Los misterios de Carabanchel

Acabada la comida, tomado el café y despuntado el faria, a Plinio le dio mohína. Y claro está, dejó de interesarle tanta risa, aspavientos y redoble. Siempre le resultaba sospechoso el excesivo jolgorio. Era la manera más infantil de sacudirse la pez de la vida y el sombrón de la inanidad. Es muy pesada viga para que al que más y al que menos le guste quedarse solo consigo, mirándose la punta de los zapatos, las transparencias de lo pasado y el seguro cansino porvenir. Y la gente, claro, se arrima a las barras de los bares, saca gestos de falso poder, voces del ser fuerte que soñó, cuenta historias con mozas del don Juan hermosísimo que no fue y siempre que le dan baza, hace su propio teatro y representa los papeles deformados del que se pensó. Y así va la vida. Cada cual y en cada día, se echa a la calle con el reparto de figurantes de sí mismo y su repertorio de fábulas consoladoras. Sólo unos cuantos, muy pocos, los auténticos, los conscientes de su propio hueso, de su triste caída de ojos y de la medida y trazo del charco de su sombra, están conformes con su gesto y con su alma. Como él tal vez. Plinio nunca se tuvo lástima. Ni lástima ni admiración. Un día se lo preguntó don Lotario: «Manuel, ¿tú no te das lástima algunas veces?». «Ni me doy lástima ni gusto -le respondió-. Me recibo con naturalidad. Sé que me tengo que dejar. Hago en la vida lo que quise hacer. Ni más ni menos. Y sé que lo que hago es tan mentira como lo que veo que otros hacen. Pero hay que tenerse un poco de transigencia y aceptar la mentira que nos cayó en suerte, que nos vale y remedia. Y usted, don Lotario, ¿se tiene lástima?» «Tampoco, hermano, y gracias a ti. Hay dos clases de personas: las que para aguantar la vida necesitan algo. Como tú. Y los que necesitan a alguien. Como yo.» «¿Y quién le dice que yo no lo necesito a usted?» «Ya lo sé, Manuel, pero de otro modo. Yo te necesito como todo. Tú me necesitas como mirón que no falla. Tú gozas enseñándome tu razón. Yo, contigo y con tu razón, porque si tu razón fuese otra, de igual modo sería tu pareja.»

Cuando Plinio regresó desde las altas cámaras de su pensamiento al Mesón del Mosto, notó que el veterinario lo observaba. Y se inclinó para decirle al oído:

– Voy ahí al café Comercial a dar una cabezadilla. Con los galianos y tanto vino estoy un poco bombizo. No sé qué haré después. Si cuando levanten ustedes la sesión no le he llamado, acérquese usted por allí.

Se despidió de todos pretextando faena y marchó. Se sentó en una mesa apartada y luego de pedir un cortado intentó dar una cabezada, pero no atinó con el sueño. La mohína y modorra que le llegó después del almuerzo tenía su aquel profesional. Con el puro entre dientes y la mano en la mejilla miraba el tráfico de la glorieta de Bilbao. Los coches no dejaban ver las cosas. No deseaba, ni por pienso, volver aquel día a la casa de las de Peláez. ¿Para qué? «En serio, Manuel, hablando muy en serio, este caso está terminao.» No tenía un mal viento que le picase en la nariz. «El comisario habría llamado por teléfono a Augusto Figueroa para ver en qué había parado lo de las huellas digitales, según quedaron. Era igual. Novillo andaría otra vez repartiendo encargos de marquetería o a lo mejor ya estaba en el café Nacional con su periódico delante. Y el imbécil de José María, después de trasladar la causa de la desaparición de sus primas a un noviazgo de hacía treinta años, estaría en su casa nadando en gusto, mirando y remirando los cuatro sellos que birló de la caja de caudales, la que estaba detrás del cuadro de su tío Norberto, padre de las hermanas coloradas, el que fue notario de Tomelloso, luego de Madrid, viajó a Roma, escribió cartas y se murió una tarde.» Pasó un hombre vendiendo periódicos y compró uno. «A ver si decía que aparecieron las hermanas coloradas, violadas, junto al Pozo del tío Raimundo. Lo mejor sería irse al hotel y acostarse a ver si pasado el sopor de tanta grasa y caldo se revenía alguna idea, y si no, qué leñe, al día siguiente devolverle el caso al comisario, encargarse el traje en casa de Simancas y largarse a Tomelloso. Sería lo mejor.» Pagó. Tiró el periódico, y fue al teléfono para darle a don Lotario parte de su plan.

Comprada la ficha, ya en la cabina, al tomar la lista para buscar el número del teléfono del Mesón del Mosto vio sobre la cubierta escritos varios números con letra desigual. Volvió a su memoria la lista de las hermanas coloradas…, su espera en el Nacional, la vuelta de don Lotario y el Faraón; doña María de los Remedios del Barón, la de los recios calores, la de la carne de teta, la del otoño encendido en su jaraíz. Qué raro todo. Qué extraño telegrama de sangres le llegaba, que de pronto se sintió despejado, ligero, casi lírico. Era la última diligencia que le quedaba por hacer. Sintió los poros anchos. Buscó el número. Llamó al Mesón.

– Oye, Adela, dile a don Lotario que se ponga.

– Oiga, don Lotario, he decidido ir ahora a la casa de la Barona como le dije. A ver qué sale. Nos veremos en Gayangos a tomar unas copas antes de la cena.

– De acuerdo. A ver si así por lo menos te animas.

– Voy sobre todo para atar el último cabo suelto…, mejor dicho, el único.

– Además, esa diligencia tenías que hacerla.

– Será un chasco como el de los sellos. Ya verá usted.

– No adelantes. Ya contarás. Hasta luego.

En la misma glorieta tomó un taxi camino de Carabanchel Alto.

Desde que fue soldado no había vuelto Plinio por Carabanchel. El único recuerdo que le quedaba era una larga barbacana de piedra oscura que remontaba la acera derecha conforme se llega de Madrid. Calle del General Ricardos arriba vio edificado lo que en sus tiempos fue campo. Entonces pasaba el tranvía entre solares y descampados, intercalados por alguna taberna solitaria con obreros que jugaban a la rana o discutían de política. Ahora era calle continuada, con edificios a lo moderno.

Pasó ante la Colonia de la Prensa, tan famosa antaño, que ahora tiene aire abandonado, mal pintada y con yesones caídos. Los chalets de ladrillo rojo que tanto abundaban y fueron antes recreación de los poderosos de la capital, habían desaparecido o estaban en ruinas. De algunos quedaba la verja pintada de verde y la fachada negro-grana, pero dentro, en lo que fuera jardín, con frecuencia había edificios sin gracia, como huéspedes inadecuados.

Todavía se veían algunas casas pueblerinas, con la puerta de la calle cubierta de chapa pintada, patio hondo y estrecho con alguna verdura, y al fondo la vivienda. Al pasar ante ellas recordaba las mujeres de aquel tiempo, con la falda hasta los pies y el pelo recogido en un moño alto, que al caer la tarde se sentaban en la calle a tomar la fresca. Se echó una medio novia de aquella traza, que tenía una tienda de huevos y un lunar grande en la barbilla. Cuando se marchaba al cuartel ella lo despedía desde la puerta de la tienda tirándole besos disimulones.

La vieja barbacana estaba cortada, sólo quedaba el rabo final, como recuerdo. Desde ella, sobre todo en la parte frontera a la plaza, fumó el Plinio soldado cientos de pitos y revisó muchas mozas de moño alto.

Manuel estuvo a punto de reengancharse en la mili para hacerse chusquero, pero al fin no se decidió. Lo de pasarse la vida poniendo quintos en fila no era su vocación. Volvió al pueblo con intención de irse a las viñas, estuvo un poco tiempo de bodeguero, pero al fin el alcalde Carretero le ofreció un puesto de guardia municipal.

Dejó el taxi en la plaza, junto a la iglesia de siempre y miró con nostalgia a todos lados. Allí se celebraba la verbena el día de San Pedro. Aquella noche, a los más enchufados les daban permiso para ir al bailongo público, comer churros y montar en el tiovivo con la huevera de turno. En aquel tiempo todavía había muchos castizos de gorra visera y pañuelo blanco al cuello, que hacían desplantes pintorescos, bailaban el chotis con ademanes de equilibrista y se sentaban con las piernas muy abiertas, el cuerpo inclinado hacia delante y la mano en el muslo. Todavía se decía entonces: al que Dios le da ventura no necesita cultura. Eran gentes que en todo momento se creían obligados a demostrar ser machísimos. ¿Qué fue de ellos? Ya estarían haciendo la higa en el cementerio católico, sin organillo que llevarse al oído ni gachí a la mano tonta. La pobre huevera, que se llamaba Consuelo, tal vez sería alguna de las ancianas combadas que en aquel momento salían de la iglesia. A lo largo de tantos años, sólo recordaba su lunar, el restante solar de su cara se lo llevó el olvido. Todo aquello estaba transformado. Muchos edificios de corte agrio, moderno y provisional. Los de los bancos eran mejores. Bares con televisión y coches por todos sitios. Entonces los tranvías amarillos y lentísimos llevaban a Mataderos, al Bajo y a Madrid. Allí paraban en la Plaza Mayor. Tranvías con bancos de madera a la larga, llenos de mujeres con cestas, soldados y hombres de oficio. Recordaba que una vez hubo huelga de tranviarios, llevaron los coches soldados de ferrocarriles, y lo hacían rematadamente mal.

La calle principal, la que pasaba ante la plaza, tenía aspecto de barrio madrileño con ciertas pretensiones. Pero en los laterales de la calle madre, casi todas eran casas viejas, chalets con aire abandonado, solares y campo. Todavía entre ciertas moles industriales se veían rebaños de ovejas. Creció y se remozó la calle principal, como camino que era, pero los aledaños estaban marchitos. Tronco renovalío con las ramas secas. Ni era Madrid, ni era pueblo. Las villas de recreo ya no recreaban o no lo parecía. Daba la impresión de una mezcolanza de gusto dudoso: casas nuevas hechas con pocos cuartos y aledaños descuidados, terrosos, melancólicos.

