Acostumbrados a desayunar de pie en la buñolería de la Rocío, no se avenían a hacerlo en eI comedor del hotel. Don Lotario se lo adivinó a Plinio eI segundo día de hospedaje y le propuso ir a Riesgo. Allí, de pie ante la barra, aunque por la elegancia no había comparación con eI mostrador de la Rocío, eI desayuno tenía otro compás… Plinio incluso tuvo eI imposible presentimiento, cuando estaba con los churros entre las manos, de que se presentase Maleza a dar aviso de un nuevo caso más movidito que eI de las hermanas coloradas. Como en Tomelloso, tomaban churros, unos churros bastante asépticos, pero churros al fin. Allí mismo encendieron eI faria y fumeteando miraban a unos y a otros como en espera de que alguien los saludase. No había caso. La gente pasaba delante de ellos como si fuesen muebles. La misma camarera les sirvió sin mirarlos. Don Lotario sentía ganas de pedir a voces: «un buenos días, por Dios», «un qué tal se ha descansado, por la Virgen». Llegó un momento en eI que tenían detrás una fila de gente esperando que acabasen aquellos cachazudos. Ellos chupaban del puro mirando al infinito y dándole al café su copero. Y los de atrás, venga de mirarlos impacientes, con sus trajes iguales, con sus relojes de pulsera, con sus caras de empleados que aparentaban prisa. Por fin, al darse cuenta de aquella molesta espera, se miraron los dos de Tomelloso con cara de culpa, pagaron y marcharon sin decir palabra. Echaron calle de Alcalá arriba.
En la puerta de la casa de las Peláez encontraron a la Gertrudis:
– Pues na', que he venío por si necesitaban alguna cosa.
– Sube y limpia un poco.
La Gertrudis empezó a trapear de mala manera y Plinio sentado junto a la camilla del gabinete hojeaba eI cuadernillo de direcciones telefónicas… Más que hojearlo, con las gafas a media nariz y eI puro entre los dientes, parecía olfatearlo en busca del número o el nombre que oliese a clave.
Don Lotario, también inseguro, paseaba por la habitación con las manos atrás y el gesto vacío. Luego mandó a la Gertrudis por el periódico y se puso a leer lo que nunca leía. Plinio de vez en cuando hacía una anotación en cierto papel. Debían ser los teléfonos que le faltaba por llamar. Con frecuencia entraba la Gertrudis con ganas de pegar la hebra; pero al verlos tan desganados volvía a su labor.
Sonó el teléfono y acudió don Lotario con cierta ansiedad. Cuando volvió, Plinio le consultó con los ojos.
– Nada, el Faraón de la puñeta que sigue empeñao en lo del bidé. Dice que ya lo ha comprao y que viene a recogerme al portal para que vayamos a la Residencia. ¡Qué tío! Por una broma lo deja todo.
– Estoy seguro que va a ser un buen número.
– Hombre, ya lo sé. Pero me da no sé qué dejarte solo.
– Ande, ande y no se preocupe por mí. Pero tenga cuidado no lo meta en un berenjenal, que el Faraón, como usted sabe, no se anda con chiquitas y lleva las bromas hasta la misma raya del infierno.
– Aquí no hay caso. Bueno, en el hotel nos vemos a la hora de la comida.
– Vaya usted con Dios, y que todo salga de mucha risa.
Había algo que a Plinio le había llamado la atención desde la primera vez que miró el cuaderno de direcciones. En un renglón de la página de la «M» se leía: «Ministerio X. Señor Novillo. N.°… (tres llamadas)».
Dos veces había marcado aquel número y nadie contestó. Lo de las tres llamadas no lo entendía. Plinio, con el cuaderno entre las manos, fue hasta donde estaba la Gertrudis.
– ¿Oye Gertrudis, tú sabes quién es un tal señor Novillo del Ministerio de X que viene aquí?
– Sí, Manuel. Claro que lo sé. Muy amigo de las señoritas. Y además les hace las cosas de punto la señorita Palmita.
– ¿Y quién es la señorita Palmira?
– La secretaria del señor Novillo. Y él les hace marcos.
– ¿Es que él además del Ministerio tiene un taller de marcos y ella de hacer punto?
– No, Manuel, los talleres los tienen en el Ministerio.
– ¿En el Ministerio de X?
– Claro.
– No entiendo nada. ¿Y tienen mucha relación con tus señoritas?
– Muchísima. Son uña y carne. Allí pasan ellas muy buenos ratos.
– ¿Y este señor Novillo y su secretaria Palmira saben que han desaparecido las señoritas?
– No sé qué le diga, Jefe.
– Pues voy a visitarlos a ver qué cuentan.
– No puede usted ir solo.
– ¿Cómo que no?
– Porque no atinaría con la oficina.
– Voy al Ministerio, pregunto…
– Nadie se lo dice. Nadie sabe dónde están. Tuve que ir yo seis u ocho veces con las señoritas para aprenderme el camino… Yo iré con usted aunque no les va a dar gusto. Claro que siendo policía y tratándose de lo que se trata…
– Qué raro. Pues anda, quítate el mandil y vamos ahora mismo.
