La vi marcharse por pura casualidad. Joe me obligó a levantarme. Vino a mi habitación una mañana que mamá estaba fuera. Tray estaba tumbado a mi lado en la cama.
– Mary -dijo.
Me di la vuelta.
– ¿Qué?
Durante un rato no dijo nada y se limitó a mirarme. A cualquier otra persona le habría parecido inexpresiva la cara de Joe, pero yo noté que le molestaba que me quedara en la cama sin estar enferma. Se estaba mordiendo la cara interior del carrillo; unos pequeños mordiscos que le tensaban la mandíbula si uno sabía dónde mirar.
– Ya puedes levantarte -dijo-. La señorita…, mamá va a arreglarlo.
– ¿Arreglar qué?
– Tu problema con ese Frances.
Me incorporé agarrando la manta para taparme, pues hacía muchísimo frío, incluso con el calor de Tray a mi lado.
– ¿Cómo va a hacerlo?
– No me lo ha dicho. Pero deberías levantarte. No quiero tener que volver a la playa.
Me sentí tan culpable que obedecí, y Tray se puso a ladrar de alegría. Yo también me sentí aliviada. Después de pasar un día en la cama estaba aburrida, pero necesitaba que alguien me dijera que me levantara antes de hacerlo.
Me vestí, cogí el cesto y el martillo, y llamé a Tray, que se había quedado conmigo en la cama y estaba impaciente por salir. Cuando el coronel Birch me lo regaló, poco antes de marcharse de Lyme para siempre, me prometió que Tray me sería fiel. Y estaba en lo cierto.
Cuando salí mi aliento formó una nube de vaho alrededor de mi cara del frío que hacía. El cielo gris amenazaba nieve. La marea estaba alta y era imposible llegar a Black Ven y Charmouth, de modo que fui en la otra dirección, donde todavía habría una franja de tierra junto a los acantilados de Monmouth Beach. Aunque casi nunca encontraba monstruos en aquellos acantilados, a veces regresaba a casa con amonites gigantescos, como los que estaban incrustados en el Cementerio de Amonites, pero desprendidos de los acantilados. Tray corría delante de mí por el paseo, haciendo ruido con sus patas sobre el hielo. A veces reculaba para olfatearme y asegurarse de que lo seguía y no volvía a casa. Era agradable estar fuera, por mucho frío que hiciera. Era como si hubiera dejado atrás una fiebre brumosa y entrado en un mundo sólido y nítido.
Al pasar por delante del extremo del Cobb vi atracado el Unity, que estaba siendo cargado para un viaje. Era algo de lo más normal, pero lo que me llamó la atención entre los hombres que corrían de un lado a otro fueron las siluetas de tres mujeres: dos con sombrero y la tercera con un inconfundible turbante con plumas.
Tray se acercó a mí corriendo y ladrando.
– Chisss, calla, Tray.
Lo cogí temiendo que miraran en mí dirección y me vieran, y me escondí detrás de un bote de remos volcado que se usaba para llevar a la gente a los barcos anclados.
Estaba demasiado lejos para distinguir las caras de las hermanas Philpot, pero vi que la señorita Margaret entregaba a la señorita Elizabeth algo que esta se metió en el bolsillo. Luego hubo abrazos y besos, y la señorita Elizabeth se alejó de sus hermanas y avanzó por el tablón que conducía a bordo, donde los hombres que corrían arriba y abajo interrumpieron su actividad, y por último apareció en la cubierta.
No recordaba que la señorita Elizabeth hubiera viajado nunca en barco, ni siquiera en una embarcación pequeña, a pesar de vivir a orillas del mar y de buscar fósiles muy a menudo en sus playas. En realidad, yo tampoco lo había hecho salvo una o dos veces. Aunque podían ir a Londres en barco, las Philpot siempre preferían ir en coche. Hay personas que están hechas para el agua y otras para la tierra. Nosotras somos personas de tierra.
Me entraron ganas de echar a correr por el Cobb y llamarlas, pero no lo hice. Me quedé detrás del bote, con Tray gimiendo a mis pies, y observé cómo la tripulación del Unity desplegaba las enormes velas y soltaba amarras. La señorita Elizabeth se quedó en la cubierta: una figura intrépida y erguida con una capa gris y un sombrero morado. Había visto zarpar barcos de Lyme muchas veces, pero no llevando a bordo a alguien que significara tanto para mí. De repente el mar me pareció un lugar traicionero. Me acordé del cuerpo de lady Jackson, arrastrado años antes por el mar desde un buque naufragado, y me entraron ganas de gritar a la señorita Elizabeth para que volviera, pero era demasiado tarde.
Procuré no angustiarme y ocuparme de mis cosas. No busqué en los periódicos noticias de naufragios, ni referencias a la llegada del plesiosaurio a Londres ni a las dudas de monsieur Cuvier respecto al animal. Sabía que era poco probable que esto último apareciera en la prensa, pues para la mayoría carecía de importancia. Había ocasiones en que deseaba que el Western Flying Post se hiciera eco de las cosas que a mí me preocupaban. Quería ver titulares como «La señorita Elizabeth Philpot ha llegado sana y salva a Londres»; «La Sociedad Geológica celebra el descubrimiento del plesiosaurio de Lyme»; «Monsieur Cuvier confirma que la señorita Anning ha descubierto un nuevo animal».
Una tarde me encontré con la señorita Margaret junto a los salones de celebraciones, adonde se dirigía para jugar a whist, pues incluso en invierno jugaban una vez a la semana. A pesar del frío, llevaba uno de sus anticuados turbantes con plumas, que la hacían parecer una solterona avejentada y excéntrica con un extraño sombrero. Eso lo pensaba incluso yo, que había admirado a la señorita Margaret toda mi vida.
Cuando le di los buenos días, se sobresaltó como un perro al que le pisan el rabo.
– ¿Sabe…, sabe algo de la señorita Elizabeth?
La señorita Margaret me miró extrañada.
– ¿Cómo sabes que se ha ido?
No le dije que la había visto embarcar.
– Todo el mundo lo sabe. Lyme es demasiado pequeño para guardar secretos.
La señorita Margaret suspiró.
– No hemos recibido carta de ella, pero hace tres días que no funciona el correo porque las carreteras están en muy mal estado. Nadie ha recibido cartas. Sin embargo, un vecino que acaba de venir de Yeovil ha traído un ejemplar del Post con la noticia de que el Dispatch encalló cerca de Ramsgate. Es el barco que zarpó antes que el de Elizabeth. -Se estremeció, y las plumas de avestruz de su turbante temblaron.
– ¿El Dispatch? -grité-. ¡Pero si es el que lleva el plesiosaurio! ¿Qué le ha pasado?
Tuve una terrible visión: mi espécimen se hundía en el fondo del mar y desaparecía para siempre; todo mi trabajo, además de las cien libras del duque de Buckingham, perdido.
