A la caída de la tarde se despertó confuso. No atinaba a saber dónde estaba. «¿Qué habitación era aquélla? ¿Qué pueblo? ¿Qué hacía allí?» El ruido de los coches lo regresó poco a poco el cerebro a Madrid, al Hotel Central, al caso de las hermanas coloradas. Se quedó un rato con la cabeza fija en la almohada y los ojos en las rendijas del balcón por donde entraban las últimas claridades de la tarde. Encendió un celtay quedó con él entre los labios y ambas manos entrelazadas bajo la nuca. Echó un vistazo a las mangas de su pijama azul, y sintió salirle una media sonrisa. «Tenía gracia, él, Manuel González, guardia municipal de Tomelloso, de la virula familia de "los Plinios", vestido con pijama. Era el primero de su generación que se encamaba así. Y todo por el dichoso viaje a Madrid. Por las hermanas Peláez. ¿Por qué creyó su hija que era necesario ponerse pijama para acostarse en Madrid?»
Se vistió despacio y bajó al recibidor. Echó un vistazo a los periódicos de la noche que había sobre una mesa. «Sin noticias de las desaparecidas hermanas Peláez», rezaba el titular de última página de uno de los diarios más esparavaneros. Y seguía: «Nos informan en la Dirección General de Seguridad que se continúa sin noticias del paradero de las señoritas Alicia y María Peláez, desaparecidas de su domicilio de Augusto Figueroa el pasado sábado, según informamos. Parece ser que se ha encargado especialmente del caso un famoso colaborador de la B.I.C. cuyo nombre no nos ha sido revelado. Se tiene, no obstante, la impresión de que las pistas que se siguen darán fruto inmediato».
Manuel quedó pensativo. Le había hecho gracia lo de «famoso colaborador de la B.I.C.». Qué contento se iba a poner don Lotario.
Tras el mostrador de recepción apareció don Eustasio, el dueño del Central, que mirándole sobre las lunetas le dijo a manera de saludo:
– Por cierto, Manuel, le llamaron por teléfono a eso de las seis.
– ¿Quién?
– No dio nombre. Preguntó por usted y al decirle que dormía, colgó.
– ¿Voz de hombre o de mujer?
– De hombre.
Dándose un paseo Alcalá arriba, volvió a la casa de Augusto Figueroa. Desde el portal vio que, como era frecuente, no había nadie en la portería. Abrió el buzóny entre varios folletos de propaganda y un aviso a las señoritas Peláez para que ocupasen una mesa petitoria en la iglesia de San José, encontró una carta en cuyo sobre se leía: «A los señores policías que intervienen en el caso de las hermanas Peláez». Plinio se caló las gafas y allí mismo, junto a la escalera, rasgó el sobre. Contenía una sola cuartilla de papel muy corriente y escrito con rotulador rojo: «Yo he raptado a las hermanas Peláez. Venganza. Nunca las encontraréis. Imbéciles. El Gato Montes». Plinio releyó el papel, hizo un gesto ambiguo, se lo guardó en el bolsillo y subió la escalera lentamente. Al abrir el piso vio con sorpresa que estaba encendida la luz del gabinete o cuarto de estar, que tenía puerta al mismo recibidor. Entró. No había nadie. Estaba totalmente seguro de que por la mañana no encendió aquella luz. Hacía un sol hermoso, y por la ventana, que daba a un corral almacén de materiales eléctricos, entraba mucha claridad. No, no encendió la luz. Si el día era bueno, en aquella habitación podía estarse con luz natural hasta bien entrada la tarde. Escuchó hacia el interior de la casa. Nada se oía. Lentamente, con los cinco sentidos en tensión, empezó a recorrerse el piso. En una casa tan grande era difícil reparar en cualquier detalle menudo… «¿Y con qué llave habían abierto el piso? Según la cuenta había tres: las que tenían cada una de las hermanas en su bolso respectivo y la que siempre dejaban en la portería, que ahora tenía él en su poder.» Plinio encendía luces mirando hacia todos lados con los ojos guiñados y todas las antenas de su pálpito bien desplegadas. No se atrevía a tocar nada. Cada mueble estaba en su sitio. Todos los cajones y puertas cerrados. Nada se notaba forzado. «Es raro -pensaba-, quien estuvo aquí sólo dejó el testimonio más visible: la luz de la habitación que está más a mano. Debió ser persona muy concentrada, atenta a algo muy concreto. Conocedora de la casa, de su orden, de su ritmo y de la situación en que quedó todo después de la intervención policiaca. ¿Con qué prisa o distracción marchó el visitante para olvidarse apagar aquella luz?» Plinio cayó en la cuenta de que debían haber venido ya bien andada la tarde, si no habría sido innecesario encender aquella luz. «¿Se cercioraron de mi ausencia con la llamada telefónica al