6 Un poco enamorada de él


Texto. Cabría pensar que cuando alguien salva la vida a otra persona queda unido a ella para siempre. No fue eso lo que nos ocurrió a Mary y a mí. No la culpo a ella, pero el hecho de sacarla de la rocalla y el lodo aquel día usando la pala del Capitán Curi, mientras la marea subía y caían piedras a ambos lados, pareció separarnos en lugar de unirnos más.

Fue un milagro que Mary sobreviviera, y casi ilesa, sobre todo teniendo en cuenta la terrible muerte del Capitán Curi, asfixiado a escasos centímetros de ella. Tenía contusiones por todo el cuerpo, y unos cuantos huesos rotos: unas costillas y la clavícula. Hubo de guardar cama durante unas semanas…, no las suficientes para satisfacer al doctor Carpenter, pero se negó a reposar más tiempo y poco después volvió a aparecer en la playa, bien vendada para mantener los huesos en su sitio. Me asombró que estuviera dispuesta a salir a buscar fósiles tras lo sucedido. Y no solo eso, sino que además no cambió de costumbres y volvió a pasear al pie de los acantilados, donde se había desprendido la tierra. Cuando le dije que Molly y Joseph Anning entenderían que no quisiera regresar a la playa, Mary declaró:

– Me ha alcanzado un rayo y he quedado sepultada bajo un desprendimiento de tierras, y he sobrevivido a ambas cosas. Dios debe de tener otros planes para mí. Además -añadió-, no puedo dejarlo. Aparte de las deudas de su padre, que años después la familia todavía trataba de saldar, ahora debían dinero al doctor Carpenter. Este tenía cariño a Mary por su interés común por los fósiles, así como porque su consejo le había salvado la vida cuando le cayó encima el rayo. Sin embargo, los Anning tenían que pagarle los cuidados que había prestado a Mary, y también a Fanny Miller, como había insistido su familia. Los Anning no habían protestado ante esta exigencia. Más sorprendente aún: no esperaban que William Buckland pagara los cuidados de Fanny, y Molly Anning no me dejó escribirle al respecto en su nombre.

– Él puede correr con los gastos mejor que usted -argumenté cuando fui a visitar a Mary para prestarle una Biblia que quería leer mientras estaba convaleciente-. Además, Fanny estaba en la playa por su culpa.

Molly Anning siguió contando los peniques que había conseguido con la venta de fósiles.

– Si el señor Buckland hubiera considerado que debía pagar, se habría ofrecido antes de volver a Oxford. No pienso correr detrás de él por su dinero.

– Creo que ni siquiera se paró a pensarlo. Es un estudioso, no un hombre práctico. Pero estoy segura de que sí se lo planteáramos liquidaría la deuda y pagaría al doctor Carpenter tanto por el tratamiento de Mary como por el de Fanny.

– No.

La obstinación de Molly Anning revelaba cierto orgullo. No me había percatado de que lo tuviera. Medía la mayoría de las cosas pollas monedas que representaban y la distancia que interponían entre los Anning y el taller, pero en ese caso concreto creo que consideraba que el dinero no era lo importante. Con o sin la participación de William Buckland, los Anning habían puesto en peligro a una chica inocente, que a la postre había acabado tullida. Fanny ya no podía aspirar a un buen matrimonio, ni a ningún otro. Su belleza podía compensar muchas cosas, pero la mayoría de los hombres de clase trabajadora necesitaban una mujer capaz de andar un kilómetro. Ninguna suma de dinero compensaría lo que Fanny había perdido. Molly Anning asumió la deuda como una especie de castigo.

Mary nunca hablaba de la media hora que permaneció sepultada antes de que yo la encontrara, pero la experiencia la cambió, A menudo veía en sus ojos una expresión distante, como si estuviera escuchando a alguien que la llamaba desde lo alto de Black Ven, o a una gaviota que gritaba en el mar. La muerte se había posado a su lado en la playa, se había llevado al Capitán Curi mientras a ella la perdonaba, y le había recordado su presencia y los límites de la muchacha. En algún momento de la vida todos empezamos a pensar que un día habremos de morir, pero normalmente cuando somos más mayores de lo que Mary era entonces.

Por otro lado, el contacto de Mary con la muerte se produjo en una época en que estaba madurando. Un día ayudé a Molly Anning a quitarle las vendas que le sujetaban los huesos rotos y descubrí que bajo el vestido poco favorecedor tenía una figura femenina, con una cintura, unos pechos y unas caderas bien proporcionados. Tal vez tenía los hombros un poco caídos debido a su fascinación por la tierra, los nudillos en carne viva y los dedos ásperos y agrietados. No poseía la elegancia de Margaret a su edad, pero era una joven lozana que podía atraer a los hombres.

Ella también había empezado a notarlo. Se cuidaba más de lavarse la cara y las manos, y pidió a Margaret un poco del ungüento que había preparado para evitar que se me secaran las manos por el contacto con el lodo de la caliza liásica. Elaborado con cera de abejas, trementina, lavanda y milenrama, se aplicaba en las heridas y la piel agrietada, pero Mary se lo ponía en las manos, los codos y las mejillas, y empecé a asociarla con aquella fragancia, una curiosa combinación de lo medicinal y lo floral.

Mary siempre tendría el cabello de un castaño mate y siempre lo llevaría alborotado por el viento, en lugar de lucir los tirabuzones que estaban de moda. Pero al menos se peinaba el flequillo a diario y se recogía el resto en un moño que cubría con una cofia y un sombrero. No estoy segura de que le sirvieran de mucho los esfuerzos por mejorar su aspecto, pues su reputación se había visto muy dañada después de haber pasado tanto tiempo con el señor Buckland, pese a la compañía de la desdichada Fanny. En otras circunstancias el accidente del desprendimiento de tierras tal vez hubiera despertado cierta compasión por Mary, pero las heridas de Fanny provocaron mucha indignación entre la clase trabajadora, que comenzó a considerar que Mary era la mala. Si esta intentaba suavizar sus codos y domar su cabello, no podía ser para cazar a algún hombre de Lyme que le gustara. Había transgredido demasiado abiertamente las normas que dictaban cómo debía comportarse una chica de su posición. Ahora que su conducta había tenido consecuencias tangibles, como era la cojera de Fanny, las impresiones vagas se endurecieron hasta convertirse en opiniones severas.

Mary prestaba poca atención a lo que los demás decían de ella, un rasgo que yo admiraba y que me desesperaba al mismo tiempo. Quizá envidiaba un poco que manifestara su desprecio por el funcionamiento de la sociedad con una libertad que una mujer de mi clase no podía permitirse. Incluso en un lugar de mentalidad independiente como Lyme, me daba perfecta cuenta de los juicios que se formaban sobre aquellos que se salían demasiado de lo establecido.

Tal vez a Mary no le interesaba la clase de vida que Lyme había decidido para ella. Había pasado mucho tiempo con personas de condición superior…, sobre todo conmigo, pero también con William Buckland y varios caballeros que acudían a Lyme tras oír hablar o ver las criaturas que Mary había encontrado. Eso se le había subido a la cabeza y había alimentado en ella la esperanza de que podría ascender en el mundo. No creo que pensara seriamente en ninguno de esos hombres como posible pretendiente: la mayoría de los caballeros la veían como poco más que una criada entendida. William Buckland apreciaba su talento más que los demás, pero estaba demasiado absorto en sus cavilaciones para fijarse en ella como mujer. Un hombre como él debía de ser de lo más frustrante, algo que yo no tardaría en descubrir.

Y es que el interés de Mary por los hombres despertó el mío, que creía muerto pero que, como descubrí, solo estaba aletargado, un rosal que únicamente necesitaba unos pocos cuidados para florecer. En cierta ocasión invité a William Buckland a cenar en Morley Cottage para enseñarle mí colección de especímenes. Aceptó con un entusiasmo cuyo motivo sospeché que eran mis fósiles, pero me permití pensar que también iba dirigido a mí. La idea de que él y yo nos casáramos no era tan disparatada. De acuerdo, yo le llevaba varios años y era demasiado mayor para tener muchos hijos, pero no era imposible. Molly Anning había dado a luz a su último hijo a los cuarenta y seis años. William Buckland y yo éramos de una posición social similar y nuestros intereses intelectuales eran parecidos. Por supuesto, yo no era tan culta como él, pero leía muchísimo. Sabía lo bastante de geología y fósiles para ser una esposa que lo apoyara en su profesión.

Margaret, que enseguida veía las posibilidades románticas incluso de una vieja solterona, alentó tales pensamientos hablando sin cesar de los vivaces ojos del señor Buckland y preguntándome una y otra vez qué vestido pensaba ponerme para la cena. Lo que había empezado como un interés cordial alcanzó tal grado de discreta agitación que cuando llegó el día estaba hecha un manojo de nervios.

Lo esperamos durante dos horas, oyendo a Bessy carraspear y armar ruido con las cazuelas en la cocina, antes de darnos por vencidas y sentarnos ante una cena ya pasada que me obligué a comer. Como mínimo se lo debía a Bessy por el esfuerzo especial que había hecho. La criada amenazaba con dejarnos una vez más, y sin duda se habría marchado si yo me hubiera negado a comer. Tampoco mostré mi desilusión ante mis hermanas, aunque tragaba cada bocado como si fuera plomo.

Al día siguiente no busqué a William Buckland, pero me lo encontré en la playa, por una vez sin Mary. Me saludó afectuosamente, y cuando le dije que me había llevado una decepción al no verlo el día anterior se quedó sorprendido.

– ¿Tenía que cenar con usted, señorita Philpot? ¿Está segura? Porque, verá, ayer me enteré de que un hombre había encontrado una larga serie de vértebras en Seatown y tuve que ir a verlas. Y me alegro de haber ido, porque todas están bien conservadas, aunque son muy distintas de las vértebras de la criatura de Mary. Me pregunto si serán de otro animal.

Impenitente en su desatino social, tampoco advirtió que estaba molesta. Para él, era de lo más normal anteponer la contemplación de unas vértebras poco comunes a una cena con unas damas.

Me limité a decir «Buenos días, señor» y me marché. Fue entonces cuando entendí que solo una mujer lo bastante bella para distraerlo o lo bastante paciente para aguantarlo lograría casarse con William Buckland.

Pensé que eso supondría el fin de mi nuevo interés por los hombres. Jamás habría imaginado que aparecería el coronel Birch.


El verano que el coronel Birch llegó a Lyme, Mary se encontraba en un estado extraño, atraída por esto y aquello. Por un lado, la criatura que ella y Joseph habían descubierto se había hecho muy famosa. Charles Konig compró el espécimen original al museo de Bullock y lo expuso en el Museo Británico. Lo llamó ictiosaurio, que significa «pez lagarto», ya que anatómicamente está a medio camino entre ambos.

Konig y otros especialistas lo estudiaron y publicaron artículos en los que conjeturaban que el ictiosaurio era un reptil marino, pues respiraba en el aire como un mamífero pero nadaba como un pez. Leí esos escritos, que me prestó William Buckland, con gran interés y reparé en que en ninguno se abordaban cuestiones espinosas como la extinción o la intervención de Dios en la desaparición del animal. De hecho, no planteaban ningún asunto religioso. Tal vez imitaban a Cuvier, que nunca mencionaba los designios divinos en sus textos. Para mí fue un alivio aceptar al ictiosaurio como lo que era: un antiguo reptil marino con su propio nombre.

A Mary le costó más, y a menudo lo llamaba cocodrilo, como casi todos los vecinos de Lyme, aunque al final se decidió por icti. Para la muchacha, el nuevo nombre científico alejaba a su criatura de ella en mayor medida que la distancia física. Los eruditos hablaban del animal en reuniones y escribían sobre él, y Mary quedaba excluida de su actividad. Contaban con ella para encontrar especímenes, pero no para participar en su estudio. Además, la búsqueda estaba resultando difícil: no hallaba un ictiosaurio completo desde hacía más de un año, aunque exploraba a fondo Church Cliffs y Black Ven a diario.

Un día propuse que fuéramos a buscar ofiuras y crinoideos a la playa cerca de Seatown, a varios kilómetros al este de Charmouth. Rara vez íbamos tan lejos, pero pensé que a Mary le vendría bien cambiar de lugar y propuse Seatown para que por una vez dejara de recorrer de arriba abajo la misma playa en busca de un monstruo esquivo. Elegimos un día soleado en que las mareas eran propicias para empezar temprano. Mary dejó atrás Church Cliffs y Black Ven de muy buena gana, pero cuando llegamos a Gabriel's Ledge, un poco más allá de Charmouth, empezó a volverse para mirar hacia atrás una y otra vez, como si los acantilados la llamaran.

– He visto un destello allí detrás -insistía-. ¿No lo ha visto?

Yo negaba con la cabeza sin detenerme, confiando en que me siguiera.

– Ahí está otra vez -exclamó Mary-. Mire, señorita Philpot. ¿Cree que viene a por nosotras?

Un hombre caminaba a zancadas por la playa. Aunque había más personas aprovechando el tiempo templado y la espléndida luz matutina, él las sorteaba como si supiera exactamente cuál era su objetivo, y éramos nosotras. Era alto y andaba muy tieso, con unas botas altas y una larga chaqueta roja de soldado. Los botones de latón del uniforme destellaban con el sol. No suelo inmutarme al ver a un hombre, pero el hecho de que aquel estuviera claramente decidido a alcanzarnos me provocó una emoción que recordaré durante mucho tiempo.

Sonrió al acercarse. Era un hombre imponente de unos cincuenta años, con el porte erguido de los militares que tan agradable resulta en un varón. Tenía el rostro curtido y los ojos entrecerrados para protegerlos del sol y el viento, a pesar de lo cual resultaba atractivo. Cuando se quitó su sombrero ladeado y se inclinó, vi la raya de su tupida cabellera morena, salpicada de canas.

– Damas -anunció-, llevo toda la mañana buscándolas. Me alegro de haberlas encontrado por fin.

