La partida

La preparación del viaje fue rápida y jubilosa. Rápida porque todo estuvo a punto para marcharse la tarde siguiente. Y jubilosa porque corrió la noticia y lo mejor del pueblo felicitó a la pareja y le deseó éxitos.

Don Lotario decidió no llevarse el cochecillo, porque, como él dijo, «la circulación en Madrid está catral». Plinio compró una maleta y se puso su único traje de paisano, color azul marino, que resultó casi a la moda de Serrano, porque aunque lo tenía más de quince años, la chaqueta tenía una longitud muy aparente. De todas formas prometió a su mujer hacerse otro nada más llegar a Madrid. Y su hija le compró dos pijamas, prenda que Plinio siempre consideró sospechosa; unas zapatillas, dos corbatas, y camisas de hechura muy moderna. Acostumbrado a cubrirse con la gorra del uniforme, no se hacía a la idea de ir sin nada en la cabeza, y dijo de comprarse una boina. Pero don Lotario le quitó la idea y le regaló un sombrero gris oscuro flamante.

La Gregoria y su hija se empeñaron en ir hasta donde los coches de Madrid para despedir a Manuel. Claro que Plinio les dijo que lo esperaran en la plaza mientras él tomaba café con don Lotario en el casino. Por cierto que la entrada del Jefe en el San Fernando vestido de paisano causó muchísima expectación y fue comentada durante largos días. El hombre, tan acostumbrado estaba a su uniforme, que con frecuencia se llevaba la mano al sitio del correaje y se le escurría chaqueta abajo sin tener donde engancharse. Tampoco se las apañaba muy bien que digamos con la corbata, que por la endeblez del nudo novato, se le aflojaba a cada paso dejando al descubierto el botón del cuello de la camisa. Don Lotario, nervioso por estos deslices, se lo subió un par de veces, y se prometió enseñarle a hacerse el nudo Wilson que era más seguro, en cuanto llegaran al hotel. Plinio, así, de paisano, parecía un poco más bajo y tenía el aquel de una fotografía antigua. El reloj de pulsera era la única cosa que le daba una apariencia moderna.

Manolo Perona, el camarero, los invitó a café y a faria, y correspondió don Lotario regalándole unas participaciones de la lotería de la Virgen de las Viñas.

Aquel día, por la mucha demanda de billetes, salían hasta tres coches hacia Madrid. Y en torno a ellos había gran gentío de viajeros y despidientes. Las madres besuqueaban a sus hijos soldados como si se fuesen al Vietnam; y el Faraón, que iba también a Madrid a hacerse ropa y «a lo que cayera» -según su decir- se arrimó en seguida a los de la justicia con enorme barriga por delante y los bracetes colgando. Había dos chicas estudiantes con minifalda -«anda con Dios si las viera su abuela la pobre Justa la alpistera»-, dos furcias masticando chicle y pelona una de ellas, la más menuda. Y para completar el elenco, Caracolillo Puro, imitador de estrellas, natural de la ciudad, y residente en Marsella. Había venido a la muerte de su padre. Ello no hacía para que fuese con un traje corto andaluz -eso sí, con un botón negro casi en el hombro-, sombrero calañés y botitas de bailaor. Mariposeaba moviendo el pompis y fumeteando muy redicho entre sus familiares y admiradores, algunos de ellos también del ramo perverso, que lo miraban con la boca hecha agua por sus triunfos allende los Montes Pirineos que nos separan de Francia. El Faraón, por aquello de agradarle, dijo a Caracolillo Puro que «se conservaba muy bien». Y éste le respondió con muy mala libido, «que la conserva pa' las sardinas, pero que él era hombre y no peje». El Faraón, después de echar un ¡miau! a lo de «hombre», le dijo muy afable: «No te pongas así, hombre de Dios, que es un decir de buena voluntad». «Un decir -respondió el maruxo-, pero yo de viejo nada, resolfa. Y los viejos son los que se conservan.»

«Pues no eres tú nadie por un dicho… Y ya que te pones así, te diré que cuando acabó la guerra tú ya sabías decir Upia.» «Ni dicho, ni leches -volvió a replicar el zapirón- que yo todavía triunfo, por éstas.» Y se dio una manotada en la nalga. «No me lo señales que ya sé por dónde triunfas tú, so lila», rezongó el Faraón. El otro hizo un mohín y le dio la espalda.

