5 Nos convertiremos en fósiles, atrapados en la playa para siempre

El descubrimiento del cocodrilo lo cambió todo. A veces intento imaginarme mi vida sin esas grandes y llamativas bestias escondidas en los acantilados y los salientes. Si solo encontrara amos, beles, lirios y grifis, mi vida habría resultado tan insignificante como esas curis, sin sobresaltos que me alteraran y me proporcionaran alegría y dolor a un tiempo.

No fue solo el dinero de la venta del cocodrilo lo que cambió las cosas. Fue el saber que había algo que buscar y que yo tenía más posibilidades de encontrarlo que la mayoría; esa era la diferencia. Ahora podía mirar al frente y ver no unas rocas elegidas al azar y juntadas de cualquier manera, sino una pauta de lo que podía ser mi vida.

Cuando lord Henley nos pagó veintitrés libras por el cocodrilo entero, yo deseaba muchas cosas. Quería comprar tantos sacos de patatas que llegaran al techo. Quería comprar montones de lana y encargar vestidos nuevos para mamá y para mí. Quería comer una tarta entera cada día y quemar tanto carbón que el carbonero tuviera que venir todas las semanas a rellenar la carbonera. Eso era lo que deseaba. Creía que mi familia deseaba lo mismo.

Un día, una vez cerrado el trato con lord Henley, la señorita Elizabeth vino a ver a mamá y se sentó con ella y Joe a la mesa de la cocina. No habló de lana ni de carbón ni de tartas, sino de trabajos.

– Creo que a la familia le vendría muy bien que Joe se hiciera aprendiz -dijo-. Ahora que tiene dinero para pagar la cuota de aprendizaje, debería hacerlo. Decida lo que decida, tendrá unos ingresos más regulares que vendiendo fósiles.

– Joe y yo estamos buscando más cocos -la interrumpí-. Podemos ganar bastante con ellos. Desde que lord Henley tiene el suyo, hay mucha gente rica como él interesada en conseguir uno. ¡Piense en todos esos caballeros de Londres dispuestos a pagar dinero contante y sonante por nuestros descubrimientos!

Acabé gritando, pues tenía que defender mi magnífico plan, que consistía en que Joe y yo nos hiciéramos ricos buscando cocodrilos.

– Calla, niña -ordenó mamá-. Deja hablar a la señorita Philpot.

– Mary -comenzó a decir la señorita Elizabeth-, no sabes si hay más criaturas…

– Sí lo sé, señora. Piense en todos los trozos que encontramos antes de dar con el coco: vertis, dientes y pedazos de costillas y quijadas que no sabíamos qué eran. ¡Ahora lo sabemos! Ahora tenemos el cuerpo entero y podemos ver de dónde vienen esas partes, cómo debía de ser el cuerpo. He hecho un dibujo para que señalemos dónde va cada pieza. ¡Estoy segura de que hay muchos cocodrilos en los acantilados y los salientes!

– Si hay tantos especímenes como dices, ¿por qué no has encontrado ningún otro hasta ahora?

Lancé una mirada fulminante a la señorita Elizabeth. Siempre se había portado bien conmigo: me encargaba la limpieza de sus curis, nos traía comida, cabos de vela y ropa vieja, me animaba a ir a la escuela dominical para que aprendiera a leer y escribir, compartía sus hallazgos conmigo y mostraba interés por lo que yo encontraba. Si no hubiera pagado a los hermanos Day, no habríamos podido sacar el cocodrilo del acantilado, y había sido ella quien, junto con mamá, había negociado con lord Henley.

Entonces, ¿por qué me llevaba la contraria justo cuando la búsqueda de fósiles se había vuelto emocionante? Yo tenía la certeza de que los monstruos estaban allí, dijera lo que dijese Elizabeth Philpot.

– Hasta ahora no sabíamos lo que estábamos buscando -insistí-. Cuál era su tamaño, qué aspecto tenían… Ahora que lo sabemos, Joe y yo podemos encontrarlos fácilmente, ¿verdad, Joe?

Joe no contestó. Estaba jugueteando con un trozo de cuerda, dándole vueltas entre los dedos.

– Joe?

– No quiero buscar cocodrilos -murmuró-. Quiero ser tapicero. El señor Reader se ha ofrecido a contratarme.

Me quedé tan sorprendida que enmudecí.

– ¿Tapicero? -intervino la señorita Philpot rápidamente-. Es un buen oficio, pero ¿por qué has elegido ese antes que otros?

– Porque estaré en un taller, no a la intemperie.

Recuperé el habla.

– Joe, ¿es que no quieres buscar cocos conmigo? ¿No fue emocionante desenterrarlo?

– Hacía frío.

– ¡No seas tonto! ¡El frío no importa!

– A mí sí.

– ¿Cómo puede preocuparte el frío cuando esas criaturas están ahí fuera esperando a que las encontremos? Son como un tesoro esparcido por toda la playa. ¡Podríamos hacernos ricos con los cocos! ¿Y dices que hace mucho frío?

Joe se volvió hacia mamá.

– Quiero trabajar para el señor Reader, mamá. ¿Qué te parece?

Mamá y la señorita Elizabeth habían guardado silencio mientras Joe y yo discutíamos. Supongo que no tenían necesidad de meter baza, pues era evidente que Joe había tomado la decisión que ellas querían. Me levanté de un brinco sin esperar a oír lo que decían y bajé corriendo al taller. Prefería trabajar en el coco antes que escuchar su plan para alejar a Joe de la playa. Tenía trabajo que hacer.

Con la cabeza y el cuerpo juntos de nuevo, el monstruo medía casi cinco metros y medio de largo. Sacarlo del acantilado había sido un calvario y durante tres días los Day y yo habíamos trabajado a brazo partido cuando la marea lo permitía. El espécimen entero era demasiado grande para colocarlo sobre la mesa, de modo que lo habíamos extendido en el suelo. A la luz tenue del taller, era un revoltijo de huesos petrificados. Me había pasado un mes limpiándolo, pero todavía debía desprenderlo de la roca. Tenía los ojos irritados de tanto mirarlo y frotármelos cuando me entraba polvo.

Por aquel entonces era demasiado joven para entender la decisión de Joe, pero más tarde me di cuenta de que había optado por una vida normal. No quería que hablaran de él como hablaban de mí, con desprecio por llevar ropa rara y pasar mucho tiempo a solas en la playa sin más compañía que las rocas. Quería lo que tenían los demás habitantes de Lyme -seguridad y la posibilidad de ser respetable-, y aprovechó la ocasión que se le brindaba de hacerse aprendiz. Nada podía hacer yo al respecto. Si me hubieran ofrecido una oportunidad como a Joe -si las chicas pudieran aprender un oficio-, ¿habría elegido lo mismo y me habría convertido en sastra, carnicera o panadera?

No. Llevaba las curis en la sangre. Por más desventuras que haya llegado a sufrir estando en esas playas, no habría abandonado las curis por nada del mundo.

– Mary.

La señorita Philpot me miraba fijamente. No contesté; seguía enfadada con ella por haberse puesto de parte de Joe. Cogí una cuchilla y empecé a raspar una verti. Formaba parte de una larga hilera, arrimadas unas a otras como una fila de platillos.

– Joseph ha tomado una decisión acertada -afirmó-. Será lo mejor para ti y para tu madre. Eso no significa que tú no puedas seguir buscando fósiles. Ahora que sabes lo que buscas no necesitas que Joseph te ayude a encontrarlos. Puedes hacerlo tú sola y luego contratar a los Day para que los saquen, como hicimos con este. Yo puedo ayudarte hasta que seas lo bastante mayor para tratar con los hombres. También me he ofrecido a ayudar a tu madre en la parte comercial, pero dice que se encargará ella sola. Se las apañó bastante bien con lord Henley.

La señorita Philpot se arrodilló junto al coco y pasó una mano por las costillas, que estaban todas aplastadas y entrecruzadas como una cesta de mimbre.

– Qué hermoso es -murmuró con un tono más tierno y menos racional que el que había empleado antes-. No deja de asombrarme lo grande y extraño que es.

Estaba de acuerdo con ella. El cocodrilo hacía que me sintiera rara. Desde que trabajaba en él iba a la capilla con mayor regularidad, pues en ocasiones, estando sola en el taller con la criatura, tenía la sensación de que había cosas en el mundo que no entendía y necesitaba consuelo.


Había perdido a Joe, pero eso no significaba que estuviera sola en la playa. Un día que caminaba por la orilla del mar hacia Black Ven vi a dos desconocidos buscando junto a los acantilados. Apenas levantaron la vista, tal era el entusiasmo con que blandían los martillos y escarbaban en el barro. Al día siguiente había cinco hombres, y dos días después, diez. No conocía a ninguno. Oyéndoles hablar me enteré de que buscaban cocodrilos. Por lo visto el mío los había animado a venir a las playas de Lyme, atraídos por la promesa de un tesoro. Durante los años siguientes Lyme se llenó de buscadores de fósiles. Me había acostumbrado a que la playa estuviera desierta y a mi propia compañía, o a la de la señorita Elizabeth o Joe, y entre aquellos desconocidos a menudo me sentía como si estuviera sola, tan solitarios eran cuando buscaban. Ahora se oían golpes de martillos contra la piedra por toda la orilla entre Lyme y Charmouth, así como en Monmouth Beach, y había hombres midiendo, mirando con lupa, tomando notas y dibujando bocetos. Era cómico. Pese al alboroto que armaban, nunca encontraban un coco completo. Alguno soltaba un grito y los demás se acercaban a toda prisa a mirar, pero al final no era nada, o solo un diente, un trozo de quijada o una verti…, si tenían suerte.