La señorita Margaret frunció el entrecejo.
– En el periódico ponía que los pasajeros y el cargamento están a salvo y que los están transportando a Londres por tierra. No hay por qué preocuparse…, pero podrías pensar en los que iban a bordo antes que en el cargamento, por muy valioso que sea para ti.
– Desde luego, señorita Margaret. Desde luego que pienso en esas personas. Dios las bendiga. Pero me pregunto dónde está mi… el plesi… del duque.
– Y yo me preguntó dónde está Elizabeth -añadió la señorita Margaret con los ojos inundados de lágrimas-. Sigo pensando que no deberíamos haberla dejado subir a ese barco. Si es tan fácil encallar como le sucedió al Dispatch, ¿qué habrá sido del Unity? -Estaba llorando, y le di unas palmaditas en el hombro. Pero ella no buscaba consuelo y me apartó lanzándome una mirada furibunda-. ¡Elizabeth no se habría ido de no haber sido por ti! -exclamó, antes de dar media vuelta y entrar a toda prisa en los salones de celebraciones.
– ¿Qué quiere decir? -grité mientras se alejaba-. ¡No lo entiendo, señorita Margaret!
Sin embargo, no podía seguirla hasta los salones. No era un lugar para alguien como yo, y los hombres de la puerta me dirigían miradas poco amistosas. Me quedé cerca, con la esperanza de vislumbrar a la señorita Margaret por la ventana salediza, pero no apareció.
Así fue como me enteré de que la señora Elizabeth se había marchado a Londres por mí. Pero no supe por qué hasta que la señorita Louise vino a explicármelo. Casi nunca visitaba nuestra casa, ya que prefería las plantas vivas a los fósiles, pero dos días después de mi encuentro con la señorita Margaret apareció en la puerta del taller, agachando la cabeza porque era muy alta. Yo estaba limpiando un pequeño ictiosaurio que había encontrado poco antes de descubrir el plesi. No estaba entero -el cráneo estaba roto en pedazos y no tenía aletas-, pero la columna y las costillas se encontraban en buen estado.
– No te levantes -dijo la señorita Louise, pero insistí en quitar los pedazos de roca que había sobre un taburete y en limpiarlo antes de que se sentara.
Entonces vino Tray y se tumbó a sus pies. No empezó a hablar de inmediato -la señorita Louise nunca había sido muy habladora-, sino que se dedicó a observar los montones de rocas colocados en torno a ella en el suelo, todos con fósiles aún pendientes de limpiar. Aunque siempre había tenido especímenes a mi alrededor, ahora había aún más, ya que se habían ido amontonando mientras preparaba el plesi. No dijo nada del desorden ni de la capa de polvo que lo cubría todo. Otros tal vez lo habrían hecho, pero supongo que ella estaba acostumbrada a la suciedad que implicaban la jardinería y los fósiles de la señorita Elizabeth.
– Margaret me ha dicho que te vio y que preguntaste por nuestra hermana. Hoy hemos recibido una carta. Elizabeth ha llegado sana y salva a casa de nuestro hermano en Londres.
– ¡Oh, cuánto me alegro! Pero… la señorita Margaret dijo que la señorita Elizabeth había ido a Londres por mí. ¿Por qué?
– Pensaba acudir a la reunión de la Sociedad Geológica para pedir a los miembros que te apoyaran contra la acusación del barón de Cuvier.
Fruncí el entrecejo.
– ¿Cómo sabe ella eso?
La señorita Louise vaciló.
– ¿Se lo han dicho los hombres? ¿Ha escrito Cuvier a Buckland o a Conybeare y ellos han escrito a la señorita Elizabeth? Ahora estarán todos en Londres hablando del tema, de… de los Anning y de lo que hacemos con los especímenes. -Me temblaban tanto los labios que no pude decir más.
– Tranquila, Mary. Tu madre vino a vernos.
– ¿Mamá? -Si bien me alivió saber que no se había enterado por los hombres, me sorprendió que mamá hubiera ido a mis espaldas.
– Estaba preocupada por ti -continuó la señorita Louise-, y Elizabeth decidió que intentaría ayudaros. Margaret y yo no entendíamos por qué tenía que ir en persona en lugar de escribirles, pero insistió en que era mejor.
Asentí con la cabeza.
– Tiene razón. Los hombres no siempre responden enseguida a las cartas. Mamá y yo lo hemos comprobado. A veces me paso un año entero esperando una respuesta. Cuando quieren algo se dan prisa, pero pronto se olvidan de mí. Cuando yo quiero algo… -Me encogí de hombros, y a continuación negué con la cabeza-. No puedo creer que la señorita Elizabeth haya ido hasta Londres en barco por mí.
La señorita Louise no dijo nada, pero me miró tan fijamente con sus ojos grises que tuve que bajar la vista.
Unos días más tarde decidí ir a Morley Cottage para pedir perdón a la señorita Margaret por haberle arrebatado a su hermana. Llevé una caja llena de peces fósiles que había estado guardando para la señorita Elizabeth. Sería mi regalo para cuando volviera. Ese momento tardaría en llegar, pues era probable que se quedara en Londres para su visita anual de primavera, pero era un alivio saber que los peces estarían allí esperando su regreso.
Con la caja en brazos recorrí Coombe Street y subí por Sherborne Lañe y hasta lo alto de Silver Street, maldiciéndome por ser tan generosa, pues pesaba mucho. Sin embargo, cuando llegué a Morley Cottage la casa estaba cerrada a cal y canto; las puertas tenían la llave echada, las persianas estaban bajadas y no salía humo de la chimenea. Llamé a la puerta principal y a la trasera durante un buen rato, pero no hubo respuesta. Cuando volvía a la parte delantera para mirar por la rendija de las persianas salió una vecina de las Philpot.
– Es inútil que mires -dijo-. No están aquí. Se fueron ayer a Londres.
– ¡A Londres! ¿Por qué?
– Fue muy repentino. Se enteraron de que la señorita Elizabeth ha enfermado y lo dejaron todo para irse.
– ¡No!
Cerré los puños y me apoyé contra la puerta. Al parecer siempre que encontraba algo perdía otra cosa. Encontré un ictiosaurio y perdí a Fanny. Encontré al coronel Birch y perdí a la señorita Elizabeth. Encontré la fama y perdí al coronel Birch. Ahora que creía haber vuelto a encontrar a la señorita Elizabeth, la perdía de nuevo, tal vez para siempre.
Me negaba a aceptarlo. El trabajo de mi vida consistía en hallar huesos de animales que se habían perdido. No podía creer que no fuera a encontrar de nuevo a la señorita Elizabeth.