– Al contao estoy lista -replicó la Gertrudis que toda la mañana estuvo buscando pretextos para no limpiar.
Cuando llegaron a la puerta del Ministerio después de hacer el viaje en metro, la Gertrudis, muy pizpireta y mandona le dijo al Jefe:
– Sígame usted, pero haciéndose el distraído.
Plinio se encogió de hombros y echó tras ella.
Razón llevaba la Gertrudis. Un cuarto de hora largo tardaron en atravesar el edificio, subir una escalera arrinconada, como de servicio, empinadísima, hasta un cuarto. Cruzar grandes desvanes, o tal parecían, que debían ser almacenes de desechos: papeles, libros, cuadros, cajas, escaleras de mano, anaqueles volcados, rollos de papel de embalaje y cuerda, listones, un banco de carpintero. Llegaron por fin a una puerta bajita, que parecía de despensa de pueblo, de la que salía una escalerilla estrecha y desconchada. Luego unas habitaciones oscuras y bajas, con estufas oxidadas, canelones de la guerra, sacos llenos de no se sabía qué, antiguas prensas de copiar cartas, baleos peludos. Al cabo de aquel nuevo trasteo, una escalerilla de madera pegada a la pared, que tuvieron que subir a la luz del mechero de Plinio. Salieron a una especie de andamio de madera que iba por el tejado de pizarra, junto a las chimeneas, hasta llegar a una bohardilla. Bajaron una rampa de madera, muy gruesa, salvaron un hueco cubierto con un trozo de alfombra que hacía de cortina, y luego de andar algunos pasos hasta un habitáculo completamente oscuro, la Gertrudis dio tres golpes secos con los nudillos en una puerta diminuta. Esperaron unos segundos. Al fin de ellos se oyeron como respuesta, otros tres golpes. Gertrudis repitió la llamada. En seguida se oyó el rechinar del pestillo de una cerradura grande. Se entreabrió la puerta tres dedos. En el listón de luz que formó su apertura aparecieron unas gafas y una nariz.
– ¿Quién? -dijo el de las gafas.
– Yo, la Gertrudis, con un policía. Ha pasado una desgracia.
Al oír aquello y ver a Plinio, el de las gafas cerró la puerta de un golpe seco.
– Se ha asustao el pobrecito. Si ya lo decía yo.
– ¿Qué hacemos? -le preguntó Plinio en voz baja.
– Espere usted. Estarán hablando.
Debían hablar mucho porque no abrían.
– Vuelve a llamar -ordenó Plinio.
La mujer dio los tres golpes secos, como antes. Casi en seguida volvió a abrirse la puerta y aparecieron las gafas y las narices del hombre.
– Pasa tú sola y que espere el hombre -dijo con voz silbante.
– Aguárdeme usted Manuel un momentico.
Se abrió la puerta lo justo para dejar entrar el perfil de la Gertrudis y echaron la llave en cuanto estuvo dentro.
Manuel, casi a tientas encendió un celta -no estaba la cosa para liarcaldos- y apoyado en el muro se puso de espera. La plática debía ser laboriosa. Se le enfriaban los pies y por un momento tuvo la impresión de que no iba a salir jamás de aquella tumba de don Rodrigo. Y se rio acordándose de los versos del romance de la penitencia de don Rodrigo que gustaba deformar don Rosendo, el profesor de historia del Colegio, cuando estaba de humor:
Ya me comen,
ya me comen
por do más pecado habla,
a una cuarta del ombligo
y a un jeme de la rodilla.
Aburrido echó otro celta. Le jorobaba no llevar cinturón donde enganchar los pulgares como solía ser su comodidad cuando esperaba.
Por fin, cuando ya pataleaba de frío, oyó el chirriar seco de la cerradura. La puerta se abrió tres cuartos y apareció en él la figura de Novillo, que resultó más bien alto, cenceño, descarnado, con una chaqueta vieja y un mandil azul de artesano.
– Pase usted, haga el favor.
Era una pieza encamarada y más bien grande, con unos ventanucos alargados sobre las vigas de aire, que dejaban entrar muy poca luz. Se completaba la iluminación con dos flexos, uno cerca de una máquina de tricotar, que movía una mujer muy gorda y con lentes y el otro sobre la marquetera donde debía trabajar Novillo. En un rincón había un antiguo pupitre deble y altísimo, con banquetas arrimadas. Sobre él, pocos libros de cuentas y unos papeles abarquillados. La Gertrudis, con cara de disgusto, hacía como que miraba con mucha atención el jaleo de la máquina de tricotar que meneaba la gorda Palmira.
Apenas entró Plinio, Novillo volvió a cerrar la puerta con dos vueltas de llave y le ofreció asiento en una vieja silla de enea, que estaba en el centro mismo de la habitación como destinada a un acusado. Novillo se recostó en el borde de la marquetera y observaba a Plinio con semblante de notable desagrado. Tenía el hombre cara de ave vieja, calvo, la nariz generosa que se dijo y unas cuerdas collares de mucho relieve. El aserrín le cubría las cejas y el poco pelo que se prestaba de una a otra ladera de la cabeza.
