7 Como la marea cuando alcanza el punto más alto en la playa y luego baja


Todavía recuerdo la fecha en que llegó su carta: el 12 de mayo de 1820. Joe la anotó en el catálogo, pero la habría recordado de todas formas.

A esas alturas ya no esperábamos ninguna carta. Hacía meses que él se había ido. Yo había empezado a olvidar cómo era, el sonido de su voz, su forma de caminar, las cosas que decía. Ya no hablaba con Margaret Philpot de él, ni preguntaba a la señorita Elizabeth si había oído hablar de él a los otros caballeros que buscaban fósiles. Ya no llevaba el dije; lo guardé y no lo sacaba para mirar y acariciar su mechón de cabello.

Tampoco iba a la playa. Me había ocurrido algo. No encontraba curis. Salía y era como si estuviera ciega. Nada brillaba; ya no había minúsculos destellos de rayos ni dibujos que destacaran entre las formas caprichosas.

Mamá y la señorita Philpot intentaban ayudarme. Incluso Joe dejaba su trabajo para venir a buscar fósiles conmigo, aunque yo sabía que prefería estar a cubierto tapizando sillas. Y cuando venía a Lyme el señor Buckland, que nunca se percataba de lo que les pasaba a las personas, era amable conmigo, me llevaba hasta los especímenes que encontraba, me enseñaba dónde creía que debíamos mirar y se quedaba a mi lado más de lo habitual; de hecho, hacía todas las cosas que normalmente yo hacía por él en la playa. También me entretenía con las historias de sus viajes al continente con el reverendo Conybeare y sus payasadas en Oxford, como la del oso domesticado que tenía por mascota y al que vistió para presentárselo a otros catedráticos. O la del amigo que había traído de un viaje un cocodrilo en salmuera, de modo que el señor Buckland tuvo ocasión de añadir un nuevo miembro del reino animal a su lista de degustaciones. No podía evitar sonreír al escuchar sus historias.

Él era la única persona que lograba atravesar la niebla aunque fuera brevemente. Empezó a hablarme de cosas que habíamos descubierto a lo largo de los años y que no pertenecían al icti: vertis más anchas y gruesas, y aletas más planas de lo que deberían ser. Un día me enseñó una vertí con un trozo de costilla que estaba unida más abajo que en la verti de un icti.

– ¿Sabes una cosa, Mary? Creo que puede que haya otro animal ahí fuera -dijo-. Un animal con la espina dorsal, las costillas y las aletas como las del ictiosaurio, pero con una anatomía más parecida a la de un cocodrilo. ¿A que sería estupendo encontrar otra criatura de Dios?

Por un momento se me despejó la mente. Observé el rostro bondadoso del señor Buckland, todavía más redondo y regordete que cuando lo conocí, con los ojos brillantes y la frente rebosante de ideas, y estuve a punto de decir: «Sí, yo también lo creo. Hace años que me pregunto si existirá otro monstruo». Pero no lo dije. Antes de que pudiera hacerlo, mi mente volvió a abismarse como una hoja que se posara en el fondo de un estanque.

Mamá y Joe iban a buscar fósiles mientras yo me quedaba al cuidado de la tienda. La primera vez que mamá fue con Joe a Black Ven me sorprendió. Me lanzó una mirada extraña al marcharse, aunque no dijo nada. Había salido conmigo alguna que otra vez, pero siempre para hacerme compañía, no para buscar. A ella se le daba bien la parte comercial: escribir cartas a los coleccionistas, reclamar lo que se nos debía y describir los especímenes en venta, convencer a los turistas de que compraran más de lo que tenían intención de adquirir en la tienda. Ella nunca iba a buscar curis. No tenía buen ojo ni paciencia. O eso pensaba yo. Me quedé pasmada cuando volvieron horas después y mamá, toda orgullosa, me tendió una cesta cargada de especímenes. Había sobre todo amos y beles; las curis más fáciles de ver para un principiante, ya que sus rayas regulares destacan entre las rocas. Pero también había encontrado algunos pentacrinites, un erizo de mar en mal estado y, lo más sorprendente, parte del omóplato de un icti. Podíamos conseguir tres chelines por ese hueso solo y comer durante una semana.

Cuando fue al retrete, acusé a Joe de meter en la cesta de mamá todo lo que él había encontrado para luego decir que era de ella. Negó con la cabeza.

– Los ha encontrado ella sola. No sé cómo lo consigue, porque busca sin orden ni concierto.

Más tarde mamá me contó que había hecho un trato con Dios: si El le enseñaba dónde había curis, ella no volvería a poner en duda Su juicio, como había hecho tantas veces durante años con todas las muertes y deudas que había tenido que padecer.

