4 Esto es una abominación

A lo largo de la vida he conocido a muchas personas por las que he sentido desprecio, pero ninguna me ha indignado más que Henry Hoste Henley.

Lord Henley me visitó al día siguiente de que los Day sacaran el ‹ raneo. No utilizó el limpiabarros y dejó un rastro de lodo en el recibidor. Cuando Bessy anunció su llegada, Louise había salido, Margaret estaba cosiendo y yo escribiendo a nuestro hermano para contarle los sucesos del día anterior en la playa. Margaret soltó un gritito, se inclinó ante lord Henley y, tras disculparse, subió dando traspiés a su habitación. Aunque veía a menudo a los Henley en la iglesia de Saint Michael cuando iba a misa, no esperaba que el hombre quebrantara la seguridad de su casa, donde no tenía que lucir el rostro alegre y desenfadado que mostraba en público.

Lord Henley quedó tan sorprendido por la repentina salida de Margaret que resultó evidente que ignoraba lo ocurrido entre ella y su amigo James Foot. De acuerdo, había sucedido años antes y puede que creyera que Margaret lo había superado. O tal vez lo había olvidado: no era la clase de hombre que recuerda lo que preocupa a las mujeres.

Sin embargo, ese no era el caso de Margaret. Una solterona no olvida nunca.

Al parecer tampoco se había percatado de que rechazábamos siempre las invitaciones a Colway Manor, pues de lo contrario no habría venido a nuestra casa. Lord Henley era un hombre de escasa imaginación, al que resultaba imposible ver el mundo a través de los ojos de otro. Por ese motivo su interés por los fósiles era ridículo: para apreciar de verdad los fósiles se requiere un esfuerzo de imaginación del que él no era capaz.

– Disculpe a mi hermana, señor -dije-. Poco antes de que usted llegara había estado quejándose de que tenía tos. No querría contagiar su enfermedad a un invitado.

Lord Henley asintió con cierta impaciencia. Estaba claro que la salud de Margaret no era el motivo de su visita. Ante mi insistencia se sentó en el sillón que había junto a la lumbre, pero en el borde, como si fuera a levantarse en cualquier momento.

– Señorita Philpot -dijo-, tengo entendido que ayer descubrió algo extraordinario en la playa. Un cocodrilo, si no me equivoco. Me gustaría mucho verlo. -Miró alrededor, como si esperara que ya estuviera expuesto en la habitación.

No me sorprendió que se hubiera enterado del hallazgo de los Anning porque si bien era demasiado distinguido para formar parte del círculo de chismosos de Lyme, a menudo contrataba a canteros, ya que tenía un terreno que lindaba con los acantilados, de los que extraía piedra para la construcción. En efecto, había obtenido la mayoría de sus mejores especímenes gracias a los picapedreros, que le reservaban los hallazgos que encontraban en la piedra, sabedores de que él les pagaría más. Los Day debían de haberle contado lo que habían sacado para los Anning.

– Su información es casi correcta, lord Henley -repuse-. Fue la joven Mary Anning la que lo encontró. Yo me limité a supervisar la extracción. El cráneo está en su casa, en Cockmoile Square.

Ya estaba dejando a Joseph al margen del descubrimiento, como ocurriría durante generaciones. Tal vez era inevitable dado su carácter retraído, que le impedía corregir a la gente cuando hablaban de la criatura como un descubrimiento exclusivo de Mary.

Lord Henley conocía a los Anning, pues Richard Anning le había vendido varios especímenes. Sin embargo, no era la clase de hombre que ponía los pies en su taller, y a todas luces le decepcionó que el cráneo no estuviera en Morley Cottage, una casa más aceptable para recibir sus visitas.

– Dígales que me lo traigan para que pueda verlo -pidió, al tiempo que se levantaba de un salto, como sí de repente hubiera caído en la cuenta de que estaba perdiendo el tiempo con personas irrelevantes.

Yo también me puse en pie.

– El cráneo pesa bastante, señor. ¿Le han dicho los Day que mide más de un metro? Les costó mucho llevarlo de Church Cliffs a Cockmoile Square. Desde luego, los Anning no pueden transportarlo a Colway Manor.

– ¿Más de un metro? ¡Espléndido! Mandaré mi coche a buscarlo mañana por la mañana.

– No estoy segura.

Me interrumpí. Ignoraba qué pensaban hacer Mary y Joseph con el cráneo y decidí que era mejor no hablar en su nombre hasta que lo supiera.

Lord Henley parecía creer que el espécimen era de su propiedad y que podía reclamarlo. Tal vez lo era: los acantilados donde había sitio hallado se encontraban en sus tierras. No obstante, debía pagar a los buscadores por el trabajo y la destreza que les habían permitido localizar y extraer el fósil. Yo no compartía esa actitud posesiva del coleccionista que paga a otros para que busquen especímenes que luego él exhibirá. Como advertí un brillo codicioso en los ojos de lord Henley, juré que tendría que pagar a Mary y Joseph un buen precio por el cocodrilo, pues sabía que preferiría tratar conmigo antes que con los Anning.

– Hablaré con la familia y veré qué puedo hacer, lord Henley. No le quepa la menor duda.

Cuando se hubo marchado y Bessy se puso a barrer el lodo que había dejado, Margaret bajó con los ojos enrojecidos. Se sentó al piano y empezó a tocar una canción melancólica. Le di unas palmaditas en el hombro y traté de consolarla.

– No habrías sido feliz con esa gente.

Margaret movió el hombro para apartar mi mano.

– Tú no sabes cómo me habría sentido. ¡Que a ti te dé igual no casarte no significa que los demás pensemos lo mismo!

– Nunca he dicho que no quiera casarme. Simplemente no ha ocurrido: no soy la clase de mujer que los hombres eligen por esposa; carezco de atractivo y soy demasiado seria. Me he resignado a estar sola. Pensaba que tú también.

Margaret estaba llorando de nuevo. Yo no podía soportarlo, pues acabaría por contagiarme el llanto, y yo nunca lloro. La dejé sola para refugiarme en el comedor con mis fósiles. Ya la consolaría Louise cuando volviera.

Al cabo de un rato utilicé la visita de lord Henley como pretexto para ir a Cockmoile Square. Quería hablar con los Anning del interés del caballero por el cráneo y enterarme de qué había encontrado Mary en la playa, ya que me había dicho que iba a buscar el cuerpo del cocodrilo. Cuando llegué, fui primero a la cocina para conversar con la madre de Mary. Molly Anning, una mujer alta y flaca, llevaba una cofia y un delantal blanco mugriento. Estaba junto al fogón, removiendo algo que olía a caldo de rabo de buey, mientras un bebé berreaba sin excesiva convicción en un cajón colocado en el rincón.

Dejé el paquete que llevaba.

– Bessy ha hecho muchos bizcochos con frutos secos y he pensado que tal vez le apetecería probarlos, señora Anning. También he traído un trozo de queso y otro de pastel de cerdo.

En la cocina hacía frío, pues el fuego del fogón ardía débilmente. Debería haber llevado también carbón. No le dije que Bessy había preparado los bizcochos porque yo se lo había mandado. Por más penurias que sufrieran los Anning, a Bessy no le caían bien y consideraba -supongo que como otras buenas familias de Lyme-que nuestra relación con ellos nos degradaba.

Molly Anning me dio las gracias en un murmullo, pero no alzó la vista. Yo sabía que no tenía un concepto muy elevado de mí, pues encarnaba lo que ella no deseaba para Mary: soltera y obsesionada con los fósiles. Comprendía sus temores. Mi madre no habría deseado para mí la vida que llevaba; y yo tampoco unos años antes. Sin embargo, ahora que la estaba viviendo no me parecía tan mala. En algunos aspectos gozaba de mayor libertad que las mujeres casadas.

El bebé seguía gimoteando. De los diez niños que había dado a luz Molly Anning, solo tres habían sobrevivido, y no parecía que ese fuera a durar mucho. Miré alrededor buscando una niñera o una criada, pero naturalmente no había ninguna. Me obligué a acercarme al pequeño y di una palmadita al cuerpo envuelto en pañales, lo que le hizo llorar aún más. Nunca he sabido qué hacer con los bebés.

– Déjelo, señora -gritó Molly Anning-. Los mimos no harán más que empeorar las cosas. Dentro de poco se calmará.

Me aparté del cajón y miré alrededor tratando de no revelar la consternación que me producía el desaliño de la habitación. Por lo general las cocinas son la parte más acogedora de una casa, pero la de los Anning carecía de la calidez y la sensación de hallarse bien abastecida que animan a alguien a quedarse. Había una mesa baqueteada con tres sillas dispuestas de cualquier modo alrededor y un estante con unos cuantos platos desportillados. No se veían ni pan ni pasteles ni jarras de leche como en nuestra cocina, y sentí un repentino cariño por Bessy. Por más que gruñera, tenía la cocina siempre llena de comida, y esa abundancia procuraba un bienestar que se extendía por Morley Cottage. Las hermanas Philpot percibíamos durante todo el día la sensación de seguridad que Bessy creaba. Carecer de dicha seguridad debía de roer las tripas tanto como el hambre de verdad.