Plinio reparó en un teléfono primitivo, de la época del tango, que había junto al pupitre; y en una máquina de escribir esquelética, cubierta con una bayeta verde oscura, que dormitaba en un rincón.
Novillo, que no rompía a hablar, que parecía estar pensando por donde salir, por fin, como anuncio cordial, ofreció de su petaca a Plinio. Liaron ambos con la pausa debida, y ya entre lumbres, le dijo Novillo después de sentarse sobre la banqueta alta de la marquetera:
– Ya me ha contado Gertrudis la desaparición de las hijas de Peláez. No sabía una palabra. Usted dirá en qué puedo servirle.
– Sólo deseo que me cuente usted lo que sepa de ellas a ver si columbro alguna pista.
– No le puedo decir cosa que le dé pistas. Las conozco de toda la vida. Su padre, precisamente, me proporcionó ei destino que tengo en este Ministerio. Y son gente muy normal y buena.
Novillo hablaba todavía con un dejillo madrileño de sainete antañón.
Plinio, al oír lo del «destino en este Ministerio» volvió a echar un vistazo cauteloso al montón de chapas y tablerillos que había junto a él, al aserrín que todo lo cubría, a las manos encallecidas de Novillo, al cazo de la cola que se calentaba en el hornillo eléctrico y a un banco pequeño de carpintero.
– Lo comprendo… pero en la vida de todas las personas -dijo Plinio refiriéndose a las hermanas coloradas- hay un resquicio que puede explicar muchas cosas.
– Pues que me aspen, caballero, si yo he guipao ese resquicio… Además, natural, que a mí no me contaban todos sus negocios.
– ¿Qué tipo de relación tenía usted con ellas?
– Ya le dije, vieja amistad y algún trabajillo que otro que nos encargaban para ellas o para sus amistades. Ellas querían mucho a cuantos tratamos a sus padres… Querían y quieren, porque nada demasiado malo puede haberles ocurrido.
– ¿Usted sabe que las señoritas Peláez ocultaban una pistola que se llevaron en su última salida?
– ¿Cómo? -saltó la Gertrudis que no perdía ripio.
– ¿Eh, no lo sabía usted, Novillo? -continuó el guardia sin hacer caso a la asistenta.
– No señor, ni idea. ¿Por qué iba a saberlo?
– ¿Y dónde estaba esa pistola? -volvió a preguntar la Gertrudis con las manos en las caderas y aproximándose a Plinio.
– Parece mentira que no lo sepas. Debajo del colchón de una de las camas de tus señoritas.
– ¡Ángela María! -respiró la Gertrudis-. ¡Cómo lo iba yo a saber entonces! Yo en jamás de los jamases toqué sus camas. Ni sus camas ni sus cosas de comer. Ellas no dejaban que se acercase nadie a sus apaños de cuerpo y boca. ¡Menudas son! Limpias y relimpias hasta la asquerosidad.
– Bien, pues esa pistola no está en su sitio. Sólo queda la caja donde la guardaban.
– ¿Y quién sabía lo de la pistola? -tornó la asistenta con ojos astutos.
– Su primo José María Peláez -contestó Plinio de mala gana.
– Pues nada, ya digo, de las pistolas ni idea -se defendió Novillo.
– Pero usted que las conoce de tantos años, ¿no puede imaginarse qué causa podía echarlas a la calle a toda prisa y con una pistola en el bolso?
– Ese tipo de reacciones no le va a su buen natural… A ver si es que les pusieron un anónimo pidiéndoles dinero…
Plinio lo miró algo sorprendido.
– Sí -siguió el funcionario marquetero-, a lo mejor fueron a llevar la tela a donde les decía el anónimo, y zas, que las atraparon.
Plinio, reaccionó y movió la cabeza escéptico.
– No se ha notado falta de dinero en la casa ni en los bancos.
– Pero, señor mío -exclamó Novillo satisfecho de su perspicacia-, a esas cosas no se lleva parné; se llevan recortes de periódico en un sobre.
– ¿Las cree usted tan valientes como para ir a hacerles frente a los del anónimo?
– Pues oiga, no me extrañaría. ¿Y a ti, Palmita? -dijo mirando a la gorda tricotadora y secretaria, que oía embobada con la máquina en reposo.
– A mí tampoco, que nerviositas son muy nerviositas y echadas para adelante.
– Ni a mí -terció la Gertrudis-, que a veces son polvorilla pura.
– Ya oye usted -ratificó el marquetero bastante satisfecho-. Hay mayoría.
Plinio se pasó la mano por la barba y quedó mirando al vacío con los ojos entornados. Por fin meneó la cabeza y dijo:
– Cuando a uno le piden dinero por un anónimo y no lo quiere dar, avisa a la policía o dice a alguien donde va.
– ¿Y si quien lo pide es un sujeto, o puede ser un sujeto que a ellas no les interesa publicar? -abundó Novillo ya en plan sabuesísimo.
– ¿Por ejemplo? -le atacó Plinio mirándole a los ojos.
