Como no había más novedades y eran casi las dos, se fueron a comer al hotel. Tomaron unas cervezas en Navazo y subieron en el ascensor lento. El Faraón no comía allí y se sentaron solos en una mesa. En la próxima había un matrimonio mayor y una joven que hablaban de bodas. Y en otra un señor solo comía sin mirar al plato, mientras leía el periódico.
Apenas liquidaron el postre se cruzaron al café Universal, donde se habían citado con el cura. Como era muy temprano, encontraron mesa a la entrada, junto a un ventanal. Desde ella se veía muy bien el tráfago de la Puerta del Sol y principios de la calle de Alcalá. Justo frente a ellos, el paso de peatones que traía y llevaba gentes de Alcalá hacia la Carrera de San Jerónimo, Espoz y Mina y Carretas.
– Cuántas personas y qué ajenas unas de otras -comentó Plinio pensativo-. Fíjese en todos esos que vienen hacia acá por el paso de peatones, rozándose unos con otros y sin mirarse. Como si fuesen cosas. Son gentes que viven por dentro, cada uno en sus cavilaciones, y por fuera no hacen otra cosa que andar, moverse, enajenados. Todos parecen forasteros entre sí.
– Es verdad, en los pueblos convivimos más. Aquí las personas están colocadas sobre la misma ciudad, pero no se conocen ni parece que quieran conocerse.
– Mire usted aquel que está ayudando a cruzar al ciego. Lo lleva del brazo pero sin mirarlo. Dentro de un rato no se acuerda si cruzó a un ciego o una cesta.
– Sólo miran a las tías buenas. Fíjate qué cosecha de ojos lleva aquella tremendona pegada a sus piernas… y a lo de más arriba.
– Sí, menos mal. Eso es lo único que todavía interrumpe la frialdad de las ciudades como éstas… -comentó Plinio-. Aunque he oído decir que por ahí por Europa, ni las miran.
– Lo que es feo es ese oso que han puesto ahí, en el centro. Chaparrote y escaldao. Cuando los concejales se ponen artistas es pa' temerles -siguió don Lotario-. Tú lo sabes mejor que yo. En la decoración de las ciudades no debían intervenir los políticos, que en general son bastos o van a lo suyo. Debía haber peritos en esas cosas que los metieran en cintura. Que un alcalde o un concejal joroba a un pueblo en un amén y no hay quien le diga media… Cuidao con el oso de la puñeta, qué calamidad.
– Tampoco las fuentes son mancas.
– Más bien, son feísimas.
– Tú fíjate un sitio, digamos histórico, como es la Puerta del Sol, que dejen a los ediles de turno lucir sus fantasías.
– Lo primero que hacen es cargarse los árboles.
– Lo segundo joder las plazas haciendo esos aparcamientos que no resuelven nada y lo dejan todo lleno de túneles con entradas horrendas.
– Pero amigo, el negocio es el negocio -comentó don Lotario con melancolía-. Cuando un español ve la manera de hacer cuartos se carga una piara y una ciudad entera. Como no haya quien ponga veto…
– Dicen que los españoles son muy amigos de las cosas antiguas. Mentira pura. Aquí no se tiene instinto de lo viejo nada más que en materia de ideas, que en eso sí somos más antiguos que Matusalén, pero lo viejo, bonito y valioso, nadie lo entiende. Que lo parta un rayo.
– Coño, Manuel, te estás enfadando.
– Es que son ideas que las llevo muy dentro, aunque yo no soy un finolis. Pero respeto siempre la obra de los antepasados.
– En este café algunas veces tocaba una orquesta de mujeres. Todas tenían cara y caderas de amas de casa y cuando estaban tocando se hablaban en voz baja, tal vez para decirse que tenían la compra por hacer o un chico con sarampión.
– Me río porque este comentario me lo hizo usted en otro viaje que estuvimos aquí.
Ahora el estrado de la orquesta estaba vacío, cubierto con cortinas rosa y doseles con borlas.
Detrás de la barra se veían dos grandes batidoras de cristal, automáticas, que movían pausadas zumo de naranja la una y de limón la otra.
– Todala tarde moviendo esos zumos – dijo don Lotario de pronto-. Yo creo que con un batidito era bastante, ¿no crees?
– Será para despertar la sed de la clientela. Hoy para hacerle a uno gastar cuartos se recurre a todas las argucias -comentó Plinio.
Compraron unos farias. Poco a poco se llenaba el café. Hombres con pinta de pueblo iban formando tertulias. Algunos se sentaban con el sombrero o la boina encasquetados. Parecían ricotes que vivían de las rentas que tenían en el pueblo, jubilados o arrimados a los hijos. Muchos de ellos tomaban posturas abandonadas, se rascaban la cabeza sin descubrirse, como solía hacer Plinio; o con la cara entre las manos bostezaban a todo diámetro. Abundaban los trajes marrones y los sombreros verdes. Hablaban con pausa, alzando las manos con ademán sentencioso, con aire despectivo o de flamenquismo trasnochado. De las tertulias próximas les llegaban retazos de conversación salpicados con nombres de fincas: «El prado del señor cura», «La casa de la linde vieja». Y cantidades de compra, venta o hipotecas. Algunos parecían abuelos que debían vivir malamente con la nuera y no sé cuántos nietos, y se venía allí a matar la tarde y parte de la noche. Se les veía solitarios, poniendo mucho reposo en todas las operaciones de mover el café, echar el azúcar, cucharearlo y encender el cigarro. Era el único trabajo que iban a hacer hasta la hora de la cena, y debían estirarlo hasta lo más. Algunos, con las gafas en los ríñones de la nariz, todavía le daban vueltas y revueltas al periódico de la mañana. No era raro ver en estas tertulias a algún joven con cara de recién llegado a Madrid que, desambientado, hacía corro con los mayores de su pueblo o familia. En una mesa había dos mujeres con grandes bolsos, moños y jerséis negros, que con poco disimulo dejaban caer los párpados y dormitaban sobre la papada. Una de ellas, con no sé qué sobresalto, se despertó, de pronto y echó mano al bolso grande de plástico que tenía sobre la mesa. Al ver que todo estaba en orden, volvió a la modorra.
– Esto recuerda mucho un casino de pueblo -dijo don Lotario.