– Debe de haberme escuchado -afirmó mamá-, porque no he tenido que esforzarme mucho para encontrarlas. Estaban en la playa, esperando a que las cogiera. No sé por qué armabas tanto jaleo cuando ibas a buscarlas, ni por qué necesitabas tanto tiempo. No es tan difícil encontrar curis.

Me entraron ganas de discutir con ella, pero no estaba en situación porque ya no iba a buscar curis. Y era verdad que cuando mamá salía a la playa siempre llenaba la cesta. Ya lo creo que tenía buen ojo, solo que no quería reconocerlo.

Todo eso cambió el 12 de mayo de 1820. Yo estaba sentada detrás de nuestra mesa en Cockmoile Square, enseñando lirios de mara una pareja de Bristol, cuando vino un chico con un paquete para Joe. Quería un chelín a cambio, pues era más grande que una carta normal. Yo no tenía ningún chelín y estaba a punto de despachar al muchacho cuando vi la letra que había estado esperando todos aquellos meses. Conocía su letra porque, de la misma forma que la señorita Elizabeth me había enseñado a mí, yo le había enseñado a él a escribir etiquetas de los especímenes que encontraba: una descripción de la pieza, el nombre científico si se sabía, dónde y cuándo lo había hallado, en qué capa de las rocas, y otros datos que podían resultar útiles.

Arrebaté el paquete al muchacho y lo examiné. ¿Por qué iba dirigido a Joe? Nunca habían sido muy amigos. ¿Por qué no me escribía a mí?

– No puedes quedártelo hasta que pagues, Mary. -El chico tiró del paquete.

– Ahora no tengo el chelín, pero lo conseguiré. ¿No puedes dármelo y te lo quedo a deber?

Tiró otra vez del paquete. Yo lo estreché contra mi pecho.

– No voy a soltarlo. Hace meses que espero esta carta.

El muchacho soltó una risotada burlona.

– Es de tu amorcito, ¿eh? El viejo con el que ibas por ahí y que te dejó, ¿verdad?

– ¡Cierra el pico, niño! -Me volví hacia el caballero, consciente de que con aquel escándalo delante de los clientes no vendería ni una curi-. Lo siento, señor. ¿Ha decidido lo que quiere?

– Desde luego -contestó la señora por su marido-. Queremos un chelín de crinoideos. -Sonrió al tiempo que me tendía una moneda.

– ¡Oh, gracias, señora, gracias! -Entregué el chelín al chico y le dije-: ¡Y ahora lárgate!

El hizo un gesto grosero mientras se alejaba y pedí disculpas de nuevo a la pareja. Aunque la señora había sido muy comprensiva con respecto al paquete, tardó un buen rato en elegir los crinoideos y tuve que contener la impaciencia. Luego hube de envolverlos en papel, y el hombre me pidió que los sujetara con un trozo de cuerda mayor, pero yo la tenía toda enredada y pensé que iba a volverme loca para desenmarañarla. Cuando por fin acabé, la señora me susurró antes de marcharse:

– Espero que la carta traiga buenas noticias.

Entré y me senté en el polvoriento taller con el paquete en el regazo. Leí la dirección de nuevo: «Don Joseph Anning, Tienda de fósiles, Cockmoile Square, Lyme Regis, Dorsetshire». ¿Por qué había escrito a mi hermano? ¿Y por qué enviaba un paquete envuelto en papel de estraza en lugar de una carta? ¿Qué podía mandar el coronel Birch a mi hermano?

¿Por qué no me lo había mandado a mí?

Como la marea estaba subiendo, supuse que Joe y mamá volverían al cabo de media hora. No sabía cómo iba a aguantar allí sentada esperando a que regresaran, por poco que fuera. No podía soportarlo.

Miré el paquete. Le di la vuelta, conté hasta tres y arranqué el sello. Joe se iba a enfadar, pero no pude evitarlo. Estaba segura de que en realidad era para mí.

Junto con una carta doblada había un folleto del tamaño de los cuadernos de ejercicios que yo usaba para practicar la redacción de cartas en la escuela dominical. En la primera página ponía:


Catálogo de

una pequeña pero espléndida colección

de fósiles clasificados

de la formación de caliza liásica

de Lyme y Charmoulh, en Dorsetshire,

que se compone principalmente de huesos

que ilustran la

osteología del ictiosaurio, o proteosaurio,

y de especímenes de

zoófitos, llamados pentacrinites,

legítima propiedad del coronel Birch,

coleccionados con oneroso costo,

que serán subastados

por el señor Bullock

en el Egyptian Hall, en Piccadilly,

el lunes 15 de mayo de 1820,

a la una en punto.