– Hombre… por ejemplo… yo no sé. Es un suponer. No es que apunte yo que ellas tienen un tapadillo. Usted comprenda.
– Es que la reacción que usted dice vale a base que me indique la persona o personas que podían provocarla.
– Yo, que quiere usted, muy amigo muy amigo, pero sus últimos secretos, si es que los tienen, ni idea. Comprenda.
– Bien -remitió Plinio-. Yo lo que deseaba, amigo Novillo, es conocerle y estar en contacto con usted. Le ruego que haga memoria a ver si le surge algún recuerdo que pueda dar una miaja de luz… Vendré a verle alguna que otra vez.
Novillo se pasó la mano por la nuca, miró con fijeza al Jefe y añadió:
– Yo tendré mucho gusto en ver al señor cuando lo desee… Pero en otra parte. Me llama usted a uno de estos dos teléfonos, y voy donde diga. Se lo agradeceré mucho, de verdad. -Y le escribió un papel.
– Está bien -dijo Plinio echando una mirada comprensiva a la marquetera- si lo necesito le telefonearé a uno de estos teléfonos… con tres llamadas.
– El de abajo es el de mi casa.
– Vamos Gertrudis.
Dio Plinio la mano a Novillo y guiados por la astuta asistenta volvieron al laberinto.
– No sabe usted cómo se han puesto los dos conmigo por haberle traído aquí. Aunque les he dicho que usted era policía y que me había obligado, por pocas me muerden… Claro, no quieren que nadie les descubra el chollo -dijo la Gertrudis mientras llevaba a Plinio por aquel dédalo ministerial.
– ¿Y llevan así mucho tiempo?
– Desde mucho antes de la guerra, oí decir a las señoritas.
– ¿Y él, está casao?
– Es viudo. Pero para mí, y que Dios me perdone, que siempre estuvo liao con la Palmira, que lleva en la oficina tanto tiempo como él.
– ¡Qué mundo, Dios mío! -comentó Plinio cuando ya llegaban a parte frecuentada.
Plinio dijo a la Gertrudis que volviera a la limpieza del piso y estuviese atenta por si daban algún recado, que él iría después. Y cuando desapareció la mujer por la boca del metro, echó a andar a lo lobo, calle adelante, recreándose en su propia desgana, en su nostalgia del pueblo. Nostalgia infantil que en el fondo le daba risa. Al mismo tiempo se sentía excitado. Claro que era como una excitación histórica, no referida a hembras actuales, sino a otras que llevaba en el imaginero desde los años de su mocedad. Mozas vendimiadoras y de cuneta. Entre cales lumbreras… en «Quitamiedos»…
Una siesta lejana en el Atajadero. Callejones oscuros de su época de soldado.
Las mujeres salían de las tiendas, tan orondas, tan ausentes de lo absoluto, de la verdadera murga que es la vida. Siempre pegadas a su hoja de morera, con sus ideas pequeñitas sonándoles en la cabeza, como las perras en una alcancía de barro.
Y vio una cafetería muy lujosa, grandísima y solitaria. Entró sin pensarlo. Se apoyó en la barra y pidió un cortado. Una musiquilla de fondo parecía anunciar que de allí a poco iba a ver baile o cosa así. Le gustó aquella paz. Sólo estaban las gentes que servían vestidas de amarillo verdoso.
Le pareció que ya llevaba meses en Madrid. Que fue en otra estación del año el viaje en el coche de línea, junto a doña María de los Remedios, la del climaterio, la del vello rubio sobre el labio golosón. Junto a Caracolillo Puro, el de las desavenencias del sexo y el sombrero cordobés.
Repitió el café y acabó por sentirse cercado, pero no por la gente, como cuando el desayuno, sino por la indiferencia de los pocos que tenía alrededor. No se acostumbraba a que no «lo viesen», a no hacer bulto -como él decía… «Tiene uno metido el pueblo hasta las cañas de los huesos, hasta el último rodal del pecho. Soy un paleto de cuerpo entero, un paleto aterido por aquel aire, aquellas voces, aquellos ojos y aquellos alientos. No hay tierra buena ni mala. No hay más que la de uno. Con la tierra pasa lo que con la madre o con los hijos. El que vive lejos de sus solares vive con medio corazón perdido. Le falta ese anclaje profundo del terreno que todavía no se sabe qué es.»
Salió. Anduvo mucho rato mirando escaparates, echando ráfagas de ojos a ciertas maduronas que salían de las peluquerías con los cuellos tiesos. Ya en la calle de Prim, donde está la Organización Nacional de Ciegos, se tropezaba con invidentes por todos lados que pedían que les ayudasen a cruzar la calle, que les tomasen un taxi, y ofrecían sus tiras «iguales», con voces sostenidas, monótonas. Voces no alteradas por reflejos de imágenes ni luces. Voces mecánicas para ser escuchadas por ellos mismos, como una cayada más que les comunicaba con el exterior. Los ciegos vocean desde lo absoluto, llamando a otras tinieblas. Las suyas son voces «solas», que no esperan respuesta de gestos o de ojos. Voces rápidas, insistentes, que contienen algo más que el mero texto de su pregón. Avisos articulados de su presencia, de su estar. Testimonios para ellos mismos de que están fuera, de que están a la vista de otros, de que hacen bulto y no están solos en la tiniebla.