– A base de Puerta del Sol, pero igualico… Es que no se quieren convencer los listos de que la mayor parte de los españoles son así,… Mejor dicho -añadió con guasa- somos así.
– Sí, somos hijos del terruño y aledaños del carro, ahora tractor. Vienes a Madrid y te parece que todos los españoles son oficinistas. Y no señor, lo más de España es labradora, que apenas sabe leer y escribir, que dice que cree en Dios y no va a la iglesia y piensan que la monarquía se diferencia de la república porque en ésta el rey va de paisano. Y no le demos vueltas que no hay más cera que la que luce. España es de los pueblos menos cultos de Europa porque alguien ha puesto mucho empeño en que así sea -concluyó don Lotario con aire de mitin.
– Pues ha llegado un tiempo en que nos las están dando todas en el mismo carrillo.
– Y lo que te rondaré morena. Y menos mal que a los que ganan en otros países les ha dado por venir a éste a tomar el sol, que si no estábamos todavía siendo la nación productora por excelencia de limpiabotas y sardinas en lata.
– Y menos mal también que se han ido muchos miles por ahí a hacer de maleteros y limpiar tornillos…
– Resumiendo, como decía aquél -concluyó don Lotario- que nosotros que siempre hemos sido tan nacionales, la poca mejora que tenemos es debida a los extranjeros. Te digo que es pá echarse y no pegar el ojo.
– Mire usted, éste debe ser el cura que nos busca -dijo Plinio señalando a un sacerdote cuellicorto que oteaba levantando mucho las narices porque era de párpados muy caidones.
– ¿Es usted don Jacinto Amat? -le dijo Plinio levantándose muy fino.
Se saludaron y el guardia hizo la presentación del veterinario. De verdad que al pobre don Jacinto no había manera de que se le quedasen los párpados en su sitio. Se le caían como persianas locas y para mirar, como quedó dicho, tenía que levantar la cara como si atisbase por una rendija más bien alta. El caso es que ya sentado, el subepárpados y subetesta se le notaba menos, porque en vez de mirar de frente lo hacía de reojo. Se conoce que por la rinconera del ojo con la sien, la vista encontraba mayor acomodo. Muy moreno, de pelo casi azul de puro oscuro, llevaba una sotana regular de nueva, porque le pardeaban los talares.
– Pues ustedes dirán en qué puedo servirles -preguntó luego de un preámbulo de cortesías y de pedir café.
– Como le indiqué por teléfono, la Dirección de Seguridad nos ha encargado la investigación del caso de las hermanas Peláez.
– Ya sé, ya sé. Me lo han dicho en la Dirección. No se extrañen ustedes de que me haya procurado una ratificación… Nunca se sabe en estos casos, nunca se sabe.
– Ha hecho usted bien -respondió Plinio muy moderado y pasándose la lengua por los labios-. Bueno. ¿Y qué sospecha usted de esta extraña desaparición?
– De verdad, amigo González, que no sé qué pensar. Porque ellas, las dos, son unas verdaderas santas. Con estos secuestros se suele perseguir dinero o venganza. Aquí de robo, nada. Nadie tocó, como usted sabe, cosa alguna. Sus ahorros están en el banco. Venganza ¿de quién? Ellas son unas santas, lo que se dice unas santas. Aquí hay un misterio muy raro.
– En el mundo del delito ocurren casos que al principio son difíciles de entender, pero todo acaba mostrando su porqué muy corriente. Por eso yo he pensado que usted, que al parecer las conoce muy bien, así como a las personas que las rodean, a lo mejor puede darnos algún indicio.
– Claro que las conozco. Soy su confesor hace muchos años. Y lo fui de su madre.
– Yo creí que usted era más joven.
– El pelo negro engaña, pero voy para los setenta. Unas benditas, le digo que son unas verdaderas benditas. En esa casa nunca ocurrió nada anormal. Vidas trasparentes como el cristal las de Alicia y María.
– ¿Usted sabe que en esa casa hay un feto en alcohol? -preguntó Plinio en plan de sondeo.
El cura empezó a reír con suficiencia y alzando muchísimo la cabeza, porque por lo visto con el reír los párpados se le bajaban más de la cuenta.
– Ya lo creo que lo sé. El feto fue de un aborto de la santa de dona Alicia, la madre. La pobre toda su vida deseó un niño. Como se le malogró, guardó en el frasco lo que pudo. Entre ellas -sólo yo lo sabía- al feto le llamaban Norbertito. Me preguntaron mil veces si era pecado guardar un feto. Yo, claro está, les dije que no.
– Entonces, ¿también sabe usted lo del cuarto de los espíritus?
– ¿Cómo no? Y en el mejor sentido, me he reído mucho de ellas por esa invención. Las pobres pasaban muchos ratos en el cuarto hablando con sus antepasados.
– ¿Y ese militar que hay en el museo con un corazón de trapo cosido en la guerrera?
– No pierde usted detalle, amigo González. Ésa fue la única sombra, no digamos negra, pero sí grisantona en la historia de la familia.
– Explíqueme, por favor.
– Fue el novio de María con gran disgusto de todos. No es que fuese mala persona. Dios me libre, pero a los padres… y a mí, nos sentó fatal.
– ¿Por qué?
– Cosas de entonces. Era de la cáscara amarga. Usted me entiende.
– Pero qué, ¿comunista, anarquista?
– No, republicano a secas. Tal vez un poco radical. De Martínez Barrios o Azaña. Poca cosa, pero ya sabe usted, entonces de Gil Robles hacia la izquierda todos eran del mismo corte. No iba a misa, votó a las izquierdas en febrero del treinta y seis, y se fue de oficial con los rojos.
– ¿Qué profesión tenía?
– Veterinario. Un veterinario republicano. El colmo.
– Hombre -saltó don Lotario-, ¿y por qué los veterinarios no podemos ser republicanos?
– No sé, porque los veterinarios y los boticarios siempre me parecieron gente de orden.
– ¿Y qué pasó de él? -cortó Plinio.
– No se sabe. A la familia Peláez le cogió la guerra en San Sebastián y él se quedó en Madrid. No volvieron a tener noticias.
– ¿Y la familia de él?
– Su padre era militar… republicano también y desapareció al acabar la guerra. La madre murió y un hermano creo que está en México.
– Entiendo.
