Es raro que me sorprenda algo publicado en el Western Flying Post. La mayor parte de las noticias son predecibles: una descripción de una subasta de ganado en Bridport, una crónica de una asamblea pública para hablar del ensanchamiento de la carretera de Weymouth, o advertencias de la presencia de carteristas en la feria de Frome. Leo con cierta distancia incluso los artículos de sucesos más insólitos en los que hay vidas que sufren cambios -un hombre deportado por robar un reloj de plata, un fuego que arrasa medio pueblo-, pues me producen poca impresión. Naturalmente, si el hombre me hubiera robado el reloj a mí o medio Lyme se hubiera incendiado, tendría más interés. Aun así, leo el periódico fielmente, pues al menos me permite enterarme de lo que pasa fuera, en lugar de estar confinada en un pueblo encerrado en sí mismo.
Una tarde de mediados de diciembre Bessy me trajo el periódico cuando guardaba reposo junto a la chimenea. Rara vez caía enferma, y mi debilidad me irritaba tanto que me había vuelto tan gruñona como Bessy. Suspiré cuando lo dejó en la mesita que tenía al lado junto con una taza de té. De todos modos, era una forma de entretenerme, pues mis hermanas estaban ocupadas en la cocina preparando una gran cantidad del ungüento de Margaret para colocarlo en cestas de Navidad junto con tarros de mermelada de escaramujo. Yo había querido incluir un amonites en cada cesta, pero Margaret consideraba que no despertaban un espíritu festivo e insistió en poner conchas bonitas en su lugar. A veces me olvido de que la gente ve los fósiles como los huesos de los muertos. De hecho, es lo que son, pero suelo contemplarlos más bien como obras de arte que nos recuerdan cómo era el mundo en otra época.
Presté poca atención a lo que leí hasta que me topé con una breve nota intercalada entre las noticias de dos incendios, uno de un granero y el otro de una repostería. Decía lo siguiente:
El miércoles por la tarde Mary Anning, la conocida especialista en fósiles, cuyo trabajo ha enriquecido los Museos Británico y de Bristol, así como las colecciones privadas de muchos geólogos, encontró al este del pueblo, justo al pie del célebre Black Ven Cliff, unos restos que fueron extraídos en el curso de esa noche y la mañana siguiente para someterlos a examen, cuyo resultado es que dicho espécimen parece ser muy diferente de los ejemplares descubiertos en Lyme, tanto del ictiosaurio como del plesiosaurio, y se asemeja bastante a la estructura de una tortuga. Todavía no se ha desvelado toda la configuración ósea debido a su reciente extracción.
Serán los grandes geólogos quienes decidan el término por el que será conocida la criatura. El gran Cuvier será informado cuando todos los huesos queden al descubierto, pero seguramente será bautizada en Oxford o Londres, una vez que se haya elaborado un informe preciso. Sin duda los directores de los Museos Británico y de Bristol estarán deseosos de poseer esos vestigios del «gran Herculano».
Mary lo había encontrado por fin. Había encontrado el nuevo monstruo cuya existencia habían conjeturado ella y William Buckland, y yo tenía que enterarme por el periódico, como si no fuera nadie ni tuviera nada que ver con la joven. Incluso los del Western Flying Post se habían enterado antes que yo.
Es duro tener un altercado en un pueblo del tamaño de Lyme Regis. Lo había descubierto cuando las Philpot dejamos de relacionarnos con lord Henley: acabamos topándonos con él en todas partes, de modo que casi se convirtió en un juego esquivarlo en Broad Street, por el camino del río o en la iglesia de Saint Michael. Proporcionamos al pueblo cotilleos y diversión durante años, por lo que deberían habernos dado las gracias.
Con Mary la ruptura fue mucho más dolorosa, ya que le tenía cariño. Después de nuestra pelea en el cementerio, me arrepentí casi de inmediato de lo que había dicho y deseé haber dejado que el coronel Birch le hablara personalmente de la viuda con la que era posible que se casara. Nunca olvidaré la expresión de traición y desesperación de su rostro. Por otra parte, sus comentarios sobre mis celos, mis hermanas y mis peces me dolieron como unos latigazos cuyo escozor tarda en desaparecer.
Sin embargo, era demasiado orgullosa para ir a disculparme, y suponía que ella también. Deseaba que Bessy entrara en el salón con una mueca reveladora y anunciara que tenía visita. Pero eso no ocurrió, y una vez que hubo pasado el tiempo de la reconciliación, resultó imposible recuperar nuestra antigua relación.
No es fácil separarse de alguien, ni siquiera cuando te ha dicho cosas imperdonables. Durante al menos un año me dolía en lo más hondo verla en la playa, en Broad Street o en el Cobb. Comencé a evitar Cockmoile Square y a tomar callejones para ir a misa, y el sendero de la iglesia para ir a la playa. Ya no iba a Black Ven, donde Mary buscaba fósiles habitualmente, sino en dirección contraria, más allá del Cobb, hasta Monmouth Beach. Allí no había muchos peces fósiles y por lo tanto encontraba menos, pero al menos era más difícil toparme con ella.
No obstante, me sentía sola. Durante años Mary y yo habíamos pasado mucho tiempo juntas buscando fósiles. Algunos días no nos hablábamos durante horas, pero su presencia cercana, inclinada sobre el suelo, hurgando en el barro o abriendo rocas, era un consuelo. Cuando ahora miraba alrededor todavía me sorprendía ver que no había nadie más que yo en la playa desierta. Esa soledad me provocaba una melancolía que detestaba, y hacía comentarios mordaces para quitármela de encima. Margaret empezó a quejarse de que me había vuelto más irritable, y Bessy amenazaba con marcharse cuando me mostraba sarcástica con ella.
No solo echaba de menos a Mary en la playa. También añoraba su compañía cuando me sentaba a la mesa para sacar el contenido de mi cesta y presumir de lo que había encontrado. Ahora solo tenía oportunidad de hacerlo en las contadas ocasiones en que me visitaban Henry de la Beche, William Buckland o el doctor Carpenter, o cuando alguien venía a ver mi colección y mostraba más que un simple interés por los fósiles porque estaban de moda. Sin los conocimientos y el aliento de Mary, tenía la sensación de que mi estudio de los fósiles se estaba resintiendo.
Al mismo tiempo, tenía que ver cómo Mary se hacía cada vez más popular entre los forasteros. Estos la buscaban, y empezó a llevar a los turistas de excursión por Black Ven. Con el dinero de la subasta del coronel Birch y la fama creciente de Mary, al menos los Anning se estaban librando de las deudas que les había dejado Richard Anning muchos años antes. Mary y Molly Anning se compraron vestidos y adquirieron muebles adecuados, así como carbón para calentarse. Molly Anning dejó de hacer la colada de otras familias y empezó a llevar como es debido la tienda de fósiles, que se convirtió en un establecimiento concurrido. Debería haberme alegrado por ellos, pero tenía envidia.
Durante un tiempo me planteé incluso marcharme de Lyme e ir a vivir con mi hermana Frances y su familia, que se habían mudado hacía poco a Brighton. Cuando mencioné la posibilidad a Louise y Margaret, ambas se mostraron horrorizadas.
– ¿Cómo puedes pensar en dejarnos? -exclamó Margaret, mientras Louise se quedaba callada y pálida.
Incluso encontré a Bessy lloriqueando mientras preparaba una masa para pasteles, y tuve que tranquilizarlas a todas diciéndoles que Morley Cottage siempre sería mi casa.
Me costó mucho tiempo, pero al final me acostumbré a no disfrutar de la compañía y la amistad de Mary. Era como si la muchacha viviera en Charmouth o en Seatown o en Eype. Resultaba sorprendente que consiguiéramos evitarnos en un pueblo tan pequeño. Claro que ella estaba tan ocupada con los nuevos coleccionistas que la habría visto menos aunque no hubiera querido. Si bien me adapté a su ausencia, en mi corazón persistió un dolor sordo, como una fractura que, pese a haberse curado, todavía causa molestias en los días de lluvia.
Sin embargo, me encontré con ella una vez en que me resultó imposible escapar. Caminaba por el paseo con mis hermanas cuando vi que Mary venía en sentido contrario, seguida de un perrito blanco y negro. Ocurrió tan rápido que no pude escabullirme. Mary se sobresaltó al vernos, pero siguió avanzando hacia nosotras, como si estuviera decidida a no dejarse intimidar. Margaret y Louise la saludaron, y ella las saludó a su vez. Las dos evitamos mirarnos a los ojos.
– ¡Qué perrito más bonito! -exclamó Margaret agachándose para acariciarlo-. ¿Cómo se llama?
– Tray.
– ¿De dónde lo has sacado?
– Me lo ha regalado un amigo para que me haga compañía en la playa. -Mary se puso colorada, lo que nos reveló de qué amigo se trataba-. Solo se deja acariciar por las personas que le caen bien. Si alguien no le cae bien, gruñe.
Tray olfateó el vestido de Louise y luego el mío. Me puse rígida, creyendo que gruñiría, pero el animal me miró y se puso a jadear.
Siempre había pensado que a los perros no les caían bien las personas que no caían bien a sus dueños.
Aparte de ese encuentro, logré evitarla, aunque a veces la veía a lo lejos, seguida de Tray, en la playa o el pueblo.
Hubo una ocasión en que sentí brevemente la tentación de reanudar nuestra amistad. Pocos meses después de nuestra pelea, me enteré de que Mary había descubierto un montón de huesos desordenados que ella había unido especulando sobre su colocación, aunque el espécimen carecía de cráneo. Yo quería verlo, pero los Anning se lo vendieron al coronel Birch y se lo enviaron antes de que me armara de valor para visitar Cockmoile Square. Solo pude leer acerca de él en los artículos que publicaron Henry de la Beche y el reverendo Conybeare, en los que llamaban a esa criatura hipotética plesiosaurio, «cercano al lagarto». Tenía el cuello muy largo y unas enormes aletas, y William Buckland lo comparó con una serpiente unida al caparazón de una tortuga.