La monorrimia de las voces de los ciegos que venden es como la luz de un faro marino. Las voces de los videntes sufren interrupciones y desganas, son arrítmicas, a cada nada interrumpidas por la imagen, el estupor, el sueño, la pincelada cómica, el saludo. Son voces con ojos. Los ciegos, por no ver ni verse, emiten unas voces sin colores, sin tonos, ni semitonos; sin agudos ni calderones. Voces abstractas de un disco rayado, en la cámara negra.
Plinio sentía una escalofriante ternura por aquellos ciegos. Admiraba su conformidad, que desde la luz parece imposible. Y pensaba en las extrañas reservas que la naturaleza tiene para reemplazar la parte del mundo que nos llega por los ojos. Cuando los veía reír, contarse sus cosas dándose manotadas, salir abrazados y eufóricos de la taberna El Saúco, intentaba adivinar cuál era el repertorio de sus sensaciones, de sus imágenes inventadas, de sus percepciones por el camino de los otros sentidos. No sentía lástima de los ciegos, sí cariño, sí ávida curiosidad; deseo de llegar a su mundo, suyísimo, creado por antenas impensables.
Ya en la calle del Barquillo todavía le dio pereza volver al trabajo, al piso de las hermanas coloradas. ¿Qué iba a hacer en él? No se le ocurría ninguna operación.
Le daba hastío continuar llamando a los números que traía el cuadernillo, del que hasta ahora tan poco sacó en limpio. Entró en la cafetería Riofrío para alargar la mañana con otro cortao.
Se sentó en una mesa que había vacía junto al ventanal, pidió el café y quedó mirando la melancólica calle de los ciegos. «El mundo -rumiaba con los párpados blandos y el gesto leve- es un turbio mapa de calles de ciegos, una red infinita de cegueras, de obras y voces de ciegos. Cada uno somos ciegos a nuestro modo y manera. Tenemos ojos y sensibilidades para unas cosas y somos piedra total para otras. Tenemos luces milagrosas para canalesy venas de agua que otros no ven e ignoramos las arterias y canales que son maestros para tantos… Cada cual somos vaso de alguien que de verdad ignoramos en gran parte. Semejes de unos vecinos que nos metieron en los entrehilos de la carne al darnos el ser. Morada de un sujeto con muchas partes de su rostro, oscuras. Con muchos movimientos de sus manos, ignorados… Somos espectadores deficientes de nosotros mismos, semiciegos de nuestra total hechura.»
Un ciego joven y una moza ciega se pararon junto al ventanal donde Plinio tomaba café. Hablaban los dos a la vez. No podía oírlos. Se habían encontrado sin verse, se habían encontrado oliéndose, se habían reconocido por el sonar del bastón y se pararon justo donde debían, a la distancia que era menester y uno frente a otro, empezaron a hablar a la vez. Ahora, sin dejar sus báculos blancos, suavemente, muy suavemente, se acariciaban las manos con las puntas de los dedos, con la superficie apenas de las yemas de los dedos, sin dejar de hablar los cuatro labios, los cuatro ojos alzados, como si esperasen del cielo el reflejo de la figura que cada cual tenía ante sí. Era tierno verlos detrás del cristal, hablando a la vez, como dos pájaros pían, con los tactos rozados y los ojos arriba. Hablaban menudo, medio riéndose, con las caras muy juntas, seguros de su gracia y de su sol, ausentes de ser un espectáculo sin réplica posible… Hubo un momento en que la mano de él empezó a palpar el brazo de ella suavemente, temblorosa, a ras de tejido. Ella se la tomó con una levedad imposible, la subió hasta sus labios y no se sabía si le daba besos muy delgados o es que no dejaba de hablar, ahora a la mano, a las orejillas de los poros de la mano… O si meneaba los labios para besarle y hablarle junta, estremecidamente a la vez. Plinio se abstrajo un momento de emoción y cayó en la cuenta por primera vez que el cieguecillo y la cieguecilla, sobre todo él, eran feos. Muy jóvenes y feos. Delgados. Él, con un cuello muy largo y la nariz geométrica; ella, rosada de tez y pelirroja. Pero por su divina ceguera estaban más allá de estos obstáculos, de esos inconvenientes de normales, de videntes. Si eran ciegos de nacimiento, ¿cómo se imaginaban la belleza? ¿Cómo se «veían» el uno al otro? ¿Qué clase de hermosura creaba, dibujaba, metía por los poros del corazón el mero tacto y la palabra mera? Allí estaban ungidos como los amantes puramente visuales, atados por sus hilos sin luz, ella besándole, hablándole en la mano, con el filo de la boca apenas; él, en un extraño trance de sonrisa, sin dejar de mover los labios, como en rezo, que se le iba por la cara arriba hasta aquel imaginero de dulzuras que él se sabía, que el cielo se sabía… Les faltaba el don de ver lo bello… que puede imaginarse por los delgados hilos del corazón, de su ternura, de sus poros en flor. Pero también les falta -y es suerte- ocasión de ver lo feo, tanta fealdad como hay en el mundo, tanto horror, tortura y formas heladas, como hay en los seres que ven y hablan mirando. Viejo tema, ahora concentrado en la calle de Prim.