Volvió a ponerse el sombrero, cuyas plumas blancas se agitaron. Tenía una cabellera tan espesa y ondulada que el sombrero corría el peligro de caérsele de la cabeza.

Nunca he confiado en un hombre que destaca por su cabello. Es propio de hombres vanidosos y presumidos.

– Soy el coronel Birch, antiguo miembro del Primer Regimiento de Caballería. -Hizo una pausa para mirarnos a una y a otra, y por último centró su atención en Mary-. Y tú debes de ser la extraordinaria Mary Anning, que ha encontrado varios especímenes de ictiosaurio.

Mary asintió con la cabeza, incapaz de dejar de mirarlo.

Naturalmente, cualquiera que hubiera oído hablar de Mary sabía que era joven y de baja extracción social, de modo que era imposible confundirme con ella, con los veinte años que le llevaba grabados en la cara, con mi ropa y mi porte más refinados. Aun así, sentí que se me clavaba el puntiagudo dardo de los celos porque un hombre atractivo no había recorrido la playa por mí.

Por ese motivo me mostré más quisquillosa de lo que pretendía.

– Supongo que querrá que busque uno para usted, como quien encarga a un tratante de grabados que le consiga un cuadro para colgarlo en una pared.

Mary me lanzó una mirada furiosa, pues semejante grosería era impropia de mí, pero el coronel Birch se echó a reír.

– Pues da la casualidad de que, en efecto, deseo que Mary me ayude a encontrar un ictiosaurio, si está dispuesta.

– ¡Por supuesto, señor!

– Tendrá que pedir permiso a su madre y su hermano -apunté-. Lo contrario sería del todo inapropiado. -No podía reprimir los comentarios mordaces.

– Oh, no se preocupe. Dirán que sí -intervino Mary.

– Por supuesto, hablaré con tu familia -afirmó el coronel Birch-. No tienes nada que temer de mí, Mary…, ni usted, señorita…

– Philpot.

Como es lógico, había dado por sentado que era una solterona. ¿Acaso una dama casada estaría en la playa, lejos de casa, buscando fósiles? Me agaché a coger algo que vi en la arena. Solo era un pedazo de beef con la misma forma que un hueso de las aletas de un ictiosaurio, pero le presté más atención de la que merecía para no mirar al coronel Birch.

– Vayamos a preguntar a mamá -propuso Mary.

– Mary, íbamos camino de Seatown, ¿recuerdas? -dije, para refrescarle la memoria-. A buscar ofiuras y lirios de mar. Si vuelves a Lyme, desperdiciaremos el día.

El coronel Birch metió baza.

– Si me lo permiten, las acompañaré a Seatown. Si no me equivoco, está bastante lejos para que vayan solas.

– A once kilómetros -solté-. Somos perfectamente capaces de recorrer esa distancia. Lo hacemos todos los días. Volveremos en coche.

– Las acompañaré al coche -declaró el coronel Birch-. No me gustaría tener remordimientos de conciencia por dejar solas a dos damas indefensas.

– No necesitamos…

– ¡Gracias, coronel Birch! -me interrumpió Mary.

– ¿Lirios de mar, ha dicho? -preguntó el coronel Birch-. Yo tengo unos bonitos especímenes de pentacrinites. Se los enseñaré algún día, si lo desean. Están en mi hotel, en Charmouth.

Fruncí el entrecejo por lo inapropiado de su invitación. Mary, en cambio, había perdido el juicio.

– Me gustaría verlos -afirmó-. Yo tengo otros crinoideos en casa. Puede venir a verlos cuando quiera, señor. Crinoideos y amos y trozos de coco… ictiosaurio, y toda clase de fósiles.

La muchacha ya estaba enamorada de él. Meneé la cabeza y me alejé por la playa con paso airado, un tanto inclinada como si buscara ejemplares, aunque caminaba demasiado deprisa para encontrar nada. Un instante después ellos me siguieron.

– ¿Qué es una ofiura? -preguntó el coronel Birch-. Nunca he oído hablar de algo semejante.

– Tiene forma de estrella, señor -explicó Mary-. En el centro se dibuja el contorno de una flor de cinco pétalos, y de cada pétalo sale un brazo largo y ondulado. Cuesta mucho encontrar una con los cinco brazos intactos. Un coleccionista me ha pedido una que no esté rota. Por eso hemos venido tan lejos. Normalmente nos quedamos entre Lyme y Charmouth, en los alrededores de Black Ven y los salientes que hay cerca del pueblo.

– ¿Es allí donde encontraste el ictiosaurio?

– Uno allí y otro en Monmouth Beach, al oeste de Lyme. Pero es posible que haya otros aquí. No he buscado en esta zona. ¿Ha visto algún ictiosaurio, señor?

– No, pero he leído sobre ellos y he visto dibujos.

Resoplé.

– He venido aquí a pasar el verano para ampliar mi colección, Mary, y espero que puedas ayudarme… ¡Mira!

El coronel Birch se detuvo. Me volví a mirar. Se agachó y cogió un pedazo de crinoideo.

– Muy bien, señor -dijo Mary-. Iba a echarle un vistazo, pero usted se me ha adelantado.

El se lo ofreció.

– Para ti, Mary. No te privaría de un espécimen tan bonito. Es un regalo.

Ciertamente era un buen ejemplar, desplegado en abanico como el lirio que le da nombre.

– Oh, no, señor, es suyo -dijo Mary-. Usted lo ha encontrado. No podría aceptarlo.

El coronel Birch le cogió la mano, le puso el crinoideo en la palma y le cerró los dedos.

– Insisto, Mary.

El coronel mantuvo la mano sobre el puño de la muchacha y la miró.

– ¿Sabías que los crinoideos no son plantas, como parecen, sino animales?

– ¿De verdad, señor?

Mary le miraba fijamente a los ojos. Claro que sabía lo que eran los crinoideos. Yo se lo había enseñado.

Di un paso adelante.

– Coronel Birch, me veo obligada a pedirle que muestre el debido respeto o tendré que exigirle que se marche.

El coronel Birch dejó caer la mano.

– Le pido disculpas, señorita Philpot. El descubrimiento de fósiles me entusiasma de tal modo que me cuesta controlarme.

– Pues debe controlarse, señor, o perderá los privilegios que solicita.

Asintió con la cabeza y retrocedió hasta situarse a una distancia respetuosa. Caminamos en silencio durante un rato. Sin embargo el coronel Birch era incapaz de permanecer callado mucho tiempo, y poco después él y Mary se rezagaron mientras él le preguntaba cuáles eran sus fósiles preferidos, qué métodos de búsqueda empleaba, incluso qué creía ella que era el ictiosaurio.

– No lo sé, señor -dijo Mary de su hallazgo más espectacular-. Parece que el icti tiene un poco de cocodrilo, algo de lagarto y algo de pez. Y una parte propia. Esa parte es la peliaguda. Cómo encaja ahí.

– Espero que tu ictiosaurio tenga su sitio en la gran cadena del ser de Aristóteles -repuso el coronel Birch.

– ¿Qué es eso, señor?

Chasqueé la lengua. Mary no necesitaba que se lo explicara, pues yo misma le había descrito la teoría. Estaba coqueteando con él. Claro que a él le encantaba contar lo que sabía. Como a todos los hombres.

– El filósofo griego Aristóteles propuso que todos los seres, desde las plantas más ínfimas hasta la perfección representada por el hombre, podían ordenarse a lo largo de una escala, en una cadena de la creación. Así pues, tu ictiosaurio debe de quedar entre un lagarto y un cocodrilo, por ejemplo.

– Es muy interesante, señor. -Mary hizo una pausa-. Pero eso no explica la parte del icti que no se parece a ningún otro animal, que no coincide con las categorías. ¿Dónde encaja eso en la cadena, si es distinto de todo lo demás?

El coronel Birch se detuvo de repente, se agachó y cogió una piedra.

– ¿Es esto…? Oh, no, no lo es. Me he equivocado. -Lanzó la piedra al agua.

Yo sonreí. Él podía deslumbrar con su atractiva cabeza y su mata de cabello, pero sus conocimientos eran superficiales, y Mary acababa de echarlos por tierra.

– ¿Y a usted, señorita Philpot, qué le gusta coleccionar?

Con dos pasos enérgicos el coronel Birch me había alcanzado, evitando la pregunta embarazosa de Mary. Yo no deseaba su atención, pues no estaba segura de poder soportarla, pero no podía ser maleducada con él.

– Peces -contesté lo más brevemente posible.

– ¿Peces?

Aunque no quería conversar con él, no pude evitar presumir un poco de mis conocimientos.

– Principalmente Eugnathus, Pholidophorus, Dapedius e Hybodus… El último es un antiguo tiburón -añadí viendo que ponía cara de no entender al oír las palabras en latín-. Son los nombres científicos, claro está. Las distintas especies todavía no se han identificado.

– La señorita Philpot tiene una gran colección de peces fósiles en su casa -terció Mary-. La gente va a verla a todas horas, ¿verdad, señorita Elizabeth?

– ¿De verdad? Fascinante -murmuró el coronel Birch-. Debería visitarla para ver sus peces.

Se mostraba prudente para que no pudiera acusarlo de falta de educación, pero su tono destilaba cierto sarcasmo. Prefería el llamativo ictiosaurio al discreto pez. Como la mayoría de las personas. No entienden que la forma y la textura nítidas de un pez, con sus escamas superpuestas, su piel rugosa y sus aletas bien formadas, componen un espécimen de gran belleza; bello por su sencillez y definición. Con sus botones relucientes y su vigoroso cabello, el coronel Birch jamás entendería esas sutilezas.

– Más vale que caminemos -solté-, o la marea nos pillará antes de llegar a Seatown. Mary, si no dejas de hablar, no encontrarás la ofiura para el coleccionista.

Mary frunció el entrecejo, pero yo estaba ya harta de aguantar al coronel Birch. Me volví y eché a andar a buen paso hacia Seatown sin mirar al suelo en busca de fósiles.


El coronel Birch tenía previsto quedarse varias semanas para aumentar su colección y, aunque se alojaba en Charmouth, venía a Lyme todos los días. Se creía con derecho a exigir el tiempo de Mary de forma repentina y absoluta. Ella iba con él todos los días. Al principio yo los acompañaba, pues, aunque a Mary le daba igual, a mí me preocupaba lo que pensara el pueblo. Cuando estábamos los tres juntos, trataba de hallar el ritmo agradable de cuando estaba a solas con Mary, cada una concentrada en su búsqueda pero sintiendo la presencia reconfortante de una compañera cerca. El coronel Birch desbarataba dicho ritmo, ya que le gustaba seguir a Mary y hablar. Prueba de la habilidad de la muchacha para encontrar fósiles es que logró dar con algo aquel verano a pesar de tenerlo parloteando al lado. Sin embargo, ella lo aguantaba. Más que aguantarlo, lo adoraba. No había lugar en la playa para mí junto a ellos. Podría haber sido perfectamente un caparazón de cangrejo vacío. Los acompañé tres veces y tuve suficiente.

El coronel Birch era un farsante. Para ser exacta, debería decir que el teniente coronel Birch era un farsante. Ese era uno de sus muchos embustes: omitir la palabra «teniente» para asignarse un grado superior. Tampoco reveló que hacía mucho tiempo que se había retirado del regimiento de caballería, aunque cualquiera que supiera un poco del tema podía advertir que llevaba el antiguo uniforme, con casaca larga y calzones de cuero, en lugar de la chaqueta más corta y los pantalones gris azulado de los soldados actuales. Se recreaba en la gloria del regimiento de caballería en Waterloo sin haber participado en la batalla.

Peor aún: durante aquellos tres días que fui a la playa con él descubrí que no sabía buscar fósiles. No mantenía la vista fija en el suelo como Mary y yo, sino que observaba nuestras caras y seguía nuestras miradas de forma que, cuando nos deteníamos y nos inclinábamos, alargaba la mano para coger lo que estábamos mirando antes que nosotras. Solo empleó ese método conmigo una vez antes de que mi mirada fulminante lo detuviera. Mary era más tolerante, o estaba cegada por sus sentimientos, y dejaba que le robara muchos especímenes y se los arrogaba como propios.

El diletantismo del coronel Birch me consternaba. A pesar de su declarado interés por los fósiles y de su constitución militar supuestamente robusta y preparada para toda clase de penalidades, no hurgaba en el barro en busca de especímenes. Los conseguía gracias a su cartera o su encanto, o se apropiaba de los ajenos. Al final del verano poseía una buena colección, pero todas las piezas las había encontrado y se las había dado Mary, o lo había encaminado hacia las que ella veía. Al igual que lord Henley y otros hombres que acudían a Lyme, era un coleccionista, no un buscador, y compraba sus conocimientos en lugar de adquirirlos con sus ojos y sus manos. Yo no entendía por qué Mary lo encontraba interesante.

Sí lo entendía. Yo también estaba un poco enamorada de él. A pesar de todas mis quejas, me resultaba muy atractivo: no solo físicamente, ya que en efecto lo era, sino porque su interés por los fósiles parecía genuino e intenso. Cuando no estaba coqueteando con Mary, tenía la capacidad -y las ganas-de hablar de los orígenes del ictiosaurio y lo que significaba la extinción. También tenía una idea clara del papel de Dios, sin parecer irrespetuoso ni blasfemo.

– Estoy seguro de que Dios tiene mejores cosas que hacer que velar por todos los seres vivos de la tierra -afirmó una vez que volvíamos a Lyme por el camino del acantilado, después de que la marea nos hubiera dejado aislados-. Ha hecho un trabajo asombroso creando lo que ha creado; sin duda ahora no necesita seguir el progreso de cada uno de los gusanos y tiburones. Lo que le interesa somos nosotros, y lo ha demostrado creándonos a Su imagen y semejanza y mandándonos a Su hijo.

El coronel Birch hacía que pareciera tan evidente y sensato que deseé que el reverendo Jones pudiera oírlo.