Ahora, según el periódico, Mary había hallado otro espécimen, y sentí nuevamente la tentación de visitar Cockmoile Square. Después de leer la breve nota, me asaltaron una serie de preguntas que quería plantearle. ¿Qué parte había descubierto primero? ¿Qué tamaño tenía el espécimen y en qué estado se encontraba? ¿Estaba completo? ¿Tenía cráneo? ¿Por qué había pasado toda la noche trabajando en él? ¿A quién esperaban vendérselo: al Museo Británico, al de Bristol, o al coronel Birch una vez más?
Mi deseo de verlo era tan grande que llegué a levantarme para coger mi capa. No obstante, en ese momento Bessy apareció con otra taza de té para mí.
– ¿Qué está haciendo, señorita Elizabeth? No se le ocurrirá salir con el frío que hace, ¿verdad?
– Yo…
Al mirar la cara ancha de Bessy, con sus mejillas rojas y acusado-ras, comprendí que no podía decirle a donde quería ir. Bessy se alegraba de que Mary y yo ya no fuéramos amigas, y diría muchas cosas acerca de mi deseo de visitar Cockmoile Square que yo no tenía energía para rebatir. Tampoco podía explicárselo a Margaret y Louise, que me habían animado a reconciliarme con Mary y luego, al ver que no lo hacía, habían dejado correr el asunto y nunca pronunciaban su nombre.
– Iba a la puerta a ver si ha llegado el correo -dije-. Pero me siento un poco mareada. Creo que me iré a la cama.
– Acuéstese, señorita Elizabeth. No le conviene ir a ninguna parte.
Rara es la vez que considere acertada la precaución de Bessy.
William Buckland llegó dos días después. Margaret y Louise habían ido a entregar las cestas de Navidad a varias personas, pero yo estaba todavía demasiado enferma para salir de casa. Louise me había mirado con cara de envidia cuando se marcharon; esas visitas siempre le resultaban aburridas, como a mí. Solo Margaret disfrutaba de las visitas de cortesía.
Acababa de cerrar los ojos cuando Bessy entró para anunciar que había venido a verme un caballero. Me incorporé, me froté la cara y me alisé el cabello.
William Buckland entró con paso ágil.
– ¡Señorita Philpot! -exclamó-. No se levante… Parece muy cómoda ahí, junto al fuego. No quería molestarla. Si lo desea volveré más tarde.
Sin embargo, se puso a mirar alrededor con la clara intención de quedarse, y me levanté para tenderle la mano.
– Señor Buckland, qué alegría. Hacía mucho tiempo que no lo veía. -Señalé con la mano el sillón de enfrente-. Por favor, siéntese y cuénteme qué noticias tiene. Bessy, traiga té para el señor Buckland, por favor. ¿Viene de Oxford?
– Llegué hace unas horas. -William Buckland tomó asiento-. Por fortuna el trimestre acaba de finalizar y pude partir en cuanto recibí la carta de Mary.
Se levantó de un salto -no aguantaba sentado mucho tiempo-y comenzó a pasearse de un lado a otro. Su frente, cada vez más ancha, debido a las entradas, relucía a la luz del fuego.
– Es extraordinario, ¿verdad? ¡Bendita sea Mary, ha encontrado un espécimen espectacular! Ahora contamos con una prueba incontrovertible de la existencia de otra criatura nueva sin tener que adivinar cómo era su anatomía, como en el pasado. ¿Cuántos animales antiguos más podemos hallar? -El señor Buckland cogió un erizo de mar de la repisa de la chimenea-. Está muy callada, señorita Philpot -añadió, al tiempo que lo examinaba-. ¿Qué opina? ¿Acaso no es espléndido?
– No he visto el espécimen -confesé-. Solo he leído acerca de él…, aunque en la nota del periódico pone muy poco.
El señor Buckland se me quedó mirando.
– ¿Qué? ¿No ha ido a verlo? ¿Por qué? He venido de Oxford como un rayo y usted no es capaz de bajar la colina. ¿Le apetece ir ahora? Voy a volver y puedo acompañarla. -Dejó el erizo de mar y me tendió el codo para que me agarrara.
Suspiré. Me habría resultado imposible hacer entender al señor Buckland que Mary y yo ya no teníamos nada que ver. Aunque lo consideraba un amigo, no era un hombre sensible a los sentimientos ajenos. Para el señor Buckland la vida consistía en la búsqueda de conocimiento, no en la expresión de emociones. A sus casi cuarenta años, no daba señales de que fuera a casarse, lo que no sorprendía a nadie, pues ¿qué mujer podría soportar su comportamiento imprevisible y su profundo interés por los muertos antes que por los vivos?
– Me temo que no puedo ir con usted, señor Buckland -dije-. Tengo el pecho congestionado y mis hermanas me han ordenado que me quede junto a la lumbre. -Al menos eso era verdad.
– ¡Qué lástima! -El señor Buckland volvió a sentarse.
– En el periódico pone que el hallazgo de Mary no se parece ni al ictiosaurio ni al plesiosaurio… o, cuando menos, a como se supone que era el último.
– Oh, no, es un plesiosaurio -afirmó el señor Buckland-, pero este tiene cabeza, y es exactamente como la habíamos imaginado: muy pequeña comparada con el resto del cuerpo. ¡Y las aletas! He hecho prometer a Mary que será lo primero que limpie. Pero no le he dicho por qué he venido a verla, señorita Philpot. El motivo es que quiero que convenza a los Anning de que no vendan ese espécimen al coronel Birch como hicieron con el último. El se lo vendió al Real Colegio de Cirujanos, y preferiríamos que este no fuera a parar allí también.
– ¿Lo vendió? ¿Por qué iba a hacerlo? -Clavé los dedos en los brazos del sillón. Cualquier mención al coronel Birch me ponía tensa.
El señor Buckland se encogió de hombros.
– Tal vez necesitaba el dinero. No es malo que el ejemplar se muestre en una exposición pública, pero esa institución está llena de hombres interesados en explotar los plesiosaurios de forma ramplona. Conybeare es un estudioso mucho más digno de confianza. Quizá desee llevarlo a la Sociedad Geológica para impartir una conferencia sobre él como ha hecho en otras ocasiones. Creo que mucha gente asistiría a ese acto. ¿Sabía, señorita Philpot, que en febrero seré nombrado presidente de la sociedad? Tal vez haga coincidir su conferencia con mi investidura.
– Según el Post, los Anning se están planteando venderlo al Museo de Bristol o al Museo Británico.
Me avergonzaba un poco citar la nota del periódico a alguien que había visto el espécimen con sus propios ojos. Era como describir Londres a partir de una guía turística a alguien que ha vivido allí.
– Eso revela los deseos del periódico más que los de la familia Anning -repuso William Buckland-. No, Molly Anning acaba de mencionarme al coronel Birch y se ha negado a considerar mis propuestas.
– ¿Le ha dicho usted que el coronel Birch vendió el primer espécimen, y seguramente por una bonita cantidad?
– No ha querido escucharme. Por eso he acudido a usted.
Observé mis manos. Pese a llevar mitones y aplicarme el ungüento de Margaret a diario, las tenía ásperas y agrietadas, con los dedos arrugados y barro debajo de las uñas.
– Tengo poca influencia sobre los Anning y las personas a las que deciden vender sus especímenes. La familia lleva ahora su negocio, y mi intromisión no sería bien recibida.
– No obstante, ¿lo intentará, señorita Philpot? Hable con ella. Seguro que respeta su opinión…, como hacemos todos.
Suspiré.
– Señor Buckland, si quiere que Molly Anning le escuche, ha de hablarle en la lengua que ella entiende. Nada de museos y artículos científicos, sino dinero. Busque un coleccionista que le pague bastante más que el coronel Birch y se lo venderá encantada.
El señor Buckland se quedó sorprendido, como si no se le hubiera ocurrido pensar en el dinero.
– Bueno -dijo, decidido a cambiar de tema-, he dejado en el rellano un maletín con unos peces que seguro que nunca ha visto, y la aleta dorsal de un Hybodus que le va a asombrar. ¡Tiene unos picos en la espina dorsal que parecen dientes! Venga, se lo enseñaré.
Cuando se hubo marchado volví a sentarme junto al fuego y me quedé pensando. Ahora que William Buckland había mostrado tal entusiasmo por el plesiosaurio, deseaba verlo más que nunca. Si no lo veía mientras estaba en Lyme, tal vez no tuviera otra oportunidad, sobre todo si el señor Buckland encontraba un comprador privado que lo guardara en su casa, inaccesible para alguien como yo.
Durante las semanas siguientes Mary estaría limpiando y preparando el espécimen; se separaría de él en contadas ocasiones, difíciles de predecir. No sabía cómo podía llegar hasta él sin verla a ella. Pero no podía ver a Mary. Me había acostumbrado a evitarla, a no pensar en el sentimiento de superioridad que experimentaba respecto a mí. No quería volver a abrir esa herida.
Sin embargo, el domingo se me presentó una oportunidad inesperada. Caminábamos por Coombe Street en dirección a la iglesia de Saint Michael cuando vi que los tres Anning entraban en la capilla congregacionalista. Estaba acostumbrada a ver a Mary a lo lejos. Ya no me entraban ganas de echar a correr, pues ella también hacía todo lo posible por eludirme.
Una vez en la iglesia, me senté con mis hermanas y Bessy, y mientras el reverendo Jones pronunciaba una oración acompañado de los fieles, pensé en la casa vacía de los Anning, justo a la vuelta de la esquina.
Empecé a toser, primero de forma aislada y luego con mayor insistencia, hasta que pareció que tenía un picor persistente en la garganta del que no lograba librarme. Los parroquianos se removían en sus bancos y echaban ojeadas alrededor, y Margaret y Louise me miraban con preocupación.
– Me duele la garganta a causa del frío -susurré a Louise-. Será mejor que me vaya a casa. Quedaos vosotras… No me pasará nada.
Salí al pasillo antes de que pudieran protestar. El reverendo Jones observó cómo me marchaba a toda prisa, y juraría que sabía que estaba anteponiendo los fósiles a la iglesia.
Una vez fuera descubrí que Bessy me había seguido.
– Oh, Bessy, no hace falta que me acompañe -dije-. Vuelva dentro.
Bessy negó con la cabeza tercamente.