A Plinio le dio el patatús del deber. Era un esclavo del deber, de sus deberes. Aunque no tuviese nada que hacer, siempre estaba pensando en lo que debía hacer. Madrid, el espectáculo desilusionador, vital, nostalgiador, modorro y excitante de Madrid, a veces, demasiadas veces, le mandaba al cielo el santo de su preocupación profesional, de su pudor de Jefe de la G.M.T. Pero no podía dejarse vencer por tanto desvío, por tantas blanduras y divagaciones de situación… Debía averiguar qué pasó con las hermanas Peláez, había que hallarlas vivas o muertas, como con toda razón pedía don Lotario. Y en un rasgo de energía, pagó el café y se echó a la calle. No pudo resistir la tentación de aproximarse a la pareja de ciegos enamorados y escuchar lo que hablaban. De cerca, sin el cristal por medio, le parecieron menos importantes, más estrechos y bajos, más color de cosa. No entendió nada. Hablaban con una especie de siseo, de palabras jabón, ovaladas, como una carcamusa de besos y suspiros. De pronto callaron y tensaron sus caras. Debían haber advertido su sombra, su respiro, el sol que les quitaba. La caricia quedó suspendida y los ojos con los párpados caídos. Todo el cuerpo de ellos escuchaba, esperaba la marcha de una sensación extraña y molesta. Plinio cruzó a la esquina de enfrente. Desde allí vio que en seguida se calentó el gesto de la pareja y volvían a moverse sus labios, a alzarse los ojos, a besar los dedos a los dedos. Con las manos en la espalda marchó hacia la casa de las hermanas Peláez.
Rezaba en la puerta que la casa tenía más de cien años. Por aquellas escaleras anchas y bajas, en tan largo tiempo, habrían subido legiones de muertos, de inquilinos ya del arrabal, del más allá de esta temporada. Subieron o bajaron pensarosos, el último día, mirando al suelo, con la mano casi transparente sobre el pasamanos. Carteros con bigotes, a cuestas el morral de los papeles; mujeres haldoneando con disnea, mocitas a lo Cañabate con tacones y huellas en los muslos de dedos menestrales, de dedos señoritos; militares. Señoras con la misa y la miseria, con el reclinatorio a rastras. Unos niños marineritos que se creyeron inmortales. Cubos de la basura isabelina, con hojas de La Flaca y La Gorda y oraciones milagrosas del padre Claret. Más de un siglo tenía aquel puente de madera. Ataúdes a hombros. Un pregón que rasgaba el portal cada sábado de 1898. La vuelta del teatro tantas veces y subida de los escalones canturreando la mejor canción del último sainete. Un abrazo precipitado en ese descansillo. Tal vez el inicio de un jadeo. Y tras los desconchones de la pintura del zócalo de la escalera, sobre un paño de humedad, renacían los viejos motivos modernistas que ya vio Plinio el primer día. Los viejos inquilinos no volverían, se los llevó la parca, pero sí volvían aquellos rosetones verde-rosas, pintados cuando el siglo moría ahogado para España en las aguas de Santiago de Cuba. En el campo se borran las huellas de los que vivieron, pero en las ciudades y en las casas, obra de los hombres, todo tiende a quedar, a estar bien hecho. Todo es cocción de recuerdos, de cosas idas, de melancolías tumbarias, de desecación de las carnes e inercia de los huesos. ¿Quién se acuerda en el campo de la muerte, de los idos? Las nuevas mieses, los pámpanos a estreno, el flamante mantillo de la tierra, las margaritas que deja cada noche la varia composición de las nubes, el aire que cambia de flecha, las recientes golondrinas, como los niños, olvidan pronto lo que pasó, lo que ha ocurrido y lo aparejan todo para la techa nueva. Pero ¡ay, viejo!, en las ciudades todo es molino de nostalgias, de testimonios temerosos, escaleras por donde tantos bajaron, camas con varias generaciones de partos y estirados, cortinas de Damasco que secaron tanta lágrima furtiva, armarios con ropillas de unos niños que fueron senadores y hoy calzan el cardo borriquero en el osario… Cada generación debía estrenar una ciudad, sin el polvo del fue, sin los bidés usados, sin el recuerdo de la muerte tan bien hecho y repetido, sin esa cuerda cotosa de seda roja que sirve para librar a los balcones de las cortinas. Que cada generación tuviese su ciudad sin cementerios, con todas las cosas flamantes, como chorros de oro; sin fotografías de bigotudos sonrientes, sin esos guardapelos de rubios cuya segura calavera es tiesto de raíces. Qué escalofrío cuando se encuentran en el fondo del arca unos calzoncillos largos, color telón de cine, con cintas y un zurcido pequeñito que le hizo la bisabuela. Las ciudades, los pueblos y las casas, como los campos, debían vestirse totalmente de limpio para