Pobre Mary, pensé. Todo el día pasando frío en la playa para luego regresar a un lugar como este.

– He venido a ver a Mary y Joseph, señora Anning -dije-. ¿Están en casa?

– Joe ha ido hoy a trabajar al molino. Mary está abajo.

– ¿Ha visto el cráneo que trajeron ayer de la playa? -no pude por menos de preguntar-. Es extraordinario.

– No he tenido tiempo.

Molly cogió una col de una cesta y empezó a picarla furiosamente. Destacaba por las manos, aunque no como Margaret por sus gestos frívolos. Las de Molly siempre estaban trabajando: removiendo, limpiando, poniendo orden.

– Está abajo -insistí-. Merece la pena echarle un vistazo. Solo será un momento. Vaya a verlo, si quiere; yo vigilaré la sopa y cuidaré del bebé.

Molly Anning soltó un resoplido.

– Conque cuidará del bebé, ¿eh? Me gustaría verlo. -Dejó escapar una risita que me hizo ruborizar.

– Sacarán una buena suma por el cocodrilo cuando lo hayan limpiado. -Empecé a hablar del cráneo de la única forma que sabía que le interesaría.

Efectivamente, Molly Anning alzó la vista, pero no tuvo ocasión de contestar porque en ese instante Mary subió por la escalera.

– ¿Ha venido a ver el cocodrilo, señorita Philpot?

– Y a ti también, Mary.

– Pues baje, señora.

Había estado en el taller de los Anning varias veces durante los años que llevábamos en Lyme para encargar vitrinas a Richard Anning, recoger o dejar especímenes que Mary limpiaba, aunque casi siempre era ella quien venía a mi casa. Cuando Richard Anning trabajaba de ebanista, la habitación era un campo de batalla entre los elementos que representaban las dos vertientes de su vida: la madera con que se ganaba el sustento y la piedra que alimentaba su interés por el mundo natural. A un lado de la habitación, apoyadas contra la pared había todavía láminas de madera bien cepilladas, así como tiras de chapa más pequeñas. Sobre el suelo, cubierto de virutas de madera, yacían cubos de barniz viejo y herramientas. En esa parte de la habitación apenas se había tocado nada durante los meses transcurridos desde la muerte de Richard Anning, aunque sospechaba que los Anning habían vendido parte de la madera para comer y no tardarían en vender el resto junto con las herramientas.

En la otra mitad de la habitación había unos largos estantes donde se amontonaban trozos de roca con especímenes que el martillo de Mary debía extraer. Tanto en los estantes como en el suelo había también, sin ningún orden discernible a la tenue luz de la estancia, cajas de diversos tamaños que contenían trozos de belemnites y amonites, astillas de madera fosilizada, piedras con vestigios de escamas de pez y muchos otros ejemplares de fósiles apenas revelados, incompletos o de calidad inferior que no se podían vender.

En todo el taller, cubriendo por igual madera y piedra, había una capa finísima de polvo. La piedra caliza y el esquisto desmenuzados forman un barro pegajoso y, al secarse, un polvo ubicuo, casi tan suave y fino como el de talco, que parece arena cuando lo pisas y que se pega a la piel. Yo lo conocía bien, al igual que Bessy, que se quejaba amargamente porque tenía que ir limpiándolo detrás de mí cuando llevaba a casa especímenes de los acantilados.

Me estremecí, en parte por el frío que hacía en el sótano, donde no había lumbre, pero también porque el desorden de la habitación me molestaba. En la búsqueda de fósiles había aprendido a ser disciplinada y no coger todos los trozos que encontraba, sino solo especímenes enteros. Tanto Bessy como mis hermanas se habrían rebelado contra el aumento continuo de fósiles incompletos en el espacio disponible. Morley Cottage debía ser nuestro refugio frente al rigor del mundo exterior. Para poder tener fósiles en casa, había que domeñarlos: limpiarlos, catalogarlos, etiquetarlos y colocarlos en vitrinas, donde podían contemplarse tranquilamente, sin que el orden de nuestra vida diaria se viera amenazado.

El caos del taller de los Anning indicaba en mi opinión algo peor que la falta de limpieza doméstica. Allí se respiraba confusión ideológica y desorden moral. Sabía que Richard Anning tenía ideas políticas subversivas y que años después de su muerte todavía circulaban historias elogiosas sobre él, como la de la protesta que había encabezado contra el precio del pan. La familia era disidente…, algo común en Lyme, que, tal vez debido a su aislamiento, parecía constituir un refugio de cristianos independientes. No sentía la animadversión hacia los disidentes, pero me preguntaba si, ahora que el padre había fallecido, a Mary no le vendría bien un poco más de orden en su vida…, físico, ya que no espiritual.

Sin embargo, estaba dispuesta a soportar aquella suciedad y confusión para ver lo que había en el centro del taller, colocado sobre una mesa y rodeado de velas, como una ofrenda pagana. Aun así, no había suficientes velas para iluminarlo bien. Me propuse encargar a Bessy que les llevara unas cuantas la próxima vez que bajara al pueblo.

En la playa, con tantas personas alrededor, no había tenido oportunidad de examinar bien el cráneo. Ahora, contemplado en su totalidad, no como una mera silueta, parecía la maqueta irregular y accidentada de un paisaje montañoso, con dos montículos que se alzaban como túmulos de la Edad del Bronce. La sonrisa del cocodrilo, ahora que la veía por entero, parecía de otro mundo, sobre todo a la luz parpadeante de las velas. Me sentí como si estuviera contemplando a través de una ventana un pasado remoto en el que acechaban criaturas tan extrañas como aquella.

Observé el cráneo en silencio durante largo rato, rodeando la mesa para inspeccionarlo desde todos los ángulos. Todavía estaba atrapado en la piedra y habría que proceder con suma delicadeza con las cuchillas, las agujas y las brochas de Mary, amén de dar algún que otro martillazo.

– Ten cuidado de no romperlo cuando lo limpies, Mary -dije para recordarme que estábamos ante un trabajo, no ante una escena de una de las novelas góticas con las que tanto disfrutaba Margaret pasando miedo.

Mary torció el gesto, indignada.

– Desde luego, señora. -Sin embargo, su seguridad era solo aparente, pues vaciló-. Pero costará mucho trabajo y no sé cuál es la mejor forma de proceder. Ojalá estuviera papá aquí para decirme qué debo hacer. -La importancia de su tarea parecía abrumarla.

– Te he traído el libro de Cuvier para que te sirva de guía, aunque no sé hasta qué punto te ayudará.

Lo abrí por la página del dibujo del cocodrilo. Lo había estudiado antes, pero ahora, al ver el cráneo con la ilustración en la mano, no me cupo la menor duda de que aquello no era un cocodrilo…, ni ninguna especie de la que tuviéramos conocimiento. El morro del cocodrilo no es puntiagudo, su mandíbula inferior es desigual, sus dientes tienen varios tamaños y sus ojos son muy pequeños. Aquel cráneo tenía la mandíbula larga y lisa, y los dientes, regulares. Las cuencas oculares me recordaban las rodajas de piña que me habían servido en casa de lord Henley la noche en que descubrí lo poco que sabía este de fósiles. Los Henley cultivaban piñas en su invernadero, y para mí eran un placer desacostumbrado, que ni siquiera la ignorancia de mi anfitrión logró amargarme.

Sí no era un cocodrilo, ¿qué era? No compartí mi preocupación sobre el animal con Mary, como había empezado a hacer en la playa, antes de pensármelo mejor; era demasiado joven para unas preguntas tan inquietantes. Hablando de fósiles con los habitantes de Lyme había descubierto que pocos querían ahondar en terrenos desconocidos; preferían aferrarse a sus supersticiones y dejar las preguntas sin respuesta a la voluntad divina, en lugar de buscar una explicación razonable que tal vez pusiera en tela de juicio el pensamiento establecido. De ahí que llamaran a aquel animal «cocodrilo», en lugar de considerar la otra posibilidad: que era el cuerpo de una criatura que ya no existía en la faz de la tierra.

Era una idea demasiado radical para que la mayoría se la planteara. Incluso a mí, que me consideraba libre de prejuicios, me desazonaba un poco pensar en ello, pues implicaba que Dios no había planeado qué iba a hacer con todos los animales que había creado. Si estaba dispuesto a quedarse de brazos cruzados dejando que se extinguieran sus criaturas, ¿qué conclusión cabía extraer respecto a los seres humanos? ¿Íbamos a extinguirnos también? Observando aquel cráneo con sus enormes ojos redondos me sentía como si estuviera en el borde de un precipicio. No era justo llevar a Mary conmigo hasta allí.

Dejé el libro al lado del cráneo.

– ¿Has ido a buscar el cuerpo esta mañana? ¿Has encontrado algo?

Mary negó con la cabeza.

– El Capitán Curi estaba fisgoneando. Pero no por mucho tiempo… ¡Hubo un desprendimiento de rocas!

Se estremeció, y advertí que le temblaban las manos. Cogió el martillo como si quisiera darle algún uso.