– Pero María estuvo muy colada. Y proyectaban casarse el mismo año treinta y seis. Era buen chico. Y un infeliz como todos los republicanos, las cosas como son. Pero ya sabe usted. En un hogar tradicional, a la española, un republicano, por bueno que sea, siempre es una monserga… Conmigo no se metía nunca, ésa es la verdad. Se conformaba con no ir a misa y me estrechaba la mano sin más ceremonia. Yo le hice algunas recomendaciones y él no las tomaba a mal. Me oía con mucha educación, pero en cuanto me descuidaba, desviaba el tema… Pero, en fin, esto del novio es agua pasada y no creo que tenga que ver con el caso.
– Desde luego.
– Yo pensé si las habrían robado para pedir un rescate por ellas. Como son ricotas. Pero nadie ha pedido nada… Si aquella tarde antes de salir de casa hubieran tenido alguna duda me habrían consultado. Por la mañana las vi en la iglesia y charlamos un rato. Iban tan contentas como siempre… Y tan relimpias.
Plinio y don Lotario se miraron como si no viniese a cuento aquello de afirmar el cura la relimpiez de las Peláez. El cura, tal vez también sorprendido por la colocación de su adjetivo, quedó mirándolos muy serio bajo los párpados rendijeros.
Al fin reaccionó y dijo:
– Es que son las mujeres más aseadas que he visto en mi vida. Lucha que te lucha contra el polvo, las manchas y el desorden. Todo en aquel piso siempre parecía nuevo y recién puesto. ¿No se han fijado ustedes? Y eso que lo han visto después de varios días de abandono… Tan limpias eran por fuera como por dentro -casi suspiró.
Plinio sacó la cajetilla decaldo con cara de desánimo. Estaba visto que el cura no daba más luces. Liaron todos. Hubo un largo silencio. El Jefe de vez en cuando se llevaba la mano a la corbata como para cerciorarse de que estaba allí. Acostumbrado al uniforme ceñido, se encontraba demasiado suelto.
Uno de los hombres de la tertulia de la mesa próxima, que llevaba sortija verde y sombrero del mismo calor, decía:
– Fíjate, toda la vida creyendo que tenía acidez de estómago y ayer voy al médico, al mejor de Madrid, y toma del frasco, me dice que no, que lo que tengo es falta de ácidos. Y que beba coñac y coma picante… Después de estar quince años haciendo el franciscano. Mil setecientas pesetas me cobró el andova. Eso son oficios y lo demás gachamiga. Mil setecientas pesetas por decirme que beba coñac.
– Me estoy acordando ahora de una cosa -dijo el cura de pronto, al tiempo que se pasaba los dedos por los párpados perezosos-. Pero vamos, que tampoco se me alcanza que pueda haber influido en este percance… Hace unos años ellas quisieron adoptar un niño. Es natural. El ansia de maternidad, ya se sabe.
– Claro, no se iban a conformar con el feto Norbertito toda la vida -salió de pronto don Lotario con humor inoportuno.
El cura lo miró sin comprender del todo. Plinio se contuvo la risa a duras penas. Don Lotario quedó confuso y don Jacinto continuó como si quisiera olvidar aquel despropósito.
– Anduvieron, mejor dicho, anduvimos en tratos con el Hospicio, pero estaba todo tan complicado, hacían falta tantos requisitos, que desistieron. Después entraron en relación para quedarse con cierta niña que había tenido una de la Solana con su suegro.
– ¿Cómo con su suegro? -volvió a cortar don Lotario que no se hacía de sí aquella tarde.
– Sí señor, con su suegro. Las cosas de la vida. Se le murió el marido muy joven y la infeliz hizo coyunda con el suegro. Claro, como ella tiene otros hijos que le dejó el marido, y el suegro sigue viviendo en la casa, pensó ceder al hijito. Pero quería demasiado dinero y unas condiciones muy particulares. No pueden imaginarse lo orgulloso que el hombre estaba de su hazaña. Menudo sinvergüenza.
– Qué cosa. Ser uno hijo de su abuelo -soliqueó don Lotario.
– Después no intentaron más gestiones -continuó, sin hacerle maldita gracia el chiste del veterinario-. Pero tampoco creo que tenga esto nada que ver con el caso.
Plinio encogió los hombros y añadió con pereza:
– Eso nunca se sabe. ¿Conoce usted la dirección de esa gente?
– Sólo recuerdo que viven por Caño Roto. Además su primo lo sabe.
– ¿Su primo?
– Sí, su primo, José María Peláez, que viene a ser su administrador y las asesora en cosas de banco, acciones y eso.
– ¿Es hombre de negocios?
– En parte sí. Más bien rentista y sobre todo filatélico. Lo quieren mucho y les lleva todo muy bien. Estaba en París. Llega esta tarde. Pensaba estar más tiempo, pero en vista de la desaparición de las primas le avisé para que lo dejase todo. Luego de estar con ustedes pensaba ir a su casa.
– Le acompañaremos -dijo Plinio con decisión.
– Muy bien.
Plinio se levantó y fue hacia los servicios. Pasado el tabladillo de la orquesta, a la izquierda, había una especie de salón mal alumbrado. En algunas mesas se veían hombres con la cara rodeada de periódico o mirando el menear de la cucharilla en el café. Parecían algunos de ellos solitarios de clases pasivas, con los ojos entornados, el pelo blanco y polvo de caspa en las telas. Allí estaban respirando semitiniebla y humo, dejando los últimos recuelos de su vida. Uno de ellos, como si oyese el canto de un pájaro sonado, miraba al techo con los ojos transidos, transidos como santo de cuadro de alcoba. A lo mejor, una fábula de su infancia, un arrebato de su juventud, o la misma noche de bodas creía ver proyectadas en aquel techo raso color miel. Sobre la cabeza de otro subían unas volutas de humo en forma de coliflores que hacían una pesadísima rotación. Allí debían estar los que no tenían tertulia ni amigos, los que huían del recuadro de luz de las ventanas, lo meditamodorros, los que preferían pensar en los rabos más lucidos de su biografía. Otro caballero dormitaba medio escurrido en el diván, mientras un niño pequeño a su lado se había encasquetado un sombrero marrón, y quieto, se entretenía en oler la parte que le caía sobre las narices. Había colillas de cigarros por todos sitios que parecían moverse como saltamontes disimulados. Amontonadas en los rincones, sombras como hombres arrugados; y, sentados en los divanes, hombres con hechura de sombras. Plinio recordó el «cuarto de los espíritus» de la casa de las Peláez.