Se puso a la faena siguiendo las orientaciones de don Lotario y el Faraón. Tiró por la calle de Eugenia de Montijo. Había muchas calles con nombres nuevos, de militares. Entre dos edificios en regular estado, había un solar muy liso, y desde él se veía un encuadre de Madrid, como en un escenario. A pesar de tanta mole, de tanto humo amarillo y crecimiento, a pesar de tanta improvisación y caos maquinado por locos y negociantes, todavía conservaba Madrid algo de su aspecto clásico, de su estampa a lo Eduardo Vicente. Cúpulas de las viejas iglesias, la mole gris olvidada del Palacio Real, los viejos tejados con chimeneas y boardillas del XIX. Torres con veletas, ringlas de árboles y el sol de siempre que hiere los vidrios más altos al huir. El Madrid anterior a 1936, desde lejos tiene aspecto de ciudad provinciana, entre castellana y oriental, con no sé qué pobreza mal disimulada. No dominan los grandes edificios particulares oxidados con la pátina del tiempo. Falta arquitectura de solera. No se aprecia un trazado racional y clásico. Sobre viviendas deficientes y medianas, destaca el vuelo de las iglesias y la altura superdesarrollada de un palacio o edificio oficial. Aspecto de pueblo menestral o medianamente acomodado, que no tuvo capacidad ni poder para alzarse más arriba de las torres, como ocurre en las grandes ciudades de Europa. Los rascacielos actuales que rompen ese mediocre paisaje urbano, pertenecen a otro mundo, a otras concepciones que nada tienen que ver con lo que había: iglesias, palacios o calles galdosianas. Son nuevo aspecto de la pobreza, de la falta de gusto. No están inspirados por una estética de gigantes como en Nueva York, sino por la especulación del terreno y modelos serificados que nada tiene que ver con el contorno secular. En el núcleo de Madrid pasa lo que en Carabanchel mismo, se saltó de la casa con corral al bloque colmena, sin haber llegado a las grandes avenidas estilo París con edificios de piedra solemne, mayores que las iglesias. El español va siempre desde el conservadurismo más lóbrego a la improvisación alocada. Aquí no hay ritmo, no hay planificaciones graduadas absolutamente en nada. O se remacha el tornillo del inmovilismo hasta saltarle la cabeza o se entra a saco en las fórmulas más atrevidas y extrañas sin consistencia ni orden… Gran parte de la historia española es una colección de pataletas y desplantes junto a los reumas mentales y formales más esperpénticos. Plinio, recordó, que Jonás Torres contó en el San Fernando, que cierta conocida suya muy beata, que tuvo toda la vida una tienda de telas para hábitos en la calle Postas, cuando le flaqueó el negocio y empezó el turismo, puso en Benidorm un establecimiento de bikinis. Por nada del mundo hubiese vendido ella un bañador corriente hasta los años cincuenta, pero al llegar la marabunta, se pasó de golpe de la estameña franciscana aldos piezas con visión de ombligo. También oyó decir que otro caballero de Valencia que durante los años cuarenta era inspector de bailes, y a todas las parejas que se arrimaban menos de una cuarta les ponía multa, tenía ahora un club nocturno en Barcelona con toda clase de licencias. Y es que el español medio, que es muy impresionable y perezoso de cabeza, cambia según viene el viento.

Como no se aclaraba del todo con las indicaciones recibidas, Plinio volvió a la plaza y preguntó por Villa Esperanza a un guardia de la circulación. Lo enderezó bien y llegó en seguida. Era uno de los típicos chalets del Carabanchel de principios de siglo. Grandón, de ladrillo grana-humo, con una sola planta y sótano. Lo rodeaba un razonable jardín abandonado, con una murallita de tapial enjalbegada en sus lejanos tiempos, y cerrado por una verja alta con puerta de hierro pintada de verde desvaído. Plinio, primeramente pasó de largo para explorar el terreno. Su idea era buscar un lugar desde el que observar el chalet a su sabor, pero no halló dónde. Enfrente había un murallón de ladrillo medio derruido. A los lados y detrás, cascote, hierbas y papeles viejos. No veía otra solución que entrar directamente. Tocó un timbre muy alto que vio junto a la verja. Al rato se abrió la puerta del distante chalet y apareció una mujer vieja, con ademanes enérgicos y mal encare. Debía ser la madre de doña María de los Remedios.

– ¿Llamaba usted? -dijo casi a voces.

– Sí.

– ¿Qué quiere?

– Visitarlas. Soy del pueblo.

La mujer quedó indecisa, pero en seguida, tras ella, apareció doña Remedios. Miró entornando un poco los ojos hacia la verja y al reconocer a Plinio se sonrió. Y vino hacia él con aire de gusto.

– Manuel. ¿Y cómo usted por aquí? -decía mientras se acercaba.

La vieja se entró. Doña María de los Remedios abrió la verja con la llave que estaba puesta.

– Pase, pase… Nos vamos de viaje, pero todavía hay tiempo.

– Era por el solo gusto de saludarla.

– Pase…, pase.

– ¿Van al pueblo?

– No, a los baños. Mi madre tiene una artritis muy mala y siempre por estas fechas vamos a un balneario.

La señora, en efecto, iba muy vestida. Su cara parecía clara y despejada, sin aquellos sofocos que le vio en el viaje. Blanca la piel, negrísimo el pelo, siempre sonriente y un poco abultada sin llegar a gorda, a Plinio le seguía pareciendo que estaba muy buena a pesar de sus cincuenta corridos.

En el zaguán había varias maletas.

– Siéntese usted aquí un poco -le dijo ofreciéndole un sillón de mimbre del año que élfue quinto y que estaba en el mismo zaguán.

Plinio tomó nota del recibimiento tan provisional que se le hacía. Las dos mujeres de pie ante él, lo miraban cada cual con su gesto. La hija con sonrisa gachona y la madre con cara del que se enjuaga con vinagre.

– ¿Quiere usted una cerveza, una coca-cola o algo?

– Me conformo con un poco de agua.

– No faltaba más, le daré coca-cola.

Y las dos mujeres, un poco atropelladas, marcharon juntas a por la coca-cola. En el zaguán no había más luz que la que entraba por el montante de la puerta que daba al jardín. A su derecha, unas cortinas que debían comunicar con un comedor o sala de estar. Las seis maletas que estaban junto a él eran flamantes y de un corte tan moderno que desentonaban de aquel lugar y menaje, que muy bien podría parecer una casa de compromiso de la época de la Dictadura. También había dos maceteros de loza esmaltada, muy descascarillados. El silencio absoluto y campero sólo era interrumpido por el vientecillo que de vez en cuando movía unos cables flojos que asomaban por el montante.

Por fin apareció dona María de los Remedios, trayendo en un plato muy chico la botella del refrescante y un vaso. La madre volvió a quedar en segundo término.

– Tome, Manuel… ¿Cómo es que les ha dado a ustedes los de Tomelloso por venir a esta casa? Ayer estuvieron aquí don Lotario y ese corredor de vinos gordo que no me acuerdo cómo se llama. Me dio mucho gusto verlos. Y hoy usted.

– Sí, ellos me dijeron que tenían ustedes una casa muy hermosa -añadió con intención y mirando hacia dentro.

– ¡Uh!, qué lástima. Lo fue en tiempos. Cuando la hizo mi suegro… Ahora, ya no está de moda y resulta demasiado grande para nosotras.

Plinio tomó un par de tragos del refresco y encendió un celta. Hubo un momento de silencio. Doña Remedios parecía pensar, aunque sin perder su sonrisa, y por fin:

– Pase, pase por aquí, Manuel -dijo corriéndole la cortina y dando la botella y el vaso a su madre.

»Mire, esto es lo que llamamos el salón, aunque el pobre está ya bastante estropeado.

En efecto, todo tenía aire de abandono y una falta de gusto total. No estaba sucio, pero se veía que en aquella casa no se arreglaban las averías. En el llamado salón había una cama turca coja, de la época de Greta Garbo, y unos sillones de cuero como de oficina. Un piano vertical y el musiquero lleno de partituras amarillentas.

La madre los seguía y quedaba en las puertas, zaguera, con gesto huraño y desconfiado.

– Éste es el comedor.

Era estilo español, horrendo, con cobres y platas que parecían sacados de una chatarrería. Las bombillas de la lámpara de madera eran débiles y daban luz de panteón a aquel comedor escalofriante.

– Éste era el despacho de mi suegro y luego de mi marido.

Pendiente del techo había un jaulón dorado, con un loro disecado que debía esconder entre su plumaje polvo de la guerra civil y antes. Otra vez el llamado estilo español. Ese conjunto de muebles catafalco, llenos de caras y pezuñas, de solemnidad aterida, de infierno a la española tallado por curas pristinísimos. Con sus patas y columnas intestinales, todo tan lúgubre e inquisidor.

– Aquí están los dormitorios -dijo señalando las puertas sin intención de pasar.

Plinio caminaba entre las dos mujeres. Doña María de los Remedios, delante, haciendo de cicerone; y de escolta, como un penitente silencioso, la vieja. Pasaron un corredor grande, con plantas de invernadero y sin otros muebles que las dichosas butacas de mimbre. En aquella casa parecían aficionados al mimbre…, mimbre ya color caramelo, con almohadas de cretona.

«Aquí, tal como están las cosas no hay más quiñones que dejarse enseñar la casa -pensaba Plinio-. Lo importante es no perderlas de vista. Aunque sea bajo un terrón de las ruinas de enfrente, yo aguardo hasta que emprendan viaje. Y las sigo hasta el Sinaí. No sé a que viene este empeño de enseñarme el ajuar. Si no hubieran hecho igual con don Lotario y el Faraón era para mosquearse. No parece sino que fuésemos a comprarla o… quisieran demostrar que sólo viven ellas.»

– Madre, vuelva y hágale un cafetillo a Manuel -dijo doña María de los Remedios sin volver la cabeza.

Plinio notó que la vieja se detenía, y al cabo de unos segundos, sin decir palabra, volvió sobre sus pasos. Al final del corredor-solanera, había tres escalones y una puerta de cuarterones que abrió la guian ta:

– Y aquí tenemos la bodeguilla y los quesos del pueblo y la matanza. Mire usted. Me los trae la recadera o los amigos de allí… En esa pipa hay un vino añejo de no sé cuántos años.

Plinio pasó entre los estantes con botellas, bombonas, tonelillos y quesos en aceite. Había también una orza con tomates en sal y otras con chorizos en aceite. Del techo pendían jamones y hojas de tocino, cuerdas de uvas del año y melones chinos. La pipa del vino rancio tenía unas letras ilegibles grabadas sobre el fondo visible.

Como la señora vio que Manuel se inclinaba con intención de leerlas, encendió la luz alta:

– Se lo regalaron a mi padre por no sé qué favor que hizo a una familia muy sonada del pueblo. Mire, aquí lo pone…

Plinio se agachó más y encendió el mechero.

– Sólo leo: «1924 co… mo… re… cuer… do… de…»

De pronto oyó un portazo y el chirriar de la llave.

Volvió la cabeza rápido.

Doña María de los Remedios del Barón había desaparecido.

«¡Gilipollas! -se gritó-, he caído como un novato. Me cagüen-la… Toda la vida de listo y ahora mira. Ni pálpitos ni leches. Si estaba tirao, si la cosa estaba tirá, la lechazas delante y la vieja detrás; que si mira esto que si mira lo otro, hasta la ratonera. Y la verdad es que estuve a punto de plantarme y suspender el recorrido; hubo su amago de palpito, pero la Barona dijo a su madre que me preparase el café y me tranquilicé…»

Se pasó la mano por la cara, respiró hondo y para ayudarse a volver a su natural, con mucha lentitud lió uncaldo. Ya encendido, se quitó las gafas que todavía tenía puestas para leer la puñeta de la pipa, y miró a su alrededor bastante recobrado… «Que no te creas, a ver qué coño me importaba a mí lo que decía la tapa del tonel. Como si yo fuese un turista. No te jode. Claro, ha sido el momento apropiado…»

Junto a la puerta recién cerrada había un ventanuco con rejas oxidadas, por el que llegaban al sótano los rayos del sol declinativo. Y enfrente, otra puerta también de cuarterones con la llave puesta. Plinio se acercó a ella, hizo oído, e intentó abrirla. Estaba echada la llave. La giró con tiento y abrió con facilidad. Encontró un pasillo oscuro con la caldera de la calefacción, carbón, tarugos y montones de periódicos. Se veía que ya estaba todo preparado para los primeros calofríos. Era un pasillo verde rabioso, bastante largo, con un pequeño ensanche al final, alumbrado por otro ventanuco de hierros oxidados. La caldera estaba empotrada en un nicho abierto exprofeso. Llegó hasta el ventanillo y ensanche, donde doblaba el pasillo. Aquel segundo tramo era corto y desnudo. Al final, otra puerta con los consabidos cuarterones, pintada como todas de verde palmera. Movió suavemente el picaporte y entreabrió. Era una pieza de techo inclinado, con otro ventanuco y dos camas antiguas de hierro, con pobres cobertores, pero hechos con mucho esmero. Sobre un palanganero de hierro, jofaina, jarro y una toalla muy grande y pretenciosa, Al fondo, otra puerta de cristales pintados que filtraba bastante luz. Le pareció oír algo.

