No recuerdo ni un solo momento en que no estuviera en la playa. Mamá solía decir que cuando nací la ventana estaba abierta y que lo primero que vi cuando me alzaron fue el mar. La parte trasera de nuestra casa de Cockmoile Square daba al mar, cerca de Gun Cliff, de modo que en cuanto aprendí a andar salía a las rocas con mi hermano Joe, que era unos años mayor, para que cuidara de mí y vigilara que no me ahogara. Según la época del año había muchas otras personas, unas caminando hacia el Cobb, otras mirando los barcos o acercándose a la orilla en las casetas de playa movibles, que se me antojaban una suerte de letrinas con ruedas. Algunos incluso se metían en el agua en noviembre. Joe y yo nos reíamos de los nadadores porque salían empapados, ateridos de frío y acobardados, como gatos mojados, pero ellos hacían ver que les sentaba bien. Me peleé con el mar durante años. Incluso yo, para quien los ciclos de las mareas eran algo tan natural como los latidos de mi corazón, me veía sorprendida por el avance sigiloso del mar mientras buscaba curis y tenía que vadear las aguas o trepar por los acantilados para regresar a casa. Sin embargo, nunca me bañaba a propósito, como las damas londinenses que venían a Lyme por motivos de salud. Siempre he preferido la tierra firme, las rocas antes que el agua. Doy gracias al mar por darme peces para comer y por arrancar fósiles de los acantilados o extraerlos del fondo del mar. Sin él los huesos yacerían eternamente en sus tumbas de piedra y no tendríamos dinero para la comida y la vivienda.
Hasta donde me alcanza la memoria, siempre estaba buscando curis. Papá me llevaba a la playa, me enseñaba dónde debía mirar y me decía qué eran los distintos fósiles: vertis, uñas del diablo, serpientes de santa Hilda, bezoares, rayos, lirios de mar. Pronto aprendí a buscarlos sola. De todos modos, cuando sales con alguien de búsqueda no estás a su lado en todo momento. No puedes meterte en sus ojos; tienes que usar los tuyos y mirar a tu manera. Dos personas pueden inspeccionar las mismas rocas y ver cosas distintas. Una verá un trozo de pedernal; la otra, un erizo de mar. Cuando era niña e iba con papá, él encontraba vertis en un lugar que yo había revuelto de arriba abajo. «Mira -decía, y se acercaba para coger una que había justo a mis pies. A continuación se reía de mí y gritaba-: ¡Tienes que fijarte más, muchacha!» A mí no me molestaba, porque era mi padre, y era lógico que hallara más que yo y me enseñara lo que debía hacer. No habría querido ser mejor que él.
Para mí, buscar curis es como buscar un trébol de cuatro hojas: no es cuestión de fijarse mucho, sino de que algo aparezca de forma distinta. Si recorriera con la vista un campo de tréboles vería 3, 3, 3, 3,4, 3,3. Las cuatro hojas me llamarían la atención. Lo mismo ocurre con las curis; camino sin rumbo por la playa paseando la mirada por las piedras sin pensar, y de pronto saltan a la vista las líneas rectas de un bele, o las rayas y la curva de un amo, o el grano del hueso en el pedernal liso. Su dibujo destaca, mientras que el resto es una masa confusa.
Cada persona busca de forma distinta. La señorita Elizabeth examina la cara de los acantilados, los salientes rocosos y las piedras desprendidas con tal atención que cualquiera diría que le va a explotar la cabeza. Encuentra cosas, claro está, pero le cuesta mucho más. No tiene tan buen ojo como yo.
Mi hermano Joe usaba un método distinto y detestaba el mío. Es tres años mayor que yo, pero cuando era pequeño a veces parecía que me sacara muchos más. Era como un adulto bajito, lento, serio y prudente. Nuestro trabajo consistía en buscar curis y llevárselas a papá, pero a veces también las limpiábamos si papá estaba ocupado con sus vitrinas. A Joe no le gustaba salir cuando hacía mucho viento. Aun así, encontraba curis. Se le daba bien, aunque no quisiera buscarlas. Tenía buen ojo. Su método consistía en centrarse en una zona de la playa, dividirla en cuadrados idénticos y recorrer cada uno de ellos de arriba abajo a un paso constante. Encontraba más que yo, pero yo encontraba las piezas raras: las costillas y los dientes de cocodrilo, los bezoares y los erizos de mar, cosas que nadie esperaría descubrir.
Papá los buscaba usando una vara larga que metía entre las rocas para no tener que inclinarse. Lo aprendió del señor Crookshanks, el amigo que le enseñó todo cuanto sabía de las curis. Se arrojó por el Gun Cliff, detrás de nuestra casa, cuando yo solo contaba tres años. Papá dijo que tenía demasiadas deudas y que ni siquiera las curis habrían podido impedir que acabara en el asilo para pobres. Claro que papá tampoco aprendió del error del señor Crookshanks. Siempre estaba buscando lo que él llamaba el monstruo que pagaría todas nuestras deudas. Durante años encontramos dientes y vertis y lo que parecían costillas, además de unos extraños cubitos del tamaño de un grano de maíz y otros huesos que ignorábamos qué eran pero que creíamos que debían de ser de un animal grande como un cocodrilo. La señorita Elizabeth me enseñó uno una vez que estaba limpiando curis para ella. Tenía un libro de un Frances llamado Cuvier con dibujos de toda clase de animales y sus esqueletos.
Papá no buscaba tanto como nosotros porque tenía que hacer vitrinas, pero salía cuando podía. Prefería las curis a la carpintería, lo que disgustaba a mamá, ya que los ingresos eran impredecibles y cuando iba de búsqueda se alejaba de Cockmoile Square y de la familia. Seguramente ella sospechaba que a papá le gustaba más estar solo en la playa que en una casa llena de bebés gritones, pues algunos chillaban mucho. Todos berreaban menos Joe y yo. Mamá nunca iba a la playa, salvo para gritar a papá cuando iba a buscar fósiles los domingos y la avergonzaba en la capilla. Eso no disuadía a mi padre, que sin embargo accedió a no llevarnos a Joe y a mí a buscar fósiles los domingos.