Un día pasé junto a un hombre que hurgaba entre las piedras y de repente cogió una roca redonda y oscura.

– Una vértebra, creo -gritó a su compañero.

No pude evitarlo: tuve que corregir su error, aunque él no había pedido mi opinión.

– Es beef, señor -dije.

¿Beef? -El hombre frunció el entrecejo-. ¿Qué es beef?

– Es como llamamos al esquisto que se ha calcificado. A veces sus trozos parecen vertis, pero tiene líneas verticales en las capas, como las fibras de la ropa, que no se ven en las vertis. Además, las vertis son más oscuras. Todas las partes del coco lo son. ¿Lo ve? -Saqué una verti que había encontrado y se la enseñé-. Mire, señor, las vertis tienen seis lados, como esta, aunque no siempre se ven bien hasta que están limpias. Y son cóncavas, como si alguien las hubiera pellizcado en el centro.

El hombre y su compañero tocaron la verti como si fuera una moneda preciosa… y en cierto modo, lo era.

– ¿Dónde has encontrado esto? -preguntó uno.

– Por allí. Tengo más.

Les mostré lo que había encontrado y se quedaron asombrados. Cuando ellos me enseñaron sus hallazgos, vi que la mayoría era beef que hubo que tirar. Se pasaron todo el día acercándose a mí con supuestas curis para que les diera mi opinión. No tardaron en enterarse otras personas, que me llamaban aquí y allá para que les dijera qué habían encontrado. Luego me preguntaban dónde debían mirar, y poco después me vi encabezando grupos de buscadores de fósiles por la playa.

Así es como acabé frecuentando la compañía de geólogos y otros caballeros interesados por el tema, pasando por alto sus errores y buscando curis para ellos. Unos pocos eran de Lyme o Charmouth: Henry de la Beche, por ejemplo, que acababa de mudarse a Broad Street con su madre y era tan solo unos cuantos años mayor que yo. Pero la mayoría venía de más lejos: de Bristol, de Oxford, de Londres.

Nunca había estado en compañía de caballeros cultos. A veces la señorita Elizabeth venía con nosotros y me facilitaba las cosas, pues era mayor y pertenecía a su clase, y podía hacer de intermediaria cuando era necesario. Al principio me ponía nerviosa cuando me hallaba sola con ellos, ya que no sabía cómo debía actuar y qué podía decir. Pero me trataban como a una criada, un papel que podía interpretar sin la menor dificultad, aunque era una criada que a veces hablaba con total franqueza y los sorprendía.

Sin embargo, siempre resultaba embarazoso estar con caballeros, y cada vez más a medida que crecía y la redondez de mi pecho y mis caderas aumentaba. Entonces la gente empezó a hablar.

Tal vez habrían hablado menos sí yo hubiera sido más sensata. Pero no sé qué me pasó cuando empecé a crecer que me volví un poco tonta, como suele ocurrirles a las chicas cuando dejan atrás la infancia. Comencé a pensar en los caballeros, y miraba sus piernas y la forma en que se movían. Empecé a llorar sin saber por qué y a gritar a mamá sin motivo. Comencé a preferir a la señorita Margaret antes que a las otras dos hermanas Philpot, pues se mostraba más comprensiva con mis estados de ánimo. Me contaba historias de las novelas que leía, me ayudaba a arreglarme el cabello y me enseñó a bailar en el salón de Morley Cottage, aunque nunca llegué a bailar con un hombre. A veces me quedaba fuera de los salones de celebraciones y miraba por la ventana salediza cómo bailaban bajo las arañas de cristal, e imaginaba que era yo quien daba vueltas y vueltas con un vestido de seda. Me disgustaba tanto que echaba a correr por el paseo, la calle que los hermanos Day habían construido a lo largo de la playa para unir las dos partes del pueblo. Llegaba hasta el Cobb, por el que podía caminar de arriba abajo mientras el viento secaba mis lágrimas sin que nadie me siguiera y chasqueara la lengua en señal de desaprobación por mi atolondramiento.

Mamá y la señorita Elizabeth se desesperaban conmigo, pero no podían corregirme porque yo no creía que me hubiera descarriado. Me estaba haciendo adulta, y era duro. Fueron necesarios dos breves encuentros con la muerte, con una dama y un caballero, para que la señorita Elizabeth me sacara del lodazal y yo ingresara de verdad en el mundo adulto.

Ambos tuvieron lugar en el mismo tramo de la playa, justo al final de Church Cliffs, antes de que la orilla tuerza hacia Black Ven. Estábamos a principios de primavera y yo caminaba por la playa con la marea aún baja, buscando curis y pensando en un caballero al que había ayudado el día anterior, y que me había sonreído con unos dientes blancos como el cuarzo. Estaba tan absorta en las rocas y mis pensamientos que no vi a la dama hasta que casi la pisé. Me paré en seco, notando una sacudida en el estómago, como cuando alguien aparta a un niño pataleando del objeto que desea y recibe un puntapié.

Yacía donde la había dejado la marea, boca abajo, con algas enredadas en su cabello moreno. Su elegante vestido estaba empapado y cubierto de arena y barro. Incluso en ese estado vi que costaba más que toda la ropa de los Anning junta. Permanecí a su lado largo rato, observándola para ver si respiraba y me ahorraba ver la muerte en su rostro. Pensé que tendría que tocarla y darle la vuelta para saber si estaba muerta y si la conocía.

No quería tocarla. He pasado la mayor parte de mi vida recogiendo cosas muertas en la playa. Si la mujer hubiera sido de piedra como un coco o un amo, le habría dado la vuelta enseguida. Pero no estaba acostumbrada a tocar la carne muerta de una persona. No obstante, sabía que debía hacerlo, de modo que respiré hondo, la agarré rápidamente del hombro y la puse boca arriba.

Supe que era una dama en cuanto vi su hermoso rostro. Algunos se rieron de mí cuando lo dije, pero lo advertí en su noble frente y sus facciones delicadas y dulces. Yo la llamaba la Dama, y en efecto lo era.

Me arrodillé junto a su cabeza, cerré los ojos y recé a Dios para que la acogiera en Su seno y la confortara. A continuación la arrastré y la trasladé hacia el acantilado para que el mar no volviera a llevársela mientras iba en busca de ayuda. Pero no podía dejarla toda desaliñada: habría sido irrespetuoso. Ya no me daba miedo tocarla, aunque tenía la piel fría y dura como la de un pez. Le quité las algas del cabello y se lo desenmarañé. Le enderecé las extremidades, le estiré el vestido y le crucé las manos sobre el pecho como había visto colocadas las de otros difuntos. Incluso empecé a disfrutar del ritual; así de rara era en aquella época de mi vida.

Entonces vi que llevaba una fina cadena al cuello y tiré de ella. De debajo del vestido salió un dije de oro, pequeño y redondo con las iniciales MJ grabadas con bonitas letras. No había nada dentro: el mar se había llevado cualquier retrato o mechón de cabello que contuviera. No me atreví a cogerlo para ponerlo a buen recaudo. Si alguien me hubiera visto con él me habría acusado de ladrona. Escondí el dije y confié en que nadie lo encontrara y se lo robara durante mi ausencia.

Cuando consideré que la Dama estaba presentable, pronuncié otra breve oración, le lancé un beso y volví corriendo a Lyme para avisar de que había encontrado a una dama ahogada.

La amortajaron en la iglesia de Saint Michael y publicaron una nota en el Western Flying Post para ver si alguien la identificaba. Yo iba a verla todos los días. No podía evitarlo. Llevaba flores que cogía en la orilla del camino -narcisos y primaveras-y las colocaba alrededor de la Dama, y arrancaba algunos pétalos para esparcirlos sobre su pecho. Me gustaba quedarme sentada en la iglesia, aunque casi nunca íbamos allí a rezar. Reinaba el silencio y la Dama yacía plácida y hermosa. A veces lloraba un poco por ella o por mí misma.

Durante aquellos días que pasé con la Dama fue como si me hubiera atacado una enfermedad, aunque no tenía fiebre ni escalofríos. Hasta entonces nada había despertado en mí sentimientos tan intensos, si bien no estaba segura de lo que sentía. Solo sabía que la historia de la Dama era trágica y que tal vez la mía, si tenía una, también lo sería. Ella había muerto y, si yo no la hubiera encontrado, podría haberse convertido en un fósil, sus huesos transformados en piedra, como los objetos que yo buscaba en la playa.