– ¿Se encuentra bien el señor Lock?

Aunque no tenía en mucha estima al anciano, no quería que se muriera, y menos por culpa de las rocas que tanto miedo nos daban a mí y a otros buscadores de fósiles.

Mary soltó un resoplido.

– No le ha pasado nada, pero el cuerpo del cocodrilo ha quedado enterrado bajo un montón de piedras. Habrá que esperar.

– Es una lástima.

Oculté mi decepción tras esa frase lacónica. Había deseado con toda el alma ver el cuerpo de aquel animal, que podía ofrecer algunas respuestas.

Mary dio unos golpecitos con el martillo en el borde de la roca y se desprendió un trocho de piedra adherida a la mandíbula. Parecía menos preocupada que yo por aquel retraso, tal vez porque estaba más acostumbrada a tener que esperar para conseguir las cosas más básicas: comida, calor, luz.

– Mary, lord Henley ha venido a visitarme para preguntar por el cráneo -dije-. Le gustaría verlo, con idea de comprarlo.

Ella me miró, con los ojos brillantes.

– ¿De verdad? ¿Cuánto va a pagar?

– Supongo que podrías conseguir cinco libras. Yo puedo acordar las condiciones por ti. Creo que prefiere que lo haga yo. Pero…

– ¿Qué, señorita Elizabeth?

– Sé que necesitáis dinero ahora, pero, si esperáis hasta que encontréis el cuerpo y lo unís a la cabeza, creo que podríais vender el espécimen entero por más dinero que si está en dos partes. El cráneo es extraordinario tal como está, pero sería espectacular unido al cuerpo.

Incluso mientras lo decía era consciente de que se trataba de una decisión demasiado difícil para Mary. ¿Qué niña puede mirar más allá del pan que llenará su estómago en el presente y ver los campos de trigo que pueden alimentarla durante los años venideros? Tendría que sentarme con su madre y plantearle el asunto.

– ¡Mary, el señor Blackmore quiere ver el coco! -gritó Molly Anning por la escalera.

– ¡Dile que vuelva dentro de media hora! -repuso Mary-. La señorita Philpot todavía no ha acabado. -Se volvió hacia mí-. No ha dejado de venir gente a verlo en todo el día -añadió con orgullo.

Los pies de Molly aparecieron en la escalera.

– El reverendo Gleed de la capilla también está esperando. Dile a la señorita como se llame que hay más gente que quiere verlo. Ni que esto fuera una tienda y acabáramos de recibir vestidos nuevos -murmuró.

Entonces se me ocurrió una idea que permitiría a los Anning ganar un poco de dinero con la cabeza de cocodrilo hasta que dieran con el cuerpo. Y no tendrían que llevar el cráneo a Colway Manor para que lord Henley lo viera.

A la mañana siguiente Mary, Joseph y dos de sus amigos más fuertes llevaron el cráneo a los salones de celebraciones, en la plaza principal, a la vuelta de la esquina de la casa de los Anning. Durante gran parte del invierno los salones apenas se usaban, para desesperación de Margaret. El salón principal tenía una gran ventana salediza que daba al sur, al mar, y dejaba entrar suficiente luz para que el espécimen se viera con claridad. Un torrente continuo de visitantes pagó un penique para verlo. Cuando llegó lord Henley -yo había mandado a un muchacho con un mensaje para invitarlo-, Mary quiso cobrarle también, pero la miré con el entrecejo fruncido y se sumió en un silencio hosco que temí disuadiera a lord Henley de una posible compra.

No tenía por qué preocuparme. A lord Henley no podía impórtale menos lo que pensara la niña. De hecho, apenas se fijó en ella e hizo como que examinaba el espécimen con una lupa que traía. Mary sintió tal curiosidad por usarla que se le pasó el berrinche y no se apartó de lord Henley. No se atrevía a pedírsela, pero cuando él me la ofreció dejé que la utilizara. De igual modo, él me dirigía a mí sus preguntas sobre dónde y cómo se había extraído el cráneo, y yo contestaba por ella.

Solo cuando el caballero se interesó por el paradero del cuerpo, Mary se me adelantó.

– No lo sabemos, señor -respondió-. Hubo un desprendimiento de rocas y, si está allí, ha quedado enterrado. Estaré pendiente. Solo hace falta una buena tormenta que lo saque.

Lord Henley se la quedó mirando. Supongo que se preguntaba por qué hablaba la muchacha; se había olvidado de su participación en el descubrimiento. Además, Mary no estaba en absoluto presentable, ni para un caballero ni para nadie: su cabellera morena estaba enmarañada y apelmazada por la intemperie y la falta de un buen cepillado, tenía las uñas melladas y bordeadas de lodo, y los zapatos cubiertos de barro seco. En el último año había crecido sin un vestido nuevo, y la falda le quedaba demasiado corta, y las muñecas le asomaban mucho por los puños. Al menos tenía la cara radiante de entusiasmo, a pesar de las mejillas curtidas por el viento y la suciedad de su piel. Yo estaba acostumbrada a su aspecto, pero al verla con los ojos de lord Henley me ruboricé de vergüenza. Si aquella era la responsable del espécimen que lord Henley reclamaba, este se sentiría muy preocupado por el buen estado del fósil.

– Es un ejemplar espléndido, ¿verdad, lord Henley? -intervine-. Solo hay que limpiarlo y prepararlo, tareas que supervisaré yo, naturalmente. ¡Piense en lo imponente que quedará algún día unido al cuerpo!

– ¿Cuánto tiempo necesitará para limpiarlo?

Lancé una mirada a Mary.

– Un mes como mínimo -aventuré-. Tal vez más. Nadie ha manipulado un animal tan grande hasta ahora.

Lord Henley dejó escapar un gruñido. Miraba el cráneo como si fuera una pierna de venado preparada con salsa de oporto. Saltaba a la vista que quería llevárselo a Colway Manor de inmediato; era la clase de hombre que tomaba una decisión y no quería esperar a los resultados. Sin embargo, incluso él era consciente de que el espécimen necesitaba ciertos cuidados…, en parte para presentarlo de la mejor forma posible, pero también para su conservación. El cráneo había permanecido entre capas de roca del acantilado que lo habían protegido de la exposición al aire y mantenido húmedo. Ahora que estaba libre, no tardaría en secarse y empezar a agrietarse a medida que se contrajera, a menos que Mary lo sellara con el barniz que su padre aplicaba a los armarios que hacía.

– Muy bien -dijo él-. Un mes para limpiarlo. Tráigamelo entonces.

– No entregaremos el cráneo hasta que aparezca el cuerpo -declaró Mary.

Fruncí el entrecejo y le hice un gesto con la cabeza. Mi intención era persuadir con tacto a lord Henley de que pagara por el cráneo y el cuerpo juntos, y Mary entorpecía mis delicadas negociaciones. La niña no me hizo el menor caso y añadió:

– La cabeza se quedará en Cockmoile Square.

Lord Henley me miró.

– Señorita Philpot, ¿por qué tiene esta niña voz y voto en el destino del espécimen?

Tosí llevándome el pañuelo a la boca.

– Fue ella quien lo encontró, señor…, ella y su hermano…, así que supongo que su familia tiene cierto derecho.

– ¿Dónde está el padre, pues? Debería hablar con él, no con una… -Lord Henley hizo una pausa, como si pronunciar las palabras «mujer» o «muchacha» fuera demasiado indigno para él.

– Murió hace unos meses.

– La madre, entonces. Traiga a la madre. -Lord Henley habló como si ordenara a un mozo de cuadra que le trajera su caballo.

Costaba imaginar a Molly Anning negociando con él. El día anterior había accedido a que yo intentara convencer a lord Henley de que esperara a tener el espécimen completo. No habíamos hablado de que ella se encargara de los tratos comerciales. Suspiré.

– Corre a buscar a tu madre, Mary.

Esperamos a que regresaran en un silencio embarazoso, refugiándonos en el examen del cráneo.

– Tiene unos ojos bastante grandes para ser un cocodrilo, ¿no cree, lord Heniey? -aventuré.

Él se movió arrastrando las botas.

– Es muy sencillo, señorita Philpot. Este es uno de los primeros modelos que hizo Dios antes de que decidiera dar a los siguientes unos ojos más pequeños.

Arqueé las cejas.

– ¿Quiere decir que Dios lo rechazó?

– Quiero decir que Dios deseaba una versión mejor, el cocodrilo que hoy conocemos, y lo sustituyó.

En mi vida había oído nada semejante. Tenía ganas de seguir preguntándole al respecto, pero sus afirmaciones eran siempre tan terminantes que no admitían preguntas. Me hizo sentir como una idiota, incluso sabiendo que él era más idiota que yo.

Fue un alivio que Molly Anning nos interrumpiera. Por fortuna no trajo al bebé llorón, sino que llegó acompañada de Mary y de un olor a col.

– Soy Molly Anning, señor -dijo limpiándose las manos en el delantal y mirando alrededor, pues nunca había entrado en los salones de celebraciones-. Yo llevo la tienda de fósiles. ¿Qué desea?