hotel? ¿O lo que buscaban estaba en el gabinete? ¿Qué cosa importante podía haber en aquel sitio, de paso y sin escondites? Lo más probable es que fuese la primera habitación por donde pasó, o la última… El juego debía de estar entre los asiduos de la casa.» Por su memoria pasaron rápidamente los semblantes y nombres de todos los interrogados, de todos los próximos a las hermanas Peláez que él conocía… Y el texto del anónimo tontorrón firmado por «El Gato Montés…». Claro, que no era fácil. Así que salen en los periódicos estas noticias de raptos, robos y crímenes, en seguida llegan anónimos cretinos. Él lo sabía por larga experiencia. Sus autores son ladrones o criminales impotentes o en potencia, que se desfogan con cartitas sin firmar. Lo que sí tendría gracia es que aquel «caso» de aspecto simplón, doméstico, de dos hermanas solteronas, histeriquillas y tiernamente ridiculas según la cuenta, de pronto diese la cara con aquella misteriosa complicación y echase por tierra su concepto de las personas hasta ahora consultadas y conocidas… «Bueno, ¡puñeto!, ¿y por qué este accidente va a cargar el caso de misterio y quitarle el aire vecindón que me pareció tener desde el primer momento…? Pero caso vecindón, ¿por qué…? ¡Ay qué coño!, y qué lío me estoy haciendo… El que parezca casero por la clase de gente que lo rodea, no quiere decir que no haya intervenido, vaya usted a saber por qué, un sujeto retorcido…» Le llevaría el anónimo de «El Gato Montés» al comisario no fuese él a estar equivocado.
Fue a la nevera, tomó una loncha de jamón, se la comió empujándola con los dedos, y bebió un buen trago de una frasca de tinto que allí había más que mediada. Acabó. Satisfecho, eructó suavemente y a la misma luz que salía del frigorífico abierto, lio uncaldo con calma. Encendió, cerró con el pie la puerta del armariete frío, y reemprendió el recorrido de aquel pisanco. Al cabo del paseo volvió a entrar en el despacho reliquia de don Norberto, y encendió la lámpara de bronce con tulipas en forma de tarros de botica, y empezó a pasear otra vez la mirada por cada una de las cosas de aquella pieza recargada. Sobre el sillón de la mesa, retratado al óleo con una tiesez de leño, lo miraba don Norberto. Tenía la boca fruncida, con los labios muy sólidos y acorchados para mayor gravedad de notario. Sentado, apoyaba la mano derecha sobre una mesa que parecía la misma que estaba bajo su retrato. Éste, como tantas veces ocurre con esta clase de pinturas, no parecía de don Norberto, a quien Plinio conoció muy bien, sino de una mala estatua policromada del notario que fue de Tomelloso y luego de Madrid. Los malos pintores, en trance de hacer un retrato, parece que primeramente esculpen el modelo con no sé qué clase de barro coloreado, y luego lo copian en el lienzo. Los falsos pintores como los falsos escritores, no saben ver directamente lo que desean pintar o escribir. Y lo que hacen es recordar borrosamente lo que otros pintaron o escribieron, y adecuarlo a lo que ellos quieren pintar o escribir. «A su manera, pensaba Plinio que el verdadero artista es el que sabe comunicarse con las cosas y los tipos, y luego trasladar a los demás esa comunicación. Es decir, hacérselas ver como él las vio, porque sin él, los otros -lectores y espectadores- no las verían. Y el mal artista, ni se "comunica", ni sabe comunicar a los otros si no se refiere, torpemente, a otros comunicados y comunicadores anteriores.» Remirando aquel retrato horrendo y pensando en aquellos fáciles símiles, Plinio reparó en seguida en algo que sólo a una sensibilidad sabuesa como la suya podía sorprenderle: «Aquel cuadro había sido movido últimamente». Al filo de la parte derecha de la moldura de su marco, se apreciaba una línea clara en la pared, que se estrechaba hacia arriba. La pared, oscurecida por la luz, el polvo y el humo de la calefacción, blanqueaba al hilo del marco, dibujando aquella cuñita. Plinio, después de mirarlo un poco, levantó el retrato por su base. En efecto, debajo del cuadro se veía el muro en su color prístino, en el que fue pintado. La envarada figura de don Norberto se tragó el humo, el polvo y la luz destinados a aquel recuadro de pared que el retrato cubría. Digo que vio el recuadro claro… y casi en el centro del mismo, una caja de caudales empotrada… «Coño, qué pena, si estuviese aquí don Lotario, diría que mis palpitos han llegado al no va más de la preponderancia.» «A pesar de haber dormido siesta estoy en forma. Dios mío, dame suerte por la Gregoria y por mi hija.»