Un día llegué y la tapa del ataúd de la Dama estaba cerrada con clavos. Me puse a llorar porque no podía ver su hermoso rostro. Todo me hacía llorar. Me tumbé en un banco y lloré hasta quedarme dormida. No sé cuánto tiempo dormí, pero cuando desperté Elizabeth Philpot estaba sentada a mi lado.

– Mary, levántate y vete a casa, y no vuelvas aquí -me indicó con voz queda-. Esto ha durado demasiado.

– Pero…

– En primer lugar, es desagradable.

Se refería al olor, que a mí no me molestaba, pues había olido cosas peores en la playa, y también en el taller cuando llevaba pedazos de piedra caliza y los dátiles de mar de los agujeros se morían al cabo de varios días fuera del agua.

– No me importa.

– Este sentimentalismo es propio de las novelas góticas que lee Margaret. No te pega. Además, la han identificado y su familia va a venir para llevársela. Un barco procedente de la India naufragó a la altura de Portland. Ella iba a bordo con sus hijos. Imagínate, hacer una travesía tan larga para acabar muriendo justo al final.

– ¿Saben quién es? ¿Cómo se llama?

– Lady Jackson.

Di unas palmadas, contenta de haber adivinado que era una dama.

– ¿Cuál es su nombre de pila? ¿A qué corresponde la M del dije?

La señorita Elizabeth vaciló. Creo que temía que su respuesta alimentara mi obsesión, pero no sabe mentir.

– A Mary.

Asentí con la cabeza y rompí a llorar. De algún modo lo sabía.

La señorita Elizabeth dejó escapar un sonoro suspiro, como si se contuviera para no gritarme.

– No seas ridícula, Mary. Claro que es una historia triste, pero tú no la conocías, y el hecho de que tengáis el mismo nombre no significa que os parezcáis en nada.

Me tapé la cara con las manos y seguí llorando, de vergüenza ahora más que de otra cosa, por no ser capaz de controlarme delante de la señorita Elizabeth. Permaneció sentada conmigo un rato más, hasta que se dio por vencida y me dejó llorando. Yo no se lo dije, pero lloraba porque lady Jackson y yo sí nos parecíamos. Las dos nos llamábamos Mary y yo, como ella, iba a morir. Por muy hermosa o poco agraciada que sea una persona, al final Dios se la lleva.

Después de que vinieran a buscar a lady Jackson, durante una semana fui incapaz de tocar las curis de la playa pensando en lo que habían sido: pobres animales que habían muerto. En ese breve período de tiempo me permití ser tan tímida y supersticiosa como Fanny Miller, mi antigua compañera de juegos. Evitaba a los caballeros que buscaban fósiles y me escondía en Monmouth Beach, un lugar más tranquilo.

Pero, si no había curis, no había comida en la mesa. Mamá me ordenó que volviera a la playa y dijo que no me dejaría entrar si regresaba con la cesta vacía. No tardé en ahuyentar a la muerte, hasta la siguiente ocasión, cuando se acercó mucho más.


Aquella primavera encontré por fin un segundo cocodrilo. Tal vez tardé tanto en hallar uno a causa de todos los caballeros a los que ayudaba. Elizabeth Philpot debía de alegrarse de estar en lo cierto cuando decía que los acantilados no entregaban sus monstruos tan fácilmente como yo creía. Di con él una tarde de mayo en que me encontraba en Gun Cliff, ni siquiera pensando en cocodrilos, sino en mi estómago vacío, pues no había probado bocado en todo el día. La marea estaba subiendo y me disponía a volver a casa cuando resbalé en un saliente cubierto de algas. Caí a cuatro patas y antes de levantarme noté una serie de bultos bajo la mano. Eso fue todo: estaba tocando una larga hilera de vertis. Fue tan sencillo que ni siquiera me sorprendí. Representó un alivio encontrar aquel coco, pues demostraba que había más de uno y que podía ganarme la vida con ellos. Aquel segundo cocodrilo trajo dinero, respeto y un nuevo caballero a mi vida.

Había pasado una o dos semanas desde que trasladamos el coco al taller. Yo tenía que estar limpiándolo, pero la noche anterior había habido tormenta y junto a Black Ven se había producido un pequeño desprendimiento de tierras al que quería echar un vistazo. No había hombres en la zona, la señorita Elizabeth estaba resfriada y Joe se ha Haba contando tachuelas o pintando madera de negro o lo que fuera que hacen los tapizadores, de modo que me encontraba sola en la playa. Estaba rebuscando en el desprendimiento, llenándome las uñas y los zapatos del lodo de la caliza liásica, cuando un ruido me hizo alzar la vista. Un hombre venía de Charmouth por la playa a lomos de un caballo negro. La luz radiante del sol recortaba su silueta, de modo que me costaba distinguirlo, pero cuando se acercó más vi que montaba una yegua, un percherón, y que llevaba una capa sobre los hombros encorvados, un sombrero de copa y un saco al lado. En cuanto vi que el saco era azul, supe que era William Buckland.

Dudaba que él me reconociera, pero yo sí me acordaba de él: solía comprar curis a mi padre cuando yo era pequeña. Lo recordaba bien por el saco azul que siempre llevaba consigo para meter especímenes. Era de tela gruesa, por suerte, pues siempre estaba rebosante de las rocas que cogía el señor Buckland. Se las enseñaba a papá, pero él no les veía utilidad al no contener fósiles. No obstante, el señor Buckland siempre se mostraba tan entusiasmado con sus piedras, como con todo lo demás.

Se había criado a pocos kilómetros de distancia, en Axminster, y conocía bien Lyme, aunque ahora vivía en Oxford, donde daba clases de geología. También se había ordenado sacerdote, aunque yo dudaba que alguna iglesia lo aceptara. William Buckland era demasiado impredecible para ser párroco.

Había venido a ver el cráneo del cocodrilo cuando lo expusimos en los salones de celebraciones, pero, aunque me sonrió, solo habló con la señorita Philpot. Dos años después, una vez que hubimos unido la cabeza y el cuerpo del coco, lo limpiamos y se lo vendimos a lord Henley, me enteré de que el señor Buckland había ido a verlo a Colway Manor. Y desde que los caballeros venían a buscar fósiles a la playa lo veía de vez en cuando entre ellos. Sin embargo, no se fijaba mucho en mí, de modo que me sorprendió oírle gritar:

– ¡Mary Anning! ¡Precisamente la chica que quería ver!

Nadie había pronunciado nunca mi nombre con tal entusiasmo. Me levanté, perpleja, y tiré rápidamente del dobladillo de mi falda, que me había remetido en la cinturilla para evitar que se manchara de barro. Solía hacerlo cuando la playa estaba vacía. No podía consentir que el señor Buckland viera mis tobillos huesudos y mis pantorrillas manchadas de barro.

– ¿Señor?

Me incliné en una especie de reverencia, aunque no muy elegante. En Lyme no había muchas personas a las que saludara con una reverencia; solo lord Henley, y no pensaba volver a hacerlo desde que sabía que había vendido mi coco y ganado con él mucho más dinero del que nos había pagado. Ahora apenas doblaba la rodilla en su presencia, aunque la señorita Philpot me susurraba que fuera educada.

El señor Buckland desmontó y caminó sobre los guijarros dando traspiés. La yegua debía de estar tan acostumbrada a las continuas paradas que se quedó quieta sin necesidad de que la atara.

– Me he enterado de que has encontrado otro monstruo y he venido de Oxford a verlo -declaró echando un vistazo al desprendimiento de tierras-. He cancelado las últimas clases para venir pronto.

Mientras hablaba, no dejaba de moverse y de mirar cosas. Cogió un terrón de barro, lo examinó, lo soltó y cogió otro. Cada vez que se agachaba yo veía su coronilla calva. Tenía la cara redonda como un bebé, los labios gruesos y los ojos brillantes, los hombros caídos y una pequeña barriga. Viéndolo me entraron ganas de reír, aunque no había contado ningún chiste.

Parecía impaciente y expectante, mirando aquí y allá, y me di cuenta de que creía que el cocodrilo seguía en la playa.

– No está aquí, señor. Lo llevamos al taller. Lo estoy limpiando -añadí con orgullo.

– ¿Lo estás limpiando? Bien hecho, bien hecho.

El señor Buckland pareció decepcionado por no poder ver al cocodrilo, pero enseguida se le pasó.

– Entonces vayamos a tu taller, Mary, y de camino me enseñas dónde desenterraste a la criatura.

Mientras andábamos por la playa en dirección a Lyme reparé en todos los martillos y sacos que colgaban de su pobre y paciente yegua. Además, atada a la brida llevaba una gaviota muerta.

– Señor, ¿para qué quiere esa gaviota? -pregunté.

– ¡Ah, pediré que me la asen para cenar en el Three Cups! He comido toda clase de especies del reino animal, como erizos, ratones de campo y serpientes, pero en todo este tiempo no he probado una gaviota común.

– ¿Ha comido ratones?

– Oh, sí. Están bastante buenos con pan tostado.

Arrugué la nariz al pensarlo, y también a causa del olor del pájaro.

– ¡La gaviota apesta, señor!