Aparte de nosotros solo había otra persona que vendiera curis: un anciano mozo de cuadra llamado William Lock, que trabajaba en el Queen's Arms de Charmouth, donde cambiaban de caballos las diligencias que cubrían el trayecto entre Londres y Exeter. William Lock descubrió que podía vender fósiles a los viajeros mientras estiraban las piernas y echaban un vistazo al lugar. Puesto que los fósiles eran conocidos como «curiosidades», o «curis», todo el mundo empezó a llamarle Capitán Curi. Aunque buscaba y vendía fósiles desde hacía años -más incluso que papá-, no usaba martillo, sino que cogía lo que hallaba al alcance de la mano o desenterraba cosas con la pala que llevaba. Era un viejo malo que me miraba de un forma rara. Nunca me acercaba a él.
De vez en cuando veíamos al Capitán Curi en la playa, pero hasta que la señorita Elizabeth vino a Lyme no había más buscadores de curis que nosotros. Por lo general yo iba con Joe o con papá, pero a veces bajaba a la playa con Fanny Miller. Tenía mi misma edad y vivía río arriba, más allá de la fábrica de telas, en lo que llamábamos Jericho. Su padre era leñador y vendía madera a papá, y su madre trabajaba en la fábrica. Al igual que nosotros, los Miller eran miembros de la capilla congregacionalista de Coombe Street. Lyme estaba lleno de disidentes, aunque también había una iglesia como es debido, la de Saint Michael, donde siempre intentaban convencernos de que volviéramos. Sin embargo los Anning no poníamos los pies allí; estábamos orgullosos de pensar de forma distinta de la tradicional Iglesia de Inglaterra, aunque ignoraba en qué estribaban esas diferencias.
Fanny era una niña muy guapa, menuda, rubia y delicada, con unos ojos azules que yo envidiaba. Solíamos entretenernos con juegos de dedos durante las misas de los domingos cuando nos aburrían y correteábamos río arriba y abajo persiguiendo palos y ramas que habíamos convertido en barcos, o bien cogiendo berros. A pesar de que Fanny siempre prefería el río, a veces iba conmigo a la playa entre Lyme y Charmouth, aunque nunca llegaba a Black Ven, pues el acantilado de allí le parecía peligroso y temía que le cayeran piedras en la cabeza. Construíamos pueblos con guijarros y en ocasiones llenábamos los agujeros que unas pequeñas almejas llamadas dátiles de mar hacían en los salientes rocosos. Al mismo tiempo, yo estaba atenta por si veía curis, de modo que no me limitaba a jugar.
Fanny tenía buen ojo, pero no lo aprovechaba. Le gustaban las cosas bonitas: trozos de cuarzo blanco, piedrecitas listadas, pedazos de pirita. Las llamaba «sus joyas». Encontraba esos tesoros, pero se negaba a tocar buenos ejemplares de amos y beles aun sabiendo que yo los quería. Le asustaban. «No me gustan», decía estremecida, y nunca sabía explicar por qué, aparte de decir «Son feos» cuando yo le insistía, o bien «Mamá dice que son de las hadas». Según ella, un erizo de mar era el pan de las hadas y, si lo ponías en un estante, la leche no se agriaba. Yo le contaba lo que me había enseñado papá: que los amos eran serpientes que habían perdido la cabeza, que los beles eran rayos que Dios había arrojado y que las grifís eran las uñas de los pies del diablo. Eso la asustaba todavía más. Yo sabía que no eran más que cuentos. Si el diablo se hubiera despojado de tantas uñas de los pies, tendría que haber tenido miles de pies. Y si el rayo daba lugar a tantos beles, estaría tronando todo el día. Pero Fanny no pensaba en eso y se aferraba a su miedo. He conocido a muchas personas como ella, a las que asusta lo que no entienden.
De todos modos quería a Fanny, pues por aquel entonces era mi única amiga de verdad. Nuestra familia no era popular en Lyme, porque a la gente le parecía extraño el interés de papá por los fósiles. También a mamá se lo parecía, aunque ella le defendía cuando oía hablar de él en el mercado o a la puerta de la capilla.
Sin embargo, Fanny dejó de ser mi amiga, a pesar de todas las joyas que le llevé de la playa. Los Miller no solo recelaban de los fósiles, sino también de mí, sobre todo cuando empecé a ayudar a las Philpot, de las que la gente del pueblo se burlaba diciendo que las damas londinenses eran demasiado raras hasta para encontrar marido en Lyme. Fanny nunca me acompañaba cuando iba a la playa con la señorita Elizabeth. Se comportaba de forma cada vez más extraña conmigo, hacía comentarios sobre la cara huesuda de la señorita Elizabeth y los ridículos turbantes de la señorita Margaret, y señalaba los agujeros de mis botas y el barro que yo tenía debajo de las uñas. Empecé a dudar de que fuera mi amiga.
Un día que fuimos a la playa, Fanny estaba tan arisca que dejé que la marea nos aislara como castigo por su malhumor. Cuando vio que la última franja de arena junto al acantilado desaparecía bajo una ola espumosa, rompió a llorar.
– ¿Qué vamos a hacer? -decía una y otra vez entre sollozos.
Miré alrededor, sin el menor deseo de consolarla.
– Podemos caminar por el agua o trepar hasta el camino del acantilado -dije-. Tú eliges.
La verdad es que no me apetecía andar casi medio kilómetro a lo largo del acantilado hasta donde empezaba el pueblo, en un terreno más elevado. El agua estaba helada y el mar agitado, y no sabía nadar, pero no se lo dije.
Fanny miraba con el mismo temor tanto el mar revuelto como la pendiente que teníamos delante.
– No sé qué elegir -chilló-. ¡No lo sé!
Dejé que llorara un poco más antes de conducirla por el camino desigual, tirando de ella hasta la cima, donde está el sendero del acantilado que va de Charmouth a Lyme. Una vez que se hubo recuperado, Fanny se negó a mirarme y, cuando nos acercamos al pueblo, echó a correr, y yo no hice el menor intento por alcanzarla. Nunca había sido cruel con nadie, y me reprochaba a mí misma lo que había hecho. Ese fue el inicio de la sensación que a partir de entonces tuve de que no formaba del todo parte de la gente de Lyme que me correspondía. Cada vez que coincidía con Fanny Miller -en la capilla, en Broad Street, en el río-, sus grandes ojos azules se tornaban duros como el hielo que se forma en un charco, y se ponía a hablar de mí disimuladamente con sus nuevas amigas. Me sentía aún más marginada.