Tenía la misma estatura que lord Henley, y su mirada penetrante pareció empequeñecer un poco al hombre. También a mí me sorprendió la mujer. No sabía que llamaran «tienda» al taller, ni que Molly Anning tuviera algo que ver con ella. Sin embargo, al haber perdido al marido se veía obligada a asumir nuevas tareas. Llevar un negocio parecía una de ellas.

– Quiero llevarme este espécimen, señora Anning. Si su hija lo permite -añadió lord Henley con cierto sarcasmo-. Pero su hija tiene que rendir cuentas ante usted, ¿no?

– Por supuesto. -Molly Anning echó apenas un vistazo al cráneo-. ¿Cuánto va a pagar?

– Tres libras.

– Eso… -comencé a decir.

– Supongo que habrá muchos caballeros dispuestos a pagar más -me interrumpió Molly Anning-, pero aceptaremos su dinero, si está usted de acuerdo, como depósito por el animal entero cuando Mary lo encuentre.

– ¿Y si no lo encuentra?

– Oh, ya lo creo que lo encontrará. Mi Mary siempre encuentra cosas. Es así de especial; siempre lo ha sido, desde que le cayó encima el rayo. Fue en su prado, ¿verdad, lord Henley?

Me asombraron varias cosas: que Molly Anning hablara con tanta confianza con un miembro de la pequeña aristocracia; que le hubiera dejado fijar el precio de forma bastante inteligente, lo que había desconcertado a lord Henley y había permitido a la mujer hacerse una idea del precio de un objeto cuyo valor desconocía, y que tuviera la astucia de hacer que el rayo que había caído sobre su hija pareciera responsabilidad de lord Henley. Sin embargo, lo más sorprendente es que había elogiado a su hija justo cuando Mary lo necesitaba. Había oído decir a algunas personas que Molly Anning era un ser peculiar; ahora entendía a qué se referían.

Lord Henley apenas supo qué decir. Intervine para echarle una mano.

– Naturalmente, los Anning le entregarán la cabeza por tres libras si el cuerpo no aparece dentro de, digamos, dos años.

Lord Henley desplazó la mirada de Molly Anning a mí.

– De acuerdo -contestó a la postre poniendo la mano sobre su trofeo.


Después del descubrimiento del cráneo empecé a tener problemas para dormir y soñaba con los ojos de los animales que había visto: caballos, gatos, gaviotas, perros. En todos se percibía cierta opacidad, la falta del brillo otorgado por Dios, que me hacía despertarme asustada.

El domingo me quedé en la iglesia de Saint Michael una vez acabada la misa, tras indicar por señas a Bessy y mis hermanas que se marcharan.

– Os alcanzaré luego -dije, y aguardé de pie en el fondo de la iglesia a que el párroco terminara de despedirse de los demás feligreses.

El reverendo Jones era un hombre poco agraciado, con la cabeza cuadrada y el cabello cortado casi al rape, cuyos labios finos se retorcían incluso cuando las demás partes de su cuerpo permanecían inmóviles. Únicamente había intercambiado con él los cumplidos de rigor, pues era aburrido en las misas, tenía la voz aflautada y sus sermones eran mediocres. No obstante, era un hombre de Dios, y esperaba que pudiera darme consejo.

Finalmente solo quedó una muchacha barriendo el suelo. El reverendo Jones recorría los bancos recogiendo los himnarios y comprobando que nadie se había olvidado guantes o devocionarios. No me vio. De hecho, tenía la sensación de que no quería verme. Una vez acabados sus deberes pastorales del día, sin duda estaba pensando en la comida que le esperaba y la cabezada que echaría después junto al fuego. Cuando carraspeé y alzó la vista, no pudo evitar que su boca se estirara en una breve mueca.

– Señorita Philpot, ¿es suyo este pañuelo? -Alzó una bola de tela blanca, probablemente con la esperanza de deshacerse de mí enseguida.

– Me temo que no, reverendo Jones.

– Ah. ¿Está buscando otra cosa, quizá? ¿Un monedero? ¿Un botón? ¿Una horquilla?

– No. Me gustaría tratar un asunto con usted.

– Entiendo. -El reverendo Jones frunció los labios-. Me servirán la comida dentro de poco y tengo que acabar con esto. ¿No le importa…?

Siguió caminando entre los bancos, colocando bien los cojines. Mientras lo seguía, oía cómo la muchacha pasaba la escoba por el suelo.

– Quería preguntarle qué piensa de los fósiles.

Al tratar de captar su atención levanté la voz más de lo que pretendía en la iglesia vacía. La muchacha dejó de barrer, pero el reverendo Jones avanzó por el pasillo hasta el pulpito de roble, donde cogió su pañuelo y se lo metió en el bolsillo.

– ¿Que qué pienso de los fósiles, señorita Philpot? No pienso nada.

– Pero ¿sabe lo que son?

– Son esqueletos atrapados en las rocas durante tantos años que se convierten en piedra. La mayoría de las personas cultas lo sabe.

– Pero los esqueletos… ¿son de animales que todavía existen?

El reverendo Jones caminó presuroso hacia el altar, donde recogió unos ciriales y la sabanilla. Me sentía como una idiota siguiéndolo por el templo.

– Por supuesto que existen -afirmó-. Todos los seres que Dios creó existen.

Abrió una puerta que había a la izquierda del altar y que daba a una pequeña sacristía donde se guardaban las cosas de la iglesia. Por encima de su hombro divisé sobre una mesa una jarra con la etiqueta «Agua bendita». Me quedé en el umbral mientras el reverendo Jones colocaba los ciriales y la sabanilla en un armario.

– Creo que no entiendo su pregunta, señorita Philpot -dijo volviendo la cabeza.

Abrí el bolso y eché en la palma de mi mano unos trozos de fósiles que llevaba por casualidad. La mayoría de mis bolsillos y bolsos contenían fósiles. El reverendo Jones torció la boca en un gesto de repugnancia al mirarlos: amonites, bastones de belemnites, un trozo de madera fosilizada, un fragmento del tallo de un crinoideo. Reaccionó como si mis zapatos hubieran dejado un rastro de excrementos de caballo en la iglesia.

– ¿Por qué lleva eso encima?

Haciendo caso omiso de su pregunta, le mostré un amonites.

– Me gustaría saber dónde están las versiones vivas de estas criaturas, reverendo Jones, porque no he visto ninguna.

Mientras contemplábamos el fósil, sentí por un momento que su espiral me absorbía y me hacía retroceder cada vez más lejos en el tiempo hasta que el pasado se perdía en su centro.

La reacción del reverendo Jones al observar el amonites fue más prosaica.

– Tal vez no las ha visto porque viven en el mar y las olas no arrastran sus cuerpos a la orilla hasta que mueren.

Dio media vuelta, cerró la puerta y echó la llave girándola con destreza, un gesto con el que parecía disfrutar.

Me coloqué delante de él para evitar que se fuera corriendo a comer. De hecho, no podía moverse, pues lo había acorralado en un rincón. Ante la imposibilidad de escapar de mí y mis incómodas preguntas se mostró aún más inquieto que cuando le había enseñado el amonites. Movió la cabeza a un lado y a otro.

– Fanny, ¿has acabado ya? -gritó. No obtuvo respuesta. La muchacha debía de haber salido a tirar la basura que había recogido.

– ¿Se ha enterado de que los Anning han encontrado en los acantilados una cabeza de cocodrilo y la tienen expuesta en los salones de celebraciones? -pregunté.

El reverendo Jones se obligó a mirarme a la cara. Tenía los ojos entornados como si oteara el horizonte aun cuando no apartaba la vista de los míos.

– Sí, lo sé.

– ¿La ha visto?

– No tengo el menor deseo de verla.

No me sorprendió. El reverendo Jones no mostraba curiosidad por nada que no fuera lo que le esperaba en el plato.

– El espécimen no se parece a ningún animal que viva hoy día -señalé.

– Señorita Philpot…

– Alguien, un miembro de esta parroquia, de hecho, ha insinuado que es un animal que Dios rechazó en favor de un modelo mejor.

El reverendo Jones se quedó horrorizado.

– ¿Quién ha dicho eso?

– Eso no importa. El caso es que me preguntaba si hay algo de verdad en esa teoría.

El reverendo Jones se bajó las mangas de la chaqueta y frunció los labios.

– Señorita Philpot, me sorprende. Creía que usted y sus hermanas estaban versadas en la Biblia.

– Así es…

– Deje que se lo explique: solo tiene que leer las Escrituras para hallar respuesta a sus preguntas. Venga. -Me condujo al pulpito, donde descansaba la Biblia que había leído.

Cuando empezó a hojearla, la chica se acercó.

– Reverendo Jones, ya he acabado de barrer.

– Gracias, Fanny. -El reverendo Jones se la quedó mirando un momento y acto seguido agregó-: Hay algo más que me gustaría que hicieras, muchacha. Acércate a la Biblia. Quiero que leas algo en voz alta a la señorita Philpot. Te daré otro penique. -Se volvió hacía mí-. Fanny Miller y su familia se unieron a la iglesia de Saint Michael hace unos años después de haber sido congregacionalistas, ya que les inquietaba sobremanera la afición de los Anning por los fósiles. La Iglesia de Inglaterra es más clara en su interpretación bíblica que algunas iglesias disidentes. Habéis hallado mucho consuelo aquí, ¿verdad, Fanny?

