El careo

Desde las once de la mañana hasta el filo del mediodía que empezaron a llegar los convocados, Plinio y don Lotario permanecieron en el cuarto de estar, viendo periódicos, fumeteando y releyendo una carta del filósofo Braulio que aquella misma mañana llegó al hotel y decía así poco más o menos:

«Mis queridos compadres y vecinos don Lotario y Manuel: Como pasan los días y no llegan noticias vuestras, me determino a escribir. Estoy atento a los periódicos por si viene algo de vuestras aventuras y descubrimientos, pero en vano. Una de dos -pienso-: o lleváis la cosa muy en secreto o todavía no veis bastante claridad como para echar las campanas al vuelo. Sea como fuere estoy seguro que saldréis airosos y con el mingo puesto. De todas formas, decidme algo aunque sea en corto, que no me gusta tan larga ignorancia de los amiguetes.

»Por aquí nada de particular. Siguen con las obras del Casino de San Fernando, que va a ser el cuento de nunca acabar; y cada día hay más autos y conversaciones de fútbol. Lo de los coches me lo explico, porque es una cosa muy aparente para que los seres se hagan la idea de que viven más y mejor. El moverse de prisa y despatarrado sobre un motor permite a los cimas creerse superiores y señoritos de antes. Luego, la verdad es que no tienen donde ir, pero parece que cambiando de sitio se cambia de dolor. Lo del fútbol lo entiendo menos. He visto en mi vida cuatro o cinco partidos cuando jugaban en el campo de Peinado, y me parecieron la misma comedia, sosísima, representada por parecidos actores. No me explico cómo los españoles, tan aficionados a cosas de bulto y colorido, se apasionan por espectáculo tan liso. Pocos inquilinos deben tener en la cabeza quienes se chupan las semanas enteras con la monserga del fútbol. El emplear la vida, tan corta, en negocios tan sin gracia ni provecho declara la falta de imaginación de la mayor parte de los cerebros que pela barbero y cubre boina. Y se me alcanza que la gente es tan así que no sabe lo que ve ni a ciencia cierta lo que le gusta. Y sólo ve, oye y dice lo que le dicen que vea, oiga y diga. Los de izquierdas acusan a los gobiernos de fomentar esta pamema del fútbol para tener a la gente enajenada de asuntos recios y capitales. Ignoro si será verdad del todo, pero si no lo es parece mentira, porque con un fútbol bien administrado por toda clase de voces, figuras y letras, se puede conseguir que en unas elecciones salga triunfante don Práxedes Mateo Sagasta, pongo por caso de político enterrado hace muchos años. Cuando Eugenio Noel, aquella lumbrera, dio la conferencia famosa en el Círculo Liberal el año dieciséis, dijo que los españoles estaban entonces engatusados con pan y toros. Más toros que pan, se entiende. Y añadió que los romanos lo hacían con pan y circo. Pues siendo tan manejable la mentalidad de la gente, porque infinito es el número de sinsustancias, entiendo yo que gobernar está tirao y ahora más que nunca con televisores y radios. Y si a los más se les da fútbol, a unos cuantos cuartos y a otros cuantos un poco de palo, todo queda como una malva y el reinado que sea puede durar mil años, siempre a base, claro, de que no cesen ligas, copas y los campeonatos mundiales… Bien es verdad -y en parte vuelvo de mi acuerdo- que desde que el mundo es mundo, las pocas cosas que de verdad se piensan y hacen, son labor de muy pocos, ya que la mayoría, aparte de querer cuartos y salud, no se aclara. Por aquí lo que mayormente hay son novedades mortales. Ya sabéis lo que decía el médico don Gonzalo, y que yo, cansinismo, tantas veces repito: "En septiembre se tiemble". Y bien que hay que temblar en esta otoñada pues cunde un desvieje de padre y muy señor mío. Desde que tomasteis soleta, la espichó Pepe Rasura en pocas horas. Se acostó con dolor de cabeza y a la tarde siguiente lo llevamos al camposanto muy aparente de mortaja, pero más quieto que un canto. El pobre Clemente Pozuelo acabó ayer sus sufrimientos de tantos años; y don Anastasio Córdoba está ya con los últimos resuellos. Por cierto que hace dos días fui a verlo. Todavía estaba levantado pero con la cabeza como una regadera. Y na más vernos a mí y al que venía conmigo, se levantó muy fino del sillón y nos dijo: "Señores, les quedo muy agradecido por haber venido a mi entierro. Es cosa de unos momentos. En seguida que traigan el cofre y la carroza os dejaré para el resto del calendario". Y dicho esto, se sentó en su sillón muy tieso y cerró los ojos como si ya estuviera en el tránsito. No creáis que… Ha pasado otros dos días diciendo desatinos y sin conocer a nadie, y esta mañana me dicen que ya se encuentra en los rabos de la agonía. En fin, qué os voy a decir, la muerte es mi tema y por ella me espizco. Esperemos que llegue pronto y con educación.

»Esto hay en el capítulo de muertos. En el de cuernos, nada nuevo. Siguen los viejos chismes que nunca se confirman, como es natural en esta clase de tutes. De maricones tampoco hay mayores noticias. Al parecer no aumentó el censo o nada llegó a mis oídos. De curas sí ha habido algo. Por lo visto llegó uno muy moderno que ha dicho en el pulpito no sé cuántas cosas de la justicia social y contra los ricos, e incluso indirectillas contra el gobierno. No te quiero decir cómo ha sentado en las fuerzas vivillas y en el mismo clero estacionario. Sería grande que por primera vez en la historia los curas españoles se diesen de guantás. A mí me gusta que por una vez se arrimen a los pobres, aunque sea con su cuenta y razón, que bastanticos siglos estuvieron a la sopa boba de los que tenían y mandaban. Comentando el sermón del nuevo, decía don José, el director del banco: "Este cura no se da cuenta de que cuando Jesucristo decía 'bienaventurados los pobres', se refería a los pobres de espíritu, porque los pobres de dinero, la verdad sea dicha, nunca han gozado de la menor garantía". Lo que puede el oficio, leche.

»De nacimientos y bautizos no os hablo porque eso ya nos queda muy lejos. Tampoco tengo interés en saber de los que empiezan a pollear. Bastantes trabajos les quedan. Todos los días la Rocío me habla de vosotros. Dice que estáis echando la última cana al aire. En fin, muchachos, supongo que el Faraón os dará algún buen rato que otro. Ganas me dan de ir a veros, pero me empereza pensar en otra cama y en otro retrete. Uno está hecho a lo suyo y no hay manera más dulce de irse yendo que sobre el carro de la rutina. Que traigáis muchas cosas que contar y un algo para la Rocío, que bien se lo merece por el apego que os tiene. Abur, justicias, y un abracete de este que lo es. Braulio.»

Plinio mandó a la Gertrudis que limpiase bien el comedor para celebrar allí la reunión y que preparase café para todos.

Don Lotario compró unos sobres grandes en una papelería de la calle del Barquillo y en cada cual de ellos pusieron el nombre de uno de los asistentes al consejo. Hacia las once y media, pasaron revista al comedor destinado como lugar de consejos.

– ¿Está todo a su gusto, Manuel? -le preguntó la Gertrudis.

– Sólo faltan las tazas y las cucharillas.

– Al contao las traigo. Pero la cafetera la dejaré en la cocina.

– Claro… Y tráete también un paño bien limpio.

