.

– ¿Y hace mucho tiempo que vive usted en España?

– Cinco años.

– ¿Le gusta nuestro país?

– No. Pero da lo mismo morir en un sitio que en otro.

Se hizo un silencio tan denso que hasta el negro lo notó y levantó del libro sus ojos de loza blanca.

Y la señora francesa, con el perro bajo el brazo, se levantó muy digna, hizo una inclinación de cabeza y se marchó.

Don Lotario hizo un gesto de extrañeza a Plinio. El negro volvió a su lectura arrellanándose en el sillón.

Asomó don Eustasio a ver quiénes quedaban en el saloncillo. Por encima de las gafas miró al negro. Charlaron un rato con él, que les contó cosas de la señora francesa, y en vista de que no venía el Faraón, bostezando, se fueron a sus dormitorios que estaban en el piso superior.

A primera hora de la mañana volvieron a Augusto Figueroa. Con ayuda de un agente que enviaron de la Dirección, abrieron el buzón y el cajón de la coqueta donde estaban todas las llaves de la casa. Y, pacientemente, empezaron el examen de ropas, cartas, fotos, recuerdos, armarios, cómodas y comodínes por si encontraban algo que les diese señal.

De cuanto pasó por sus manos y ante sus ojos durante la mañana, la única cosa que llamó la atención de Plinio y de don Lotario fue un feto, como de pocas semanas, conservado en un frasco de alcohol. Estaba en un rincón del estante más alto del armario de tres cuerpos, que había en la alcoba que debió ser de los señores Peláez.

– Será una reliquia familiar -dijo don Lotario.

Plinio dio la razón a don Lotario y confirmaron aquella condición de relicarios que debían tener las hermanas Peláez, porque también hallaron en cajas diversas matas de pelo, dientes de leche, un braguero de quebrado y un guante femenino con quemaduras.

– Sí… deben ser gentes muy recordadoras y muerteras.

Pasado el mediodía llamó la Gertrudis a avisarles que venía «al contao» a echarles unas cervecillas.

– No creas que esto de venir a Madrid y estar todo el día metido en este pisanco… -dijo de pronto don Lotario con aire de pataleta, mientras se asomaba al balcón.

Plinio quedó mirándolo con cara de «gagá»:

– Pues qué quiere usted que hagamos, ¿ir a Pasapoga? Hemos venido a trabajar.

– Sí, hombre, pero todo se puede hacer a la vez. Por ejemplo, darse un paseo por el Rastro, tomar un caldo en Lhardy, ir al Retiro un ratejo… Qué sé yo… A mí es que no me gusta trabajar así ba¡o cubierto.

– Pues lo que sea de aquí ha de salir… Y tiempo tendremos. Cuando acabemos el caso, dedicamos un día al folclore.

Plinio recordó el armario grande de un cuarto contiguo a la cocina y se fue hacia allá con el humor un poco averiado. Don Lotario continuó un rato ante el balcón lleno de sol y de claras fachadas, con cara mohína, y por fin, arrastrando los pies y con maldita la gana, fue donde estaba el Jefe.

Había conseguido abrir el gran armario. Estaba totalmente lleno de muñecos y muñecas de distintos tamaños, épocas y calidad. Todos limpios, bien trajeados y colocados con un orden casi aburrido. Docenas de ojos de cristal mirando a aquellos hombres. Manos alzadas con los dedos abiertos. Sonrisas congeladas. Labios rojos y muchas cabecillas rubias. Plinio contemplaba aquel muñequerío con ternura. Allí estaba, en múltiples figuras de China, cartón y plástico, simbolizada la maternidad frustada de las hermanas coloradas. Y a sus sesenta años largos, se las imaginaba en las tardes solaces, junto a aquel almacén de peponas, canturreándoles, mudándoles vestidos, durmiéndolas con nanas reviejas y quizás en un descuido, arrimándoselas al calor de sus tetas pasas, a sus labios barbecheras o acunándolas en sus haldas sin pecado. Tal vez por la noche se llevaban alguna, la preferida, hasta el embozo frío de su cama para intentar calentarlas con sus costillares tallados, con el blancor de su camisón, con la pelirroja hoquedad de sus sobacos. Todos los niños y niñas que no parieron y pensaron estaban multiplicados en aquel armario. Unos con chupetes, otras con lacitos, otras con un sombrero de playa inverosímil… Y Plinio trasladó el pensamiento a su hija, a su pobre hija, ya madura, que tal vez quedase sin matrimonio, soñando también en partos clamorosos, en hijos como capullones arrebujados en mantillas, en babas, besos y llantos nocherniegos. Una mujer con el papo intonso y la barriga sin creación es el ciprés más triste y entristecedor del mundo. Hay que darle su juego a la barriga y sudar en las noches entre abrazos y suspiros chillados; hay que parir de cuando en cuando echando cuerpos, placentas, licores y gritos. Hay, coño, que darle a la mitad del cuerpo de abajo lo que es suyo y no pasarse las noches como un busto de mármol sobre el embozo.