– Venga, no le hagas caso -dijo Plinio al Faraón, que empezaban a hinchársele las narices.

– Mejor será, porque si no le voy a dar una guasca al cupletisto este, que va a acordarse de su fecha de nacimiento.

– Cupletisto sí y a mucha honra, que mejor es ser lo que soy, gozar de la vida y coronar el mundo, que ser hijo como tú, de siete machos…

– ¡Me cagüen la…! -gritó el Faraón indignado y yéndose hacia el Caracolillo.

A Plinio le dio tiempo a sujetarlo y encarándose con el imitador le dijo:

– Oye Caracolillo, cállate esa boca que te suspendo el viaje y duermes en la trena.

Uno de los que lo rodeaban que llevaba camisa celeste y tenía los ojos muy dulzones, le aclaró quién era Plinio. El Caracolillo, al oír «policía» amainó el quirio, cambió el perfil, encendió otro pito rubio y tomándolo muy cerca de la punta de chupar, aspiró, echó el humo por las narcies con gesto muy astuto y se apartó un poco del Faraón y los justicias.

– Al llegar a Madrid le voy a pegar una patá en su rodal del regocijo -exclamó el Faraón indignado- que va a alegrarse de no ser hombre, el culo-halóndiga este.

– Cállate he dicho -le ordenó Plinio.

Tocó el claxon para avisar a los remisos. Plinio se despidió de sus mujeres sin besos ni estrechar manos. Todos los viajeros ocuparon sus asientos y cuando Plinio se disponía a lo mismo, llegó Braulio echando el bofe.

– Manuel, toma esto para el camino -y leofreció una bota de dos litros.

– Muchas gracias, Braulio, estás en todo.

– Me dais una envidia.

– Coño, pues vente.

– A lo mejor os hago una visita corta.

– Sí, hombre, anímate.

– Es vino del año pasado. Y del que tú sabes.

A la Gregoria se le escapó una lágrima por el detalle. La hija sonreía a Braulio. Manuel desde el estribo del autobús les hizo otra despedida breve.

– Así de levita pareces un practicante -le dijo Braulio sin venir a cuento.

– ¿Y por qué un practicante?

– Ah… No sé.

– Señor Manuel, que arrancamos -le avisó el chófer con respeto.

Plinio le dio una manotada casinera a Braulio sobre la boina, volvió a mirar a sus mujeres y tiró de la puerta.

– ¡Viva Plinio, leche! -se oyó de pronto.

Era Clavete, que estaba entre la gente. Muchos se volvieron hacia él riéndose.

– ¡Viva Plinio, el listo de Tomelloso! -repitió.

– ¡Viva! -lo corearon bastantes.

– ¡Viva Plinio y la hermana Gregoria! -repitió Clavete.

Los despidientes miraron a la mujer del Jefe, que, azorada, bajó la cabeza.

Cuando arrancó el coche todos movían los brazos. Y Manuel, tras la ventanilla, se llevó la mano al ala del sombrero como si fuese la gorra de visera.

– Dame un trago, Manuel -le pidió el Faraón antes que se sentara.

Bebió largo y jugando con el chorro para no mancharse la americana.

– Está muy rico -alabó mientras se secaba-, pero el Braulio es un antiguo. Ya no se estilan las botas. Ahora se toma en termo.

El coche enfiló por la calle de Socuéllamos. Don Lotario y el Faraón se sentaron juntos. Plinio, con el pasillo entre ellos, al lado de doña María Remedios del Barón, mujer frescachona y todavía de buen ver. La señora vivía en Madrid desde mucho antes de la guerra, pero tenía propiedades en Tomelloso. Aparecía sólo por vendimia y algún día suelto.

Llenaban el coche gentes modestas en su mayor parte; fugitivos de la tierra, que solían trabajar en Madrid en el ramo de la construcción. Y menestrales, chicas de servicio, soldados y otras criaturas poco viajadas.

Caracolillo Puro -su nombre de verdad era Anastasio María Culebras- excitado por la velocidad o por la pasada trifulca con el Faraón, coreado por los dos amiguetes pilosos y con camisas de colores vivos, empezó a cantar con aire desvergonzado:

Manolito dando

pairas.