cada generación. Sin esas estatuas de hombres de piedra o de bronce que pasan tanto frío, que las mean de noche, que les pintan bigotes y gritos inútiles de política y protesta. Sin museos llenos de fantasmas con golas -sí, señor, estamos conformes, que están muy bien pintados-, pero que nos meten por los cráteres de los ojos: la «imagen espantosa de la muerte», las rodadas de las galeras del pasado tan triste como ahora; la molienda de tantas miríadas de cuerpos, de ansias, de amores, de envidias, de cuernos, de entierros, de duelos, de pechos marchitos, de basura humana. Sin museos chorreando temblores de jóvenes lindísimas que sonríen desde hace cuatro siglos sobre la tela de la muerte del cuadro de la vida que fue, que se ha acabado, como nosotros: el sabio, el listo, el aparvado, la reculona, el jorobado, el que fusiló, el monje onanista, el que tuvo el pene sensacional, el de la mano de siete dedos, el santo que chupaba el aire intacto, la virgen del pueblo que murió sin jamás desapartar los muslos, la maestra fornicadora que obsequió con su papo a repúblicas de orteras. Museos con mascarillas de escayola de famosos hechas un minuto después de su último sorbo de aire. Tan prietas de cara, tan juntos los labios, con los ojos cerrados con alicates. Mascarillas hechas por señores escultores académicos, ya mascarillas en otros museos llenos de vitrinas, con polvo y cartas antiguas pidiendo prestado; y condecoraciones oxidadas y cintas como hojas secas. Museos con zapatillas de las grandes bailarinas, sedas arrugaditas, pasas, con las que bailó delante del rey, su majestad, muerto de merengue también en bálsamos y hueso entre los cuatro tabiques de su regio, magnífico y dorado panteón. Museos con retratos de bufones de culo muy bajo, de sonrisa de cacho de tierra y dientes forjados de azufre negruzco. Cuadros de batallas inútiles, de soldados que vocean por causas que Dios no recuerda. Batallas de muertos y caballos heridos, de espadas simplísimas, con crepúsculos de cuajaron, igualitos que los de ahora, sobre aquellos hombres tan raros con plumas y lanzas y males gálicos en sus chorras sucísimas por amores con mozas de risa, qué leche. O ese señor rey pintado en un cuadro, tan negro, tan pegado ferozmente a unas ideas-pasiones que ya son puro flato, mandanga podrida, verdín de los cantos. Reyes que murieron mordidos de gatos o a lavatibazos o a sangrías rarísimas, con vómitos pardos, con la barba sucia, con el pecho cubierto de falsas reliquias, con el culo viejo a la vista de los ojos tristes, de los rostros pálidos de los cortesanos. Jodiendas arcaicas pintadas en telas enormes, con disimulo y metáfora, de ojos perdidos y vientres de trigo y pechos que cantan romances antiguos. Pero no el pecado, ni espasmos, ni gritos rompiendo la noche, ni sexo caliente, ni sudor de axilas, sino muerte muerte. El pobre hombre siempre tiende al recuerdo, a hacer vivir lo que fue, para hacerse la ilusión de que así no se morirá del todo… Y conserva cuadros de bodegones con manzanas que se comió un gorrino del Renacimiento o asquerosas piezas de caza muertas, cuello abajo, color corteza de árboles. O perros mastines de hace muchos siglos, pero que no dan lástima, porque ellos no se ven en museos ni tienen cómodas antiguas con rabos de sus antepasados, ni les importa lo que son ni si hubo ayer. Son vidas perfectas, metidas entre el hocico y el rabo, siempre iguales, sin más allás metafísicos ni más acás futuriles. Como decía Braulio. Eso debían ser las vidas buenas, ser lo que se es, sin memorias ni esperanzas, resueltas en sí mismas, como cosa que se siente y no se piensa, que es sólo lo que está en uno aquí y ahora. Gozo y dolor que no se sabe cómo empezó ni cómo acabará. Eso sí que es vida, cabrones, eso sí que es estar al pairo de la mera naturaleza, sin el sombrón desde que naces del acabarse, de la finitud, mordiéndote los sesos y los caños del corazón desde que tienes aliento. Ese solo estar sin proyecciones sí que debe ser ricura verdadera.
Cuando Plinio llegó al piso, la Gertrudis tenía retenida a Dolores Arniches, la costurera. Estaba sentada junto a la mesa camilla. Era una mujer delgada, con gafas y la mirada sin norte. Apenas saludó. Se conformaba con navegar los ojos por una zona próxima al Plinio. Gertrudis explicó que Dolores cosía en la casa un día por semana. Y el ultimo que estuvo fue cuando desaparecieron las hermanas coloradas.
– Que le cuente, que le cuente ella.
Y la Dolores empezó a contar con voz de escolar que dice su tema, inmóviles manos y ojos, sin otra vibración que la de los labios finos, resecos, de corteza de pan.