No llevé la caja con fósiles de vuelta a Cockmoile Square, sino que la dejé en el jardín de la señorita Louise, junto al gigantesco amontes que la señorita Elizabeth había traído con mi ayuda de Monmouth Beach. Estaba segura de que un día los examinaría cuidadosamente y elegiría los mejores para su colección.
Quería subir a la siguiente diligencia con destino a Londres, pero mamá no me dejó.
– No seas boba -dijo-. ¿Cómo podrías ayudar tú a las Philpot? Les harías perder el tiempo atendiéndote a ti en lugar de a su hermana.
– Quiero verla y pedirle perdón.
Mamá chasqueó la lengua.
– Hablas como si se estuviera muriendo y quisieras hacer las paces con ella. ¿Crees que estando allí con la cara larga y pidiéndole perdón la ayudarás a ponerse bien? ¡La mandarás a la tumba más rápido!
Yo no me lo había planteado de aquel modo. Era un razonamiento raro pero sensato, como mi madre.
De modo que no fui, pero juré que un día viajaría a Londres solo para demostrar que podía hacerlo. Mamá escribió a las Philpot para preguntarles si había novedades, pues su letra resultaría menos ofensiva a la familia que la mía. Yo quería preguntar también por la acusación de Cuvier y la reunión de la Sociedad Geológica, pero mamá se negó, porque no era de buena educación pensar en mí en un momento como ese. Además, eso recordaría a las Philpot el motivo por el que la señorita Elizabeth había viajado a Londres y se enfadarían conmigo otra vez.
Dos semanas después recibimos una carta breve de la señorita Louise, en la que nos informaba de que la señorita Elizabeth ya había pasado lo peor. Sin embargo, la neumonía le había debilitado los pulmones, y los médicos opinaban que no podría vivir en Lyme debido al aire húmedo del mar.
– Tonterías -dijo mamá con un resoplido-. ¿Por qué vienen entonces tantos turistas, si no es por el aire y el agua del mar, que tan buenos son para la salud? Volverá. Es imposible mantener a la señorita Elizabeth lejos de Lyme.
Después de haber desconfiado durante años de las Philpot de Londres, ahora mamá era su mayor defensora.
A pesar de lo convencida que parecía mi madre, yo no estaba tan segura. Me alegraba de que la señorita Elizabeth hubiera sobrevivido, pero al parecer la había perdido de todas formas. Sin embargo, poco podía hacer yo, y una vez que mamá hubo escrito para decir lo mucho que nos alegrábamos todos, no volvimos a tener noticias de las Philpot. Tampoco supe qué había sido de monsieur Cuvier. No me quedó más remedio que vivir con la duda.
A mamá le gusta repetir el viejo refrán que dice que siempre llueve sobre mojado. Yo no estoy de acuerdo con ella en lo referente al tiempo. He ido a la playa durante años y años en días en los que el suelo ni siquiera se mojaba porque caían cuatro gotas de vez en cuando, y el cielo no acababa de decidir qué quería hacer.
Sin embargo, en el caso de las curis tenía razón. Podíamos ir a la playa durante meses y años sin encontrar ningún monstruo. Podíamos sentirnos humillados de lo pobres que éramos, el frío y el hambre que pasábamos, y lo desesperados que estábamos. Otras veces, en cambio, encontrábamos más de las que necesitábamos o más de las que podíamos abarcar. Eso fue lo que ocurrió cuando llegó el Frances.
Fue uno de esos espléndidos días de finales de junio en los que sabes por el sol y la brisa cálida que por fin ha llegado el verano y puedes empezar a despedirte de la opresión en el pecho que te ha tenido todo el invierno y la primavera luchando contra el frío. Estaba en las cornisas rocosas de Church Cliffs extrayendo un estupendo ejemplar de Ichthyosaurus tenuirostris; eso lo sé ahora porque los hombres han identificado y puesto nombre a cuatro especies, y las reconozco de un vistazo. No tenía cola ni aletas, pero sí unas vértebras muy juntas y una quijada larga y estrecha que acababa en punta, con unos dientes pequeños y finos que se encontraban intactos. Mamá había escrito al señor Buckland para pedirle que informara al duque de Buckingham, quien sabíamos que quería un icti para que hiciera compañía al plesi.
Alguien se acercó a mí mientras trabajaba. Estaba acostumbrada a que los turistas se plantaran a mi lado para ver lo que hacía la famosa Mary Anning. A veces les oía hablar a cierta distancia. «¿Qué crees que ha encontrado? -decían-. ¿Es uno de esos animales? ¿Un cocodrilo o, qué fue lo que leí, una tortuga gigante sin caparazón?»Aunque sonreía para mis adentros, no me molestaba en corregirlos. A la gente le costaba entender que en el mundo habían vivido animales que ni siquiera podían imaginar y que ya no existían. Yo había tardado años en aceptar la idea, incluso habiendo visto las pruebas claramente con mis propios ojos. Aunque ahora que había encontrado dos tipos de monstruos me respetaban más, la gente no iba a cambiar de opinión tan solo porque Mary Anning se lo dijera. Era algo que había aprendido acompañando a los turistas curiosos. Querían encontrar tesoros en la playa, querían ver monstruos, pero no querían reflexionar sobre cómo y cuándo habían vivido esas criaturas. Tales pensamientos les llevarían a poner en tela de juicio su idea del mundo.
El espectador se movió de tal forma que tapó el sol y su sombra se proyectó sobre el icti, y tuve que alzar la vista. Era uno de los corpulentos hermanos Day; Davy o Billy, no sabía cuál. Dejé el martillo, me limpié las manos y me levanté.
– Siento molestarte, Mary -dijo-, pero Billy y yo queremos enseñarte algo en Gun Cliff.
Miraba el acti mientras hablaba, inspeccionando mi trabajo, supongo. Con los años había mejorado mi técnica para sacar especímenes de la roca y ya no necesitaba que los Day me ayudaran tanto, salvo a veces para llevar losas de piedra al taller.
Sin embargo, valoraba su opinión, y me alegró ver que parecía satisfecho con lo que había hecho hasta entonces.
– ¿Qué habéis encontrado?
Davy Day se rascó la cabeza.
– No lo sé. Una de esas tortugas, a lo mejor.
– ¿Un plesi? -dije-. ¿Estás seguro?
Davy desplazó el peso del cuerpo de un pie al otro.
– Bueno, podría ser un cocodrilo. Nunca he sabido qué diferencia hay.
Los Day habían empezado a extraer piedras de la caliza liásica y a menudo encontraban cosas en los salientes rocosos de Lyme. No les interesaba saber qué desenterraban. Sabían que ellos y yo ganábamos dinero, y eso era lo único que les importaba. La gente solía acudir a mí para que les ayudara con lo que encontraban. Normalmente se trataba de un trozo de icti: una quijada, unos dientes, unas cuantas vértebras fusionadas.
Recogí el martillo y la cesta.