Manolito dando

pa'lante,

se hizo el amo

del corral

en un instante.

– A éste -dijo el Faraón a Plinio y a don Lotario- cuando le pusieron María de segundo nombre, no creáis que no fue adivinación.

Los del pantalón ceñido aplaudían y jaleaban al imitador de estrellas, que sosteniéndose como podía, se había puesto de pie y taconeaba en el pasillo del coche.

La gente, mirando hacia atrás e incorporada en los asientos, reía o jaleaba al maricón, que seguía:

Lolita de mis amores

tienes las piernas torcías.

… Si las tuvieras derechas

quizá no me gustarías.

Y dale al riñón.

Y dale al costal.

Y dame una copa

que me siento mal.

– ¡Ole ahí tu gracia, resalao! -gritó una mujer.

Con esta buena acogida, el Caracolillo se crecía y miraba hacia el Faraón haciendo guiños y sacando la lengua, como si fueran figuras de su baile. Pero se le notaba la puñetera intención y la gente se reía.

El Faraón, hecho el longuis, fumaba oteando por la ventanilla. La papada, su juego de pechos mantecosos y la barriga de cúpula maestra formaban una cordillera de curvas temblorosas.

Los vinos de Tomelloso

son vinos para quemar.

Él se tomó una copita

y lo tienen que apagar.

Pasado Pedro Muñoz, que por allí llaman «Perrote», amainó el folclore y Plinio pegó la hebra con doña María de los Remedios. Don Lotario cabeceaba bajo el sombrero y el Faraón roncaba calderones suavísimos.

Doña María Remedios hablaba de cosecha y pedriscos, pero de cuando en cuando sus ojos soltaban brillos extraños. Plinio, que estuvo tentado de pensar mal, en seguida puso las cosas en su sitio, porque a la señora, al contado de candelearle los ojos, se le subía una fogata de sangre cuello arriba hasta la misma raíz de los pelos negros. La pobre, para disimular aquel oleaje de su finitud paridora, se abanicaba y decía:

– ¡Hace un bochorno!

– Sí hace, sí -coreaba Plinio, aunque otra le quedaba en respective a la temperatura y al epicentro de su origen.

Cuando le pasaba la flama, la tez de dona María de los Remedios volvía a su albura lechal, a su lustre alabastro. Y sonreía apaciguada, con los ojos gachones y asomando unos dientes golosinos entre sus labios de muy hermoso corte. Sin el acaloro respiraba con ritmo puntual y bajo la tela del vestido oscuro se adivinaban los mamelones sedosos, un poco tendidos y otro poco sonrojados, pero todavía en sazón. También, cuando se rebullía en el asiento, se alzaba un oleaje tibio de carne lavada y perfumada, pero con su aquel natural.

En el transcurso del coloquio doña María Remedios tomó unas pastillas, que Plinio supuso serían para la atenuación de aquellas incandescencias otoñales. A veces, después del encendido, los rubios pelillos del labio se le perlaban de sudor menudo, y daban apetitosidad de fruta escandida a aquel dibujo de boca. De todas formas a Plinio le daba melancolía el ver a la pobre «con fuego matar sus fogueras».

El marido de doña María Remedios, natural de Tarancón, murió después de la guerra. Llevaban pocos años casados. Ella se quedó en Madrid, y según la cuenta, viuda y sin compromiso, vivía con su madre. Como ni se casó ni buscó alivio, según sus amistades del pueblo, la pobre estaba acabando su biografía del gusto luego de tan largo puente de inoperancia.

Pasaban veloces entre los árboles de aquel trozo de carretera, árboles con las hojas ya pajizas y los troncos cenicientos. Los pueblos, aligerados por la emigración masiva, soportaban la soledad tristona del que ve pasar a muchos y a ninguno quedarse. Caserones abandonados entre señales de tráfico y carteles publicitarios. Bares para camioneros. Surtidores de gasolina. Sentadas en las puertas, las viejas veían pasar los camiones y tractores con cara de no comprender nada. Niños que salían de la escuela rural y miraban a los coches con nostalgia. Viejos, niños, mujeres, anuncios de Coca-Cola. Otra vez la carretera desnuda, llena de curvas hasta Villarrubia de Santiago, donde se hacía un alto en el viaje.