– No, señora. Tengo que encender la lumbre para que no se enfríe.
– Puedo encenderla yo. Lo hago algunos días cuando me levanto antes que usted, como bien sabe.
Bessy frunció el entrecejo, molesta porque le había recordado que a veces la pillaba en falta.
– La señorita Margaret me ha dicho que vaya con usted -murmuró.
– Pues vuelva dentro y dígale a Margaret que la he mandado yo. Seguro que prefiere quedarse para saludar a sus amigas luego, ¿verdad?
Me había fijado en que los chismorreos entre las criadas después de misa eran muy animados.
Advertí que Bessy se sentía tentada, pero debido a su desconfianza natural me miró de hito en hito con los ojos entornados.
– No pensará ir a la playa, ¿verdad, señorita Elizabeth? Porque, con el resfriado que tiene, no se lo voy a permitir. ¡Y es domingo!
– Por supuesto que no. La marea está alta. -No tenía ni idea del estado del mar.
– Ah.
Aunque llevaba casi veinte años viviendo en Lyme, el comportamiento de las mareas seguía siendo un misterio para Bessy. Con unas cuantas palabras más la convencí de que volviera a entrar en la iglesia.
Cockmoile Square y Bridge Street estaban desiertas, puesto que la mayor parte del pueblo se encontraba en la iglesia o durmiendo. No podía vacilar, o me pillarían o bien perdería el valor. Bajé presurosa por la escalera del taller de Mary, saqué la llave de reserva que había visto esconder a Molly Anning debajo de una piedra, abrí la puerta y entré. Sabía que no debía hacer aquello, que era mucho peor que acudir a escondidas a la subasta del museo de Bullock en Londres, pero no podía evitarlo.
Oí un gañido. Tray se acercó a mí y me olfateó los pies meneando el rabo. Vacilé un instante antes de acariciarlo. Tenía el pelo áspero como la cascara de un coco y cubierto de polvo de caliza liásica, como perro de los Anning que era.
Lo esquivé para mirar el plesiosaurio, cuyas partes estaban extendidas en el suelo. Tenía unos dos metros y setenta centímetros de longitud y la mitad de anchura, que abarcaba la envergadura de sus enormes aletas con forma de rombo. Su cuello de cisne representaba una gran parte de su longitud, y al final había un cráneo que sorprendía por su pequeño tamaño, de aproximadamente trece centímetros de largo. El cuello era tan largo que resultaba incongruente. ¿Podía tener un animal el cuello más largo que el resto del cuerpo? Deseé haber llevado mi libro de anatomía de Cuvier. El cuerpo era una masa cilíndrica de costillas, rematado por una cola mucho más corta que el cuello. En conjunto tenía un aspecto tan inverosímil como el ictio-saurio con su enorme ojo. Mirándolo me estremecí y sonreí al mismo tiempo. También me sentí profundamente orgullosa de Mary. Fueran cuales fuesen nuestras diferencias, me alegraba mucho de que hubiera hallado algo que nadie había encontrado antes.
Lo rodeé sin dejar de mirarlo hasta saciarme, pues era poco probable que volviera a verlo. Luego eché un vistazo al taller, en el que tanto tiempo había pasado y que no veía desde hacía unos años. No había cambiado. Seguía habiendo pocos muebles, mucho polvo y cajas rebosantes de fósiles a la espera de atención. Encima de una de esas pilas descansaba un fajo de papeles con la letra de Mary. Eché una ojeada a la primera hoja y luego cogí el montón y me puse a hojearlo. Era una copia de un artículo que el reverendo Conybeare había escrito sobre los especímenes de Mary para la Sociedad Geológica. Se componía de veintinueve páginas de texto y ocho de ilustraciones, que Mary había reproducido concienzudamente. Debía de haber dedicado semanas enteras a la tarea, noche tras noche. Yo no había visto ese artículo, y no pude por menos de leer algunos fragmentos y desear llevarme prestada su copia.
Sin embargo, no podía quedarme todo el día en el taller leyéndolo. Salté al final para leer la conclusión y allí descubrí una nota escrita con letra pequeña al pie de la última página. Rezaba así: «Cuando escriba un artículo solo habrá un prólogo».
Al parecer Mary se sentía lo bastante segura para criticar la verborrea del reverendo Conybeare. Es más, tenía pensado escribir su propio artículo científico. Su osadía me hizo sonreír.
Entonces Tray ladró, la puerta se abrió y apareció Joseph Anning en la entrada. Podría haber sido peor. Podría haber sido Molly Anning, cuyo recelo inicial hacia mí se habría reavivado. Claro que también podría haber sido Mary, ante la cual no habría podido justificar aquella intromisión.
Aun así, era terrible. Nadie entra en casa ajena a menos que sea un ladrón. Ni siquiera una solterona inofensiva hace tal cosa.
– Joseph, yo… yo… lo siento mucho -dije tartamudeando-. Quería ver lo que ha encontrado Mary. Sabía que no podía venir cuando ella estuviera aquí; habría sido demasiado incómodo para ambas. No debería haber entrado. Es imperdonable, lo siento.
Habría salido corriendo, pero Joseph permanecía en la entrada, y la luz detrás de él mantenía su cara en la sombra, de tal forma que no podía ver su expresión, si es que tenía alguna. Joseph Anning se caracterizaba por no mostrar nunca sus emociones.
Se quedó muy quieto por un momento. Cuando por fin avanzó un paso, no tenía el entrecejo fruncido, como era de esperar. Tampoco sonreía. Sin embargo, fue educado.
– He vuelto a por otro chal para mamá. En la capilla hace frío. -Resultaba extraño que Joseph considerara que me debía una explicación por estar allí-. Bueno, ¿qué le parece, señorita Philpot? -añadió señalando con la cabeza el plesiosaurio.
Yo no esperaba que se mostrara tan razonable.
– Es realmente extraordinario.
– Yo lo detesto. No es natural. Me alegraré cuando desaparezca. -Aquel era Joseph de pies a cabeza.
– El señor Buckland me ha dicho que ha estado en contacto con el duque de Buckingham, que está interesado en comprarlo.
– Puede. Mary tiene otros planes.
Me aclaré la garganta.
– No… ¿El coronel Birch? -No quería oír la respuesta.
Pero Joseph me sorprendió.
– No. Mary lo ha dejado correr; sabe que no se casará con ella.
– Ah. -Me sentí tan aliviada que estuve a punto de reír-. ¿Quién, entonces?
– No quiere decirlo, ni siquiera a mamá. Últimamente se le han subido mucho los humos. -Joseph negó con la cabeza en señal de desaprobación-. Mandó una carta y dijo que teníamos que esperar la respuesta antes de decirle nada al señor Buckland.
– Qué raro.
Joseph cambió el peso del cuerpo de un pie a otro.
– Tengo que volver a la capilla, señorita Philpot. Mi madre necesita el chal.
– Desde luego.
Eché un último vistazo al plesiosaurio y dejé el artículo que había copiado Mary sobre el montón de piedras de la caja. Al hacerlo mis ojos divisaron la cola de un pez. Luego vi una aleta, y otra cola, y me di cuenta de que la caja estaba llena de peces fósiles. Entre ellos había pegado un trozo de papel con las letras EP escritas por Mary. Los guardaba para mí. Debía de pensar que un día volveríamos a ser amigas, que me perdonaría y yo también querría perdonarla. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
Joseph se apartó para que pudiera salir. Me detuve al pasar junto a él.
– Joseph, te agradecería mucho que no les dijeras a Mary ni a tumadre que he estado aquí. No hay necesidad de disgustarlas, ¿verdad?
Joseph asintió con la cabeza.
– De todas formas le debo un favor.
– ¿Por qué?
– Fue usted la que recomendó que me hiciera aprendiz después de vender el coco. Es lo mejor que me ha pasado en la vida. Pensé que cuando empezara no tendría que buscar curis nunca más, pero siempre hay algo que me hace volver. Cuando vendamos este… -añadió señalando con la cabeza el plesiosaurio-, pienso dejar las curis para siempre. Me dedicaré a la tapicería y nada más. Estaré encantado si no tengo que volver a la playa. Así que guardaré el secreto, señorita Philpot.
Joseph esbozó una breve sonrisa; la única que he visto en su cara. El gesto sacó a la luz el atractivo heredado de su padre.
– Espero que seas muy feliz -dije, pronunciando las palabras que no había sido capaz de decir a su hermana.
Llamaron a la puerta de casa cuando estábamos comiendo. Fueron unos golpes tan repentinos y sonoros que las tres nos sobresaltamos, hasta el punto de que Margaret volcó su sopa de berros.
Por lo general dejábamos que Bessy acudiera a la puerta con sus andares pesados, pero había tal apremio en aquellos golpes que Louise se levantó de un brinco y recorrió el pasillo a toda prisa para abrir. Margaret y yo no vimos a quién hizo pasar, pero oímos cuchicheos en el pasillo. Al cabo Louise asomó la cabeza por la puerta.
– Molly Anning ha venido a vernos -anunció-. Dice que esperará a que acabemos de comer. La he dejado calentándose junto a la lumbre. Voy a decirle a Bessy que avive el fuego.
Margaret se levantó de un salto.
– Voy a llevarle un plato de sopa a la señora Anning.
Miré el mío. No podía quedarme sentada comiendo mientras un Anning esperaba en la otra habitación. Me levanté también, pero me detuve indecisa en la puerta del salón.
Louise acudió en mi rescate, como de costumbre.
– Coñac, tal vez -dijo al pasar a mi lado, seguida de una Bessy rezongona.
– Sí, sí. -Fui a buscar la botella y una copa.
Molly Anning estaba sentada junto al fuego, inmóvil, el centro de toda la actividad que se desarrollaba en torno a ella, como cuando había venido a vernos con la carta dirigida al coronel Birch. Bessy atizaba el fuego y miraba con expresión ceñuda las piernas de nuestra visitante, que consideraba un estorbo. Margaret le colocaba una mesita al lado para la sopa, mientras Louise movía el cubo del carbón. Yo rondaba con la botella de coñac, pero Molly Anning negó con la cabeza cuando le ofrecí. No dijo nada mientras comía la sopa, sorbiéndola como si no le gustaran los berros y la engullera solo para complacernos.