Los problemas empezaron de verdad cuando tenía once años y perdimos a papá. Algunos dicen que fue culpa suya por caerse una noche en que volvía a Lyme por el camino del acantilado. Él juró que no había bebido, pero todos notamos que olía a alcohol. Tuvo suerte de no matarse, pero hubo de guardar cama durante meses. No podía hacer vitrinas, y las curis que Joe y yo encontrábamos daban poco dinero, de modo que la deuda que él había acumulado aumentó mucho más. Mamá decía que la caída lo debilitó de tal forma que fue incapaz de combatir la enfermedad que sufrió meses más tarde.
Sentí su pérdida, pero no tuve tiempo para pensar mucho en ella, pues dejó deudas y ni un solo chelín en el bolsillo de la familia: mamá, embarazada de una criatura que nació un mes después de que enterráramos a papá, Joe y yo, Nosotros dos tuvimos que sostener a mamá y casi llevarla en volandas hasta la capilla de Coombe Street el día del funeral. La condujimos allí y nuestra llegada fue un espectáculo, pues entramos tambaleándonos con mamá para asistir a un funeral que ni siquiera podíamos costear. Hubo que hacer una colecta en el pueblo y la mayoría acudió para ver qué habían pagado.
Después acostamos a mamá y fui a la playa, como casi todos los días, hubiera niñera o no, aunque esperé hasta que se quedó dormida. Se hubiera disgustado de haber sabido adónde iba. Para ella, el hecho de que papá se hubiera caído por el acantilado cuando debería haber estado en su taller era una prueba divina de que no deberíamos haber dedicado tanto tiempo a las curis.
Eché a andar hacia Charmouth atenta a la marea, que estaba subiendo, pero lo bastante despacio para que no me pillara. Dejé atrás Church Cliffs y la parte estrecha donde la playa forma una curva y luego se ensancha, con el imponente Black Ven, una masa de franjas grises, marrones y verdes de roca y hierba como el pelaje de un gato atigrado que desciende de forma paulatina, no a plomo como la cara escarpada de Church Cliffs. El lodo de la caliza básica se desliza hacia la playa y deposita tesoros para quienes estén dispuestos a excavar.
Rebusqué en el lodo, como había hecho durante años con papá. Era reconfortante buscar junto a los acantilados. Podía olvidarme de que él había muerto y pensar que, si miraba alrededor, lo vería detrás de mí, inclinado sobre las piedras o hurgando en una veta de roca del acantilado con su palo, trabajando en su mundo mientras yo trabajaba en el mío. Por supuesto, no estaba allí ese día, ni ningún otro después, por más que alzara la mirada para verlo.
En la caliza liásica no encontré más que fragmentos de beles, que guardé pese a que con la punta rota no servían de nada. Los turistas solo compran beles largos, a ser posible con la punta intacta. Pero cuando cojo algo me cuesta soltarlo.
Sin embargo, en las rocas descubrí un amonites entero. Encajaba perfectamente en la palma de mi mano, y cerré los dedos sobre él para apretarlo. Quería enseñárselo a alguien; todos queremos enseñar nuestros hallazgos para que se vuelvan reales. Pero papá -que habría sabido lo difícil que era encontrar un amo tan perfecto-no estaba allí. Cerré los ojos para contener las lágrimas. Quería conservar el amonites de la mano para siempre, apretarlo y pensar en papá.
– Hola, Mary. -Elizabeth Philpot estaba a mi lado, oscura contra la luz gris del cielo-. No esperaba verte hoy aquí.
No podía distinguir su expresión, y me pregunté qué opinaría de que estuviera en la playa, en lugar de consolando a mamá en casa.
– ¿Qué has encontrado?
Me levanté con dificultad y le mostré el amo. La señorita Elizabeth lo cogió.
– Ah, un bonito ejemplar. Liparoceras, ¿no?-A la señorita Elizabeth le gustaba emplear lo que ella llamaba nombres científicos. Yo a veces pensaba que lo hacía para presumir-. Las puntas de las costillas están todas intactas, ¿no? ¿Dónde lo has encontrado?
Señalé las rocas que había a nuestros pies.
– No te olvides de anotar dónde lo has descubierto, en qué estrato de la roca y la fecha. Es importante registrarlo. -Desde que yo había aprendido a leer y escribir en la escuela dominical de la capilla, la señorita Elizabeth siempre me daba la lata para que hiciera etiquetas-. ¿Crees que la marea nos va a cerrar el paso?
– Tenemos pocos minutos, señora. Yo me marcharé enseguida.
La señorita Elizabeth asintió con la cabeza, consciente de que preferiría regresar sola. No le molestó; a los buscadores de fósiles a menudo nos gusta estar solos.
– Ah, Mary -dijo al tiempo que se volvía para marcharse-. Mis hermanas y yo sentimos mucho lo de tu padre. Mañana me pasaré por tu casa. Bessy ha hecho una tarta, Louise un tónico para tu madre y Margaret una bufanda de punto.
– Son ustedes muy amables -murmuré.
Tenía ganas de preguntarle de qué nos servían las bufandas y los tónicos, cuando lo que necesitábamos era carbón, pan, dinero, pero las Philpot siempre se habían portado bien conmigo y sabía que no debía quejarme.
Una ráfaga de viento levantó el ala del sombrero de la señorita Elizabeth de tal forma que le dio la vuelta. Se lo colocó bien y, tras arroparse con el chal, frunció el entrecejo.
– ¿Dónde tienes el abrigo, muchacha? Hace mucho frío para andar sin él.
Me encogí de hombros.
– No tengo frío.
En realidad sí tenía frío, pero no lo había notado hasta que ella lo dijo. Había olvidado ponerme el abrigo, que de todas formas me quedaba pequeño y no me permitía mover los brazos, cuando lo que necesitaba era tenerlos libres. Ese día no estaba para pensar en abrigos.
Esperé hasta que la señorita Elizabeth llegó a la curva de la playa desierta para ponerme en camino, apretando todavía el amo en la mano. Su espalda recta a lo lejos me hacía compañía y en cierto modo me brindaba consuelo. No vi a nadie más hasta que llegué a Lyme. Un grupo de londinenses que pasaban en el pueblo los últimos días de la temporada paseaba por Gun Cliff, por detrás de nuestra casa. Cuando me crucé con ellos, una señora me preguntó:
– ¿Has encontrado algo?
