Fjällbacka, 1944
– Ya sabía yo que te encontraría aquí. -Elsy se acomodó al lado de Erik, que se había sentado al abrigo del viento en una grieta de la montaña.
– Claro, aquí es donde tengo más posibilidades de que me dejen en paz -reconoció Erik encolerizado, pero se apaciguó enseguida y cerró el libro que tenía en las rodillas-. Perdona -se disculpó-. No tiene sentido que pague mi mal humor contigo.
– ¿Es Axel la causa de tu mal humor? -preguntó Elsy con dulzura-, ¿Cómo están las cosas en casa?
– Como si ya hubiera muerto -aseguró Erik mirando a las aguas del mar, que se movían inquietas en la bocana del puerto de Fjällbacka-, Al menos mi madre se comporta como si Axel ya estuviese muerto. Y mi padre. Se pasa los días murmurando, se niega a hablar del asunto.
– ¿Y cómo te sientes tú? -quiso saber Elsy mirando con interés a su amigo. Lo conocía tan bien… Mucho mejor de lo que él creía. Habían compartido tantas horas de juego ella, Erik, Britta y Frans. Ahora que se suponía que pronto serían adultos, no había tantos juegos a los que jugar. Pero en aquel instante, Elsy no veía ninguna diferencia entre el Erik de catorce años y el de cinco, que ya entonces era como un viejo en un cuerpo pequeñito. Era como si Erik hubiese nacido como un señor mayor menudo que fue creciendo paulatinamente hasta alcanzar el cuerpo adecuado a su yo. Como si el cuerpo de bebé, el de niño y el de joven hubiesen sido estadios por los que debía pasar antes de llegar a aquel en el que la piel se le adaptase por fin.
– Yo no sé cómo me siento -respondió Erik secamente volviendo la cabeza hacia otro lado. Aunque no lo bastante rápido como para que Elsy no advirtiese algo que le brillaba en la comisura del ojo.
– Sí, claro que lo sabes -insistió sin apartar la vista del perfil del amigo-, A mí puedes contármelo.
– Me siento tan… dividido… Una parte de mí siente tal miedo y tal dolor por lo que le ha sucedido y le está sucediendo a Axel… La sola idea de que pudiera morir me hace… -Erik buscaba la palabra adecuada, pero no la halló. Elsy lo comprendió igualmente. No dijo nada y lo animó a continuar.
– Pero mi otro yo… siente una rabia tan grande… -se le oscureció la voz, como un presagio de cómo sonaría la del Erik adulto-. Siento rabia porque ahora soy más invisible que nunca. No soy. No existo. Mientras Axel estuvo en casa, era como si me iluminase con la luz de su persona. Un rayito de vez en cuando. Un haz minúsculo de luz, de atención, incidía también sobre mí. Y eso bastaba. Nunca pedí más. Axel merecía estar en el centro de los focos, recibir toda la atención. El siempre ha sido mejor que yo. Yo jamás me habría atrevido a hacer lo que él hacía. No soy ningún valiente. Ni atraigo la mirada de los otros. Ni tengo la capacidad de Axel para conseguir que quienes me rodean se sientan bien. Porque yo creo que es ahí donde radicaba… radica su secreto… que él siempre hace que todo el mundo se sienta bien. Yo no tengo esa facultad. Yo pongo nerviosa a la gente, la inquieto. No saben qué hacer conmigo. Sé demasiado. Me río demasiado poco. Y… -Se vio obligado a hacer una pausa para respirar en medio de lo que, seguramente, era el discurso más largo que había pronunciado jamás.
Elsy no pudo contener una carcajada.
– Ten cuidado, Erik, te vas a quedar sin palabras. Con lo parco que sueles ser… -le dijo sonriendo, aunque Erik apretó los dientes.
– Ya, pero eso es exactamente lo que siento. ¿Y sabes qué?, creo que sería capaz de echar a andar, de alejarme y seguir caminando sin parar y no volver nunca más. Y nadie en mi familia notaría siquiera que no estoy. Para mis padres no soy más que una sombra en la periferia de su campo de visión, y en cierto modo, creo que sería un alivio que la sombra desapareciera, así podrían dedicarse plenamente a ver a Axel -se le quebró la voz y volvió la cara, avergonzado.
Elsy le pasó el brazo por la cintura y apoyó la cabeza en su hombro, obligándolo a salir del sombrío refugio en el que se hallaba.
– Erik, te aseguro que si faltaras lo notarían. Es sólo que… están totalmente entregados a entender lo que le ha ocurrido a Axel.
– Ya han pasado cuatro meses desde que lo cogieron los alemanes -repuso Erik con voz sorda-, ¿Cuánto tiempo piensan seguir entregados a ello? ¿Seis meses? ¿Un año? ¿Dos? ¿Toda la vida? Yo estoy aquí y ahora. Aún sigo existiendo aquí y ahora. ¿Por qué eso no significa nada para ellos? Y, al mismo tiempo, me siento como un ser despreciable por tener celos de mi hermano, que estará en una cárcel, seguramente, y al que pueden ejecutar en cualquier momento sin que tengamos ocasión de volver a verlo jamás. Además, resulta que tengo un hermano estupendo.
– Nadie duda de que quieras a Axel. -Elsy le acariciaba la manga de la camisa-, Pero no es nada raro que desees que te presten atención, que quieras que tomen conciencia de que existes. Y sé que eso es lo que te pasa… Pero tienes que decirles cómo te sientes, tienes que obligarlos a que te vean.