Quedó casi sin respirar. Sí, había alguien detrás de aquella puerta. Alguien que hablaba en voz baja o que estaba alejado de la puerta. Plinio tiró la punta del cigarro, la apagó con el pie y suavemente se llegó hasta poner las narices junto a los cristales pintados. No le costó trabajo encontrar un clarillo por donde mirar. El guardia, después de una larga contemplación, se puso derecho, se destocó, pasó la mano por la calva y sonrió un poco, como cuando don Lotario hacía una gracia. Se retocó el cabezo, cierto que dejándose el chapeo un poco arrimado al cogote, se inclinó y volvió a la observación.

Al final de aquella otra pieza muy espaciosa y también desnivelada de techo, se veía una mesa camilla y en su contorno dos mujeres ya pelirrojicanas, aunque todavía más rojas que canas -que los colorados siempre son reacios a la nevada capilar-, jugaban a las cartas con un tipo, ése sí que muy cano, en mangas de camisa. Ellas más que sesentonas, con la nariz respingadilla y gestos muy semejantes y redichos, vestían traje de calle. Él, con la tez blanquísima, el cigarro en la comisura y gesto entre aburrido y preocupado. En primer término había una cama metálica, antigua y hasta bonita, de matrimonio, cubierta con una colcha de color granate, brillante y limpia. Cerca un televisor, un gran aparato de radio pasado de moda y estantes altos cargados hasta los topes de revistas, periódicos y libros. Un armario ropero. Sillas y sillones cómodos y de distintos estilos, y en la pared del fondo, cerca de la mesa camilla, una cama turca con lámpara de pie junto al cabecero. En la parte de las paredes que quedaba libre, infinitas fotografías de gentes que no alcanzaba a conocer Plinio, recortadas de revistas y diarios… Pero a Plinio lo que le llamó la atención desde el primer momento fue el semblante del hombre. Así como las hermanas coloradas daban la impresión de una placidez relativa o al menos de cierto abandono, el hombre -así le parecía a él desde tan pequeño miradero- jugaba mecánicamente, con el magín puesto en otros linderos ajenos al azar de las cartas. María -no le cabía duda a Plinio- estaba sentada a la derecha del hombre. Y se manifestaba con autenticidad infantil y confiada. Él respondía a sus miradas con agrado y oportunidad, pero brevemente. En seguida volvía al juego, a su rebinar, a encender cigarro tras cigarro.

Alicia, por el contrario, a pesar de su parecido con María, demostraba cierta cautela y rigidez en los gestos. Ni miraba al hombre, ni a su hermana, sólo a las cartas. Encogidito el corto cuello, casi pegada la barbilla sobre el escote, estaba en otro mundo posiblemente más próximo al del hombre que al de su hermana. María era la hermana romántica, la natural, abocada a la maternidad, con inquietudes hogareñas. Alicia, cierto que apenas perceptible, mostraba no se qué perfil crítico y varonil y quizás, en sus ratos de paz, una vena de humor saltarín que haría las delicias de María. En las gemelas siempre hay una que piensa y otra que siente. Plinio lo sabía de antiguo. Una que es puro caldo de tierra y otra que vuela histérica y ultrasensibilizada. Una que especta y otra que protagoniza. Una que es glándula y otra cabeza. Una que lleva la matriz y otra los ojos… Plinio pensó encontrarlas más jóvenes, menos retacos. Pero no, sin ser gordas ni mucho menos, se les notaba recalcadas, con los huesos planos y duros, con la piel vinosa y arrugas simétricas y breves. Tal vez María era un poco más ancha y pechudita; Alicia propendía a no sé qué rigidez y graciosa radicalidad en los ademanes. María tenía el mirar acuoso y Alicia frío. Eran ojos de igual color, del mismo tamaño, con las mismas pestañas y cejas color vinagre, pero por no sé qué plieguecillo, inflexión de luz o rapidez de párpado, cambiaban sus comunicaciones y recibo. También las manos eran iguales… aparentemente. Pero María mantenía los naipes con dejadez y holganería y Alicia estiraba los dedos con hechuras definitorias.

Mientras barajaba Alicia con cortes mandarines y perfectos, el hombre se levantó de la mesa, se desperezó con disimulo y encendió otro cigarrillo. Era de mediana estatura, abultado vientre y los brazos cortos y delgados. Había una alejada perfección y simpatía en su rostro. Debió ser joven intuitivo, sincero, y propenso a hablar con efusión emocionada. Parecía un presidiario al que hoy, la ceniza del tiempo, la reclusión y falta de convivencia, velaban aquellas posibles cualidades con un vidrio esmerilado, que lo alejaban de sí mismo. Plinio, que había conocido a muchos ex presidiarios, comprendía muy bien aquel «desparecerse», aquel estar metido en la vitrina de sí mismo, aquella enajenación que daba el aislamiento, el no ejercer la vida, el tener sin actividad tantos resortes vitales, tantas fibras agudas, tantas perspectivas. Lo primero que les fenece a los largamente encarcelados es la natural potencia miradora. Siempre viendo cosas cercanas y pequeñas. Los gestos del hablar también se achican y desbrían y los músculos de la cara adquieren en seguida la gravedad del que piensa más que habla y hace. María, en tanto que su hermana barajaba, miró al hombre y le sonrió con timidez. Él le devolvió la mirada con la cerilla encendida y un intento de sonrisa que se deshizo bajo el aburrimiento de su labio superior.

Plinio decidió entrar. Había que llegar al fondo del asunto. No le resultaba atractivo estarse allí sepa Dios cuánto tiempo. Pero no atinaba cómo hacerlo, cómo interrumpir aquella partida y convivencia. «No cabía duda que aquella tarde andaba mal de astucias. El puñetero vino de Tomelloso, tan altivo de grado, y la pesadumbre grasa de los galianos lo tenían como un haz de manzanillones. ¿De cuándo acá en otra tesitura le dan aquella encerrona? Los policías si tienen faena penosa, deben comer poco como los cartujos y beber menos, como los protestantes que no beban. Pero si comes y bebes a hinchapellejo, las pocas luces que uno tenga, apagón total… Porque tenía muchísima causa eso de que ahora no supiese cómo entrar en la otra habitación.»

Por fin, después de rascarse la sien, retrocedió, dio un pequeño golpe con la puerta que daba al pasillo y avanzó moviendo los pies con descuido. Abrió luego la puerta de cristales con escasa cautela.

Las tres personas que allí estaban, advertidas por los ruidos preliminares, miraban hacia la puerta. Plinio fingió sorpresa al verlos, quedó clavado en la entrada.

Los sorprendidos no acababan de reaccionar. Y más que asustados, pasada la primera impresión, dominaba en sus semblantes la desconfianza; el no saber quién era aquel hombre de traza pueblerina, ni lo que allí pintaba.

Las dos mujeres, sin moverse de su asiento, una con la baraja entre los dedos y la otra con las manos sobre la mesa, lo miraban sin pestañear; la boca entreabierta y las narices fuelleantes. El hombre, de pie, tenía francamente miedo. Un miedo antiguo, medular, inquitable.

– Les ruego que se tranquilicen… -dijo casi rezando el guardia, un poco tímido por la recepción-. Soy Manuel González, el que llaman Plinio, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, encargado de buscarlas, señoritas, aunque de momento me encuentre tan preso como ustedes,

Un recuerdo moroso pareció llegar al cerebro de las hermanas Peláez. Guiñaron los ojos y un amago de laxitud se apreció en sus caras.

El hombre, por ei contrario, seguía enconchado en su desconfianza, en su miedo zoológico.

– Plinio -le dijo al fin Alicia-. Recuerdo que papá hablaba mucho de usted.

– Papá y el periódico -añadió María casi jubilosa- ¿No fue usted el que el año pasado aclaró el caso de una chica extranjera que apareció muerta en La Hormiga? -Sí.

– ¿Y que le nombraron a usted algo importante?

– Sí, sí; el mismo.

– Nosotras -aclaró María con júbilo infantil- solemos recibir el diario de Ciudad Real y estamos muy al tanto de lo que pasa por aquellas tierras… Somos manchegas, mejor dicho, tomelloseras de adopción.

– Ya lo sé, ya. Por eso me han encargado a mí de buscarlas.

– Pero siéntese, Manuel, siéntese -le pidió Alicia, con cierto imperio risueño.

Plinio acercó una silla con aire confianzudo.

– ¿Usted se acordaba de nosotras, de nuestra familia? -le preguntó María con ternura.

– Perfectamente. Don Norberto era muy simpático… Muchas veces las vi con sus padres por los paseos de la Estación.

– ¡Qué tiempos aquellos! -suspiró María. Se hizo una breve pausa evocativa.

– ¿Y cómo ha dado usted con nosotras?

– Con paciencia y una serie de casualidades.

Plinio quedó mirando al hombre gordo y pálido, que parecía más tranquilo, aunque no exento de preocupaciones.

– ¿Y usted quién es, señor? -le preguntó con suavidad.

El hombre bajó los ojos hacia las Peláez, como consultándoles la respuesta.

– Es un antiguo conocido -intercedió Alicia cautelosa.

– Por favor, señorita, yo vengo a ayudarlas -dijo Plinio con gesto dulce y tranquilizador- Díganme su verdadera situación.

– Comprendo. Venía a libertarnos… y lo han encerrado también. De modo que la operación rescate ha resultado una birria -volvió Alicia incisiva y en su propósito de no responderle a Plinio.

– No opino lo mismo. Alguien sabe dónde estoy y lo más seguro es que esta misma noche nos saquen de aquí a todos… Quiero decir a ustedes dos y a mí. Porque el señor, no sé si es preso… o carcelero.

El aludido bajó los ojos, cada vez más nervioso.

– A ver si es verdad y salimos pronto de este mechinal -dijo Alicia limpiándose con menudencia unas motas de polvo que solamente ella veía y terne en no recibir las indirectas de Plinio-. Tengo ganas de volver a casa. Estará aquello manga por hombro.

– No crea -aclaró Plinio-, la Gertrudis lo tiene todo muy en orden. Salvo las cervezas que tenían en el frigorífico y unos tacos de jamón que nos sirvió en varias veces, todo está como lo dejaron ustedes.

– No me fío, no me fío. La Gertrudis, cuando no se está encima, es muy chapucera.