Abrí la mano sin pensar. La mujer se quedó boquiabierta y cogió el amo para enseñárselo a los demás, que se detuvieron a admirarlo.
– Te doy media corona por él, muchacha.
La dama entregó el amo a un hombre y abrió un monedero. Yo quería decirle que no estaba en venta, que era mío y me ayudaría a recordar a papá, pero ella ya me había puesto la moneda en la mano y se alejaba. Me quedé mirando el dinero y pensé: Aquí está el pan de una semana. Evitará que vayamos al asilo para pobres. Papá así lo habría querido.
Corrí hacia casa apretando la moneda con fuerza. Era la prueba de que todavía podíamos hacer negocio con las curis.
Mamá no volvió a quejarse de que buscáramos fósiles. No tuvo tiempo: apenas se hubo recobrado del golpe de la muerte de papá, nació el bebé, al que llamó Richard, como papá. Al igual que todos los bebés anteriores, era un llorón. Nunca se encontraba bien, y mamá tampoco; tenía frío y estaba cansada por culpa de aquel niño que no dormía bien y comía mal. Fue el llanto del bebé -y también las deudas-lo que un día, meses después de la muerte de papá, empujó a Joe a salir al frío gélido que tanto detestaba. Necesitábamos fósiles. Yo también quería salir, a pesar del frío, pero tenía que quedarme en casa paseando al bebé arriba y abajo para que dejara de llorar. Era tan gritón que costaba tomarle cariño. Solo se callaba cuando lo estrechaba entre mis brazos y caminaba de un lado a otro cantándole «Don't Let Me Die an Old Maid».
Estaba cantando los últimos versos por sexta vez -«Venid viejos o jóvenes, venid tontos o listos. / No me dejéis morir solterona, y tomadme por piedad»-cuando Joe abrió la puerta tan de golpe que me sobresalté. Noté la corriente de aire frío, que hizo que el niño se pusiera a llorar.
– ¡Mira lo que has hecho! -grité-. Se estaba calmando y vienes tú y lo despiertas.
Joe cerró la puerta y se volvió hacia mí. Entonces advertí su entusiasmo. Por lo general mi hermano no se emociona con nada; su cara es como una piedra, apenas muestra ninguna expresión o cambio. Esta vez, sin embargo, tenía los ojos iluminados como si el sol brillara a través de ellos, las mejillas encendidas y la boca abierta. Se quitó el gorro y se revolvió el cabello de tal forma que le quedó de punta.
– ¿Qué pasa, Joe? -pregunté-. ¡Chist, pequeño, chist! -Me coloqué al bebé sobre el hombro-. ¿Qué pasa?
– He encontrado algo.
– ¿Qué? Enséñamelo, -Miré para ver qué había traído.
– Tienes que venir conmigo. Está en el acantilado. Es grande.
– ¿Dónde?
– Al final de Church Cliffs.
– ¿Qué es?
– No lo sé. Algo… distinto. Una quijada larga con muchos dientes. -Joe parecía casi asustado.
– Es un cocodrilo -declaré-. Debe de serlo.
– Ven a verlo.
– No puedo. ¿Qué hago con el bebé?
– Tráelo.
– No puedo; hace mucho frío.
– ¿Y si se lo dejas a los vecinos?
Negué con la cabeza.
– Ya han hecho bastante por nosotros; no podemos pedirles otro favor, y menos por algo así.
Nuestros vecinos de Cockmoile Square recelaban de las curis. Envidiaban el poco dinero que ganábamos con ellas, al tiempo que se preguntaban por qué alguien querría gastarse un solo penique en un trozo de piedra. Yo sabía que solo debíamos pedirles ayuda cuando la necesitáramos de verdad.
– Cógelo un momento.
Entregué el bebé a Joe y fui a ver a mamá a la habitación contigua. Dormía profundamente, con tal placidez que no tuve valor para dejarle al bebé llorón al lado. Así pues, nos lo llevamos envuelto en tantos chales como admitió la criatura.
Mientras caminábamos con cuidado por la playa -más despacio que de costumbre, pues llevaba al bebé en brazos y no podía ayudarme de las manos para mantener el equilibrio al andar sobre las piedras-, Joe me explicó que estaba buscando curis entre los derrubios que habían dejado las tormentas. Me contó que no estaba buscando en los riscos, pero que cuando se levantó después de escarbar entre las rocas desprendidas le llamó la atención una hilera de dientes incrustados en una veta de la cara del acantilado.
– Aquí.
Joe se detuvo donde había dejado cuatro piedras amontonadas, tres a modo de base y una encima, la señal que usábamos los Anning para localizar nuestros hallazgos cuando teníamos que abandonarlos. Dejé en el suelo al bebé, que ahora apenas gimoteaba del frío que tenía, y observé las capas de roca que Joe señalaba. Estaba tan emocionada que ni siquiera notaba el frío.
Enseguida vi los dientes, justo debajo del nivel del mar. No estaban colocados en hileras regulares, sino desordenados entre dos piezas largas y oscuras que debían de haber sido la boca y la quijada de la criatura. Esos huesos se unían en un extremo y formaban un hocico largo y puntiagudo. Pasé un dedo por encima. Sentí como si me atravesara un rayo al ver ese hocico. Allí estaba el monstruo que papá había buscado durante años pero que nunca vería.
Sin embargo, me esperaba un rayo todavía mayor. Joe posó el dedo en un gran bulto situado por encima de donde se unía la quijada. La piedra lo cubría en parte, pero parecía redondo, como un panecillo en un plato. A juzgar por la curva, cualquiera habría dicho que formaba parte de un amonites, pero no había ninguna espiral. En cambio se veían placas de hueso sobrepuestas alrededor de una gran cuenca vacía. Me quedé mirando la cuenca y tuve la impresión de que esta me miraba a su vez.
– ¿Es eso el ojo? -pregunté.
– Creo que sí.