Era, pues, un hombre que reflexionaba sobre los fósiles y hablaba de ellos, que nos animaba a nosotras, mujeres, a buscarlos y al que le traía sin cuidado que yo destrozara regularmente mis guantes. Mi ira hacia él no se debía tanto a la irritación por su incapacidad para buscar fósiles en lugar de coleccionarlos, como a la indignación que me producía el hecho de que ni por un momento me considerara -a mí, que era de una edad más próxima a la suya y de su misma clase social-una dama a la que podía cortejar.

Pensara lo que pensase de él, no me correspondía a mí decidir qué hacía o dejaba de hacer Mary con el coronel Birch. Era Molly Anning la que debía intervenir. A lo largo de los años Molly y yo habíamos llegado a entendernos, de modo que ella se mostraba menos desconfiada y yo menos intimidada. Aunque la mujer apenas había ido a la escuela y no veía nada poético ni filosófico en nuestros descubrimientos, aceptaba la importancia que tenían para mí y los demás. Puede que midiera esa importancia por las monedas que permitían dar de comer a su familia, vestiría y cobijarla, pero no ridiculizaba su valor. Los fósiles se habían convertido en una mercancía, tan importante como los botones, las zanahorias, los barriles o los clavos. Si le parecía raro que yo no vendiera los especímenes que encontraba, no lo mostraba. Al fin y al cabo, en su opinión yo no tenía ninguna necesidad. Louise, Margaret y yo no podíamos permitirnos despilfarres, pero no nos preocupaban el alguacil ni el asilo para pobres. Los Anning, en cambio, vivían al borde de la inanición, y eso agudiza el ingenio. Molly Anning se convirtió en una vendedora bastante astuta, capaz de sacar unos chelines de más de aquí y allá.

Envidiaba mis ingresos y mi posición en la sociedad -la sociedad que había en Lyme-, pero también me compadecía, pues no había conocido varón ni sentido la seguridad del matrimonio ni el amor de un bebé en mis brazos. Eso contribuía a contrarrestar la envidia y le permitía ser neutral y razonablemente tolerante conmigo. Por lo que a mí respecta, admiraba su cabeza para los negocios y su capacidad para superar las dificultades. Casi nunca se quejaba, aunque tenía todo el derecho, habida cuenta de la dura vida que llevaba.

Por desgracia Molly Anning se dejó arrastrar por el encanto del coronel Birch casi tanto como su hija. Yo siempre había pensado que sabía juzgar el carácter de la gente, y habría dicho que se percataría de que Birch era un intrigante codicioso. Tal vez, al igual que Mary, consideraba que el hombre representaba la primera oportunidad real -y posiblemente la única-de que su hija abandonara la dura vida de su clase para ascender a un mundo mejor y más próspero.

No creo que el coronel Birch pretendiera cortejar a Mary en un principio. Lo que lo llevó a Lyme fue, como a otros muchos, la fiebre por encontrar tesoros en la playa, donde había huesos antiguos con vestigios de mundos pasados tan valiosos como la plata. Cuesta dejar de buscarlos una vez contagiado. No obstante, al coronel Birch se le presentó además la oportunidad excepcional de pasar días enteros con una mujer sin acompañante, y no pudo resistirse.

Sin embargo, primero tenía que ganarse a la madre. Lo consiguió coqueteando desvergonzadamente con ella, y tal vez por una vez en la vida Molly Anning perdió la cabeza. Oprimida por la pobreza y la pérdida, Molly había disfrutado de pocos momentos de felicidad durante los tres años transcurridos desde la muerte de Richard Anning, y vivía acosada por la preocupación por el dinero y el temor a que la mandaran al asilo para pobres. Ahora un atractivo soldado jubilado con un elegante uniforme le besaba la mano y elogiaba cómo gobernaba la casa y le pedía permiso para ir a la playa con su hija. Molly, que se había indignado tanto con William Buckland porque llevaba inocentemente a Mary a los acantilados, olvidó toda su cautela a cambio de un beso en la mano y un par de palabras amables. Tal vez simplemente estaba cansada de decir que no.

En la tienda donde Molly Anning vendía fósiles a los turistas empezaron a escasear incluso los especímenes básicos como amonites y belemnites, pues Mary ya no los cogía. Dejaba los nódulos para que otros los abrieran y hacía caso omiso de los coleccionistas que le pedían erizos de mar, Gryphaeas u ofiuras. Cuando veía buenos ejemplares se los daba al coronel Birch o lo animaba a cogerlos. Sin embargo, Molly no se quejaba a su hija. Yo les ayudaba en la medida de lo posible entregándoles lo que encontraba, pues ante todo me interesaban los peces fósiles y dejaba los otros especímenes a los demás. Pero los Anning comenzaban a quedarse sin recursos y estaban contrayendo deudas con el panadero y el carnicero y, dentro de poco, cuando llegara el frío, también con el carbonero. Aun así, Molly Anning no decía nada; tal vez contemplaba el tiempo que Mary pasaba con el coronel Birch como una inversión de futuro.

Traté de hablar con Mary del coronel Birch, ya que su madre no quería escuchar. Cuando la marea estaba alta no podían salir, y él se quedaba en el Three Cups o iba a los salones de celebraciones, a los que Mary, naturalmente, no podía entrar. La muchacha ayudaba entonces a su madre, limpiaba los especímenes del coronel Birch o simplemente deambulaba por Lyme pensando en las musarañas. Un día me encontré con ella cuando iba por Sherborne Lane, un pequeño callejón que llevaba del centro del pueblo a Silver Street. Lo tomaba cuando no me sentía lo bastante sociable para saludar a todo el mundo en Broad Street. Mary bajaba por el callejón con la vista fija en Golden Cap y una sonrisa en el rostro, que resplandecía con una llamativa alegría interior. Por un momento estuve tentada de creer que el coronel Birch la cortejaba en serio.

Al verla tan feliz mi corazón celoso se retorció, de modo que cuando me saludó no me contuve.

– Mary -dije bruscamente, sin recurrir a las frases triviales que aligeran ese tipo de conversación-, ¿te paga el coronel Birch por el tiempo que le dedicas?

Mary meneó la cabeza, como si intentara despertarse, y me miró a los ojos con suma atención.

– ¿A qué se refiere?

Pasé la cesta que llevaba de un brazo al otro.

– Ocupa todo tu tiempo. ¿Te paga por eso, o al menos por los fósiles que le buscas?

Mary entornó los ojos.

– Nunca me preguntó eso cuando acompañaba al señor Buckland, a Henry de la Beche o a los demás caballeros a los que he ayudado. ¿Acaso el coronel Birch es distinto?

– Sabes que sí. En primer lugar, los otros buscaban sus fósiles, o te pagaban por los que encontrabas. ¿Te paga el coronel Birch?

Los ojos de Mary dejaron entrever un atisbo de duda, que ocultó con una expresión de desprecio.

– Él busca sus propias curis. No tiene por qué pagarme.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿qué ejemplares has encontrado para vender? -Como Mary no contestaba, añadí-: He visto la mesa de curis de tu madre, Mary. Hay pocas. Está vendiendo amonites rotos que antes habrías tirado al mar.

La euforia de la muchacha había desaparecido por completo. Si esa era mi intención, había tenido éxito.

– Estoy ayudando al coronel Birch -declaró-. Eso no tiene nada de malo.

– Debería pagarte. De lo contrario, te está utilizando en su provecho y os está dejando a ti y a tu familia más pobres.

Debería haberme callado en ese momento, cuando mis palabras podían haber ejercido un efecto positivo. Pero no pude resistirme a presionarla más.

– El comportamiento del coronel no dice mucho a favor de su carácter, Mary. No te conviene relacionarte con ese hombre, porque acabará haciéndote daño. El pueblo ya habla de vosotros, y esta vez es peor que cuando ayudabas a William Buckland.

Mary me lanzó una mirada asesina.

– Tonterías. Usted no lo conoce como yo. ¡Más vale que deje de escuchar los chismes, o usted también se convertirá en una chismosa!

Pasó por mi lado dándome un empujón y se alejó a toda prisa por Sherborne Lane. Nunca se había mostrado tan maleducada conmigo. Parecía que hubiera dado el gran paso de plegarse a mi opinión como una chica trabajadora a tratarme como una igual.

Después me sentí mal por lo que había dicho y cómo lo había dicho, y como penitencia decidí ir con Mary y el coronel Birch a la playa para acallar las lenguas afiladas de Lyme. Mary aceptó el gesto de buena gana, pues el amor la volvía indulgente.

Por ese motivo estaba con ellos en Black Ven cuando por fin hallaron el ictiosaurio que tantas ganas tenía el coronel Birch de añadir a su colección. Ese día no encontré gran cosa, pues estaba distraída por el comportamiento de Mary y el coronel Birch, que se mostraban más afectuosos que semanas antes: se tocaban el brazo para llamar la atención al otro, hablaban en susurros, se sonreían. Por un momento me pregunté horrorizada si Mary había sucumbido por completo a él. Pero enseguida pensé que, de ser así, no se esforzaría tanto para que pareciera que le tocaba el brazo de forma inconsciente. No conozco a ningún matrimonio que se toque con tanta ansia. No tienen necesidad.

Estaba reflexionando sobre eso cuando vi que Mary se paraba en un saliente y miraba hacia abajo, como la había visto hacer cientos de veces. Fue la naturaleza de su quietud la que me indicó que había descubierto algo.

El coronel Birch siguió andando unos pasos, se detuvo y volvió atrás.

– ¿Qué pasa, Mary? ¿Has visto algo?

Ella vaciló. Tal vez si se hubiera percatado de que yo estaba mirando no habría hecho lo que hizo a continuación.

– No, señor -respondió-. Nada. Es solo que… -Soltó el martillo, que cayó al suelo con un sonido metálico-. Lo siento, señor, me he mareado un poco. Debe de ser el sol. ¿Puede cogerme el martillo?

– Por supuesto.

El coronel Birch se inclinó para recogerlo, quedó paralizado y se hincó de rodillas. Alzó la vista hacia Mary, como si tratara de descifrar la expresión de su rostro.

– ¿Ha encontrado algo, señor?

– ¡Creo que sí, Mary!

– Es una vértebra dorsal, ¿verdad? Mire, señor, si la mide sabrá lo larga que es la criatura. Cada dos centímetros y medio de diámetro equivalen a un metro y medio de longitud. Esta tendrá unos cuatro centímetros de diámetro, así que la criatura debe de medir unos dos metros y medio de largo. Eche una ojeada a ver si puede desenterrar otras partes en el saliente. Tome, use mi martillo.

Le estaba regalando el ictiosaurio, y él lo sabía. Me aparté, asqueada. Mientras rastreaban entusiasmados el contorno de la criatura en la cornisa, me dediqué a abrir piedras al azar, solo para mantenerme ocupada, hasta que me llamaron para que fuera a ver el hallazgo del coronel Birch. Apenas lo miré, y fue una lástima, porque tal vez era el mejor ictiosaurio que encontró Mary, y siempre resulta impresionante verlos en su entorno natural antes de que los extraigan de la piedra. Sin embargo, tuve que mostrarme educada y darle la enhorabuena.

– Bien hecho, coronel Birch -dije-. Será una pieza fascinante para su colección.

Imprimí a mi voz una levísima nota de sarcasmo, pero ninguno de los dos la captó, ya que el coronel había cogido a Mary en brazos y la hacía girar como si se hallaran en un baile de los salones de celebraciones.

Pasaron las dos semanas siguientes supervisando cómo los hermanos Day desenterraban el ictiosaurio y limpiándolo en el taller; Mary se encargó del trabajo delicado para dejarlo presentable. Trabajaba tanto en el espécimen que tenía los ojos enrojecidos. Yo no la visité mientras lo preparaba, pues no quería verme atrapada en el pequeño espacio del taller con el coronel Birch. De hecho, lo evité lo mejor que pude. Sin embargo, no lo bastante bien.

Una tarde Margaret me convenció de que fuera a jugar a las cartas a los salones de celebraciones. Casi nunca iba allí, pues estaba lleno de damas jóvenes y hombres que las cortejaban, y de madres que los vigilaban. Las selectas amistades que había trabado en Lyme eran de carácter más intelectual, como el joven Henry de la Beche o el doctor Carpenter y su esposa. Normalmente nos reuníamos en casa de uno u otro, no en los salones de celebraciones, pero Margaret necesitaba una compañera e insistió.

En mitad de una partida entró el coronel Birch. Por supuesto, reparé en él de inmediato, y él en mí; advirtió mi mirada antes de que pudiera desviarla y vino directo a mí. Incapaz de escapar respondí a su saludo de la forma menos expresiva posible, aunque eso no lo disuadió de quedarse a mi lado charlando con quienes observaban la partida. Los otros jugadores me miraron con cara de sorpresa y regocijo, y empecé a jugar mal. En cuanto tuve oportunidad fingí que me dolía la cabeza y me levanté de la mesa. Esperaba que el coronel Birch ocupara mi sitio, pero me siguió hasta la ventana salediza, donde los dos nos quedamos contemplando el mar. Vimos un barco que estaba a punto de atracar en el Cobb.

– Es el Unity -dijo el coronel Birch-. Mañana zarpará hacia Londres con el ictiosaurio a bordo.

Pese a que no deseaba entablar conversación, no pude contenerme.

– ¿Ha acabado entonces Mary de trabajar en el espécimen?

– Está colocado en su armazón. Esta misma tarde Mary le ha dado una capa de yeso para rematarlo. Cuando esté seco, lo preparará para el envío.

– ¿Usted no partirá en el Unity? -No estaba segura de si quería que se quedara o se fuera, pero tenía que saber qué pensaba hacer.

– Yo iré en coche. Pararé primero en Bath y luego en Oxford para ver a unos amigos.

– Ahora que tiene lo que vino a buscar supongo que no hay motivos para que se quede.

Por más que intenté hablar con firmeza, me tembló la voz. No añadí que sus prisas por partir una vez obtenido su tesoro denotaban poco tacto. Contemplé las olas que rompían y se mecían debajo de la ventana, pues la marea estaba alta. Noté la mirada del coronel Birch posada en mí, pero no me volví hacia él. Tenía las mejillas encendidas.