En vista de que no había forma de identificar al caballero gordo y pálido por vía directa, Plinio cambió de táctica. Y mientras manipulaba uncaldo preguntó con severidad policiaca:

– ¿Y por qué motivo vinieron ustedes a parar a esta casa?

Las Peláez de nuevo se consultaron con los ojos. María, dubitativa. Alicia, con energía, imponiendo silencio. El hombre deschaquetado dio un paseo corto, mirando con extravío al suelo.

Plinio, sin perder aquella severidad de servicio últimamente adoptada, se puso de pie y apoyando ambas manos en el respaldo de la silla añadió con tono de sentencia:

– Si se obstinan en callar, me es igual. Mañana, si no puede ser esta noche mismo, tendrán que declarar en la Comisaría absolutamente todo… Yo, en lo posible, trato de ayudarlas y aliviarles los trámites más enojosos. Pero están en su derecho de no decirme nada. Ustedes sabrán por qué no hablan.

– Vinimos porque nos llamó él -dijo de pronto María en un arrebato infantil, al tiempo que miraba con los ojos lagrimosos al hombre gordo, que, desazonado por estas palabras, se fue hacia el ventanuco y se agarró con aire avergonzado a los barrotes.

– ¡María! -le gritó Alicia, descompuesta.

– ¿Y él quién es? -cargó Plinio con energía.

– Manolo Puchades, mi novio.

Plinio no se inmutó. Alicia se dio por vencida. Puchades apoyó la frente en los hierros.

– Las llamó, ¿para qué?

– Para que lo sacásemos de aquí, del poder de esas harpías.

Plinio, lentamente, avanzó hasta situarse detrás de Puchades, casi rozándole.

– ¿Y usted, Puchades, por qué está en esta casa? ¿Por qué lo retenían?

Mientras María, por fin ayudada por Alicia, empezó a resumirle a Plinio las causas y razones que pedía, Puchades, sin variar su postura, velozmente repasaba, una vez más, la curiosa historia de sus últimos casi cuarenta años.

«Se recordaba en el año 1932, en la Escuela de Veterinaria, miembro de la FUE. Su madre se empeñó en que tomase aquella carrera, porque un hermano suyo, veterinario muy acreditado en un pueblo de Toledo, había ofrecido traspasarle titular e igualas si seguía sus mismos estudios. Empezó medicina, y cuando la tenía casi mediada, presionado por aquellas promesas, incapaz de disgustar a la madre, pasó a la Escuela de Veterinaria. Era uno de los alumnos más talludos y menos avocados. Tampoco le apasionó la medicina. Su verdadera inclinación era la política. Mejor dicho, el periodismo político, el discurso, la propaganda. Porque la verdad es que reconocía su ingenuidad, su falta de dobleces y astucias para ejercer un cargo de poder. En la Facultad de Medicina fue miembro destacado de la FUE. En la Escuela de Veterinaria, mandamás desde el primer momento. Su madre pertenecía a una familia conservadora y muy religiosa. Su padre, sin embargo y a pesar de ser militar, era, como entonces se decía, un «republicano de placenta». La proclamación de la República resultó una verdadera fiesta en su casa. Todo fue exaltación y esperanza, sin otra sombra que los comentarios displicentes de la madre, que poco a poco se resignó a la nueva situación. Recordaba su ingreso en el partido de Azaña, sus soflamas en la Escuela, intervenciones en las reuniones de izquierda Republicana, sus artículos entusiastas, su vida tan vibrante y activa en aquellos años. Todos los días que le era posible asistía a las sesiones del Congreso… Un domingo en El Escorial, acompañado de otros dos correligionarios, tuvo la oportunidad de charlar con don Manuel Azaña, su esposa y Rivas Cherif, que pasaban allí el día. Fue concretamente, nunca lo olvidaría, en el edificio del Instituto Escuela, frente al Monasterio.

»En el bar Capitol tenía una tertulia después del almuerzo. Allí conoció a don Pío Baroja, y a Julián Ramales, alto empleado del Ministerio de Hacienda, natural de Tarancón, también republicano, aunque no militaba en ningún partido. Estaba recién casado con una ricacha de Tomelloso mucho más joven que él y de apellidos muy rimbombantes. Después de las elecciones de febrero de 1936, Ramales se mostraba algo reticente ante los entusiasmos de Puchades, pero nunca se aflojó su gran amistad.

»Por su padre conoció a la familia Peláez. Un día lo acompañó a la notaría de don Norberto para obtener ciertos poderes. Entró su padre solo, él quedó en un antedespacho. Mientras lo esperaba llegaron María y Alicia. Como don Norberto les tenía prohibido pasar a su despacho cuando estaba con alguien, permanecieron largo rato donde Manolo Puchades. Allí empezó su conocimiento y amistad.

»Le hicieron gracia las dos hermanas casi por igual. Tan menudas, ágiles, infantiles e ingenuas. La que hablaba más y con más ingenio era Alicia. Pero en seguida apreció en María cierta dulzura contemplativa y suave sonreír que le caló más hondo. De manera que, desde aquella tarde, escuchaba a Alicia y miraba a María. Con permiso de don Norberto, claro está, las visitó varias veces, y muy pronto, las tardes que le dejaban libres sus afanes políticos, salía de paseo o al teatro con ellas. Entre sus amigos, él las llamaba «sus» novias. Alicia llevaba muy a gusto su tercería y si era preciso se hacía la distraída. En el teatro y el cine, cuando veía de reojo que los novios se cogían de las manos o se miraban encandilados, mostraba un desusado interés por lo que pasaba en el escenario o la pantalla. Aunque las relaciones se formalizaron con el visto bueno de todos, a pesar de ciertos reparos a la exaltación republicana de Manolo, nunca salieron sin Alicia. Sus únicas oportunidades de estar solos eran al volver a casa. Alicia se despedía de él y la pareja permanecía unos minutos en la puerta de la calle. Cuando a primeros de julio de 1936 la familia Peláez marchó de veraneo a San Sebastián -Pucha- des los visitaría en agosto-, el balance de caricias compartidas se reducía a dos besos furtivos en la mejilla… ¡Ah! Y a una vez que María le pasó la mano por el cabello. Puchades recordó mil veces con ternura aquellos contactos infantiles.

»Acabó la carrera en junio de 1936 y la boda estaba oficialmente concertada para la primavera siguiente. Él pasaría unos meses en el pueblo de la provincia de Toledo, junto a su tío, practicando hasta hacerse cargo de la clínica.

»Le quedó como una fijación obsesionante la despedida en la estación del Norte. Las dos hermanas Peláez asomadas a una ventanilla. Los padres a otra.

»-Ya sabes. Tienes la habitación reservada para el día primero de agosto.

»-Allí estaré.

»Cuando dieron las campanadas de salida, estrechó la mano a todos. Durante unos segundos retuvo la de María.

»- Hasta agosto, Manolo.

»- Hasta agosto. Escríbeme en seguida.

«Arrancó el tren suavemente y las manos de los cuatro miembros de la familia Peláez aleteaban con ritmo muy parejo.

»"¡Hasta agosto!» Cuántas veces, en aquellos treinta y tres años, soñó con aquella arrancada del tren, camino de San Sebastián; con aquellas ocho manos que vibraban en el aire calino, con aquella voz que le despertaba sobresaltado: "¡Hasta agosto…!". ¿Hasta qué agosto, Dios mío, hasta qué agosto?

»Apenas estalló la guerra, Puchades se encuadró en el partido socialista y fue un verdadero activista. Desde el periódico del partido, la radio y en múltiples viajes por los frentes, era incansable. Al regreso de uno de ellos encontró a su madre de cuerpo presente. Cuando movilizaron su quinta se incorporó como teniente veterinario, aunque su función fue principalmente de tipo político.

»Raro fue el día, durante tantos años de encierro, que no recordó tipos y escenas de la guerra. Fueron sus últimas impresiones de ser activo, "desenterrado", y le venían y revenían mil veces a la recordativa, sin perder su patetismo, pero con un halo nostálgico y juvenil.

»Su padre marchó destinado a Barcelona y Puchades quedó solo en Madrid. Poco a poco fue cambiando de amigos y hábitos. Julián Ramales, también movilizado, le escribía de tarde en tarde. Una o dos veces por año, a través de la Cruz Roja, le llegaba un breve mensaje de María Peláez.

«Cuando, reclamado por el Gobierno, se disponía a marchar a Valencia, cayó con el tifus. Mal atendido, pasó casi tres meses en el hospital. A principios de marzo de 1939, un buen día, sin que nadie le diera el alta, marchó a su piso. Lo encontró abandonado y sucio, y bajo la puerta una carta de un amigo que le comunicaba la "desaparición" de su padre después de la toma de Barcelona. Casi a rastras, tuvo que volver al hospital. Un médico joven se hizo cargo de él, lo instaló en una habitación especial y en un par de semanas lo dejó en condiciones de volver a sus ocupaciones. Pero ¿a qué ocupaciones? Todo estaba perdido. Camino de Valencia y Alicante, sus compañeros de trabajo y superiores marchaban cada día. A Puchades le ofrecieron oportunidades para salir de España, pero no se encontraba con gana ni fuerzas para nada. El más modesto proyecto le parecía irrealizable. Se limitó a almacenar en su piso una cantidad respetable de suministros, y pasó aquellos últimos días de la guerra sin pensar en nada, leer periódicos o escuchar radio. Permanecía horas y horas en la cama. Comía cualquier cosa fría, y si acaso por la tarde se echaba a la calle, hasta acabar en algún cine o café. No supo tomar conciencia de la situación en aquellos días clave… ni en los treinta años que siguieron. El tifus y el derrotero de la guerra lo dejaron varado, flotando, a merced de la voluntad más próxima. Su voluntad murió hacía justamente treinta primaveras. Y no volvería. Quedó enterrada con las banderas revolucionarias, con los cuerpos de sus cantaradas y amigos muertos en todo el haz de España. La guerra no produjo un millón de muertos. Dejó un millón de enterrados y nadie sabe cuántos millones de muertos andando, agonizantes o sin hombre dentro, como él. Las brocaduras que dejan las guerras nadie sabe lo que duran. Durante generaciones y generaciones la colmillada persiste, echando al mundo, sin saber bien por qué costado, corazones lazaredos, miradas nublas, reflejos, vagos reflejos vengativos, nuevos balances de castas y deshonras. Las guerras son enfermedades hereditarias, siempre en trance de recaída. No hay guerra sin guerra.

»Uno de los últimos días de marzo, cuando era mayor su indecisión y desmayo, cuando sentado ante una mesa del café Zaragoza, el que estuvo junto a Antón Martín tomaba algo lejanamente parecido al café, vio que alguien desde la barra lo miraba indeciso. Era Julián Ramales. Vino hasta él.

»- ¡Manolo! Si no te conocía. ¿Qué haces todavía con los arreos de militar a cuestas?

»Se sentó a su lado. Hablaron muy largo y lamentoso. Ramales se había venido del frente. Su mujer y su suegra, desde hacía casi dos años, estaban en Tomelloso. Se habían instalado en el pueblo para evitarse los peligros de Madrid. Él fue un par de veces a verlas. Buen pueblo aquel. Y ahora pensaba volver para pasar allí el "fin de fiesta" y luego traerse la familia a Madrid.