Examiné la página sin acabar entender su contenido. Solo cuando pasé las hojas del catálogo y leí la lista de especímenes -recordaba y sabía dónde había sido hallado cada uno de ellos-, empecé a comprender. Se proponía vender hasta la última de las curis que tanto trabajo me había costado encontrar para que aumentara su colección solo por la satisfacción de saber que él las iba a tocar: todos los pentacrinites que tanto le gustaban, los amos y trozos de langostas, los peces que debería haber regalado a Elizabeth Philpot, el extraño insecto crustáceo que nunca había visto antes y que habría estudiado más detenidamente con la lupa de las Philpot si él no hubiera querido quedárselo; todos los fragmentos de ictis, quijadas y dientes y cuencas oculares y vertis, todos acabarían desperdigados.

Y, por supuesto, el icti, el espécimen más perfecto que había visto jamás, el ejemplar por el que me había quedado levantada noche tras noche para limpiarlo y montarlo lo mejor posible. Lo había hecho todo por él, y ahora se disponía a venderlo, como lord Henley había vendido mi primer icti. Y el señor Bullock estaba otra vez por medio. Me zumbaba tanto la cabeza que pensé que me iba a estallar. Estrujé el catálogo con las manos deseando romperlo. Lo habría hecho si hubiera ido dirigido a mí, en lugar de a Joe. Habría roto en mil pedazos y arrojado a la lumbre tanto el catálogo como la carta.

La carta. Todavía no la había leído. Sentía tal dolor detrás de los ojos que no sabía si podría leer en ese momento. Pero la desdoblé, la alisé, me froté los ojos y posé la vista en las palabras. Empecé a leer.

Al terminar tenía un nudo en la garganta que me impedía tragar y el rostro encendido como si hubiera recorrido de punta a punta Broad Street a la carrera. Cuando entraron mamá y Joe, lloraba de tal modo que parecía que fuera a salírseme el corazón.

Todas las semanas venían tres diligencias de Londres, y cada una me trajo una pieza del rompecabezas de lo que había sucedido allí.

Primero llegó el artículo del periódico. Nunca teníamos dinero para diarios, pero ese día mamá volvió a casa con uno.

– Tenemos que saber si podemos permitirnos este periódico -fue su razonamiento.

Me temblaban tanto las manos que apenas podía pasar las páginas. En la tercera encontré la siguiente nota, que leí en voz alta a mamá y Joe:


En la subasta de la colección de fósiles del teniente coronel Thomas Birch, ex miembro del Regimiento de Caballería, organizada ayer por el señor Bullock en el Egyptian Hall, en Piccadilly, se ha recaudado una cifra superior a cuatrocientas libras. La colección incluía un espécimen poco común de ictiosaurio que fue vendido al Real Colegio de Cirujanos por cien libras. El teniente coronel Birch anunció que el dinero conseguido sería entregado a la familia Anning de Lyme Regis, que le ayudó a reunir la colección.


Era breve, pero bastaba. Al ver la noticia se me enfriaron las manos.

Mamá normalmente era prudente con el dinero y no hacía planes hasta tenerlo en las manos. Sin embargo, ver la noticia en el periódico le pareció una prueba suficiente de que estaba en camino y empezó a hablar con Joe de qué haríamos con él.

– Saldaremos nuestras deudas -afirmó Joe-. Luego nos plantearemos comprar una casa más arriba de la colina, lejos de las inundaciones. -Cockmoile Square quedaba a menudo anegada por el río o el mar.

– Yo no tengo ninguna prisa por mudarme -repuso mamá-, pero sí necesitamos muebles nuevos. Y luego necesitarás dinero para montar un negocio de tapicería como es debido.

Hablaron y hablaron, haciendo planes con los que una semana antes no se habrían atrevido a soñar, solazándose en el lujo de poder tirarse un pedo en las puertas del asilo para pobres, en palabras de mamá. Resultaba cómico lo rápido que pasaron de ser pobres a pensar como ricos. No despegué los labios mientras hablaban, y tampoco ellos esperaban que dijera nada. Los tres sabíamos que íbamos a recibir ese dinero gracias a mí. Yo había hecho mi parte, y parecía que fuera una reina y pudiera ponerme cómoda y dejar que mis cortesanos se encargaran de todo.