– He disfrutado mucho con nuestras conversaciones, señorita Philpot -afirmó-. Las echaré de menos.

Entonces me volví y lo miré a la cara.

– Hoy tiene los ojos muy oscuros -añadió-. Oscuros y sinceros.

– Me voy a casa -dije, como si él me hubiera preguntado-. No, no me acompañe, coronel Birch. No quiero que lo haga.

Me alejé de él. Parecía que toda la sala nos estaba observando. Fui a buscar a mi hermana y sentí verdadero alivio al comprobar que él no me seguía.


Creo que los meses posteriores a la partida del coronel Birch fueron los más duros para los Anning; más duros todavía que los que siguieron a la muerte de Richard Anning, pues al menos entonces contaban con la compasión del pueblo. Ahora la gente simplemente pensaba que se habían buscado las desgracias.

No entendí la verdadera magnitud del daño que el coronel Birch había causado a la reputación de Mary hasta que, poco después, oí lo que decía la gente. Un día fui a la panadería; Bessy se había olvidado de comprar el pan y se había negado a bajar de nuevo la colina. Cuando entré oí a la mujer del panadero -un Anning, primo lejano de Mary-decir a un cliente:

– Se pasaba los días en la playa con ese caballero. Dejaba que cuidara de ella.

Se echó a reír entre dientes de un modo muy vulgar, pero se interrumpió al verme. Aunque no había pronunciado ningún nombre, yo sabía a quién se refería: saltaba a la vista por la inclinación desafiante de su barbilla, como si me retara a que la reprendiera por ser tan crítica y mezquina.

No acepté el desafío. Habría sido como maldecir una inundación. Señalé un pan, arqueé las cejas y dije con voz resonante:

– No, hoy no necesito pan duro. Vendré otro día que me haga falta.

Sin embargo, la satisfacción que me proporcionó el comentario fue solo momentánea, pues Simeón Anning era el único panadero de Lyme y tendríamos que seguir comprando a su esposa si queríamos comer pan, porque a Bessy le salía duro como un ladrillo las veces que intentaba hacerlo. Además, mis palabras eran poco convincentes e insignificantes, y de poca ayuda eran para Mary. Salí de la tienda con la cara colorada, y aún me ruboricé más al oír las risas a mi espalda. Me pregunté si alguna vez sería capaz de defenderme sin sentirme como una idiota.

Mientras Molly y Joseph Anning sufrían físicamente aquel invierno, durante el cual pasaron muchos días con una sopa floja y una lumbre aún más floja, Mary apenas se percataba de lo poco que comía o de los sabañones que tenía en las manos y los pies. Ella sufría por dentro.

Seguía viniendo a Morley Cottage, pero prefería la compañía de Margaret, pues mi hermana podía brindarle la empatía de la que Louise y yo carecíamos. Nosotras no habíamos perdido a un hombre como les había ocurrido a Mary y Margaret, y el fingimiento no era propio de nosotras. No es que por aquel entonces Mary considerara que había perdido al coronel Birch. Durante mucho tiempo tuvo esperanzas, y simplemente echaba de menos su persona y la presencia constante que había representado en su vida durante todo el verano. Deseaba hablar de él con alguien que lo conociera y lo viera con buenos ojos, o que al menos no criticara amargamente su carácter como yo. Margaret había coincidido con el coronel Birch varias veces en los salones de celebraciones, había jugado a cartas e incluso bailado con él en dos ocasiones. Mientras yo trabajaba en mis fósiles en la mesa del comedor, oía a Mary pedir una y otra vez a Margaret en la habitación contigua que describiera los bailes, lo que llevaba puesto el coronel Birch, cómo eran sus andares y su contacto, de qué habían charlado. Luego le pedía que le hablara de las partidas de cartas, a qué habían jugado, si él había ganado o perdido, y lo que había dicho. Margaret no había reparado en esos detalles, pues para ella el coronel Birch no había sido un compañero digno de recordar. La vanidad y la seguridad de aquel hombre eran excesivas incluso para Margaret. Sin embargo, se inventaba detalles que añadía a lo poco que recordaba, hasta que surgió un retrato del coronel Birch en sus momentos de ocio. Mary estaba pendiente de cada detalle, para almacenarlos y analizarlos detenidamente más adelante.

Yo quería mandar a Margaret callar, ya que el patetismo de aquella chica que se alimentaba de las migajas de los bailes elegantes y las triviales partidas de cartas de otra me perturbaba hasta el punto de imaginar a Mary junto a los salones de celebraciones, con la cara pegada al frío cristal para ver a los bailarines. Aunque nunca la había visto hacerlo, no me habría sorprendido descubrir que se había dado tal situación. Sin embargo, me mordía la lengua, pues sabía que Margaret tenía buena intención y proporcionaba a Mary el poco consuelo que tenía en la vida en ese momento. También daba gracias porque Margaret nunca le contaba que yo había estado brevemente con el coronel Birch en los salones de celebraciones, ya que Mary habría querido que rememorase cada detalle de aquella tarde.

Si bien no hubiera sido correcto que Mary tomara la iniciativa de comenzar una relación epistolar, esperaba y confiaba en tener noticias del coronel Birch. Ella y Molly Anning recibían cartas de vez en cuando, de William Buckland para preguntar por un espécimen, de Henry de la Beche para darles cuenta de su paradero o de otros coleccionistas a los que habían conocido y que querían pedirles algo. Molly Anning incluso mantenía correspondencia con Charles Konig, del Museo Británico, que había comprado el primer ictiosaurio de Mary a William Bullock y estaba interesado en adquirir otros. Todas esas cartas seguían llegando, pero entre ellas nunca se vislumbraba la letra enérgica y descuidada del coronel Birch. Porque yo conocía su letra.

No podía decirle a Mary que yo sí había tenido noticias del coronel Birch. Me mandó una carta un mes después de partir de Lyme. Naturalmente, en ella no se declaraba, aunque al abrirla me temblaban las manos. Me pedía que tuviera la bondad de buscarle un espécimen de Dapedium como el que había donado al Museo Británico, ya que esperaba incorporar algunos peces fósiles a su colección. Leí la misiva a Margaret y Louise.

– ¡Menudo caradura! -exclamé-. ¡Después de despreciar mis peces, ahora me pide uno, y encima uno muy difícil de encontrar!

Pese a lo enfadada que parecía, en el fondo me complacía que el coronel Birch hubiera descubierto el valor de mis peces hasta el punto de querer uno.

Aun así, hice ademán de tirar la carta al fuego. Margaret me detuvo.

– No -suplicó alargando la mano para cogerla-. ¿Estás segura de que no pone nada sobre Mary? ¿No lleva posdata o un mensaje en clave para ella o que aluda a ella? -Echó un vistazo a la misiva, pero no encontró nada-. Guárdatela, al menos para saber dónde vive.

Mientras decía eso Margaret leyó la dirección -una calle de Chelsea-; sin duda la memorizó por si yo quemaba la carta más adelante.

– Está bien, la guardaré -prometí-. Pero no pienso contestarle. No se merece una respuesta. ¡Y nunca tendrá un pez mío!

No le contamos a Mary que el coronel Birch me había escrito. La habría destrozado. Yo no esperaba que un carácter tan fuerte como el de Mary pudiera revelarse tan frágil, pero todos somos vulnerables a veces. De modo que ella siguió esperando, hablando del coronel Birch y pidiendo a Margaret que le describiera su conducta en los salones de celebraciones, y Margaret la complacía, aunque le dolía mentir. Y poco a poco la lozanía desapareció de las mejillas de Mary, la luz radiante de sus ojos se apagó, sus hombros se encorvaron como antaño y su mandíbula se endureció. Me entraron ganas de llorar al verla incorporarse a las filas de las solteronas a una edad tan temprana.


Un día soleado de invierno recibí una visita inesperada en Silver Street. Estaba en el jardín con Louise, que echaba de menos el trabajo durante los meses de frío y buscaba algo que hacer: esparcir mantillo alrededor de las plantas, observar el estado de los bulbos que había plantado, rastrillar las hojas que habían caído al jardín o podar de nuevo los rosales, que seguían creciendo. El frío no nos molestaba tanto como antes, y al sol hacía un calor sorprendente. Yo estaba acabando una acuarela de las vistas de Golden Cap; la había empezado meses antes y la había retomado con la esperanza de que la luz oblicua del sol invernal confiriera al cuadro el elemento mágico del que carecía.

Estaba pintando de amarillo las nubes cuando apareció Bessy.

– Ha venido alguien a verla -murmuró.

Se apartó para dejar a la vista a Molly Anning, que en los muchos años que llevábamos viviendo allí nunca se había aventurado a venir a Silver Street.

El desprecio de Bessy me irritó. A pesar de mi amistad con los Anning, Bessy adoptaba de buena gana las opiniones del resto de Lyme sobre esa familia, incluso habiendo visto lo bastante a Mary para formarse un juicio propio. Me puse en pie y la castigué diciendo:

– Bessy, traiga una silla para la señora Anning y otra para Louise, y té para todas, por favor. ¿Le importa que nos quedemos en el jardín, Molly? No hace mucho frío al sol.

Molly Anning se encogió de hombros. No era la clase de persona que disfrutaba sentada al sol, pero no iba a impedir que otras lo hicieran.

Miré a Bessy con las cejas arqueadas, ya que permanecía junto a la puerta, visiblemente furiosa por tener que servir a alguien que consideraba inferior.

– Vamos, Bessy. Haga lo que le he pedido, por favor.

Bessy refunfuñó. Cuando hubo entrado en casa oí a Louise reír entre dientes. A mis hermanas les resultaba muy divertido el mal carácter de Bessy, pero a mí me preocupaba que nos abandonara, como a menudo daban a entender sus hombros caídos. A pesar de los años transcurridos, insistía en dejar claro que nuestra mudanza a Lyme había sido un desastre. Para ella mi relación con los Anning representaba todo lo que había de caótico y malo en Lyme. Su barómetro social seguía rigiéndose por los valores de Londres.

A mí me daba igual, salvo que eso supusiera perder a una criada. A Louise tampoco le importaba. Supongo que Margaret llevaba allí una vida de lo más convencional, asistiendo de vez en cuando a los salones de celebraciones, visitando a otras buenas familias de Lyme y haciendo obras de caridad para los pobres. Llevaba a todas partes el ungüento que había preparado para aliviar mis manos agrietadas y se lo ofrecía a quien lo necesitara.

Señalé mi silla.

– Siéntese, Molly. Bessy traerá otra.

Molly Anning negó con la cabeza, incómoda ante la idea de sentarse mientras yo permanecía en pie.

– Esperaré.

Parecía entender que Bessy opinara que no debíamos recibir a los Anning en casa; de hecho, tal vez estuviera de acuerdo con ella y ese fuera el motivo, no la ascensión de la colina, por el que no había venido a Morley Cottage durante todo ese tiempo. Vi que estaba mirando mí acuarela y me dio vergüenza; no por la calidad de la pintura, que ya sabía que no era buena, sino porque lo que para mí había sido un placer ahora se me antojaba una frivolidad. La jornada de Molly Anning comenzaba temprano y acababa larde, y sus días se componían de horas y horas de trabajo agotador. Apenas tenía tiempo para contemplar el paisaje, y menos aún para sentarse a pintarlo. Tanto si pensaba eso como si no, no dejó traslucir nada y se acercó a observar cómo Louise podaba los rosales. Esa era una actividad menos frívola, aunque no mucho, pues las rosas tenían escasa utilidad aparte de adornar un jardín y alimentar a las abejas. Tal vez Louise sintió lo mismo que yo, pues se apresuró a acabar la tarea y dejó la podadera.

– Voy a ayudar a Bessy a traer la bandeja -dijo.

Cuando tuvimos más sillas, una mesita en la que colocar la bandeja y, por último, la bandeja -todo ello acompañado de los resoplidos y suspiros de Bessy-, empecé a lamentar mi decisión de tomar el té en el jardín. También se me antojaba frívola, y no pretendía armar tanto lío. Además, cuando nos sentamos el sol se escondió detrás de una nube e inmediatamente empezó a hacer frío. Me sentí como una idiota, pero me habría sentido todavía peor si hubiera dicho que debíamos entrar en casa y volver a meter los muebles y el té. Me arrebujé en el chal y mantuve la taza de té entre las manos para entrar en calor.

Molly permaneció inmóvil, sin hacer ningún comentario, entre el trajín de tazas, platillos, sillas y chales que se desarrollaba alrededor. Yo parloteé del tiempo extraordinariamente benigno y de la carta que me había enviado William Buckland para anunciar que vendría al cabo de pocas semanas, y le expliqué que Margaret no podía acompañarnos porque había ido a llevar su ungüento a una mujer que acababa de dar a luz y tenía molestias al amamantar al recién nacido.

– Ese ungüento es muy útil -fue el único comentario que hizo Molly.

Cuando le pregunté qué tal le iba, reveló el motivo de su visita.

– Mary no se encuentra bien -dijo-. No ha estado bien desde que se marchó el coronel. Quiero que me ayude a solucionarlo.

– ¿A qué se refiere?

– Cometí un error con el coronel. Sabía que lo estaba cometiendo, pero lo hice de todas formas.

– Seguro que usted no…

– Mary trabajó con el coronel durante todo el verano, encontró un buen coco y toda clase de curis para su colección, y no recibió ni un solo penique. Yo tampoco le pedí nada porque pensaba que al final le daría algo.

Mi sospecha de que el coronel Birch no había entregado ningún dinero a los Anning quedó así confirmada. Retorcí las puntas de mi chal, enfurecida por la desfachatez de aquel hombre.

– Pero no le dio nada -continuó Molly Anning-. Se marchó con su coco y sus curis y lo único que le regaló fue un dije.