– ¿Qué haces tan serio mirando esas muñecas? -le preguntó don Lotario al guardia.

– Nada. Pensaba.

Sonó el timbre. Fue don Lotario. Era la Gertrudis. Llegó con sus pasos tiesos y después de dar los buenos días, preguntó sin malicia qué habían hecho allí toda la mañana. Plinio le contó con naturalidad las cosas, muebles, rincones y habitaciones que habían inspeccionado.

La Gertrudis, dándoselas de avisada, empezó a hacerles un examen de inspecciones:

– ¿Han visto ustés el armario hondo…? ¿Y la cómoda grande…? ¿Y la despensa…? ¿Y el armario de «los niños»…? ¿Y los bajos de la librería…? ¿Y…?

A cada demanda de la retahila, Plinio decía que sí con la cabeza. Cuando la Gertrudis se dio por vencida, fue a por las cervezas. Plinio, sentado en el sillón, bostezó. Don Lotario volvió al balcón de sus añoranzas.

– Pero hay una cosa que de seguro, de seguro no han visto ustés -dijo la mujer cuando entraba con las cervezas.

– ¿El qué?

– ¿Que el qué…? El cuartejo de los espíritus.

– ¿Y qué hay en ese cuarto?

– Ay, mire usted, nunca lo vide.

– Y lo que hay en los armarios, consolas, mesillas, baúles y demás, ¿lo has visto alguna vez?

– Tampoco, no señor. Ellas son muy guardadoras.

No se volvió a hablar más del asunto hasta que los tres con mucha pausa y regodeo acabaron con las cervezas y el jamón. Así que los hombres encendieron los pitos, dijo el Jefe:

– Venga, vamos a ver ese cuarto de las ánimas del purgatorio.

– De los espíritus, Manuel, no sea usted hereje.

Entre el armario grande isabelino y la puerta de la alcoba que daba a un gabinetillo de pocas luces, había una cortina clara que tapaba un callejoncillo, en el que se veía otro armarito de sabina que ya habían examinado. Tenía ropas usadas y cosas de lana.

– ¿Dónde está el cuarto de los fantasmas? Ese armario ya lo hemos visto.

– De los espíritus, Manuel. Está detrás del armario. Vamos a desarrimarlo y verá.

En efecto, al apartar el armario, vieron una puertecilla cubierta con el mismo papel de las paredes de todo el dormitorio. Papel antiguo, de regusto modernista, un poco tétrico.

– ¿Y por qué le llamaban el cuarto de los espíritus?

– Pues no lo sé. Mire usted… Cuando apartábamos el armario para limpiar, ellas siempre lo llamaban así.

– Pero ¿en broma?

– No, señor; muy requeteserias.

Probaron largamente con las llaves más aparentes que había en el cajón de la coqueta, hasta que hallaron la cabal.

Abrió don Lotario. Era un cuartichín mal iluminado por un ventanillo alto que daba al cuarto del carbón y olía a lugar cerrado y a naftalina. Dieron a un interruptor que había junto a la puerta. Y resultó que el cuarto era mucho mayor de lo que podía apreciarse a la luz lavácea del ventanuco. En él no había otra cosa que ocho o diez maniquíes de cartón y alguno de mimbre, cubiertos con ropas de distintas épocas. Lo curioso era que sobre el cuello de cada uno, a manera de cabeza, habían puesto la fotografía ampliada de una cara. Formaban un pelotón absurdo, de invención pueril. Un maniquí correspondía a don Norberto vestido de chaqué, sepa Dios por qué. Otro, a doña Alicia con abrigo negro de pieles. Otros, de familiares barbudos o con bucles, que ya habían visto en los retratos que cubrían el cuarto de estar, vestidos de levita o faldas hasta los pies. Entre todos destacaba el maniquí cubierto con un uniforme militar de los años treinta, que tenía por cabeza el retrato ampliado de un joven con los ojos un poco de lechón. Sobre el pecho del uniforme entre algunas insignias republicanas habían cosido un corazón de almohadilla, en el que se leían bordados con letras amarillas estas razones: «María Peláez, mi amor eterno».

– Ah, éste será el novio de la señorita María, el que desapareció en la guerra.

Plinio y don Lotario reían tiernamente contemplando las figuras de aquel museo inefable, mientras la Gertrudis no salía de su extrañeza:

– ¡Bendita sea la Virgen de Peñarroya y qué mortandad han puesto aquí! Con razón le llamaban el cuarto de los espíritus. Si esto es pa' mear y no echar gota… Yo lo que no sé es cómo conseguirían el uniforme del novio de la señorita María. Porque ella jamás vio hombre en pelota. Eso, fijo corno la vista.

– Hombre, lo traería él… O lo comprarían ellas.

– No sé, no sé. Me escama mucho. Ropa de ajeno en esta casa.

Los maniquíes estaban colocados por orden cronológico. Sólo quedaba fuera de las ringlas genealógicas el militar del corazón cosido.

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