Entre tanto, don Lotario no sabía qué hablar con el confesor don Jacinto Amat. Se veía claro que el clérigo no disimulaba su adversión por el albéitar. Éste miraba a la calle con obstinación. El cura sacó el breviario en demostración de ausencia. Don Lotario, al verlo de reojo, se le hinchó la nariz y empezó a canturrear el himno de Riego. Don Jacinto hizo como que no lo oía y le echó un cuarto de espalda.
Una señora, ya en la cochera de los cincuenta, rubia ella y de bastante buen ver, con abrigo de terciopelo y una mirada como de gachí fatal, tomaba café en la barra. Los de la tertulia próxima le echaban ojos y decían:
– Muy buen cuerpo.
– Muy buen cuerpo, sí señor -corearon otros.
El cura volvió los ojos hacia ellos, y como bajo los párpados cierros su mirar resultaba impertinente, uno de los piropeadores, engallado, arreció la voz vengativo:
– Pero que muy buen cuerpo.
La del abrigo que oyó el último mensaje, semivolvió el perfil sonriendo y echó una ojeada con aquellos ojos de mostillo que Dios le dio.
– Y a la hembra le gusta el halago -dijo el de la voz de aceite frito.
– Le gusta… le gusta… le gusta -añadió otro tertuliano guiñando el ojo hacia donde el sacerdote.
Todos rieron. El cura respiró fuerte y dijo un latinajo inaudible.
Plinio volvió con el traje lleno de arrugas y cara de jubilado también. Se sacudió la ceniza del cigarrón que le moteaba por todos sitios y quedó pensativo mirando a la calle. El hombre no se aclaraba en el asunto de las Peláez. El no haberse enterado hasta hacía un rato de que las desaparecidas tenían un primo administrador le irritó mucho. En los pueblos -repensaba- cada persona es un ser redondo, completo, parte de otra cosa más gorda, también completa, que es una familia. Allí a todo el mundo se le conoce de cuerpo entero, de familia entera. Pero aquí en las capitales a la gente se la columbra a cachos, a refilones. Y a las familias enteras tal vez nunca. En los pueblos puedes enterarte en un rato de la biografía completa de cada sujeto. Aquí tienes que componerla como un rompecabezas. Allí, la vida de cada persona es como una novela que vas abultando cada día con las noticias que él mismo te da o los próximos te allegan. Aquí a lo más sólo se sabe el título de los capítulos. Allí, te sientas en la terraza del San Fernando, y apenas cruza un individuo, la cabeza rebina toda su historia, sus dichas y desdichas, sus cojeras y demasías, sus cuernos y sus muertos, sus ganancias y pedriscos, la fecha de cuando se rompió el brazo, le mordió el mastín o tuvo la nieta con apendicitis. Y si me apuras, hasta recuerdas dónde tienen el nicho, en qué lonja compran y qué barbero les raspa la cureña cada sábado. Aquí no se ven más que sombras, gentes que no se miran ni se hablan, carteles de hombres sin noticia caliente. Mujeres que sólo te llaman la atención por la colocación de sus carnes y el respingo del caderamen… Por eso en Madrid, ser policía es una cosa científica y mecánica. Hay que empezar por averiguar quién es quién. En el pueblo el ser policía es ejercicio humanísimo, porque hay que rebuscar aquel rincón último de los que conocemos. Los pueblos son libros. Las ciudades periódicos mentirosos…
– Ésta quiere guerra -seguía el de la voz de aceite friéndose, mirando a la gachona de los ojos mariposos.
– Sí quiere, sí, pero a lo mejor pagando.
– O no. O es caprichosa y le apetece matar la tarde.
– Coño, pues dile una frase.
Así estaban las cosas cuando entró un joven muy bien trajeado que debía ser el que ella esperaba.
– Se acabó la función -dijo el de la voz.
– Ya me extrañaba a mí que viniera de rebusca. Hay mucho compromiso en ese cuerpo para andar a lo que salga.
– Bueno señores, ¿me acompañan entonces a casa de José María Peláez?
– Vamos.
Quedaron en la Puerta del Sol a la espera de un taxi. Al cura, de pie y en la calle, se le notaba menos la caída de párpados. El chorro de gente que una vez avanzó desde el paso de peatones, por pocas se lleva por delante a don Lotario, que tuvo que hacer un equilibrio de cine cómico. El cura levantaba la mano a todos los taxis. No debía distinguir si iban ocupados. El veterinario se reía a hurtadillas cada vez que ocurría. Plinio miró hacia los balcones del hotel fronterizo, y sintió la comenzón de irse a la cama sin más primo, ni más cena, ni más na. No llegaba un taxi libre. Don Lotario le dio con el codo a Plinio. Un viejecillo no mal vestido registraba en una papelera. Miraba papel por papel. Unos se los guardaba en el bolsillo y otros los tiraba con aire distraído. Se le veían papeles asomados por todos los bolsillos.
– ¿Qué buscará? -dijo elvete.
– No sé…Y quizás él tampoco -le contestó Plinio filosófico y caidón.
Cuando acabó la selección, el vejete echó una carrera torpe hasta la próxima papelera, sin preocuparse si lo observaban.
Por fin consiguieron un taxi y fueron hacia Claudio Coello. El portero les dijo que ya había llegado el señorito José María. Una doncella muy delgada les pasó desde el recibidor a un despacho muy grande. Tras una mesa larga había un hombre en batín de seda verde, mirando sellos con una lupa. Sería cincuentón, con barba cerrada y gafillas de oro con lentes en forma de medio huevo. Para recibirlos hizo ademán de levantarse, pero no se levantó, como si estuviese atado al sillón. Por encima de las gafas miraba a los visitantes, inexpresivo, con la boca muy prieta, fruncida.
Don Jacinto presentó a los justicias de Tomelloso. José María Peláez hizo una vaga inclinación de cabeza y les ofreció asiento con el ademán. Hay que decir que en vez de echarles la mano les concedió la punta de los dedos.