Yo sabía lo del dije: Mary lo llevaba bajo la ropa, pero lo sacaba para enseñárselo a Margaret cada vez que hablaban del coronel Birch. Contenía un mechón de la espesa cabellera de aquel hombre.

Molly Anning tomó un trago de su té como si estuviera bebiendo cerveza.

– Y no ha mandado ni una carta desde que se fue, así que le he escrito yo. Ahí es donde necesito su ayuda.

Metió la mano en el bolsillo del abrigo viejo que llevaba -seguramente había sido de Richard Anning-y sacó una carta doblada y sellada.

– Ya está escrita, pero no sé si llegará a sus manos tal como está. La recibiría si se la mandara a un sitio como Lyme, pero Londres es muy grande. ¿Sabe dónde vive? -Molly Anning me puso la carta delante. «Coronel Thomas Birch, Londres» se leía como únicas señas.

– ¿Qué le dice en la carta?

– Le pido dinero por los servicios de Mary.

– ¿No menciona… el matrimonio?

Molly Anning frunció el entrecejo.

– ¿Por qué iba a hacerlo? No soy tonta. Además, eso tendría que decirlo él, no yo. En su día me extrañó lo del dije, pero no ha mandado ninguna carta, así que… -Negó con la cabeza como para descartar la idea ridícula del matrimonio y retomó el tema menos espinoso del pago por los servicios prestados-. No solo nos debe todo el tiempo que robó a Mary, sino también las pérdidas de ahora. Ese es el otro asunto del que quería hablarle señorita Philpot. Mary ya no encuentra curis. Este verano fue bastante malo porque le daba al coronel todo lo que encontraba, pero desde que él se marchó tampoco trae curis a casa. Cuando le pregunto por qué, dice que no hay nada. A veces voy con ella, solo para ver, y lo que veo es que ha cambiado.

Yo también me había percatado las veces en que había acompañado a Mary a la playa. Parecía incapaz de concentrarse. Cuando la miraba, la veía con la vista perdida en el horizonte, o más allá de la silueta de Golden Cap, o en el montículo lejano de Portland, y sabía que estaba pensando en el coronel Birch, no en los fósiles. Cuando le preguntaba, se limitaba a decir: «Hoy no tengo buen ojo». Yo sabía qué le pasaba: Mary había encontrado algo más interesante que los huesos de la playa.

– ¿Qué podemos hacer para que vuelva a encontrar curis, señorita Philpot? -dijo Molly Anning pasándose las manos por el regazo para alisar la falda raída-. Es lo que he venido a preguntarle; eso y cómo puedo hacer llegar la carta al coronel Birch. He pensado que si le escribía y él mandaba dinero Mary se pondría contenta y le iría mejor en la playa. -Hizo una pausa-. Estos últimos años he escrito muchas cartas para pedir dinero (los del Museo Británico se toman su tiempo para pagar), pero nunca pensé que tendría que mandar una a un caballero como el coronel Birch.

Cogió la taza y se bebió de un trago el resto de té. Supongo que estaba pensando en que él le había besado la mano, y maldiciéndose por haberse dejado engañar.

– ¿Por qué no nos deja la carta y nosotras la mandamos a Londres? -propuso Louise.

Molly Anning y yo la miramos con gratitud. Era una buena solución: para Molly porque se quitaba de encima la responsabilidad de que la carta llegara a su destino, y para mí porque podía decidir qué hacer sin tener que revelarle que el coronel Birch me había escrito.

– Y llevaré a Mary a buscar fósiles -apunté-. Cuidaré de ella y la animaré. -Y pondré en su cesta todos los fósiles que encuentre hasta que recobre el juicio, añadí para mis adentros.

– No le diga a Mary lo de la carta -ordenó Molly al tiempo que tiraba de su abrigo.

– Desde luego que no.

Molly me miró, y sus ojos oscuros escudriñaron mi rostro.

– No siempre he confiado en ustedes -dijo-. Ahora sí.

Cuando se hubo marchado -en apariencia más animada tras haberse librado del peso de la carta-, me volví hacia Louise.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Esperar a Margaret -fue su respuesta.

Cuando nuestra hermana regresó por la tarde, las tres nos sentamos junto al fuego y hablamos de la carta de Molly Anning. Margaret estaba en su elemento. Se trataba de la clase de situación que mostraban las novelas de autoras como la señorita Jane Austen, a la que Margaret estaba convencida de haber conocido mucho antes en los salones de celebraciones, la primera vez que visitamos Lyme. En uno de los libros de la señorita Austen incluso aparecía Lyme Regis, pero yo no leía obras de ficción, por más que ella tratara de persuadirme de que lo intentara. La vida era mucho más complicada, y no acababa tan bien como las novelas, en las que la heroína se casaba con el hombre adecuado. Las hermanas Philpot éramos la encarnación de esa vida deslucida. No necesitaba que ninguna novela me recordara lo que me había perdido.

Margaret tenía la carta entre las manos.

– ¿Qué pone? ¿De verdad solo pide dinero? -Le dio la vuelta una y otra vez, como si fuera a abrirse por arte de magia para revelar su contenido.

– Molly Anning no perdería el tiempo escribiendo sobre otra cosa -contesté, consciente de que mi hermana estaba pensando en el matrimonio-. Y no nos mentiría.

Margaret deslizó los dedos sobre el nombre del coronel Birch.

– Aun así, el coronel Birch debe verla. Puede que le recuerde lo que ha dejado atrás.

– Se acordará de que me mandó una carta y no le contesté. Si pongo la dirección, sabrá que yo he intervenido; en Lyme nadie más tiene sus señas.

Margaret frunció el entrecejo.

– No se trata de ti, Elizabeth, sino de Mary. ¿No quieres que el coronel reciba la carta? ¿Prefieres que viva sin saber absolutamente nada de las circunstancias de Mary? ¿No deseas lo mejor para ambas partes?

– Pareces una de tus escritoras de novelas -le espeté, y acto seguido me interrumpí. Tenía en las manos un ejemplar del Geological Society Journal que el señor Buckland me había mandado. Respiré hondo para calmarme-. Creo que el coronel Birch no es un hombre honrado. Si enviamos la carta alimentaremos las esperanzas de Molly Anning.

– ¡Tú y Louise ya las habéis alimentado aceptando la carta y prometiéndole que se la haríais llegar!

– Es cierto, y empiezo a arrepentirme de haberlo propuesto. No quiero participar en un acto tan infructuoso y humillante. -Sabía que mis argumentos cambiaban a cada minuto.

Margaret me miró agitando la carta.

– Tienes celos de Mary porque fue en ella en quien se fijó.

– ¡No tengo celos! -Lo dije con tal aspereza que Margaret agachó la cabeza-. Es ridículo -añadí tratando de suavizar el tono.

Siguió un largo silencio. Margaret dejó la carta y me cogió la mano.

– Elizabeth, no debes impedir que Mary consiga algo que tú no has sido capaz de lograr.

Aparté mi mano de la suya.

– No es por eso por lo que pongo reparos.

– ¿Por qué, entonces?

Suspiré.

– Mary es una joven trabajadora, sin más educación que lo poco que le hemos enseñado nosotras y la iglesia, e hija de una familia pobre. El coronel Birch pertenece a una familia de buena reputación de Yorkshire con una finca y un escudo de armas. Jamás se plantearía en serio casarse con Mary. Lo sabes perfectamente. Molly Anning también lo sabe; por eso solo le ha escrito para pedirle el dinero. Incluso Mary lo sabe, aunque nunca lo dirá. Lo único que haces es alentarla. El coronel la utilizó para aumentar su colección… de balde. Eso es todo. Mary tiene suerte de que no le hiciera algo peor. Pedirle dinero, o reanudar la relación, tan solo alargaría la agonía de los Anning. No debemos consentirlo solo para satisfacer las ideas románticas que abrigáis Mary y tú.

Margaret me lanzó una mirada furibunda.

– Tu señorita Austen no permitiría que ese matrimonio tuviera lugar en las novelas que tanto te gustan -continué-. Si no puede ocurrir en la ficción, sin duda no ocurrirá en la vida real.

Por fin logré que lo entendiera. A Margaret se le descompuso el rostro y rompió a llorar. Los fuertes sollozos sacudieron todo su cuerpo. Louise la abrazó, pero no dijo nada, pues sabía que yo tenía razón. Margaret se aferraba a la magia de las novelas porque alimentaban la esperanza de que Mary -y ella misma-todavía podía tener la oportunidad de casarse. Aunque mi experiencia vital era limitada, sabía que algo así no iba a suceder. Era doloroso, pero la verdad suele serlo.

– No es justo -dijo Margaret con voz entrecortada cuando los sollozos remitieron por fin-. El coronel no debería haberle prestado tanta atención. No debería haber pasado tanto tiempo con ella ni haberla halagado, ni haberle regalado el dije ni haberla besado…

– ¿La besó? -Se me clavó un dardo de los celos que tanto me esforzaba por ocultar incluso a mí misma.

Margaret se arrepintió de haberlo mencionado.

– ¡No debía decírtelo! ¡No debía decírselo a nadie! Por favor, no digáis nada. Mary me lo contó porque…, en fin, es agradable contárselo a alguien. Es como revivir el momento. -Se quedó callada, sin duda recordando los besos que había recibido en el pasado.

– No lo sabía -repuse, tratando de limitar la mordacidad de mi voz.

Esa noche no dormí bien. No estaba acostumbrada a tener el poder de influir en la vida de los demás, y no era una carga fácil de llevar, como lo habría sido para un hombre.

Al día siguiente, antes de llevar la carta a la oficina de correos de Coombe Street, le puse la dirección del coronel Birch. A pesar de haber discutido con Margaret argumentando que no debíamos alentar que el coronel Birch y Mary reanudaran su relación, al final no pude actuar como si fuera Dios y decidí dejar que Molly Anning le escribiera lo que quisiera.

La administradora de correos echó un vistazo a la carta y luego me miró con las cejas arqueadas; me marché antes de que tuviera la oportunidad de decir algo. Estoy segura de que por la tarde corría por todo el pueblo el rumor de que la desesperada señorita Philpot había escrito al canalla del coronel Birch.

Los Anning esperaron una respuesta, pero no recibieron ninguna carta.

Confiaba en que aquello supusiera el final de nuestro trato con el coronel Birch y que no volviéramos a verlo. Tenía sus fósiles -excepto el Dapedium, que no pensaba mandarle-y podía dedicarse a coleccionar otra cosa que estuviera de moda, como insectos o minerales. Es lo que hacen los caballeros como el coronel Birch.

No se me había pasado por la cabeza que podía tropezarme con él en Londres. Tal como había dicho Molly Anning, la capital no era Lyme. En Londres vivía un millón de personas, en comparación con las dos mil de Lyme, y yo casi nunca iba a Chelsea, donde sabía que tenía su residencia el coronel, salvo para acompañar a Louise en su peregrinación anual al jardín botánico. No esperaba que la marea fuera a desenterrar dos guijarros tan distintos uno al lado del otro.

Realizamos nuestro viaje anual a Londres en primavera, ansiosas por escapar de Lyme una temporada, ver a nuestra familia, visitar a amigos e ir a tiendas, galerías y teatros. Cuando no hacía buen tiempo solíamos ir al Museo Británico, en Montague Mansión, cerca de la casa de nuestro hermano. Como lo habíamos visitado a menudo deslíe que éramos niñas, conocíamos muy bien la colección.

Un día que llovía mucho nos separamos para ir cada una a la sala donde se exponían sus piezas favoritas. Margaret estaba en la galería, viendo la colección de camafeos y sellos de piedra, y Louise en el piso superior, con el exquisito florilegio de Mary Delany, una colección de cuadros de plantas hechos con papel recortado. Yo estaba en el salón, donde se encontraba la colección de historia natural, repartida en varias salas; en la mayoría se exponían rocas y minerales, pero recientemente habían abierto cuatro salas más con fósiles. Había bastantes especímenes de la zona de Lyme, entre ellos unos cuantos peces que yo había donado.

El primer icriosanrio de Mary también estaba allí, expuesto en una larga vitrina de cristal, por fortuna sin chaleco ni monóculo, aun-que todavía quedaban restos de escayola aquí y allá, seguía teniendo la cola enderezada y el nombre de lord Henley aún figuraba en el rótulo. Ya lo había visto varias veces y había escrito a los Anning para describir su nueva ubicación.

Reinaba el silencio en la sala, donde solo había otro grupo de visitantes que caminaban entre las vitrinas. Estaba examinando el cráneo identificado por Cuvier como el de un mamut cuando oí una voz conocida en el otro extremo de la estancia.

– Querida, cuando haya visto este ictiosaurio comprenderá hasta qué punto es superior mi espécimen. -Cerré los ojos un instante para apaciguar mi corazón.

El coronel Birch había entrado por la puerta del lado opuesto, ataviado como siempre con su anticuada chaqueta roja de soldado y acompañado de una dama un poco mayor que yo que iba cogida de su brazo. Por su vestido oscuro parecía una viuda. Lucía una expresión afable e inamovible, y era una de esas pocas personas que no destacan por ningún rasgo.

Me quedé paralizada cuando se aproximaron al ictiosaurio de Mary. Me hallaba de espaldas a ellos y, pese a la cercanía, el coronel Birch no reparó en mí. Oí toda su conversación o, mejor dicho, todo lo que dijo el coronel Birch, pues su acompañante apenas habló, salvo para expresar su conformidad.

– ¿Se da cuenta de que es un batiburrillo de huesos comparado con el mío? -declaró-. ¿Que las vértebras y las costillas están aplastadas en un amasijo? Además, está incompleto. Mire, ¿ve la escayola descolorida en las costillas y en la espina dorsal? Son las partes que rellenó el señor Bullock. El mío, en cambio, no necesita relleno. Puede que no sea tan grande como este, pero lo encontré intacto, sin un solo hueso fuera de su sitio.

– Fascinante -murmuró la viuda.

– Y pensar que creían que era un cocodrilo… Yo nunca lo creí, por supuesto. Siempre supe que era otro animal, y que debía encontrar uno.