Pero Dios no le dio suerte, porque el cuadro no se dejaba descolgar. No tenía, como suele ocurrir, cáncamos enganchados en una o dos alcayatas. Parecía estar prendido en la pared, con una especie de pernio, gozne o no sabía qué ingeniosidad. No había forma de apearlo. Se le cansaban los brazos de sostenerlo en alto, el cigarro iba a quemarle el labio, y tuvo que volver el cuadro a su vertical para tomar aliento y dejar la colilla. Al cabo de un ratillo tornó a alzarlo con una mano, con la otra encendió el mechero y lo metió bajo la rampa que formaba el retrato sobre el muro, por ver si columbraba alguna apoyatura. Y en seguida apreció que en el recuadro claro había dos desconchones de pintura, hechos por algo que allí rozaba con frecuencia. Y ahora, mirando la trasera del bastidor a la altura de los desconchones, descubrió que, pegadas a los listones verticales del lienzo, había dos varetas metálicas muy finas, abatibles, que al apoyarse en el muro, sobre las rozaduras precisamente, permitían que el retrato quedase despegado por la parte baja, a una distancia suficiente para poder abrir la caja de caudales.
Astuto don Norberto o astutas coloradas. La caja, muy sencilla, no tenía combinación alguna. Sólo la bocallave tapada con un disco niquelado y un pomo muy chato para tirar de la puerta. Plinio se fijó bien en el tamaño de la bocallave y rápido fue al cajón de la coqueta a ver si entre el montón de llaves que allí había, encontraba alguna aparente. Tomó los llaveros, volvió al despacho, probó y volvió a probar en vano. No era ninguna. Y hacía las probaturas con mucho tiento, procurando no tocar el pomo ni el disco de la bocallave sin la ayuda de un pañuelo, porque a lo mejor había que recurrir al latazo de las huellas digitales. Repasó todas. Nada, que ninguna iba.
– Se jodio el pálpito- dijo sentándose en el sillón del notario con todas las llaves en la mano, sin volver el cuadro a su posición vertical.
Encendió otro celta, que no tenía el pulso paracaldos, se echó el sombrero hacia el cogote y se puso a lo de siempre, a pensar. «Una de tres, o el visitante se llevó la llave, está en otro sitio que él se sabía, o se la proporcionaron las puñeteras hermanas coloradas… a gusto o por la puritica fuerza. No te creas, que como sea el Novillo el que tiene secuestradas a las hermanas coloradas, allí en las cochineras del Ministerio, sería para mingitar y no echar gramo. Que está visto que un Ministerio bien administrao vale para todo… Porque el anticachondo del sobrino, el de los sellos, estaba en París cuando el rapto de las agüelillas… Leche, ¿y si no estaba? ¿Quién te dice a ti que no fue más allá de Torrelodones? Porque en la gilipollas de la portera, en la ráfita de la asistenta o en la mirafuera de la costurera, no me parece cuerdo echar sospecha… ¿Y en el cura? Hombre, todavía hay ciases. Claro que a lo mejor estamos aquí tocando el bombardino en serio, y existe por ahí un perillán que ni hemos olido… Pero ¿quién le iba a decir a ese perillán incógnito que yo me hospedo en el Hotel Central? ¿Y si estoy o dejo de estar a determinadas horas? Le digo a usted, señor notario -siguió echando un reojo al cuadro levantado como trampilla-, que el caso se pone cada vez más cicutrino. Qué digo cicutrino, se pone precioso, relucio como un almirez. Ya estaba bien de cansinería. Pues estuviera bueno que para una vez que le dan a uno juego en Madrid fuese a ser esto la gallinica ciega…»
En este punto estaba de sus divagaciones, cuando sonó lejano el timbre del piso. Plinio se levantó, batió las patillas del cuadro, dejándolo bien enrasado, apagó, fue hasta la alcoba, guardó todas las llaves en el cajón de la coqueta y abrió la puerta. Eran el Faraón y don Lotario.