– No me atrevo -admitió Erik meneando la cabeza con vehemencia-, Imagínate que piensan que soy un ser horrible.
Elsy le cogió la cabeza entre las manos y lo obligó a mirarla a los ojos.
– Escúchame, Erik Frankel. No eres un ser horrible. Quieres a tu hermano y a tus padres. Pero también estás sufriendo. Ellos tienen que saberlo, debes exigirles un espacio. ¿De acuerdo?
Erik intentó apartar el rostro, pero ella siguió sujetándolo entre las manos y mirándolo a los ojos.
Al final, Erik asintió.
– Tienes razón. Hablaré con ellos…
En un impulso, Elsy lo abrazó y lo apretó contra su cuerpo. Le acarició la espalda y notó que Erik se iba relajando.
– ¿Qué coño? -resonó una voz a su espalda. Elsy se volvió a mirar. Era Frans, pálido y con los puños cerrados.
– ¿Qué coño? -repitió Frans, como si le costara encontrar las palabras. Elsy comprendió cómo habría interpretado su abrazo e intentó explicarle con calma lo que había sucedido en realidad, antes de que su temperamento tomase las riendas de su persona. Ya había comprobado en numerosas ocasiones que Frans se encendía con la misma facilidad que una cerilla. Había algo en Frans que lo tenía siempre en disposición de encolerizarse, como si no hiciese sino buscar motivos para desahogar su ira. Y Elsy se había dado perfecta cuenta de que Frans sentía cierta debilidad por ella. Dadas las circunstancias, si no lograba que comprendiera la situación, podría resultar catastrófico…
– Erik y yo estábamos hablando -le explicó despacio y con serenidad.
– Sí, ya he visto cómo hablabais -replicó Frans con una mirada que hizo estremecerse a Elsy.
– Hablábamos de Axel, y de lo duro que es saber dónde está -prosiguió sin apartar la vista de los ojos de Frans. El destello frío y salvaje que los iluminaba se apagó levemente. Elsy continuó hablando.
– Y estaba consolándolo. Eso es lo que ha pasado. Siéntate, anda, y habla con nosotros.
Elsy dio unas palmaditas en la roca, animándolo a sentarse. Frans dudaba. Pero ya tenía las manos distendidas y la frialdad había abandonado por completo su semblante. Exhaló un hondo suspiro y siguió el consejo de Elsy.
– Perdón… -se excusó sin mirarla.
– No pasa nada -aseguró Elsy-. Pero no seas tan rápido a la hora de sacar conclusiones precipitadas.
Frans guardó silencio un rato. Luego la miró. De repente, la intensidad del sentimiento que Elsy detectó en aquella mirada la asustó más que la frialdad y la ira anteriores. Un presentimiento azotó todo su ser: aquello no podía terminar bien.
Pensó también en Britta y en las miradas amorosas que le dedicaba a Frans constantemente.
Elsy repitió para sí: aquello no podía terminar bien.
– Parece encantadora -opinó Karin con una sonrisa mientras empujaba el cochecito en el que llevaba a Ludde.
– Erica es fantástica -recalcó Patrik notando que la sonrisa le afloraba por sí sola. Claro que habían tenido algún que otro encontronazo últimamente, pero eran naderías. Se sentía increíblemente afortunado por el solo hecho de despertarse al lado de Erica todas las mañanas.
– Pues a mí me gustaría poder decir lo mismo de Leif-confesó Karin-, Pero lo cierto es que empiezo a estar harta de la vida de esposa de un cantante. Aunque, claro, yo ya sabía a qué me exponía, de modo que supongo que no puedo quejarme.
– Todo es distinto cuando nacen los hijos -observó Patrik, en parte como una constatación, pero también como una pregunta.
– ¿No me digas? -ironizó Karin-, Fui una ingenua, desde luego. No tenía ni la más remota idea del trabajo que supone, ni de las exigencias que nos impone el hecho de tener un hijo, ni… bueno, que no es fácil llevarlo todo sola. A veces me siento como si yo hiciera todo el trabajo pesado, las noches en vela, los pañales, juego con él, le doy de comer, lo llevo al médico cuando se pone enfermo. Y luego aparece Leif por casa y Ludde lo recibe como si fuera Papá Noel. Y me parece tan injusto…
– Pero ¿a quién recurre Ludde cuando se hace daño? -preguntó Patrik.
Karin sonrió.
– Tienes razón, entonces es a mí a quien busca. Así que supongo que sí, algo significará para él que sea yo quien se pasa las noches con él en brazos. Pero no sé… me siento como engañada. No era esta la idea. -Lanzó un suspiro y le enderezó a Ludde el gorrito, que se le había ladeado dejando una orejilla al descubierto.
– Yo debo decir que está siendo mucho más agradable y divertido de lo que jamás imaginé -declaró Patrik, aunque comprendió que acababa de decir una tontería en cuanto reparó en la mirada penetrante de Karin.
– Y Erica, ¿opina lo mismo? -preguntó en tono cortante. Patrik comprendía a qué se refería.
– No, la verdad es que no. O, al menos, no antes -precisó Patrik, que sintió un nudo en el estómago al recordar lo pálida y lo tristona que anduvo Erica durante los primeros meses de vida de Maja.
– Quizá se deba a que Erica se vio expulsada de la vida adulta y se quedaba en casa con Maja mientras tú acudías al trabajo todas las mañanas, ¿no?
– Pero yo le ayudaba en todo lo que podía -se defendió Patrik.