De todas formas no me apetecía hablar, pues no tenía la cabeza para hacer planes. Solo quería escapar a los acantilados para estar sola y pensar en el coronel Birch y en el sentido de sus acciones. Quería evocar el beso que me había dado, rememorar cada rasgo de su cara y recordar su voz y todas las cosas que me había dicho, y todas las formas en que me había mirado, y todos los días que habíamos pasado juntos. Eso era lo que quería hacer mientras seguía sentada a la única mesa que teníamos…, aunque no por mucho tiempo, al parecer, pues si mamá se salía con la suya compraríamos para el comedor unos muebles de caoba que no desmerecerían de los de lord Henley.

Saqué el dije y empecé a ponérmelo de nuevo bajo la ropa. No quería hablar del coronel Birch con mamá y Joe porque no sabía cuáles eran sus intenciones respecto a mí. No lo decía en la carta, que al fin y al cabo iba dirigida a Joe como el hombre de la familia y, por lo tanto, era formal en lugar de afectuosa. El coronel Birch quería hacer las cosas como es debido. Pero ¿qué hombre daría cuatrocientas libras a una familia sin tener alguna intención?

Cuando llegó la siguiente diligencia de Londres yo estaba en Charmouth, esperándola. Había empezado a ir a la playa de nuevo en busca de curis. A la hora de llegada del coche subí por el camino, aunque no había comentado a mamá ni a Joe que tenía previsto ir, y tampoco me había parado a pensar en lo que haría cuando viera al coronel Birch. Simplemente fui y me quedé sentada a la puerta del Queen's Arms, donde aguardaban otras personas para recibir a pasajeros o tomar la diligencia hacia Exeter. Me miraban de forma extraña, lo cual no era ninguna novedad, pero en lugar de mofa había en sus ojos asombro y respeto, algo que no experimentaba desde que había descubierto el primer ictiosaurio. La noticia de nuestra fortuna se había extendido.

Cuando apareció la diligencia, mi estómago se agitó como un pez en el fondo de un barco. Pareció tardar un año en ascender por la larga cuesta que atravesaba el pueblo. Cuando por fin se detuvo y se abrió la portezuela, cerré los ojos y traté de sosegar mi corazón, que se había unido al estómago, ambos convertidos en peces que se agitaban.

Entonces bajó Margaret Philpot, luego la señorita Louise y por último la señorita Elizabeth. No esperaba a las Philpot. Normalmente la señorita Elizabeth me escribía para decirme en qué diligencia iban a venir, pero no había recibido ninguna carta. Me pregunté si también se apearía el coronel Birch, pero sabía que la señorita Elizabeth no viajaría en el mismo carruaje que él.

Nunca me he sentido tan decepcionada como en ese momento.

Pero eran mis amigas, de modo que me acerqué a saludarlas.

– Oh, Mary -gritó Margaret echándome los brazos al cuello-, ¡qué noticia te traemos! ¡Es tan impresionante que apenas puedo hablar! -Se llevó un pañuelo a la boca.

Yo me aparté de ella riendo.

– Ya lo sé, señorita Margaret. Me he enterado de lo de la subasta. El coronel Birch ha escrito a Joe. Y hemos visto la noticia en el periódico.

La señorita Margaret torció el gesto y me sentí un poco mal por haberle privado de la satisfacción de darme una noticia tan espectacular. Pero no tardó en recobrarse.

– Oh, Mary -dijo-, vuestra suerte ha cambiado por completo. ¡Me alegro mucho por vosotros!

La señorita Louise también me sonrió, pero la señorita Elizabeth se limitó a decir:

– Me alegro de verte, Mary. -Y dio un besito al aire acercando los labios a mi mejilla. Como siempre, olía a romero, aun cuando había pasado dos días en la diligencia.

Una vez que las Philpot hubieron subido con su equipaje a un carro para ir a Lyme, la señorita Margaret gritó:

– ¿No vienes con nosotras, Mary?

– No puedo. -Señalé la playa-. Tengo que coger curis.

– ¡Ven a vernos mañana, entonces!

Y despidiéndose con la mano me dejaron sola en Charmouth. Fue entonces cuando experimenté de verdad la decepción por no haber encontrado en la diligencia al coronel Birch, y volví a la playa sintiéndome abatida y en lo más mínimo como una chica cuya familia iba a recibir cuatrocientas libras.

– Vendrá en la próxima -dije en voz alta para consolarme-. Vendrá y será mío.

Cuando las Philpot me invitaban, por lo general acudía enseguida. Siempre me había gustado Morley Cottage, pues era cálida y estaba limpia y llena de comida y olores deliciosos de los guisos de Bessy, aun cuando ella me mirara con cara ceñuda. Las vistas de Golden Cap y la costa elevaban el ánimo, y podía contemplar los peces de la señorita Elizabeth. La señorita Margaret tocaba el piano para entretenernos y la señorita Louise me daba flores para que las llevara a casa. Lo mejor de todo era que la señorita Elizabeth y yo hablábamos de fósiles y hojeábamos libros y artículos juntas.