Fanny asintió con la cabeza. Tenía los ojos grandes y de un azul cristalino, coronados por unas cejas suaves y oscuras, que contrastaban con su cabello rubio. Nunca destacaría por los ojos, aunque eran su mejor rasgo, sino por su frente, arrugada por el temor mientras miraba la Biblia.

– No tengas miedo, Fanny -añadió el reverendo Jones para tranquilizarla-. Lees muy bien. Te he oído en la escuela dominical. Empieza aquí. -Señaló un pasaje con el dedo.

Ella leyó en un susurro titubeante:


Entonces dijo Dios: «Produzcan las aguas seres vivientes y aves que vuelen sobre la tierra y bajo el firmamento». Y creó Dios los grandes monstruos marinos y todos los seres que viven en el agua y todas las aves. Vio Dios que era bueno y los bendijo diciendo: «Fructificad y multiplicaos, y llenad las aguas del mar, y multiplíquense asimismo las aves en la tierra». Y atardeció y amaneció el día quinto.


– Excelente, Fanny, ya puedes parar.

Pensé que el reverendo había acabado de rebajarme después de hacer que una niña ignorante leyera un fragmento del Génesis, pero él mismo continuó:

– «Entonces dijo Dios: "Produzca la tierra seres vivientes de diferentes especies, bestias, reptiles y animales salvajes de diferentes especies ". Y así fue».

Dejé de escuchar tras unas cuantas frases. De todas formas, las conocía y no soportaba su voz de oboe, que carecía de la gravedad que cabía esperar de un hombre de su posición. A decir verdad, prefería el recitado indocto de Fanny. Mientras él leía posé la mirada en la página. A la izquierda de las palabras bíblicas había anotaciones en rojo de los cálculos cronológicos de la Biblia realizados por el obispo Ussher. Según él, Dios creó el cielo y la tierra la noche anterior al 23 de octubre de 4004 a.C. Siempre me ha asombrado su precisión.

– «…Y atardeció y amaneció el día sexto.»Cuando el reverendo Jones terminó, permanecimos en silencio.

– ¿Lo ve, señorita Philpot? Es así de simple -afirmó. Parecía mucho más seguro ahora que tenía la Biblia -. Todo lo que ve alrededor es tal y como Dios lo dispuso al principio. No creó bestias y luego se deshizo de ellas. Eso parecería indicar que Dios cometió un error, y naturalmente Dios es omnisciente e incapaz de equivocarse, ¿verdad?

– Supongo -asentí.

El reverendo Jones torció la boca.

– ¿Lo supone?

– Desde luego, quería decir -me apresuré a corregirme-. Lo siento; es solo que estoy confundida. Dice usted que todo cuanto vemos alrededor es exactamente como Dios lo creó. Que las montañas y los mares y las rocas y las colinas…, el paisaje es tal y como era al principio.

– Por supuesto. -El reverendo Jones echó un vistazo a su iglesia, ordenada y silenciosa-. Ya hemos acabado por hoy, ¿verdad, Fanny?

– Sí, reverendo Jones.

Pero yo no había acabado.

– Entonces cada roca que vemos es como Dios la creó al principio -insistí-. Y las rocas se crearon antes que los animales, como dice el Génesis.

– Sí, sí.

El reverendo Jones comenzaba a impacientarse; su boca mascaba una paja imaginaria.

– Si es así, ¿cómo se metieron los esqueletos de los animales en las rocas y se transformaron en fósiles? Si Dios creó las rocas antes que los animales, ¿por qué hay cuerpos en las rocas?

El reverendo Jones me miró de hito en hito, con la boca finalmente inmóvil en una línea recta y tensa. La frente de Fanny Miller era un campo de surcos. Un banco crujió en el silencio.

– Dios colocó los fósiles en las rocas cuando las creó para poner a prueba nuestra fe -respondió por fin el reverendo-. Como a todas luces está poniendo a prueba la suya, señorita Philpot.

Es mi fe en usted la que está siendo puesta a prueba, pensé.

– Y ahora tengo que irme. Llego muy tarde a comer -prosiguió el reverendo Jones.

Cogió la Biblia, un gesto que parecía dar a entender que yo podía robarla. «No me haga preguntas difíciles», podría haber dicho.

Nunca volví a mentar los fósiles al reverendo Jones.


Lord Henley casi tuvo que esperar los dos años acordados para que apareciera el cuerpo del cocodrilo. Al principio, cuando coincidía con él en la iglesia, en los salones de celebraciones o en la calle, me gritaba: «¿Dónde está el cuerpo? ¿Lo han desenterrado ya?». Yo tenía que explicarle que seguía sepultado por las rocas desprendidas y que no era fácil de mover. Él no parecía entenderlo, hasta que un día Mary y Joseph Anning y yo lo llevamos a verlo. Se sorprendió y enfadó mucho.

– Nadie me dijo que estaba sepultado debajo de tantas rocas-afirmó, pisando con fuerza una burbuja de barro-. Me han engañado, señorita Philpot, usted y los Anning.

– En absoluto, lord Henley -repuse-. Recuerde que le dijimos que se podía tardar dos años en extraerlo, y que si transcurridos esos dos años el cuerpo permanecía enterrado usted recibiría el cráneo igualmente.

Seguía enfadado y no escuchaba. Se montó en el caballo gris que llevaba a todas partes y se alejó galopando por la playa, salpicando agua.

Fue Molly Anning quien refrenó a lord Henley. Se limitó a dejarle vociferar. Cuando el caballero se quedó sin palabras y sin aliento, la mujer dijo:

– Si quiere recuperar sus tres libras, se las daré ahora mismo. Muchos harán cola para comprar ese cráneo, y por un precio mejor.

Se metió la mano en el bolsillo del delantal como si contuviera algo más que aire; hacía largo tiempo que había gastado el dinero. Por supuesto, lord Henley se echó atrás. Yo envidiaba la seguridad que mostraba Molly ante un hombre como aquel, pero nunca se lo dije, pues habría replicado con desprecio: «Y yo envidio sus ciento cincuenta libras al año».

Con el tiempo el interés de lord Henley por el cocodrilo se desvaneció. Se requiere paciencia para buscar fósiles. Solo Mary, William Lock y yo seguimos atentos, examinando el desprendimiento de rocas después de cada tormenta y cada marea viva. Mary intentaba llegar primero, pero a veces se le adelantaba William Lock.

Afortunadamente, una fiebre mantuvo al mozo de cuadra postrado en la cama y nos permitió a Mary y a mí ir temprano el día en que lo encontró. Durante dos días había habido una fuerte tormenta, cuya violencia disuadió a todo el mundo de aventurarse a salir. Al tercer día desperté al alba en medio de un silencio extraño, y lo supe. Salí de la cálida cama, me vestí a toda prisa, me puse la capa y el sombrero y salí corriendo.

El sol no era más que una esquirla a la altura de Portland, y en la playa desierta atisbé una figura conocida a lo lejos. Cuando llegué al final de Church Cliffs vi que el desprendimiento había desaparecido; la tormenta había limpiado a fondo la playa como si esperara la llegada de un invitado especial. Encaramada al saliente que había dejado el agujero, Mary daba martillazos al acantilado. Cuando la llamé se volvió.

– ¡Está aquí, señorita Philpot! ¡Lo he encontrado! -gritó, al tiempo que bajaba de un salto.

Sonreímos. Durante aquel breve instante, antes de que empezara todo el alboroto, paladeamos la soledad del amanecer y la pureza de haber hallado el tesoro juntas.

Los Day tardaron tres días en extraer el cuerpo, trabajando en medio de las mareas. Colocaban los pedazos en la playa a medida que los sacaban, y era como observar un mosaico que alguien creaba ante nuestros ojos. Al igual que había ocurrido cuando desenterraron el cráneo, se congregó una multitud para observar cómo trabajaban los Day e inspeccionar el cocodrilo. Algunos estaban fascinados y especulaban sobre su origen. Otros disfrutaban del espectáculo, pero lanzaban miradas sombrías al hallazgo.

– Es un monstruo, eso es lo que es -murmuraba un hombre.

– ¡El cocodrilo irá a vuestra cama y os comerá si no os portáis bien! -gritaba una mujer a sus hijos.

– ¡Santo Dios, qué feo es! -exclamaba otra-. ¡Que venga lord Henley y lo encierre en su mansión!

Lord Henley también acudió a verlo, pero ni siquiera se apeó de su montura.

– Excelente -declaró mientras el caballo trotaba de lado como para guardar las distancias con los trozos de piedra-. Mandaré mi coche en cuanto esté listo.

Parecía haber olvidado que se tardarían varias semanas en limpiar y montar el espécimen. Y aún tenía que convenir un precio antes de que los Anning se lo entregaran.