– Quédate aquí, Tray -ordené chasqueando los dedos y señalando el lugar.
Tray vino corriendo de la orilla, donde había estado persiguiendo las olas. Enroscó su cuerpo blanco y negro hasta hacerse un ovillo y apoyó la barbilla sobre una roca que había al lado del icti. Era un perrito manso, pero gruñía cuando alguien se acercaba a uno de mis especímenes.
Doblé el recodo que ocultaba Lyme a la vista siguiendo a Davy Day. El sol iluminaba las casas apiñadas en la colina y el mar era plateado como un espejo. Los barcos amarrados en el puerto se hallaban esparcidos como palos, abandonados tal como el agua los había dejado en el fondo al bajar la marea. Mi corazón rebosaba de cariño por esas imágenes. «Mary Anning, eres la persona más famosa de este pueblo», me dije. Sabía bien que estaba demasiado llena de orgullo y que tendría que ir a la capilla para pedir perdón por mis pecados. Pero no podía evitarlo: había recorrido un largo camino desde que la señorita Elizabeth contrató por primera vez a los Day para que nos ayudaran, muchos años antes, cuando yo era joven, pobre e ignorante. Ahora la gente venía a visitarme y escribía sobre lo que yo encontraba. Resultaba difícil no volverse engreída. Incluso los vecinos de Lyme se mostraban más simpáticos conmigo, aunque solo fuera porque atraía a los turistas y a un número mayor de clientes.
Sin embargo, había una cosa que evitaba que me hinchara demasiado, una espinita que llevaba clavada en el corazón. Encontrara lo que encontrase, y dijeran lo que dijesen de mí, Elizabeth Philpot ya no estaba en Lyme para compartirlo conmigo.
– Es aquí.
Davy Day señaló el lugar donde estaba sentado su hermano con un trozo de empanada de carne de cerdo en la manaza. A su lado había un montón de piedra cortada sobre un armazón de madera que usaban para transportarla. Billy Day alzó la vista con la boca llena y lo saludé con un gesto de la cabeza.
Me sentía un poco incómoda con él desde que se había casado con Fanny Miller. Billy no decía nada, pero a menudo yo me preguntaba si Fanny pronunciaría palabras duras sobre mí delante de él. No tenía celos de ella precisamente; los picapedreros no se consideran un buen partido para ninguna mujer, salvo para las más desesperadas. Aun así, su matrimonio me recordaba que mi situación era peor y que nunca me casaría. Fanny disfrutaba constantemente de lo que yo solo había experimentado una vez con el coronel en el huerto. Tenía la fama para consolarme, y el dinero que proporcionaba, pero nada más. No podía odiar a Fanny, pues yo tenía la culpa de que estuviera lisiada, pero ya no podía mostrarme cordial con ella ni sentirme cómoda en su presencia.
Eso mismo me ocurría con muchas personas de Lyme. Había fracasado. Nunca sería una dama como las Philpot; nadie me llamaría nunca señorita Mary. Sería simple y llanamente Mary Anning. Aun así, tampoco era como las demás personas trabajadoras. Estaba en medio, y siempre lo estaría. Eso me hacía sentir libre, pero también sola.
Por fortuna los salientes rocosos me proporcionaron muchas cosas en las que pensar aparte de mí. Davy Day señaló una piedra, y al inclinarme distinguí una hilera muy clara de vértebras de casi un metro de largo. Era tan evidente que me eché a reír. Había estado sobre aquellos salientes cientos de veces y no lo había visto. No dejaba de sorprenderme lo que se podía encontrar allí. Había cientos de cuerpos alrededor, a la espera de que un par de ojos perspicaces los descubrieran.
– Estábamos nevando la carga a Charmouth cuando Billy tropezó con la roca -explicó Davy.
– Tropezaste tú, no yo -afirmó Billy.
– Fuiste tú, idiota.
– Yo no…, tú.
Dejé que los hermanos discutieran y me puse a examinar las vértebras con creciente emoción. Eran más largas y gruesas que las de un icti. Seguí la hilera hasta el lugar donde debían de estar las aletas y vi suficientes indicios de la existencia de largas falanges para convencerme.
– Es un plesiosaurio -anuncié.
Los Day dejaron de discutir.
– Una tortuga -concedí, pues nunca aprenderían aquella larga y extraña palabra.
Davy y Billy se miraron y luego se volvieron hacia mí.
– Es el primer monstruo que encontramos -dijo Billy.
– Así es -asentí. Los Day habían descubierto amonites gigantescos, pero nunca un icti o un plesi-. Os habéis convertido en buscadores de fósiles.
Los Day dieron un paso atrás al mismo tiempo, como si quisieran distanciarse de mis palabras.
– Oh, no, somos picapedreros -repuso Billy-. Comerciamos con piedra, no con monstruos. -Señaló con la cabeza los bloques de piedra que debían entregar en Charmouth.
Me quedé asombrada de mí suerte. ¡Seguramente allí había un espécimen entero y los Day no lo querían!
– Entonces os pagaré el tiempo que tardéis en desenterrarlo y me lo quedaré -propuse.
– No sé… Tenemos que entregar las piedras.
– Entonces, después. Yo sola no puedo sacarlo… Como ya has visto, estoy trabajando en un ict… un cocodrilo.
No sabía si eran imaginaciones mías, pero parecía que por una vez los Day no estaban de acuerdo. A Billy le preocupaba tener algo que ver con el plesi. Me aventuré a adivinar el problema.
– ¿Vas a dejar que Fanny decida lo que debes hacer, Billy Day? ¿Acaso cree que una tortuga o un cocodrilo va a darse la vuelta para pegarte un mordisco?
Billy agachó la cabeza mientras Davy se reía.
– ¡Lo tienes calado! -exclamó Davy, y volviéndose hacia su hermano añadió-: Bueno, ¿vamos a sacar esto o vas a dejar que tu mujer te tenga cogido por las pelotas?
Billy frunció los labios como una bola de papel.
– ¿Cuánto vas a pagarnos?
– Una guinea -contesté rápidamente, sintiéndome generosa, y esperando también que la cantidad pusiera fin a las quejas de Fanny.
– Primero tenemos que llevar estas piedras a Charmouth -dijo Davy. Era su forma de decir que aceptaba.
Ahora había tantas personas en la playa buscando fósiles, especialmente en un día soleado como aquel, que tuve que ir a buscar a mamá para que vigilara el plesi a fin de que nadie lo reclamara como suyo. Los veranos eran ahora así, y la culpa era en parte mía por hacer famosas las playas de Lyme. Solo en invierno la playa quedaba desierta, pues el frío cortante y la lluvia ahuyentaban a la gente. Entonces podía pasarme el día entero allí sin ver un alma.