Mientras rebañaba el plato con un trozo de pan, noté las miradas de mis hermanas posadas sobre mí. Habían hecho su papel y ahora esperaban que yo hiciera el mío. Sin embargo, era incapaz de despegar los labios. Hacía mucho tiempo que no hablaba con Mary ni con su madre.
Me aclaré la garganta.
– ¿Ocurre algo, Molly? -logré decir finalmente-. ¿Están bien Joseph y Mary?
Molly Anning tragó el último trozo de pan y se pasó la lengua por los labios.
– Mary está en cama -dijo.
– Vaya por Dios, ¿está enferma? -preguntó Margaret.
– No, es tonta, nada más. Tenga.
Sacó del bolsillo una carta arrugada y me la entregó. La abrí y la alisé. Nada más echarle una ojeada vi que era de París. Reparé en las palabras «plesiosaurio» y «Cuvier», pero no me atrevía a leer el contenido. No obstante, como Molly parecía esperar que lo hiciera, no me quedó más remedio.
Jardín du Roi
Musée National d'Histoire Naturelle
París
Estimada señorita Anning:
Le agradezco la carta que envió al barón de Cuvier referente a la posible venta al museo del espécimen que ha descubierto en Lyme Regis, y que considera que podría ser un esqueleto casi completo de plesiosaurio. El barón de Cuvier ha examinado con interés el dibujo que adjuntó y opina que ha unido usted dos ejemplares distintos, tal vez la cabeza de una serpiente de mar y el cuerpo de un ictiosaurio. El estado desordenado de las vértebras situadas justo por debajo de la cabeza parece indicar la desunión de los dos especímenes.
El barón de Cuvier sostiene que la estructura del citado plesiosaurio se aparta de algunas de las leyes anatómicas que él mismo ha establecido. En concreto, el número de vértebras es demasiado grande para un ejemplar como ese. La mayoría de los reptiles tienen entre tres y ocho vértebras cervicales, pero, según su dibujo, su criatura parece tener al menos treinta.
Dadas las dudas del barón de Cuvier respecto al espécimen, no consideraremos su compra. Tal vez en el futuro su familia tenga más cuidado al recoger y presentar especímenes, mademoiselle.
Atentamente,
JOSEPH PENTLAND
Ayudante del barón de Cuvier
Lancé al suelo la carta.
– ¡Es indignante!
– ¿Qué pasa? -preguntó Margaret, participando del dramatismo.
– Georges Cuvier ha visto un dibujo del plesiosaurio de Mary y ha acusado a los Anning de falsificación. Cree que la anatomía del animal es imposible y dice que Mary debe de haber unido dos especímenes distintos.
– La muy tonta se lo ha tomado como un insulto -explicó Molly Anning-. Dice que ese Frances ha arruinado su reputación como buscadora de fósiles. Por eso se ha metido en la cama y dice que ya no tiene motivos para levantarse a buscar curis, porque nadie las va a comprar. Está tan mal como cuando esperaba que el coronel Birch le escribiera. -Molly Anning me miró de reojo para evaluar mi reacción-. He venido a pedirle que me ayude a sacarla de la cama.
– Pero…
¿Por qué me lo pide a mí?, tenía ganas de preguntar. ¿Por qué no a otra persona? Sin embargo, tal vez Mary no tuviera más amigas a las que su madre pudiera acudir. Nunca la había visto con otras personas de Lyme de su edad y de su misma clase.
– El problema -comencé a decir-es que puede que Mary tenga razón. Si el barón de Cuvier cree que el plesiosaurio es una falsificación y hace pública su opinión, la gente podría dudar de los otros especímenes. -Molly Anning no pareció reaccionar ante esa idea, de modo que me expresé con mayor claridad-. Es posible que vean disminuir las ventas si la gente se pregunta por la autenticidad de los fósiles de los Anning.
Por fin logré que Molly Anning me entendiera, pues me lanzó una mirada colérica, como si fuera yo quien hubiera insinuado tal cosa.
– ¡Cómo se atreve ese Frances a amenazar nuestro negocio! Tendrá usted que ajustarle las cuentas.
– ¿Yo?
– Habla Frances, ¿no? Conoce la lengua, y yo no, así que tendrá que escribirle.
– Pero esto no tiene nada que ver conmigo.
Molly Anning se limitó a mirarme, al igual que mis hermanas.
– Molly -añadí-, Mary y yo no hemos tenido mucha relación en los últimos años…
– ¿Y a qué se debe? Mary nunca me lo ha dicho.
Miré alrededor. Margaret se había inclinado hacia delante en la silla, y Louise me lanzaba la mirada de los Philpot, ambas esperando a que hablara, pues nunca había dado una explicación suficiente del motivo de nuestra ruptura.
– Mary y yo… no estamos de acuerdo en algunas cosas.
– Pues ahora puede hacer las paces con ella ajustándole las cuentas a ese Frances -declaró Molly Anning.
– Dudo que pueda hacer algo. Cuvier es un científico poderoso y muy respetado, mientras que ustedes son… -Una familia pobre y trabajadora, quería decir, pero me abstuve. No hacía falta decirlo para que Molly Anning entendiera a qué me refería-. De todas formas, a mí tampoco me escuchará, ya le escriba en Frances o en nuestra lengua. No sabe quién soy. De hecho, no soy nadie para él. -Ni para la mayoría de la gente, pensé.
– Podría escribirle un hombre -propuso Margaret-. El señor Buckland, por ejemplo. El conoce a Cuvier, ¿no?
– Tal vez debería escribir al coronel Birch para pedirle que le escriba él -apuntó Molly Anning-. Estoy segura de que lo haría.
– El coronel Birch no. -Empleé un tono tan brusco que las tres me miraron-. ¿Sabe alguien más que Mary ha escrito a Cuvier?
Molly Anning negó con la cabeza.
– Entonces, ¿nadie más está al corriente de su respuesta?
– Solo Toe, pero él no va a decir nada.
– Bueno, ya es algo.
– Pero la gente se enterará. Al final el señor Buckland y el reverendo Conybeare y el señor Konig y todos esos hombres a los que vendemos curis sabrán que ese Frances cree que los Anning somos unos farsantes. ¡Puede que el duque de Buckingham se entere y no nos pague!
A Molly Anning empezaron a temblarle los labios, y temí que fuera a echarse a llorar; una imagen que no creía pudiera soportar.
Para evitarlo dije:
– Molly, voy a ayudarles. Tranquila, no llore. Nosotras nos ocuparemos.
No tenía ni idea de lo que iba a hacer, pero pensé en la caja llena de peces fósiles del taller de Mary, esperando a que me ablandara, y supe que debía intervenir. Medité un momento.
– ¿Dónde está ahora el plesiosaurio?
– A bordo del Dispatch, rumbo a Londres, si no ha llegado ya. El señor Buckland lo llevó al puerto. Y el reverendo Conybeare se encargará de recogerlo. Este mes pronunciará un discurso en la cena anual de la Sociedad Geológica.
– Ah.
De modo que ya lo habían enviado. Los hombres estaban ahora a cargo de él. Tendría que acudir a ellos.
Margaret y Louise creían que me había vuelto loca. Ya era bastante grave que quisiera viajar a Londres en lugar de limitarme a escribir una carta contundente, pero ir en invierno, y en barco, era una locura. Sin embargo, hacía tan mal tiempo, y las carreteras estaban tan llenas de barro, que solo los coches correo llegaban a Londres, pero hasta estos sufrían retrasos, y además estaban llenos. El barco era un medio de transporte más rápido, y el que salía todas las semanas zarpaba justo cuando a mí me venía bien.
Por otra parte, sabía que los hombres a los que deseaba ver estarían cegados por su interés por el plesiosaurio y no prestarían atención a mi carta, por muy elocuente o apremiante que fuera. Debía verlos en persona para convencerlos de que ayudaran a Mary enseguida.
Lo que no dije a mis hermanas era que me hacía ilusión ir. Sí, me daban miedo el barco y el estado del mar. Haría frío y la travesía sería agitada, y tal vez estuviera mareada la mayor parte del tiempo, pese al tónico contra los mareos que me había preparado Margaret. Al ser la única mujer a bordo, dudaba que fuera a contar con la solidaridad o el consuelo de la tripulación o los demás pasajeros.
Además, no tenía ni idea de si mi intervención cambiaría la situación de Mary. Solo sabía que me había invadido la ira al leer la carta de Joseph Pentland. Mary había sido muy generosa durante mucho tiempo y obtenido muy pocas ganancias -aparte de la subasta repentina y disparatada del coronel Birch-, mientras los demás se quedaban con lo que ella encontraba y se hacían famosos como filósofos naturales. William Buckland daba clases sobre las criaturas en Oxford, Charles Konig las había llevado al Museo Británico y había recibido elogios por ello, el reverendo Conybeare e incluso nuestro estimado Henry de la Beche pronunciaban conferencias en la Sociedad Geológica y publicaban artículos sobre ellas. Konig había tenido el privilegio de poner nombre al ictiosaurio, y Conybeare al plesiosaurio. Ninguno de ellos habría tenido nada a lo que poner nombre sin Mary. No podía quedarme de brazos cruzados viendo cómo aumentaban las sospechas en torno a las aptitudes de Mary cuando aquellos hombres sabían que la muchacha los superaba a todos.
También tenía intención de hacer las paces con Mary. Al menos iba a pedirle que perdonara mis celos y mi desprecio.
Pero había algo más. Aquella era una oportunidad de tener una aventura en una vida poco aventurera. Nunca había viajado sola, pues siempre iba con mis hermanas, mi hermano u otros familiares, o bien con amigos. Pese a que su compañía me brindaba seguridad, también era un fastidio que a veces amenazaba con asfixiarme. Así pues, me sentía muy orgullosa observando desde la cubierta del Unity -el mismo barco que había llevado el ictiosaurio del coronel Birch a Londres-cómo Lyme y mis hermanas empequeñecían hasta desaparecer y dejarme sola.