El señor Buckland olisqueó.

– ¿De veras? -Para ser tan buen observador del mundo natural, a veces pasaba por alto lo obvio-. No importa, pediré que la hiervan y usaré el esqueleto para mis clases. Bueno, ¿qué has encontrado hoy?

El señor Buckland se entusiasmó mucho con las cosas que le enseñé: unos amos dorados, la cola escamosa de un pez que pensaba regalar a la señorita Elizabeth y una verti del tamaño de una guinea. Me hizo tantas preguntas, entremezcladas con sus pensamientos, que empecé a sentirme como un guijarro que rueda de un lado a otro a merced de la marea. Luego insistió en que diéramos la vuelta y regresáramos al desprendimiento de tierras en busca de más curis. La yegua y yo lo seguimos hasta que de repente se detuvo a un tiro de piedra del desprendimiento y anunció:

– No, no, no tengo tiempo; he de ver al doctor Carpenter en el Three Cups dentro de poco. Volveremos por la tarde.

– Es imposible, señor. La marea habrá subido.

El señor Buckland se quedó perplejo, como si la marea alta careciera de importancia.

– Cuando la marea esté alta no podremos llegar al desprendimiento por este lado de la playa -le expliqué-. Los acantilados impiden el acceso.

– ¿Y viniendo de Charmouth?

Me encogí de hombros.

– Podríamos hacerlo…, pero primero tendríamos que ir por la carretera hasta Charmouth. O tomar el camino de los acantilados, pero ahora no es seguro, como puede ver, señor. -Señalé con la cabeza hacia el desprendimiento.

– Podemos ir en mi yegua hasta Charmouth; para esto está. Nos llevará en menos que canta un gallo.

Vacilé. Aunque había acompañado a caballeros a la playa, nunca había montado a caballo con ninguno. Sin duda daría que hablar a la gente del pueblo. Aunque a mí la alegría del señor Buckland me parecía inocente, tal vez a otras personas no se lo pareciera. Además, no me gustaba la idea de estar en la playa con la marea alta, cercada entre el acantilado y el mar. Si se produjera otro desprendimiento, no habría adonde escapar.

Resultaba difícil discutir con el señor Buckland, pues su entusiasmo podía con todo. Sin embargo, no tardé en descubrir que cambiaba de opinión tan a menudo que cuando llegamos a Lyme se le habían ocurrido una docena de ideas nuevas para pasar la tarde, y ese día no volvimos al desprendimiento de la playa.

El señor Buckland no llegó a ver de dónde había extraído el segundo coco, pues la marea había cubierto el saliente cuando pasamos por allí. Sí le enseñé el acantilado del que había salido el primero, e hizo un pequeño dibujo. Paraba continuamente a mirar cosas -absurdas, algunas, como marcas de amos en cornisas rocosas que seguramente había visto muchas veces -, de modo que tuve que recordarle que el doctor Carpenter lo estaba esperando en el Three Cups y que había un espécimen más interesante en el taller.

– ¿Sabía que el doctor Carpenter me salvó la vida cuando era un bebé? -añadí.

– Es lo que hacen los médicos: administrar remedios a los bebés cuando tienen fiebre.

– No, fue más que eso, señor. Me alcanzó un rayo, ¿sabe?, y el doctor Carpenter dijo a mis padres que me bañaran en agua templada…

El señor Buckland se detuvo en la roca de la que se disponía a saltar.

– ¿Te alcanzó un rayo? -exclamó, con los ojos muy abiertos de fascinación.

Yo también me paré, avergonzada tras haber sacado el tema a colación. Casi nunca hablaba del rayo con nadie, pero había querido presumir delante de aquel inteligente caballero de Oxford. Fue lo único que se me ocurrió que pudiera impresionarlo. En realidad, era absurdo, pues más adelante resultó que yo lo superaba a la hora de buscar e identificar fósiles, y sus escasos conocimientos de anatomía a veces me hacían reír. Sin embargo, entonces no lo sabía, de modo que pasé un rato embarazoso mientras el señor Buckland me preguntaba qué me había sucedido en aquel prado cuando era una criatura.

Sin embargo, tuvo su efecto, pues saltaba a la vista que el señor Buckland me respetaba por mi experiencia.

– Es verdaderamente extraordinario, Mary-dijo al final-. Dios te perdonó y te ofreció una experiencia casi única en el mundo. Tu cuerpo albergó el rayo, y está claro que se vio beneficiado. -Me miró de arriba abajo, y me ruboricé por su atención.

Por fin llegamos a casa y dejé al señor Buckland en el taller, brincando alrededor del cocodrilo y haciéndome preguntas a voz en grito incluso cuando subí a la cocina. Mamá estaba junto al fogón hirviendo ropa blanca de otra familia. Haciendo la colada ganaba dinero para comprar carbón con el que mantener el fuego encendido para lavar otro montón de ropa blanca. No le gustaba que la hiciera reparar en ese círculo vicioso.

– ¿Quién hay abajo? -preguntó al oír la voz del señor Buckland-. ¿Te ha pagado dos peniques por verlo?

Negué con la cabeza.

– El señor Buckland no es hombre de peniques.

– Ya lo creo que sí. No dejes que nadie vea esa cosa sin pagar. Un penique a los pobres y dos a los ricos.

– Pues pídeselos tú.

Mamá frunció el entrecejo.

– Ahora mismo.

Tras darme el palo que usaba para remover la ropa blanca, se secó las manos en el mandil y bajó. Me puse a revolver la colada, encantada de librarme durante un rato de las preguntas del señor Buckland, aunque habría sido divertido ver cómo se las apañaba mamá con él. Tenía buena mano con los demás caballeros. A Henry de la Beche, por ejemplo, le daba órdenes como a un hijo más. Sin embargo William Buckland pudo incluso con mi madre, que subió al cabo de un buen rato agotada del parloteo constante del hombre y sin los dos peniques. Meneó la cabeza.

– Tu padre solía decirme que, cuando ese hombre venía al taller, dejaba el trabajo que estuviera haciendo y se ponía cómodo para echar una siesta mientras el señor Buckland hablaba. Quiere que bajes a contarle cómo lo estás limpiando y qué vamos a hacer con él. Dile que queremos una buena suma, ¡y que no queremos que nos vuelva a engañar ningún caballero!

Cuando bajé, el señor Buckland estaba saliendo por la puerta que daba a Cockmoile Square.

– Ah, Mary, solo será un momento. Voy a buscar al doctor Carpenter para que lo vea. Y a otras personas que seguro que estarán muy interesadas.

– ¡Mientras no sea lord Henley! -grité a su espalda.

– ¿Por qué no?

Le expliqué lo ocurrido con el primer coco, que había acabado con un monóculo, un chaleco y la cola enderezada, tal como lo había descrito la señorita Philpot.

– ¡Menudo imbécil! -exclamó el señor Buckland-. Debería haberlo vendido a Oxford o al Museo Británico en lugar de al museo de Bullock. Estoy seguro de que yo habría conseguido convencerlos de que lo compraran. Es lo que pienso hacer con este.

Sin preguntar, el señor Buckland sustituyó a mamá y a la señorita Elizabeth como responsable de la venta del cocodrilo. Antes de que mamá pudiera detenerlo había escrito cartas entusiastas a posibles compradores. Al principio ella se enfadó, pero no cuando él dio con un caballero rico de Bristol que nos pagó cuarenta libras por la criatura; los museos se habían negado a comprarlo. Eso compensó todo lo que mamá y yo tuvimos que soportar al señor Buckland. Y es que anduvo por Lyme todo el verano, entusiasmado con la idea de que había cocodrilos sepultados en los acantilados y las cornisas a la espera de que alguien los sacara. Mientras tuvimos el cocodrilo en el taller, se pasaba el día entero entrando y saliendo como si fuera su casa, trayendo a caballeros que se dedicaban a fisgonear, a tomar medidas, dibujar y hablar de mi coco. Me fijé en que el señor Buckland no lo llamó cocodrilo ni una sola vez. Era como la señorita Elizabeth a ese respecto. Empecé a aceptar que se trataba de otra cosa, aunque hasta que supimos qué era seguí llamándolo cocodrilo.

Un día que el señor Buckland y yo estábamos solos en el taller, me preguntó si podía limpiar una parte del coco. Siempre estaba dispuesto a probar cosas nuevas. Le di mis pinceles y mi cuchilla, incapaz de decirle que no, pero temía que causara algún daño importante al cocodrilo. No lo hizo, pero fue porque se paraba una y otra vez para examinarlo y hablar del cocodrilo, hasta que me entraron ganas de gritar. Teníamos que comer; teníamos que pagar el alquiler. Todavía quedaban deudas de papá, y la idea de acabar en el asilo para pobres nos acompañaba siempre. No podíamos perder el tiempo hablando. Teníamos que vender el cocodrilo.

Por fin logré interrumpirlo.

– Señor -dije-, déjeme a mí el trabajo mientras usted habla, o esta criatura no estará lista nunca.

– Tienes toda la razón, Mary. Desde luego que sí.