Los mariquitas del coche de cuando en cuando se animaban, cantaban corto y gritaban largo. O hacían ademanes entre gitanos y burlescos. Doña María Remedios suspiraba. El Faraón roncaba. A don Lotario se le caía la barbilla y Plinio sentía en la tubería de sus huesos el medroso mensaje del otoño. «En septiembre, se tiemble», que decía el viejo médico don Gonzalo, el de la barba blanca y el hablar pastoso… «Se tiemble…» En el asiento se notaba muy pegado a los huesos, al llamador de su corazón todavía animado en su compás de compasillo. Y pensaba en la fragilidad de eso que llamamos vivir. Ia declinación del paisaje, la quietud del cielo nublado y la desgana de los árboles, le hacían recordar rodales de su vida pasada, semblantes de hombres reflejados en los espejos de los casinos; bigotes y barbas tras las nubes de humo de los cigarros antiguos; talles de mujeres con falda hasta los pies, que bailaban en el salón del Círculo Liberal; y nombres que ya están escritos en nichos o panteones señoritos. Le parecía a Plinio sentir en aquellos instantes que la vida se iba como en un «gota a gota». Se largaba sin tener donde asirse, sin un remedio de fuente milagrosa y sempiterna que nos vuelva a aquellas lozanías. Menuda injusticia la de la naturaleza. Primero, tan tanto y luego, tan na. Que somos como una especie de colador de los días. Cada uno nos loda un agujerillo, hasta dejarnos macizas, sin recibo ya para lo nuevo. Sólo aplicados a aquellas viejas ideas y sensaciones que se nos quedaron sin salida ni respiro. Cada día se participa menos de lo externo y se hunde uno en la tertulia interior de sus vividuras y cachos de recuerdo. Con los años nos hacemos baúl cerrado, gabinete sin puertas, odre sin espita, hasta devenir en licor tan fuerte y concentrado, en caldo tan negro y pervertido, que nos altera los últimos motores, quema los hilos del cerebro, perfora el tinto corazón y nos deja talmente como una cosa. Plinio sentía que su oficio policiaco, su dale a la cabeza y al pesquis, era buen antídoto contra la melancolía del ir muriendo. Cuando tenía «caso» se olvidaba de sus años y perezas, de su inclinación a la remembranza… Desde hacía algún tiempo sólo se fijaba en las personas mayores para buscarles en el gesto, pelo, ademanes y renuncios, similitudes con su otoño propio. Los jóvenes le parecían crías de otra especie, de otra encarnadura; logrados por no sabía qué invento o composición…

A doña María de los Remedios le subió la sangre de nuevo. La pobre, al sentirla inundar su cara, despatarró las narices. El terco sudor le orló los pelillos del labio de arriba y las orillas de la frente. En las mujeres, la otoñada de la vida no sólo se manifiesta en el estancamiento de las sensaciones y recuerdos, en la rebinadura de las pasadas biografías, sino también en aquella guerrilla de acaloros, vertedura de caldos y seguros encogimientos del papo despidiente. La resaca de la historia femenina redunda en las carnestolendas y entresijos, como un deterioro físico. El humor en ellas es pura biología.

De pronto a Plinio le asaltó una extraña sensación, un palpito pinchador. Aquellas oleadas de sangre de la dama, ciertos respingos del perfil, el control de sus pechos casi azúcar, y no sé qué retracción de sus palabras, le daban indicios de falta de natural; de cobertura… De vivir en gran parte en otro mundo. Se olvidó el guardia de sus saudades e introspecciones, afiló entre párpados los ojos y decidió observar con más atención las reacciones de aquella mujer que llevaba todo el otoño del mundo entre sus carnes suaves, de teta.