Navegamos directamente mar adentro en lugar de bordear la costa, pues había que sortear la peligrosa isla de Portland. Por lo tanto, no llegué a ver de cerca los lugares que conocía bien: Golden Cap, Bridport, Chesil Beach, Weymouth. Una vez que dejamos atrás Portland, seguimos mar adentro hasta rodear la isla de Wight antes de acercarnos finalmente a la costa.
La travesía por mar era muy diferente de los viajes en diligencia a Londres, en los que Margaret, Louise y yo íbamos apretujadas entre desconocidos dentro de una caja mal ventilada, que traqueteaba, daba sacudidas y se detenía cada dos por tres para cambiar de caballos. Era un acto colectivo, y tan incómodo que, a medida que envejecía, tardaba cada vez más días en recuperarme.
Viajar a bordo del Unity era una experiencia mucho más solitaria. Me sentaba sobre un pequeño barril en cubierta, apartada, y observaba cómo la tripulación trabajaba con las cuerdas y las velas. No tenía ni idea de lo que hacían, pero los gritos que se dirigían unos a otros y la seguridad con que realizaban sus tareas disipaban el temor que me producía estar en el mar. Además, me olvidaba de las preocupaciones de la vida diaria, y lo único que se esperaba de mí era que no estorbara a los hombres. No solo no me mareaba, ni siquiera cuando el barco se movía mucho, sino que además me lo estaba pasando muy bien.
Me había angustiado el hecho de ser la única mujer en el barco -los otros tres pasajeros eran hombres que tenían negocios en Londres-, pero la mayor parte del tiempo pasaba inadvertida, si bien el capitán era bastante amable, aunque taciturno, cuando cenaba con él por las noches. Nadie parecía sentir la más mínima curiosidad por mí, aunque un pasajero -un hombre de Honiton-habló gustosamente de fósiles cuando se enteró de mi interés por el tema. Sin embargo, no le dije nada del plesiosaurio, ni de la visita que tenía previsto hacer a la Sociedad Geológica. El solo sabía de lo básico -amonites, belemnites, crinoideos, Gryphaeas-y tenía pocas cosas provechosas que decir, pero se aseguraba de decirlas todas. Por suerte, no soportaba el frío y se quedaba bajo cubierta muy a menudo.
Hasta que embarqué en el Unity, siempre había pensado en el mar como una frontera que me mantenía en mi lugar en tierra. Ahora, sin embargo, se convirtió en un espacio abierto. De vez en cuando veía otra embarcación, pero la mayor parte del tiempo no había más que cielo y agua en movimiento. A menudo miraba al horizonte, sumida en una calma silenciosa por el ritmo del mar y por la vida en el barco. Proporcionaba una extraña satisfacción escrutar aquella línea lejana, que me recordaba que pasaba gran parte de mi vida en Lyme buscando fósiles con la vista clavada en el suelo. Esa búsqueda constante puede limitar la perspectiva de una persona. A bordo del Unity no me quedaba más remedio que ver el ancho mundo y mi lugar en él. A veces imaginaba que estaba en la playa y miraba el barco, y que veía en la cubierta una figura menuda de color malva que observaba, atrapada entre el cielo gris claro y el mar gris oscuro, cómo el mundo pasaba ante sí, sola y tenaz. No esperaba sentirme así, pero nunca había sido tan feliz.
Soplaban vientos suaves, pero avanzábamos de forma continua aunque lenta. La primera vez que vi tierra fue el segundo día, cuando los acantilados de creta del este de Brighton aparecieron destellando. Hicimos una breve escala allí para descargar tela de la fábrica de Lyme, y me planteé preguntar al capitán Pearce si podía desembarcar para ver a mi hermana Frances. Sin embargo, para gran sorpresa mía, en verdad no sentía el menor deseo de hacerlo, ni de mandarle un mensaje para informarla de que estaba allí, sino que quería quedarme a bordo viendo a los habitantes de Brighton caminar de un lado a otro por el paseo marítimo. Aunque Frances hubiera aparecido por allí, no sé si la habría llamado. Prefería no alterar el delicioso anonimato de estar en la cubierta sin nadie que me buscara.
Al tercer día habíamos dejado atrás Dover, con sus inhóspitos acantilados blancos, y bordeábamos el cabo de Ramsgate cuando vimos por babor un barco encallado en un banco de arena. Mientras nos acercábamos oí a un miembro de la tripulación decir que era el Dispatch, el barco que transportaba el plesiosaurio de Mary.
Busqué al capitán.
– Oh, sí, es el Dispatch -me confirmó-. Ha encallado en Goodwin Sands. Debió de intentar virar demasiado bruscamente.
Parecía indignado y carente de toda solidaridad mientras ordenaba a los hombres que echaran el ancla. Poco después dos marineros partieron en un bote hacia el barco escorado, donde se reunieron con unos cuantos hombres que habían aparecido en la cubierta. Los marineros hablaron con ellos unos minutos antes de volver remando. Me incliné para tratar de oír lo que decían al capitán.
– ¡Ayer transportaron el cargamento a la costa! -vociferó uno-. Lo llevarán por tierra a Londres.
Al oír esas palabras la tripulación prorrumpió en abucheos, pues no tenían un gran respeto por los viajes por tierra, tal como había descubierto durante la travesía. Les parecían lentos, agitados y sucios a causa del barro. Otros -los cocheros, por ejemplo-podían replicar que el mar era lento, agitado y húmedo.
Fuera quien fuese quien tuviera razón, el plesiosaurio de Mary se encontraba ahora en medio de un largo convoy de carros que avanzaban ruidosamente por Kent hacia Londres. Pese a haber partido una semana antes que yo, el espécimen probablemente llegaría a Londres después, demasiado tarde para la reunión de la Sociedad Geológica.
Arribamos a Londres en la madrugada del cuarto día y atracamos en un muelle de Tooley Street. La relativa calma que había reinado a bordo dio paso al caos del desembarque a la luz de las antorchas, de los silbidos y los gritos, de los coches y los carros que se alejaban traqueteando llenos de personas y cargamento. Era todo un impacto para los sentidos después de cuatro días en los que habíamos seguido el ritmo constante de la naturaleza. La gente, el ruido y las luces también me recordaron que había ido a Londres por un motivo, no para disfrutar del anonimato y la soledad mientras contemplaba el vasto horizonte.
Permanecí en la cubierta escudriñando el muelle en busca de mi hermano, pero no estaba. La carta que le había enviado justo en el momento de partir debía de haberse quedado por el camino, encallada en el barro, y debía de haber perdido su carrera contra mí. Aunque nunca había estado en los muelles de Londres, había oído hablar de ellos, de lo atestados que estaban, de lo sucios y peligrosos que eran, sobre todo para una dama sola a la que no esperaba nadie. Tal vez debido a la oscuridad, que lo volvía todo más misterioso, los hombres que descargaban el Unity, incluso los marineros a los que había llegado a conocer a bordo, me parecían ahora mucho más violentos y duros.
No sabía si desembarcar. Sin embargo, no había nadie a quien acudir en busca de ayuda: los demás pasajeros -incluso el hombre presuntuoso de Honiton-se habían marchado con una prisa poco caballerosa. Podría haberme dejado llevar por el pánico. Antes del viaje tal vez lo hubiera hecho. Pero algo había cambiado en mí durante el tiempo que había pasado en la cubierta observando el horizonte: ahora era responsable de mí misma. Era Elizabeth Philpot y coleccionaba peces fósiles. I,os peces no siempre son bonitos, pero tienen una forma agradable, son prácticos y destacan por sus ojos. No hay nada vergonzoso en ellos.
Cogí mi maleta y bajé del barco entre una veintena de hombres ajetreados, muchos de los cuales me silbaban y gritaban. Antes de que alguno pudiera hacer algo más que chillar, me dirigí a toda prisa a la aduana, aunque tambaleándome debido a la impresión de estar de nuevo en tierra.
– Me gustaría pedir un coche de caballos, por favor -dije a un sorprendido oficinista, al que interrumpí cuando estaba marcando artículos de una lista. Tenía un bigote que se agitaba como una polilla sobre su boca-. Esperaré aquí mientras va a buscarlo -añadí dejando en el suelo la maleta.
No adelanté la barbilla ni apreté la mandíbula, sino que le dirigí la mirada de los Philpot.
Me buscó un coche.
Las oficinas de la Sociedad Geológica se hallaban en Covent Garden, no muy lejos de la casa de mi hermano, pero para llegar había que pasar por Saint Giles y Seven Dials, con sus mendigos y ladrones, y no me entusiasmaba la idea de ir a pie. Por consiguiente, la tarde del 20 de febrero de 1824 esperaba en un coche de caballos frente al número 20 de Bedford Street, con mi sobrino Johnny al lado. Había nieve en la calle y nos arrebujábamos en la capa para protegernos del frío.
A mi hermano le horrorizó que hubiera viajado a Londres en barco a causa de Mary. Cuando se despertó en plena noche y me vio en la puerta, se quedó tan sorprendido que casi me arrepentí de haber ido. Arrumbadas discretamente en Lyme, mis hermanas y yo rara vez le dábamos motivos de preocupación, y no me gustaba hacerlo ahora.
John hizo todo cuanto pudo para convencerme de que no fuera a la Sociedad Geológica, salvo prohibírmelo expresamente. Al parecer solo estaba dispuesto a permitirme actuar de forma extraña una vez, cuando me acompañó a ver los artículos de la subasta del coronel Birch. Afortunadamente no había descubierto que también había asistido a la subasta. No quería ayudarme en una acción tan extravagante y arriesgada.
– No te dejarán entrar porque eres una mujer y sus estatutos no lo permiten -comenzó, empleando primero el argumento legal. Estábamos en su estudio, con la puerta cerrada, como si John intentara proteger a su familia de mí, su imprevisible hermana-. Incluso en el caso de que te dejen entrar, no te escucharán porque no eres un miembro. Por lo tanto -añadió levantando una mano cuando yo traté de interrumpirlo-, no tienes derecho a hablar ni a defender a Mary. No te corresponde a ti hacerlo.
– Es mi amiga -repuse-, y si yo no me pongo de su parte nadie más lo hará.
John me miró como si fuera una cría que intentara convencer a la niñera de que le dejara comer más pudin.