– Le ayudabas, sí -puntualizó Karin adelantándose con el cochecito cuando llegaron al tramo más angosto de la calle que conducía a Badholmen-. Existe una diferencia asquerosamente abismal entre ser «el que ayuda» y ser el que carga con la responsabilidad última. No es tan sencillo averiguar cómo calmar a un bebé que llora inconsolable, cómo y cuándo tienen que comer y cómo entretenerse uno mismo y al bebé cinco días a la semana, como mínimo, por lo general sin otra compañía adulta. Es muy distinto ser el director ejecutivo de la Compañía Bebé, y no ser más que un peón que aguarda órdenes.
– Pero, tampoco puedes culpar de todo a los padres -objetó Patrik empujando el cochecito por la empinada pendiente-. Por lo que tengo entendido, es frecuente que las madres no quieran cederles el control a los padres, y cuando estos cambian un pañal, resulta que lo han hecho mal, y si le dan de comer, es que no cogen bien el biberón, y cosas así. Así que no creo que los padres tengamos siempre tan fácil eso de ser el director ejecutivo, como tú dices.
Karin guardó silencio unos minutos. Luego miró a Patrik y le dijo:
– ¿A ti te pareció que Erica se comportaba así cuando estaba en casa con Maja? ¿Que no te permitía compartir el control? -Karin aguardó tranquilamente la respuesta.
Patrik se lo pensó un buen rato hasta que, finalmente, tuvo que admitir:
– No, no fue el caso de Erica. Más bien me daba la sensación de que para ella era un alivio dejar de ser la responsable absoluta por un momento. Cuando Maja lloraba y yo intentaba consolarla, era estupendo saber que, por mucho que llorase, en un momento dado podía dársela a Erica; que, si yo no lograba calmarla, ella tendría que hacerlo. Y, desde luego, era mejor irse al trabajo por la mañana, porque así siempre era una delicia llegar a casa y jugar con Maja.
– Claro, puesto que tú ya tenías tu dosis de actividad adulta -concluyó Karin con aspereza-. ¿Cómo van las cosas ahora? Quiero decir, ahora que la responsabilidad es tuya. ¿Funciona bien?
Patrik reflexionó un instante, pero se vio obligado a negar con un gesto.
– Realmente no, no puedo decir que haya sacado un sobresaliente en mi período de baja paternal, por ahora. Pero no es tan fácil. Erica trabaja en casa y ella es la que sabe dónde está todo y… -volvió a menear la cabeza.
– Sí, eso me suena. Cuando Leif está en casa, siempre me hace a gritos la misma pregunta: «¡Kaaaarin! ¿Dónde están los pañales?». A veces me pregunto cómo funcionáis los hombres en el trabajo, puesto que en casa ni siquiera conseguís recordar dónde se guardan los pañales.
– Bueno, ya está bien, ríndete -bromeó Patrik dándole un codazo-.Tampoco somos tan inútiles. Al menos, dadnos un voto de confianza. Hace tan sólo una generación, los hombres apenas habían cambiado un pañal cuando tenían hijos pequeños, y en mi opinión, hemos llegado bastante lejos desde entonces. Lo que ocurre es que no resulta fácil cambiar ese tipo de cosas así, en un abrir y cerrar de ojos. Nuestros padres fueron nuestros modelos, los que nos marcaron y, bueno, cambiar las cosas lleva su tiempo. Pero hacemos lo que podemos.
– Tú, quizá -repuso Karin de nuevo con tono de amargura-, Leif no hace lo que puede.
Patrik no dijo nada. No había nada que decir. Y cuando se despidieron en Sälvik, a la altura del club de vela Nordeviken, iba triste y meditabundo. Durante mucho tiempo, deseó que Karin fuese desgraciada, como castigo por su traición. Pero ahora le infundía muchísima pena.
La llamada telefónica recibida en la comisaría hizo que todos se lanzaran a los coches. Como de costumbre, Mellberg masculló una excusa y se apresuró a volver a su despacho, pero Martin, Paula y Gösta bajaron por la calle Affärsgatan, en dirección al instituto de Tanumshede. Tenían instrucciones de dirigirse al despacho del director y, puesto que no era la primera vez que visitaban el centro, a Martin no le costó nada encontrarlo.
– ¿Qué ha ocurrido? -observó a los presentes, entre los que se encontraba un adolescente enfurruñado, sentado en una silla flanqueado por el director y por otros dos hombres que, según supuso Martin, serían profesores.
– Per ha agredido a uno de los alumnos -declaró el director con amargura al tiempo que se sentaba en el borde de la mesa-. Estupendo que hayáis podido venir tan rápido.
– ¿Cómo está el alumno? -preguntó Paula.
– Tiene muy mala pinta. Ahora se halla bajo los cuidados de la enfermera del instituto y la ambulancia está en camino. He llamado a la madre de Per, que no debería tardar en llegar. -El director lanzó a Per una mirada iracunda, pero el chico le respondió bostezando indiferente.
– Tendrás que acompañarnos a comisaría -le dijo Martin indicándole que se levantara antes de volverse al director-. Intente localizar a su madre antes de que llegue aquí. De lo contrario, dígale que siga hasta la comisaría. Mi colega, Paula Morales, se quedará interrogando a los testigos de la agresión.
Paula asintió confirmándole al director las palabras de Martin.
– Me pondré a ello de inmediato -aseguró saliendo del despacho.