Más pueblos en silencio cabe el río negro de la carretera. Río que se va y no vuelve. Río que invita a la partida, a dejar aquellos casucones y barbechos cubiertos de óxido; a dejar las muías con moscas, a la vieja que se orina en el colchón de borra; la gallina que picotea en el ejido, el casinón con carteles de toros verdirrojos, la puta veterana riendo histérica en el portal, el salón de billares con un tocadiscos que suena a maquinaria, el paseíllo sin luces donde se magrean las parejas mocetas; y el coro de beatas con ojos color de sopa que haldean bajo los soportales, con el reclinatorio a rastras. Hay que abandonar de una vez -piensan los mozos- a ese alcalde orondo que fuma un puro, sentado en el pasillo con aire triunfador. Hay que dejar de ver todos los días esa calle dedicada a una señora llamada Conrada, la que regaló un altar a la parroquia. No hay que volver a esa tienda de comestibles, con alpargatas y muñones de cerdo, que huele a almuerzo del siglo XIX. Todos los ojos que se clavan tristes en el río de la carretera y en los coches que pasan por ella, piensan en este acabamiento de tantos pueblos nacidos por la ley antigua del señorío o el convento, del retazo de feudo o encomienda, incapaces ya de tomar la estatura de nuestro tiempo. En España las cosas nunca se quitan a tiempo. Acaban pudriéndose en el basurero de la inercia, faltas de iniciativas nuevas y generosas. El español tiene mucha imaginación para salvar el momento, ninguna para variar el camino.

Se despabilaron los durmientes pasado Aranjuez y le dieron unos vaivenes a la bota de Braulio. Echaron pitos y dijo el Faraón a Plinio en voz baja:

– Todavía está buena la María de los Remedios. A ver si la ligas, macho.

La señora, más refrescada tal vez por el oreo del río vecino, miraba con ojos apacibles el paisaje. Plinio se fijó en la manera que tenía de sujetar el bolso con las dos manos. En la forma de espaciar los muslos en su asiento, en no sabía qué trasfondo de los ojos que espejaban algo muy ausente. Y sobre todo en aquel sudorcillo del bigote, tan vital, que lo hacían morro lleno de dulce, fuellecillo de suspiros color claro, de lengua que de vez en cuando se salía de su globo de humedades para chupar el aire. Aquella nariz, que con ritmo de corazón se ahuecaba aspirando un mundo que no estaba allí mismo…

Llegaban a Madrid. El Caracolillo, reanimado, volvió a las coplas y al palmoteo. Paró el coche junto a la estación de Atocha. En la calle Tortosa. Revuelo. Gentes en pie apeando maletas. Plinio se despidió de María de los Remedios que parecía esperar a que amainase la marea. Al descender del coche, el Faraón, como que no hacía nada, le dio un panzazo a Caracolillo Puro. Y el Caracolillo, poniendo toda su mala idea en los incisivos y en el guiñar de sus ojos, habló ronquete y con mala leche: «hijo de caballo blanco, gordón asqueroso».

– Ay pupa, mama -saltó el otro riéndose y volviéndole la espalda.

Los tres tomaron un taxi hasta el Hotel Central, en Alcalá, 4. Siempre iban allí los tomelloseros viejos. Siempre el mismo portal con las fotografías de Kaulak. El portero que sonreía. El calmo ascensor. En el comedor y el recibidor no faltaba algún tomellosero o familias enteras que se turnaban para que aquel hotel soleroso no perdiera tan constante presencia. Al Central se va para bodas y entierros, para enfermos y negocios, para exámenes y sanisidros, para hacerse la ropa de invierno y la de verano, para gastarse las primicias de la venta del vino. Para visitar al huésped de turno, para pedir la novia del estudiante que se enamoró en Madrid, para buscar la influencia.

Se despidieron del Faraón y cada cual pasó a la habitación que les designó don Eustasio.

Media hora después Plinio y don Lotario estaban en la puerta sin saber muy bien qué partido tomar. No eran las ocho de la noche. Por fin, para no perder tiempo decidieron ir a la Dirección General de Seguridad a ver si estaba todavía el amigo comisario, don Anselmo Perales y entrar en acción.

El llegar hasta su despacho no fue cosa fácil. Tuvieron que llenar un volante, enseñar la citación, pasar por varios controles entre guardias y conserjes, hasta que posaron en un pequeño antedespacho.

En seguida de anunciarlos salió don Anselmo sonriendo y con las manos extendidas hacia ios dos.