Sin embargo, no tenía ganas de ver a la señorita Elizabeth. Había cuidado de mí durante la mayor parte de mi vida y se había hecho mi amiga cuando otras no habían querido, pero al bajarse de la diligencia en Charmouth había percibido en ella desaprobación y no alegría por volver a verme. Claro que tal vez no estaba pensando en mí. Tal vez se sentía avergonzada. Y debería: se había equivocado por completo con respecto al coronel Birch y debía de sentirse mal, aunque no lo dijera. Yo podía permitirme ser generosa y pasar por alto su mal humor, pues amaba a un hombre que iba a sacarme de la pobreza y a hacerme feliz, mientras que ella no tenía a nadie. Pero no pensaba ir tras ella para que me agriara la felicidad.

Hallé motivos para justificar por qué no iba a Silver Street. Tenía que encontrar curis para compensarlos meses en que no había salido a buscarlas. O me empeñaba en limpiar la casa para cuando el coronel Birch viniera a vernos. O iba a la bahía de Pinhay en busca de un pentacrinites, ya que él había vendido todos los suyos. Luego iba a esperar las diligencias que venían de Londres, aunque él no se bajó de ninguna de las tres que llegaron.

Volvía de ver la tercera diligencia, atajando por el cementerio de Saint Michael desde el camino del acantilado, cuando me encontré con la señorita Elizabeth, que venía por el otro lado. Las dos dimos un respingo, como si deseáramos haber visto a la otra antes para dar media vuelta y no tener que saludarla.

La señorita Elizabeth me preguntó si había ido a la playa, y tuve que reconocer que había ido a Charmouth y no había buscado fósiles. Ella sabía que era el día que llegaba la diligencia; vi en su cara que adivinaba por qué había acudido allí y trataba de ocultar su descontento. Cambió de tema, y hablamos un poco de Lyme y de lo que había sucedido durante su ausencia. Sin embargo, era una situación violenta, no nos sentíamos a gusto juntas como en el pasado, y al cabo de un rato nos quedamos en silencio. Me sentía rígida, como si llevara demasiado tiempo sentada sobre una pierna y se me hubiera dormido. Por eso adopté una postura extraña. La señorita Elizabeth también tenía la cabeza inclinada, como si todavía tuviera tortícolis del viaje desde Londres en carruaje.

Cuando me disponía a poner alguna excusa para marcharme a Cockmoile Square, la señorita Elizabeth pareció tomar una decisión. Cuando va a decir algo importante adelanta el mentón y aprieta la mandíbula.

– Quiero hablarte de lo que ocurrió en Londres, Mary. No debes decir a nadie que te lo he contado. Ni a tu madre ni a tu hermano, y menos aún a mis hermanas, porque no saben lo que presencié.

A continuación me refirió con todo detalle lo sucedido en la subasta: los fósiles que se vendieron, las personas que asistieron y qué compró cada cual, e incluso me explicó que Cuvier, el Frances, quería un espécimen para París. Dijo que el coronel Birch había anunciado al final que era yo quien había encontrado los fósiles. Mientras ella hablaba me sentía como si estuviera escuchando un discurso sobre otra persona, una tal Mary Anning que vivía en otro pueblo, en otro país, al otro lado del mundo, y que coleccionaba algo que no eran fósiles: mariposas o monedas antiguas.

La señorita Elizabeth frunció el entrecejo.

– ¿Estás escuchando, Mary?

– Sí, señora, pero no estoy segura de haber oído bien.

La señorita Elizabeth me miró fijamente con una expresión triste y seria en sus ojos grises.

– El coronel Birch ha mencionado tu nombre en público, Mary. Ha dicho a algunos de los coleccionistas de fósiles más interesados del país que te busquen. Vendrán a pedirte que los lleves a la playa como hiciste con el coronel Birch. Debes prepararte y procurar no… comprometer más tu reputación.

Dijo esto último con los labios tan apretados que fue un milagro que salieran las palabras.

Me puse a toquetear un liquen adherido a la lápida junto a la que me encontraba.

– No me preocupa mi reputación, señora, ni lo que los demás piensen de mí. Amo al coronel Birch y estoy esperando a que vuelva.

– Oh, Mary.