Me estremecí; uno de esos escalofríos que recorren el cuerpo cuando no se tiene frío y que es imposible contener. No sabía que los ojos de los cocodrilos fueran tan grandes. El del dibujo que me había enseñado la señorita Elizabeth tenía ojillos de cerdito, no aquellos ojos enormes de búho. Mirar aquel ojo hizo que me sintiera rara, como si hubiera un mundo de curiosidades que ignoraba: cocodrilos con ojos enormes, serpientes sin cabeza y rayos arrojados por Dios que se convertían en piedra. A veces tenía esa misma sensación de vacío cuando miraba el cielo lleno de estrellas o las aguas profundas en las contadas ocasiones en que iba en barca, y no me gustaba: era como si el mundo fuera demasiado extraño para que yo lo entendiera. En tales momentos tenía que ir a la capilla y quedarme allí hasta que pensaba que podía dejar que Dios se ocupara de todos aquellos misterios, y la preocupación desaparecía.
– ¿Cómo es de largo? -pregunté, tratando de imaginarme al monstruo.
– No lo sé. Solo el cráneo debe de medir un metro o un metro veinte. -Joe pasó la mano sobre la roca que había a la derecha de la quijada y el ojo-. No veo el cuerpo.
Trozos de esquisto suelto se precipitaron por el acantilado y fueron a parar cerca de nosotros. Alzamos la vista y retrocedimos, pero no cayó nada más.
Eché un vistazo al bebé, envuelto en su capullo como una oruga. Había dejado de lloriquear y contemplaba el cielo gris con los ojos entornados. No sabía si estaba mirando las nubes que se deslizaban a toda prisa.
Playa abajo, en Charmouth, dos hombres arrastraban un bote de remos hasta la orilla para revisar las nasas. Joe y yo nos apartamos rápidamente del acantilado, como niños sorprendidos mirando un plato de pasteles. Se hallaban demasiado lejos para ver dónde estábamos o qué hacíamos, pero preferimos ser prudentes. Aunque había pocas personas que buscaran fósiles como nosotros, sin duda a la gente le interesaría algo como el cocodrilo. Y ahora lo veía con tal claridad en el acantilado, con su bosque de dientes y su ojo como un plato, que estaba segura de que pronto lo descubriría alguien más.
– Tenemos que sacar el coco -dije.
– Nunca hemos sacado algo tan grande -repuso Joe-. ¿Cómo vamos a picar un metro y pico de piedra?
Tenía razón. Yo había empleado mi martillo para extraer amos de las rocas de la playa y del acantilado, pero por lo general dejábamos que el viento y la lluvia erosionaran el acantilado y desprendieran las curis por nosotros.
– Necesitamos ayuda -dije, aunque no me gustaba reconocerlo.
Habíamos recibido mucha ayuda de los vecinos del pueblo tras la muerte de papá y no podíamos pedirles nada más sin pagar, sobre todo si tenía que ver con las curis. Fanny Miller no era la única que detestaba los fósiles.
– Preguntaremos a la señorita Elizabeth qué podemos hacer.
Joe frunció el entrecejo. Al igual que papá y mamá, siempre había desconfiado de Elizabeth Philpot. No entendía qué interés podía tener por las curis una dama como ella, ni por qué deseaba relacionarse conmigo. Cuando encontraba una curi, Joe no sentía lo mismo que la señorita Elizabeth y yo, que experimentábamos la sensación de es-lar descubriendo un mundo nuevo. Incluso entonces, ante algo tan asombroso como el cocodrilo, comenzaba a perder el entusiasmo y solo veía problemas. Yo quería hablar con la señorita Elizabeth no solo porque podía ayudarnos, sino sobre todo porque sabía que se emocionaría tanto como yo.
Estuvimos largo rato picando el cocodrilo con mi martillo y hablando de lo que íbamos a hacer. Nos quedamos tanto tiempo que nos sorprendió la marea y tuvimos que trepar por los acantilados hasta Lyme, lo que no resultó fácil con el bebé en brazos. Pobre criatura. Murió el verano siguiente. Siempre me he preguntado si el hecho de llevarlo a la playa con aquel frío lo debilitó. Claro que a mamá se le habían muerto tantos hijos que a nadie le extrañó que aquel no durara. Pero yo podría haberme quedado en casa con él y haber ido a ver el coco al día siguiente. Así es la búsqueda de fósiles: te domina, como el hambre, y solo importa lo que encuentras. E incluso una vez que lo encuentras de inmediato empiezas a buscar de nuevo porque podría haber algo mejor esperando.
Sin embargo, yo no había visto nada mejor que lo que Joe descubrió aquel día. Hizo que el rayo recorriera todo mi ser, como si despertara de un largo sueño. Me alegraba de verlo. Solo deseaba haberlo descubierto yo en lugar de Joe. Fue una sorpresa para todos que Joe encontrara un espécimen tan raro, pues no era propio de él buscar algo nuevo. Eso se me daba bien a mí. Traté de no sentir celos, pero era difícil. La gente no tardó en olvidar que había sido Joe quien lo había encontrado y en convertirlo en mi coco. Yo no los saqué de su error, y a Joe no pareció importarle. Se alegró de renunciar a la criatura y volver a ser simplemente Joe Anning en lugar de un buscador de fósiles capaz de hallar un monstruo. Era duro para él formar parte de una familia de la que se hablaba y a la que se juzgaba tanto. Si hubiera podido dejar de ser un Anning, creo que lo habría hecho. Como no podía, se guardaba para sí sus pensamientos.
A la mañana siguiente llevamos a la señorita Elizabeth a ver el cráneo. Era uno de esos días fríos y despejados que hacen que las rocas se vean con nitidez, pero no duró mucho, pues el sol invernal apenas se alzó por encima del horizonte más allá de la bahía de Lyme. A pesar del frío, no hubo que convencer a la señorita Elizabeth, que salió enseguida de casa, aunque su criada Bessy se puso a murmurar y la señorita Margaret dijo nerviosamente que los invitados que esperaban no tardarían en llegar. A medida que me hacía mayor, la señorita Margaret empezaba a parecerme un poco tonta, y prefería el carácter callado de la señorita Louise y la aspereza de la señorita Elizabeth. A esta le traían sin cuidado los invitados y quiso ver el monstruo.
Cuando llegamos al final de Church Cliffs, me quedé boquiabierta al ver con qué claridad se distinguía su contorno en la cara del acantilado. La señorita Elizabeth guardó silencio. Se quitó los guantes elegantes y se puso los de trabajo, con las puntas cortadas, para deslizar los dedos por el morro largo y puntiagudo y la masa confusa de dientes. En el extremo donde se unían las quijadas arrancó una lasca.