El señor Buckland me dio la cuchilla y se puso cómodo para ver cómo yo rascaba una de las costillas a fin de desprender la piedra caliza que tenía adherida. Poco a poco apareció una línea clara y, como trabajé con sumo cuidado, la costilla no quedó mellada ni rayada, sino lisa e intacta. Por una vez el señor Buckland permaneció callado, y eso me animó a formular la pregunta que quería plantear desde hacía varios días.

– Señor, ¿es este uno de los animales que llevaba Noé en su arca?

El señor Buckland se quedó sorprendido.

– Vaya, Mary, ¿por qué preguntas eso?

No empezó a parlotear como de costumbre, y al ver que aguardaba a que yo hablara me acobardó. Me concentré en la costilla.

– No lo sé, señor. Solo pensaba…

– ¿Qué pensabas?

Tal vez había olvidado que yo no era uno de sus alumnos, sino tan solo una chica que trabajaba para ganarse el pan. Aun así, por un instante me comporté como una estudiante.

– La señorita Philpot me ha enseñado unos cocodrilos dibujados por Cruver… Cuver…, el Frances que hace todos esos estudios sobre animales.

– ¿Georges Cuvier?

– Sí. Comparamos sus dibujos con este animal y descubrimos que había muchas diferencias entre ellos. Este tiene el morro largo y puntiagudo como un delfín, mientras que el de los cocodrilos es redondeado. Tiene aletas en lugar de garras, y además vueltas hacia fuera en lugar de hacia delante como las patas del cocodrilo. Y, cómo no, tiene los ojos muy grandes. Ningún cocodrilo los tiene así. Por eso la señorita Philpot y yo nos preguntamos qué podría ser si no era un coco. Y como el otro día les oí a usted y a un caballero que trajo, el reverendo Conybeare, hablar del diluvio universal -añadí, aunque ellos habían usado las palabras «anegación» y «diluviano», y había tenido que preguntar a la señorita Elizabeth qué significaban-, pensé: Si esto no es un cocodrilo, que Noé debió de llevar en el arca, ¿qué es? ¿Creó Dios algo que estaba en el arca pero de lo que no tenemos conocimiento? Por eso le preguntaba, señor.

El señor Buckland permaneció tanto tiempo callado que yo no sabía qué pensar. Empecé a temer que no comprendiera a qué me refería, que debido a mi ignorancia no lograra hacerme entender por un estudioso de Oxford. De modo que le hice otra pregunta un tanto distinta.

– ¿Por qué iba a crear Dios animales que ya no existen?

El señor Buckland me miró con sus grandes ojos, en los que advertí un atisbo de preocupación.

– No eres la única persona que se plantea esa pregunta, Mary -contestó-. Muchos eruditos están debatiendo el asunto. El propio Cuvier cree en la extinción de determinados animales, por medio de la cual desaparecen de la faz de la tierra. Sin embargo, yo albergo ciertas dudas. No entiendo por qué Dios iba a querer exterminar lo que ha creado. -Entonces se animó, y la preocupación se desvaneció de sus ojos-. Mi amigo el reverendo Conybeare dice que, aunque las Escrituras explican que Dios creó el cielo y la tierra, no describen cómo lo hizo. Está abierto a distintas interpretaciones. Por eso estoy aquí: para estudiar esta criatura extraordinaria y encontrar otras que poder estudiar a fin de hallar una respuesta mediante la observación detenida. La geología siempre ha estado al servicio de la religión para estudiar las maravillas de la creación y asombrarnos de la genialidad de Dios. -Deslizó la mano por la columna vertebral del coco-. Dios, en Su infinita sabiduría, ha salpicado el mundo de misterios para que los hombres los resuelvan. Este es uno de ellos, y es un honor para mí asumir esa tarea.

Sus palabras sonaban bien, pero no me había dado ninguna respuesta. Tal vez no la había. Reflexioné un instante.

– Señor, ¿cree que el mundo se creó en seis días, como dice la Biblia?

El señor Buckland meneó la cabeza; ni un sí ni un no.

– Hay quien afirma que la palabra «día» no debe interpretarse literalmente. Si pensamos en cada uno de los días como una época durante la cual Dios creó y perfeccionó distintas partes del cielo y la tierra, entonces desaparecen algunas de las tensiones existentes entre la geología y la Biblia. Después de cinco épocas, durante las cuales tuvieron lugar la estratificación de rocas y la fosilización de animales, fue creado el hombre. Por ese motivo no hay fósiles humanos, ¿sabes? Y una vez que hubo personas, el sexto día, cayó el diluvio, y cuando cesó, el mundo quedó tal como lo vemos hoy día, en todo su esplendor.

– ¿Adonde fue a parar toda el agua?

El señor Buckland no respondió de inmediato y volví a advertir el atisbo de incertidumbre en sus ojos.

– A las nubes de donde había venido la lluvia -contestó.

Yo sabía que debía creerlo, pues daba clases en Oxford, pero sus respuestas no me parecían satisfactorias. Era como comer y no tener nunca suficiente alimento. Me puse a limpiar el coco de nuevo y no hice más preguntas. Parecía que siempre iba a tener una sensación de vacío con respecto a mis monstruos.

El señor Buckland permaneció en Lyme hospedado en el Three Cups, durante gran parte del verano, incluso mucho después de que hubiéramos limpiado, empaquetado y enviado a Bristol el segundo cocodrilo. A menudo pasaba a buscarme por Cockmoile Square o me pedía que me reuniera con él en la playa. Daba por sentado que yo lo acompañaría para ayudarlo, enseñarle dónde era posible encontrar fósiles y en ocasiones buscarlos por él. Su mayor interés era dar con otro monstruo, que pensaba llevarse a Oxford para su colección. Aunque yo también lo deseaba, no estaba segura de qué sucedería si llegábamos a descubrirlo estando juntos. Como tenía buen ojo, era más probable que yo lo viera primero. En ese caso, ¿debería el señor Buckland pagarme por él? No estaba claro, ya que nunca hablábamos de dinero, si bien el señor Buckland se apresuraba a darme las gracias cuando encontraba curis para él. Ni siquiera mamá sacaba a relucir el tema. El señor Buckland parecía estar por encima del dinero, como todo erudito, y vivir en un mundo donde el dinero no importaba.

En esa época Joe estaba en plena formación como aprendiz y nunca venía conmigo a la playa a menos que hubiera que levantar algo pesado o utilizar el martillo. A veces mamá nos acompañaba al señor Buckland y a mí y se quedaba sentada haciendo punto mientras nosotros explorábamos. Pero él quería ir más lejos, y ella tenía que lavar ropa y ocuparse de la casa y de la tienda, pues todavía teníamos una mesa con curis delante del taller, como papá, y mamá se dedicaba a venderlas a los turistas.

Otras veces la señorita Elizabeth venía a buscar fósiles con nosotros. Sin embargo, no era lo mismo que cuando las dos íbamos a la playa como con otros caballeros, de los que nos reíamos a sus espaldas al ver que cometían repetidamente errores de principiante, como coger beefo confundir un trozo de madera fosilizada con un hueso. El señor Buckland era más listo, y también más amable, y me di cuenta de que a la señorita Elizabeth le gustaba. En ocasiones tenía la sensación de que éramos dos mujeres que compelían por su atención, pues yo ya no era una niña. Cuando alzaba, la vista y la sorprendía mirando al señor Buckland me entraban ganas de tomarle el pelo, pero sabía que se ofendería. La señorita Elizabeth era inteligente, una cualidad que el señor Buckland valoraba. Podía hablar con él de fósiles y geología, y leía los artículos científicos que le prestaba. Pero tenía cinco años más que él, era demasiado mayor para formar una familia, y carecía del dinero o la belleza para tentarlo. Además, él estaba enamorado de las piedras, y sin duda prefería acariciar un pedazo de cuarzo a coquetear con una dama. La señorita Elizabeth no tenía ninguna posibilidad. Claro que yo tampoco.

Cuando estábamos los tres juntos, la señorita Elizabeth se mostraba más callada que de costumbre y hablaba con mayor sequedad. Luego se disculpaba y echaba a andar sola por la playa, y la veía a lo lejos, con la espalda muy recta, incluso cuando se agachaba a examinar algo. O decía que prefería buscar en la bahía Pinhay o en Monmouth Beach antes que en Black Ven, y desaparecía.

Así pues, la mayoría de las veces el señor Buckland y yo estábamos solos. Aunque nuestro único objetivo era buscar curis, el hecho de que estuviéramos juntos tan a menudo acabó siendo intolerable incluso para la gente de Lyme. Al final nos convertimos en objeto de murmuraciones…, alimentadas, estoy segura, por el Capitán Curi. En los años transcurridos desde el desprendimiento que había estado a punto de matarnos a los dos y que había enterrado el primer cocodrilo, me había dejado en paz. Sin embargo, no había logrado encontrar un coco entero y todavía le gustaba espiarme. Cuando empecé a buscar fósiles con el señor Buckland, el Capitán Curi se puso celoso. Cuando nos cruzábamos con él en la playa, donde armaba mucho ruido golpeando la cornisa rocosa con la pala, hacía comentarios maliciosos.