»-Me he encontrado el piso deshecho. Parece que últimamente se han puesto de acuerdo para tirar todas las bombas sobre mi casa.

»A aquella última hora de la tarde, el café estaba muy concurrido. Se formaban corros y corrillos de hombres de difícil catalogación que solían hablar en voz baja, con reojos maliciosos hacia los desconocidos. Abundaban mucho los tipos vestidos con una extraña mixtura de militar y paisano. Parecían militares mal disfrazados de paisanos. Todo era turbio y de mal presagio. Puchades, con su uniforme completo y la barra gruesa de comandante en la bocamanga, atraía miradas burlonas.

»-Menos mal que tenemos intacto el chalet de Carabanchel que fue de mi padre. Estuve esta mañana viéndolo. Allí nos tendremos que meter por ahora.

»-¿Y tú qué vas a hacer?

«Puchades como respuesta quedó mirándolo con mucha fijeza y los ojos vidriosos, incapaz de articular palabra.

»A Julián le impresionó aquella actitud tan impropia del Manolo que él conocía, siempre tan animoso y optimista. Tan capaz de soñar a todas horas. La mirada vidriera y sostenida, de pronto se rompió con un profundísimo sollozo, y Manolo Puchades, completamente hundido y echando la cara sobre los brazos, rompió a llorar.

«Muchos curiosos lo miraban en silencio. Algunos con la boca torcida, en una rúbrica cruel.

«Julián aguardó con calma que se desahogase.

«Dos horas después cenaban juntos en el piso de Puchades. El plan quedó perfectamente precisado. Durante un tiempo, hasta ver qué derrotero tomaban las cosas, Manolo se iría a vivir con los Ramales al chalet de Carabanchel. Por sus escritos y discursos se había destacado mucho y no podía exponerse a la primera discriminación, que fatalmente sería muy enérgica. No había más que oler el ambiente.

»Al día siguiente, muy de mañana, Puchades, animado por Julián, sacó fuerzas de flaqueza y consiguió que su amigo el médico joven que lo cuidó en su segunda convalecencia le dejase una de las pocas ambulancias que quedaban en el hospital.

«Ayudado por Julián, cargó en ella las provisiones que le quedaban, ropas, papeles, libros y objetos más importantes, y marcharon sin dejar señas.

«Así comenzó su "nueva vida" hacía ahora treinta años. No descargaron la ambulancia hasta bien entrada la noche. Puchades se instaló en el semisótano, exactamente donde ahora estaban. A la mañana siguiente Ramales marchó a Torneiloso en la misma ambulancia y aconsejó a su nuevo huésped la conveniencia de no dar señales de vida ante la vecindad, hasta que ellos regresasen. Era el día 28 de marzo de 1939. El día 6 de abril regresó Ramales en el tren con su suegra y su mujer doña María de los Remedios del Barón. No quiso alargar más su estancia en Tomelloso, por miedo a perder su destino en el Ministerio.

«Siempre recordaba Puchades el susto que se llevó con el regreso de sus amigos. Era bien pasada la media noche y dormía profundamente. Cuando se encendió de pronto la luz del sótano y oyó voces, pensó: "Ya están aquí",

»-No sabes de la que te estas librando -fueron casi las primeras palabras de Ramales-. Están haciendo una "recogida" de miedo. Hasta que yo te avise no se te ocurra ni asomarte a la ventana. Lee, escribe, escucha la radio; lo que quieras, pero olvídate de Madrid y de España entera por mucho tiempo, supongo.

»Y así empezó para él "la liberación".

«Ramales pudo incorporarse a su destino luego de una breve depuración y comenzó la vida normal en Villa Esperanza. La suegra le pasaba el desayuno y el almuerzo, y permanecía solo hasta después de comer, que bajaba Julián. Le traía los periódicos, tomaban café juntos y hablaban de la situación. Algunas noches, después de cenar, lo llamaban a hacer tertulia con toda la familia. En obsequio a él prescindieron de tener sirvienta y sólo iba una asistenta tres veces por semana a limpiar ''lo de arriba ". Esos días, tenía orden de no hacer el menor ruido. No había que fiarse de nadie.

»En contra de sus temores las dos mujeres de la casa no le manifestaron la menor desavenencia. Diríase que aquel misterioso huésped prestaba cierto incentivo a la vida. Y a pesar de su carácter adusto y cara de pocos amigos, la más solícita con él era la suegra. Doña María la Mayor, como la llamaba Ramales. De pocas palabras, eso sí, pero puntual y eficacísima a la hora de servirle y atenderlo. Algunas veces, cuando estaba de humor, se sentaba junto a él y le contaba cosas de Tomelloso, de su marido y familia. Doña María del Barón nunca bajó hasta allí. Sólo la veía cuando lo invitaban a hacer tertulia arriba. La mujer parecía siempre muy pendiente de su marido y distante de cuanto no fuesen sus preocupaciones inmediatas y personalísimas. La obsesión de María -se lo dijo Julián- era tener hijos. Pero los hijos no llegaban. Y este deseo, durante aquellos años, la mantenía como ausente de cuanto no fuesen sus cavilaciones. Puchades tenía la impresión de que cada vez que lo veía, hacía un esfuerzo por recordar quién era. Tan guapa, tan joven, tan buenísima como estaba, y tan alejada del contorno.

«Puchades discutió varias veces con Julián la conveniencia de dar noticia de su paradero a María Peláez, pero a éste siempre le parecía prematuro y expuesto. Había que esperar. Nunca se sabe cómo puede reaccionar la gente, por muy novia que fuese, en semejantes circunstancias. La verdad es que Puchades recordaba siempre a María como "algo de antes de la guerra", como un veraneo que no pudo ser, una ilusión de otra época sin posibilidades de futuro, como su carrera y su vida misma.

»Cada día Puchades tenía más miedo. Las noticias que le llegaban sobre amigos y conocidos no podían ser menos esperanzadoras. El mismo Ramales debía estar preocupado por tenerlo en casa. Nada decía, pero se notaba perfectamente, y Puchades lo sentía, pero naturalmente no se encontraba en condiciones de ofrecer una solución. Hacía lo único que podía, ser discretísimo y no molestar.

»El hombre pasaba los días y las noches leyendo; hacía crucigramas y hasta inventó una baraja para echar "partidas de fútbol".

«Ramales, sin duda temeroso de que Manolo le notase su preocupación, a veces se pasaba días y días sin verlo y sin llamarlo, Y no le quedaba más interlocutor que doña María la Mayor, que también ausente a su manera, como su hija, parecía ignorar aquella tensión.

«Pero todo acabó muy pronto. A finales del año cuarenta, exactamente el día de los Inocentes, su buen amigo Julián Ramales no despertó. Cuando su mujer lo quiso espabilar para ir a la oficina, estaba completamente frío. En seguida, con una rara naturalidad por cierto, bajó a comunicárselo doña María la Mayor. Lo vio por última vez en la cama, tapado hasta el cuello. Sólo asomaba un pico del pijama. Con la cabeza un poco vuelta hacia la ventana, parecía dormir con el entrecejo ligeramente arrugado.

«Mirándolo así, comprendió de pronto que no sabía absolutamente nada de aquel hombre. Siempre lo consideró un buen amigo por su suave natural, pero en absoluto entró, ni lo dejó entrar, en su intimidad. Fue, de verdad, uno de esos amigos comparsas que no molestan, que ocupan un incoloro rincón en la tertulia. Y, sin embargo, fue él quien le echó la mano en el momento más dramático de su vida. Una mano totalmente desinteresada y limpia. ¿Fue verdad que Julián sintió miedo en los últimos días? ¿O es que el mal ya le tenía trocado el ánimo?

»Le besó la frente con muchísimo respeto. Cuando se volvió hacia la puerta vio, encuadrada en ella, a María de los Remedios. Todo fue muy curioso aquel día. Sus reflexiones sobre Julián Ramales, su redescubrimiento y la actitud de su viuda. Tuvo Puchades la sensación de que lo "veía" por primera vez. Muy seria, con los ojos llorosos e inmóvil en la puerta, lo miró con una fijeza impensable. Casi de sorpresa, de descubrimiento. Durante largos segundos, no existió el cadáver de Julián para su viuda. Sólo él, Puchades. En zapatillas, con los pantalones flojos y un suéter negro. Se detuvo junto a María de los Remedios. Pensaba decirle unas palabras de consuelo, pero no supo cuáles. Fijó sus ojos interrogantes en los ojos decididos de ella, y confuso, arrastrando las zapatillas, volvió a su habitación.

»¿Qué iba a pasar ahora? No se hacía ilusiones. Aquellas dos mujeres, ¿qué tenían que ver con él? ¿Por qué iban a mantenerlo allí Dios sabía cuánto tiempo más?

«Durante varios días, desde su ventanuco, aunque daba a la trasera de aquel chalet enorme de ladrillos rojos vio el tráfago de gente, oyó los latines del entierro y el taconear incesante en el piso de arriba.

»La vieja, como siempre, a su hora, le trajo las comidas y le contó la marcha de los acontecimientos funerales con la equidistancia y brevedad de siempre. Oyéndola parecía que el muerto era un vecino o familiar lejano.

»Cuando todo se tranquilizó un poco, exactamente un domingo por la mañana, comunicó a dona María la Mayor su deseo de hablar con ambas mujeres.

»Lo invitaron a cenar con ellas. Desde el día que murió Julián no había vuelto a ver a María de los Remedios. Y la encontró con aquella mirada de "descubrimiento" de entonces. Con aquella atención hacia él totalmente nueva. No podía calificarse de otra manera. No había en sus ojos odio, deseo, simpatía o desprecio; sólo eso: atención, sorpresa.

«Hasta pasada media noche hablaron de cosas indiferentes. Luego, Puchades, con mucho miedo, dijo que comprendía que, muerto Julián, las cosas habían cambiado y estaba dispuesto a hacer lo que ellas ordenasen. Sólo pedía un plazo breve para intentar algunas gestiones. Naturalmente, aludió a su novia, María, a las influencias de don Norberto v hasta de don Jacinto, el cura.

«Las dos mujeres le escucharon sin la menor extrañeza y cuando terminó, como si se tratase de algo convenido entre ellas, María de los Remedios le dijo:

»-No tienes por qué pensar en eso, Manolo. Te puedes quedar aquí hasta que encuentres una solución a gusto. Ésa era la voluntad de Julián y a nosotras nos gusta tu compañía.

«Como antes hacía Ramales, las mujeres le encargaban los libros que decía y su vida fue un poco más amena y compartida. Siempre que no había peligro estaba en el piso alto, y hacía sus comidas con la madre y la hija.

«Poco a poco notó que se transformaba en el hombre de la casa. En el único hombre de la casa. Sin esforzarse, sin vulnerar su condición de huésped gratuito, sin poner nada de su parte, pasó a ser el servido, el consultado para todo.

»Y una noche, con la mayor naturalidad -era el único detalle que faltaba para convertirse en el sustituto total de Julián-, Puchades durmió en el piso de arriba, en la misma cama que murió Ramales.