En el rostro de la señorita Elizabeth se reflejó una serie de emociones -era como observar unas cartas al ser repartidas una tras otra-, pero sobre todo había rabia y tristeza. Las dos combinadas dan lugar a los celos, y entonces comprendí que Elizabeth Philpot tenía celos de la atención que el coronel Birch me prestaba. No debía tenerlos. Ella no tenía que vender o quemar muebles para seguir teniendo un techo sobre la cabeza y calentarse. Ella tenía muchas mesas en lugar de una sola. Ella no tenía que ir todos los días a la playa, aunque hiciera mal tiempo o se encontrara mal, y buscar curis durante horas y horas, hasta que la cabeza le diera vueltas. Ella no tenía sabañones en las manos y los pies, ni las puntas de los dedos llenas de cortes y arañazos, y grises del barro incrustado. Tampoco tenía vecinos que hablaban de ella a sus espaldas. Debería haberme compadecido y, sin embargo, me envidiaba.

Cerré los ojos por un instante, apoyándome en la lápida.

– ¿Por qué no se alegra por mí? -dije-. ¿Por qué no puede decir: «Espero que seas muy feliz»?

– Yo… -La señorita Elizabeth tragó saliva, como si se le atragantaran las palabras-. Espero que seas feliz -logró decir por fin, aunque con voz ahogada-. Pero no quiero que te pongas en evidencia. Quiero que pienses con sensatez en las posibilidades de tu vida.

Arranqué el liquen de la piedra.

– Tiene celos de mí.

– ¡No!

– Sí los tiene. Está celosa porque el coronel Birch me cortejó. Usted lo amaba y él no se fijó en usted.

La señorita Elizabeth parecía acongojada, como si la hubiera abofeteado.

– Basta, por favor.

Pero era como si un río hubiera crecido dentro de mí y se hubiera desbordado.

– Él ni siquiera la miraba. ¡Era yo la que le interesaba! ¿Y por qué no iba a interesarle? ¡Soy joven y tengo buen ojo! Toda su educación y sus ciento cincuenta libras al año y su champán de flores de saúco y sus ridículos tónicos, y sus ridículas hermanas con sus turbantes y sus rosas. ¡Y sus peces! ¿Qué importan los peces cuando hay monstruos en los acantilados esperando a que los encuentren? Pero usted no los encontrará porque no tiene buen ojo. Es una solterona vieja y marchita que nunca conseguirá un hombre ni un monstruo. Y yo sí. Era tan agradable y tan terrible decir esas cosas en voz alta que pensé que tal vez estaba enferma.

La señorita Elizabeth se quedó inmóvil. Era como si estuviera esperando a que pasara una ráfaga de viento. Cuando hubo amainado y acabé, respiró hondo, aunque lo que salió de sus labios fue casi un susurro, sin fuerza.

– Te salvé la vida una vez. Te desenterré del barro. Y me lo pagas así, con unos pensamientos tan crueles…

El viento regresó como un vendaval. Grité con tal ira que la señorita Elizabeth retrocedió.

– ¡Sí, me salvó la vida! Y siempre sentiré la carga de estarle agradecida. Nunca seré igual que usted, haga lo que haga. Por muchos monstruos que encuentre y mucho dinero que gane, nunca estaré a su altura. Así pues, ¿por qué no me deja al coronel Birch? Por favor. -Estaba llorando.

La señorita Elizabeth me miró con sus penetrantes ojos grises hasta que vertí todas mis lágrimas.

– Te libero de la carga de tu gratitud, Mary -dijo-. Al menos puedo hacer eso. Te desenterré aquel día como habría hecho por cualquiera, y como toda persona que hubiera pasado por allí habría hecho. -Hizo una pausa y advertí que estaba pensando en lo que iba a decir a continuación-. Pero tengo que decirte algo -prosiguió-, no con la intención de herirte, sino para advertirte. Si esperas algo del coronel Birch te llevarás una decepción. Tuve ocasión de verlo antes de la subasta. Nos encontramos en el Museo Británico. -Se interrumpió-. Lo acompañaba una dama. Una viuda. Parecía que estuvieran comprometidos. Te lo digo para que no albergues esperanzas. Eres una chica trabajadora y no puedes aspirar a más de lo que tienes. Mary, no te vayas.

Pero ya había dado media vuelta y echado a correr, tan rápido y lejos de sus palabras como pude.


No fui a esperar la siguiente diligencia de Londres cuando llegó a Charmouth. Era una tarde agradable y había muchos turistas, y yo estaba detrás de la mesa que teníamos a la puerta de casa, vendiendo curis a los transeúntes.