– ¿Se me deja pasar al lugar del rapticidio? -preguntó el Faraón con mucha prosopopeya y la voz pastosa de quien ha bebido más de la cuenta.
– Adelante, señores.
– ¿Se puede saber lo que haces aquí solo con esa cara ausente? -le preguntó el veterinario.
– Cavilando. ¿Qué quiere usted que haga? ¿Qué tal se ha dado la aventura del bidé? ¿Tan bien como me dijisteis por teléfono?
– La monda chico, la monda -dijo el Faraón riéndose con los labios pegajosos.
– No quieras imaginarte, Manuel, la cara dura que tiene aquí Ramsés de Tomelloso.
– Bah, como si no lo supiera.
– Bueno, pero ahora chitón. Prohibido contar nada. Todo queda para la cena en común. Yo lo que quiero es llamar por teléfono, porque con la coña del bidé se me ha olvidado un recao urgentísimo. ¿Dónde están los listines en esta casa, Manuel?
– Ahí en esa mesita que hay debajo del teléfono. Espera. ¿Cuál quieres, el de calles o de nombres?
– El de calles.
– Pasemos al gabinete que se verá mejor.
Entraron todos y el Faraón luego de consultar la lista y apuntar un número en la cajetilla del tabaco salió al aparato.
– ¿Algún progreso, Manuel? -le preguntó don Lotario con aire paternal.
– Ya le contaré cuando nos quedemos solos. Pero mañana a las siete quiero tener una entrevista general aquí con la asistenta, la costurera que usted no conoce, el cura, el primo y Novillo el marque- tero que usted tampoco conoce. Ahora en un rato avisamos a todos.
– Me intrigas, Manuel. Estoy arrepentido de haberme ido con el gordo este.
– Cállese, que viene.
Cuando volvió el Faraón don Lotario trajo las cervezas y Plinio, a su vez, fue a hacer las llamadas telefónicas. Plinio se incorporó a la tertulia de las cervezas sin especial entusiasmo. Su cabeza estaba en otro cine. Esta actitud de su jefe excitó a don Lotario. Cuando Plinio no atendía al presente, mala cosa Pedrete, algo penoso le rumiaba el pensadero. De manera y modo que la escena estaba montada así poco más o menos: Plinio pensaba, el veterinario permanecía fijo en él y el Faraón comisqueaba almendras y chapurreaba inconexiones graciosas.
– Ah, amigo -saltó de pronto-, ahora que me acuerdo, me tienes que enseñar ese cuarto famoso de los espíritus que me ha contado don Lotario y que debe ser ya lo cácaro.
– Otro día, Antonio -salió al quite el curamachos.
– No, ahora mismo -ratificó el guardia súbitamente regresando a la conversación, con gran sorpresa de don Lotario.
Y es que Plinio, que todo hay que decirlo, al oír mentar el cuarto de los espíritus, cayó en la cuenta de que lo había omitido en su registro general del piso, cuando vio la luz del gabinete encendida. «Cierto -repensó- que en la movición del cuadro debió consistir el objeto de la operación fantasma, pero ¡qué porras! no hubiera sobrado haberse dado un garbeo por el camarín de las peponas, que nunca se sabe dónde está el agua.»
Así es que echó a andar con paso demasiado decidido para ser motivado por la petición de Antonio. Sacó del cajón de la coqueta el llavero correspondiente, y guiados por él, entraron uno a uno por el callejón del armario de sabina.
– ¡Bendito sea Dios y su Gloria celeste! -exclamó el corredor de vinos al encenderse la luz del mechinal de los mascarones-. ¡Y qué carnaval de ateridos! Pero esas hermanas están como turbinas.
Visto de segundas, a Plinio le pareció que aquello resultaba más tétrico. La vez anterior le dio sonrisa, de caricaturario de muertos, de tamborada escurialense. La muerte hecha trapo, mimbre y cartón, retrato y traje compuesto, resultaba más funeral que los propios muertos, siempre quedos, con las líneas tan tendidas, los ojos tan reposantes y las bocas tan definitivamente apretadas. Los muertos de verdad inspiran lejanía, tranquilidad de patio solitario, de agua anclada. Pero aquellos perjeños remocinaban un aliento de cadáveres esperpénticamente activos. Escaqueados en su orden genealógico, de pie, formaban una contradanza de la muerte sin música, remedo a medias de vida y sepultura.