Los Day trabajaron deprisa y sacaron el plesi en dos días, más o menos al mismo tiempo que yo acababa de extraer mi icti. Como me encontraba muy cerca, podía ir de un lado a otro para darles instrucciones. No era un mal espécimen, pero le faltaba la cabeza. Al parecer los plesis perdían la cabeza fácilmente.
Acabábamos de llevar los dos especímenes al taller cuando mamá me llamó desde la mesa colocada en la plaza.
– ¡Mary, han venido a verte dos forasteros!
– Vaya por Dios, esto está demasiado abarrotado -murmuré.
Di las gracias a los Day y les hice salir para que mi madre les pagara, e indiqué a los visitantes que entraran. ¡Menudo espectáculo se encontraron! Los dos especímenes de monstruos estaban colocados por trozos en el suelo; ocupaban tanto espacio que los hombres apenas pudieron entrar y se quedaron en el umbral, con los ojos muy abiertos. Sentí que un pequeño rayo me recorría el cuerpo, un rayo que no podía explicar, y entonces supe que no se trataba de una visita normal y corriente.
– Disculpen el desorden, caballeros -dije-, pero acabo de traer dos animales y todavía no he tenido ocasión de colocarlos. ¿En qué puedo servirles?
Sabía que debía de estar horrorosa, con la cara manchada de barro de caliza liásica y los ojos irritados de trabajar con ahínco para sacar el icti.
El joven -no mucho mayor que yo; era atractivo, con los ojos azules y hundidos, la nariz larga y el mentón fino-reaccionó primero.
– Señorita Anning, soy Charles Lyell -dijo sonriendo-, y quien me acompaña es monsieur Constant Prévost, de París.
– ¿París? -grité. No pude contener el tono de pánico.
El Frances observó las piedras dispuestas en el suelo y luego me miró.
– Enchanté, mademoiselle -dijo haciendo una reverencia.
Si bien parecía un hombre bondadoso, con el cabello ondulado, unas largas patillas y arrugas en torno a los ojos, su voz era seria.
– ¡Oh!
Era un espía. Un espía de monsieur Cuvier que había venido a ver lo que estaba haciendo. Clavé la vista en el suelo, mirándolo como él debía de verlo. Había dos especímenes, uno al lado del otro: un icti sin cola y un plesi sin cabeza. La cola del plesi estaba separada de la pelvis y no costaría nada desplazarla para completar el icti. O bien podía coger la cabeza del icti, quitar algunas vértebras al cuello del plesi y colocar la cabeza. Quienes conocían bien las dos criaturas no se dejarían engañar, pero los idiotas tal vez se lo tragaran. Dadas las pruebas que tenía delante, era bastante fácil que monsieur Prévost llegara a la conclusión de que me disponía a unir los dos monstruos incompletos para formar un tercer monstruo entero.
Necesitaba sentarme, abrumada por lo repentino de la situación, pero no podía delante de aquellos hombres.
– Los reverendos Buckland y Conybeare le mandan recuerdos -continuó Charles Lyell, sin saber que estaba echando leña al fuego al mencionar sus nombres-. Fui alumno del profesor Buckland en Oxford y…
– Señor Lyell, señor… monsieur Prévost -lo atajé-, les aseguro que soy una mujer honrada. ¡Jamás falsificaría un espécimen, piense lo que piense el barón de Cuvier! ¡Y estoy dispuesta a jurarlo sobre la Biblia! No tenemos ninguna Biblia en casa… Teníamos una pero nos vimos obligados a venderla. Pero puedo llevarlos ahora mismo a la capilla y el reverendo Gleed me oirá jurarlo sobre la Biblia, si sirve de algo. O podemos ir a la iglesia de Saint Michael, si lo prefieren. El párroco no me conoce bien, pero me dejará una Biblia.
Charles Lyell trató de interrumpirme, pero yo no podía parar.
– Sé que estos especímenes no están completos, y les juro que los dejaré tal como los encontré y que no trataré de intercambiar sus partes. La cola de un plesiosaurio encajaría en un ictiosaurio, pero yo nunca haría eso. Y, claro está, la cabeza de un icti es demasiado grande para encajar en el extremo del pescuezo del plesi. No daría resultado. -Estaba farfullando, y el Frances en particular parecía perplejo.
De pronto me derrumbé y tuve que sentarme; me daba igual que los caballeros estuvieran delante. Estaba acabada. Allí mismo, ante unos desconocidos, me eché a llorar.
Aquello disgustó al Frances más que cualquier palabra. Comenzó a parlotear en su idioma, y el señor Lyell lo interrumpía a veces ha-blando también en Frances, pero más despacio, mientras yo solo era capaz de pensar en que debía decir a mamá que pagara a los Day tan solo una libra, pues había sido demasiado generosa e íbamos a necesitar todos los chelines porque no podría buscar ni vender más monstruos. Tendría que volver a las ridículas curis, los amos y los beles y las grifis de mi juventud. Y ahora ya no vendería tantas, pues había muchísimos buscadores que vendían sus propias curis. Seríamos pobres de nuevo, y Joe nunca llegaría a montar su propio negocio, y mamá y yo nos quedaríamos para siempre en Cockmoile Square y no nos mudaríamos más arriba, a un sitio con una tienda mejor. Lloré por mi futuro hasta que no me quedaron lágrimas y los hombres se callaron.
Cuando estuvieron seguros de que había terminado de llorar, monsieur Prévost sacó un pañuelo de su bolsillo, e inclinándose sobre las losas de piedra para no pisar los especímenes, me lo tendió como si fuera una bandera blanca sobre un campo de batalla de roca. Al ver que yo vacilaba, lo agitó para animarme y me dedicó una son-risita que le formó unos profundos hoyuelos en las mejillas. De modo que lo cogí y me enjugué los ojos con la tela más suave y blanca que había tocado jamás. Olía a tabaco y me hizo estremecer y sonreír, pues volvió a caer el rayo, solo un poco. Hice ademán de devolvérselo, manchado de barro, pero él no quiso aceptarlo y me indicó por señas que me lo quedara. Fue entonces cuando empecé a pensar que tal vez monsieur Prévost no era un espía. Doblé el pañuelo y me lo metí debajo de la cofia, ya que era el único sitio de la habitación que no estaba sucio.
– Señorita Anning, déjeme hablar, por favor -dijo Charles Lyell con cierta vacilación, temiendo quizá que rompiera a llorar de nuevo.
No lo hice; había acabado. Entonces me percaté de que me había llamado señorita Anning en lugar de Mary.