– ¿Se lo pasan bien los dos juntos? -decía-. ¿Les gusta estar solos?

El señor Buckland, interpretando erróneamente su atención como interés, se acercaba a toda prisa para enseñarle los fósiles que habíamos encontrado y lo desconcertaba con sus términos científicos y sus teorías. El Capitán Curi lo escuchaba incómodo y luego ponía alguna excusa para escapar. Se alejaba por la playa dando zancadas, volviendo la cabeza para mofarse de mí, dispuesto a contarle a todo el mundo que nos había visto juntos.

A mí me traían sin cuidado las habladurías, pero un día mamá oyó a alguien decir en el mercado que yo era la puta de un caballero. Se encaminó de inmediato hacia Church Cliffs, donde el señor Buckland y yo estábamos sacando la quijada de un cocodrilo.

– Recoge tus cosas y ven conmigo -ordenó, sin responder siquiera al saludo del señor Buckland.

– Solo disponemos de una hora para cavar antes de que suba la marea, mamá. Mira, aquí puedes ver todos los dientes.

– Haz lo que te digo.

Consiguió que me sintiera culpable pese a no haber hecho nada. Me levanté rápidamente y me sacudí el barro de la falda. Mamá lanzó una mirada asesina al señor Buckland.

– No quiero verle aquí solo con mi hija. -Nunca la había oído dirigirse a un cabañero con tan poco respeto.

Por suerte el señor Buckland no se ofendía fácilmente. Tal vez no la entendió bien, pues no era hombre que pensara como la gente del pueblo.

– ¡Señora Anning, hemos encontrado una quijada extraordinaria! -exclamó-. Venga, toque los dientes. Son tan regulares como las púas de un peine. Se lo prometo, no estoy haciendo perder el tiempo a Mary. Estamos embarcados en un tremendo descubrimiento científico.

– Me dan igual sus descubrimientos-murmuró mamá-. Tengo que pensar en la reputación de mi hija. Esta familia ya ha sufrido bastante…, solo nos faltaría ver arruinado el futuro de Mary por culpa de un caballero al que solo le interesa lo que pueda conseguir de ella.

El señor Buckland me miró como si nunca hubiera pensado en mí de ese modo. Me ruboricé y encorvé la espalda para ocultar mis pechos. A continuación él se miró el torso, como si de repente estuviera reconsiderando su persona. Habría resultado cómico de no haber sido trágico.

Mamá echó a andar por la playa sorteando los charcos.

– Vamos, Mary -dijo volviendo la cabeza.

– Espere, señora -gritó el señor Buckland-. Por favor. Siento el mayor de los respetos por su hija. No desearía poner en peligro su reputación. ¿Lo que le preocupa es que estemos solos? Porque si es así, el problema tiene fácil solución. Buscaré un acompañante. Si lo pido en el Three Cups, estoy seguro de que nos proporcionarán a alguien.

Mamá se detuvo, pero no se volvió. Estaba reflexionando. Yo también. Sus palabras me habían hecho pensar en mí de una manera distinta. Tenía futuro. Un caballero podía interesarse por mí. Cabía la posibilidad de que no fuera siempre tan pobre y necesitada.

– Está bien -dijo mamá por fin-. Si la señorita Elizabeth o yo no estamos presentes, traiga a otra persona. Vamos, Mary.

Recogí la cesta y el martillo.

– Pero ¿y la quijada, Mary? -El señor Buckland parecía un poco desesperado.

Anduve hacia atrás para poder mirarlo.

– Pruebe usted solo, señor. Ha cogido fósiles durante años, no me necesita.

– ¡Sí te necesito, Mary, sí te necesito!

Sonreí. Me volví y seguí a mamá balanceando la cesta.

Así fue como Fanny Miller entró de nuevo en mi vida. Cuando el señor Buckland vino a buscarme a la mañana siguiente, Fanny estaba detrás de él, tan abatida como un cochero bajo la lluvia. No levantó la vista de sus botas, cuyas suelas restregaba sobre los adoquines de Cockmolle Square para limpiarse el barro. Al igual que yo, se estaba convirtiendo en una mujercita; sus curvas eran un poco más suaves que las mías y tenía el rostro en forma de huevo, enmarcado por un sombrero, muy ajado, adornado con una cinta azul que hacía juego con sus ojos. Aunque pobre, era tan guapa que me entraron ganas de darle una bofetada.

El señor Buckland, sin embargo, no pareció reparar en eso, y tampoco en la mirada glacial que nos cruzamos.

– Mira -dijo-, he traído una acompañante. Trabaja en la cocina del Three Cups, pero me han dicho que pueden prescindir de ella durante unas horas mientras está baja la marea. -Sonrió, satisfecho consigo mismo-. ¿Cómo te llamas, muchacha?

– Fanny -respondió ella en voz tan baja que dudé que el señor Buckland la hubiera oído.

Suspiré, pero no podía hacer nada. Después del escándalo que había armado mamá para que el señor Buckland buscara una acompañante, no podía quejarme de su elección. Tendría que aguantar a Fanny, y ella a mí. Seguro que le hacía tan poca gracia como a mí que la hubieran mandado a la playa con nosotros, pero necesitaba el trabajo y estaba dispuesta a hacer lo que le ordenaran.

Nos dirigimos a Church Cliffs, al lugar donde estaba la quijada, seguidos de Fanny. Mientras el señor Buckland y yo trabajábamos, ella se quedó sentada a cierta distancia, examinando con atención las piedras que había a sus pies. Quizá seguían gustándole los guijarros brillantes. Parecía tan aburrida y asustada que casi me daba lástima.

Y también al señor Buckland. Tal vez él consideraba que la inactividad era un mal que todo el mundo deseaba evitar. Al verla jugar con las piedras se acercó para hablar de «subterraneología», como le gustaba llamar a la geología.

– Fanny, ¿verdad? -dijo-. ¿Quieres que te diga qué son las piedras que estás ordenando? La mayoría son piedra caliza y sílex, pero esa blanca tan bonita es cuarzo, y la marrón de la raya, arenisca. A lo largo de la playa hay varias capas de roca, como estas. -Cogió un palo y dibujó en la arena las distintas capas de granito, piedra caliza, pizarra, arenisca y creta-. Estamos hallando estas capas de roca por toda Inglaterra, y también en Europa, siempre en el mismo orden. ¿No es sorprendente?

Al ver que Fanny no contestaba añadió:

– Tal vez te gustaría ver lo que estamos extrayendo.

Fanny se acercó de mala gana y miró la cara del acantilado. No parecía haber superado el miedo a que cayeran rocas.

– ¿Ves esta quijada? -El señor Buckland pasó los dedos por encima-. Preciosa, ¿verdad? El morro está partido, pero el resto sigue intacto. Será un magnífico modelo para mis clases sobre descubrimientos fósiles.

Miró detenidamente a Fanny como si quisiera disfrutar de su reacción, y se quedó perplejo al ver que hacía una mueca de repugnancia. Le costaba entender que los demás no sintieran lo mismo que él ante los fósiles y las rocas.

– Supongo que viste las criaturas que descubrió Mary cuando se expusieron en el pueblo -continuó.

Fanny negó con la cabeza.

El señor Buckland intentó una vez más despertar su interés.

– ¿Te gustaría ayudarnos? Puedes coger los martillos. O, si lo prefieres, Mary te enseñará a buscar otros fósiles.

– No, gracias, señor. Ya tengo un trabajo.

Cuando Fanny regresó a su asiento seguro lejos del acantilado, su cara rebosaba desdén. Si yo hubiera sido una niña pequeña, la habría pellizcado. Pero bastante castigo era para ella estar en la playa con nosotros, permitiendo con su presencia el descubrimiento de las cosas que más despreciaba. Debía de resultarle insoportable, y habría preferido fregar un montón de cacharros en la cocina del Three Cups.

Más tarde apareció la señorita Elizabeth, que iba en busca de fósiles. Frunció el entrecejo al ver a Fanny, que había sacado una labor de encaje, aunque yo no me explicaba cómo podía mantenerla limpia con tanto barro como había alrededor.

– ¿Qué hace aquí? -preguntó la señorita Elizabeth.

– Es nuestra carabina -respondí.

– ¡Ah! -La señorita Elizabeth la observó un instante y meneó la cabeza-. Pobre muchacha -murmuró antes de alejarse.

Usted tiene la culpa de que esté aquí, pensé. Si no estuviera tan rara con el señor Buckland, se quedaría con nosotros y libraría a Fanny de su tormento. Y a mí del tormento de tenerla ahí sentada recordándome la clase de mujer que nunca seré.

Fanny nos acompañó durante todo el verano. Normalmente se sentaba en las rocas, apartada de nosotros, o nos seguía a cierta distancia cuando caminábamos. Aunque no se quejaba, yo sabía que no le gustaba ir muy lejos, a Charmouth o más allá. Prefería los alrededores de Lyme, como Gun Cliff o Church Cliffs, porque en ocasiones iba a verla alguna amiga, y entonces Fanny se animaba y se sentía más a gusto. Las dos se quedaban sentadas y nos miraban por debajo del sombrero sin dejar de cuchichear y soltar risitas tontas.