– Has sido una insensata, Elizabeth, Has venido hasta aquí y has enfermado por el camino…
– No es más que un resfriado.
– … por el camino, y has hecho que nos preocupáramos sin necesidad. -Ahora recurría al sentimiento de culpa-. Y todo en balde, porque no vas a conseguir que te escuchen.
– Al menos puedo intentarlo. Lo que sería una insensatez es venir hasta aquí y no intentarlo siquiera.
– ¿Qué quieres exactamente de esos hombres?
– Quiero recordarles que Mary emplea métodos cuidadosos para encontrar y conservar fósiles, y convencerlos de que accedan a defenderla públicamente del ataque de Cuvier contra su reputación.
– No lo harán -aseguró John deslizando un dedo por la espiral del nautilo que hacía las veces de pisapapeles-. Puede que defiendan el plesiosaurio, pero se negarán a hablar de Mary. Ella solo busca fósiles.
– ¡Que solo busca fósiles! -Me interrumpí.
John era un abogado de Londres, con una forma determinada de pensar. Yo era una solterona terca de Lyme, con opiniones propias. No conseguiríamos ponernos de acuerdo ni ninguno de los dos lograría convencer al otro. De todas formas, él no era mi objetivo; debía reservar mis palabras para hombres más importantes.
John no se avendría a acompañarme a la reunión, de modo que no se lo pedí, sino que recurrí a otra opción: mi sobrino. Johnny era ahora un joven alto y larguirucho que destacaba por sus pies, tenía un cariño residual a su tía y una viva afición por las travesuras. No había contado a sus padres que me había descubierto escabulléndome de la casa para ir a la subasta celebrada en el museo de Bullock, y ese secreto compartido nos unía. En esa intimidad confiaba ahora para que me ayudara.
Tuve suerte, pues John y mi cuñada iban a cenar fuera la noche del viernes en que tendría lugar la reunión de la Sociedad Geológica. No le había dicho cuándo se iba a celebrar el acto, que él creía que sería la semana siguiente. El día de la cena me fui a la cama por la tarde, aduciendo que el resfriado había empeorado. Mi cuñada frunció los labios, un gesto que indicaba claramente que desaprobaba mi insensatez. No le gustaban las visitas inesperadas ni los problemas que, pese a mi vida tranquila en Lyme, parecían seguirme. Detestaba los fósiles, el desorden y las preguntas sin respuesta. Cada vez que yo sacaba a colación temas como la posible edad de la tierra, retorcía las manos en su regazo y cambiaba de tema en cuanto se lo permitía su educación.
Cuando ella y mi hermano se hubieron marchado, salí sigilosamente de mi habitación y fui a buscar a Johnny para explicarle qué necesitaba de él. Se puso a la altura de las circunstancias de forma admirable: para justificar su salida inventó una excusa que satisficiera a los criados y fue a buscar un coche en el que me metió a toda prisa sin que nadie de la casa lo descubriera. Era ridículo que yo tuviera que llegar a ese extremo para emprender cualquier acción que se saliera de lo normal.
Sin embargo, era un alivio tener compañía. Ahora estábamos en Bedford Street sentados en el coche, frente a la sede de la Sociedad Geológica, después de que Johnny hubiera ido a comprobar que sus miembros todavía estaban cenando en las habitaciones del primer piso. A través de las ventanas delanteras veíamos las luces encendidas y alguna que otra cabeza inclinada. La reunión formal comenzaría dentro de media hora aproximadamente.
– ¿Qué hacemos, tía Elizabeth? -preguntó Johnny-. ¿Asaltamos la ciudadela?
– No, esperaremos. Todos se levantarán para que puedan retirar los platos. En ese momento entraré a buscar al señor Buckland. Van a nombrarlo presidente de la sociedad, y estoy segura de que me escuchará.
Johnny se recostó y apoyó los pies en el asiento de enfrente. Si yo hubiera sido su madre, le habría dicho que los bajara, pero lo bueno de ser tía es que puedes disfrutar de la compañía de tu sobrino sin tener que preocuparte por su comportamiento.
– Tía Elizabeth, no me ha dicho por qué es tan importante ese plesiosaurio -dijo-. Entiendo que quiera defender a la señorita Anning, pero ¿por qué está todo el mundo tan entusiasmado con esa criatura?
Me estiré los guantes y me coloqué bien la capa sobre los hombros.
– ¿Te acuerdas de cuando eras un niño y te llevamos al Egyptian Hall a ver los animales?
– Sí, me acuerdo del elefante y del hipopótamo.
– ¿Te acuerdas del cocodrilo de piedra que viste y que tanto me disgustó? ¿El que está ahora en el Museo Británico y al que llaman ictiosaurio?
– Claro. Lo he visto en el Museo Británico, y usted me ha hablado de él -respondió Johnny-, pero confieso que recuerdo mejor el elefante. ¿Por qué?
– Cuando Mary descubrió el ictiosaurio estaba contribuyendo a una nueva forma de pensar, aunque entonces ella no lo sabía. Era una criatura que nunca habíamos visto y que no parecía existir ya, sino que se había extinguido: la especie había desaparecido. Ese fenómeno llevó a algunas personas a plantearse que el mundo cambia, aunque de forma lenta, en lugar de ser constante, como se creía antes.
»A1 mismo tiempo, los geólogos estaban estudiando las distintas capas de roca, reflexionando sobre cómo se formó el mundo y preguntándose por su antigüedad. Desde hace años algunos hombres se preguntan si el mundo tiene más historia que los seis mil años calculados por el obispo Ussher. Un erudito escocés llamado James Hutton propuso incluso que el mundo es tan antiguo que no tiene «principio ni fin» y que es imposible determinar su antigüedad. -Hice una pausa-. Será mejor que no comentes nada de lo que estoy diciendo a tu madre. No le gusta oírme hablar de estas cosas.
– No lo haré. Continúe.
– Hutton creía que es la acción volcánica lo que modela el mundo. Otros han propuesto que lo ha formado el agua. Recientemente algunos geólogos han tomado elementos de uno y otro y han afirmado que una serie de catástrofes han dado forma al mundo, y que la última de ellas sería el diluvio universal.
– ¿Qué tiene eso que ver con el plesiosaurio?
– Es una prueba concreta de que el ictiosaurio no fue un caso único de extinción, sino que hay otros…, tal vez muchos animales extinguidos. Eso, a su vez, apoya la teoría de que la tierra cambia constantemente. -Miré a mi sobrino. Johnny observaba con expresión ceñuda los livianos copos de nieve que se arremolinaban en el exterior. Tal vez se parecía más a su madre de lo que yo creía-. Lo siento… No quería disgustarte con la conversación.
Negó con la cabeza.
– No, es fascinante. Me estaba preguntando por qué ninguno de mis profesores habla de eso en clase.
– Es demasiado aterrador para muchos, ya que va en contra de nuestra creencia en un Dios omnisciente y todopoderoso, y plantea preguntas sobre Sus intenciones.
– ¿Usted qué cree, tía Elizabeth?
– Yo creo… -Pocas personas me habían preguntado qué creía. Era estimulante-. No me incomoda interpretar la Biblia en sentido figurado en lugar de literalmente. Por ejemplo, creo que los seis días del Génesis no son días literales, sino distintos períodos de la creación, de modo que hicieron falta muchos miles, o cientos de miles de años para crearlo. Eso no degrada a Dios; simplemente le da más tiempo para construir este mundo tan extraordinario.
– ¿Y el ictiosaurio y el plesiosaurio?
– Son animales de hace muchísimo tiempo. Nos recuerdan que el mundo está cambiando. Desde luego que está cambiando. Veo cómo cambia cuando hay desprendimientos de tierras en Lyme que modifican la línea de la costa. Cambia cuando se producen terremotos y erupciones volcánicas e inundaciones. ¿Por qué no habría de cambiar?
Johnny asintió con la cabeza. Era un alivio hablar de esas cosas a alguien que me escuchaba sin ser tildada de ignorante o blasfema. Tal vez él estaba tan libre de prejuicios porque era joven.
– Mire.
Señaló las ventanas de la sede de la Sociedad Geológica. Unas figuras taparon la luz cuando los hombres se levantaron de las mesas.
Había llegado el momento de utilizar la fuerza de mis ojos. Respiré hondo y abrí la portezuela del coche. Johnny salió de un salto y me ayudó a bajar, entusiasmado con la idea de entrar en acción por fin. Llegó a la puerta en dos zancadas y llamó con energía. La abrió el mismo hombre que la primera vez, pero Johnny lo trató como si no hubiera hablado antes con él.
– La señorita Philpot desea ver al profesor Buckland -anunció. Tal vez creía que mostrando semejante confianza se le abrirían todas las puertas.
Sin embargo, el portero no se dejó engañar por su seguridad juvenil.
– No se permite entrar a mujeres en la sociedad -repuso sin tan siquiera mirarme. Era como si no existiera.
Comenzó a cerrar la puerta, pero Johnny puso el pie en la jamba para impedirlo.
– Bueno, entonces el señor John Philpot desea ver al profesor Buckland.
El portero lo miró de arriba abajo.
– ¿Para qué?
– En relación con el plesiosaurio.
El portero frunció el entrecejo. La palabra no le decía nada, pero parecía complicada y seguramente importante.
– Le daré el recado.
– Solo puedo hablar con el profesor Buckland -afirmó Johnny con altivez, disfrutando de cada instante.
El portero no pareció inmutarse. Tuve que dar un paso adelante y obligarlo a que me mirara y reconociera mi presencia.
– Puesto que guarda relación con el tema de la reunión que está a punto de empezar, haría bien en informar al profesor Buckland de que estamos esperando para hablar con él. -Lo miré fijamente a los ojos, con toda la firmeza y determinación que había descubierto en mí a bordo del Unity.
Surtió efecto: un instante después el portero bajó la vista y me dedicó una brevísima inclinación de la cabeza.
– Aguarden aquí -dijo, y nos cerró la puerta en las narices.
Estaba claro que mi éxito era limitado, pues no venció la prohibición de la entrada a mujeres y tuvimos que quedarnos fuera con el frío. Mientras esperábamos, los copos de nieve cubrieron mi sombrero y mi capa.