– Tal vez debería explicarle que nos ha traído aquí. Monsieur Prévost me acogió amablemente el año pasado cuando visité París. Me presentó al barón de Cuvier en el Museo de Historia Natural y me acompañó en expediciones geológicas por la zona. Así pues, cuando me escribió para anunciar que venía a Inglaterra, me ofrecí a llevarlo a algunos de los enclaves geológicos más importantes del sur del país. Hemos entrado en Oxford, Birmingham y Bristol, y hemos viajado hasta Cornualles y regresado pasando por Exeter y Plymouth. Naturalmente, deseábamos venir a Lyme Regís para visitarla, ir a las playas donde busca fósiles y ver su taller. De hecho, monsieur Prévost acaba de decirme que está muy impresionado por lo que ve aquí. El mismo se lo diría, pero por desgracia no habla nuestra lengua.
Mientras el señor Lyell hablaba, el Frances se acuclilló junto al ictiosaurio y deslizó un dedo por sus costillas, que estaban casi completas y bellamente espaciadas como barrotes de hierro. No podía quedarme allí sentada mientras él estaba agachado con los muslos tan cerca de mí. Cogí una cuchilla, me arrodillé junto a la quijada del icti y empecé a raspar el esquisto que tenía pegado.
– Nos gustaría examinar con mayor detenimiento los especímenes que ha encontrado, si es posible, señorita Anning -prosiguió el señor Lyell-. También nos gustaría ver el lugar del que proceden… estos ejemplares y el plesiosaurio que descubrió en diciembre. Un espécimen excepcional, con un cuello y una cabeza extraordinarios.
Me quedé paralizada. Me parecía sospechoso que sacara a colación la parte más preocupante del plesi.
– ¿Lo ha visto?
– Por supuesto. Estaba presente cuando llegó a la sede de la Sociedad Geológica. ¿No se ha enterado de lo que ocurrió?
– No me he enterado de nada. A veces me siento como si estuviera en la luna, porque apenas me entero de lo que pasa en el mundo científico. Una persona me iba a mantener informada, pero… Señor Lyell, ¿conoce a Elizabeth Philpot?
– ¿Philpot? No, no he oído ese apellido, lo siento. ¿Debería conocerla?
– No, no. -Sí, pensé. Sí, debería conocerla-. ¿Qué estaba diciendo… del plesiosaurio?
– Llegó a Londres más tarde de lo previsto -explicó el señor Lyell-, casi dos semanas después de la reunión de la sociedad en la que el reverendo Conybeare habló de él. Debe saber, señorita An-ning, que en la reunión el reverendo Buckland elogió su técnica de recogida de fósiles.
– ¿De verdad?
– Ya lo creo. El caso es que cuando por fin llegó el plesiosaurio los hombres no pudieron subirlo por la escalera porque era demasiado ancho.
– Un metro ochenta de ancho medía el armazón. Lo sé porque lo construí yo. Tuvimos que colocarlo de lado para sacarlo por la puerta.
– Desde luego. Se pasaron casi un día entero intentando subirlo a las salas de conferencias. Sin embargo, al final hubo que dejarlo en la entrada, donde muchos miembros de la sociedad acudieron a verlo.
Vi que el Frances avanzaba a gatas entre el icti y el plesi para llegar a la aleta delantera de este. Moví la cabeza en su dirección.
– ¿Lo ha visto él?
– No en Londres, pero cuando fuimos de Oxford a Birmingham, paramos en Stowe House, adonde lo ha llevado el duque de Buckingham. -El señor Lyell, aun siendo educado como correspondía a un caballero, hizo una pequeña mueca-. Es un espécimen espléndido, pero está bastante apretado entre la extensa colección de objetos brillantes del duque.
Guardé silencio, con la mano en la quijada del icti. De modo que aquel pobre espécimen iría a parar a la casa de un hombre rico, donde pasaría inadvertido entre todos los objetos de plata y oro. Me habría echado a llorar.
– Entonces ¿él.… -pregunté señalando con la cabeza a monsieur Prévost-va a decirle a monsieur Cuvier que el plesiosaurio no es falso? ¿Que de verdad tiene la cabeza pequeña y el cuello largo, y que no hemos juntado dos animales distintos?
Monsieur Prévost alzó la vista del plesi que estaba examinando con una expresión de interés que me hizo pensar que entendía nuestra lengua mejor de lo que la hablaba.
El señor Lyell me sonrió.
– No es necesario, señorita Anning. El barón de Cuvier estaba plenamente convencido de la autenticidad del espécimen antes de que monsieur Prévost lo viera. Ha mantenido abundante correspondencia sobre el plesiosaurio con varios de sus defensores: el reverendo Buckland, el reverendo Conybeare, el señor Johnson, el señor Cumberland…
– Yo no los llamaría defensores precisamente -murmuré-. Les caigo bien cuando necesitan algo.
– La respetan mucho, señorita Anning -afirmó Charles Lyell.
– Bueno.
No iba a discutir con él sobre lo que los hombres pensaban de mí. Tenía trabajo pendiente. Empecé a rascar de nuevo.
Constant Prévost se levantó, se limpió el polvo de las rodillas y habló con el señor Lyell.
– A monsieur Prévost le gustaría saber si ya tiene comprador para el plesiosaurio -explicó el señor Lyell-. Si no es así, le gustaría comprarlo para el museo de París.
Dejé la cuchilla y me acuclillé.
– ¿Para Cuvier? ¿Monsieur Cuvier quiere comprar uno de mis plesis? -Me quedé tan asombrada que los dos hombres se echaron a reír.
Mamá no tardó en hacerme bajar de la nube en la que estaba flotando. -¿Cuánto van a pagar los franceses por la curi? -preguntó en cuanto los hombres se fueron a cenar al Three Cups y pudo abandonar la mesa del exterior-. ¿Son más desprendidos o la quieren más barata que un inglés?
– No lo sé, mamá…, no hemos hablado de cifras -mentí. Ya encontraría una ocasión mejor para decirle que me interesaba tanto el Frances que había accedido a vendérselo por solo diez libras-. Me da igual cuánto pague -añadí-. Solo sé que monsieur Cuvier tiene una opinión lo bastante buena de mi trabajo para querer más. Eso es suficiente pago para mí.
Mamá se apoyó en la jamba y me lanzó una mirada maliciosa.
– Así que crees que el plesi es tuyo, ¿verdad?
Fruncí el entrecejo, pero no contesté.
– Lo encontraron los Day, ¿no? -continuó, implacable como siempre-. Ellos lo encontraron y lo desenterraron, y tú se lo compraste como el señor Buckland o lord Henley o el coronel Birch te compraban especímenes que luego decían que eran suyos. Te has convertido en una coleccionista como ellos. O en una tratante, porque se lo vas a vender a otra persona.
– Eso no es justo, mamá. He buscado fósiles toda mi vida. Y encuentro la mayoría de mis especímenes. Yo no tengo la culpa de que los Day encontraran uno y no supieran qué hacer con él. Si ellos lo hubieran sacado, lo hubieran limpiado y lo hubieran vendido, sería suyo, pero no lo querían y acudieron a mí. Yo supervisé su trabajo y les pagué por él, y ahora tengo el plesi aquí. Soy responsable de él, y por eso es mío.