Cuando estuvieron los servicios de café sobre la mesa y el paño limpio en poder del Jefe, éste pidió a don Lotario que vigilase la puerta del comedor, no fuese a ser que a la puñetera asistenta, intrigada por la petición del paño le diese por observar. Mientras, Plinio, con minuciosidad, limpió cada una de las tazas, cucharillas y platos.

– Coño, Manuel, y qué gracia me hace verte ocupado en huellas digitales. Tú que siempre fuiste tan heterodoxo en materia científica.

– Los tiempos mandan, don Lotario.

A las doce menos cuarto empezaron a llegar los invitados. Plinio, decidido a echarle a la ceremonia mucha solemnidad y suspensión, los fue recibiendo junto a la puerta del piso. Pocas palabras, gesto grave y fumeteo despacioso. El señor cura, don Jacinto, de vez en cuando echaba la cabeza hacia atrás para poder ver el panorama por las rendijas que le dejaban sus párpados gandules. José María, el filatélico, sin enterarse de nada al parecer y con las manos en el riñon, miraba lejano. Novillo, el funcionario, llegó oliendo a aserrín, que aserrín le empolvaba las cejas, la chaquetilla del año del hambre -debía venir desde la misma marquetera sin tiempo para cambiarse- y la montura de las gafas color chupachú. La portera, un poco arrinconada con ambas manos sobre el anaquelillo que le hacía la tripa y suspirando a la segoviana como le era uso aunque era tomellosera: «Ay, Virgen Santa de la Fuencisla y qué bochorno que hace todavía, mire usted, que ya sería menester que arrefriase un poco, que no es bueno para los cuerpos tanta calentura». La Gertrudis, con su cara de astuta, piernecillas de rama y mirar sin fatiga, hacía los honores y abría la puerta cada vez que sonaba el timbre. La última en llegar fue la costurera, porque tenía su corte en barrio lejano y había tenido que tomar no sé cuántos autobuses para llegar a Augusto Figueroa, según dijo con su voz monótona y mirando siempre alrededor del interlocutor.

– Ya estamos todos -anunció don Lotario con aire no menos suspensivo que Plinio.

– Pues podemos pasar al comedor -respondió el guardia.

Estaban abiertos los contrabalcones y una hermosa claridad avivaba la plata, los barnices y los servicios de café sobre la mesa. Todos, cada cual en su estilo, parecían un poco envarados, no sabiendo cuáles eran los propósitos de aquel guardia de pueblo.

Plinio les ofreció asiento en torno a la mesa ovalada, mientras retiraba el gran centro de plata para mejor verse las caras. Tomó asiento en una cabecera, y cruzó las manos sobre el tablero de brillante caoba. Todos lo miraban e imitaron su postura, de suerte que en seguida la superficie de la mesa se vio cubierta por reflejos de manos, junto a los de las tazas y azucareros.

– Pues será menester traer unos ceniceretes -saltó la portera entre nerviosa y ausente de la situación, cuando todos esperaban que hablase Plinio- porque los hombres, ya se sabe, en seguida empiezan con el fumeteo.

– Deja, yo iré -dijo Gertrudis dejando a la otra en pie y con el gesto vacío.

La tensión de los concurrentes se aflojó un poco por aquel paso imprevisto y no volvió a su ser hasta que, resentada la Gertrudis y colocados los ceniceros en su lugar, todos tornaron las manos sobre la rutilante caoba y los ojos hacia Plinio. Éste, como siempre que iba a hablar a varios, pensó un momento, apretó los labios, pasó la mano derecha sobre el tablero de la mesa como para quitar una mota, y dijo al fin:

– Durante estos días, todos ustedes, que tanto trato tienen con las hermanas Peláez, han respondido a mis preguntas sobre la posible causa de su desaparición. Yo estoy seguro que me han dicho cuanto sabían, sin embargo, nada he podido sacar en claro. Así las cosas, los he reunido aquí con la esperanza de que al reconstruir los hechos de acuerdo con sus declaraciones, podamos llegar a alguna conclusión.

Hizo una pausa y miró con mucha lentitud a todos y cada uno de los comensales.

– ¡Ay Virgen Santa de la Fuencisla! -suspiró la portera.

La costurera rebulló su estrechísimo culo sobre la silla isabelina y giró un rápido examen con sus ojos sin puntería.

– Éstos son los hechos -continuó Plinio- según los testimonios recibidos. El día de autos, cuando acabaron de comer las amas de esta casa, usted, Dolores Arniches, cosía en el cuarto de labor. Las señoritas Peláez, que durante toda la mañana habían hecho su vida normal, reposaban en el gabinete. Nadie más había en la casa. A eso de las tres y media de la tarde sonó el teléfono. Lo atendió una de ellas. No sabemos cuál. ¿Es así, Dolores?

– Sí señor. Ya le dije que me pareció la señorita Alicia, pero sin certeza.

– En seguida notó Dolores, a pesar de la distancia a que estaba del teléfono, que la señorita Alicia o la que fuese, hablaba con alguien inesperado y que algo especial le decían. ¿Voy bien, Dolores?

– Sí señor.

– Se extrañó, hizo ausiones, preguntas aceleradas y lo más seguro es que pasó el teléfono, si no le fue arrebatado, a su hermana María, que continuó la conversación con idéntica alteración. Exclamaciones y preguntas apresuradas que debido a la distancia que estaba del cuarto de costura, Dolores no pudo entender tampoco…

– ¿Y no salió usted al pasillo tentada por la curiosidad? -preguntó de pronto José María, el primo, con voz desmayada.

– No señor -contestó la costurera muy sofocada-; ganas me dieron, pero estaba abierta la puerta del recibidor, donde está el teléfono, y me podían ver.

– Ah, vamos.

– Pero algo concreto sí que oiría -insistió el filatélico.

– No señor, ya se lo dije aquí al policía Plinio. Sólo noté que estaban nerviosas y que hacían muchas preguntas, como si quisieran saber dónde estaba alguien o algo.

– Eso no me lo dijo usted a mí -le cortó Plinio.

– No señor, di en ello después de hablar con usted la última vez. Yo diría que preguntaban cosas así como «¿Dónde estás? o ¿Dónde vas? o ¿Qué vas a hacer?» Algo de esa manera, ustedes me deben entender.

– Bien… -continuó Plinio-, sigo la relación. De pronto dejaron de hablar por teléfono y seguido seguido, sin pausa alguna, fueron al dormitorio, al baño, se arreglaron y a toda prisa, tomaron la pistola que había bajo el colchón de la cama de la señorita Alicia. La guardó una de ellas, lo más probable, en el bolso de mano, y a toda prisa, se asoma Alicia al cuarto de la costura, y dice a Dolores que se marchan y que ella haga lo propio cuando termine la faena. Que tenían que salir con mucha urgencia… ¿Es exacto así, Dolores?

– Sí señor.

– ¿Y usted no le preguntó nada a la prima Alicia? -volvió José María con voz opaca.

– Pues sí señor, claro que sí. Le pregunté que dónde iban con tanta prisa (ya se lo dije al señor González) y me dijo que a un negocio. Lo recuerdo muy bien, dijo la palabra «negocio», negocio urgente para más señas. Dejó la merienda y el jornal, se despidió hasta el lunes (y para mí que la otra no entró porque lloraba) y las oí salir a toda marcha.