– Pues sí, señor policía, vine como todos los días a eso de las once. Me dieron el desayuno como siempre en el cuarto de costura. Y me puse a mi labor. Ellas entraban, salían, me acompañaban a ratos, decían sus cosas. Llegó la hora de la comida y también como siempre…, ya vengo aquí hace veinte años, me sirvieron en el cuarto de la costura. Siempre como sola y luego, duermo un poquitín en el sofá. Ellas también se recostarían, aunque no las vi porque no me moví de mi sitio. Hasta que si serían las tres y media de la tarde cuando sonó el teléfono. Y ahí empezó la cosa. Desde mi sitio oí que lo cogía una de ellas, no sé cuál. Que dio unos gritos de sorpresa. Por la distancia no entendí lo que dijo. Sí sé que se puso en seguida la otra, la que fuese. Y también oí que hacía ausiones y preguntas que no me llegaban. Estuve tentada de asomarme al pasillo para oír algo, pero no me atreví.
– Pero las ausiones que usted dice, ¿eran de alegría, de tristeza… o de miedo? -preguntó Plinio.
– No lo puedo decir. No eran corrientes. Más bien de extrañeza, de mucha prisa.
– ¿Y fue larga la conversación?
– No, señor, muy corta… Así que colgaron el teléfono las oí corretear por el pasillo. Debieron ir al baño -por lo que luego vi-, a arreglarse a su alcoba, las dos a la vez, todo muy ligero. También oí que hablaban entre ellas, así, precipitadas. ¿Usted me entiende? Una media hora después, pasó la señorita Alicia al cuarto de costura y, sin casi mirarme, dejó la merienda cena y la paga sobre la mesa y me dijo: «Nos tenemos que ir en seguida a un negocio urgente -dijo la palabra «negocio», me acuerdo muy bien-; cuando termines, Dolores, si no hemos venido, apagas las luces y tiras de la puerta. Hasta el lunes». No me dieron tiempo a preguntar nada. Las dos, que la señorita María la esperaba en el pasillo, salieron a buen paso, cerraron la puerta del piso… y hasta ahora, que la Gertrudis me ha contado que no volvieron.
La Dolores dio por terminada su comunicación y quedó mirando con sus ojos descentrados a los alrededores de Plinio.
– ¿No oyó ningún nombre ni palabra que pudiera darle indicio de qué «negocio» trataban?
– No señor. Ya sabe usted que el teléfono queda en la otra parte del pasillo, tan largo. Normalmente no se oye ni que hablan. Esta vez, como lo hacían con tanto acelero y extrañeza, sí que oí lo que dije.
– Y ustedes que llevan tanto tiempo en la casa, ¿no tienen una idea de quién podría llamarlas para causarles tanto desasosiego?
– Dándole vueltas a la cabeza -dijo la Dolores- estamos desde hace una hora, mire usted. ¿Quién podría ser? ¿Quién podría ser para armarles ese telele…? Porque conociéndolas, no crea usted que ellas se movían por cosa de nada. Que eran o son -Dios lo quiera- muy repensás y muy suyas para tomar determinación. Que no las mueve un pelo de aire, ni se echan a la calle por cualquier recadito. Desde luego. Debía ser un negocio muy superior el que les dijeron. Yo nunca las había visto tan nerviosas… Y cuando dieron las seis, como me quedé sin faena -siempre me estoy hasta las ocho-, me marché. Tampoco era raro que no hubieran vuelto. Y hasta hoy.
Llamaba la atención en la costurera, que cuando dejaba de hablar, se quedaba en la misma actitud que cuando hablaba. Mejor dicho, rompía a platicar y su semblante no alteraba el reposo aparte de aquel vibrar de labios que se dijo. Que los ojos seguían igual de desclavados, las manos tan quietas, la cabeza inclinadilla por tanto uso de costura y el cuerpo sin moverse; con ademán del que quiere levantarse del asiento, pero resulta que no se levanta.
Se hizo silencio. Plinio daba paseos fumeteando y moliendo el magín. Dolores en el borde del sofá, la Gertrudis con sus ojos de siempre, viva y el mohín rubricado, seguía los ires y venires del guardia, en espera de razón. Y como pasó un rato y no rompió, saltó ella:
– Si quiere usted le traigo una cervecilla, que nosotras nos vamos si no manda otra cosa.
– Andad con Dios, que yo me quedo un rato a esperar a don Lotario.
– ¿Le traigo la cerveza o no?
– No, que acabo de tomar café ahí al lado.
A eso de las dos llamó el veterinario y dijo que habían acabado muy ricamente el negocio del bidé, que ya se lo contarían de noche cómo quedaron. Lo llamaban desde Alcalá de Henares donde había ido con el Faraón a un negocio de sus vinos. Plinio quedó conforme, marchó al hotel, almorzó y después de charlar un rato con algunos paisanos en el saloncillo, ante la testigo francesa y silenciosa del perro pequinés, que ocupaba el mismo sillón de siempre, decidió echarse la siesta.
Se encontraba muy desanimado y cuando las cosas se ponen así, lo mejor es pasarse el borrador del sueño.