Yo esperaba participar en las negociaciones, pero poco después de que el espécimen se hubiese trasladado al taller descubrí que Molly Anning ya había cerrado el trato, y que lord Henley les había pagado veintitrés libras. Además, Molly Anning logró astutamente que renunciara a cualquier derecho a otros fósiles que encontraran en su finca. Incluso lo había escrito en una nota que él firmó, cuando yo pensaba que era analfabeta. Yo no lo habría hecho mejor.

Solo cuando el cuerpo estuvo limpio y colocado junto al cráneo vimos por fin lo que era la criatura: un impresionante monstruo de piedra de cinco metros que no se parecía a nada de lo que tuviéramos conocimiento. No era un cocodrilo. No solo tenía los ojos grandes, el morro largo y plano y los dientes regulares, sino que además tenía aletas en lugar de patas, y su torso era una urdimbre alargada y cilíndrica de costillas a lo largo de una recia columna vertebral. Me recordaba un poco a un delfín, a una tortuga o a un lagarto, pero no coincidía del todo con ninguno de esos animales.

No podía por menos de recordar lo que había dicho lord Henley -que la criatura era un modelo rechazado por Dios-y las palabras del reverendo Jones. No sabía qué pensar. La mayoría de los que venían a ver el espécimen lo llamaba cocodrilo, como los Anning. Resultaba más sencillo pensar que lo era, tal vez una especie poco común que vivía en otra parte del mundo…, África, quizá. Sin embargo, yo tenía la certeza de que era algo distinto y, después de verlo entero, dejé de referirme a él como el cocodrilo y pasé a llamarlo simplemente la criatura de Mary.

Joseph Anning construyó una armazón de madera en la que, una vez que Mary hubo limpiado y barnizado los huesos, fijaron con cemento los trozos de piedra caliza que contentan a la criatura. A continuación la muchacha aplicó al espécimen una capa de argamasa para resaltar los huesos y dar a la criatura un aspecto pulido. Quedó contenta con su obra, pero, una vez trasladada esta a Colway Manor, no tuvo noticias de lord Henley, que parecía haber perdido el interés por el ejemplar, como un cazador que no se molesta en comer el venado que ha matado. Claro que lord Henley no era un cazador, sino un coleccionista.

Los coleccionistas tienen una lista de piezas que desean obtener, una vitrina de curiosidades que llenar con el trabajo de otros. En ocasiones van a la playa, pero miran los acantilados con el entrecejo fruncido, como si contemplaran una exposición de cuadros insulsos. No saben concentrarse, pues todas las rocas les parecen iguales: el cuarzo semeja sílex, el beef, huesos. Encuentran poco más que unos pedazos de amonites y belemnites rotos y se consideran expertos. Luego compran a los buscadores lo que necesitan para completar su lista. No poseen un verdadero conocimiento de los objetos que coleccionan, o ni siquiera tienen interés. Saben que está de moda y eso les basta.

Los buscadores dedicamos horas y horas, día tras día, haga el tiempo que haga, con la cara quemada por el sol, el cabello enmarañado por el viento, los ojos siempre entornados, las uñas melladas, las puntas de los dedos desgarradas y las manos agrietadas. Tenemos las botas bordeadas de barro y con manchas del agua del mar. Nuestra ropa acaba mugrienta al final de la jornada. A menudo no encontramos nada, pero somos pacientes y trabajadores y no nos desanimamos cuando regresamos a casa con las manos vacías. Puede que nos interese algo en particular -una ofiura intacta, un belemnites con la bolsa pegada, un pez fósil con todas las escamas en su sitio-, pero cogemos igualmente otras cosas y estamos abiertos a cuanto nos ofrecen los acantilados y la playa. Algunos, como Mary, venden sus hallazgos. Otros, como yo, nos quedamos con ellos. Etiquetamos los especímenes, anotamos dónde y cuándo los encontramos, y los exponemos en vitrinas. Estudiamos y comparamos ejemplares, y extraemos conclusiones. Los hombres redactan sus teorías y las publican en revistas especializadas, que yo leo pero en las que no puedo colaborar.

Lord Henley dejó de coleccionar fósiles una vez que tuvo la criatura de Mary. Tal vez la considerara la cumbre de su labor de coleccionista. Quienes se dedican a los fósiles más en serio saben que la búsqueda no acaba nunca. Siempre habrá más especímenes que descubrir y estudiar, pues, como ocurre con las personas, cada fósil es único. Nunca hay suficientes.

Por desgracia, mi trato con lord Henley no terminó ahí. Aunque nos saludábamos con un gesto cuando nos veíamos por la calle o en la iglesia, durante un tiempo apenas intercambiamos palabra. La siguiente vez que hablamos, nuestra conversación fue vehemente.


Empezó en Londres. Viajábamos allí todos los años por primavera, cuando las carreteras estaban lo bastante transitables. Era nuestro regalo por haber superado otro invierno en Lyme. A mí no me importaban demasiado las tormentas y el aislamiento, pues eran condiciones idóneas para buscar fósiles. Sin embargo, Louise no podía trabajar en el jardín, de modo que se sentía frustrada y se volvía aún más callada. Con todo, lo peor era ver a Margaret cada vez más triste y melancólica. Era una persona estival; necesitaba que el calor, la luz y la variedad la estimularan. Detestaba el frío, y Morley Cottage era una cárcel en la que se sentía atrapada, ya que no había ninguna actividad en los salones de celebraciones una vez acabada la temporada ni llegaban nuevos visitantes en busca de diversión. Durante los meses invernales disponía de demasiado tiempo para pensar en el paso de los años y en la pérdida de sus posibilidades y, poco a poco, de su belleza. Ya no poseía la redondez lozana de la juventud, estaba más delgada y tenía arrugas. Al llegar marzo Margaret siempre estaba ajada como un camisón gastado por el uso excesivo.

Londres era su tónico. Nos brindaba a todas una dosis de antiguas amistades y modas nuevas, fiestas y buena comida, novelas recientes para Margaret y revistas de historia natural para mí, y la alegría de tener a un niño en casa, Johnny, nuestro sobrinito, que suponía una grata distracción frente a la madurez en ciernes. Llegábamos a finales de marzo y por lo general nos quedábamos un mes o seis semanas, dependiendo de lo hartas que acabáramos de nuestra cuñada y ella de nosotras. Pese a ser demasiado tímida para manifestarlo abiertamente, la esposa de nuestro hermano se mostraba más irritable conforme pasaban las semanas y buscaba pretextos para quedarse en su habitación o en el cuarto de juegos de Johnny. Creo que pensaba que la vida en Lyme nos había vuelto demasiado vulgares, mientras que a nosotras nos parecía que ella estaba demasiado preocupada por lo que opinaban los demás. Lyme había alentado en nosotras un espíritu independiente que sorprendía a los londinenses más conservadores.

Salíamos mucho: visitábamos a amigos, íbamos al teatro, a la Real Academia de Bellas Artes y, por supuesto, al Museo Británico, que estaba tan cerca de la casa de nuestro hermano que el edificio se veía desde las ventanas de la sala de estar del primer piso. Yo siempre me inclinaba tanto sobre las vitrinas que contenían la colección de fósiles que empañaba el cristal con el aliento, hasta que los guardas fruncían el entrecejo. Incluso doné un magnífico espécimen completo de Dapedium, un pez fósil que me gustaba especialmente. En agradecimiento, Charles Konig, el conservador del Departamento de Historia Natural, me permitió entrar gratis en el museo durante el mes que lo visité. En la etiqueta se aludía al coleccionista simplemente como Philpot, soslayando mi sexo.

Una primavera, durante nuestra estancia en Londres, empezamos a oír comentarios elogiosos del museo de William Bullock en el recién construido Lgyptian Hall de Piccadilly. Su creciente colección contenía obras de arte, antigüedades, objetos arqueológicos de todo el mundo y una colección de historia natural. Mi hermano nos llevó a todos un día. El exterior era de estilo egipcio, con ventanas muy grandes y puertas con los lados inclinados, como la entrada de una tumba, columnas estriadas coronadas con rollos de papiro y, en la cornisa que se extendía sobre la entrada, estatuas de Isis y Osiris que contemplaban Piccadilly desde sus pedestales. La fachada del edificio estaba pintada de un llamativo amarillo, con la palabra MUSEO anunciada en un gran letrero. Me pareció demasiado efectista entre unos edificios de ladrillo por lo demás sobrios, pero, por otra parte, ese era el objetivo.

Tal vez al haberme acostumbrado a las sencillas casas encaladas de Lyme semejante novedad me resultó irritante. La colección del Egyptian Hall era todavía más llamativa. En el vestíbulo oval se exponía un surtido de piezas curiosas de todo el mundo. Había máscaras africanas y tótems con plumas de las islas del Pacífico; figuritas de barro que representaban guerreros decoradas con cuentas; armas de piedra y capas forradas de pieles procedentes de los climas septentrionales; una barca larga y estrecha llamada kayak, en la que solo cabía una persona, con unos remos tallados y decorados con dibujos hechos a fuego en la madera. En un sarcófago abierto pintado con pan de oro se exponía una momia egipcia.