– ¿De modo que la prima María quedó en el pasillo llorando?

– Eso es…

– Pues eso tampoco me lo dijo usted a mí -volvió a saltar Plinio.

– ¿Conque no le dije a usted que se quedó fuera?

– Sí que se quedó fuera, pero no llorando.

– Pues usted dispense, sería un olvido con el nerviosismo del interrogatorio. Que a mí nunca me preguntó policía ni juez.

– Bien, sigo: bajan corriendo la escalera y según la portera, se detienen impacientes en la puerta de la calle, y toman el primer taxi que pasó ante ellas. ¿Fue así?

– Sí señor, igual, igual que usted lo relata. Yo estaba, sabe usted, un poco traspuesta, porque a esa hora, como mi pobre padre decía, pues que me pica el modorro… Pero oiga usted, al sentir aquel taconeo acelerado por las escaleras, pues que me sobresalté. Y me asomé, claro, pero como ellas no me dijeron nadica, pues que no salí de la portería. «¿Dónde irán las señoritas tan apresurás?», dije. Y luego más y más, cuando las vide tomar un taxi, así al vuelo, me volví a pensar: «¡Válgame Dios y que se les habrá roto para ir en auto y toa la pesca!»… Y al poquito de irsen, sabe usted, pues que se me olvidó el trance y volví a mi modorro.

– Bien -concluyó Plinio el monólogo de la portera-, éstos son los hechos que sabemos poco más o menos. ¿Alguno de ustedes tiene que hacer alguna observación más?

Todos se miraron entre sí sin ánimo de hablar.

– ¿Usted, padre? -preguntó a don Jacinto.

– No. Sólo que no entiendo nada. Parece que me están hablando de otras gentes. No puedo imaginarme esos apresuramientos, pistolas y marcha en las hermanas Peláez.

Y quedó callado con las manos y ojos fijos en el tablero de la mesa ovalada.

Plinio, en vista de la falta de nuevas intervenciones, luego de hacer oído inútilmente un ratillo, dijo extendiendo los brazos y agachando la cabeza:

– Entonces, mi pregunta es ésta: ¿Por qué cosa o persona en el mundo creen ustedes que las hermanas Peláez podrían salir tan deprisa de su casa con una pistola en el bolso? Temo que si nadie atina a responderme, esta investigación, como tantas en el trajín policiaco, habría que darla por concluida…

Y sin decir más, con cierto nerviosismo, sacó el paquete delcaldo y empezó a liar.

Don Lotario lo miraba casi dramático. Aquello de que Manuel estuviese a punto de abandonar el caso, no le gustó nada. Manuel se caracterizaba por terco y triunfador. Manuel iba siempre por sus especiales caminos y no marraba.

– Tal vez para hacer una obra de caridad… son unas santas -sonó lejana la voz del cura.

– No sé qué obra de caridad se pueda hacer con una pistola encima -respondió súbito el veterinario.

Don Jacinto, ni lo miró ni respondió. Se limitó a hacer un gesto ambiguo.

– Yo digo, y ustedes perdonen -dijo la costurera con voz parecida a la de Plinio y sin levantar los ojos- que salir, salir, lo que se dice salir para hacer una obra de caridad con la pistola en la faltriquera, puede ser, nunca se sabe. Pero lo de no volver, es lo peor. ¿Qué obras de caridad hay que no dejen a dos santas volver a su casa?

«Mala leche tiene la costurera de los ojos sin puntería», pensó Plinio.

– Quien dice a hacer una obra de caridad, dice para salvar de peligro grave a un ser querido -se corrigió el clérigo mirando a todos tras el pespunte de sus pestañas.

– Eso está mejor -aclaró Plinio con sinceridad-. ¿Y quién de las amistades o parientes de las señoritas Peláez pudo estar en tan grave peligro ese día?

– Nadie -saltó Novillo, el funcionario, muy seguro de sí-. Vamos, nadie que se pueda saber. Ellas, sin más familia que José María, el primo aquí presente, son mujeres sin pasiones ya, con una vida muy recortada y en orden. Si viviera su madre… o su padre, o Norbertito, el hermano que no llegó arriba, cabría esa desazón, ese comportamiento tan raro y prisoso para sacarlos de algún atolladero. Pero de no ser ellos, que fueron su historia, la razón de su vida toda, ¿quién, eh?, ¿quién?

Y quedó de codos, estrecho como un pájaro, tras el brillo de sus gafas color chupachú.

– No ha citado usted, Novillo, a una persona muy importante -dijo José María con voz opaca y como si la frase se escurriese de sus labios casi grises.

– ¿Quién? -preguntó el funcionario con quirio de cabreo.

– … Una persona que marcó para siempre la vida de María -añadió mirando a Novillo con su cara inexpresiva, pero en aquel momento levemente animada.

El funcionario, luego de meditar un momento, pareció caer en la cuenta:

– … Ya. Se refiere usted al novio famoso.

José María asintió con la cabeza y pronunció muy bien estas palabras:

– Exactamente. Me refiero a Manolo Puchades.

Hubo otro silencio y un intercambio de miradas y observaciones muy variado.

– Ese señor desapareció hace treinta años -dijo el cura sin convicción.

– Pero una cosa es desaparecer y otra es morirse -volvió el primero con esa fatiga del hombre que dice cosas muy resabidas. Y siguió con sonrisa de guasa atenuada-: Todos los muertos desaparecen, pero no todos los desaparecidos están muertos… Estos días, con motivo del cumplimiento penal de lo ocurrido hace treinta años, han aparecido varios «muertos» del año treinta y nueve.

– Sí, pero si fuera lo que usted dice -replicó el funcionario- el ir a verlo con pistola y sin retorno tampoco casa.

– Yo me he limitado a contestar la pregunta del Jefe -añadió José María displicente-. Manolo Puchades es la otra persona, aparte de las citadas, que podía conmover la vida de mis primas, especialmente la de María. Como no es seguro que esté muerto, creo que cumplo con mi deber aportando esta sugerencia.

Otra pausa de meditación general. Plinio miraba con simpatía por vez primera al ceniciento filatélico. Éste, con la barbilla clavada en el pecho, jugaba entre los dedos una bolita de papel o una pildora de nariz. Vaya usted a saber.

Acabada la agradecida contemplación, el Jefe se mesó la cureña, se le notó que afiló la argucia mental y retomó la palabra:

– ¿Alguien de ustedes ha oído hablar alguna vez de una señora de Tomelloso, que vive en Carabanchel Alto desde antes de la guerra, llamada María Remedios del Barón?

Nadie contestó.

– Doña María de los Remedios del Barón -repitió como un maestro de escuela- que vive en Carabanchel Alto, en un chalet antiguo llamado Villa Esperanza… ¿Usted, señor cura?

– No. Ni idea.

– ¿Usted don José María?

Negó con la cabeza y el morro salidoy preguntó escéptico:

– ¿Qué tiene que ver esa señora en este asunto?

Don Lotario quedó totalmente lelo. El que Plinio diese de pronto importancia a su visita con el Faraón a la Barona, le revelaba una vez más la prodigiosa imaginación de su querido amigo y siempre maestro.

– No lo sé. Pero su dirección está escrita precipitadamente en la cubierta de una de las listas telefónicas. Don Lotario, por favor, traiga la lista que digo.

Hasta que volvió el veterinario todos callaron.