«Jamás doña María la Mayor se dio por enterada. En ello pensó Puchades muchas veces. ¿Qué clase de convicciones, de acomodos mentales condicionaban aquella conformidad de la madre? Cuando alguna vez se lo preguntó a su amante, siempre respondía igual: "Mamá sólo quiere mi felicidad".

«Aquellos amores llenaron durante muchos años la vida de Puchades. "Por primera vez he encontrado una mujer a mi medida", se decía satisfecho… Y María, carne, sola, sólo para el amor vivía. La cama era el centro de su casa y cerebro. Sólo veía en el mundo al hombre que la cubría. Por eso no lo "vio" a él hasta el momento que murió su macho. El pobre Julián, tieso y frío en la cama, ya no le servía. Y por no sabría ella misma qué profundo resorte entrañado, de pronto "descubrió" que había otro hombre en la casa. Otro hortelano para su huerto siempre con sed… Puchades pensaba muchas veces que María de los Remedios no distinguía entre hombre y hombre; que le movía una pasión tan primitivamente biológica, que sólo buscaba, a tientas, sin ojos, un cuerpo de macho; no una cara, no un perfil humano. La madre, doña María la Mayor, sin duda intuía esta oscura carretera mental de su hija. No, no eran sus frustrados deseos maternales los que "ausentaban" a María de los Remedios, como un día le apuntó Julián. Jamás Puchades la oía hablar de hijos. Para las mujeres normales -madres- el deseo es el camino. Para la Barona era el camino y la llegada.

«Hacia los años sesenta, Puchades entró en una grave crisis. Grave y encadenada. La desesperanza de veinte años le pesó de pronto. Intuía que ya había pagado "su culpa" con exceso… Veía colaborar en periódicos y revistas a muchos compañeros de la guerra que fueron "menos que él". Y el furor de María de los Remedios incansable, mecánico, seguido, le hastiaba. Y sin aquel único aliciente que le permitió soportar casi veinte años de encierro, todo se ponía sombrío y acabado.

«Su desazón fue en seguida advertida por las mujeres, y comenzó una etapa de presión o vigilancia. Debían temer -pensaba Puchades- que si se viese libre, fuera de allí, terminaría el hechizo. Los proyectos de matrimonio y de legalizar la vida de Puchades, de momento quedaron congelados.

«En los últimos tiempos las relaciones se tensaron tanto, que Manolo pasaba días enteros sin "subir", metido allí, en aquella tumba llena de él hasta el poro más pequeño.

«Estalló la crisis definitiva cuando notó que le escamoteaban la prensa. Sólo llegaban a sus manos revistas o periódicos a los que faltaba alguna hoja. Ante sus protestas, dieron excusas vacilantes. Como antaño -recordaba los meses apasionantes que siguieron al remate de la guerra mundial en 1945-, volvió a buscar en la radio emisoras extranjeras. En seguida descubrió la razón de aquella "censura". Se cancelaban legalmente todas las responsabilidades de la guerra. No dijo nada. Pasó una noche entera sin dormir. Por fin decidió hacer algo, llamar a alguien pidiéndole ayuda. ¿A quién? A la única amistad de "entonces" cuyo paradero sabía. En los últimos años, llamó varias veces a la casa de las Peláez, sin decir quién era, para asegurarse de que vivían. Una de ellas se puso al teléfono una criada o quien fuese, y se cercioró de que María seguía soltera. Pero no, era libre. Lo mejor sería escaparse… Claro que no había forma. No le dejarían dar un paso. Ahora sí que era un verdadero preso. Sólo cabía esperar un descuido y llamarlas por teléfono. Y así fue. Aquel día, a la hora que sabía que sus dos carceleras dormitaban la siesta en el cuarto de estar, subió cauteloso, marcó el número de las Peláez… Se puso Alicia. "Soy Manolo, soy Manolo Puchades. Por favor, sacadme de aquí. Estoy encerrado, venid en seguida… María, ¿eres tú, María? Soy Manolo, tu Manolo; ven, ven pronto…" Apenas le dio tiempo a dictarles la dirección del chalet. María de los Remedios y su madre aparecieron alarmadas. No le dijeron una palabra, pero aguardaron y cuando bajó al sótano, por primera vez en treinta años, lo encerraron con llave. Media hora después, volvió a abrirse la puerta para dejar entrar, a empujones, a dos viejecitas entre asustadas y cómicamente valientes. Al reconocerlas sintió una de las más raras impresiones de su vida. No le pareció que fuesen las hermanas Peláez con treinta y cuatro años más que cuando las vio por última vez en julio de 1936. Fue algo más profundo: creyó ver treinta y cuatro años de historia hechos carne, concretados en carne, concretados en momias escapadas de El Escorial o de otro lugar parecido. Eran lo imposible: historia resucitada, salida de sepulcros, de museos, de cuadros, arrugada, oscura, sin halo. Tiempo caducado y mágicamente vuelto en su concreción más mísera, más osaria. Eran el espejo de su misma consumición, de su misma muertez, de su vida perdida sin remedio. De una España que discurrió sin él, ya vieja y agostada. Aquello era el símbolo de todo lo que no pudo vivir él. El resto de lo que pasó y no podía regresar.»

Puchades volvió a la realidad cuando oyó algo que decía María y que le pareció dramáticamente cierto.

– Claro que si hubiera querido -casi suspiró María-, en treinta años no le habrán faltado ocasiones… Nosotras por papá siempre tuvimos muy buenas relaciones entre la gente que manda… Treinta años.

Puchades seguía frente al ventanuco. Alicia se miraba las manos. María tenía el rostro enfurruñado como una niña. Plinio pensaba en «la cámara de los espíritus», en el maniquí con uniforme de militar republicano y la fotografía pegada en el cuello con aquel corazón de tela con una leyenda.

Treinta años de silencio para Puchades. Treinta años de dominio para la Barona. Plinio sintió una especie de escalofrío que a su manera calificó de histórico.

María, de pronto, empezó a sollozar, seca, sin lágrimas con un extraño ahogo mecánico.

Puchades volvió un momento la cabeza, miró de reojo y en seguida tornó a su posición.

– María, por favor -suplicó Alicia sin mucha convicción.

– En treinta años… en treinta años… en treinta años -decía María con terquería infantil- no tuvo tiempo de avisarme… ¿Usted lo cree, Plinio? Ahora ya, ¿para qué? Mire, Manuel, mire mi cara llena de arrugas… ¿Dónde voy ya? -gritó de pronto con un énfasis dramático-. ¡Los hijos que yo pensaba! -y cayó de bruces sobre la mesa llorando con una bronca, oscura y hondísima congoja de… treinta y cuatro años.

Plinio interrogó con la mirada a Alicia. Y ésta se limitó a encoger los hombros como diciendo: «Pobre, es natural… No es como yo». Luego puso la mano sobre la cabeza de María:

– Tranquilízate, Mary… tranquilízate. Nunca es demasiado tarde-

Pero María se incorporó con los ojos duros, inundada de lágrimas, la boca apretada de rabia, y dijo con una voz destempladísima, chillona, casi ridicula, mirando la espalda de Puchades:

– Manolo, júramelo, ¡júramelo por tus muertos!, que nunca la quisiste. Que fue ella. ¡Que fue ella, a la fuerza! Júramelo…

El hombre no contestó. No se volvió. Se limitó a poner ambas manos sobre los vidrios del ventanuco con sorda desesperación, como tal vez hizo miles de veces para expresar su impotencia durante treinta años.

– Por favor, María, ¡cálmate! -gritó Alicia incorporándose también, intentando sentarla-. Por la memoria de nuestros padres, cálmate.

Pero la pobre María, tan menuda, tan pelirroja, sacaba una energía tensa, invencible.

– Júramelo!

Puchades seguía inmóvil.

Alicia la tomó entre sus brazos, y llorando, desesperada también, empezó a acariciarla, a besarle la frente:

– Mary, por mamá te lo pido. Anda, cálmate, Mary… Mary… mi hermanita.

Y la besaba con tanta ternura, con lágrimas tan dolorosas, que Plinio sintió la garganta seca y los ojos húmedos.

– Mary… Mary… por mamá te lo pido. ¿Qué importa todo…? Tú y yo, como siempre, en nuestra casa, en la casa de nuestra vida, de nuestros muertos.

Hubo un momento en que se ablandó la tensión de María y suavemente se abrazó a su hermana. Permanecieron unos segundos así, llorando, con sus cabellos rojicanos mezclados, los tejidos de sus vestidos iguales, mezclados; sus caritas pimentonas mezcladas, sus acordes sollozos al unísono. Por fin consiguió volverla a su asiento y quedó a su lado de pie, acariciándole el pelo, intentando ponérselo en orden.

El hombre permanecía obstinadamente en su sitio. Plinio maquinalmente sacó el tabaco. El último sol entraba como una lanza rasando el ventano y daba al cuerpo de Puchades un halo sanguíneo.

Así estaban las cosas, cuando se abrió enérgicamente la puerta por donde llegó Plinio.

Aparecieron doña Remedios del Barón y su madre. Esta empuñaba una escopeta de dos cañones. Por primera vez se notaba en su cara cierto gozo, y regusto en sus ojos. La situación, o el abrazo con la escopeta, conseguían aquel alivio en su semblante esquinado y rencoroso. Plinio, más allá de la situación, sonreía para sus adentros ante las dos mujeres vestidas de calle, tan majas y con la escopeta de caza. La Barona estaba serena, aunque no sonreía, diplomática y melosa según su costumbre. La vieja encañonaba concretamente a Plinio.

– Usted, quieto. Usted nada tiene que ver en este negocio -dijo la madre con voz muy ronca, de una ronquez, ya digo, gozosa.

Plinio, que se había levantado al verlas aparecer, quedó con ambas manos sobre el respaldo de la silla.

Y en seguida habló doña María de los Remedios del Barón con tono persuasivo y mirando a Puchades, que desde que llegaron las mujeres, sin dejar la ventana, había girado un cuarto hacia la puerta:

– Ya es la hora. Si deseas venirte tenemos el tiempo justo. Pero elige libremente. Que estos señores sean testigos de que no es por la fuerza. Estás en el momento de darle a tu vida el camino que quieras. Te vienes, o te quedas con éstas -y dijo «éstas» con un tic despectivo por primera vez en su rostro siempre diplomático. Puchades la escuchaba sin emoción, pero también sin timidez. Estaba casi firme.

– Durante treinta años, en las condiciones que no podías evitar por tus dichosas ideas, viviste muy a gusto conmigo. Luego, de pronto, sin saber por qué, las llamaste. Aquí las tienes. Elige, vuelvo a pedirte.

Por la cabeza de Puchades en aquel momento debía trepidar la lucha de comparaciones, de recuerdos y deseos, de odios y aspiraciones, que durante aquellos días de encierro común le habían martirizado de manera menos atosigante. Continuaba inmóvil e inexpresivo, sólo atento a su película interior.

– Usted, Manuel, que es de la Justicia -siguió la Barona mirando a Plinio-, pregúntele si se viene o no… Si decide quedarse, mi madre y yo nos marchamos ahora mismo.

Sobre el cutis blanquísimo de la Barona, sobre su pecho undoso, sobre los leves pelillos rubios de su labio y en sus ojos oscuros se advertía ahora un pálpito de ansiedad, de miedo.