– Mirad -dijo-, tiene la boca un poco curvada hacia arriba como si estuviera sonriendo. ¿Te acuerdas del dibujo del cocodrilo que te enseñé en el libro de Cuvier?
– Sí, señora. ¡Pero fíjese en el ojo!
Golpeando con cuidado con el martillo dejé al descubierto una parte mayor del anillo de huesos que se superponían como gigantescas escamas de pez alrededor de un centro vacío donde debía de haber estado el globo ocular.
La señorita Elizabeth lo observó.
– ¿Estáis seguros de que eso es el ojo?
Parecía inquieta.
– No sé qué otra cosa puede ser -contestó Joe.
– No es como el ojo del dibujo de Cuvier.
– Puede que este lo tuviera malo -señalé-. Algo así como una enfermedad. O quizá el Frances no lo dibujó bien.
La señorita Elizabeth resopló.
– Solo una muchacha como tú se atrevería a poner en duda el trabajo del mejor anatomista zoológico del mundo.
Fruncí el entrecejo. No me gustaba el tal Cuvier.
Por fortuna, la señorita Elizabeth no se explayó hablando de mi estupidez, y tampoco del ojo del coco. Le preocupaban más los asuntos prácticos.
– ¿Cómo vais a sacarlo del acantilado? Debe de medir un metro veinte como mínimo.
– Tendremos que picar como nunca, ¿verdad, Joe?
Mi hermano se encogió de hombros.
– Un metro veinte de roca… ¿No será demasiado para vosotros? Necesitáis hombres que os ayuden. Hombres fuertes. -La señorita Elizabeth se quedó pensativa-. ¿Qué me decís de los hombres que están construyendo en la playa el pasaje hasta el Cobb? Tal vez ellos podrían hacerlo.
– Tal vez, señora -dije-, pero no tenemos dinero para pagarles.
– Os adelantaré el dinero. Ya me lo devolveréis cuando hayáis vendido el espécimen.
Me animé.
– Oh, ¿lo dice en serio, señorita Elizabeth? Le estaríamos muy agradecidos, ¿verdad, Joe?
Pero mi hermano no estaba escuchando.
– ¡Mary, señorita Philpot, apártense! -susurró-. ¡Viene el Capitán Curi!
Volví la cabeza. Por el recodo que ocultaba Lyme a la vista se acercaba el único buscador de fósiles que podría pensar en echar mano a nuestro coco. Aunque la mayoría respetaba los hallazgos de los demás, al Capitán Curi le daba igual quién veía algo primero. Una vez cogió un gigantesco amonites que Joe y yo habíamos empezado a sacar de un acantilado en Monmouth Beach, y se rió en nuestras narices cuando le dijimos que nos pertenecía. «Pues no haberlo dejado. Soy yo el que ha acabado de excavar, así que me lo quedo», dijo. Cuando papá fue a hablar con él, juró incluso que lo había visto antes y que lo había señalado, y que Joe y yo habíamos hecho mal al excavar, dado que el hallazgo era suyo.
El Capitán Curi no debía ver el coco. De lo contrario, tendríamos que vigilarlo a todas horas. Me aparté del cráneo, cogí un buen nódulo y me acerqué a la orilla, donde había una piedra laja perfecta para golpear con el martillo. Joe echó a andar en dirección a Charmouth y se detuvo a unos quince metros para escarbar entre unos trozos de pirita en busca de un amo piritizado. «Serpientes doradas» los llamábamos. La señorita Philpot se alejó varios pasos y empezó a examinar el suelo; al cabo de unos minutos se arrodilló para coger una piedra. Por debajo del ala del sombrero observé cómo el Capitán Curi se aproximaba al coco de la cara del acantilado, con la pala al hombro. Ahora que yo había dejado al descubierto el ojo, el cráneo parecía mirar de hito en hito y sonreír para llamar la atención. El Capitán Curi echó un vistazo al acantilado y se paró justo donde habíamos estado nosotros. Joe dejó de remover las piedrecitas con los pies y yo dejé de golpear con el martillo.
El Capitán Curi se inclinó para coger algo. Cuando se enderezó, su cara quedó a escasos centímetros del ojo del monstruo. Empezó a palpitarme muy deprisa el corazón. A continuación el anciano alzó un guante.
– Señorita Philpot, ¿es suyo? Es demasiado elegante para Mary.
– Creo que es mío, señor Lock -respondió la señorita Elizabeth.
Nunca lo llamaba Capitán Curi, sino por su apellido, del mismo modo que llamaba Joseph a Joe, amonites en lugar de piedras de serpiente a los amos, y belemnites en lugar de rayos a los beles. Era así de formal.
– Tráigamelo, por favor.
El anciano se acercó para entregárselo. Una vez que se hubo alejado del coco, volví a respirar.
– ¿Ha encontrado algo? -preguntó cuando la señorita Elizabeth le dio las gracias.
– Solo una Gryphaea. Uña del diablo para usted.
– Enséñemela…
El Capitán Curi se agachó a su lado. La búsqueda de fósiles pro-duce esas reacciones en la gente: derriba las normas. En la playa un mozo de cuadra puede hablar con una dama como jamás se le ocurrí-ría hacer en otra parte.
Me acerqué a toda prisa para rescatarla.
– ¿Qué hace aquí, Capitán Curi? -pregunté.
El se rió entre dientes.
– Lo mismo que tú, Mary: buscar curis para ganar unos peniques. Claro que ahora tú los necesitas más que yo, habida cuenta de la situación en que os ha dejado vuestro padre, ¿no? Toma. -Me arrojó algo. Era una serpiente dorada.
– Esto es lo que pienso de sus curis, Capitán Curi. -Me volví y la lancé tan lejos como pude. Aunque la marea estaba baja, logré que cayera en el agua.
– ¡Oye!
El Capitán Curi me fulminó con la mirada. A nadie le gusta ver cómo los demás desperdician sus curis. Es como arrojar monedas al mar.
– Te has vuelto muy desagradable -dijo-. Debe de ser por culpa del relámpago que te cayó. Deberías haber llevado encima un rayo para evitar que te alcanzara. Te has vuelto tan mala que acabarás convertida en una solterona vieja y amargada a la que ningún hombre querrá mirar.
Abrí la boca para replicar, pero la señorita Elizabeth se me adelantó.