La costurera, que fue la primera en ver el escrito, comentó:

– Mire usted que es raro que ellas tan ordenadísimas y siempre con su letra picuda de colegio de monjas, escribieran ahí y así.

– Sin embargo, aunque deformada, parece letra de una de ellas -certificó el cura que miraba las grafías con los ojos muy echados sobre la lista-. No sé decir de cuál, porque todo lo hacen muy semejante.

– En su vida han escrito ellas en papel que no fuese de ley -coreó monologante y sonámbula la portera.

– Y bien puedes decirlo -recantó la Gertrudis- que tenían orden hasta para lo más puerco y con perdón… Yo, claro que conozco a las Baronas de verlas por el pueblo, pero nunca oí hablar de ellas a las señoritas.

– Pues no me extrañaría nada que esta dirección la apuntaran mientras hablaban por teléfono -confirmó Plinio, como ausente.

Siguieron un poco más las divagaciones sobre lo escrito en la lista telefónica y la posible relación de la Barona con el caso, y cuando Plinio vio que falto de tensión el concilio amenazaba quiebra, dijo de pronto con tono jovial:

– Pero bueno, Gertrudis, ¿para qué nos has puesto aquí estas tazas si no les echas dentro el café?

La mujer, de momento, quedó confusa, ya que Plinio le había advertido que no sirviese hasta que él se lo ordenase. Pero rauda cayó en la cuenta de que en la intención del Jefe había doblete, y luego de replicar:

– Si señor, lleva usted razón y qué cabeza la mía -marchó a la cocina muy telenda.

En un carrito con ruedas trajo los jarros y azucareros, y empezando por las mujeres y el señor cura, según le tenían enseñado, fue sirviendo café y leche en las proporciones que cada bebensal deseaba.

Y así que acabó el cucharilleo, sorbeteo, limpieza de labios y alguna que otra relamidez, los conciliados quedaron, poco más o menos, mirando a Plinio y con una cara que venía a decir: ¿y ahora qué?

Manuel González, el Jefe de la G.M.T., consciente de aquella suspensión o amago de aburrimiento, con la solemnidad que él se sabía y gesto impenetrable, empezó a liar sucaldo con precisa artesanía y manipulación.

Durante la espera, la Gertrudis parpadeaba. La portera se quitó de la toquilla unas migajas inexistentes. La costurera giraba lentamente hacia unos y otros sus ojos infiables. El cura bostezó sin poderlo remediar con dinámica furibunda. Novillo, a todas luces impaciente, y sentado en el borde de la silla, tamborileaba con los dedos sobre la superficie espejeante de la mesa. Y el primo José María, aburrido, con los brazos estirados entre las piernas y unidas las manos muchísimo más abajo de la bragueta, se balanceaba rítmicamente con un gesto sonso y los ojos cenicientos clavados en la tacilla del café.

Plinio, encendido el pito, le dio una chupada casi dolorosa (se imaginaba uno el humo entrándole como doble disparo, bronquios abajo, pulmones más abajo, y entrañas bajísimas, hasta acomodarse en todos los recodos de sus tuberías internas), y dijo a la vez que expelía por boca y narices el gas rechazado, con voz opaca y judicial:

– Perdonen todos que les retenga un momento más, pero todavía falta por tratar el motivo más grave que ha provocado esta reunión.

Todos, cada cual según su gesto y ademanes, volvieron a la tirantez de los momentos iniciales de aquel careo.

Plinio, se recompuso el nudo de la corbata, y echando una ojeada a cada uno de los presentes dijo:

– Ayer, entre tres y ocho de la tarde, uno de ustedes entró secretamente en este piso y se llevó algo de la caja de caudales.

Y dicho esto, quedó en silencio con los ojos entornados que parecían no mirar a nadie, pero a todos veían.

La declaración del Jefe consiguió el efecto esperado. Cada contertulio sintió el refrior acusatorio en su espinazo. Los cuerpos tiesos, las manos quedas y poco a poco, de manera casi imperceptible, comenzó el juego de reojos vigilantes. Sólo Plinio, con sus ojos entornados, y don Lotario, con la cara entre ambas manos y los codos sobre la mesa, miraban a los del corro con descaro.

– ¿Por qué supone usted que fue uno de los presentes? -preguntó el cura con naturalidad.

– Que yo sepa, sólo los presentes, o al menos algunos de los presentes, sabían que yo no estaba, dónde se encontraba la llave de la caja y lo que en ella había.

– ¿Y cómo entraron al piso?

– No lo sé. Tengo entendido que había tres llaves. Una tenía cada hermana y que al parecer se las llevaron en sus respectivos bolsos de mano, y otra que siempre dejaban en la portería «por si acaso» y ahora está en mi poder. Lo cierto es, don Jacinto, que la puerta no fue forzada.

– ¿Me permite usted, señor Jefe, una pregunta más?

– Naturalmente.

– ¿Por qué sabe usted que alguien vino y tocó en la caja?

– Porque soy policía, padre… Y es mi menester ver lo que no ven otros. Y perdone si no doy más detalles.

– Está en su derecho. ¿Y tiene usted idea lo que robaron de la caja?

– No. Francamente, no. Ni si robaron algo. Pero en estas circunstancias, no me negará usted que el detalle de saber que manipularon en la caja es muy significativo.

– Desde luego.

– ¿Alguna de ustedes sabe quién podía tener una cuarta llave del piso? -preguntó Plinio de pronto.

– No hace falta que nadie la tenga -dijo Novillo con suficiencia artesana-. Una llave falsa se hace con mucha facilidad, como usted sabe perfectamente.

– Pues peor me lo pone.

– Entonces, ¿por eso preguntó usted ayer si había visto subir a alguien? -dijo la portera.

– Sí.

– Y a mí que me registren -saltó la Gertrudis muy redicha y sin que le preguntaran-. Vengo cuando me llama usted por teléfono o si quedamos a una hora.

Nadie le hizo caso y cada cual pensaba por su lado. Plinio hizo un gesto de resolución.

– Bueno, señores, no es cosa de perder el tiempo. Quien ayer entró en este piso ha dejado sus huellas dactilares por distintos sitios, ya están registradas por la B.I.C. El que hayamos tomado café ahora no ha sido por una fineza de Gertrudis, sino para obtener las huellas de todos ustedes en la taza, plato y cucharilla. Si aquí no se aclara el asunto, como era mi deseo, dentro de unas horas la Dirección General de Seguridad me dará la solución de manera precisa.

Al oír aquello, ninguno pudo evitar una mirada desconfiada hacia su taza de café, como si las huellas se viesen a simple vista.

– Por favor don Lotario, meta cada taza con su plato y cucharilla en los sobres que hay preparados.

El veterinario se levantó muy diligente, tomó los sobres grandes que dejó en un cajón del aparador, y comprobando el nombre y lugar de los asistentes, con mucho cuidado y una servilleta, empezó a embolsar cada servicio en el sobre correspondiente.

– Esperemos a que don Lotario acabe su faena. Si entonces no ha habido novedad daremos la reunión por concluida.

El veterinario pegaba los sobres a lengüetazos e iba colocándolos muy ordenadamente sobre el aparador.

Durante la operación todos guardaron silencio. Unos fumaban. Otros estaban encanados en don Lotario. La portera respiraba. La Gertrudis gesticulaba, como quien habla consigo, y la costurera permanecía como estatua.