El señor Buckland trataba de despertar en Fanny el interés por nuestros hallazgos o de enseñarle lo que debía buscar, pero ella siempre decía que tenía otras cosas que hacer y sacaba una labor de encaje, de costura o de punto.

– Cree que son cosa del demonio -le expliqué por fin un día en voz baja cuando Fanny lo rechazó una vez más y se sentó con su labor de encaje-. Le dan miedo.

– ¡Eso es absurdo! -dijo el señor Buckland-. Son criaturas de Dios procedentes del pasado y no hay por qué tener miedo.

Estaba arrodillado, y al ver que se levantaba como si se dispusiera a acercarse a ella le cogí el brazo.

– Por favor, señor, déjela. Es mejor así.

Eché un vistazo a Fanny y observé que miraba fijamente mi mano posada en la manga del señor Buckland. Parecía estar pendiente siempre que él me tocaba la mano al pasarme un fósil o yo lo agarraba del codo cuando tropezaba. Se quedó pasmada al ver que el señor Buckland me daba un abrazo la tarde que conseguimos sacar del acantilado la quijada del coco. En ese sentido, su compañía empeoraba aún más las cosas, pues sospecho que Fanny hacía correr muchos rumores. Habríamos estado mejor solos, sin una testigo que informara de todo lo que veía y no acertaba a entender. La gente del pueblo continuaba mirándome de forma rara y se reía de mí a mis espaldas.

Pobre Fanny. No debería ser tan dura con ella, pues pagó un precio muy alto por acompañarnos.


Mi actividad se realiza mejor cuando hace mal tiempo. La lluvia desprende los fósiles de los acantilados, y las tormentas dejan las cornisas rocosas limpias de algas y arena, de modo que es posible ver más cosas. Joe abandonó los fósiles por la tapicería a causa del mal tiempo, pero yo era como papá: no me importaban el frío ni la lluvia siempre y cuando encontrara curis.

Al señor Buckland también le gustaba ir a la playa cuando llovía. Fanny tenía que acompañarnos, y se arrebujaba como una desdichada en su chal, acurrucada entre las rocas para protegerse del viento. En tales días solíamos ser las únicas personas que había en la playa, pues con el mal tiempo los turistas preferían ir a los balnearios, que tenían agua caliente, o jugar a las cartas y leer el periódico en los salones de celebraciones, o beber en el Three Cups. Solo los buscadores de fósiles serios salían con la lluvia.

Un día lluvioso de finales de verano me encontraba en la playa con el señor Buckland y Fanny. No había nadie más, aunque el Capitán Curi pasó por allí y se puso a fisgonear para ver qué hacíamos. El señor Buckland había descubierto una serie de bultos en Church Cliffs, no muy lejos de donde habíamos extraído la quijada, y creía que podía corresponder a una hilera de vertis del mismo animal.

Estaba trabajando la piedra del acantilado con un cincel para dejar al descubierto los huesos cuando el señor Buckland se alejó. Al poco rato Fanny vino a mi lado y supuse que el señor Buckland debía de estar orinando en el agua. Siempre iba a hacer sus necesidades lo bastante lejos para que yo no lo viera a fin de ahorrarme una situación embarazosa. Yo estaba acostumbrada, pero era algo que siempre molestaba a Fanny, y así fue la vez que se acercó al acantilado. El señor Buckland seguía dándole un poco de miedo, aun cuando ya hacía varias semanas que trataba con él. La cordialidad y las continuas preguntas del caballero resultaban excesivas para alguien como Fanny.

Al verla me dio lástima. Llovía mucho y las gotas le caían por el borde del sombrero a la cara. Con ese tiempo no podía coser ni tricotar, y no hay nada peor que no tener nada que hacer cuando llueve.

– ¿Por qué no te limitas a volver la cabeza cuando él va allí? -dije tratando de ser amable-. No se la va a sacar delante de tus narices. Es demasiado caballeroso.

Fanny se encogió de hombros.

– ¿Has visto una alguna vez? -dijo al cabo de un minuto. Creo que era la primera pregunta que me hacía en diez años. Tal vez la lluvia la había vencido.

Recordé el belemnites que la señorita Elizabeth había enseñado a James Foot en la playa años antes y sonreí.

– No. Solo la de Joe cuando éramos pequeños. ¿Y tú?

No pensaba que fuera a responder, pero dijo:

– Una vez, en el Three Cups, un hombre se emborrachó tanto que se bajó los pantalones en la cocina creyendo que era el retrete.

Las dos nos reímos. Por un momento me pregunté sí empezaríamos a llevarnos mejor.

No tuvimos ocasión. No hubo ningún aviso, no cayeron guijarros ni se oyó el crujido de una piedra al partirse. Fue tan repentino que estábamos riéndonos de las partes viriles junto al acantilado y un instante después este se desplomó y me vi lanzada al suelo y sepultada por la gruesa arcilla rocosa.

Aunque no recuerdo haberlo hecho, me había tapado la boca con la mano cuando el acantilado se me vino encima, y eso me brindó un poco de espacio para respirar. No veía nada, y pese a mis esfuerzos no podía moverme, pues la arcilla estaba fría y mojada y pesaba y me apresaba con fuerza. Ni siquiera podía gritar. Lo único que podía hacer era pensar que iba a morir y preguntarme qué me diría Dios cuando me viera.

Transcurrió un largo rato durante el que no pasó nada. Luego oí escarbar y noté unas manos que me arañaban y me limpiaban los ojos, y cuando los abrí vi la cara de terror del señor Buckland y pensé que tal vez no iba a reunirme con Dios todavía.

– ¡Oh, Mary! -gritó.

– Señor. ¡Sáqueme, señor!

– Yo… yo… -El señor Buckland intentaba retirar las piedras y el barro, pero no podía moverlos-. Pesa demasiado, Mary. No puedo sacarte sin herramientas. -Estaba aturdido, como si no pudiera pensar con claridad.

En ese momento oímos un grito. Nos habíamos olvidado de Fanny. Se hallaba a unos pocos metros y no estaba tan enterrada como yo, pero tenía sangre en la cara. Siguió gritando, y el señor Buckland se levantó de un brinco para acercarse a ella. La arcilla que la apresaba estaba más suelta, y el señor Buckland consiguió retirar la cantidad suficiente para sacar a Fanny. Le limpió la sangre de la cara y al hacerlo le arrancó el sombrero de la cabeza, pues estaba asustado y sus movimientos eran torpes. Una ráfaga de viento se lo llevó rodando por la playa. La pérdida del sombrero pareció disgustar a Fanny más que ninguna otra cosa.

– ¡Mi sombrero! -exclamó-. Necesito mi sombrero. ¡Mamá me matará si lo pierdo! -Entonces volvió a gritar cuando el señor Buckland intentó moverla.

– Tiene la pierna rota -dijo él entre jadeos-. Debo dejaros para ir a pedir ayuda.

En ese preciso instante una parte del acantilado se desplomó más allá y cayó al suelo con un gran estruendo. Fanny volvió a chillar.

– ¡No me abandone, señor! ¡Por favor, no me abandone en este sitio dejado de la mano de Dios!

Yo tampoco quería que me dejara, pero no lo dije.

– Será mejor que la coja a ella si puede, señor. Puede salvar al menos a una de las dos.

El señor Buckland se quedó horrorizado.

– Oh, no creo que deba hacerlo. No sería correcto.

Al parecer incluso a él, que comía ratones y llevaba un saco azul y orinaba en el mar, le daba reparo coger en brazos a una chica. Pero no era momento de preocuparse por lo que era o no correcto.

– Rodéele los hombros con un brazo, ponga el otro debajo de sus rodillas y levántela, señor -le indiqué-. Es menuda; incluso un estudioso como usted debería poder con ella.

El señor Buckland hizo lo que le dije y la cogió en brazos. Fanny volvió a gritar, de dolor y vergüenza. Dejó caer los brazos y apartó la cara de él.

– ¡Por el amor de Dios, Fanny, agárrate a él! -grité-. Ayúdalo o no podrá llevarte.

Fanny me obedeció y le echó los brazos al cuello y sepultó la cara en su pecho.

– Llévela al balneario, es el sitio más cercano, y mande aquí agente con palas. -En otras circunstancias no se me habría ocurrido dar órdenes a un caballero, pero el señor Buckland no parecía saber qué hacer-. Deprisa, señor, por favor. No quiero quedarme aquí sola.

Asintió con la cabeza, y otra parte del acantilado se desmoronó con gran estruendo. El señor Buckland se estremeció, con el terror pintado en la cara. Lo miré a los ojos.

– Señor, rece por mí. Y si muero, dígales a mamá y a Joe…

– N… n… no digas eso, Mary. Volveré enseguida.