Unos minutos después oímos unos pasos que bajaban ruidosamente por la escalera y, cuando la puerta se abrió, vimos la cara de entusiasmo del señor Buckland y el reverendo Conybeare. Me decepcionó ver a este último, ya que no era ni de lejos tan agradable y cordial como el señor Buckland.
Creo que ellos también se llevaron una pequeña decepción al vernos.
– ¡Señorita Philpot! -exclamó el señor Buckland-. Qué sorpresa. No sabía que estaba en la ciudad.
– Llegué hace solo dos días, señor Buckland. Reverendo Conybeare. -Saludé a ambos con un gesto de la cabeza-. Este es mi sobrino, John. ¿Podemos entrar? Hace mucho frío aquí fuera.
– ¡Claro, claro!
Cuando el señor Buckland nos hizo pasar, el reverendo Conybeare frunció los labios, a todas luces molesto por el hecho de que una mujer franqueara el umbral de la Sociedad Geológica. Pero él no era el presidente -el señor Buckland iba a recibir tal nombramiento en unos momentos-, y por lo tanto no dijo nada y nos saludó con una inclinación. Su larga nariz estaba colorada, no sabía si a causa del vino, de haber estado sentado junto al fuego o de su mal humor.
La entrada de la sede era sencilla, con un suelo elegante de baldosas blancas y negras y solemnes retratos colgados de George Greenough, John MacCulIoch y otros presidentes de la sociedad. Dentro de poco un retrato de William Babington, el presidente saliente, se uniría a los demás. Esperaba ver algo que reflejara el interés de la sociedad: fósiles, cómo no, o rocas. Pero no había nada. Las cosas interesantes estaban escondidas.
– Dígame, señorita Philpot, ¿tiene noticias del plesiosaurio?-preguntó el reverendo Conybeare-. El portero ha dicho que era posible. ¿Va a honrar la criatura a los asistentes con su presencia?
Entonces comprendí el motivo de su entusiasmo: no era el apellido Philpot, sino la mención del espécimen desaparecido, lo que les había hecho bajar corriendo por la escalera.
– Hace tres días pasé junto al Dispatch y vi que estaba encallado. -Traté de que se notara que estaba bien informada-. Su cargamento está siendo transportado por tierra y llegará con la rapidez que permitan las carreteras.
Los dos hombres se desanimaron al oír algo que no era nuevo para ellos.
– Vaya, entonces, ¿qué hace usted aquí, señorita Philpot? -inquirió el reverendo Conybeare. Para ser un párroco, era bastante áspero.
Me erguí y traté de mirarlos a los ojos con la misma seguridad que había mostrado ante el oficinista del muelle y el portero de la Sociedad Geológica. Sin embargo, resultaba más difícil, ya que eran dos personas las que me miraban…, aparte de Johnny. Además, ellos eran más cultos y poseían mayor confianza en sí mismos. Podía tener cierto poder sobre un oficinista o un portero, pero no sobre alguien de mi clase. En lugar de centrar mi atención en el señor Buckland -quien, como futuro presidente de la sociedad, era el más importante de los dos-, miré a mi sobrino como una tonta y dije:
– Quería hablar con ustedes de la señorita Anning.
– ¿Le ha ocurrido algo a Mary? -preguntó William Buckland.
– No, no, está bien.
El reverendo Conybeare frunció el ceño, e incluso el señor Buckland, que no era dado a los mohines, arrugó el entrecejo.
– Señorita Philpot -comenzó a decir el reverendo Conybeare-, nos disponíamos a celebrar una sesión en la que tanto el señor Buckland como yo vamos a pronunciar discursos importantes (más aún, históricos) ante la sociedad. Seguro que su consulta sobre la señorita Anning puede esperar a otro día mientras nos concentramos en asuntos más acuciantes. Y ahora, si me disculpa, voy a revisar mis apuntes. -Sin esperar a oír mi respuesta, se volvió y empezó a subir por la escalera alfombrada.
Parecía que el señor Buckland fuera a hacer lo mismo, pero él era más lento y amable, y tardó un instante en decir:
– Hablaré con usted gustosamente en otra ocasión, señorita Philpot. ¿Puedo visitarla un día de la semana que viene, por ejemplo?
– ¡Señor -terció Johnny-, monsieur Cuvier cree que el plesiosaurio es falso!
Al oírlo el reverendo Conybeare se detuvo. Dio media vuelta en la escalera.
– ¿Qué ha dicho?
Johnny, un chico listo, había pronunciado las palabras adecuadas. Por supuesto, aquellos hombres no querían oír hablar de Mary. Era la opinión de Cuvier sobre el plesiosaurio lo que les interesaba.
– El barón de Cuvier cree que el plesiosaurio que encontró Mary no es auténtico -expliqué mientras el reverendo Conybeare bajaba por la escalera y se acercaba a nosotros con expresión adusta-. El cuello tiene demasiadas vértebras, y opina que infringe las leyes fundamentales que rigen la anatomía vertebral.
El reverendo Conybeare y el señor Buckland se miraron.
– Cuvier ha insinuado que los Anning crearon un animal falso añadiendo el cráneo de una serpiente de mar al cuerpo de un ictiosaurio. Afirma que son unos falsificadores -agregué, llevando la conversación al punto que más me preocupaba.
De inmediato deseé no haberlo hecho al ver las expresiones que mis palabras suscitaron en ambos caballeros. Sus rostros mostraron sorpresa, que dio paso a cierto recelo, más notable en el caso del reverendo Conybeare, pero también patente en las facciones benignas del señor Buckland.
– Por supuesto, ustedes saben que Mary jamás haría algo semejante -les recordé-. Es una persona honrada y conoce (gracias a ustedes, debo añadir) la importancia de mantener los especímenes tal como se encuentran. Sabe que sirven de poco si se manipulan.
– Por supuesto -asintió el señor Buckland, cuyo rostro se relajó, como si lo único que necesitara fuera un apunte de una mente sensata.
El reverendo Conybeare, en cambio, seguía con el entrecejo fruncido. Estaba claro que mis palabras habían topado con sus dudas.
– ¿Quién habló a Cuvier del espécimen? -preguntó.
Vacilé, pero no había forma de evitar la verdad.
– Le escribió la propia Mary. Creo que le mandó un dibujo.
El reverendo Conybeare resopló.
– ¿Mary le escribió? Me horroriza pensar cómo sería la carta. ¡Esa muchacha es prácticamente analfabeta! Habría sido mucho mejor que Cuvier se hubiera enterado después de la conferencia de esta noche. Buckland, debemos presentarle nuestros argumentos con dibujos y una descripción detallada. Hemos de escribirle usted y yo, y tal vez también alguien más, para que Cuvier tenga varios puntos de vista. Johnson, de Bristol, por ejemplo. Se mostró muy interesado cuando le hablé del plesiosaurio en la institución a principios de mes, y me consta que ha mantenido correspondencia con Cuvier en el pasado.
Mientras hablaba, el reverendo Conybeare deslizaba la mano arriba y abajo por la barandilla de caoba, desconcertado todavía por la noticia. Si no me hubiera irritado con su recelo respecto a Mary, quizá habría sentido lástima de él.
El señor Buckland reparó también en el nerviosismo de su amigo.
– Conybeare, no irá a desistir de pronunciar su discurso, ¿verdad? Muchos invitados han venido expresamente a oírlo: Babbage, Gordon, Drummond, Rudge, incluso McDownell. Ya ha visto la sala: está abarrotada. Es la mejor concurrencia que he visto nunca. Naturalmente, puedo entretenerlos con mis divagaciones sobre el megalosaurio, pero imagine lo impactante que sería si los dos habláramos de esas criaturas del pasado. ¡Juntos les ofreceremos una noche que no olvidarán jamás!
Chasqueé la lengua en señal de desaprobación.
– Esto no es un teatro, señor Buckland.
– En cierto sentido sí lo es, señorita Philpot. ¡Qué espectáculo más maravilloso les hemos preparado! Nos disponemos a mostrarles la prueba incontrovertible de la existencia de un mundo pasado maravilloso, de las criaturas más imponentes que ha creado Dios…, aparte del hombre, claro está. -El señor Buckland se estaba animando con aquel tema.
– Tal vez debería reservar sus pensamientos para la conferencia -señalé.
– Por supuesto. Bueno, Conybeare, ¿sigue conmigo?
– Sí. -El reverendo Conybeare adoptó un aire más seguro-. En mi ponencia he abordado algunas de las preocupaciones de Cuvier respecto al número de vértebras. Además, usted ha visto la criatura, Buckland. Usted cree en ella.
El señor Buckland asintió con la cabeza.
– Entonces ustedes también creen en Mary Anning -intervine-. Y la defenderán de las injustas acusaciones de Cuvier.
– No entiendo qué tiene que ver eso con esta conferencia -replicó el reverendo Conybeare-. Ya mencioné a Mary cuando hablé del plesiosaurio en la Institución de Bristol. Buckland y yo escribiremos a Cuvier. ¿No es suficiente?
– Ahora mismo todos los geólogos de renombre y otras personas interesadas están en esa sala. Una declaración suya afirmando que tiene plena confianza en la capacidad de Mary como buscadora de fósiles contrarrestaría todos los comentarios del barón de Cuvier que pudieran oír más adelante.
– ¿Por qué iba a querer poner en duda públicamente la capacidad de la señorita Anning y, más importante aún, el mismo espécimen del que me dispongo a hablar?
– Está en juego la reputación de una mujer, así como su medio de vida; un medio de vida que le proporciona a usted los especímenes que necesita para sustentar sus teorías y aumentar su propia reputación. A buen seguro eso debe de importarle lo bastante para decir lo que piensa, ¿no?
El reverendo Conybeare y yo nos miramos de hito en hito. Podríamos habernos quedado así toda la noche de no haber sido por Johnny, que se había impacientado con toda aquella cháchara y quería más acción. Sorteó al reverendo Conybeare y saltó a la escalera.
– Si no accede a limpiar el buen nombre de la señorita Anning, subiré y contaré a los caballeros de la sala lo que ha dicho Cuvier -exclamó-. ¿Qué le parecería eso?