Y no debió ser sensación privativa de Plinio, porque sus dos amigos también quedaron remisos y ojianchos. El Faraón les pasaba revista con la boca entreabierta y sin glosa.
– ¡La leche! -dijo al fin al tiempo que se pasaba el dorso de la mano por los labios glotones-. Fijaros, si ése de la levita lleva alfiler de corbata y toda la pesca.
– Y gemelos -abundó, señalón, don Lotario.
– Vaya, sí. Y aquella señora un dije. Y el soldado republicano un emblema con las cabezas de Fermín Galán y García Hernández -se animó Plinio-. Las pobres les han enganchado cuanto les pareció propio.
– ¿Tú te acuerdas de don Norberto, Antonio? -le preguntó don Lotario.
– No mucho, pero algo.
– Éste es. Mira su retrato en el lugar de la cabeza.
– Sí, sí, ya he visto otros retratos suyos por la casa. Y el tío con su cadena de reloj y todo… Si a lo mejor también le tienen puesto el peluco.
– Vamos a verlo ahora mismo -dijo Plinio súbito, acercándose y tirando del trozo de cadena que entraba en el bolsillo derecho del chaleco. Sí señor, aquí está. Le han puesto un reloj, digamos de diario, pero reloj lleva. Un Roskoff.
Le dio cuerda y se lo llevó al oído.
– Anda, leñe, y marcha.
Lo miraron todos de cerca, lo escucharon. Plinio lo volvió al bolsillo y tiró de la otra mitad de la cadena que atravesaba el ojal. Prendido de ese extremo había un llavero con una sola llave de regular tamaño. Al ver su hechura tuvo un latigazo de su nervio maestro. La contempló unos segundos sin tocarla.
– ¿Y ahí qué cuelga? -inquirió el Faraón, que con don Lotario había retrocedido un poco después de ver el reloj.
– Nada… una llave -dijo Plinio volviéndola al bolsillo del muñeco.
Los inmediatos comentarios del Faraón y don Lotario no fueron verdaderamente oídos por el Jefe, que de nuevo echó a viajar su reflexiva. Casi mecánicamente registró los bolsillos, empuñaduras yescotes del resto de los trasgos, sin que le llamase la atención otra cosa, y por causas muy distintas, que unos escapularios, que sin duda por contraminar el republicanismo, habían colocado las hermanas coloradas en varios bolsillos del uniforme del novio de María, que se tragó la victoria nacional.
Plinio le guiñó el ojo a don Lotaro con secretísima intención, a la vez que pedía a los dos amigos que no se movieran del espiritario, mientras él hacia una llamada telefónica muy urgente.
Llamó al comisario y luego de pedirle que para la mañana siguiente le enviase alguien para tomar unas huellas digitales, le leyó el anónimo de «El Gato Montés».
– Eso es de un chalao.
– Lo mismo he pensado yo.
– De todas formas guárdelo usted para comprobar su letra con otros de habituales. Así que sale una desgracia, ya se sabe, empieza el envío de anónimos y las llamadas por teléfono. Usted no diga nada a los periodistas hasta que el caso esté resuelto.
– Si a mí no me ha preguntado nadie. Las noticias publicadas deben haber salido de ahí.
– Sí, ya lo sé. He dado orden de guardar la más absoluta reserva… Entonces ¿tiene usted, Manuel, más esperanzas?
– Hombre, lo que se dice esperanzas… Ya sabe que yo nunca me fío de nada, pero al menos hay algo en que trabajar.
– Sólo los policías novatos presumen soluciones con mucho tiempo. Los de verdad, los que tenemos muchos casos en nuestra historia, nunca nos precipitamos. Bueno, Manuel, mañana a las diez tiene usted ahí a uno para tomar esas huellas.
– Esas posibles huellas, querrá decir.
– Exactamente, así hay que hablar.
Plinio, al colgar el auricular, se sintió despreocupado y casi contento por primera vez en aquella tarde. Eso de hablar de tú por tú a tan importante comisario, le daba mucho gusto.
Sobre la marcha hacia el cuarto de los espíritus, encendió un celta.
– Cuando ustedes quieran, amigos.