Mamá se pasó la lengua por los dientes.
– Siempre te has quejado de que no tenías el reconocimiento de los hombres, que decían que las curis eran suyas después de comprártelas. ¿Significa eso que vas a decir al Frances que ponga los nombres de los Day junto con el tuyo en la etiqueta cuando lo exponga en París?
– Por supuesto que no. De todas formas, tampoco van a incluir el mío en la etiqueta. Nadie lo ha hecho nunca. -Dije esto para tratar de desviar la conversación del argumento de mi madre, pues sabía que tenía razón.
– A lo mejor la diferencia entre los que buscan fósiles y los coleccionistas no es tan grande como has dado a entender durante todos estos años.
– ¡Mamá! ¿Por qué me das la tabarra cuando acabo de recibir una buena noticia? ¿No puedes dejarlo estar?
Mamá suspiró y se enderezó la cofia preparándose para volver con los clientes de la mesa.
– Lo único que una madre quiere es ver a sus hijos bien situados. Te he visto preocupada por el reconocimiento durante todos estos años. Más valdría que te preocuparas por el dinero. Eso es lo que de verdad importa. Las curis son un negocio.
Aunque sabía que su intención era buena, me dolieron sus palabras. Sí, necesitaba que me pagaran por lo que hacía, pero ahora los fósiles eran para mí algo más que dinero: se habían convertido en una forma de vida, un mundo entero de piedra del que yo formaba parte. A veces pensaba incluso en mi cuerpo una vez que hubiera muerto y en que se transformaría en piedra miles de años después. ¿Qué pensarían de mí si me desenterraban?
Con todo, mamá estaba en lo cierto: ahora no solo me dedicaba a buscar y encontrar fósiles, sino que también los vendía, y ya no estaba claro lo que hacía. Tal vez ese era el auténtico precio de la fama.
Lo que más deseaba en el mundo era subir por Silver Street hasta Morley Cottage, sentarme a la mesa del comedor de las Philpot, llena de peces fósiles de la señorita Elizabeth, y hablar con ella. Bessy me pondría bruscamente una taza de té delante y se marcharía, y observaríamos cómo cambiaba la luz en Golden Cap. Alcé la mirada hacia la acuarela que la señorita Elizabeth había pintado de esa vista y me había regalado poco antes de nuestra discusión: árboles y casitas en primer plano, y a lo lejos, las colinas de la costa bañadas en una luz suave. No había personas en el cuadro, pero a menudo tenía la impresión de que yo estaba en alguna parte, fuera de la vista, buscando curis en la playa.
Los dos días siguientes estuve ocupada con el señor Lyell y monsieur Prévost, llevándolos a la playa para mostrarles de dónde habían salido los animales y enseñarles cómo buscar otras curis. Ninguno de los dos tenía buen ojo, aunque encontraron algunas cosas. Incluso entonces me acompañó la suerte, pues descubrí otro ictiosaurio delante de ellos. Estábamos en un saliente cercano al emplazamiento del otro icti cuando vi un trozo de quijada y unos dientes prácticamente debajo del pie del Frances. Desprendí unos pedazos de roca con el martillo para dejar a la vista el ojo, las vértebras y las costillas. Era un buen espécimen, excepto la cola, que estaba aplastada como si le hubiera pasado por encima la rueda de un carro. Confieso que fue un placer emplear el martillo para sacar a la criatura ante sus ojos.
– ¡Señorita Anning, es usted una auténtica prestidigitadora! -exclamó el señor Lyell.
Monsieur Prévost también quedó impresionado, aunque no podía expresarlo en nuestra lengua. Yo estaba encantada de que no pudiera hablar, pues de ese modo disfrutaba de su compañía sin tener que preocuparme por lo que pudieran significar sus bonitas palabras.
Los hombres querían ver más, así que fui a buscar a los Day para que desenterraran el icti mientras yo los llevaba al Cementerio de Amonites de Monmouth Beach y luego a la bahía Pinhay a buscar crinoideos. Hasta que se marcharon para dirigirse a Weymouth y Portland no tuve ocasión de trabajar en el plesi. Tendría que limpiarlo deprisa, pues monsieur Prévost pensaba partir hacia Francia al cabo de diez días. Tendría que trabajar día y noche a fin de tenerlo listo, pero merecería la pena. Así era este olido: durante meses cada día había sido igual que el anterior, aparte de los cambios de tiempo, mientras buscaba fósiles en la playa. Y de repente aparecían tres monstruos y dos desconocidos, y tenía que trabajar horas y horas para preparar un espécimen.
Tal vez porque pasaba las horas enteras en el taller hasta que el plesi estuvo acabado y los hombres se hubieron marchado, no me enteré hasta que el resto de los vecinos de Lyme ya lo sabían. Mamá me llamó a gritos una mañana desde su posición privilegiada en la mesa para que saliera.
– ¿Qué pasa, mamá? -pregunté malhumorada, y al apartarme el cabello de los ojos me manché la frente de barro.
– Es Bessy -dijo ella, señalándola con el dedo.
La criada de las Philpot caminaba por Coombe Street. Eché a correr tras ella y la alcancé cuando estaba a punto de entrar en la panadería.
– ¡Bessy! -grité.
Dio media vuelta y refunfuñó al verme. Tuve que agarrarla del brazo para evitar que se escabullera. Puso los ojos en blanco.
– ¿Qué quieres?
– ¡Han regresado! Han… ¿Se encuentran…? ¿Se encuentra bien la señorita Elizabeth?
– Escúchame bien, Mary Anning -dijo Bessy volviéndose hacia mí-. Déjalas en paz, ¿me oyes? Eres la última persona a la que quieren ver. No se te ocurra acercarte a Silver Street.
Nunca le había caído bien a Bessy, de modo que no me sorprendieron sus palabras. Solo quería averiguar si eran ciertas. Traté de descifrar su expresión mientras hablaba. Parecía preocupada, nerviosa y enfadada. No me miraba a la cara, sino que volvía la cabeza a un lado y otro, como si esperara que apareciese alguien para salvarla.
– No voy a hacerles daño, Bessy.
– ¡Sí! -masculló ella-. No te acerques a nosotras. No eres bien recibida en Morley Cottage. Estuviste a punto de matar a la señorita Elizabeth. Una noche se puso tan mala que creímos que la perdíamos. No habría pillado la pulmonía de no haber sido por ti. Y desde entonces no ha vuelto a ser la misma. ¡Así que déjala en paz! -Bessy me apartó de un empujón y entró en la panadería.
Eché a andar por Coombe Street en dirección al taller, pero al llegar a Cockmoile Square no me dirigí a la mesa tras la cual estaba mi madre, sino que me metí en Bridge Street, crucé la plaza dejando atrás los salones de celebraciones y el Three Cups, y enfilé Broad Street. Si tenía prohibido acercarme a las hermanas Philpot, quería oírlo de sus labios, no de los de Bessy.