No soy supersticiosa, pero tenía la certeza de que el coronel Birch vendría, pues, aunque él no lo sabía, era mi cumpleaños. Nunca había recibido un regalo de cumpleaños y por fin iba a tener uno. Mamá decía que el dinero de la subasta era el obsequio, pero para mí él era el regalo.

Cuando el reloj de la torre del mercado dio las cinco, empecé a imaginar el recorrido del coronel Birch mientras seguía vendiendo. Lo vi apearse del carruaje y alquilar un caballo en los establos, para a continuación cabalgar por la carretera hasta atajar por uno de los prados de lord Henley, cerca de Black Ven, en dirección a Charmouth Lañe. Seguiría hasta Church Street y dejaría atrás la iglesia de Saint Michael para llegar a Butter Market. Una vez allí, tan solo tendría que doblar la esquina y entraría en Cockmoile Square.

Cuando alcé la vista, apareció tal como sabía que haría, a lomos de su caballo castaño alquilado, y me miró.

– Mary -dijo.

– Coronel Birch. -Lo saludé con una profunda reverencia, como si fuera una dama.

El coronel Birch desmontó, me cogió la mano y la besó delante de los turistas que hurgaban entre las curis y los vecinos del pueblo que pasaban. No me importó. Cuando levantó la vista, inclinado todavía hacia mi mano, advertí incertidumbre tras su alegría, y supe que Elizabeth Philpot no me había mentido en lo tocante a la viuda. Pese a que me había negado a creerla, la señorita Elizabeth no era persona que mintiera. Aparté la mano con la mayor delicadeza posible. Entonces la sombra de la incertidumbre se convirtió en una auténtica llama de pena, y nos quedamos mirándonos sin hablar.

Al percibir un movimiento detrás del coronel Birch desvié la mirada de sus ojos tristes y vi a una pareja que venía cogida del brazo por Bridge Street: él, corpulento y fuerte; ella, subiendo y bajando a su lado como un barco en un mar encrespado. Era Fanny Miller, que se había casado hacía poco con Billy Day, uno de los picapedreros que me habían ayudado a sacar a los monstruos. Incluso los picapedreros se dejaban cazar. Fanny se nos quedó mirando. Cuando nuestras miradas se cruzaron, apretó el brazo de su marido y se alejó por la calle todo lo rápido que le permitió su cojera.

Entonces supe qué iba a hacer con el coronel Birch, tanto si había viuda como si no. Sería el regalo que me haría a mí misma, pues era probable que no tuviera otra ocasión. Me despedí de él con un gesto de la cabeza.

– Vaya a ver a mi madre, señor. Le está esperando. Lo veré más tarde.

No quería ver cómo entregaba el dinero. Aunque lo agradecía, no quería verlo. Solo deseaba verlo a él. Cuando hubo atado al caballo y entrado en casa, recogí las curis y a continuación eché a andar deprisa hacia Butter Market para recorrer el camino del coronel Birch al revés. Sabía que se hospedaría, como siempre, en el Queen's Arms, en Charmouth, y que por lo tanto volvería a realizar aquel trayecto. Cuando llegué al prado de lord Henley que lindaba con Charmouth Lañe, me encaminé hacia los escalones que permitían cruzar la cerca y me senté en uno a esperar.

El coronel Birch montaba a caballo con la espalda tan recta que parecía un soldadito de plomo. Como el sol estaba bajo detrás de él y proyectaba una sombra alargada delante, no le vi la cara hasta que se paró a mi lado. Cuando vio que subía hasta el peldaño superior y me mantenía en equilibrio allí, me cogió la mano para que no me cayera.

– Mary, no puedo casarme contigo -dijo.

– Lo sé, señor. No importa.

– ¿Estás segura?

– Sí. Hoy es mi cumpleaños. Cumplo veintiuno y esto es lo que deseo.

No era una buena amazona, pero ese día no me dio miedo subir a lomos del caballo ni cabalgar entre los brazos del coronel Birch.

Me llevó tierra adentro. El coronel Birch conocía los alrededores mejor que yo, pues casi nunca iba al campo, ya que me pasaba todo el tiempo en la playa. Cabalgamos entre las sombras del atardecer, iluminadas aquí y allá por haces de luz del sol, hasta la carretera principal que llevaba a Exeter. Cuando las hubimos cruzado, nos dirigimos a los campos, que comenzaban a oscurecerse. No nos susurramos palabras dulces por el camino como las parejas que se cortejan, pues no nos estábamos cortejando. Y yo me relajé entre sus brazos, ya que el caballo se bamboleaba y la silla de montar se me clavaba y tenía que concentrarme para no caerme. Pero estaba donde quería estar y no me importaba.