Don Jacinto, con la cabeza muy alzada resumió la desaparición de las primas, y explicó la misión de Plinio y su amigo. El primo lo escuchaba siempre inexpresivo, y de vez en cuando echaba un reojo a los sellos que tenía sobre la mesa.
Cuando acabó el cura, después de un breve silencio, el primo dijo su primera frase con aire casi de enfado y en voz muy comida:
– Pues no sé qué habrán querido hacer con las primas.
Por todos sitios había álbumes de sellos. Los visitantes, juntos en el mismo sofá, único asiento del despacho aparte del sillón del primo, estaban bastante estrechos por cierto. Eran muebles mo- demos y bonitos, pero pocos. Todo el espacio era para los sellos.
Plinio después de otro silencio le preguntó con severidad:
– ¿Y cómo en seguida de enterarse usted de la desaparición de sus primas no regresó de París?
El primo miró a Plinio como si en aquel instante reparase en su presencia. Luego al cura, más luego a los sellos, y al fin se encogió de hombros de manera casi cómica y dijo mirando al suelo:
– ¿Qué podía hacer yo…?
– Darnos alguna pista, por ejemplo.
– … No tengo pistas, palabra.
Plinio, mientras, se puso de pie. Los otros le imitaron después de hacer un esfuerzo para despegarse del sillón.
– Supongo que por el momento no se moverá usted de Madrid.
– No creo. Tengo mucho que hacer aquí -y señaló los sellos.
También se levantó José María de su sillón, aunque muy despacio, por una especie de lentitud mental. Y fue tras ellos con las manos en los bolsillos de la bata y la cabeza hacia el suelo. A pesar de su relativa juventud y no mal tipo, tenía lentitudes de anciano. Ya en el recibidor dijo en voz baja, como para sí:
– Yo nunca he sido aficionado a las cosas de detectives y no sé qué decirles.
– No se trata de cosas policiacas, sino de cosas de sus primas -respondió Plinio.
– Así puestos a pensar -dijo rascándose la cabeza entrecana y como haciendo un gran esfuerzo- lo único que se me ocurre decir es que tenían una pistola.
– ¿Cómo una pistola? -saltó Plinio ya un poco en tensión.
– Sí, que tenían una pistola del tío.
– Bueno, ¿y qué?
– ¿Que si está en la casa…?
El cura miró a Plinio con cara de sorpresa:
– ¿Una pistola ellas?
– Eso dice. ¿Y dónde la tenían?
– Debajo del colchón de la cama de la tía Alicia.
– La verdad es que no hemos mirado bajo los colchones.
– Pues yo creí que los policías lo miraban todo.
– ¿Por qué no hace usted el favor de acompañarnos a la casa de sus primas a ver si recuerda algo más?
– Bueno.
Y sin sacarse las manos de los bolsillos quedó mirando al suelo.
Todos esperaron a ver por dónde rompía. Por fin se quitó las gafas de medio huevo, fue a la percha, se vistió una gabardina y un sombrero y dijo:
– Bueno, ya estoy.
– Pero ¿no te quitas la bata? -le preguntó el cura.
– No…
Hicieron el viajecito en taxi sin hablar. Subieron. La casa parecía más fría. El primo, apenas entraron, como si de pronto tuviera prisa, quiero decir cierta prisa, sin decir palabra echó a andar hacia el dormitorio de sus primas. Todos, en hilera, iban tras él. Encendió la luz de la mesilla, se arrodilló a los pies de una cama, metió las manos entre los dos colchones de lana y empezó a buscar a tientas, mientras miraba al techo. Por fin sacó una caja de cartón. Sin abrirla la sopesó.
– Está vacía.
Plinio tomó la caja sin abrir. Era de cartón corriente con restos de una etiqueta. La sonó. La abrió. Sólo había un cargador. Se miraron entre sí.
– Cuando murió el tío pensaron tirarla… Pero luego, como estaban solas, por si les daba miedo, la guardaron.
– Nunca me dijeron que tenían pistola -exclamó el cura con cierto aire de contrariedad.
– Pues por algo grave salieron a la calle si se llevaron el arma -dijo Plinio mirando a uno y a otro sin dejar la caja y el cargador.
– Es que claro, don Jacinto, no se lo iban a decir a usted todo -dijo el veterinario.
Don Jacinto alzó la cabeza más de lo acostumbrado para descubrir una mirada fulminativa a don Lotario, que naturalmente no tuvo ningún efecto por la condición tapadera de sus párpados.
– Muy amable -comentó el clérigo molesto y con sequedad.
– ¿Qué piensa usted, don José María? -preguntó Plinio al primo que todavía seguía de rodillas junto a la cama.
– Las primas son bastante impetuosas -dijo al tiempo que se incorporaba.
– ¿Y eso que quiere decir? -siguió el guardia.
– Que… les dan prontos.
Y volvió a callar con las manos en los bolsillos, la mirada en el suelo y la boca apretada.
– Por favor, don José María -pidió Plinio-, explique usted lo de los prontos… Les dan prontos ¿para qué?
– Pues… para todo.
– Lleva razón, José María -aclaró el cura-, les dan prontos para hacer obras de caridad, para llevar el bien…
– Algo así… O para comprarse una tarta -remató José María.
Todos se miraron entre sí y no pudieron evitar la risa, incluso el cura. Sólo el primo seguía con las manos en los bolsillos y mirando al suelo.
– José María quiere decir que son impetuosas como un niño, pero siempre para cosas buenas o inocentes. Son unas santas.
– Con pistola -volvió el veterinario con el mal café que le inspiraba el sacerdote.
– Con pistola, sí, señor veterinario impertinente, con pistola y unos corazones como catedrales.
– Por favor, don Lotario -le reconvino el guardia.
– ¿Dan ustés su permiso? -se oyó una voz.
Todos miraron hacia la puerta de la alcoba. Era la portera, pequeñaja, con cara de asustada, de inocentemente asustada.