Per seguía exhibiendo la misma expresión de indiferencia cuando, unos minutos más tarde, recorría el pasillo detrás de los policías. Un nutrido grupo de alumnos curiosos se había concentrado allí, y Per reaccionó a su expectación con una sonrisa descarada y con un corte de mangas.
– Malditos cretinos -murmuró.
Gösta le lanzó una mirada de reprobación.
– Más vale que cierres la boca hasta que lleguemos a la comisaría.
Per se encogió de hombros, pero obedeció. El resto del breve trayecto hasta la planta baja de la comisaría, que alojaba tanto a la policía como al parque de bomberos, el muchacho fue mirando por la ventanilla sin pronunciar una sola palabra.
Una vez en su destino, lo dejaron en una sala a la espera de que llegara su madre. De repente, sonó el teléfono de Martin. Escuchó con interés lo que le decían y luego se volvió a Gösta con cara de extrañeza.
– Era Paula -explicó-. ¿Sabes quién es el chico que ha sufrido la agresión?
– No, ¿alguien a quien conocemos?
– Vaya si lo conocemos. Es Mattias Larsson, uno de los dos chicos que hallaron el cadáver de Erik Frankel. Ahora van camino del hospital, así que tendremos que posponer el interrogatorio.
Gösta no hizo ningún comentario sobre la información que acababa de recibir, pero a Martin no le pasó inadvertida la palidez del colega.
Diez minutos más tarde Carina cruzaba la puerta de la comisaría y, jadeante, preguntaba por su hijo en recepción. Annika le indicó el despacho de Martin.
– ¿Dónde está Per? ¿Qué ha pasado? -hablaba como si tuviera el llanto detenido en la garganta y estaba visiblemente destrozada. Martin le estrechó la mano y se presentó. Las formalidades y los rituales conocidos solían templar los nervios. Y así funcionó también en esta ocasión. Carina repitió la pregunta, pero en un tono mucho más calmado, y se sentó en la silla que Martin le ofrecía. Cuando se sentó en la suya, al otro lado del escritorio, constató con una mueca apenas perceptible que reconocía muy bien el perfume que desprendía la mujer: olía a alcohol revenido. Era un aroma inconfundible, muy fácil de reconocer. Claro que cabía la posibilidad de que hubiese estado en una fiesta la noche anterior. Pero abrigaba sus dudas, ya que las facciones de la mujer aparecían laxas y ligeramente hinchadas, como las de un alcohólico.
– Per está detenido por agresión. Según el informe que tenemos del instituto, golpeó a un compañero en el patio del centro.
– ¡Ay, Dios mío! -se agarró fuertemente al brazo de la silla-, ¿Cómo…? El chico al que… -No fue capaz de concluir la frase.
– En estos momentos, va camino del hospital. Al parecer ha salido muy mal parado.
– ¿Pero qué… por qué? -atinó a preguntar tragando saliva y meneando la cabeza.
– Eso es lo que pensábamos averiguar. Per está en una de las salas de interrogatorio y, con su permiso, querríamos hacerle unas preguntas.
Carina asintió.
– Por supuesto -respondió volviendo a tragar saliva.
– Bien, en ese caso, vamos a hablar con Per. -Martin precedió a Carina al salir del despacho. Se detuvo en el pasillo y dio unos golpecitos en la puerta de Gösta-. Vente, vamos a charlar un rato con el chico.
Carina y Gösta se estrecharon la mano cortésmente y los tres se encaminaron a la habitación donde Per se esforzaba en simular que estaba profundamente aburrido. Sin embargo, por un instante se le cayó la máscara al ver entrar a su madre. No demasiado, un leve estremecimiento en la comisura del ojo. Un temblor imperceptible de la mano. Luego se obligó a adoptar la expresión indiferente de antes y volvió la vista a la pared.
– Per, ¿qué has hecho, Per? -La voz de Carina se quebró del todo mientras se sentaba junto a su hijo. Intentó rodearlo con el brazo, pero él se lo sacudió de encima sin responder a su pregunta.
Martin y Gösta se sentaron enfrente de Per y Carina, y Martin puso en marcha la grabadora que tenían delante. La fuerza de la costumbre lo había impulsado a hacer uso del bloc y el bolígrafo, que ahora dejó sobre la mesa. Luego, dijo en voz alta la fecha y la hora y carraspeó un poco, antes de preguntar:
– Bueno, Per, ¿podrías contarnos qué pasó? Por cierto, Mattias va en la ambulancia camino del hospital, por si te interesa saberlo.
Per exhibió una sonrisa y su madre le dio un codazo.
– ¡Per! Responde ahora mismo. Y por supuesto que te interesa saberlo, ¿a que sí?
La voz de la mujer volvía a quebrarse y su hijo seguía sin querer mirarla siquiera.
– Déjelo, si va a responder -intervino Gösta guiñándole un ojo a Carina con la intención de tranquilizarla.
Reinó el silencio un instante, mientras todos aguardaban a que el chico se pronunciara. Luego ladeó la cabeza y explicó:
– Bah, estaba diciendo un montón de mierdas.
– ¿Qué clase de «mierdas»? -preguntó Martin con voz afable-. ¿No podrías ser un poco más concreto?
Un nuevo silencio. Y luego:
– No, bueno, intentó ligarse a Mia contándole un montón de mentiras, Mia es como la santa Lucía del instituto, lo pilláis, ¿sí?, y lo oí pavonearse de lo guay que había sido cuando él y Adam entraron en la casa del tío y lo encontraron muerto, y que nadie más se atrevió a entrar, decía. Y vamos, hay que joderse, se les ocurrió la idea después de que yo hubiese estado allí. Me escuchaban con los ojos como platos cuando les conté todas las cosas flipantes que tenía el viejo. Cualquiera lo pilla, ¿no?, que ellos no se habrían atrevido a entrar allí los primeros. Menudos gilipollas.