Los tres tomaron asiento en un tresillo descolorido y madurísimo. Don Anselmo, hombre más bien rechoncho, con cara de pueblo y siempre sonriente, les contó el caso. Una lámpara de cristales, muy alta, con dos bombillas fundidas, bañaba el despacho de amarillo vino. Don Anselmo Perales hablaba con el cigarrillo mal enganchado en el rincón del labio, pero no se le caía. A veces sacaba la lengua o encogía la nariz y el cigarrillo le seguía adherido al vértice de la boca. El hombre contaba las cosas muy bien, sin énfasis. Sólo que a lo mejor de pronto se callaba, un poco como si recordase otro sucedido parecido. Pero en seguida recuperaba el hilo, enderezaba los ojos hacia los oyentes y volvía a su son.

– ¿Ustedes recuerdan a don Norberto Peláez Correa, que fue notario en Tomelloso allá por los años veinte?

– Claro que sí -dijo Plinio.

– Amiguísimo mío -añadió el veterinario- gran persona. Muy chapeo a la antigua, pero gran persona.

– ¿Y recuerdan también a sus dos hijas gemelas?

– Claro -volvió don Lotario- las hermanas coloradas.

– ¿Cómo coloradas?

– Es que eran pelirrojas y muy sonrosadillas y la gente de allí les llamaba las hermanas coloradas.

– Yo creo que lo que les decían, don Lotario, era las gemelas coloradas -añadió Plinio pensativo.

– Puede ser… No me acuerdo bien… Siempre iban juntas, vestidas igual, cogiditas del brazo. Por entonces ya tenían veinte años y cumplidos.

– Eran muy simpáticas y educadas -comentó el Jefe con cierta nostalgia.

– Pero allí no tuvieron suerte -dijo don Lotario- no tuvieron pretendientes… No sé, tal vez los posibles novios pensaban que se tenían que casar con las dos a la vez.

– Bueno y que nunca salían solas. Siempre con sus padres. No iban a bailes ni a reuniones de juventud. Y bastantico míseras.

Don Anselmo se rio de la última aclaración de Plinio, y dijo:

– Bueno, pues esas dos hermanas o gemelas coloradas, han desaparecido.

– ¿Las dos a la vez? -preguntó con extrañeza el veterinario.

– Así tenía que ser -aclaró Plinio-. ¿Y cómo ha ocurrido?

– Hace tres días, a eso de las tres y media de la tarde salieron de su casa y hasta ahora.

– ¿Seguían solteras? -indagó el Jefe.

– Sí… Eran mujeres de vida normal y recogida. Muy míseras como usted dice. Con pocas y buenas amistades… Que casi nunca salían de su barrio… Viven ahí en la calle de Augusto Figueroa, en una casa antigua que hay casi esquina a Barquillo… Y han desaparecido sin dejar rastro ni sospecha. Hicimos las primeras diligencias y no ha salido ninguna luz… Como además siempre están rodeadas de gente de Tomelloso, porque parece que tienen muy buen recuerdo del pueblo de ustedes, yo me acordé del gran Manuel González y de don Lotario. Me dije: es un caso pintiparado para ellos. Y esto es todo.

Plinio se pasó la mano por la mejilla con aire de pensar lo que iba a decir a seguido:

– Lo que usted no se da cuenta, don Anselmo, es que yo, vamos, nosotros, no conocemos este ambiente. Somos pobres sabuesos de un pueblo vinatero y Madrid nos viene ancho para el oficio. Ustedes tienen otras técnicas y medios que no conocemos. Yo soy policía de artesanía, don Anselmo. A mí, así que me saca usted de la Puerta del Sol y de la Gran Vía… pa' qué le voy a explicar.

– Bueno, bueno, no vengan con evasivas. Ustedes van a tener todas las ayudas que necesiten. Basta un telefonazo y le mando lo que quiera. Aquí lo importante es inteligencia y tiempo sobrado y a ustedes les sobra.

– No, si por intentarlo, nada se pierde… -dijo don Lotario.

– Hombre, por intentarlo sí, pero ya que nos dan esta oportunidad en la capital, estamos en la obligación de hacer algo curioso.

– Y lo harán, Manuel, lo harán. No me defraude… Aquí tienen la llave del piso. Desde que usted me dio la conformidad nadie ha vuelto allí. El agente Jiménez, que les presentaré en seguida, les llevará hasta allí y les explicará lo que precisen. Estoy seguro que antes de una semana me trae usted resuelto el caso.

– Que Dios le oiga, don Anselmo… y le haga caso.

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