El señor Buckland se negó a seguir escuchando y se alejó con paso vacilante, mientras Fanny me miraba con los ojos vidriosos por encima de su hombro. Ahora que se había abandonado a los brazos del caballero, le daba igual todo. Más tarde el doctor Carpenter le encajaría la pierna, pero la rotura era fea y el hueso no acabó de soldar bien, de modo que quedó con una pierna más corta que la otra. Nunca podría caminar grandes distancias ni permanecer mucho rato de pie, y tampoco ir a la playa, aunque lo cierto es que jamás le había gustado. Cuando la veía andar cojeando por Broad Street hacia el Three Cups, agachaba la cabeza, temerosa de aquella mirada azul.

Claro que en aquel momento, inmovilizada bajo la tierra desprendida, yo no sabía nada de eso. Observé cómo el señor Buckland avanzaba por la playa zigzagueando con Fanny en brazos, no lo bastante deprisa en mi opinión, y me pregunté por qué siempre rescataban a las guapas antes que a las feas. Así era el mundo: con sus ojos grandes y sus delicadas facciones, Fanny se había salvado; en cambio yo continuaba atrapada en el barro, mientras el acantilado amenazaba con desmoronarse encima de mí.

Tuve mucho tiempo para pensar. Pensé en el señor Buckland, en lo extraño que era que un hombre ordenado sacerdote y tan interesado por lo que había hecho Dios en el pasado, en lugar de hallar consuelo en las oraciones, las hubiera eludido. Cerré los ojos y pronuncié una larga oración para que Dios me salvara, para que me dejara seguir viviendo y ayudando a mamá y a Joe, para que encontrara más cocos, para que tuviera suficiente comida y carbón, incluso para que algún día tuviera un marido e hijos.

– Y, por favor, Dios, haz que el señor Buckland corra. Haz que encuentre a alguien enseguida y vuelva.

Aunque el señor Buckland caminaba de buen grado kilómetros y kilómetros por los acantilados y cuando estaba en Lyme iba y venía a pie de Axminster, nunca andaba deprisa. Tenía barriga de erudito, y me preocupaba que con Fanny en brazos no consiguiera regresar a tiempo para salvarme.

Ahora reinaba el silencio. El viento había amainado y una lluvia finísima me salpicaba la cara. De vez en cuando oía el sonido débil de la rocalla al despeñarse por el acantilado. No podía verla, pues caía detrás de mí y no podía volver la cabeza del todo. Eso era lo peor, oírla y no saber si se desplomaba cerca o si me iba a sepultar.

El barro que me inmovilizaba estaba frío y pesaba y me oprimía el pecho, por lo que me costaba respirar. Cerré los ojos durante unos minutos pensando que el sueño tal vez hiciera que el tiempo transcurriera más deprisa. Pero no pude dormirme, de modo que me dediqué a imaginar al señor Buckland camino de Lyme. Ahora está pasando por donde encontramos el primer coco, pensaba. Ahora está pasando por el saliente con las marcas de amos. Ahora ha llegado a la curva donde empieza el sendero. Ahora ya ve el balneario de Jefferd. A lo mejor el señor Jefferd está allí y viene corriendo, más deprisa que el señor Buckland. Seguí mentalmente el camino hasta allí y regresé -y Lyme no estaba tan lejos-, pero no acudió nadie.

Abrí los ojos. El señor Buckland era un punto que avanzaba por Church Cliffs. Me parecía increíble que no hubiera llegado más lejos. Sin embargo, era difícil saber cuánto tiempo había transcurrido: podían haber sido cinco minutos u horas. Miré hacia el otro lado, en dirección a Charmouth. No había barcas ni pescadores revisando las nasas de los cangrejos, pues el mar estaba demasiado encrespado. No había un alma. Y la marea subía poco a poco.

Renuncié a seguir mirando alrededor en busca de ayuda y empecé a fijarme en lo que tenía más cerca. El desprendimiento había creado un revoltijo de rocas atrapadas en un lodo gris azulado. Eché un vistazo a las piedras que tenía al lado y a poco más de un metro reparé en una forma conocida: un círculo de escamas óseas superpuestas del tamaño de mi puño. Un ojo de cocodrilo. Parecía que me estuviera mirando fijamente. Al verlo, grité de sorpresa, y a varios centímetros del ojo advertí un movimiento. Fue muy leve. Volví a gritar y se movió de nuevo. No era más que un punto rosa que asomaba del lodo, pero como la lluvia me caía en los ojos me costaba ver qué era. Pensé que quizá se tratara de un cangrejo hurgando en el barro.

– ¡Eh! -grité una vez más, y se movió.

No era un cangrejo, sino un dedo. Me sentí tan aliviada y mareada a un tiempo que creo que me desmayé. Cuando recobré el conocimiento miré el punto de nuevo, pero ya no se movía. Carraspeé.

– ¿Quién anda ahí? -dije, aunque no lo bastante alto-. ¿Quién anda ahí? -repetí alzando la voz tanto como pude.

El dedo se movió. Me alegré tanto de no estar sola que me eché a reír.

– ¿Toe? ¿Eres Joe?

El dedo no se movió.

– ¿Mamá? ¿Señorita Philpot?

No hubo movimiento. Estaba segura de que no podía ser ninguno de ellos, pues habría sabido que se hallaban en la playa. Pero ¿quién más podía andar allí con aquel tiempo? Pensé que tal vez fuera un niño de Lyme que había querido espiar a Mary Anning y al hombre al que ayudaba con la esperanza de ver algo escandaloso de lo que informar luego. Sin embargo, me parecía poco probable. Lo habríamos visto si estaba en la playa. A menos que hubiera estado en el acantilado…, lo que significaba que el desprendimiento lo había arrastrado hasta la playa. Era un milagro que estuviera vivo.

Al pensar en el acantilado y el desprendimiento caí en la cuenta de quién debía de ser.

– ¿Capitán Curi? -Me acordé de que lo había visto antes.

Mientras el dedo se movía, vi que el mango de su pala asomaba del lodo que lo había enterrado. Estaba tan contenta de saber que se encontrara allí que todo el desprecio que sentía por él se desvaneció.

– ¡Capitán Curi! El señor Buckland ha ido a por ayuda. Vendrán a sacarnos.

El dedo se movió, pero menos que antes.

– ¿Estaba en lo alto del acantilado y se ha caído con el desprendimiento?

El dedo no se movió.

– Capitán Curi, ¿me oye? ¿Se ha roto algún hueso? Creo que Fanny se ha roto la pierna. El señor Buckland se la ha llevado. Volverá dentro de poco.

Hablaba para ocultar mi terror.

El dedo se quedó tieso, apuntando al cielo. Sabía lo que eso significaba y empecé a llorar.

– ¡No se vaya! ¡Quédese conmigo! ¡Por favor, quédese, Capitán Curi!

Entre el Capitán Curi y yo, el ojo de coco nos observaba. El Capitán Curi y yo nos vamos a volver como el coco, pensé. Nos convertiremos en fósiles, atrapados en la playa para siempre.

Al cabo de un rato dejé de mirar el dedo del Capitán Curi, entonces tan inmóvil como las rocas rodeadas de lodo. No quería ver cómo la marea subía a un ritmo constante, de modo que alcé la vista al cielo blanco y apagado, en el que flotaban unas cuantas nubes de color estaño. Después de pasar la mayor parte de mi vida mirando las piedras del suelo, resultaba extraño contemplar aquel vacío. Divisé una gaviota que volaba en círculos muy por encima. Parecía que no fuera a acercarse nunca, que siempre sería un punto en las alturas. Mantuve la vista fija en ella y no volví a mirar el dedo ni el cocodrilo.

Reinaba tal silencio que deseé hacer ruido para romperlo. Deseé que el rayo me atravesara y me devolviera la vida de una sacudida, pues estaba experimentando lo contrario a esa sensación: una lenta oscuridad se extendía poco a poco por mi cuerpo.

Había habido muchas muertes en nuestra familia: las de papá y todos los niños. Había pasado la mayor parte de mi vida recogiendo cadáveres de animales. Sin embargo, no había pensado mucho en mi propia muerte. Incluso cuando visitaba a lady Jackson pensaba más en su fallecimiento que en el mío, y en la muerte como un drama en el que recrearme. Pero morir no era ningún drama. Morir era algo frío, duro y doloroso, y aburrido. Duraba demasiado. Estaba agotada y comenzaba a aburrirme de ella. Ahora tenía tiempo de sobra para pensar en si moriría a causa de la marea creciente, ahogada como lady Jackson, o si el barro me impediría respirar como al Capitán Curi, o si me caería encima una roca. No pude seguir pensando en eso durante mucho rato porque resultaba demasiado doloroso, como al tocar un trozo de hielo. Traté de pensar en Dios y en cómo me ayudaría a salir de allí.

No se lo he dicho a nadie, pero pensar en El no hizo que sintiera menos miedo.

El barro pesaba mucho y me costaba respirar. Mi respiración se volvió cada vez más lenta, así como los latidos de mi corazón, y cerré los ojos.

Cuando recobré el conocimiento alguien retiraba con una pala el lodo que me rodeaba. Abrí los ojos y sonreí.

– Gracias. Sabía que vendría. Gracias por venir a por mí.


Загрузка...