Per se echó a reír y Carina bajó la vista avergonzada. A Martin le llevó varios segundos comprender el verdadero alcance de las palabras de Per. Al cabo de un instante, preguntó despacio:
– ¿Te refieres a la casa de Erik Frankel? ¿En Fjällbacka?
– Claro, y al viejo que Mattias y Adam encontraron muerto. Que tenía todos esos chismes nazis. Tenía montones de cosas nazis -observó Per con el entusiasmo pintado en la cara-.Yo había pensado volver con los colegas para llevarme algunas, pero entonces llegó el viejo, me encerró y llamó a mi padre y…
– Espera, espera un momento -lo interrumpió Martin levantando las manos-.Vamos con calma. ¿Estás diciendo que Erik Frankel te sorprendió cuando intentabas robarle? ¿Y que te encerró?
Per asintió.
– Yo pensaba que no estaba en casa y entré por una ventana del sótano. Pero bajó cuando yo ya estaba en la habitación en la que tenía todos esos libros y toda esa mierda, así que cerró la puerta y echó la llave. Y luego me obligó a decirle el número de mi padre y lo llamó.
– ¿Usted lo sabía? -le preguntó Martin a Carina.
La mujer asintió despacio.
– Aunque no lo he sabido hasta hace un par de días. Kjell, mi ex marido, no me lo había contado. Hasta entonces, no tenía ni idea. Y no comprendo por qué no le diste mi número, Per. ¡En lugar de mezclar a tu padre en esto!
– Tú no ibas a entender nada de todos modos -repuso Per, mirando por primera vez a su madre-. Tú te pasas el día tumbada empinando el codo y pasando de todo lo demás. Como ahora, por cierto, ¿sabes que apestas a borracho rancio? -A Per volvían a temblarle las manos igual que cuando entraron en la habitación, y perdió el control por un instante.
Los ojos que Carina clavó en su hijo se inundaron de lágrimas. Aún llorando, dijo con voz queda:
– ¿Es eso cuánto tienes que decir de mí, después de todo lo que he hecho por ti? Te traje al mundo y te he vestido y te he cuidado todos estos años, mientras tu padre pasaba de nosotros. -Y, dirigiéndose a Martin y a Gösta-: Un buen día, se largó, sencillamente. Cogió sus cosas y se largó. Resultó que se lo había montado con una joven de veinticinco años a la que había dejado embarazada, y nos dejó a Per y a mí sin mirar atrás un segundo. Empezó una nueva vida con una nueva familia, sin más, y a nosotros nos abandonó como si fuéramos basura.
– Hace diez años que papá se fue -dijo Per en tono cansino. De repente, dio la impresión de tener bastante más de quince años.
– ¿Cómo se llama tu padre? -preguntó Gösta.
– Mi ex marido se llama Kjell Ringholm -respondió Carina con frialdad-. Puedo daros su teléfono.
Martin y Gösta intercambiaron una mirada elocuente.
– ¿El mismo Kjell Ringholm del Bohusläninger?-quiso saber Gösta, cuyo cerebro ya iba componiendo el rompecabezas-. ¿El hijo de Frans Ringholm?
– Frans es mi abuelo -se apresuró a aclarar Per, lleno de orgullo-, Es más chulo que nadie. Hasta ha estado en la cárcel, pero ahora trabaja en política. Estarán en las próximas elecciones y llegarán a gobernar y echarán de la comarca a todos los inmigrantes de mierda.
– ¡Per! -gritó Carina horrorizada antes de volverse a los policías.
– Está en la edad, ya se sabe, de buscar modelos y probar distintos papeles… Y, desde luego, su abuelo no ejerce una buena influencia sobre él, claro. Kjell le tiene prohibido que lo vea.
– Sí, lo que vosotros digáis -masculló Per-, Y el tío ese que guardaba todas esas cosas nazis se llevó su merecido. Lo oí hablar con mi padre cuando vino a buscarme, y le contó un montón de mierda, le dijo que podía darle material de primera para sus artículos sobre los Amigos de Suecia y, sobre todo, de mi abuelo. Ellos pensaban que yo no los oía, pero sé que quedaron en verse más tarde. Puto traidor, comprendo que el abuelo se avergüence de mi padre -soltó Per con odio en la voz.
¡Pías! Resonó la bofetada de Carina. En el silencio que generó el chasquido, madre e hijo se quedaron mirándose con tanto odio como sorpresa. Carina se ablandó finalmente.
– Perdón, perdona, cariño. No era mi intención… Yo… Perdóname. -Intentó abrazar a su hijo, pero él la apartó con brusquedad.
– Fuera, borracha asquerosa. ¡No me toques! ¿Me oyes?
– Bueno, bueno, vamos a ver si nos tranquilizamos. -Gösta se irguió y clavó una mirada severa en Carina y en su hijo-. No creo que lleguemos mucho más lejos ahora. Por el momento te puedes ir, Per. Pero… -miró inquisitivo a Martin, que asintió con un gesto imperceptible-. Pero llamaremos a los servicios sociales por este asunto. Hemos visto cosas que nos inquietan y pensamos que tendrán que estudiarlas con detenimiento. Y la investigación sobre las agresiones seguirá su curso.