Era día de mercado, y los puestos de venta se extendían hasta la mitad de Broad Street. El lugar estaba atestado y abrirse paso a empujones era como intentar caminar por el agua cuando sube marea. Sin embargo, seguí avanzando, pues sabía que debía hacerlo.
Con tanta gente como había tardé en verla: caminaba colina abajo con sus pasitos rápidos y la espalda erguida. Fue como divisar una forma imprecisa en el horizonte que al acercarse se transforma en el contorno claro de un barco. En ese momento sentí que el rayo me atravesaba y me paré en seco, dejando que la multitud del mercado se separara y empujara en torno a mí.
Elizabeth Philpot estaba rodeada de gente, pero iba sola, sin la compañía de sus hermanas. Estaba más flaca, casi esquelética, con su vestido malva, que ahora le quedaba holgado, y un sombrero que enmarcaba una cara delgada. Tenía más marcados los pómulos y sobre todo la mandíbula, larga, recta y fuerte como la de un icti. Pero caminaba a buen paso, como si supiera bien adonde se dirigía, y cuando se aproximó más advertí que sus ojos grises destellaban, como si una luz brillara a través de ellos. Volví a respirar, pues había estado conteniendo el aliento sin darme cuenta.
Al verme se le iluminó el rostro como Golden Cap cuando el sol lo acaricia. Entonces eché a correr apartando a empellones a la gente, aunque no parecía avanzar un solo milímetro. Cuando por fin llegué hasta ella la rodeé con los brazos y rompí a llorar delante de todo el pueblo; Fanny Miller nos miraba desde un puesto de verduras, y mamá vino a ver qué me había pasado, y todos los que antes murmuraban sobre mí a mis espaldas ahora hablaban abiertamente, y me daba igual.
No dijimos nada. Nos limitamos a abrazarnos, deshechas en lágrimas las dos, aunque la señorita Elizabeth no lloraba nunca. A pesar de todo lo que me había pasado -encontrar los ictis y plesis, ir con el coronel Birch al huerto, conocer a monsieur Prévost-, aquel fue el rayo que supuso mi mayor felicidad.
– Me he escapado de mis hermanas e iba a buscarte -dijo la señorita Elizabeth cuando por fin nos soltamos. Se enjugó los ojos-. Me alegro mucho de estar en casa. Nunca pensé que echaría tanto de menos Lyme.
– Tenía entendido que el médico le había dicho que no podía vivir cerca del mar porque tiene los pulmones delicados.
La señorita Elizabeth respiró hondo, contuvo el aliento y lo exhaló.
– ¿Qué saben los médicos de Londres del aire del mar? El aire de Londres es inmundo. Aquí estoy mucho mejor. Además, nadie puede separarme de mis peces. Por cierto, gracias por la caja de peces que me dejaste. Son una maravilla. Ven, vamos al mar. Lo he visto muy poco, porque Margaret, Louise y Bessy no me dejan salir de casa. Se preocupan demasiado por mí.
Echó a andar por Broad Street y la seguí de mala gana.
– Se enfadarán conmigo por permitírselo -dije-. Ya están enfadadas porque enfermó por mi culpa.
La señorita Elizabeth resopló.
– Tonterías. Tú no me obligaste a sentarme una noche en un rellano donde había mucha corriente, ¿verdad? Ni a ir en barco a Londres. Soy la única responsable de esas locuras. -Lo dijo como si no se arrepintiera de nada de lo que había hecho.
A continuación me habló de la reunión de la Sociedad Geológica y me contó que el señor Buckland y el reverendo Conybeare habían accedido a escribir a Cuvier, y que el señor Buckland había dicho cosas bonitas de mí a todos los caballeros reunidos, aunque no constaban en las actas. Yo le hablé de monsieur Prévost y del plesiosaurio que iba a formar parte de la colección de monsieur Cuvier en el museo de París. Era maravilloso volver a hablar con ella, pero mientras charlábamos sentía una gran inquietud, pues sabía que tenía que hacer algo difícil. Debía pedir perdón.
Caminábamos por el paseo cuando me coloqué delante de ella y la obligué a detenerse.
– Señorita Elizabeth, le pido perdón por todo lo que dije -solté-. Por ser tan orgullosa y tan engreída. Por burlarme de sus peces y de sus hermanas. Me porté fatal con usted y estuvo mal, después de todo lo que ha hecho por mí. La he echado mucho de menos durante estos años. Y cuando se fue a Londres por mí y estuvo a punto de morir…
– Basta. -Elizabeth Philpot levantó una mano-. En primer lugar, quiero que me llames Elizabeth.
– Yo… Está bien. E… Elizabeth.
Resultaba muy extraño no decir «señorita».
La señorita Elizabeth echó a andar de nuevo.
– Y no hace falta que me pidas disculpas por el viaje a Londres. Al fin y al cabo, fui yo quien decidió hacerlo. Y te estoy agradecida. Ir a Londres en el Unity ha sido la mejor experiencia de mi vida. Me cambió parabién, y no me arrepiento en lo más mínimo.
En efecto, había algo distinto en ella, aunque no sabía exactamente de qué se trataba. Era como si se sintiera más segura. Si alguien la estuviera dibujando emplearía líneas claras y firmes, mientras que antes habría empleado trazos tenues, y más sombreado. Era como un fósil que ha sido limpiado y expuesto para que todo el mundo vea cómo es.
– En cuanto a nuestra riña, yo también dije cosas de las que me arrepiento -continuó-. Tenía celos, como bien dijiste, y no solo por el coronel Birch, sino también por tus conocimientos sobre fósiles…, tu capacidad para encontrarlos y entender lo que son. Yo nunca tendré esas dotes.
– Oh.
Aparté la vista, pues me costaba sostener su mirada brillante y sincera. Con tanto andar y hablar, habíamos acabado al pie del Cobb. Las olas rompían contra él y levantaban nubes de espuma que obligaban a las gaviotas a alzar el vuelo.
– ¿Sabes qué? Me gustaría ver el Cementerio de Amonites -declaró la señorita Elizabeth-. Hace mucho tiempo que no voy.
– ¿Está segura de que puede ir tan lejos, señorita Elizabeth? No debe cansarse después de haber estado enferma.
– Deja de preocuparte. Margaret y Bessy ya se preocupan bastante. Gracias a Dios, Louise no tanto. Y llámame Elizabeth. Seguiré insistiendo hasta que te acostumbres.
De modo que seguimos caminando por la playa cogidas del brazo y hablando hasta que al final no quedó más que decir, como una tormenta que se calma, y bajamos la vista al suelo, donde las curis aguardaban a que las encontráramos