– Y naturalmente lo encontró.

– Estos ictiosaurios son uno de los descubrimientos científicos más importantes de la historia.

– ¿De verdad?

– Que nosotros sepamos, ya no quedan ictiosaurios, no existen desde hace mucho tiempo. Eso significa, querida, que los estudiosos tienen la misión de descubrir cómo desaparecieron esas criaturas.

– ¿Y qué piensan?

– Algunos han propuesto que murieron en el diluvio universal; otros opinan que alguna catástrofe, como un volcán o un terremoto, acabó con ellos. Fuera cual fuese la causa, su existencia influye en nuestro conocimiento de la edad del mundo. Creemos que puede tener más de los seis mil años que le atribuyó el obispo Ussher.

– Entiendo. Qué interesante.

La voz de la viuda temblaba un poco, como si las palabras del coronel Birch perturbaran sus ideas ordenadas, que eran a todas luces insustanciales y no solían verse cuestionadas.

– He estado leyendo sobre la teoría de las catástrofes de Cuvier -prosiguió el coronel Birch alardeando de sus conocimientos-. Cuvier propone que el mundo se ha formado a lo largo del tiempo a partir de una serie de terribles desastres, una violencia de tal magnitud que ha creado montañas, abierto mares y exterminado especies. Cuvier no menciona la intervención de Dios, pero otros han interpretado esas catástrofes como sistemáticas: una regulación divina de la creación. El diluvio universal sería el más reciente de esos acontecimientos, lo que nos lleva a preguntarnos si nos aguarda otro.

– Pues sí -repuso la viuda con un hilo de voz, cuya vacilación me hizo apretar los dientes.

Pese a lo mucho que me irritaba, el coronel Birch sentía curiosidad por el mundo. Si yo hubiera estado a su lado, habría dicho algo más que «Pues sí».

Tal vez habría seguido de espaldas a ellos y dejado que el coronel Birch desapareciera definitivamente de nuestras vidas, de no haber sido por lo que dijo a continuación.

– Al ver todos estos especímenes me viene a la memoria el verano pasado, cuando estuve en Lyme Regis. Adquirí bastante destreza buscando fósiles, ¿sabe? No solo encontré el ictiosaurio completo, sino también fragmentos de muchos otros y una gran colección de pentacrinites…, los lirios de mar que le enseñé. ¿Se acuerda?

– No estoy segura.

El coronel Birch rió entre dientes.

– Por supuesto que no, querida. Las mujeres no están preparadas para fijarse en esas cosas.

Me volví.

– ¡Me gustaría que Mary Anning le oyera decir eso, coronel Birch! Creo que ella no estaría de acuerdo.

El coronel Birch se sobresaltó, si bien su porte militar le impedía revelar excesivo asombro. Hizo una reverencia.

– ¡Señorita Philpot! Qué sorpresa… y qué alegría, cómo no…, encontrarla aquí. La última vez que coincidimos hablamos de mi ictiosaurio, ¿verdad? Permita que le presente a la señora Taylor. Señora Taylor, esta es la señorita Philpot, a la que conocí durante mi estancia en Lyme. Los dos compartimos el interés por los fósiles.

La señora Taylor y yo nos saludamos con una inclinación de la cabeza y, aunque su cara no perdió su expresión afable, sus facciones parecieron colocarse de tal forma que advertí que tenía los labios finos y rodeados de arrugas como las que se forman en un bolso al cerrarlo tirando de los cordones.

– ¿Cómo va todo por el precioso Lyme? -preguntó el coronel Birch-. ¿Siguen sus habitantes peinando las costas a diario en busca de tesoros antiguos, de pruebas de la existencia de moradores de otras épocas?

Supuse que era una manera rebuscada de preguntar por Mary, formulada con poesía barata. Sin embargo, yo no tenía necesidad de responder con poesía. Prefería la prosa clara.

– Mary Anning sigue buscando fósiles, si es lo que desea saber, señor. Y su hermano la ayuda cuando puede. Pero lo cierto es que a la familia no le van bien las cosas, porque durante muchos meses han encontrado poco de valor.

Mientras yo hablaba, el coronel Birch siguió con la mirada al otro grupo de visitantes, que se dirigían a la sala siguiente. Tal vez deseaba poder marcharse con ellos.

– Ni han recibido remuneración alguna por los servicios prestados a otros, como ya sabrá por la correspondencia -añadí alzando la voz, a la que imprimí además una nota de mordacidad que hizo que la boca de la señora Taylor se frunciera como si hubieran tirado con fuerza de sus cordones.

En ese preciso instante entraron por el lado opuesto de la sala Margaret y Louise, que venían a buscarme, pues nos esperaban en casa dentro de poco. Se detuvieron al ver al coronel Birch, y Margaret palideció.

– Me gustaría mucho hablar más extensamente de los Anning con usted, coronel Birch -declaré.

Ya era bastante desagradable encontrarme cara a cara con ese hombre engreído y verlo presumir ante su amiga viuda de los fósiles que no había encontrado, pero fue su desprecio a la capacidad de observación de las mujeres -negándonos de ese modo a Mary y a mí todo mérito de lo que habíamos hallado a lo largo de los años-lo que me llevó a abandonar mi decisión de mantenerlo fuera de la vida de los Anning. Él les debía mucho, estaba dispuesta a decírselo. Tenía que decirle lo que pensaba.

No obstante, antes de que pudiera seguir Margaret se acercó presurosa a nosotros tirando de Louise. Me vi interrumpida por las presentaciones entre mis hermanas y la señora Taylor, así como por las palabras banales dirigidas al coronel Birch y las pronunciadas por él; estoy segura de que eso es exactamente lo que pretendía Margaret. Esperé hasta que la conversación de cortesía hubo acabado antes de repetir:

– Me gustaría hablar con usted, señor.

– Estoy seguro de que hay mucho de lo que hablar -repuso el coronel Birch con una sonrisa de inquietud-, y me encantaría hacerles una visita a todas -añadió señalando con la cabeza a mis hermanas-, pero por desgracia dentro de poco tengo que viajar a Yorkshire.

– Entonces tendrá que ser ahora. ¿Le parece bien? -Indiqué con un gesto otro rincón de la sala, lejos de los demás.

– Oh, no creo que el coronel Birch… -comenzó a decir Margaret.

Pero la interrumpió Louise, que cogió del brazo a la señora Taylor y dijo:

– ¿Le gustan los jardines, señora Taylor? Si es así, tiene que ver el florilegio de la señora Delany; le encantará. Vamos a verlo las tres.

Louise tuvo que echar mano de toda su buena voluntad para arrastrar a la señora Taylor a través del salón hacia la salida. Margaret las siguió lanzándome miradas de advertencia. Tenía la cara todavía pálida, pero con dos manchas coloradas en las mejillas.

Una vez que se hubieron marchado, el coronel Birch y yo nos quedamos solos en la larga sala, cuyas ventanas arrojaban una luz gris de lluvia sobre nosotros. Su actitud ya no era de indiferencia, sino que parecía preocupado y un poco molesto.

– Bien, señorita Philpot.

– Bien, coronel Birch.

– ¿Recibió mi carta en la que le pedía un Dapedium para mi colección?

– ¿Su carta? -Me pilló desprevenida, pues no estaba pensando en esa misiva-. Sí, la recibí.

¿Y no me contestó?

Fruncí el entrecejo. El coronel Birch pretendía desviar la conversación del tema que yo quería tratar y convertirla en una crítica a mi comportamiento en lugar del suyo. Su táctica era sucia y me enfureció, de modo que mi respuesta fue directa como un puñal.

– No, no le contesté. No me merece usted ningún respeto y jamás le daría uno de mis peces fósiles. No sentí la necesidad de expresar esos sentimientos por escrito.

– Entiendo.

El coronel Birch enrojeció como si le hubieran propinado una bofetada. Creo que nadie le había dicho a la cara que no lo respetaba. De hecho, era una experiencia nueva para los dos: desagradable para él, espantosa y emocionante para mí. Con los años la vida en Lyme había vuelto más osados mis pensamientos y palabras, pero nunca me había mostrado tan temeraria y maleducada. Bajé la vista y me desabotoné y volví a abotonar los guantes para hacer algo con mis temblorosas manos. Eran nuevos, de una mercería del Soho. A finales de año también estarían destrozados por el lodo y el agua del mar de Lyme.

El coronel Birch posó la mano en la vitrina de cristal que tenía más cerca, como si necesitara serenarse. La vitrina contenía varios bivalvos que en otras circunstancias tal vez habría examinado; ahora los miró como si nunca hubiera visto uno.

– Desde que usted se marchó Mary no ha encontrado ni un solo espécimen de valor -dije-, y a la familia le quedan pocas existencias para vender, ya que la muchacha le entregó a usted todo lo que encontró el verano pasado.

El coronel Birch levantó la vista.

– Eso es injusto, señorita Philpot. Yo encontré mis especímenes.

– No los encontró, señor. No los encontró. -Alcé la mano para detenerlo cuando trató de interrumpirme-. Puede que crea que encontró todos aquellos fragmentos de quijada, costillas, dientes de tiburón y lirios de mar, pero fue Mary la que lo condujo hasta ellos. Ella los localizaba y luego lo llevaba a usted para que los viera. Usted no sabe buscar. Usted sabe recoger, coleccionar. Son cosas distintas.

– Yo…

– Lo he visto en la playa, señor, y eso es lo que usted hace. Usted no encontró el ictiosaurio. Mary lo descubrió y dejó caer el martillo al lado para que usted lo recogiera y viera el espécimen. Yo estaba delante. Es el ictiosaurio de Mary, y usted se lo ha arrebatado. Su conducta me produce vergüenza ajena.

El coronel Birch no intentó interrumpirme, sino que se quedó inmóvil, con la cabeza gacha, haciendo un mohín.

– Tal vez usted no se dio cuenta de lo que ella hacía -continué con más delicadeza-. Mary es un alma generosa. Siempre está dando, aunque no pueda permitírselo. ¿Le pagó alguno de los especímenes?

Por primera vez el coronel Birch parecía arrepentido.

– Insistió en que eran míos.

– ¿Le pagó su tiempo, como su madre le pidió en una carta hace unos meses? Tengo conocimiento de esa carta porque yo misma escribí su dirección. Me sorprende que me reprenda por no contestar a su carta, señor, cuando usted no respondió a una que trataba temas mucho más importantes que coleccionar peces fósiles.

El coronel Birch permaneció en silencio.

– ¿Sabe, coronel Birch, que este invierno me enteré de que los Anning estaban a punto de vender la mesa y las sillas de su casa para pagar el alquiler? ¡La mesa y las sillas! Habrían tenido que sentarse en el suelo para comer.

– No… no tenía ni idea de que sufrieran tales penalidades.

– Logré convencerlos de que no vendieran los muebles adelantándoles el dinero de los futuros peces fósiles que Mary encuentre para mí. Habría preferido dárselo; por lo general busco mis propios especímenes, nunca pago por ellos. Pero los Anning se negaron a aceptar limosnas de mí.

– No tengo dinero para pagarles.

Sus palabras fueron tan escuetas que no se me ocurrió qué decir. Nos quedamos callados. Dos mujeres entraron en la sala cogidas del brazo, nos vieron, se miraron y salieron de nuevo apresuradamente. Debieron de pensar que teníamos una riña de enamorados.

El coronel Birch deslizó la mano por el cristal de la vitrina.

– ¿Por qué me escribió, señorita Philpot?

Fruncí el entrecejo.

– No le escribí. Ya hemos dejado eso claro.

– Usted me escribió para hablarme de Mary. Era una carta anónima, pero la remitente se expresaba con fluidez y afirmaba conocer bien a Mary, de modo que supuse que debía de ser usted. La firmaba «Alguien que solo desea lo mejor para ambas partes», y me animaba a que me planteara… casarme con Mary.

Me lo quedé mirando; las palabras que había citado me recordaron algo que había dicho Margaret. Me acordé de sus mejillas encendidas al salir de la sala, de que había memorizado la dirección del coronel Birch que aparecía en la carta, y de sus conversaciones con Mary sobre el coronel Birch. Había tenido la osadía de escribirle en nombre de Mary. No bastaba con la carta de Molly sobre el dinero; Margaret quería que también se hablara de matrimonio. Maldije la intromisión de mi hermana y su afición a las novelas.

Suspiré.

– Yo no escribí esa carta, pero sé quién lo hizo. Dejemos de lado la idea del matrimonio. Naturalmente, es imposible. -Traté de expresarme con la mayor claridad, pues aquella era mi oportunidad de ayudar a Mary-. No obstante, debe comprender que ha robado a los Anning su sustento y la reputación de Mary. Por su culpa están vendiendo sus muebles.

El coronel Birch frunció el entrecejo.

– ¿Qué quiere que haga, señorita Philpot?

– Devuélvale lo que ella encontró; al menos el ictiosaurio, que les proporcionará dinero suficiente para pagar sus deudas. Es lo mínimo que puede hacer, por muy apurado que esté económicamente.

– Yo no… Tengo mucho cariño a Mary, ¿sabe? Pienso mucho en ella.

Resoplé.

– No sea ridículo. -Me resultaba intolerable su estupidez-. Esos sentimientos son de todo punto inapropiados.

– Tal vez. Pero es una joven extraordinaria.

No era fácil decirlo, pero me obligué a hacerlo.

– Debería pensar en alguien de una edad más próxima a la suya y de su misma clase. Alguien… -Nos miramos de hito en hito.

En ese momento la señora Taylor entró por el lado opuesto de la sala, seguida por mis hermanas y con cara de confiar en que el coronel Birch la rescatara. Mientras se acercaba presurosa para cogerlo del brazo, únicamente pude decir en un susurro:

– Debe hacer lo que es honrado, coronel Birch.

– Creo que nos esperan en otro sitio -anunció la señora Taylor, que por fin se mostró firme y dominó con su boca.

A continuación se marcharon, no sin antes prometer que nos visitarían en Montague Street. Yo sabía que eso no iba a ocurrir, pero me limité a asentir con la cabeza y me despedí de ellos agitando la mano.