La siguiente sala era mucho más espaciosa y albergaba una colección de cuadros poco convincentes «de los antiguos maestros», según nos dijeron, aunque me parecieron copias hechas por alumnos mediocres de la Real Academia. Mayor interés revestían los pájaros disecados, desde el sencillo herrerillo común inglés hasta el exótico alcatraz patirrojo traído por el capitán Cook de las Maldivas. Margaret, Louise y yo los observamos encantadas, pues desde que nos habíamos trasladado a Lyme reparábamos más en las aves que cuando residíamos en Londres.

Sin embargo, el pequeño Johnny, aburrido de los pájaros, había seguido avanzando con su madre hasta el Pantherion, la sala más amplia del museo. Desapareció y al cabo de apenas un instante regresó corriendo.

– ¡Tía Margaret, ven! ¡Tienes que ver al elefante, es enorme!

Agarró a su tía de la mano y la llevó a la sala contigua. Los demás los seguimos, perplejos.

Ciertamente, el elefante era enorme. Yo nunca había visto ninguno, y tampoco un hipopótamo, un avestruz, una cebra, una hiena o un camello. Todos estaban disecados y agrupados bajo un tragaluz abovedado en el centro de la estancia, en un espacio cercado con hierba y palmeras que representaba su hábitat. Nos quedamos mirándolos, pues constituían un espectáculo insólito.

Johnny, que era demasiado pequeño para apreciarlo, se cansó enseguida y se dedicó a correr por la sala. Mientras yo observaba una boa constrictor enroscada en una palmera, se acercó a la carrera.

– ¡Es tu cocodrilo, tía Elizabeth! ¡Ven a verlo!

Me tiró del brazo y señaló una pieza expuesta al fondo de la sala. Mi sobrino sabía de la existencia de la bestia de Lyme, que, al igual que otros, insistía en llamar cocodrilo. Por su cumpleaños le había regalado dos acuarelas pintadas por mí, una del fósil y otra de cómo imaginaba que debía de haber sido la criatura viva. Acompañé a Johnny, con curiosidad por ver un cocodrilo real y compararlo con lo que había encontrado Mary.

Pero Johnny no se equivocaba: era en efecto «mi» cocodrilo. Me quedé boquiabierta. La criatura de Mary yacía en una playa de arena junto a un estanque bordeado de juncos. Cuando Mary lo extrajo, estaba aplastado, con los huesos desordenados, pero ella había considerado que debía dejarlo como lo había encontrado, en lugar de intentar reconstruirlo. Al parecer William Bullock no tenía las mismas reservas, ya que había separado todo el cuerpo de las piedras que lo contenían, cambiado de sitio los huesos de forma que las aletas tuvieran formas claras y colocado las vértebras en línea recta; incluso había añadido lo que seguramente eran costillas de escayola donde faltaban algunas. Lo peor era que le había puesto un chaleco, de modo que las aletas asomaran por los agujeros de los brazos, y le había colocado un monóculo descomunal en uno de los prominentes ojos. Junto al morro había un tentador surtido de animales de los que debía de alimentarse un cocodrilo: conejos, ranas, peces. Por lo menos no habían conseguido abrirle la boca para meterle una presa en el estómago.

La etiqueta rezaba:


COCODRILO PETRIFICADO

Hallado por Henry Hoste Henley

en lo más remoto de Dorsetshire


Siempre había dado por supuesto que el espécimen seguía en una de las múltiples salas de Colway Manor, colocado en una pared o sobre una mesa. Verlo en una exposición en Londres, dispuesto en un efectista cuadro vivo tan ajeno a lo que yo sabía de él, y con lord Henley como autor del descubrimiento, fue toda una sorpresa que me dejó paralizada.

Louise habló en mi nombre cuando el resto de la familia se acercó a Johnny y a mí.

– Esto es una abominación -dijo.

– ¿Por qué lo compró lord Henley si iba a entregarlo a este…circo? -Miré alrededor y me estremecí.

– Supongo que habrá obtenido unos buenos beneficios -apuntó mi hermano.

– ¿Cómo ha podido hacer esto con el espécimen de Mary? Mira, Louise, le han enderezado la cola, con lo que ella se esforzó por conservarla como la había encontrado. -Señalé la cola, que ya no tenía tres cuartas partes enroscadas.

Tal vez lo más triste de presentar la criatura de Mary de aquella forma vulgar era que degradaba en extremo la experiencia de su contemplación. En Lyme la gente quedaba impresionada por su rareza y guardaba un respetuoso silencio. En el museo de Bullock era solo una pieza expuesta entre otras muchas, y ni siquiera la que más asombro inspiraba. Aunque no soportaba verlo colocado y vestido de un modo tan ridículo, me irritaron los visitantes que se limitaban a echarle un vistazo antes de volver corriendo hacia animales más vistosos como el elefante o el hipopótamo.

John habló con un guarda y descubrió que el espécimen llevaba expuesto desde el otoño anterior, lo que significaba que lord Henley solo lo había tenido unos pocos meses antes de venderlo.

Estaba tan indignada que no pude disfrutar del resto del museo. Johnny se cansó de mi mal humor, como les ocurrió a todos menos a Louise, que me llevó a Fortnum's a tomar una taza de té para que pudiera despotricar sin molestar al resto de la familia.

– ¿Cómo pudo venderlo? -repetí una vez más removiendo furiosamente el té con la cucharilla-. ¿Cómo pudo coger algo tan excepcional, tan extraordinario, tan ligado a Lyme y a Mary, y vendérselo a un hombre que lo viste como a un muñeco y lo luce como algo digno de risa? ¿Cómo se atreve?

Louise posó una mano sobre la mía para evitar que causara algún desperfecto a la taza. Solté la cucharilla y me incliné hacia delante.

– Creo… creo que no es un cocodrilo, Louise -dije-. No tiene la anatomía de un cocodrilo, pero nadie está dispuesto a decirlo públicamente.

Los ojos grises de Louise no se turbaron y continuaron fijos en mí.

– Si no es un cocodrilo, ¿qué es?

– Un animal que ya no existe.

Aguardé un instante para ver si Dios hacía que el techo se desplomara sobre mí. Pero no pasó nada, salvo que el camarero se acercó a rellenar las tazas.

– ¿Cómo puede ser?

– ¿Conoces el concepto de extinción?

– Lo mencionaste cuando estabas leyendo a Cuvier, pero Marga-ret te hizo callar porque le disgustaba.

Asentí con la cabeza.

– Cuvier afirma que algunas especies animales desaparecen cuando dejan de estar preparadas para sobrevivir en la tierra. Es una idea inquieta para algunas personas porque invita a pensar que Dios no interviene en el proceso, que creó a los animales y se quedó de brazos cruzados dejando que murieran. Luego están los que, como lord Henley, aseguran que esa criatura es un modelo previo de un cocodrilo, que Dios creó y rechazó. Algunos piensan que Dios utilizó el diluvio universal para deshacerse de los animales que no quería. Pero esas teorías dan a entender que Dios podía cometer errores y que tuvo que corregirlos. ¿Lo entiendes? Todas esas ideas disgustan a algunos. Para muchas personas, como el reverendo Jones, es más fácil aceptar la Biblia al pie de la letra y decir que Dios creó el mundo con todas sus criaturas en seis días, que este sigue siendo exactamente como entonces y con todos sus animales. Los cálculos del obispo Ussher, que data la creación del mundo hace seis mil años, les resultan reconfortantes, en lugar de restrictivos y un poco absurdos.

Cogí una lengua de gato del plato de galletas colocado en la mesa y la partí en dos sin dejar de pensar en mi conversación con el reverendo Jones.

– ¿Cómo explica él entonces la criatura de Mary?

– Piensa que esos animales nadan cerca de la costa de Sudamérica y que todavía no los hemos descubierto.

– ¿Podría ser eso verdad?

Negué con la cabeza.

– Los marineros los habrían visto. Hace cientos de años que navegamos por el mundo y nunca se ha visto una criatura semejante.

– Así pues, crees que lo que hemos visto en el museo es el cuerpo fosilizado de un animal que ya no existe. Desapareció, por motivos que pueden o no ser designios de Dios. -Louise pronunció estas palabras con cautela, como si deseara dejarlas muy claro tanto para sí misma como para mí.

– Sí.

Louise rió entre dientes y cogió una galleta.

– Desde luego algunos fieles de la iglesia de Saint Michael se llevarían una buena sorpresa si lo oyeran. ¡El reverendo Jones podría expulsarte y mandarte a una iglesia disidente!

Me acabé la lengua de gato.

– La verdad es que no creo que los disidentes se diferencien mucho de él. Puede que discrepen de la doctrina de la Iglesia de Inglaterra, pero los que conozco en Lyme interpretan la Biblia tan al pie de la letra como el reverendo Jones. Jamás aceptarían la idea de la extinción. -Suspiré-. Es preciso estudiar la criatura de Mary, y deben hacerlo anatomistas como Cuvier, de París, o geólogos de Oxford o Cambridge. Ellos podrían dar respuestas convincentes. ¡Pero eso no va a pasar mientras esté disfrazada de exótico cocodrilo de Dorset en el museo de Bullock!