Plinio parecía dudar. No le gustaba ser juez en aquel extraño y triste pleito. Mucha lástima le daban las Peláez, tan pequeñitas, amojamadillas, rojicanas, cariñosas y recordadoras, pero él, desde luego, si fuera Puchades y se dejara llevar por los pálpitos de la sangre, seguro, fijo, que se iba con la caldosa Barona… Ya vería lo que hacía con aquel virago de la escopeta… Pero con la Barona, sin marrar. Y más llevado por la cosquilla de sus pensamientos que por el dramatismo de la situación, se notó sonreír, o casi sonreír, o estar en la misma linde de la sonrisa, y mirando a Puchades apenas musitó:

– Usted verá, amigo… Aquí mi autoridad no tiene papel.

El pobre, antes de que Plinio acabase su frase, había decidido. Con mucha pausa, procurando no encararse con las Peláez, se inclinó, tomó una gruesa cartera que parecía ya preparada debajo de la cama turca, y sin decir palabra, arrastrando un poco los pies, como ausente de todo, sin mirar a nadie, ni a las que enfrente tenía, llegó hasta la puerta. Ellas le hicieron lado. Salió. La Barona dudó un momento. Por fin dijo un poco azarada a la vez que profundamente satisfecha:

– Perdonen por todo. Se lo ruego. Siento dejarlos encerrados, pero no hay más remedio. Cuando sea oportuno me presentaré a la Justicia. Adiós, Manuel.

Y salió con premura. La madre, sin dejar de apuntar, reculó hasta la puerta, dio un paso atrás y cuando estuvo fuera, tiró de ella con energía. Luego se oyó echar la llave a la puerta lejana.

Durante toda aquella escena Plinio no se ocupó de mirar lo que hacían las hermanas coloradas. Sólo sabía que permanecieron calladas, absolutamente calladas. Posiblemente, durante aquellos minutos, el corazón de María estuvo a punto de descolocarse, de salir de sus ejes. O tal vez no, o tal vez anestesiada después del berrinche anterior, vio todo como una presentida procesión de sombras… Pero apenas dejaron de oírse pasos y ruidos, María recuperó el sonlloro entre imponente y protestón, con esta letra:

– Lo sabía… Lo sabía…, lo sabía…, lo sabía. -Y lo decía con las manos puestas en el vientre y balanceándose de atrás adelante, como si le doliera, o tomase fuerza para lanzarse al otro lado de la mesa. O si, hecha un cucunete, tuviese mucho frío.

»Lo sabía…, lo sabía…, lo sabía-continuaba sin quitar los ojos de los naipes esparcidos sobre la mesa.

»Lo sabía…, lo sabía…, lo sabía.

El sol se fue hacía tiempo y la habitación quedó casi en tiniebla. Alicia sentada y con la cabeza entre las manos, tenía la cara borrada por las sombras.

Como si continuase un soliloquio largamente interrumpido, Alicia, aprovechando una pausa de la rabieta de su hermana, dijo:

– … Claro que después de llamarnos debimos avisar a la policía… Vinimos solas. Aceleradas, inconscientes… Le preguntamos por él a la vieja, que nos salió a abrir. «Estas señoras que preguntan por Manolo», dijo a la amante. «Que las ha llamado por teléfono.» «Ah, con mucho gusto, que pasen, que pasen.» A mí me extrañó mucho aquella amabilidad, pero era tanta la ansiedad de María… «Que pasen, que pasen, hagan el favor de seguirme y las llevo a sus habitaciones…, pasen, pasen…» Llegamos hasta la habitación donde están los quesos y las cubas, y nos encerró… Qué infelices, qué incautas. Siempre fuimos unas incautas, Manuel.

– ¿Y él, qué hizo al verlas?

– Hizo de todo. Primero se sorprendió. Después se alegró mucho. Hablamos y hablamos. Hasta la noche, que nos trajo de cenar la vieja, nos dejaron a nuestras anchas. Al día siguiente también. Él estaba un poco asombrado de que no pasase nada. Le dijimos que debíamos volver a casa, que hablase con aquellas señoras para que nos dejasen marchar a los tres, que no daríamos parte. Cuando aquella segunda noche volvió la vieja a traernos la cena, él le dijo que quería hablar con María de los Remedios… Se fue con ella y no volvió hasta el amanecer. Desde entonces estuvo raro. Daba paseos por aquí. Nos oía. A lo más sonreía. Pero ya era otro. Las noches siguientes, cuando nos creía dormidas, salía de puntillas. Todas menos una, que María de los Remedios pasó en Tomelloso. Pienso yo si cuando nos llamó por teléfono creía que el tiempo no había pasado por nosotras… como pasó por él.

– Lo tenían todo preparado -dijo María participando de pronto en la conversación-. Algo me presumía, pero no así, ¡qué sé yo!

Había ya un punto de resignación en su cara. Y siguió:

– Fui una niña ilusa.

– Fuimos.

– Seguro que ahora se casarán.

– Toda la vida fuimos unas niñas ilusas…

– Claro que cada cual se va con la que quiere. ¡Ay Jesús!

– Nada de lo pasado tiene remedio… -dijo Plinio con la voz persuasiva que convenía a aquel ambiente de intimidad y casi tiniebla- Todo ha sido un accidente más o menos triste que deben olvidar. Volverán a su casa, seguirán su vida pacífica y al cuerno las historias de antaño. Ya ha estado bien de historias de treinta años. No nos quedan otros treinta y es imposible vivir mordidos día a día, sin cesar, por la misma tarántula.

– ¿Qué dice, Manuel, de tarántula? -preguntó María un poco huida.

– Digo que nada importante ha cambiado para ustedes. Lo dieron por muerto, pues háganse la cuenta que muerto sigue. España está llena de muertos en vida como él.

– De muertos en vida, como nosotras también -recalcó la ex novia.

– No, ustedes no. Para ustedes la vida, con sus mayores tragedias, fue una especie de historia contada por la radio.

– He pasado toda la vida con su recuerdo, Manuel.

– Y puede seguir. Nada tenía que ver su antiguo novio con el que acaba de irse. Aquél era un hombre, éste una piltrafa de la historia, un residuo más de la tragedia, que jamás podrá volver a su ser.

– No le entiendo, Manuel -dijo de pronto Alicia.

– Es lo mismo señorita. No era nada importante.

Encendieron la luz. María pasó mucho tiempo de bruces sobre el tablero de la mesa. Alicia, de cuando en cuando, aburrida, hacía solitarios. Plinio paseaba incansable por la habitación, fumando pito tras pito.

A eso de las once, Plinio trajo de la bodeguilla medio jamón, queso, un racimo de uvas y vino. Alicia lo preparó todo sobre dos platos que halló. Comieron sin pany en silencio. María siguió en su modorra.

– ¿Usted cree que vendrán esta noche a sacarnos de aquí? -preguntó varias veces Alicia.

– Seguro. No se lo que tardarán, pero seguro.

Acabado el tentempié, Alicia consiguió que María se echase en la cama. Plinio y ella hablaron de cosas del pueblo. Hacia medianoche pasada, volvió a sus solitarios. Él recordó que tenía en el bolsillo una carta que le dieron al salir del hotel. La abrió, se caló las gafas y leyó para sí:

«Querido padre: ¡Ay qué ver cómo es usted! Tantos días en Madrid y sin mandar una letra. Claro, que como dice madre: usted no es hombre de cartas salvo en caso de mucha precisión. El otro día, nos dio un arrebatillo y a punto estuvimos de ir a verle. Pero luego, ya sabe usted, a la hora de arrancar, da pereza. Además, ¿a quién dejábamos el cargo del averío y demás?

»Me encontré a la hija de Antonio elFaraón y me dijo que llamó su padre y le dijo que lo estaban pasando muy bien. Dice madre que tengan ustedes muchísimo cuidao con él, que ya sabe cómo las gasta y lo picantón que es.

»Ayer nos dimos un azagón a colgar uvas de gallo que para qué. Las saneamos muy bien, porque había algunas picadas y hemos cubierto las cuerdas con plástico como usted dijo. A ver si hogaño nos llegan a la Pascua.

«Dice madre que no deje usted de comprarse el traje, no sea que den ahora en llamarlo fuera para descubrir casos y tenga que ir siempre con la misma ropa.

«Como ya refresca por las noches, no salimos a la puerta, nos quedamos viendo la televisión. Algunas veces se viene la hija de la Hortensia y nos hace reír mucho contándonos cosas de la partición de sus tíos. Milagrillo será que no acaben a farolazos.

«Sabrá usted que Adolfo el de la Ignacia se ha comprado un auto de esos menudos, seguro que con los cuartos de la vendimia, y no quiera saber cómo están. Todo el santo día metidos en el bote dando vueltas por el pueblo con la mujer y los chicos. Y cuando vuelve, aunque sea a medianoche, toda la familia se pone en la mitad de la calle a lavarlo y a darle brillo como si fuera el vedriado. Le digo a usted que no caben en el pellejo de puro ensanchaos. Claro que si con eso son felices, hacen muy ricamente.

»Madre está muy bien. Pero aunque no dice nada, como siempre le pasa en los cambios de tiempo, tiene sus amaguillos de reuma. Yo bien que se lo noto. Pero no es cosa mayor.

»El otro día su compadre Braulio me trajo un periquito. Lo he puesto en la jaula del canario de Canuto que se nos murió. Canta poco y basto, pero es muy alegre, sobre todo por las mañanas. Nunca había visto un periquito de cerca y da risa como tiene el pico de chato y de pegado al redor de la cabeza.

»En fin, no hay más que contar, padre. Avise cuando llega para que le preparemos comida o cena a su gusto; y que sea prontico, porque ya estamos ezpizcás por tenerlo en casa. Recuerdos a don Lotario, muchas cosas de madre y un beso de su hija. A.»

Plinio, llevado por la suavidad de la carta, recordó a sus mujeres, el patio, la amplia cocina donde hacían vida y aquel tiempo de pueblo sin sorpresas. Aquel vivir enfrascado, casi sin accidentes, de quietud en quietud, sintiendo los días como una rueda de luces que ni pesa ni suena. Todos los días la misma torre, el mismo poniente e igual música de saludos en cada esquina. Todo quieto y lúcido. Sólo la carne padece. Sobre igual paisaje las carnes adoban y resecan hasta emprender la muerte. Todo es un juego de pequeñas vueltas, de idénticos círculos, de parejas sombras, palabras, caras, fachadas, historias y torre. La plaza, con el Casino, la Posada de los Portales y el Ayuntamiento es el eje de esa ruleta de luces isócronas, de parejos saludos, de risas, campanadas, ladridos, y petardeos de coches. Don Isidoro se asoma a su balcón a las doce, poco más o menos. Manolo Perona que llega al Casino. El relevo de los guardias, la gente que viene de la compra. Todos los días a la compra. Don Saturnino, que va de visitas, al pasar por la plaza saca la cabeza por la ventanilla del coche para ver la hora. Los señores curas pasean por la glorieta con revuelo de sotanas. Si se muere uno, o se va, viene otro y luego otro, pero siempre hay a la caída de la tarde curas paseando entre pliegues de sotana. Las tinajas de vino cada año se llenan, cada se vacían. Las lonas del mosto cada año se manchan, cada se lavan. Ya llega la noche, la plaza se queda vacía y todos a la cama con cara modorra. «Sus mujeres» duermen. La Gregoria suspira. ¿Y su hija, la Alfonsa? ¿Hasta qué hora mira el rayo estrecho de luz que filtra la ventana?