– Ya va siendo hora de que se marche, señor Lock -dijo.
El Capitán Curi apartó de mí sus ojos brillantes para mirar a la señorita Elizabeth.
– La próxima vez no me molestaré en cogerle el guante, señora -dijo con desdén.
Joe regresó en ese momento, de modo que el anciano no dijo nada más y, echándose la pala al hombro, continuó caminando por laplaya en dirección a Charmouth, lanzando miradas hacia atrás de vez en cuando.
– Mary, has sido muy grosera con él -observó la señorita Elizabeth-. Me avergüenzo de ti.
– ¡El fue más grosero conmigo! ¡Y con usted!
– Aun así, debes respetar a tus mayores; de lo contrario pensarán lo peor de ti.
– Lo siento, señorita Philpot. -No lo sentía en absoluto.
– Quedaos aquí los dos hasta que suba la marea -ordenó la señorita Elizabeth-, sin perder de vista a la criatura, para aseguraros de que William Lock no vuelve y la descubre. Yo iré al Cobb a contratar a los hombres para que saquen el cocodrilo mañana…, si es un cocodrilo. De todos modos, ¿qué otra cosa podría ser?
Me encogí de hombros. Su pregunta me inquietó, aunque no sabía por qué.
– Es una criatura de Dios, desde luego -señaló Joe.
– A veces me pregunto…
– ¿Qué se pregunta, señora? -inquirí.
La señorita Elizabeth nos miró a mí y a Joe y pareció salir de su ensimismamiento, como si acabara de percatarse de que estaba con nosotros. Negó con la cabeza.
– Nada. Es un cocodrilo de aspecto extraño.
Echó un vistazo al cráneo una vez más antes de marcharse.
Los gemelos Davy y Billy Day vinieron a la tarde siguiente a excavar. Fue una lástima que la marea se hallara muy baja poco después del mediodía, pues la playa estaba más transitada a esa hora que por la mañana temprano poco antes del anochecer. Habríamos preferido excavar cuando no hubiera nadie alrededor, al menos hasta que hubiéramos sabido qué teníamos y lo hubiésemos protegido.
Los Day eran unos picapedreros que construían carreteras y hacían reparaciones en el Cobb. Tenían el torso como una coraza, brazos recios y piernas cortas y robustas, y caminaban hinchando el pecho y apretando el trasero. Apenas hablaron ni mostraron la menor sorpresa cuando vieron el cocodrilo que los miraba desde la cara del acantilado con su ojo como un plato. Se lo tomaron como el trabajo que era, como si estuvieran picando un bloque de piedra que se usaría para adoquinar una calle o levantar un muro, y no hubiera un monstruo dentro.
Deslizaron las manos por la piedra alrededor del cráneo palpando las fisuras naturales en que podrían clavar cuñas. Permanecí callada, pues tenían más experiencia que yo picando roca. Aprendería mucho de ellos a lo largo de los años, una vez que la búsqueda de fósiles empezó a requerir la extracción de grandes especímenes del acantilado o de salientes de piedra que quedaban al descubierto con la marea baja. Los Day se encargarían de sacar muchos monstruos para mí cuando yo no podía.
Se lo tomaron con calma, pese a que la luz de la tarde no duraría, a que la marea se acercaba sigilosamente y a que solo disponían de medio día libre para el trabajo. Antes de cada golpe examinaban la superficie de la roca. Una vez que decidían dónde colocar la cuña de hierro, hablaban del ángulo y de la fuerza necesaria antes de emplear el martillo. A veces los golpecitos eran delicados y no parecían tener ningún efecto sobre la roca. Luego Billy o Davy -era incapaz de distinguirlos-usaba toda su fuerza para asestar un golpe que arrancaba otro trozo de acantilado.
Mientras trabajaban, se congregó una multitud: personas que llevaban rato en la playa y niños que parecían saber que estábamos allí casi antes de que llegáramos. Entre ellos se hallaba Fanny Miller, que no me miró en ningún momento y se quedó atrás con sus amigas. En Lyme resulta imposible guardar secretos; el pueblo es demasiado pequeño y la necesidad de entretenimiento, demasiado grande. Ni siquiera un día invernal de frío gélido impedía a la gente salir a contemplar algo nuevo. Los niños corrían por la orilla, hacían saltar piedras en el agua y escarbaban en el barro y la arena. Algunos adultos buscaban fósiles, aunque pocos sabían lo que hacían. Otros charlaban, y unos cuantos hombres daban consejos a Davy y Billy sobre cómo debían picar la roca. No todos permanecieron las cuatro horas que tardaron los gemelos en sacar el cráneo, pues cuando el sol se ocultó tras los acantilados hizo todavía más frío. Pero fueron bastantes lo que se quedaron.
Entre ellos estaba el Capitán Curi, que había venido por la playa desde Charmouth. Cuando por fin los Day consiguieron extraer el cráneo en tres partes -dos del morro y el ojo, y una con lo que había en la cabeza detrás de la cuenca ocular-y lo colocaron sobre unas angarillas hechas con una tela extendida entre dos palos, el Capitán Curi se acercó con los demás a examinar el monstruo. Se fijó sobre todo en el revoltijo de vertis que había en la parte posterior del cráneo. Su presencia hacía pensar en la existencia de un cuerpo que debía de haberse quedado en el acantilado. Estaba demasiado oscuro para escudriñar el agujero que había dejado el cráneo en el acantilado. Tendríamos que volver a buscar el cuerpo cuando hubiera luz.
Me molestaba que el Capitán Curi fuera tan fisgón, pero no me atrevía a mostrarme maleducada con él de nuevo, pues me daba miedo.
– No me gusta que ese hombre esté aquí -susurré a la señorita Elizabeth-. No me fío de él. ¿Por qué no pide a los Day que lleven el cráneo a casa, señorita?
Billy y Davy se habían sentado en una roca y se iban pasando de uno a otro una jarra y una hogaza de pan. No parecían dispuestos a moverse, a pesar de que estaba anocheciendo y de que la escarcha comenzaba a cubrir las rocas y la arena.
– Se merecen un descanso -afirmó la señorita Elizabeth-. La marea les obligará a ponerse en movimiento dentro de poco.