En cuanto se fueron, Margaret rompió a llorar.

– ¡Lo siento, no debería haber escrito aquella carta! ¡Me arrepentí nada más mandarla!

Louise me miró perpleja. No di a Margaret un abrazo fraternal de perdón. Para eso tendrían que pasar varios días, pues las intromisiones merecen castigo.

Al salir del Museo Británico me sentía más ligera, como si hubiera pasado al coronel Birch una carga que había llevado a cuestas. Por lo menos había hablado en nombre de los Anning, no solo en el mío. Ignoraba si cambiaría algo.

No tardé en averiguarlo.


Fue mi hermano quien vio el anuncio de la subasta. John llegó una tarde a casa de su despacho y se reunió con nosotras en la sala de estar: una habitación del primer piso demasiado recargada y con grandes ventanas que daban a la calle. Éramos muchos los que lo esperábamos allí: aparte de nosotras, las hermanas de Lyme, y nuestra cuñada, también estaba nuestra otra hermana, Frances, que había venido de Essex con sus dos hijos, Elizabeth, de ocho años, a la que habían puesto mi nombre, y Francis, de tres. Los pequeños corrían detrás de Johnny, que entonces era un orgulloso muchachito de once años adorado por sus primos. Los niños estaban tostando pastas de té en la lumbre, que habíamos encendido únicamente con ese fin, ya que era una tarde cálida de mayo. Johnny disfrutaba acercando tanto las pastas al fuego que acababan ardiendo, y los más pequeños lo imitaban, y con el caos que se armó mientras apagábamos las llamas y regañábamos a los niños por el peligro y el desperdicio no me fijé en la expresión de mi hermano hasta que los críos se hubieron calmado.

– Hoy he visto en el periódico algo que estoy seguro de que te interesará -me dijo John con el entrecejo fruncido.

Me tendió el periódico doblado de tal forma que se viera un anuncio en un recuadro. Cuando le eché una ojeada me sonrojé. Alcé la vista y advertí que mis hermanas tenían la mirada posada en mí. Incluso Johnny me miraba fijamente. Puede resultar desconcertante convertirse en centro de atención de tantos Philpot.

Me aclaré la garganta.

– Al parecer el coronel Birch va a vender su colección de fósiles -expliqué-. La semana que viene, en el museo de Bullock.

Margaret se quedó boquiabierta. Louise me lanzó una mirada comprensiva y cogió el periódico para leer el anuncio.

Reflexioné sobre la noticia. ¿Sabía el coronel Birch cuando coincidimos en el Museo Británico que iba a vender su colección? Lo dudaba, habida cuenta del orgullo posesivo con que había hablado de su ictiosauro a la señora Taylor. Además, me lo habría dicho, ¿no? Por otra parte, yo había manifestado con tal claridad mi descontento con su conducta que era poco probable que quisiera contarme que tenía pensado ganar dinero con sus fósiles. Todos los especímenes que Mary le había entregado contribuirían a llenar sus bolsillos vacíos. Mis palabras no habían tenido el más mínimo efecto sobre él. Aquella prueba cruel de mi impotencia me anegó los ojos de lágrimas.

Louise me devolvió el periódico.

– El material en venta puede verse antes de la subasta -dijo.

– No pienso acercarme al museo de Bullock -solté mientras sacaba un pañuelo para sonarme la nariz-. Sé perfectamente lo que hay en esa colección. No necesito verla.

Sin embargo más tarde, cuando John y yo estábamos solos en su estudio hablando de la economía de las hermanas de Lyme, interrumpí su árido discurso sobre números.

– ¿Me acompañarás al museo de Bullock? -No lo miré al hacer la pregunta, sino que mantuve la vista clavada en el nautilo liso que había encontrado en Monmouth Beach y le había regalado como pisapapeles-. Solos tú y yo, sin toda la familia como si fuéramos de excursión. Solo quiero entrar a echar un vistazo, nada más. Nadie tiene por qué saberlo. No quicio que armen revuelo.

Me pareció que una expresión de lástima asomaba a su rostro, pero la ocultó rápidamente con el semblante inexpresivo que solía adoptar como abogado.

– Yo me encargo del asunto -dijo.

John no hizo mención alguna a la visita durante varios días, pero yo conocía a mi hermano y confiaba en que lo organizaría todo. Una noche, durante la cena, anunció que las hermanas de Lyme debíamos pasar por su despacho esa semana para echar un vistazo a unos documentos que había redactado para nosotras.

Margaret hizo una mueca.

– ¿No puedes traerlos a casa?

– Tiene que ser en el despacho, porque ha de estar presente un colega para actuar como testigo -explicó John.

Margaret protestó, y Louise empujó un trozo de pescado por el plato. A las tres nos parecía aburrido el despacho. De hecho, aunque quería y respetaba a mi hermano, en ocasiones me resultaba aburrido; tal vez más desde que vivíamos en Lyme, pues la gente de allí era muchas cosas, pero casi nunca aburrida.

– Claro que no hace falta que vayáis todas -añadió John lanzándome una mirada-. Puede ir solo una en representación de las otras.

Margaret y Louise se miraron entre sí y me miraron a mí, con la esperanza de que alguna se ofreciera voluntaria. Aguardé un intervalo adecuado y suspiré.

– Iré yo.

John asintió con la cabeza.

– Para que te resulte más leve, después cenaremos en mi club. ¿Te viene bien el jueves?

El jueves era el primer día en que se mostraban los artículos de la subasta, y el club de John estaba en el Malí, no muy lejos del museo de Bullock.

El jueves John ya tenía redactado un documento que yo debía firmar, de modo que aquella farsa no era una mentira. Y en efecto cenamos en su club, pero brevemente, solo un plato, para llegar al Egyptian Hall con tiempo. Me estremecí cuando entramos en el edificio amarillo, sobre cuya puerta todavía montaban guardia las estatuas de Isis y Osiris. Al ver el ictiosaurio de Mary varios años atrás había jurado que no volvería allí, por muy tentadoras que fueran las piezas expuestas. Ahora me estaba tragando ese juramento.

Los fósiles del coronel Birch se mostraban en una de las salas de menor tamaño del Egyptian Hall. Aunque dispuestos como una colección del museo y separados en grupos de especímenes similares -pentacrinites, fragmentos de ictiosaurio, amonites, etcétera-, no estaban tras un cristal, sino colocados en mesas. El ictiosaurio completo se exponía en el centro de la sala, y resultaba tan impresionante como en el taller de los Anning.

Lo que más me sorprendió no fue contemplar los fósiles de Lyme trasladados a Londres -pues ya había presenciado ese fenómeno en el Museo Británico-, sino ver atestada la sala. Por todas partes había hombres cogiendo fósiles, examinándolos y hablando de ellos con otros. La sala vibraba de interés, y se me contagió esa vibración. Sin embargo, no había ninguna otra mujer, de modo que agarré el brazo de mi hermano, ya que me sentía incómoda y sabía que llamaba la atención.

Al cabo de pocos minutos empecé a reconocer a algunas personas, sobre todo hombres que habían ido a Lyme por los fósiles y pasado por Morley Cottage para ver mis especímenes. El conservador del Museo Británico, Charles Konig, estaba junto al ictiosaurio completo, tal vez comparándolo con el espécimen que había comprado un año antes a Bullock. Miraba la sala con perplejidad. Estoy segura de que le habría entusiasmado tener tantos visitantes en las salas de fósiles de su museo, pero su colección no estaba en venta, y era la posibilidad de convertirse en propietario lo que hacía bullir la sala.

Al otro lado de la estancia vi a Henry de la Beche, y me dirigía hacia él cuando oí que alguien me llamaba por mi nombre. Me sobresalté, temiendo que fuera el coronel Birch, que venía a justificarse. Sin embargo, cuando me di la vuelta me sentí aliviada al ver un rostro amigo.

– Señor Buckland, qué alegría verlo -dije-. Me parece que no conoce a mi hermano. Le presento a John Philpot. Este es el reverendo William Buckland. Viene a menudo a Lyme y comparte mi pasión por los fósiles.

Mi hermano lo saludó con una inclinación.

– He oído hablar mucho de usted, señor. Tengo entendido que imparte clases en Oxford.

William Buckland sonrió.

– En efecto, señor. Es un placer conocer al hermano de una dama a la que tengo en tan gran estima. ¿Sabía que su hermana sabe más que nadie de peces fósiles, señor? Es una mujer muy inteligente. ¡Incluso Cuvier podría aprender de ella!

Me ruboricé al oír aquellos elogios tan poco frecuentes, y más en labios de un hombre como él. Mi hermano pareció sorprendido y me miró de reojo, como si buscara pruebas de la excepcionalidad de la que William Buckland hablaba y que yo le había ocultado hasta entonces. Como muchos, John consideraba extraña y caprichosa mi fascinación por los peces fósiles, y por eso nunca había conversado con él sobre los conocimientos que había adquirido a lo largo de los años. John no esperaba que yo pudiera recibir aliento de una persona tan distinguida. Yo tampoco. Recordé que durante un tiempo había pensado en William Buckland como posible pretendiente. Mientras que pensar en el coronel Birch me provocaba dolor, al imaginar ahora a William Buckland como mi marido me entraban ganas de reír.

– Parece que todo el mundillo científico se está preparando para la subasta -prosiguió el señor Buckland-. Ha venido Cumberland, y también Sowerby, Greenough y su amigo Henry de la Beche. ¿Conoció al reverendo Conybeare cuando estuvo de visita en Lyme? -Señaló a un hombre que había a su lado-. Quiere realizar un estudio sobre el ictiosaurio y presentar sus conclusiones en la Sociedad Geológica.

El reverendo Conybeare hizo una inclinación. Su rostro era severo y sagaz, con una nariz larga que parecía apuntarme como un dedo.

William Buckland bajó la voz.

– El barón de Cuvier me ha encargado que puje por varios especímenes. Concretamente quiere un cráneo de ictiosaurio para su museo de París. Tengo echado el ojo a uno, ¿desea que se lo enseñe?

Mientras él hablaba, divisé en el otro lado de la sala al coronel Birch, que mostraba una quijada a un corrillo de hombres. Me estremecí de dolor al verlo.

– Elizabeth, ¿te encuentras bien? -preguntó mi hermano.

– Sí.

Antes de que pudiera apartarme a un lado para evitar que me viera el coronel Birch, este alzó la mirada de la quijada que sostenía y reparó en mí.

– ¡Señorita Philpot! -exclamó. Tras dejar la quijada empezó a abrirse paso entre la multitud.

– John, estoy un poco mareada -dije-. Hay mucha gente y hace calor… ¿Podemos salir a tomar el aire?

Sin esperar una respuesta me encaminé presurosa hacia la puerta. Por suerte un muro de visitantes me separaba del coronel Birch y logré escapar antes de que pudiera alcanzarme. Una vez en la calle, me metí en un callejón lleno de basura que en otras circunstancias me habría aterrado, pues lo prefería a tener que hablar cortésmente con el hombre que me repugnaba y atraía al mismo tiempo.

Cuando salimos a Jermyn Street, al lado de una tienda donde John solía comprar sus camisas, mi hermano me cogió la mano y la enlazó en su brazo.

– Eres de lo más rara, Elizabeth.

– Supongo que sí.

No dijo nada más. Buscó un cabriolé para que nos llevara de vuelta a Montague Street; durante el trayecto habló de negocios y no mencionó dónde habíamos estado. Por una vez me alegré de que mi hermano mostrara escaso interés por el drama de los sentimientos humanos.

Sin embargo, a la mañana siguiente, durante el desayuno, mientras leía un artículo que me había mandado William Buckland titulado «La relación entre la geología y la religión explicada», John deslizó dentro un catálogo de la subasta con la lista de los especímenes que el coronel Birch tenía pensado vender. Le eché una ojeada haciendo ver que leía el artículo del señor Buckland.

La visita al museo de Bullock debería haber bastado para satisfacer mi curiosidad con respecto a la subasta. No necesitaba ver de nuevo los fósiles ni a los entusiasmados compradores. Y desde luego no necesitaba ver al coronel Birch ni oír cómo justificaba sus actos. No quería oírlo.

La mañana de la subasta me desperté temprano. De haber estado en Lyme me habría levantado y me habría sentado junto a la ventana con vistas a Golden Cap, pero en Londres no me sentía cómoda dando vueltas tan temprano por la casa de mi hermano. Así pues, me quedé tumbada en la cama, mirando al techo y tratando de no despertar a Louise al moverme.

Luego mis hermanas y yo repasamos en la sala de estar la lista de las compras que habíamos hecho y de las cosas que aún no habíamos adquirido, pues la semana siguiente regresábamos a casa. Siempre comprábamos en Londres artículos que era imposible conseguir en Lyme: guantes y sombreros buenos, botas bien confeccionadas, libros, material artístico, papel de calidad. Yo estaba inquieta y nerviosa, como si esperara invitados. Mis sobrinos se hallaban con nosotras, y sus juegos infantiles me estaban crispando los nervios, hasta que regañé a Francis por reírse a carcajadas. Todo el mundo me miró.

– ¿Te encuentras mal? -preguntó mi cuñada.

– Me duele la cabeza. Creo que iré a descansar. -Me levanté haciendo caso omiso de los murmullos de preocupación-. Estaré mejor cuando haya dormido un poco. Por favor, no me despertéis para comer ni para avisarme si salís. Bajaré más tarde.

Una vez en mi habitación, me senté y durante varios minutos dejé que mi cabeza asimilara lo que mi corazón ya había decidido. Después corrí las cortinas para dejar a oscuras el dormitorio y coloqué las almohadas debajo de la ropa de cama de forma que si alguien se asomaba pensara que era mi silueta. Dudaba que Louise, con su buena vista, se dejara engañar, pero tal vez se compadecería de mí y no diría nada.