– Le estaba diciendo a don Lotario, que a lo mejor un día de éstos os encontráis aquí con algún espiritejo que no esperabais.
– No entiendo.
Hombre, está claro. Imagínate que una noche el capitán republicano se empriapa, se monta a una Norberta de éstas y a los nueve días -que los espíritus son más aceleraos- te suelta una mascarilla de cartón con las mantillas a rastra.
– Eres tremendo, Antonio. Y siempre pensando en la misma cruceta.
– Coño, lo que soy es muy gracioso.Y si no que te diga don Lotario la mañana que ha pasao conmigo.
– Ya me contarás. ¿Dónde cenamos?
– Ahí en La Argentina tengo citada a la gavilla de estudiantes y tremendonas para echaros el romance del bidé.
– Pues andando que tengo bastante hambre.
Ya en el principio de la escalera Plinio echó un vistazo a la portería. Como estaba la mujer, entró un momento y le preguntó si había visto subir o bajar a alguien conocido de las señoritas Peláez durante la tarde.
– Mire usted, no señor Plinio, que por una urgencia muy grande estuve toda la tarde fuera.
En la barra de La Argentina, tomando tintos y echando risas, estaban los estudiantes y la suiza.
– ¡A la paz de Dios! -dijo eI Faraón al entrar con los brazos abiertos en derechura hacia la helvética que se dejó embracilar riendo muy menudo, entre feliz y tímida.
– Ven aquí hija mía que te voy a estar dando cocochas hasta que vuelvas a tu Suiza natal.
Se saludaron todos, y el Faraón, en cuanto se desencadenó de la chica, que no fue presto, preguntó:
– ¿Y las otras tremendonas, dónde están?
– No han podido venir -respondió Serafín desalentado.
– ¡Qué lástima! Con lo que me gusta a mí la del Partenón. ¿Entonces estamos todicos?
– Toditos -dijo la suiza riéndose tímida.
– To-di-cos, cococha, to-di-cos.
– To… di… cos.
– Así se habla. Lo de! todito es jerga madrileña y tú ya eres una cococha manchega… Bueno, Serafincito, verás que he cumplido mi palabra y que ya tienes en la residencia donde sentarte al natural desnudo.
– Ya me lo dijo el director cuando fui a almorzar. Me lo dijo con mucha reservay bajo palabra de guardar absoluto secreto.
– Un bidé con flores, Manuel, con florecillas y ramos verdes. Lo compré en el Rastro y debe ser de la época de Prim, Pero flamante, eso sí. Tú, Serafín, puedes usarlo con toda confianza,
– Sí, es muy hermoso, la verdad sea dicha -coreó Serafín.
– Vamos a comer que ya hay mesa preparada.
– Mira, cuando llegamos a la Residencia con el bidé debajo del brazo…
– Chitón, don Lotario, la exclusiva del relato es mía, que para eso he gastado mis cuartos en la sopera y hemos echado la mañana entera en el negocio.
– ¿En la sopera? -preguntó la suiza.
– Sopera, sí, bidé-sopera, cocochita de mis entreveros. Aquí también le decimos sopera.
Se sentaron en una mesa del fondo e hicieron el pedido entre bromas y risas.
– ¿Cómo te llamas tú, hija mía? -preguntó el Faraón a la chica que tomaba nota.
– Celia, para servirle.
– Pues mira, Celia, esta señorita quiere cocochas. Ella siempre quiere cocochas.
– Lo siento señor, pero no tenemos cocochas -dijo esforzándose por mantenerse seria.
– Cómo, ¿que no hay cocochas? ¿Es posible? Pues lo siento. Nos vamos a otro sitio.
La pobre Celia no sabía si iba en broma o en serio y miraba a unos y a otros con sus ojos negros, la boca apretada y el lápiz presto, junto al bloc.
– ¿Qué pasa, qué pasa? -se acercó el dueño con cara complaciente.
– Que este señor quiere cocochas y como no hay, dice que se van.
– ¡Ea!, qué le vamos a hacer -dijo comprendiendo la broma del Faraón.
– Es que no tener cocochas en un restaurante tan sabroso como éste, es imperdonable, y esta chica se tendrá que quedar sin comer.
– Pero señorita de Dios, si tenemos otras cosas riquísimas: alca chofas a la florentina, huevos a la argentina, las mejores croquetas de Madrid…
– Bueno, bueno, menos mal que hay croquetas. Porque ésa es la otra cosa que ¡e gusta a esta preciosidad.