Pronto, todas las tazas menos las de don Lotario y Plinio, quedaron ensobradas. El silencio seguía. Don Lotario se puso en su lugar descansen junto al sillón del Jefe. Éste se rascó el lóbulo de la oreja. Y el cura, luego de tamborilear impaciente sobre la mesa, y más allá de aquel juego que debía parecerle pueril, dijo:

– Bueno, señor Manuel, si no manda otra cosa me tengo que marchar. Estoy como siempre a su disposición. Ya me dirá el resultado del examen. Tengo gran curiosidad.

– Con mucho gusto y perdone la medida, pero cumplo con mi deber.

– No faltaba más.

Y salió con la cabeza alzada y el gesto serio.

– Bueno, pueden marcharse cuando lo deseen -dijo Plinio poniéndose de pie.

Se oyó el correr de todas las sillas y uno a uno, menos la Gertrudis, con pocas palabras y gesto hosco, salieron del comedor y del piso.

Plinio y don Lotario entraron en el gabinete, y se sentaron en los dos sillones que había, uno frente a otro, junto a la mesa camilla, en los que según la cuenta descabezaban sus siestas las hermanas coloradas. Ambos callados y un poco irresolutos.

– ¿Les traigo cervecillas? -dijo la Gertrudis asomando por la puerta de improviso.

– Pero ¿todavía quedan? -se extrañó Plinio.

– Quedan porque me mandó comprar más don Lotario.

– ¡Ángela María! Pues sí, tráelas.

– Y jamón, claro. Que sin encomendarme a Dios ni el diablo empecé uno. De alguna manera deben pagarles a ustedes las señoritas las jaquecas que se están tomando por ellas.

– Has hecho bien, Gertrudis.

Cuando volvió con la bandeja, mientras los hombres se servían, ella quedó mirándolos con cara de mucha cavilación.

– ¿En qué piensas, mujer? -dijo el Jefe al verla así.

– Pues pienso, Manuel, en que no entiendo una pajolera palabra de lo que ha dicho usted de las tazas y de las huellas datilarias, digitarias o como se diga.

– Pero que entró aquí alguien y enredó en la caja de caudales sí lo has entendido.

– Hombre, claro. Eso está tirao.

– Tú sí sabías dónde estaba la caja de caudales.

– Natural. He levantado ese cuadro al hacer la limpieza milenta veces en mi vida.

– ¿Y quién piensas que vino secretamente?

– No le puedo decir, palabra. Creo que ninguno de los que estábamos en el comedor. Eso es cosa de ladrones, de misterio. Que por ahí debe andar la causa de la desaparición de las pobres señoritas. Y los que estaban no eran ladrones ni misteriosos.

– ¿Y sabes dónde guardaban ellas la llave de la caja?

– No señor. Supongo que en el cajón de la coqueta, con las demás… Vamos, es un decir.

– Oye, una cosa -le cortó Plinio al tiempo que se rascaba la sien con aire dubitativo-. ¿Tú limpiaste ayer el cuadro de don Norberto?

– No… No, señor. Al despacho sólo entro los sábados. ¿Por qué?

– Por nada.

– No irá usted a pensar queyo…

– Quita de ahí, mujer…

– ¿Y no me explica usted lo de las huellas datilarias?

– Sí hombre, sí. Las huellas dactilares son las que dejan los dedos cuando tocamos algo.

– Los dedos manchaos, querrá usted decir.

– Aunque estén limpios. Cada persona tiene en las yemas de los dedos un dibujo distinto.

– Bendito sea Dios. ¿Y cómo se ve, si serámuy chico?

– Los policías tienen unos aparejos para verlas.

– Qué astutez. ¿Y los labios también dejan huellas de ésas?

– No. ¿Por qué?

– Cosas mías.

– Puedes estar tranquila, que si te besa alguien no hay manera de que lo descubran.

– Dios me libre, señor Plinio. Lo decía por mi Bonifacio. Por si un día quiero saber si se babosea por ahí con alguna zorra.

Riéndose estaban Plinio y don Lotario por las argucias de Gertrudis, cuando sonó el teléfono. Se puso Plinio y volvió en seguida de contestar dos o tres monosílabos. Sin sentarse, apuró el vaso de cerveza y lió uncaldo.

– ¿Quién era?

– Ahora se lo diré. Gertrudis -voceó desde el pasillo- que nos vamos.

– Bueno. Y yo así que recoja los vasos. ¿Vengo mañana?

– Si te necesito ya te avisaré. Andando don Lotario.

– Andando, maestro.

Cuando estuvieron en el portal, preguntó don Lotario impaciente:

– ¿Qué pasa ahora, Manuel?

– José María Peláez, el primo, nos espera en el Casino de Madrid.

– Coño. ¿Y eso?

– No sé. Supongo que será para algo relacionado con la reunión.

Cuando bajaban por la calle del Barquillo hacia Alcalá, al pasar ante la sastrería de Simancas, antiguo proveedor de los tomelloseros señoritos, dijo don Lotario:

– ¿No decías que te ibas a hacer un traje, Manuel?

– Es verdad.

– Pues aquí tienes al chico de Simancas.

– Mañana sin falta, no se vayan a enfadar las mujeres. Oiga usted. ¿Y vive todavía el viejo?

– ¿El padre? Ya lo creo que vive. Y corta trajes a los amiguetes.

– Pero si debe tener noventa años.

– ¿Y qué? Pero sigue disfrutando con la tijera en la mano… Ésos son oficios buenos, que nunca se acaban, y no como el mío.

Siguieron calle de Alcalá abajo. El día estaba dorado, del dorado otoñizo y templadero de Madrid.

– ¿Sabe usted que tengo ganas de sentarme en la terraza de un café a ver la gente? -dijo Plinio al pasar ante la de Dollar.

– Y a mí. Fíjate, con estos días tan buenos que hace. A ver si concluimos el caso y echamos una mañana a arrastrar el culo por las terrazas para ver tremendonas, que nos pasamos la vida en el piso de la puñeta.

– Para mí las tremendonas es lo de menos. Es por darle vacaciones a la cabeza y observar sin cálculo el manejo de la gente.

Ya en la puerta del Casino le preguntaron a un conserje manco por don José María Peláez. Los mandó con un botones hasta un salón con regusto de los años veinte. En un extremo, completamente solo, estaba el primo sentado en un larguísimo sofá, tapizado de cuero con capitoné. Allí estaba como dejado de caer desde muy alto. Con su cara aburrida y las manos blanquísimas sobre las tablas de los muslos. Ofreció asiento y bebida con medias palabras.

– Gracias. Ya tomamos «café» -le respondió Plinio echando media sonrisa intencionada al tiempo que, como don Lotario, se sentaba en uno de los sillones próximos.

De todas maneras los tres quedaban demasiado separados en aquel salón tremendo. Separados en el espacio y el tiempo. Inquilinos de un sueño de labelle époque. Figuras de un museo de cera sin visitantes.

«Éstos son casinos, coño -pensó Plinio-, y no los de mi pueblo.»

Don Lotario, impaciente, meneaba las piernas y sacaba un poco el mentón. Plinio hundido en el sillón como un señorito y sin quitarse el sombrero, aguardaba sin impaciencia y un punto soñador. El primo José María seguía como lo encontraron, posiblemente vivo, pero sin que la menor alteración de su cuerpo lo confirmase.

– Yo fui el que estuvo en el piso de las primas -dijo de pronto con voz lejanísima del que piensa en voz alta, sin apenas despegar sus labios de yeso.