Nos esperaba un huerto al final del prado. Me tumbé con el coronel Birch sobre un manto de flores de manzano que cubrían el suelo como nieve. Allí averigüé que el rayo puede venir de lo más profundo del cuerpo. No me arrepiento de haberlo descubierto.

Esa noche descubrí algo más, que me vino a la cabeza después. Estaba tumbada entre sus brazos mirando el cielo, donde contaba cuatro estrellas, cuando él me preguntó:

– ¿Qué vas a hacer con el dinero que he dado a tu familia, Mary?

– Saldar las deudas y comprar una mesa.

El coronel Birch soltó una risita.

– Qué práctica eres. ¿Vas a comprarte algo para ti?

– Supongo que me compraré un sombrero. -El mío acababa de quedar aplastado bajo nuestros cuerpos.

– ¿Y algo más ambicioso?

Me quedé callada.

– Por ejemplo, podrías mudarte a una casa con una tienda más grande -continuó el coronel Birch-. Broad Street arriba, por ejemplo, hay un buen local, con una ventana grande y más luz para exponer tus fósiles. Así tendrías más clientes.

– Así pues, espera que siga buscando y vendiendo curis, ¿no, señor? Que no me case y que me dedique a llevar una tienda.

– Yo no he dicho eso.

– No pasa nada, señor. Ya sé que usted no se va a casar conmigo. Nadie quiere como esposa a alguien como yo.

– No pretendía decir eso, Mary. Me has entendido mal.

– ¿De verdad, señor?

Me aparté de su hombro dándome la vuelta y me quedé tumbada en el suelo. Parecía que el cielo se había oscurecido mientras hablábamos, y habían aparecido más estrellas.

El coronel Birch se incorporó con rigidez, pues era mayor y debía de resultarle incómodo estar tendido en el suelo. Me miró. Estaba demasiado oscuro para ver su expresión.

– Estaba pensando en tu futuro como buscadora de fósiles, no como esposa. Hay muchas mujeres (la mayoría, de hecho) que pueden ser buenas esposas, pero solo hay una como tú. Cuando organicé la subasta en Londres conocí a muchas personas que afirmaban saber mucho de fósiles: qué eran, cómo llegaron aquí, qué significaban. Pero ninguna sabe la mitad de lo que sabes tú.

– El señor Buckland sí. Y Henry de la Beche. ¿Y qué me dice de Cuvier? Aseguran que ese Frances sabe más que todos nosotros.

– Es posible, pero ninguno posee el instinto que tú tienes, Mary. Puede que seas autodidacta y que tus conocimientos procedan de la experiencia en lugar de los libros, pero no por eso son menos valiosos. Has pasado mucho tiempo con los especímenes; has estudiado su anatomía y visto sus variaciones y matices. Por ejemplo, reconoces la singularidad del ictiosaurio, que no se parece a nada que hayamos imaginado.

Pero yo no quería hablar de mí ni de curis. Había tantas estrellas ahora que no podía contarlas. Me sentía muy pequeña, clavada en el suelo contemplándolas. Empezaban a hacerme sentir insignificante.

– ¿A cuánta distancia cree que están esas estrellas?

El coronel Birch alzó la cara.

– A mucha. Más de lo que podemos imaginar.

Tal vez se debía a lo que me acababa de pasar, al rayo que había venido de dentro, que me hacía concebir pensamientos más vastos y extraños. Contemplando las estrellas tan lejanas empecé a tener la sensación de que había un hilo entre la Tierra y ellas. Había otro hilo que conectaba el pasado con el futuro, en un extremo del cual estaba el icti, muerto mucho tiempo atrás y esperando a que yo lo encontrara; ignoraba qué había en el otro extremo. Los dos hilos eran tan largos que no podía medirlos, y en el punto donde ambos se unían estaba yo. Mi vida conducía a ese momento, y luego se alejaba de nuevo, como la marea cuando alcanza el punto más alto en la playa y luego baja.

– Todo es tan grande, tan antiguo y lejano… -dije incorporándome movida por la fuerza de ese pensamiento-. Que Dios me asista, porque tengo miedo.

El coronel Birch me puso una mano en la cabeza y me acarició el cabello, que se me había enmarañado de estar tumbada en el suelo.

– No hay nada que temer -dijo-. Estás aquí conmigo.

– Solamente ahora -dije-. Solo en este momento, y luego volveré a estar sola en el mundo. Es duro cuando no tienes a quien agarrarte.

Él no tenía respuesta a mis palabras, y yo sabía que nunca la tendría. Me tumbé de nuevo y contemplé las estrellas hasta que tuve que cerrar los ojos.


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