Cuando estuvieron todos servidos, el Faraón empezó la aventura del bidé:
– Pues como ya está dicho, esta mañana en el Rastro me compré un bidé portátil, con sus tres patas de madera estilo chipén o chipendal, que no sé muy bien como me ha dicho el hombre. Y bien envuelto en papeles y cartones, don Lotario y yo nos fuimos en un taxi a la Residencia de Serafinito. Llegamos, nos bajamos del auto y yo, claro, con el aparato debajo del brazo. A un conserje que había detrás de un mostrador le pregunté por el señor director.
– ¿De parte de quién?
– Pues de parte del padre de Serafín Martínez. Es urgente.
– Muy bien. Hagan el favor de esperar unas chuscas.
– ¡Qué va a decir chuscas! -saltó Junípero.
– Bueno… un momento. Y tú tranquilo que cada cual traduce a su idioma. Y allí esperamos. Vuelve al poco y nos dice que entremos en un despacho… Yo, como es natural, sin soltar mi guitarra empapelada. Detrás de una mesa había un señor calvo, con lentes de oro y nariz de pájaro que me saludó muy fino: «¿Qué tal, señor Martínez?».
– Muy bien, señor director. Tengo el gusto de presentarle a don Lotario, el médico de la familia.
– Yo no sé como no solté el trapo -cortó don Lotario- cuando la presentación. Este tan formal, con cara de ceremonia, y el director sin quitar los ojos del chisme lavador, que ahora lo tenía sobre las rodillas y que debía pesar bastantico.
– ¡Coño que si pesaba!, el chipendal pesa muchísimo… Mire usted -le dije- le ruego que me perdone, pero por razones de la salud de mi hijo me he visto en la obligación de hacerle esta visita acompañado del médico de casa, para que certifique cuanto voy a contarle. «¿Es que está enfermo Serafín?» Enfermo, enfermo, lo que se dice enfermo, no. Pero un poco delicao, sí señor… Ya sabe usted, la gente joven, el demonio de la carne… ¿Usted me entiende? «No señor», replicó el tío muy serio barruntándose algo.
– Yo creí -volvió a alternar don Lotario- que en ese momento lo echaba todo a perder. Dije: éste se va a ir demasiado de la muy y verás.
– Déjese usted que yo lo hice con mucha vista. Aposta le metí el susto en el cuerpo para luego suavizar y quedar como un rey. «Le ruego que me indique de qué se trata» -me dice eldire con tono de muy malas sospechas. Verá usted -empecé- yo soy de derechas de toda la vida, que se lo diga sino don Lotario. Y don Lotario movió la cabeza muy serio afirmando… Que hasta he sido concejal.
Y mi pobre padre también lo fue con el alcalde Carretero. Siempre respeté las normas y reglamentos vigentes en cualquier clase de organismo o establecimiento… Pero señor director, también comprendo que la salud es lo primero, y cuando ella falta, hay que transigir y permitir relajos, excepciones, bulas o como quiera llamarlos.
Y la cosa es, que me ha comunicado mi hijo, que al volver de vacaciones, se han encontrado con que habían desaparecido los bidés de todas las habitaciones.
– Qué cara se le puso al tío cuando dijo la palabra bidés -cortó el veterinario.
– Se quedó pálido -recalcó el Faraón-. Me imagino que le han debido dar la murga con este asunto.
– Le han mandado anónimos y todo -comentó Serafín.
– Se quedó pálido como digo, y entornando los párpados miró el bulto, que yo entonces tenía sobre las rodillas, con fuerza de rayos X. Yo -continué- creo, señor director, que ha hecho usted muy bien en suprimir esos recipientes que todos sabemos para qué se usan. Los castos y puros, no necesitan bidés. Yo siempre me he opuesto a ellos como a guitarras del demonio. Y cuando veo uno -donde sea- no digo que me hago la señal de la cruz, pero sí me da un repelús de repugnancia que no puedo describir… Pero fíjese usted por dónde, señor director, mi pobre hijo Serafín, necesita de ese aparato. «¿Pues qué tiene Serafín?» -preguntó con una mala leche imponente.
– ¿Leche? -se extrañó la suiza.
– Calla, chica, ya te explicaré yo eso -le dijo el Faraón-. Pues tiene… «Sí, ¿qué tiene Serafín?», volvió el tío con los ojos fuera de bolsa… Pues tiene… Bueno será mejor que se lo diga don Lotario.