Finalmente los hermanos se limpiaron la boca y se levantaron. Una vez que hubieron cogido las angarillas, el Capitán Curi desapareció en la penumbra en dirección a Charmouth. Nosotros echamos a andar en dirección opuesta, de vuelta a Lyme, siguiendo a los Day como si llevaran un ataúd a la tumba. De hecho tomamos el camino que atravesaba el cementerio de Saint Michael y continuamos por Butter Market hasta Cockmoile Square. A lo largo del trayecto la gente se detenía a mirar los trozos de piedra de las angarillas y se oía murmurar la palabra «cocodrilo» por la calle.
Al día siguiente volví corriendo a Church Cliffs en cuanto me lo permitió la marea, pero el Capitán Curi había llegado antes. Estaba dispuesto a caminar por el agua y helarse los pies para ser el primero. No podía enfrentarme a él porque estaba sola; Joseph había sido contratado para trabajar una jornada en el molino de Lyme, uno de cuyos empleados había caído enfermo, y no podía renunciar a la oportunidad de ganar el pan de un día para la familia. Me escondí y observé cómo el Capitán Curi hurgaba en el gran agujero que había dejado el cráneo en el acantilado. Lo maldije y albergué la esperanza de que cayera una roca y le diera en la cabeza.
Entonces se me ocurrió una idea muy perversa, y me avergüenza decir que la llevé a cabo. Nunca he contado a nadie lo mal que me porté aquel día. Corrí por la playa y subí sigilosamente por el camino de Church Cliffs hasta el punto situado justo encima del agujero del cocodrilo.
– Maldito seas, Capitán Curi -susurré, y empujé por el borde una roca suelta del tamaño de mi puño.
Tendida en el suelo para asegurarme de que no me veía, lo oí gritar y sonreí. No quería hacerle daño, pero sí asustarlo.
Supuse que el anciano no se acercaría al acantilado y que se quedaría mirando para ver si caía algo más. Elegí una roca de mayor tamaño y la arrojé junto con un puñado de tierra y guijarros para que pareciera un pequeño desprendimiento. Esta vez no oí nada, pero permanecí tumbada. Estaba segura de que si el Capitán Curi se enteraba de lo que estaba haciendo, me castigaría.
De pronto caí en la cuenta de que cabía la posibilidad de que subiera a mirar. Aunque era normal que cayeran rocas, el Capitán Curi era desconfiado por naturaleza. Me aparté reptando del acantilado y bajé por el camino a toda prisa. Me oculté justo a tiempo detrás de unas matas de hierba alta cuando él pasaba con cara de furia. De algún modo había adivinado que las piedras no habían caído de forma natural. Permanecí escondida hasta que desapareció y a continuación bajé a la playa por el camino y corrí a lo largo del acantilado hasta el agujero del cocodrilo. Con suerte podría echar un vistazo antes de que el anciano volviera para comprobar si era necesario que los hermanos Day excavaran de nuevo.
A la luz del día resultaba fácil ver dentro del agujero que habían hecho Billy y Davy. El cráneo había salido torcido y el cuerpo, dependiendo de lo largo que fuera, podía extenderse varios metros dentro de la piedra. Con una cabeza de un metro veinte de largo, podía medir perfectamente entre tres y cinco metros. Me metí a gatas en la cavidad y palpé la zona donde recordaba que terminaban las vertis del cráneo. Toqué una hilera de piedras redondeadas y empecé a escarbar para arrancarles la tierra y el barro.
En ese momento el Capitán Curi se acercó corriendo por detrás hecho una furia.
– ¡Tú! No me sorprende encontrarte aquí, pequeña bruja.
Lancé un grito y, tras saltar del agujero al suelo, me pegué al acantilado, aterrada de verme a solas con él.
– Apártese de mí… ¡Es mí coco! -exclamé.
El Capitán Curi me agarró el brazo y me lo retorció a la espalda. Era fuerte para su edad.
– ¿Conque intentando matarme, muchacha? ¡Te voy a dar una buena lección! -Tendió la mano hacia atrás para coger la pala.
Nunca llegué a saber qué lección me habría dado pues en ese instante el acantilado acudió en mi ayuda. Durante los años transcurridos desde entonces lo he visto a menudo como mi enemigo. Sin embargo, ese día el acantilado lanzó una lluvia de rocas, algunas del tamaño de las que yo había hecho rodar, acompañadas de un deslizamiento de guijarros. El Capitán Curi, que tenía la intención de hacerme daño, se convirtió de repente en mi salvador al apartarme del acantilado de un tirón justo antes de que una roca se desplomara donde yo había estado.
– ¡Deprisa! -gritó, y cogidos de la mano corrimos hacia el agua dando traspiés hasta situarnos a una distancia prudencial.
Cuando miramos hacia atrás, vimos que toda la parte superior del acantilado donde yo había estado poco antes se había desmoronado; había dejado de ser tierra sólida para convertirse en un río de piedras. El rugido de las rocas era como el trueno que había oído siendo un bebé, pero duró más y recorrió mi ser como las tinieblas, no como el zumbido intenso del rayo. Las rocas y los guijarros siguieron cayendo al pie del acantilado durante al menos un minuto. El Capitán Curi y yo permanecimos inmóviles, mirando y esperando.
Cuando por fin el acantilado dejó de moverse y se quedó en silencio, rompí a llorar. No solo porque había estado a punto de morir, sino también porque el desprendimiento de piedras tapaba por completo el agujero donde se hallaba el cuerpo del cocodrilo. Necesitaríamos excavar durante años para llegar hasta él. El Capitán Curi sacó del bolsillo una petaca de peltre, desenroscó el tapón, bebió un trago y me la ofreció. Me enjugué con la manga los ojos y la nariz y bebí. Nunca había probado el alcohol. Me abrasó la garganta y me hizo toser, pero dejé de llorar.
– Gracias, Capitán Curi -dije al devolverle la petaca.
– Los martillazos de ayer debieron de resquebrajar el acantilado y hacer que se desmoronara. Antes cayeron unas piedras, pero yo pensaba… -El Capitán Curi no terminó la frase-. Tendrás que trabajar lo indecible para sacar lo que haya ahí. -Señaló con la cabeza el desprendimiento de rocas-. Mi pala también está ahí dentro. Tendré que comprarme otra.
Era casi cómica la rapidez con que el trabajo duro lo disuadía de buscar algo. Ahora volvía a ser mí cocodrilo… enterrado bajo un montón de escombros.