Y quedó contemplándose las manos con un asomo de vergüenza o de timidez.

Don Lotario miró a Plinio con cara de duda, como si no estuviese seguro de haber oído bien, o de que fuese Peláez el que hablaba.

El Jefe, por toda reacción, se quitó el sombrero, lo colocó sobre los muslos y alisó el pelo con la mano.

– Siga, por favor -le dijo con aire muy cortés.

– Ellas -volvió a hablar Peláez torciendo la cabeza hacia el balcón próximo, como si su confesión fuera a la luz y no a los guardias-, como son tan precavidas, me entregaron esta llave hace muchos años.

Y con lentitud se sacó del bolsillo de la americana un llavín largo, igual al que tenía Plinio.

– Tómelo si lo quiere.

Plinio dudó un momento y por fin se lo guardó.

– Yo sé absolutamente todo lo que hay en la casa. Ellas se fían de mí y yo siempre les he sido fiel… Un momento, perdón, un momento.

Y con energía imprevista, se levantó y echó a andar muy apresurado.

Plinio y don Lotario se miraron alarmados. Cuando ya salía del salón, Plinio, con cierta cautela, echó tras él. El primo iba cada vez más deprisa. Torció por un pasillo y franqueó una puerta. Era el servicio de caballeros. Plinio respiró con cierta tranquilidad. De todas maneras empujó. Había primero unos lavabos. José María siguió hasta uno de los retretes y echó el cerrojo. El guardia decidió quedarse a hacer oído. No fuera a ser que… Pero no, en seguida percibió detalles propios del lugar. Esperó un poco más. Cuando sonó el agua, volvió diligente al sillón…

José María no tardó en reaparecer con su paso lento y vacilón de siempre. Ocupó exactamente el mismo lugar y siguió con el tono de antes, como si no hubiese interrumpido la conversación con aquellas vehemencias:

– Nunca quisieron darme nada. Siempre decían: cuando faltemos, todo para ti, pero hasta entonces nada… Y yo, la verdad, es que no quería nada. Bueno, nada menos una cosa.

– ¿El qué?

– Yo comprendo que es ridículo -añadió bajando los párpados blancuzcos- pero cada uno es como Dios lo ha hecho… Y ellas son muy suyas. Muy sí y muy no.

Calló de nuevo y otra vez se puso de perfil hacia el balcón, cual si esperase de la calle el resto del discurso.

– ¿El qué? -insistió Plinio, con tono infantil.

– Ellas lo guardan todo, pero todo. Siempre les digo: «Sois unas guardilleras». Y se ríen. Guardan. Guardan hasta las cartas de los abuelos cuando eran novios… Y hay cuatro cartas con un sello de 1865 que los filatélicos llamamos: «doce cuartos, azul y rojo. Marco invertido»… Que se las llevo pidiendo toda la vida… Las cartas, no. Los sellos. ¿Para qué los quieren ellas si no son filatélicas? Nunca me los quisieron dar. Valen unas setenta mil pesetas cada uno. Yo estaba dispuesto a pagárselos. Me interesaban para mi colección… Nunca quisieron. Se reían. «Ya los tendrás todos.»

– ¿De modo que era eso? -exclamó Plinio desinfladísimo.

– Ya los tengo colocados en mi álbum. No he podido resistir la tentación. Comprendo que es una villanía aprovechar la ausencia de las pobres primas para hacerse con los «doce cuartos», pero ha sido más fuerte que mi voluntad… Se los devolveré mañana o pasado.

– Por mí puede usted quedarse con ellos -dijo Plinio levantándose sin disimular su desilusión-. ¿Fue usted quien llamó ayer tarde al hotel preguntando por mí?

– Sí.

– ¿Y usted también sabía dónde estaba la llave de la caja?

– Yo tengo una llave de la caja. -Y la mostró pendiente de un llavero pequeño.

Bajaron los tres en silencio por la escalera de mármol.

– No te jode -gritó Plinio, así que José María tomó un taxi- la que nos ha armao con los sellos de la mierda.

– Y que digas. Esto es la órdiga.

– Ganas me han dado de atizarle un bofetón a cruzaboca, cuando ha salido con los «doce cuartos». Maricón, coño… Y que nos ha dejao otra vez con na' entre las manos. Como estábamos. Con el caso en pañales. A ver qué hacemos ahora. Si de la casa de doña Remedios del Barón tampoco resulta nada, como me temo, mañana cogemos el coche de línea y a Tomelloso querido, a hacer puñetas.

– Mañana te tienes que encargar el traje.

– ¡Miau!

– Pero bueno, Manuel, ya estás otra vez con tus pesimismos famosos. Cuando no te salen las cosas tan rápidas como tú quieres, la rabieta y cataplum, todo a tierra.

– Que rabietas ni qué cuernos, si es que aquí no hay nada que hacer. No ve usted qué familia. A las gilipollas esas a lo mejor les dio el telele extravagante de irse a la India a curar leprosos y nos estamos aquí tocando el violón hasta el siglo futuro… Te parece si la que nos ha armao el pasmao ese con los sellos… La vergüenza que me da a mí ahora pensar en las tazas y en las cucharillas metidas en los sobres, cada una con su nombrecito… Le digo que…

– Ay Manuel, que me troncho. Que sólo tienes gracia de verdad cuando te cabreas.

– Y a ver con qué jeta voy a decirle yo ahora al comisario que tanto aparato de huellas «datilarias», como dice la Gertrudis, sólo ha servido para encontrar cuatro sellos de «doce cuartos»… Si es que tengo la negra con las huellas digitales. Cada vez que las tomo en cuenta, ¡zurrapa!

Don Lotario se reía tanto y con tales aspavientos, que algunos transeúntes lo miraban con gusto.

– Lo que más gracia me ha hecho es eso de imaginarte los sobres con el rotulillo y la taza dentro.

– La taza, el plato y la cuchara. Leche. ¡Qué ridículo!

– Anda, por favor, calla, que no puedo más.

Cuando se serenaron los ánimos de uno y las risas del otro, tomaron un taxi y marcharon al Mesón del Mosto donde habían quedado con el Faraón.

Los esperaba en la barra hablando con la dueña y entreverando el vino blanco de Tomelloso con asadurillas fritas con ajos. Tenía el morro aceitoso y comía con mucha degustación y movimiento de carrillos.

– ¡Coño, ya están aquí los de la justicia! -exclamó al verlos-. Ponles primero cerveza para regar la plaza y asadurillas abondo, que siempre fueron estos golosos de fritanga.

Después de saludar a los de la barra y leer los carteles alusivos a Tomelloso que allí había, Plinio preguntó si estaban ya preparados los galianos con liebre que les prometió Antonio elFaraón.

– Sí señor -dijo la dueña-, que esta mañana llegaron las tortas de pastores en el coche de línea y dentro de unos minutos, como me pidió aquí el señor Antonio, estarán listos.

En éstas estaban cuando unas bocas asomadas en la puerta empezaron a cantar:

Somos manchegos,

tomellosanos,

los que cantamos

con frenesí,

a la victoria

que conquistaron

quien nos legaron

tan rica vid…

– ¡Pero bueno, de dónde salís vosotros, gavilla de camastrones! -les gritó el Faraón.