– Ustés perdonen y buenas noches, que no he dicho na', pero los vi subir y me dije: así que bajen voy a decirles a los señores un recuerdo que tengo aquí clavao toa la tarde. Pero como no bajaban, pues digo subo y se lo digo. Lo cual que he encontrao la puerta abierta y telenda telenda me he entrao hasta aquí… Que miren ustés, desde que desaparecieron las pobres señoritas tos los de la casa, de la portería quiero decir, estamos dándole vueltas a la cabeza a ver si caemos en qué percance les puede haber ocurrido. Porque miren ustés, que unas personas tan rebuenísimas, que las conocemos de toda la vidisma, porque el señorito Norberto cuando se vino de notario, me entiende usted, de Tomelloso, trajo a mi padre que en paz descanse a la portería, y de siempre nos hemos tratao divinamente, y las señoritas y yo como quien dice nos hemos criao con los mismos baberos, porque en Tomelloso mi madre ya asistía a la casa del señorito Norberto, pues que no es cosa vista lo que ha pasao… que hay que ver el disgusto que ya nos llevamos con el aborto de la señora Alicia, al que tienen enfrascao… El feto Norbertillo y no le digo a ustés cuando se murió aquel santo señor con tantas medallas, padre de las señoritas, que aún parece que lo veo en la caja…
– Pero bueno, ¿cuál es ese recuerdo que ha tenido usted toda la tarde en la cabeza y que iba a contarnos? -le cortó Plinio.
– ¿El recuerdo? Ay Dios mío, Jefe Plinio, con lo que lo quería mi padre, que Dios albergue, que usted se acordará de él, Andrés Sánchez el Meacubas, con perdón…, lo que tenemos hablao y cuando esta mañana lo vide subir porque he estao dos días en el pueblo de mi prima, sabe usted, y me dijo la Gertrudis que estaban ustés en el ajo de las señoritas… Porque nosotras vamos todos los años al pueblo para el día de Todos los Santos, para hermosear un poco las sepulturillas de los fenecidos de la familia, que nadie queda ya de los nuestros en aquel lugar…
– Sí hija mía sí, pero a ver si nos dices qué recuerdo es ése.
– Lleva usted razón Manuel, que se me va la palabra al cielo… y qué gusto de verlo aquí y también a don Lotario… Que las señoritas la última tarde que salieron, pues que tomaron un taxi, fíjese usted, un taxi, ellas que siempre iban alredor de la casa, porque de este barrio no salían como no fuese algo muy sonao… Ellas a la iglesia de Santa Bárbara, a la de San José, a la confituría de Hidalgo, a Rio- frío, a Mónico, a los teatros de la vecindad… Pero mire usted, Manuel, aquella tarde, que salen, se plantan en la puerta y al primer taxi que pasó que le echan mano. Y yo me dije: ¿qué pasará que han cogío un taxi?
– ¿Y no le dijeron nada?
– Nadica. Ya se lo conté a los otros policías más señoritos… quiero decir, vamos más de Madrid que vinieron los primeros. Cogieron el taxi, y ¡hala! Se lo dije a mi hermana Feliciana que casi no ve, ¿pues dónde irán las señoritas que han montao en un taxi con tanta asura?
– Bueno… pero vamos a ver ¿qué es lo nuevo que nos tenías que decir y te ha pasao toda la tarde, porque lo de que tomaron un taxi ya lo sabíamos?
– ¿Pues quién os lo ha dicho? -preguntó perpleja.
– Pues los otros policías más señoritos como tú dices que te preguntaron primero.
– Anda, claro. Pero ¿le han dicho que iban así de acelerás?
– No… recuerdo.
– Pues eso es lo que yo tenía clavao. Eso, coñis, que iban muy acelerás.
Cuando Plinio y don Lotario se pudieron deshacer del cura miracielos, del primo sellista y de la cansinísima portera, se acercaron un momento a cambiar impresiones con el comisario en el café Lión y después calle de Alcalá adelante, con pasos cortos, bajaron hacia su hotel.
– ¿Sabe usted lo que le digo, don Lotario? -habló Plinio mientras esperaban en el cruce de Gran Vía que el disco se pusiera verde-, que este caso de las hermanas Peláez no me emociona lo que se dice na'.
– Hombre, pues ahora ya con la desaparición de la pistola, el caso se está poniendo más cicato, como dicen en nuestro pueblo.
– Y le digo también -continuó, sin hacer caso de la observación de don Lotario- que Madrid me cae gordísimo… ¿Qué me importa a mí que hayan desaparecido dos rancias como las hermanas Peláez? ¿Qué más me da si se las ha llevado un enano o se las ha comido un mico? Me es igual…
– Por Dios, Manuel, no despotriques. Para una ocasión que te dan los de la capital de lucirte, de aparecer a los ojos del mundo como un policía universal, te pones así.
– A mí me la trae floja la policía universal.
– Valga lo de la flojedá. Pero ¿y tu pueblo? ¿Es que vas a dejar mal a Tomelloso con lo que todos esperan de nosotros?
– Pero don Lotario de mi alma ¿no se da usted cuenta de que aquí no hay material? ¿De que éste es un caso de aficionados, de esos que no se aclaran nunca? Pero ¿no comprende usted, señor curagatos, que la detectivesca de Madrid, con el conqué de darme una oportunidad, se han quitado el mochuelo de encima? Éstas son dos solteronas tontorronas, tan tontorronas como su primo el de los sellos, que a lo mejor se han caído a una alcantarilla o se las ha llevado la grúa con el taxi puesto, quien sabe.
– Manuel, calla, coño. Que nunca te he visto tan cima, y perdona. Madrid te desnaturaliza. Digas tú lo que quieras éste no es un caso vulgar. Ni el primo es tan tonto como tú dices, otra cosa es que sea despistao; ni ellas son tan despreciables, aparte de que se han criado en nuestro pueblo y recordándolo viven, y esto importa mucho para nosotros. Despéjate, por Dios y por los santos, que aquí hay madera y de la fina… Y si no, al tiempo.
– Es usted como un muchacho.
– Y tú, esta tarde al menos, un rollo.
En éstas tan agrias iban, cuando oyeron, ya muy cerca del hotel, un vozarrón que les decía:
– ¿Dónde van los sabuesos del Tomelloso?
Era el Faraón que también volvía al hotel. Por cierto que al oír el grito de éste, varios transeúntes se volvieron sonriendo.
– Llevo dos días sin verles, coño. ¿Dónde se meten?
– Hombre, el Faraón -exclamó don Lotario contentísimo.
– ¡Que nos vamos a cenar al hotel de don Eustasio! -dijo Plinio a manera de saludo desabrido.
– Y yo también… pero sin ganas. ¿Oye y qué moscas te ha picao que vas con esa jeta, jefe? Por lo visto como aquí nadie te hace saludos ni reverencias te sientes achicao y se te sube el vinagre.