El reverendo Conybeare hizo ademán de agarrarlo, pero Johnny subió varios escalones más hasta situarse fuera de su alcance. Debería haber reprendido a mi sobrino por su mala conducta, pero me sorprendí resoplando para ocultar la risa. Me volví hacia el señor Buckland, el más razonable de los dos.
– Señor Buckland, sé que siente un gran aprecio por Mary y que reconoce lo mucho que todos le debemos por su enorme habilidad para encontrar fósiles. También comprendo que esta noche es muy importante para usted, y no querría echarla a perder. Pero en algún momento de la conferencia tendrá ocasión de expresar su apoyo a Mary, ¿no? Podría reconocer sus esfuerzos sin necesidad de mencionar al barón de Cuvier. Y cuantío los comentarios de este se hagan por fin públicos, los hombres de arriba entenderán su declaración de confianza, en todo su sentido. De esa forma todos quedaremos contentos. ¿Sería eso aceptable?
El señor Buckland meditó la propuesta.
– No podrá constar en las actas de la sociedad -señaló a la postre-, pero estoy dispuesto a decir algo extraoficialmente si eso la complace, señorita Philpot.
– Así es. Gracias.
Él y el reverendo Conybeare se volvieron hacia Johnny.
– Basta ya, muchacho -murmuró el reverendo Conybeare-. Baja.
– ¿Ya está, tía Elizabeth? ¿Bajo? -Johnny pareció decepcionado por no poder cumplir su amenaza.
– Hay algo más -dije. El reverendo Conybeare soltó un resoplido-. Me gustaría oír lo que dice sobre el plesiosaurio en la conferencia.
– Me temo que no se permite la asistencia de mujeres a las reuniones de la sociedad. -El señor Buckland parecía casi compungido.
– Podría escucharles desde el pasillo. No tiene por qué saberlo nadie más que ustedes.
El señor Buckland se quedó pensativo un momento.
– Al fondo de la sala hay una escalera que lleva a una de las cocinas. Los criados la usan para subir y bajar los platos, la comida y demás. Podría quedarse en el rellano. Desde allí podría oírnos sin que nadie la viera.
– Sería un detalle. Gracias.
El señor Buckland hizo un gesto con la mano al portero, que había estado escuchando con rostro impasible.
– Acompañe a la dama y el joven al rellano del fondo, por favor. Vamos, Conybeare, ya les hemos hecho esperar demasiado. ¡Van a pensar que hemos ido y vuelto de Lyme!
Los dos hombres subieron presurosos por la escalera, dejándonos a Johnny y a mí con el portero. Nunca olvidaré la mirada aviesa que me lanzó desde lo alto el reverendo Conybeare antes de volverse para entrar en la sala de reuniones.
Johnny rió entre dientes.
– ¡Parece que no ha hecho un amigo nuevo, tía Elizabeth!
– No me importa, pero temo que por mi culpa haya perdido la serenidad. Bueno, lo sabremos dentro de un momento.
No, no alteré al reverendo Conybeare. Como párroco estaba acostumbrado a hablar en público, y logró recurrir a ese pozo de experiencia para recobrar la ecuanimidad. Mientras William Buckland cumplía con los diversos procedimientos de la reunión -aprobar las actas de la sesión anterior, proponer nuevos miembros, enumerar las diversas publicaciones y los especímenes donados a la sociedad desde la última sesión-, el reverendo Conybeare debía de haber echado un vistazo a sus apuntes y haberse tranquilizado con respecto a los detalles de sus afirmaciones, y cuando empezó a hablar su voz sonaba firme y llena de autoridad.
Solo pude juzgar su discurso por su voz. Johnny y yo estábamos sentados en unas sillas colocadas en el rellano, al fondo de la sala. Aunque dejamos la puerta entreabierta a fin de poder oír, no veíamos más allá de los caballeros que se hallaban de pie delante de la puerta en la atestada sala. Me sentía aislada tras un muro de hombres que me separaban del acto principal.
Por fortuna, la voz que empleaba el reverendo Conybeare para hablar en público llegaba hasta nosotros.
– Me satisface sobremanera hablar ante esta sociedad de un esqueleto casi perfecto de Plesiosaurus -comenzó-, un nuevo género fósil que, a partir del estudio de varios fragmentos hallados desunidos, me creí autorizado a proponer en mil ochocientos veintiuno. Gracias a la generosidad de su dueño, el duque de Buckingham, ese nuevo espécimen se halla por un tiempo a disposición de mi amigo el profesor Buckland para su investigación científica. El magnífico ejemplar descubierto recientemente en Lyme ha confirmado lo acertado de mis anteriores conclusiones en todos los puntos básicos relacionados con la estructura del esqueleto.
Mientras que la sala se mantenía caldeada gracias a dos lumbres de carbón y el calor corporal de sesenta personas, Johnny y yo nos helábamos en el rellano. Me arrebujé en la capa, pero sabía que estar allí sentada no haría ningún bien a mi pecho debilitado. Aun así, no podía marcharme en un momento tan importante.
Acto seguido el reverendo Conybeare abordó el rasgo más sorprendente del plesiosaurio: su larguísimo cuello.
– El cuello posee exactamente la misma longitud que el cuerpo y la cola juntos -explicó-. Puesto que su número de vértebras sobrepasa el de las aves de cuello más largo, incluso el cisne, se aparta de las leyes hasta ahora consideradas universales en los animales cuadrúpedos. Menciono esta circunstancia tan pronto porque constituye el rasgo más destacado e interesante del reciente descubrimiento, y convierte a este animal en una de las aportaciones más curiosas e importantes que la geología ha realizado a la anatomía comparativa.
A continuación pasó a describir la bestia en detalle. A esas alturas yo estaba reprimiendo la tos, y Johnny bajó a la cocina para traerme vino. Debió de gustarle lo que vio abajo más que lo oía en el rellano, pues después de ofrecerme un vaso de burdeos desapareció de nuevo por la escalera del fondo, seguramente con la intención de sentarse junto al fuego y coquetear con las muchachas del servicio contratadas para el acto.
El reverendo Conybeare descubrió la cabeza y las vértebras, y se explayó hablando del número de estas que tenían los distintos tipos de animales, como monsieur Cuvier había hecho en su crítica a Mary. Mencionó a Cuvier de pasada unas cuantas veces; la influencia del gran anatomista se puso de relieve a lo largo de toda la charla. No me extrañaba que el reverendo Conybeare se hubiera mostrado tan consternado por la respuesta de Cuvier a la carta de Mary. Sin embargo, a pesar de lo inverosímil de su anatomía, el plesiosaurio había existido. Si Conybeare creía en la criatura, también debía de creer en lo que Mary había hallado, y la mejor forma de convencer a Cuvier era apoyarla. Me parecía evidente.
Sin embargo, a él no se lo parecía. De hecho, hizo todo lo contrario. En plena descripción de las aletas del plesiosaurio, el reverendo Conybeare añadió:
– Debo reconocer que en un principio erré al afirmar que los bordes de las aletas estaban formados por huesos redondeados, cuando no es así. No obstante, cuando se halló el primer espécimen en mil ochocientos veintiuno, los huesos en cuestión se encontraban sueltos y fueron colocados y pegados con posterioridad en la disposición actual siguiendo una conjetura de la propietaria.
Tardé un instante en comprender que estaba aludiendo a Mary, insinuando que esta había cometido errores al juntar los huesos del primer plesiosaurio. El reverendo Conybeare solo se tomó la molestia de referirse a ella -aunque de forma anónima-para verter críticas sobre su persona.
– ¡Qué poco caballeroso! -murmuré, más alto de lo que pretendía, pues varias cabezas de la fila que tenía delante se volvieron como si intentaran localizar el origen de aquel exabrupto.
Me encogí en mi asiento y escuché aturdida cómo el reverendo Conybeare comparaba el plesiosaurio con una tortuga sin caparazón y especulaba acerca de su torpeza tanto en tierra como en el mar.
– Por consiguiente, ¿no cabe concluir que debía de nadar sobre la superficie o cerca de ella, con su largo cuello arqueado hacia atrás como un cisne, y que de vez en cuando se zambullía para atrapar a los peces que flotaban a su alcance? Tal vez acechaba en bajíos a lo largo de la costa, oculto entre las algas, estirándose desde una considerable profundidad de modo que sus fosas nasales quedaran a la altura de la superficie, a fin de protegerse del ataque de enemigos peligrosos.
Terminó con un floreo estratégico que debía de habérsele ocurrido al iniciarse la sesión.
– No puedo por menos de felicitar al público científico porque el descubrimiento de este animal se haya realizado en el momento en que el ilustre Cuvier se encuentra consagrado a sus investigaciones sobre los ovíparos fósiles, las cuales está a punto de publicar: él aportará al tema el orden y la lucidez que nunca ha dejado de introducir en los campos más oscuros y complejos de la anatomía comparada. Gracias.
Con tales palabras el reverendo Conybeare establecía una relación de lo más favorable entre él y el barón de Cuvier, de forma que fueran cuales fuesen las críticas que el Frances planteara no parecieran dirigidas a él. No me uní a los aplausos. Tenía el pecho tan cargado que me costaba respirar.
A continuación dio comienzo un animado debate, del que no pude seguir todas las intervenciones, ya que estaba mareada. Sin embargo, sí oí al señor Buckland carraspear al final.
– Me gustaría expresar mi gratitud a la señorita Anning -dijo-, que descubrió y extrajo el magnífico espécimen. Es una lástima que este no haya llegado a tiempo para esta charla tan ilustre e instructiva del reverendo Conybeare, pero, una vez que esté instalado aquí, los miembros y amigos de la sociedad podrán examinarlo cuando lo deseen. Se quedarán asombrados y encantados cuando vean este revolucionario descubrimiento.
Es todo cuanto conseguirá Mary, pensé: un breve agradecimiento entre un montón de palabras de gloria dedicadas a la bestia y al hombre. Su nombre nunca constará en las publicaciones ni en los libros científicos, y se olvidará. Que así sea. La vida de una mujer siempre consiste en transigir.
No tenía necesidad de escuchar más. Me desmayé.