Guardó la carta. Se asomó al ventanuco otra vez. Como daba exactamente a la trasera de la casa era imposible ver o que los viesen, como no la rodeasen. Detrás de la casa unos pinos viejos, yerbajos y la tapia lindera mal cuidada.

Miraba ahora la estantería de Puchades. Libros y más libros. Libros almacenados durante treinta años con el dinero de doña María de los Remedios. La mayor parte de autores extranjeros que a Plinio no le sonaban. Rimeros de revistas españolas y de fuera. Carpetas con recortes de periódicos. Todo manoseado. La cama turca. Cuántas horas habría pasado Puchades tumbado en aquella cama leyendo, pensando, enloqueciendo durante treinta interminables, imposiblemente interminables años, asistido por la Barona tremenda, caldosa, sonrosada, carnal, viuda sola, en la misma flor de sus pechos y del jardín de su vientre. Cuántas noches y tardes y mañanas durante treinta años de reloj, pensando lo que fue y pudo haber sido, ignorando de verdad lo que pasaba, oyendo en la radio músicas alegres, inexplicables; como si no hubiera pasado nada, estuviera todo perfecto y él tomando cerveza en una terraza de la Gran Vía… Treinta años, señor, treinta años de nacidos y de muertos, treinta años de noches en aquella habitación leyendo revistas y esperando siempre el cuerpo lechón de dona María de los Remedios del Barón, menopáusica, enrojeciente, resudante repechona, remuslona, repapona, con su leve bigotillo rubio orlado de gotitas líquidas y los ojos como callejones oscuros de treinta años largos…

Eran las doce. María, dormía sobre la cama. Alicia, de bruces sobre la mesa, dormía o hacía que dormía. Plinio desvió uno de sus innumerables paseos por la habitación y se acercó a la cama de María. Una manta le cubría más de medio cuerpo. Su pelo rojizo con interlíneas canas se esparcía sobre la almohada. Estaba boca arriba. Los ojos pequeños, cerrados. La boca entreabierta dejando ver los dientes menudos. Sus arruguitas, la tez vinosa. De cuando en cuando hacía un guiño nervioso. Respiraba a compás. Alguna vez, un roce de ronquido. El atractivo que pudo tener de joven se lo tragó la parca. Quedaba una monería desecada. Una monería arrugadita, con todo pequeño, sin jugos, con gracia de caricatura, o de muñeca sucia. Plinio sintió una enorme ternura. Le hubiera gustado besarla en la frente. Se imaginaba la estampa de él a los veinte años frente a la de ahora. «El tiempo que se le fue a ella, la frescura y los caldos de la vida, se le fueron a él. Eran isócronos en el ir muriendo. Doña María de los Remedios era de otro tiempo más nuevo; su muriendo, su ir secándose, iban zagueros. Le faltaban catorce o más años para estar en el grado de desecación de María. Posiblemente Puchades le hubiera gustado más el modo y la convivencia con las hermanas coloradas, pero aquellos años de diferencia, seguro que fueron decisivos. Además, quién sabe qué poderes, qué enrarecidos hábitos, qué sumisión mental y biológica lo habían amartillado para siempre a aquella mujer tan bien graduada de pasión y de saber camino. Con las hermanas coloradas, con María concretamente, sólo le unía un delgado recuerdo de celuloide con los ojos brillantes de los años treinta. Las hermanas eran seres pasivos, pegadas a la superficie de las cosas, de sus pequeñitos recuerdos y afectos, seres epidérmicos, sin volcanes de muerte y de espasmo. Seres, objetos menudicos que van y vienen en pequeño círculo. Seres sin infierno. Puchades no podía salir ya de su dolor de treinta años, de su deformación de prisionero. No podía reinar. No podía pasar las tardes interminables en Augusto Figueroa con dos mujercillas rugosas sin infierno. Le era preciso continuar en la cárcel que estrenó en 1939. Ya no valía para libre.

A la una, Plinio, con una mano en la mejilla se quedó un poco traspuesto. Soñaba con galianos con liebre pelirroja cuando creyó oír algo. Se despabiló, restregó los ojos, y abrió el ventanillo. Se oían rumores, golpes lejanos, como en otro barrio. Encendió también las luces del dormitorio de las dos camas de hierro y de la bodeguilla; abrió los ventanos correspondientes. Era la única señal que podía dar de que en la casa había alguien. Voces, pasos y ruidos llegaban de manera muy irregular. A veces dejaban de oírse del todo, de pronto arreciaban. «Debe ser según el aire», pensó Plinio. Alicia se restregó los ojos y lo miró inexpresiva:

– ¿Ya?

– Parece.

Plinio seguía oteando y a la escucha. Ahora se oían como si diesen golpes en algo metálico y lejano.

Alicia se componía el pelo ante un espejito que había sobre el estante de los libros, junto a una foto de los padres de Puchades. Luego se acercó a su hermana. Le sudaba la frente. La acarició con ternura y lástima. María abrió los ojos y miró a Alicia con ausencia. Tenía rojos los párpados y los labios secos. Permaneció un ratito así, sin comprender ni decir. Plinio las observaba desde su sitio.

– Anda, Marta, guapa, levántate, parece que ya están ahí.

María se incorporó maquinalmente. Se sentó en el borde de la cama y pasó las manos por la cara con energía.

Plinio, para contrapesar su lástima, las recordó jovenallas, en la glorieta del pueblo, con sus padres, ante la fuente de Lorencete, tal como aparecían en aquella vieja fotografía que vio en la casa de Augusto Figueroa… «Los padres deben morir jóvenes para no ver en sus hijos, en sus mayores amores, las mismas frustraciones, las mismas angustias, las mismas penas. Hay que dejar a los hijos en la flor. Cuando todavía creen que la vida es como ellos piensan. Cuando nosotros mismos llegamos a pensar que para ellos «puede ser diferente». El que no se realiza espera vagamente realizarse en sus hijos, pero el milagro se da pocas veces. La vida en sociedad, en la sociedad que padecemos, es hierro flojo bajo macho duro, y a la postre todos quedamos forjados con iguales torceduras, como parejos esperpentos, resignados y tristísimos.»

Estaba visto que a nadie se le ocurría dar un rodeo a la casa. Los liberadores venían por lo derecho, por la puerta principal. Seguían los golpes. Aprovechando un silencio Plinio se metió los dedos en la boca y dio uno de aquellos silbidos famosos con los que solía llamar al guardia de puertas desde la puerta del casino de San Fernando. Le salió muy bueno y agudo. Repitió varias veces. Por fin se oyeron pasos por el jardín. Plinio silbó más.

– ¡Manuel… Manuel… Manuel! -no podía fallar. Era don Lotario. No se le despintaba a él un silbido del Jefe.

Plinio pegó la cara a las rejas con la mirada hacia el cardinal de la entrada.

Precedido de la luz de su linterna llegaba con un remedo de paso gimnástico. Junto a él, a grandes zancadas, venía Luis Torres.

Plinio sacó el brazo por la ventana.

– Manuel, Manuel. Coño, ¿estás bien?

– Cansao de esperar.

– ¿De verdad está usted bien, Manuel? -le insistió Luis.

– Sí hombre, sí; a ver si llegáis de una vez.

– A las once y media ya estábamos aquí. Pero venga llamar y nadie abría. Tuvimos que ir a la Dirección General de Seguridad y se ha venido el agente Jiménez y otros guardias con instrumentos para descerrajar.

– ¿Están las hermanas Peláez, Manuel?

– Sí. Para llegar hasta aquí tenéis que atravesar casi toda la casa, un corredor acristalado y al final hay unos escalones que traen a este semisótano.

– Eso está hecho.

– ¿Y doña María de los Remedios? -se interesó Luis.

– Ésa se largó. Ya os contaré. Venga, apresuraos, que perezco por salir de esta prisión.

Las Peláez se habían adecentado en lo posible. Allí estaban, derechas y serias, con sus bolsos en la mano. De pronto Alicia abrió el suyo y sacó la pistola con mucho cuidado.

– Tome, Manuel. Mi padre decía que era muy buena. Tiene incrustaciones de no sé qué. Si la cosa es legal se la regalo por los días malos que le hemos hecho pasar.

Plinio la miró con cuidado y se la guardó en el bolsillo interior de la americana.

– Buena pieza. No sé qué dirán en la Dirección. De todas formas, muchas gracias.

Los ruidos de golpes y pasos se oían cerca. Por fin llegaron a la puerta de la bodeguilla. Plinio se asomó. Se veía que probaban llaves maestras. Las Peláez también se acercaron a él y observaban con infantil curiosidad. Luego de unos segundos se oyó chirriar la cerradura.

El primero en entrar fue un agente delgadillo con las ganzúas en la mano. Luego Jiménez con su barriga. En seguida don Lotario, Luis Torres, Jacinto y Velasquete con sus ojos tiernos… Y el último, con un trozo de queso entre los labios, el Faraón.

– El alguacil alguacilado -dijo éste sin dejar de comer-. Pues sí que está buena la Justicia… Si no llega a ser por nosotros aquí te quedas hasta el triunfo de las izquierdas.

Todos contemplaban a Plinio y a las Peláez con cierta curiosidad, menos el Faraón que comía y seguía diciendo gracias.

– Anda mamón, ahora nos pagas unos chocolates en San Ginés, que llevo sin tomar nada caliente desde los galianos del Mesón del Mosto -dijo Plinio.

– Eso está hecho, que esperándote, esperándote, y luego con el rescate, tampoco hemos cenado.

– Andando -ordenó Jiménez con cara de sueño.

Las Peláez iban entre todos, muy cogiditas del brazo, sin duda un poco avergonzadas de verse solas entre tantos hombres a aquellas horas de la noche.

El chalet de la Barona estaba envuelto de tinieblas. El resplandor de las luces más vecinas quedaba lejos. Hacía fresco.

El agente delgado ató con cadena y candado la verja del jardín de Villa Esperanza.

Subieron en los coches de la policía un poco apretados. Arrancaron hacia Madrid.

– Otro caso en el bote, Manuel -dijo el Faraón engulléndose un cacho de queso de los que cogió al vuelo en la bodeguilla.

– Sí señor. Tú lo has dicho.

– El que puede triunfa y el que no a rascarse el sebo.

Llegaron a la plaza. Plinio le echó tal vez el último vistazo de su vida. Volvió a recordar a la huevera del moflo alto, la verbena de San Pedro y a él mismo cuando soldado, sentado en la desaparecida barbacana… Y con aire de resignación encendió un celta y miró al frente para sacudirse nostalgias de la juventud perdida… «Mañana me tengo que encargar el traje en casa de Simancas.»

– Yo no quisiera denunciar a estas gentes, Manuel -dijo María-. ¿Podrá ser?

– Ya veremos qué se puede hacer. Usted tranquila.

Y apoyando la nuca en el respaldo del asiento, por primera vez desde la escena en el Casino de Madrid, sintió contento con la vida.

Madrid-Benicásim, verano de 1969

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