Y los cantores, desafinados, Luis Torres, Jacinto Espinosa y Manolo Velasco, continuaron con el «frenesí» que pedía la letra. Mejor dicho, sólo cantaban Luis y Jacinto, porque Velasquete se limitaba a sonreír con timidez.

… Hidalgo pueblo,

por laborioso,

bien te mereces

este laurel.

Tus fieles hijos

de Tomelloso,

de ti seremos

heraldo fiel.

– Venga, cansinos, entrar de una vez y dejaros el himno en la puerta -insistió el Faraón. Pero los líricos, que venían terquísimos y un poco chateados, seguían sin destapar la puerta y enlazados por los hombros:

En lo que fue infecundo

del Tomillar del Oso

levántase imperiosa

nuestra gran población.

Emporio de riqueza

es nuestro Tomelloso,

que a bravas mocedades

debemos su creación.

Po, Po, Po, Po…

Somos manchegos…

– Pero ¿vais a empezar otra vez, so virulos? Ya ha estao bien de himno patrio. Venga, entrad y tomad algo.

– Si está aquí el agente Cipol de Tomelloso -exclamó Luis Torres dirigiéndose a Plinio con la mano tendida.

– Y el Cipol don Lotario… y el Faraón. El no va más en nuestro pueblo en materia de crímenes, robos y cachondeo. Y esto último va sólo por Antonio -completó Jacinto echándoles las manos.

Así que pasó un poco la euforia de los saludos, se añadieron al vino, a la asadurilla y otras golosinas del diente y el galillo que allí preparan para facilitar el trago.

– No hay como estar contento -dijo de pronto Luis Torres, dándole al Faraón en la espalda.

– El vino ayuda mucho a la contentación y al cipoteo. Eso es viejo -glosó el gordo.

– Tú estás muchas veces contento, ¿eh, Faraón? -le preguntó Jacinto.

– Yo, pase lo que pase, toas las fiestas, vísperas de fiesta, jueves y demás días de entre semana. No tengas cargo que me voy a morir de un berrinche por cualquier cosa. La vida dura menos que un gargarismo y siempre que no puedas montar gamberras güenísimas, no hay como apescarse a la barra de un bar con cuatro amigos juguetones, y ensilar hasta que el ombligo se ponga rojo-peligro. Todo lo demás, leche y picón.

– No hay como estar contento, sí, señor -repitió Luis-. Venga, Adela, echa otra ronda, pero sin pulso. ¿Usted está contento, Manuel?

– Yo no soy muy extremista. Ni me enserio mucho ni me río demasiado. Todo lo llevo con aire un poco distante y de buen conformar.

– Éste es vino con sifón, pero con mucho aguante -reforzó el Faraón-. Sin embargo, don Lotario, cuando se pone frenetiquillo, arpeo prisosísimo…

– De todo hay en la viña del Señor -dijo don Lotario mirando a Plinio.

Velasco se rio dulce mirando al veterinario y éste hizo un gesto ambiguo como si no le gustara hablar ante Plinio de sus euforias extraoficiales.

– Ustedes, como están en Madrid varios días, no se han enterado de la guerra de las boinas -dijo Luis con aire sentencioso y decisivo.

– Ni palabra. No llegan correos -contestó el Faraón.

– Hombre, aquello ha sido el rematín -siguió Luis con su aspecto de matador de toros jubilado y sacándose un papel del bolsillo.

– No, antes de leer eso, espérate que les ponga en antecedentes -pidió Jacinto con sus ademanes metódicos-. Se trata de lo siguiente: en el Casino de San Fernando, la nueva directiva, a la cual pertenezco, en una junta general apuntó la idea de que los socios estuvieran en el local descubiertos. Ya saben ustedes que ésta es una aspiración de siempre de los socios ilustrados. Que siempre se dice y nunca se consigue. Pero, amigo, el otro día, sin saber por qué, se armó la de Dios es Cristo. Los «caballeros cubiertos» se cerraron en banda a quitarse la seta y han repartido un manifiesto…, que yo creo que está redactado por Braulio el filósofo, y que ya se lo sabe todo el censo de memoria. La cosa está brava, y llevamos unos días, que no quieran ustedes saber, la guerra civil.

– Es que la habéis tomao con los pobres hombres de la boina -dijo el Faraón muy grave-. Si desde que nacieron llevan la boina puesta; si así que se la quitan en el responso de un entierro se acatarran, ¿cómo queréis que estén en los salones del San Fernando todo el día con la cabeza descalzá?

A Velasco, que reía con la boca cerrada, se le saltaron las lágrimas.

– … Es pedir un imposible -continuó el Faraón muy predicadera-. Mi suegro se acostó con boina toda la vida de Dios… y agonizó con boina. Y se confesó con boina, y se murió con la boina metida hasta el caracolillo de la oreja… Y mi suegra, que ésa todavía vive, lo amortajó con capisayo y el capuz de franciscano tapándole la boina para que no se rieran del pobre hombre. Pero no se la quitó, porque sabía que era darle el gusto postrero… Allí todos los del campo duermen con la gorra puesta, sí, hombre. Y los ves en la cama, como yo he visto a muchos, la cara tapá con el embozo y sólo asomando lo negro del paño. Que hace muy raro, pero es así. O están en agosto en cueros sobre la piltra, pero sin apearse el casquete. Y eso da más risa. A casi todos los habitantes virulos de Tomelloso los engendró su padre con la boina puesta. No se la quitan ni para el montaje femenino, ¿y quieres tú que se la quiten a la vejez, en el Casino? Miau.

– Además, hay una cosa que importa mucho -dijo Plinio con cierta sentencia cuando amainaron las risas-, y es que como tienen la cara tostada del sol, la frente blanca y el pelo amagao, les da vergüenza descubrirse. Se sienten feos.

– Eso del bicolor que tú dices es lo de menos. Es la costumbre y el miedo al constipao -le interrumpió el Faraón-. El hermano Toribio Lechuga, cuando va a la barbería, mientras lo afeitan tiene la gorra encasquetada. Como no hay más cáscaras que descubrirse para que le pelen, pues a estornudar súbito. «Yo, ya se sabe (me tiene dicho), desde la barbería a la botica de doña Luisa.» Fíjate a donde llegan.

– Y en los cascajales de Tomelloso siempre hay muchas boinas viejas -dijo de pronto don Lotario muy cargado de razón.

– Anda, leche -saltó el corredor de vinos muy payaso-, y qué tendrá que ver una cosa con otra.

Velasco reía ya con ambas manos en la barriga.

– Hombre, lo digocomo demostración de la cantidad de boinas que se consumen allí -dijo el albéitar como disculpándose.

– Bueno, ¿leo el manifiesto o no? -dijo Luis Torres esgrimiendo el papel.

– Venga, lee -consintió Plinio-, que siendo de Braulio tendrá causa.

Y empezó, inclinando un poco su cabeza cana sobre el papel:

– «Casineros de Tomelloso: el señoritismo local, aconsejado por el cine, la televisión y los viajantes, quieren que nos descubramos…

– Pero, coño, ¿qué pintan ahí los viajantes? -explotó de nuevo el Faraón, que con el vino le había dado coherente.

Otra vez carcajada general, beborreo y ataque a un plato comunal de criadillas fritas con ajos achuscarrados.