– Sería aún peor si estuviera en Colway Manor -apuntó Louise-. Por lo menos aquí la verá más gente. Y si las personas adecuadas (tus distinguidos geólogos) la ven y reconocen su valor, puede que la consideren digna de estudio.

No lo había pensado. Louise siempre era más sensata que yo. Fue un alivio hablar con ella, y me brindó un poco de consuelo, pero no el suficiente para sofocar mi furia contra lord Henley.


Cuando regresamos a Lyme al mes siguiente fui a hablar con él, incluso antes de ver a Mary Anning. No anuncié mi visita ni dije a mis hermanas a dónde iba. Caminé a buen paso por los campos que separaban Morley Cottage de Colway Manor sin fijarme en las flores silvestres y los setos en flor que tanto había echado de menos en Londres. Lord Henley no se hallaba en casa, pero me indicaron que fuera a un linde de su finca, donde estaba supervisando la excavación de una zanja de drenaje. Había llovido durante nuestra ausencia, y cuando llegué al lugar tenía los zapatos y el dobladillo del vestido empapados, y manchados de barro.

Lord Henley observaba cómo trabajaban sus hombres a lomos de su caballo gris. Me molestó que no hubiera desmontado para estar entre ellos. A esas alturas, cualquier cosa que hubiera hecho me habría enojado, pues había tenido un mes entero para alimentar mi ira. Sin embargo, sí se apeó de la montura por mí, me saludó con una reverencia y me dio la bienvenida a Lyme.

– ¿Qué tal su estancia en Londres?

Mientras hablaba, lord Henley miraba fijamente mi falda llena de barro, pensando a buen seguro que su mujer jamás se presentaría en público con una ropa tan sucia.

– Muy bien, lord Henley. Gracias. Sin embargo, me asombró algo que vi en el museo de Bullock. Creía que el espécimen que compró a los Anning seguía en Colway Manor, pero descubrí que lo había vendido al señor Bullock.

A lord Henley se le iluminó la cara.

– Ah, ¿así que el cocodrilo está expuesto? ¿Qué aspecto tiene? Confío en que hayan escrito mi nombre correctamente.

– Su nombre estaba allí, sí. Sin embargo, me sorprendió no ver ninguna mención a Mary Anning, y tampoco a Lyme Regis.

Lord Henley no se inmutó.

– ¿Por qué debería figurar el nombre de Mary Anning? No era la dueña.

– Fue Mary quien lo encontró, señor. ¿Es que lo ha olvidado?

Lord Henley resopló.

– Mary Anning es una trabajadora. Encontró el cocodrilo en mis tierras; Church Cliffs forma parte de mis propiedades, ya lo sabe. ¿Cree que esos hombres -añadió señalando con la cabeza a los trabajadores que cargaban barro-son los dueños de lo que hay en este terreno simplemente porque están cavando aquí? ¡Desde luego que no! Me pertenece a mí. Además, Mary Anning es una mujer. Es una pieza de repuesto. He de representarla, como hago con muchos vecinos de Lyme que no pueden representarse a sí mismos.

Por un momento, el aire pareció chirriar y zumbar y la cara porcina de lord Henley se hinchó ante mí. Era mi ira, que lo distorsionaba todo.

– ¿Por qué armó tanto alboroto para conseguir el espécimen si iba a venderlo? -pregunté una vez que hube dominado mis emociones.

El caballo empezaba a impacientarse y lord Henley le acarició el cuello para calmarlo.

– Ocupaba mucho espacio en mi biblioteca. Está mucho mejor donde está.

– Desde luego, si tan escaso interés tenía por él. No esperaba una conducta tan voluble en usted, lord Henley. Le degrada. Buenos días, señor.

Me volví sin llegar a ver qué efecto causaban mis pobres palabras, pero mientras me alejaba por el campo dando traspiés oí sus carcajadas. No me gritó, como habrían hecho otros hombres. Sin duda se alegró de deshacerse de mí, una solterona desaliñada que esparcía barro y bilis.

Maldecía mientras caminaba, primero para mis adentros, y luego en voz alta, pues no había nadie que pudiera oírme.

– Maldito, seas, condenado imbécil.

Nunca había pronunciado semejantes palabras en voz alta, pero estaba tan enfadada que tenía que hacer algo fuera de lo normal. Estaba furiosa con lord Henley por pisotear un descubrimiento científico; por convertir un misterio del mundo en algo banal y ridículo; por echarme en cara mi sexo como si fuera algo de lo que avergonzarme. Sí, claro, una pieza de repuesto.

Pero estaba más enfadada conmigo misma. Llevaba nueve años viviendo en Lyme Regis y había llegado a valorar mi independencia y franqueza. Sin embargo, no había aprendido a plantar cara a los lord Henley del mundo. No podía decirle qué opinaba que hubiera vendido la criatura de Mary de forma que él lo entendiera. En cambio, él me había puesto en ridículo y había conseguido que me sintiera como si fuera yo quien había hecho algo malo.

– Imbécil. ¡Condenado imbécil! -repetí.

– ¡Oh!

Alcé la vista. Estaba cruzando un pequeño puente sobre el río cuando Fanny Miller apareció por el camino que llevaba al centro del pueblo. Era evidente que me había oído, pues tenía las mejillas encendidas y la frente arrugada, y sus ojos de niña estaban muy abiertos, como charcos poco profundos.

Le lancé una mirada furibunda y no me disculpé. Fanny se alejó a toda prisa, mirando hacia atrás de vez en cuando como si temiera que fuera a seguirla soltando más improperios. Pese a estar escandalizada, seguro que se moría de ganas de contar a su familia y amigos lo que había dicho la rara de la señorita Philpot.


Aunque temía contar a Mary lo ocurrido con la criatura, nunca he sido partidaria de aplazar las malas noticias; la espera no hace sino empeorar las cosas. Aquella tarde acudí a Cockmoile Square. Molly Anning me indicó que fuera a la bahía Pinhay, al oeste de Monmouth Beach, donde un visitante había encargado a Mary que extrajera un amonites gigantesco.

– Lo quiere usar como adorno de jardín -añadió Molly Anning soltando una risita-. Qué tontería.

Me estremecí. En el jardín de Morley Cottage había un amonites gigantesco, de treinta centímetros de diámetro, que Mary me había ayudado a sacar; yo se lo había regalado a Louise por Navidad. Sin duda Molly Anning no lo sabía, pues nunca había visitado nuestra casa de Silver Street. «¿Por qué subir la colina si no hay necesidad?», solía decir.

Sin embargo, Molly Anning estaría encantada con el dinero del amonites. Desde que habían vendido el monstruo a lord Henley Mary había buscado en vano otro espécimen completo. Solo había hallado piezas tentadoras -quijadas, vértebras fusionadas, un abanico de huesecillos de una aleta-que proporcionaban un poco de dinero, pero mucho menos que si las hubiera descubierto todas juntas.

La encontré cerca del Cementerio de Serpientes -ahora yo lo llamaba el Cementerio de Amonites-, que me había atraído a Lyme años antes. Había logrado desprender el amonites de un saliente y estaba envolviéndolo en un saco para arrastrarlo por la playa; un trabajo duro para una chica, incluso para una avezada.

Mary me saludó con alegría, pues solía decir que me echaba de menos cuando me marchaba a Londres. Me contó lo que había encontrado durante mi ausencia y lo que había conseguido vender, y qué otras personas habían salido a buscar fósiles.

– ¿Qué tal por Londres, señorita Elizabeth? -preguntó por último-. ¿Se ha comprado vestidos? Veo que lleva un sombrero nuevo.

– Sí. Qué observadora eres, Mary. Tengo que contarte algo que he visto en Londres.

Respiré hondo y le expliqué que había ido al museo de Bullock y había descubierto la criatura, describiéndole con toda franqueza el estado en que se encontraba, hasta el chaleco y el monóculo.

– Lord Henley no debería haberlo vendido a alguien que lo iba a tratar de forma tan irresponsable, por muchas personas que lo vean -concluí-. Espero que no acudas a él con futuros descubrimientos. -No le conté que acababa de hablar con lord Henley y que se había reído de mí.

Mary me escuchó, y sus ojos castaños solo se abrieron de par en par cuando mencioné que habían enderezado la cola de la criatura. Por lo demás, su reacción no fue la que yo esperaba. Pensaba que se enfadaría porque lord Henley había sacado provecho de su hallazgo, pero de momento estaba más interesada por la atención que se prestaba a la criatura.

– ¿Había muchas personas mirándolo? -preguntó.

– Bastantes. -No añadí que otras piezas expuestas eran más populares.

– ¿Muchas, muchas? ¿Más que el número de habitantes de Lyme?

– Muchas más. Lleva expuesto varios meses, así que supongo que lo habrán visto miles de personas.

– Todas esas personas han visto mi coco.

Mary sonrió y contempló el mar con los ojos muy brillantes, como si divisara en el horizonte una cok de espectadores que esperaban para ver su siguiente hallazgo.

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