– ¿Es necesario? -preguntó Carina con voz temblorosa y sin la menor energía. Gösta tuvo la impresión de que una parte de su ser experimentaba cierto alivio al saber que alguien cogería las riendas de la situación.
Cuando Per y Carina hubieron salido de la comisaría, uno al lado del otro, pero sin mirarse, Gösta fue con Martin a su despacho.
– Bueno, ya tenemos algo en lo que pensar -comenzó Martin al tiempo que se sentaba en su puesto.
– Pues sí -convino Gösta. Se mordió el labio balanceándose ligeramente sobre los talones.
– Ummm, parece que tienes algo que decir, ¿me equivoco?
– Sí, bueno, algo tengo… -Gösta tomó impulso. Llevaba varios días rumiando una idea imprecisa en su subconsciente, y durante el interrogatorio cayó en la cuenta de qué se trataba. La cuestión era cómo formularlo. A Martin no iba a gustarle lo más mínimo.
Se quedó un buen rato en el porche, dudando. Al final llamó a la puerta. Herman le abrió casi en el acto.
– Así que has venido.
Axel asintió. Se quedó justo en la puerta.
– Entra. No le he dicho que vendrías. No sabía si se iba a acordar.
– ¿Tan mal está? -Axel se compadecía del hombre que tenía delante. Herman parecía cansado. No debía de ser fácil.
– ¿Es el clan? -preguntó Axel señalando las fotos del vestíbulo. A Herman se le iluminó el semblante.
– Sí, toda la panda.
Axel examinó las fotografías con las manos cruzadas a la espalda. Solsticios de verano y cumpleaños, Navidad y un día cualquiera. Un batiburrillo de gente, de niños, de nietos. Por un instante, se permitió reflexionar sobre cómo habrían sido las fotos con que habría cubierto sus paredes, si hubiera tomado alguna. Instantáneas de sus días en el despacho. Montañas infinitas de papeles. Cenas incontables con personalidades políticas y otras personas con el poder suficiente para hacer cosas. Amigos, pocos, de haber alguno. No eran muchos los que aguantaban. Los que soportaban la caza permanente, la urgencia de encontrar siempre a otro más de los que andaban ahí fuera. Delincuentes que disfrutaban de una vida inmerecidamente regalada. Otro más de los que tenían las manos manchadas de sangre y que, aun así, gozaban del privilegio de poder acariciar a sus nietos con esas mismas manos, precisamente. ¿Cómo iban a compararse familia, amigos, una vida normal, con el impulso de esa fuerza? La mayor parte de su vida ni siquiera se detuvo a pensar si había algo que añorase. Y era tan grande la recompensa cuando el trabajo daba su fruto… Cuando tras años de búsqueda en los archivos, años de entrevistas con personas cuya memoria empezaba a fallar, se lograba que los culpables cayeran en las redes de su pasado y se enfrentasen a la justicia. Esa recompensa era tan superior que neutralizaba la añoranza de una vida normal. O, al menos, eso había creído él siempre. Sin embargo, ahora que se veía ante las fotografías de Herman y Britta, se preguntó por un instante si no había cometido un error al conceder prioridad a la muerte antes que a la vida.
– Son muy bonitas -aseguró Axel dándoles la espalda a las instantáneas. Siguió a Herman hasta la sala de estar y se paró en seco al ver a Britta. Pese a que él y Erik habían vivido de forma más o menos permanente en Fjällbacka a lo largo de todos aquellos años, hacía decenios desde la última vez que la vio. No hubo motivos para que sus vidas se cruzaran.
Voló al pasado con la memoria a una velocidad arrolladora. Aún era hermosa. En realidad, siempre fue mucho más guapa que Elsy, a la que más bien podía calificarse de bonita, pero Elsy poseía un brillo interior y una amabilidad con los que no podía competir la belleza superficial de Britta. Aunque algo había cambiado con los años. Ya no se apreciaba ni rastro de la dureza y la frialdad que Britta irradiaba antaño; ahora proyectaba una imagen de calidez maternal. Una madurez que, sin duda, le había otorgado el paso del tiempo.
– ¿Eres tú? -dijo levantándose del sofá-. ¿De veras que eres tú, Axel? -Britta le tendió ambas manos y él se las cogió emocionado. Habían transcurrido tantos años… Una cantidad ingente de años. Sesenta. Toda una vida. De joven, jamás imaginó que el tiempo pasaría tan rápido. Las manos que ahora tenía entre las suyas estaban arrugadas y llenas de pecas diminutas. El cabello ya no era oscuro, sino de un bello color gris plata. Britta lo miró serena a los ojos.
– Me alegro de verte de nuevo, Axel. Has envejecido bien.
– Qué curioso, yo estaba pensando lo mismo de ti -aseguró Axel con una sonrisa.
– Vamos, vamos, sentémonos a charlar un poco. Herman, ¿puedes preparar café?
Herman asintió y se dirigió a la cocina, donde se lo oía trajinar desde la sala de estar. Britta se sentó en el sofá. Aún tenía en la suya la mano de Axel, que se sentó a su lado.
– Vaya, Axel, y pensar que nosotros también nos haríamos viejos… Jamás lo habríamos imaginado, ¿verdad? -dijo ladeando la cabeza. Aún conservaba parte de sus gestos coquetos de juventud, constató Axel encantado.
– Has hecho mucho bien todos estos años, según tengo entendido -continuó Britta escrutándolo con una mirada que él evitó.