– Venga, sigo… Para él los viajantes son gente distinguida… «Los levitas del pueblo, la parroquia del fútbol, los que van a Entre- lagos y los niños mindongos que estudian en Madrid, Salamanca y Cádiz, quieren que nos quitemos el abrigo del pelo… Los de las motos y autos, los tractoristas a la americana, los curas republicanos y los alcoholeros de Jerez, quieren que dejemos las boinas, para que las destruyan los abonos químicos…»

– Pero yo estoy loco, ¿o me queréis explicar qué pintan ahí los abonos químicos? -paró terquísimo el Faraón, echando la mano sobre el papel.

– Ya sabía yo que ibas a saltar otra vez al llegar a esto -comentó Luis.

– Hombre, por Dios, eso es un fallo -terqueó.

– No me suena a Braulio -comentó Plinio-; él no dice esas cosas; además, no salen muertos.

– Sí salen muertos, ya lo creo que salen -afirmó Luis-; espere usted unas chuscas. «Nosotros, los tomelloseros legítimos, los descendientes directos de Aparicio y Quiralte, y de los mejores La- ras, Burillos, Torres, Rodrigos y Cepedas que en el pueblo ha habido, toda la vida de Dios fuimos viñeros cubiertos. Con la boina puesta ensanchamos nuestro término hasta Villa Robledo y Criptana, hasta Socuéllamos y Pedro Muñoz, hasta Manzanares y la Solana…

»Con las boinas caladas amañanamos con el sol durante siglos, sufrimos recias trasnocheras y transformamos a nuestro pueblo en el imperio del alcohol vínico que hoy envidian Argamasilla y Herencia…

»La boina es símbolo del trabajo y honradez de los más genuinos de la ciudad; de los que hicieron viñedo el erial, cuevas de la tosca; de las pedrizas bombos y de los caldos mistela; la boina es la enseña de los que a mucha honra olemos a madres y a vinazas; de los que hicieron en fin nuestro escudo, con la liebre saltando un tomillo a la torera…

– Ay qué tío. Será a la lebrera.

»Desde que el pueblo es pueblo, desde los tiempos de la hermana Casiana y don Ramón Ugena, del Estopillero, el Varal y la Yes- quera; desde los años del Maestro Torres y el alcalde Chaqueta; desde antes de nacer doña Crisanta, cuando estaba el cementerio en la glorieta; desde que el Rollo de San Antón estaba tieso y hacían la feria en la calle de la Feria… La misma revolución de los consumos, en fin, ya la hicieron nuestros antevivientes con la seta puesta.

– Coño, ahora se pasa al verso.

– Tú calla, hombre, que lo pone así para que se quede en la memoria. Sigo:

»El camposanto nuevo y el antiguo está cuajao de boinas abrigando calaveras. Tomelloseros legítimos: hombría, aguante y corazón; la historia es nuestra… Levitas y chaquetas, señoritingos del cigarro rubio y calzoncillos sin bragueta, vosotros, al Círculo Liberal o al Entrelagos, a presumir de whisky y coctelera, de langostas carísimas que están dejando a tanta gente en la miseria, que nosotros, los verdaderos hijos del terruño, seguiremos aquí en el San Fernando como la vieja guardia de la cepa… Con las blusas negras y las boinas puestas, bebiendo agua sola y hablando de los pámpanos, comiendo pipas y teniendo lo que hay que tener en la entrepierna…

«¿Que nos llaman virarlos y candorros? ¡A hacer puñetas! Que por nosotros coméis y tenéis uvas, por nosotros podéis llevar chaquetas mariconas con las faldas sueltas y mientras vivamos, a joderse, veréis el Pretil y el San Fernando llenos de hombres con las boinas puestas… ¡Candorros de Tomelloso, uniros, que al final la victoria será nuestra!».

Acabado estaba el manifiesto boinalista y casi sus comentarios, cuando sacaron los galianos humeantes.

– Hay para todos si queréis.

Juntaron las mesas y pusieron la sartén en equidistancia.

– ¡Hale!, muchachos, al galiano pastoreño. Venga Velasquete, no diréis que no somos buenos -proclamó el Faraón- que habéis venido a sopatalega y os encontráis con una comida en regla.

– Pero invitamos nosotros -saltó Luis sentencioso.

– Tú aquí no invitas ni a cañamones, niño bonito. Tarde y noche hay por delante para que siembres bíiletones hasta el hastío, que hoy vamos a currelar por el Madrid ye-yé… hasta la hipoteca del quiñón. Y además, el que suscribe, va a echar el chorizo en aceite. Eso fijo y firmao.

– Estás enloquecido, Antonio -le avisó Plinio.

– Ni enloqueció ni na'. Que me siento joven y prepotente. Priapista total.

– Tú que va, presunciones -le pinchó Jacinto-. Al segundo rodeo, si llegas, zurrapa.

– Y además, si con esa barriga no te ves el alijo -le añadió Luis.

– Si eso no es para verlo, muchacho, sino para la intromisión y el solaz. Tampoco te ves el estómago y mira que gusto que da sentir llegarle los galianos, las presas lebreles, el vino granate y el caldete espesorro. ¡Ay Dios mío!, comer, beber y darle lo suyo al rodal del regocijo. Eso es vida. Todo lo demás, convenios colectivos.

– Desde luego, Faraón, el vino te hace efecto al contao -lo pinchó Jacinto.

– Y a ti, anda leñe, que ahora mismo tienes los ojos bombeando. Lo que pasa es que yo soy más orador y aparatoso. Si no fuese por el vino administrao, se pasaría uno la jornada blanqueando el nicho. Él, barre recochuras y pone la risa a flote. Da corriente a los nervios, despabila la bellota, hace buenos a los amigos, y a todas las mujeres comestibles. Enferia el corazón y lo calienta. Te llena los toneletes de leche. Deshollina el riñon, te quita peso, encarga palabras, llama chistes, caldea los ojos, ensalsa la lengua, y te pone la vida como un haz de alegrones. Beber con tiento es volverse mozo, ver las corridas llenas de flores y sentir las manos con ganas de teta y los pies bailones. El vino es la sangre que mensila el gran papo del globo terráqueo. El mero caldo de la creación humana. Todo lo grande de esta vida se hizo al correr del vino. Los árboles cabezones, las mujeres caldosas, los jardines cachondos, los animales valientes, los pájaros sin ley, las perdices tintorras, la carne de cabrito desollada, el aceite que fríe, el muchacho que bulle entre pañales, la mañana que rompe la ventana, el sol que a la caída entomata los vidrios, los volcanes de yeguas desbocadas; todo lo bueno y grande de la vida es por el brío del vino…

– Cómo se ve que es corredor de caldos -dijo Jacinto tímidamente, porque el Faraón, como inspirado, entre bocado y bocado, entre vaso y vaso, seguía sacándose versículos dionisíacos.

– … Cuando a uno le viene el tetelele y lo rodean de cirios, es que perdió el auxilio vinatero. El impotente, descuidó la frasca. El que ve negra la vida, tiene el remedio en la cuba. El agua viene del cielo y el vino del carajón de la tierra. No hay cine como vaso al trasluz. Ni son como el chorro de la bota. Límpiate la conciencia con cerveza, y después, paso a paso, haz tuya la frasca. Bebiendo y hablando se hace uno hombre. Bebiendo y cantando se dispersa el pesar. Un vaso de vino sobre vientre de moza, ¿qué más quieres compañero?

– Ay qué tío, si va a resultar más poeta que Braulio -saltó Luis.

– … No hay como estar sobre una tinaja al caer la tarde…

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