Y el veterinario tomó la palabra para repetir su diagnóstico:
– No es nada contagioso, no tema. Ni de origen impuro. Es una especie de ezcema, sin duda provocado por el sudor, que padece desde niño. Y aunque hemos intentado todos los remedios posibles, sólo con baños frecuentes de agua tibia en aquella parte puede evitar las molestias. Algo alérgico, usted me comprende… Desde que vinieron del pueblo, por la falta del bidé ha pasado muy malos ratos y ha tenido que ir a lavarse a casas de gente conocida.
– Cuando el hombre escuchó esta explicación de don Lotario tan rebuena y científica -continuó el Faraón- recobró el color y se le apaciguó un punto el acero de los ojos. De todas formas, después de pensarlo unos segundos, dijo: «… Sin embargo, señores, yo no puedo permitir un bidé en una habitación y en las demás no. La medida fue muy meditada antes de llevarse a cabo y no estamos dispuestos a rectificar». Y hace usted muy bien -continuó el Faraón- le dije yo. La ley antes de todo. Y mal gobernante es el que retrocede de sus acuerdos justos. Yo lo comprendo perfectamente y si no fuese porque éste es el mejor colegio para graduados que hay en Madrid, el mejor por su pureza, santidad y vaticanismo…
– «Bueno, eso de… vaticanismo», cortó el director con cara de duda -añadió don Lotario.
– Sí, le jorobó lo de vaticanismo. Le debió oler a socialismo… Bueno, vaticanismo o no vaticanismo, arreglé yo -siguió el Faraón- dejémoslo en santidad, que en eso no le gana nadie. Y yo no me llevo a Serafín a otro sitio, porque la formación moral y rectitud que se les inculca en esta casa es para mí tan importante, que junto con aquí el doctor, hemos estado días y días dándole vueltas a la cabeza para ver cómo podíamos arreglar el negocio, sin llevarme al chico a cualquier lugar sin garantías y sin necesidad también de que el pobre pase el martirio que está pasando con el dolor de sus ingles… Y que no tenga que ir cada día a lavárselas por ahí donde Dios sepa… Por caridad, señor director, estoy seguro que la solución que traemos no puede usted rechazarla. Es un padre, el padre de hijo único el que le habla, y que ha tenido que hacer mil sacrificios para que su hijo acabe la carrera…
– Y empezó a llorar el muy sinvergüenza -colofoneó el veterinario.
Todos dieron una carcajada y los comensales volvieron la cabeza hacia ellos.
– Ya lo creo que lloré -continuó el Faraón cuando volvió el silencio- lloré como un padre. Como no llorará jamás tu padre por ti, Serafín… La solución, mire usted, -seguí con lágrimas en los ojos- es este bidé portátil, un verdadero útil sanitario en el caso que estamos, que mi hijo tendrá oculto con el mayor secreto para usarlo solamente en sus curas. «¿Oculto, dónde?», preguntó suspicaz. Yo no sé lo que pensaba el tío -añadió el Faraón con aire muy cómico- y dije: oculto en el armario, bajo llave, donde no pueda verlo absolutamente nadie, ni pueda servir de mal ejemplo a cualquier pupilo de esta casa… El tío cayó en la trampa. No tenía escape posible. Bajó los ojos y quedó pensativo… Por favor se lo pido, señor. Por Dios y todos los santos, que aquí don Lotario, si es menester, extenderá un certificado médico… Total, que alargué un poco el discurso y le puse la cosa tan lastimosa, que accedió bajo palabra de honor de nosotros y tuya, Serafín, de que jamás te dejes el armario abierto, no vaya a verlo cualquier sirvienta y sienta tentaciones; o cualquier residente y piense en favoritismos… Cuando acabó mi discurso, subimos los tres a tu habitación a depositar el violín. Pero éste no estaba.
– Hombre, ¡cómo iba a estar! Porque si los veo suelto el trapo y se arma el follón.
– ¿Follón, follón? -decía la suiza.
– Si, hija mía, follón de follar -le saltó el Faraón.
Otra vez la carcajada general inundó el lugar, mientras la suiza, parpadeaba sin entender y Celia, con los ojos muy abiertos y la boca prieta, sonreía también.
– Tú, Faraón, en eso ya estás a punto de jubilarte… Si acaso una vez a la semana.
– Llevas razón, hijo mío. Una vez a la semana… santa.