Me abroché el sombrero y la capa y bajé sigilosamente por la escalera. Oí ruido de cacerolas y la voz de la cocinera en la cocina, y las risas de los niños arriba, y me sentí culpable -además de un poco tonta-por escabullirme de aquella forma. En mi vida había hecho nada semejante y me parecía ridículo hacerlo ahora, a los cuarenta y un años. Debería haberme limitado a anunciar que iba a la subasta y haber buscado un acompañante adecuado como Henry de la Beche. Sin embargo, no podía hacer frente a las preguntas, a las explicaciones y justificaciones que tendría que dar. No sabía si podría explicar por qué tenía que asistir a la subasta. No tenía pensado pujar por ningún espécimen -los pocos peces fósiles que el coronel Birch había logrado recoger eran inferiores a los míos-, y a buen seguro me disgustaría al ver el arduo trabajo de Mary repartido de forma tan insensible. Aun así, consideraba que debía presenciar ese acontecimiento decisivo. Al fin y al cabo, al parecer hasta el gran Cuvier iba a tener un espécimen de Mary dentro de poco, aunque no supiera que era ella quien lo había encontrado. Tenía que estar allí por Mary.

Cuando abría la pesada puerta principal me quedé helada al oír un sonido a mi espalda. Tras haber inventado un pretexto tan claro como un dolor de cabeza, ¿qué podía decir a los criados o a mis hermanas si me pillaban?

Mi sobrino Johnny me miraba desde la escalera. Me llevé un dedo a los labios. Johnny abrió los ojos de par en par, pero asintió con la cabeza. Bajó sigilosamente el resto de escalones.

– ¿Adónde va, tía Elizabeth? -susurró.

– Tengo que hacer un recado. Un recado secreto. Te lo contaré luego, Johnny. Te lo prometo, siempre y cuando tú me prometas que no le dirás a nadie que he salido. ¿Guardarás nuestro secreto?

Johnny asintió con la cabeza.

– Bien. ¿Y qué haces tú aquí abajo?

– Tengo que decirle algo sobre la sopa a la cocinera.

– Ve, pues. Te veré más tarde.

Johnny se dirigió hacía la escalera que descendía a la cocina, pero se detuvo y observó cómo salía por la puerta principal. No estaba segura de que fuera a guardar el secreto, pero tenía que confiar en él.

Cerré la puerta tras de mí con un golpecito seco, bajé por los escalones y me alejé a toda prisa sin mirar atrás para ver si había alguien asomado a una ventana. No aflojé el paso hasta que doblé la esquina y la casa de mi hermano desapareció de la vista. Entonces me detuve, me llevé el pañuelo a la boca y respiré hondo. Era libre.

O eso pensaba. Mientras avanzaba por Great Russell Street dejando atrás el Museo Británico, me percaté de que había otras mujeres que paseaban acompañadas, en parejas o grupos, con doncellas, maridos, padres o amigos. Salvo alguna que otra criada, solo los hombres iban solos. Aunque en Lyme lo hacía bastante a menudo, nunca había caminado sola por una calle de Londres; siempre me acompañaban mis hermanas o mi hermano, amigos o una criada. En Lyme se preocupaban menos por las conveniencias sociales, pero allí se esperaba que una dama de mi posición fuera acompañada. Tanto los hombres como las mujeres se me quedaban mirando, como si fuera un ser extraño. De repente me sentí expuesta, noté el aire a mi alrededor frío e inmóvil y vacío, como si caminara con los ojos cerrados y corriera el riesgo de chocar contra algo. Me crucé con un hombre que me miró con un destello en sus ojos negros, y con otro que parecía dispuesto a darme los buenos días, hasta que vio mi cara madura y poco atractiva y cambió de opinión.

Había pensado ir al museo de Bullock a pie, pero al ver la recepción que se me dispensaba en una calle razonablemente tranquila y familiar como Great Russell Street comprendí que no podía atravesar sola el Soho hasta Piccadilly. Miré alrededor por si pasaba algún coche de punto, pero ninguno paró cuando levanté la mano. Tal vez no esperaban que una dama hiciera tal cosa.

Me planteé pedir ayuda a algún hombre, pero todos me miraban tanto que se me quitaron las ganas. Al final detuve a un muchacho que corría detrás de los caballos recogiendo excrementos y prometí darle un penique si me conseguía un coche. Sin embargo, mientras lo esperaba lo pasé casi peor que cuando iba caminando, pues llamaba todavía más la atención estando parada. Los hombres se acercaban furtivamente mirándome de arriba abajo y susurrando. Uno me preguntó si me había perdido; otro se ofreció a compartir un carruaje conmigo. Tal vez ambos pretendían ayudarme de corazón, pero a esas alturas todos me parecían siniestros. Nunca he detestado ser mujer y al mismo tiempo he detestado a los hombres tanto como durante esos minutos que pasé sola en las calles de Londres.

El muchacho regresó por iin con un coche de punto y me sentí tan aliviada que le di dos peniques. El interior estaba mal ventilado y olía mal, pero también estaba oscuro, silencioso y vacío; me recosté y cerré los ojos. Ahora sí me dolía la cabeza de verdad.

Entre mi decisión tardía de salir de casa y el tiempo que había perdido buscando un coche, cuando llegué al museo la subasta estaba ya muy avanzada. La sala se encontraba abarrotada, con todos los asientos ocupados y dos filas de personas de pie al fondo. Saqué provecho de mi sexo, pues ningún hombre estaba dispuesto a quedarse sentado habiendo una mujer de pie. Me ofrecieron varios asientos y acepté uno de la última fila. El caballero sentado a mi lado me saludó afablemente con un gesto, en reconocimiento de nuestro interés común. Aunque en esta ocasión me hallaba sola en lugar de acompañada de mi hermano, me parecía que llamaba menos la atención, pues todo el mundo miraba hacia la parte delantera de la sala, donde se estaba llevando a cabo la subasta.

El señor Bullock, un hombre fornido con el cuello grueso, se hallaba ante un atril. Representaba el papel de subastador como si interpretase un personaje en el escenario, arrastrando las palabras y acompañándolas de gestos teatrales de los brazos. Contribuía a avivar la emoción de la sala, a pesar del interminable surtido de pentacrinites del coronel Birch. Me había sorprendido ver tantos en el catálogo, pues sabía que al coronel Birch le gustaban mucho. Debía de estar muy endeudado para desprenderse de ellos, así como del ictio-saurio.

– ¿El último espécimen les ha parecido excelente? -vociferó el señor Bullock levantando otro pentacrinites-. Pues echen un vistazo a este. ¿Lo ven? Ni una grieta, ni una melladura; conserva la forma en toda su misteriosa perfección. ¿Quién puede resistirse a sus encantos femeninos? Yo no, damas y caballeros. De hecho, voy a hacer algo muy poco habitual y empezar la puja ofreciendo dos guineas. ¿Qué son dos guineas si puedo regalar a mi mujer, y a mí mismo, un ejemplo tan magnífico de la belleza de la naturaleza? ¿Alguien desea privarme de esta belleza? ¿Qué? ¿Usted, señor? ¡Cómo se atreve! Tendrá que ser a cambio de dos libras y diez chelines, señor. ¿Sí? ¿Usted ofrece tres libras? Que así sea. No puedo competir por esta belleza como estos caballeros. Espero que mi mujer me perdone. Al menos sabemos que es por una buena causa. No nos olvidemos de por qué estamos aquí.

Su método de subasta era poco ortodoxo. Yo estaba acostumbrada al tono más suave y discreto de los subastadores que venían a vender el contenido de las casas de Lyme. Pero, por otra parte, ellos subastaban platos de porcelana y trincheros de caoba, no los huesos de animales antiguos. Tal vez se requería un tono distinto. Y su estilo era efectivo. El señor Bullock vendía todos los pentacrinites, todos los dientes de tiburón, todos los amonites, por un precio muy superior al que yo esperaba. De hecho, los postores mostraban una generosidad sorprendente, sobre todo cuando empezaron a subastarse partes de ictiosaurio: quijadas, hocicos y vértebras. Fue entonces cuando los hombres que yo conocía participaron en la puja. El reverendo Conybeare compró cuatro grandes vértebras unidas; Charles Konig, una quijada para el Museo Británico. William Buckland cumplió su misión y adquirió parte del cráneo de un ictiosaurio para la colección del barón de Cuvier en el Museo de Historia Natural de París, además de un fémur. Y los precios eran muy elevados: dos guineas, cinco guineas, diez libras.

El señor Bullock encomió en dos ocasiones más el mérito de la subasta, lo que me hizo removerme en mi asiento. Decir que el bolsillo del coronel Birch era una buena causa me enfureció, y al ver la gran estima de que gozaba aquel hombre me entraron ganas de salir corriendo. Sin embargo, si me hubiera levantado y me hubiese abierto paso a empujones entre la barrera de hombres que había detrás, habría llamado la atención más de lo que podía soportar, y me había costado tanto esfuerzo llegar allí que me quedé sentada echando chispas.

– Lo que el coronel Birch ha hecho es extraordinario -susurró el hombre que tenía al lado cuando hubo una pausa.

Asentí con la cabeza. Aunque no compartía su admiración, no deseaba discutir con un desconocido sobre el carácter del coronel Birch.

– Es muy generoso de su parte -continuó el hombre.

– ¿A qué se refiere, señor? -pregunté.

Sin embargo, no oyó mis palabras, pues en ese preciso instante el señor Bullock gritó como el jefe de pista de un circo:

– Y ahora el espécimen más excepcional de la colección del coronel Birch. Un animal sumamente misterioso ha llegado al museo de William Bullock. De hecho, su hermano embelleció este museo durante varios años para satisfacción de un inmenso público que lo contempló con admiración. Entonces lo llamamos cocodrilo, pero algunos de los mejores cerebros británicos lo han estudiado detenidamente y han confirmado que se trata de otro animal, todavía no descubierto en el mundo. Hoy han visto partes de él en venta: vértebras, costillas, quijadas, cráneos. Ahora verán cómo encajan todas esas partes en un espécimen completo, perfecto, espléndido. ¡Damas y caballeros, les presento el ictiosaurio de Birch!

El público se puso en pie cuando trajeron el ejemplar. Incluso yo me levanté y estiré el cuello para mirar, aunque ya lo había estudiado a conciencia en el taller de los Anning, tal era la efectividad de las dotes escénicas del señor Bullock. No fui la única. William Buckland también estiró el cuello, al igual que Charles Konig, Henry de la Beche y el reverendo Conybeare. Todos nos sentíamos atraídos por el embrujo de la bestia.

En efecto, era una pieza extraordinaria. Como en el caso de los otros especímenes vendidos, el artificial marco londinense, en una sala elegantemente amueblada y pintada con colores llamativos, muy distinta del frío aire marino y los tonos severos y naturales de Lyme, hacía que el ictiosaurio pareciera todavía más singular y fuera de lugar, como sí procediera de otro mundo: un mundo más antiguo, más riguroso y ajeno. Costaba imaginar que una criatura como aquella hubiera vivido en el mundo de los seres humanos, o que ocupara un lugar en la gran cadena del ser de Aristóteles.

La subasta se animó aún más y el Real Colegio de Cirujanos compró el ictiosaurio por cien libras. Mary estaría contenta, pensé, aunque era más probable que se enfureciera al pensar que le habían robado esa cantidad.

El ictiosaurio era el último artículo de la subasta. Llevaba una hora y media fuera de casa; si conseguía encontrar rápido un coche de punto, estaría de vuelta en mi habitación sin que nadie reparara en mi ausencia. Me levanté, preparándome para salir de forma que los hombres de la sala a los que conocía no me vieran. Sin embargo, en ese preciso instante el coronel Birch se puso en pie en la primera fila. Se dirigió hacia el atril y vociferó por encima de la algarabía general:

– ¡Caballeros! Caballeros… y damas.

Me había visto. Me quedé paralizada.

– Estoy abrumado por su interés y su generosidad. Como ya anuncié antes -prosiguió, dejándome clavada en el sitio con su mirada, de forma que no me quedó más remedio que escuchar lo que tenía que decir-, he subastado mi colección con el fin de recaudar dinero para una familia muy respetable de Lyme: los Anning.

Di un respingo como un caballo asustado, pero logré reprimir un grito ahogado de sorpresa.

– Han tenido ustedes la amabilidad de responder de forma muy generosa. -El coronel Birch no apartaba la vista de mi cara, como si deseara tranquilizarme-. Lo que no les dije antes, damas y caballeros, es que fue la hija de esa familia, Mary Anning, quien descubrió la mayoría de los especímenes que integraban mi colección, incluido el espléndido ictiosaurio que acaba de ser vendido. Ella es… -hizo una pausa-… posiblemente la joven más extraordinaria que he tenido el privilegio de conocer en el mundo de los fósiles. Me ha ayudado mucho, y puede que a ustedes también los ayude en el futuro. Cuando admiren los especímenes que han comprado hoy, recuerden que fue ella quien los encontró. Gracias.

Mientras una oleada de murmullos recorría la sala, el coronel Birch me saludó con un gesto de la cabeza antes de apartarse a un lado y quedar engullido por una multitud de abrigos y sombreros de copa. Comencé a abrirme paso hacia la puerta. Por todas partes había hombres mirándome; no como lo habían hecho en la calle, sino con una curiosidad más intelectual.

– Disculpe, ¿es usted la señorita Anning? -preguntó uno.

– Oh, no. -Negué enérgicamente con la cabeza-. No. -Se quedó decepcionado, y sentí una punzada de rabia-. Soy Elizabeth Philpot -declaré-, y colecciono peces fósiles.

No todo el mundo oyó mis palabras, pues alrededor la gente no dejaba de murmurar «Mary Anning». Noté una mano en el hombro, pero no me volví. Abriéndome paso a empujones entre los hombres que tenía delante llegué por fin a la calle. Logré dominarme hasta estar a salvo en un coche de punto que se alejaba de Piccadilly, sin nadie que pudiera verme. Entonces yo -que nunca lloro-empecé a sollozar. No por Mary, sino por mí misma.

Загрузка...