– Bien, lo que se dice bien, no sé. Hice lo que había que hacer. Hay cosas que no se pueden ocultar bajo la alfombra -observó antes de callar bruscamente.
– Tienes razón, Axel -convino Britta en tono grave-.Tienes razón.
Se quedaron sentados en silencio, contemplando la bahía, hasta que Herman apareció con café y unas tazas en una bandeja de flores.
– Aquí tenemos el café.
– Gracias, querido -dijo Britta. Axel sintió que se le encogía el corazón al ver cómo se miraban. Y se dijo que, gracias a su trabajo, había contribuido a llevar la paz a multitud de personas que habían tenido la satisfacción de ver cómo los fantasmas que las torturaban se enfrentaban por fin a la justicia. Eso también era una especie de amor. No personal, no físico, pero amor a fin de cuentas.
Como si le hubiese leído el pensamiento y mientras le ofrecía una taza de café, Britta le preguntó:
– ¿Has tenido una buena vida, Axel?
Era una pregunta con tantas dimensiones, con tantas capas, que no sabía cómo responderla. Recreó en su mente la imagen de Erik y sus amigos en la biblioteca de casa, sin penas, sin preocupaciones. Elsy, con aquella sonrisa dulce y aquel trato afable. Frans, que siempre hacía que se sintieran como caminando de puntillas al borde de un volcán, pero que también escondía una faceta frágil y delicada. Britta, ahora tan diferente a como se la veía entonces. Britta, que había usado su belleza como un escudo y a la que él había juzgado como un cascarón vacío, sin contenido por el que interesarse. Y quizá fuese así entonces. Pero los años habían llenado aquel cascarón y ahora su interior resplandecía claramente. Y Erik. El recuerdo de Erik le dolía tanto que su cerebro sólo deseaba apartarlo. Pero allí, sentado en la sala de estar de Britta, Axel se obligó a ver a su hermano tal y como era entonces, antes de la llegada de los tiempos difíciles. Sentado ante el escritorio de su padre. Con los pies apoyados en la mesa. Con el cabello castaño siempre algo alborotado y con aquella expresión distraída que lo hacía parecer mayor de lo que era. Erik. Querido, querido Erik.
Axel comprendió que Britta esperaba una respuesta. Se obligó a regresar del «entonces» e intentó encontrarla en el «ahora». Pero, como de costumbre, ambas líneas temporales se hallaban trenzadas sin remedio y los sesenta años transcurridos se entremezclaban en su memoria para formar un revoltijo de personas, encuentros y sucesos. Le temblaba la mano que sostenía la taza. Finalmente, dijo:
– No lo sé. Creo que sí. Tan buena como he merecido.
– La mía sí lo ha sido, Axel. Y hace mucho, mucho tiempo que decidí que me la merecía. Tú también deberías pensar así.
La mano empezó a temblarle con más fuerza aún y el café salpicó el sofá.
– Oh, lo siento… es que…
Herman se levantó como un rayo.
– No pasa nada, iré a buscar un trapo.
Al cabo de un instante, volvió de la cocina con un paño de cuadros azules humedecido y lo aplicó presionando sobre el sofá.
Britta soltó un lamento y Axel se sobresaltó.
– ¡Vaya, mi madre se va a enfadar! Es su mejor sofá. Qué mala pata.
Axel miró inquisitivo a Herman, que respondió frotando la mancha con más ímpetu.
– ¿Crees que saldrá? Mi madre se pondrá furiosa conmigo.
Britta balanceaba la cabeza sin cesar, observando angustiada los esfuerzos de Herman por eliminar la mancha de café. Este se incorporó y le rodeó los hombros con el brazo.
– Funcionará, querida. No dejaré ni rastro de la mancha, te lo prometo.
– ¿Seguro? Porque, si mi madre se enoja, puede que se lo diga a mi padre y entonces… -Britta se mordía los nudillos del puño cerrado.
– Te prometo que la limpiaré. Tu madre no se enterará.
– Qué bien. Eso está muy bien -se alegró Britta, ya más relajada. Luego, se puso tensa de nuevo y, mirando fijamente a Axel, le preguntó:
– ¿Y tú quién eres? ¿Qué quieres?
Axel miró a Herman buscando una explicación.
– Es algo que va y viene -dijo sentándose junto a Britta y dándole palmaditas para calmarla. La mujer escrutaba a Axel con insistencia, como si su cara le resultase irritante, burlona, escurridiza. Luego le agarró fuertemente la mano a Axel y adelantó la cabeza acercándose a él.
– Me llama a gritos, ¿sabes?
– ¿Quién? -preguntó Axel combatiendo el impulso de retirar la cara, la mano, todo el cuerpo.
Britta no respondió, pero Axel oyó sus propias palabras como un eco.
– Hay cosas que no se pueden ocultar debajo de la alfombra -le susurró Britta despacio, con la cara a tan sólo unos centímetros de la cara de Axel.
El retiró bruscamente la mano y miró a Herman, al otro lado de la cabellera cenicienta de Britta.
– Ya lo estás viendo -observó Herman con voz cansina-. Y ahora, ¿qué hacemos?
– ¡Adrian! ¡Esto no puede ser! -Anna sudaba intentando ponerle la ropa, pero el pequeño había desarrollado la táctica de escurrirse como una anguila hasta la perfección y resultaba imposible ponerle ni un calcetín. Ella intentaba sujetarlo mientras le ponía los calzoncillos, pero el niño se liberó y empezó a corretear por la casa muerto de risa.