– Sí está un poquillo modorro, sí. ¿Y cómo es que vas a comer sin ganas, tú que te has comido toda la carne del mundo?
– Hombre, sin ganas de comer, no. Eso sería impropio. Sin ganas de ir al hotel. Que yo cuando vengo a Madrid me apetece la variación en todo. Bastantica rutina tenemos en el pueblo. Pero como no he encontrao a nadie conocido, pues que me venía más cabreao que una mona, porque esta noche a mí el cuerpo me pedía distracción. Me he comprao esta corbata ye-ye para entrar en acción, pero que si quieres.
Y enseñó una corbata azul con grandísimos lunares de varios colores espectrales.
– Y ahora que ya estoy con vosotros -continuó sin dejar de mostrar la corbata- pues vamos a echar por ahí un poco de francisquilla.
Plinio miraba la corbata con desgana.
– Parece la bandera de Chile -dijo don Lotario.
– ¿Es que es así?
– Yo no me acuerdo, pero debe de ser rarísima.
– Estás insinuando que nos vayamos a tomar unas copas -dijo Plinio con cara de niño enfadado.
– No estoy insinuándolo. Estoy dando una orden. Para que aprendas. Tomamos unas copas con un algo. Luego otras copas con otro algo, así hasta ciento. Luego una cena como Dios manda, y más deluego, a donde fuere, siempre y cuando que haya visualidad, ¿hace…? Venga Manuel, anímate, que así vestío de paisano pareces un hermano tuyo menos listo.
Don Lotario empezó a reír con tanta gana, que Plinio se contagió, echó un tercio de labios y el Faraón, riendo también, se pasaba las manecillas por el barrigón mirando con descaro a los transeúntes.
– Anda niña, que aunque vayas vestida de zapato, yo te echaba los reyes, vaya si te los echaba -dijo a una chica que llevaba un abrigo de cuero muy corto-. Venga, gendarmes, empecemos la romería del trinque por la calle de la Cruz, que si Dios nos da fuerzas llegaremos a la de Echegaray, donde siempre hay sorpresas.
Sin más preámbulos fueron hasta Sol para empezar el itinerario faraónico.
– Desde que Madrid se ha hecho tan grande, ha perdido la alegría. Ahora, la gente que se cree bien (y ya lo cree hasta el último mono) no va a las tascas y a los bares con luces y voces. Prefieren unos sitios elegantes de muy poquita luz, con parejas achuchándose y venga de tomar whisky, que vale un riñon y sabe a zapato viejo… Ahora vengo de estar con unos señoritingos que quieren embotellar vino y me han tenido dos horas en unsnack (que no sé lo que quiere decir) con musiquilla de fondo. He salido con el corazón y los bolsillos llenos de sombras. ¡Jesús, qué gafería!
Plinio se detuvo ante el escaparate de una zapatería de señoras.
– ¿Qué miras, Manuel?
– Es que tengo que llevarles zapatos a la mujer y a la chica… pero todos los que veo me parecen muy modernos. ¿Sabéis lo que me pasa? Que sólo tengo en la cabeza el tipo de zapatos que llevaba mi madre y mis hermanas; vamos: zapatos y botas, y en los que llevan ahora mis mujeres no me fijo nunca.
– Oye, igualico me pasa a mí con las bragas -saltó el Faraón.
– ¿Cómo con las bragas?
– Hombre, sí, que siempre que me imagino a una tremenda en paños menores, la veo con los pantalones que llevaban en mi mocedad y no con estas cortedades de ahora, aunque sean más comprometedoras. Tú me entiendes.
– Lleváis razón los dos -añadió don Lotario con cierta melancolía-. Es que cuando llega uno a cierta edad ya no ve lo que tiene delante sino lo que vio en los tiempos que veía.
– Vaya trabalenguas, maestro don Lotario -rezongó el Faraón.
– Trabalenguas pero muy claro. Que ya no hacemos más que mirar, pero no vemos más que lo que tenemos dentro, en la recámara de la juventud, cuando mirábamos para ver -ayudó Plinio.
– Quiquilicuatre, Manuel. Lo mismo que se sigue comiendo y no se crece. Antes todo te alimentaba y daba lustre. Ahora todo te agostiza.
– Bueno, señores, menos viejalidades y más orgull, que llegamos a la Ostrería. No me vayan a dar la noche con sus senequeces. Vamos a entrar en juego como en los tiempos mozos, que el lustre va por dentro. Que yo entreforros me siento tan caldoso y prieto como endenantes. Luego, un puñao de bicarbonato y a dormir al tachún.
Nada más entrar en la Ostrería y mientras pedían y no pedían, el Faraón empezó a picar en todos los mariscos que tenían a mano. Y como puso cara de alarma un mocete que había a su cuido, le dijo con aquel aire sentencioso que le dio fama en el pueblo:
– Muchacho, tú, tranquilo y contabiliza de cabeza, que aquí los presentes somos todos de derechas y con el vino recién vendido.
Bebían y comían con mucho regocijo, ante la expectación de la parroquia, ya desacostumbrada a ver gentes de pueblo en pleno ejercicio. Aparte de que el Faraón, como siempre, procuraba dar el mayor empaque posible a todas sus palabras y ademanes.
– ¿Por qué -dijo de pronto- a pesar de ser tan terreneros nos gustan tanto los bichos de la mar? Yo veo una liebre o un cordero y me pongo canelos, pero con los mariscos enloquezco.
Como los clientes reían las cosas del Faraón, el hombre se engrandecía. Y Plinio, un poco cohibido, sacó y ofreció elcaldo para paliar el número.
– Pero Manuel, si las ostras que he pedido superan incluso el tabaco. Venga muchacho, echa vino hasta que se te duerma la muñeca.
Liaron Plinio y don Lotario con su pausa de siempre, mientras el Faraón sorbía de la ostra con sus labios gordezuelos.
Siguieron haciendo visitas por cuantos lugares convidatorios encontraban y al entrar en La Chuleta, oyeron un coro de voces que los llamaba con mucho júbilo:
– ¡Faraón! ¡Faraón! ¡Atiza, y Plinio de paisano! ¡Y don Lotario!
Eran tres estudiantes del pueblo que estaban en una mesa con unas chicas extranjeras. Todos parecían muy alegres y bebidos. Saludaron con muchos abrazos y ausiones a los recién llegados y les presentaron a las extrañas.
– ¿Éstos son los libros que estudiáis vosotros, gavilla? -les dijo el Faraón señalando a las chicas más con la barriga que con el dedo.
– Venga, siéntese con nosotros.
– ¿Y os las sabéis ya bien sabías u os falta algo por estudiar?
Una de ellas que era altísima, muy rubia y más bien corpulenta, miraba al Faraón con cara entre de susto y gracia.
– Esta jara tiene mucho que aprender ¿eh, Junípero? No hay más que ver el columneo -dijo mirándole unos muslos descomunales que la minifalda permitía ver en toda su longitud.
Plinio, con un cigarro entre los labios, sonreía con timidez. Don Lotario, muy renovalío y sin quitarse el sombrero, parpadeaba inquieto, mirando a unas y a otras.
Pidieron más vino, y una de las chicas, delgada, con la nariz aguileña que resultó suiza, dijo que le trajesen cocochas.
– Cocochas, eso es precisamente lo que hay que pedir, señorita, cocochas. ¡Cocochas para todos! -gritó el Faraón al camarero.
– Cocochas -repitió la chica con cara infantil.
– Sí hija mía, cocochas te vamos a dar esta noche hasta que se te ponga el ombligo a semejante altura.
Todos reían lagrimosos con las desmesuras del Faraón. Y la suiza, daba palmas.
– Faraón, eres el tío más grande de La Mancha -le dijo Junípero López.
– ¿Farraón? -preguntó la tercera turista que era una francesa pequeña y rubiasca.
– Sí señorita, yo soy el Farrraón.
Y poniéndose en pie y arremangándose la chaquetilla sobre el trasero cubero empezó a bailar:
Soy de la tierra del farraón.
Entre éstas estaban cuando llegó una mujer ofreciendo claveles. El Faraón los compró todos y empezó a dejarlos caer sobre las chicas.
– Ha enloquecido del todo -dijo don Lotario a Plinio.
– Venga, claveles de España para la extranjería. Venga, pónselo ahí en la canal, que son más sosas que la calabaza -añadió entre dientes ofreciendo un clavel a Zoilo Cornejo.
Ya eran otra vez espectáculo. Todos se volvían a ver al gordo.
Las chicas se dejaron colocar los claveles donde el Faraón quiso, y comían cocochas y le daban al vino contentísimas y en confianza.
– Cuando salgamos de aquí os voy a enseñar la casa, que está ahí al lao, donde me desvirgaron por séptima vez -dijo el Faraón de pronto.
– Desvirgar… ¿qué es desvirgar? -dijo la alemana alta.
– Cococha, muchacha, no seas cococha…
A Serafín Martínez, el tercer estudiante, el calvo, de la pura risa se le salían los companajes por las comisuras. La francesa pequeña le dio unas manotadas en la espalda, aunque el hombre parecía más atento que a otras cosas a la topografía y complexión de la alemana grandota.
– ¿De qué andan ustedes por aquí? -preguntó Junípero en un alto de las risas.
– A descubrir el asesinato de Prim que todavía está en el alero -dijo el Faraón.
– ¿Tú también diquelas de poli, Faraón? -le preguntó Zoilo.
– Ca, yo vengo para las relaciones públicas. ¿Y a ti qué te pasa Serafín, que estás tan distraído? ¿Es que no te hace caso esta coco- cha tan bien armada?
Serafín bajó los ojos con sonrisa a medias y la alemana miró a unos y a otros sin comprender.
– No hombre, no -dijo Junípero- si se le da como Dios, está triste porque al llegar ahora a su residencia, que es una de las mejores de Madrid, se ha encontrado con una falta muy triste.
– ¿Pues qué te ha pasao, hijo mío? -le preguntó el Faraón simulando seriedad.
Serafín se rio bajando los ojos.
– Cosas de éste -dijo al fin.
– A ver, a ver, explícate.
– Pues na' -aclaró Junípero que estaba deseándolo- que la gobernanta de la residencia, que es más antigua que andar palante, ha conseguido del director, que también debe ser godo puro, que quiten los bidés del cuarto de baño de cada habitación.
– ¿Que quiten los bidés? -preguntó el Faraón con cómica exageración.
Serafín asintió con la cabeza.
– ¿Y por qué? ¿Qué pecado han cometido vuestros culos?
Todos, incluso ellas, empezaron a reír.
– Venga ¿por qué?
– No nos han dado explicaciones.
– Y este pobre, que es tan cuidadoso de las bajuras del cuerpo -glosó Junípero- pues que está muy disgustao.
– Y con razón -dijo el corredor de vinos con mucho aparato.
– Deben creer que esa guitarra sólo la usan los pecadores…
– Es que en este país -continuó el Faraón- todo lo que va de medio cuerpo pa' abajo está muy mal visto… Oye, se me está ocurriendo una cosa. ¿El director y esa señora que gobierna la residencia conocen a tu padre?
– No… -dijo Serafín con espectación.
– Fenómeno, te digo que fenómeno… Si para estas cosas yo soy un genio. Ya lo saben bien Manuel y don Lotario…
– Pero, bueno… ¿qué piensa usted? -se arriesgó Serafín.
– Chitón, macho. Secreto de estado.
– No jorobes, que tú eres capaz de armar una zapatiesta por lucirte y si me largan de la residencia, mi padre me quita de estudiar y me mete en la bodega.
– Que no hombre, que no. Que yo, si bien es verdad que busco el lucimiento, siempre es sin deterioro del embromado.
– Que no me fío, Faraón.
– Tú tranquilo. Palabra de honor que todo saldrá como el arroz con leche.
– Antonio, Antonio -le reconvino Plinio- que todos te conocemos.
– Porque me conocéis, precisamente, debéis saber que habrá regocijo general, sin quebranto para Serafín ni para nadie.
Comiendo chuletillas asadas e intentando que Antonio elFaraón contara su proyecto, entre risas y recuerdos de su biografía de bromista, cuya culminación está cronicada en El reinado de Witiza, estuvieron hasta la media noche, en que Plinio y don Lotario marcharon al hotel y el Faraón siguió con los estudiantes por el barrio del vino.