– ¡Adrián! ¡Vamos, hombre! Por favor, que ya no puedo más. Vamos a ir con Dan a Tanumshede. A comprar. Y podrás echar un vistazo a los juguetes en Hedemyrs -propuso para tentarlo, consciente, no obstante, de que el soborno no era seguramente el mejor modo de abordar aquella crisis. Pero ¿qué hacer?
– ¿Todavía no habéis terminado? -preguntó Dan bajando la escalera y viendo a Anna sentada en el suelo, en medio de un montón de ropa, mientras Adrián corría como un rayo por la habitación-. La clase empieza dentro de media hora, tengo que irme ya.
– Sí, claro, pues por qué no lo haces tú -le espetó Anna arrojándole la ropa de Adrián. Dan la miró extrañado. Desde luego, no podía decirse que últimamente hubiese estado de buen humor, pero claro, quizá no fuese tan raro. La empresa de fundir dos familias exigía más de lo que ambos habían imaginado.
– Ven, Adrián -dijo Dan agarrando al pequeño salvaje desnudo que seguía correteando-. Vamos a ver si sigo teniendo buena mano. -Le puso los calzoncillos y los calcetines con una facilidad inesperada, pero luego la cosa se paró. Adrián probó su capacidad de escurrimiento con Dan y se negó de plano a dejarse meter en los pantalones. Dan hizo un par de intentos con mucha calma, hasta que también se le agotó la paciencia-. ¡Adrián, estate QUIETO!
El pequeño se detuvo asombrado. Luego se le encendieron las mejillas y gritó:
– ¡Tú NO eres mi padre! ¡Fuera! ¡Quiero a mi padre! ¡Pa-páaaaaa!
Aquello era más de lo que Anna podía soportar. Todos los recuerdos de Lucas, del espantoso período en el que vivió prisionera en su propia casa, acudieron a su mente y las lágrimas se abrieron paso y le anegaron los ojos. Subió corriendo las escaleras y se desplomó en la cama, donde se abandonó al llanto incontrolado.
Un minuto después sintió en la espalda una mano dulce.
– Pero, cariño, ¿qué te pasa? No ha sido para tanto, ¿no? Es obvio que la situación es nueva para él y nos está poniendo a prueba. Y, además, te aseguro que lo suyo no es nada para lo que era Belinda de pequeña. Comparado con ella, no es más que un aficionado. En una ocasión, me sentía ya tan harto de que opusiera tanta resistencia cuando la vestía, que la saqué a la calle sólo con las braguitas. Claro que, entonces, Pernilla se enfadó una barbaridad. Después de todo, estábamos en diciembre… Aunque no la dejé allí más de un minuto, me arrepentí enseguida…
Anna no se reía. Al contrario, lloraba más aún y le temblaba todo el cuerpo entre tantos sollozos.
– Pero, cariño, ¿qué pasa? Si no paras, me voy a preocupar de verdad. Sé que has pasado por muchas dificultades, pero con esto vamos a poder entre los dos. Es sólo que todos los implicados necesitan algo de tiempo. Luego, se calmarán los ánimos. Tú… Tú y yo… sabremos salir adelante juntos.
Anna se dio la vuelta con la cara enrojecida por el llanto y se medio incorporó en la cama.
– Ya… ya lo sé… -balbució mientras intentaba controlar las lágrimas-. Ya lo sé… y no comprendo por qué… me he puesto así… -Dan le acarició la espalda despacio hasta que dejó de llorar.
– Es que… estoy… un poco hipersensible… No comprendo… Sólo me pongo así cuando… -Anna se interrumpió en mitad de la frase y se quedó mirando a Dan con la boca abierta.
– ¿Qué? -preguntó él intrigadísimo-. ¿Sólo te pones así cuando qué?
Anna asintió despacio, con los ojos muy abiertos.
– Sólo me pongo así cuando estoy… embarazada.
En la habitación se hizo un silencio absoluto, que vino a interrumpir una vocecilla desde el umbral.
– Ya me he vestido. Yo solito. Soy un niño grande. ¿Nos vamos a la tienda de juguetes?
Dan y Anna se quedaron mirando a Adrián, que irradiaba orgullo. Y así era. Claro que los bolsillos del pantalón habían quedado detrás y el jersey estaba del revés. Pero se había puesto toda la ropa. Él solito.
Olía bien desde el vestíbulo. Mellberg entró esperanzado en la cocina. Rita lo había llamado poco antes de las once para preguntarle si quería ir a almorzar con ella, porque Señorita había expresado su deseo de jugar con Ernst. Mellberg no cuestionó en absoluto que el perro le hubiese comunicado sus deseos a la dueña. Había cosas que se aceptaban como el maná del cielo.
– Hola otra vez. -Johanna estaba al lado de Rita, ayudándole a picar verduras. Aunque con alguna dificultad, ya que la barriga la obligaba a mantenerse a cierta distancia de la encimera.
– Hola, ¿qué tal? ¡Qué bien huele aquí! -exclamó Mellberg olisqueando el aire.
– Estamos preparando chili con carne -explicó Rita al tiempo que se le acercaba y le plantaba un beso en la mejilla. Mellberg controló el impulso de llevarse la mano allí donde ella había puesto los labios y se sentó ante la mesa, que estaba puesta para cuatro personas.
– ¿Viene alguien más? -preguntó mirando a Rita.
– Mi pareja viene a almorzar a casa -dijo Johanna masajeándose los riñones.
– ¿Por qué no te sientas? -sugirió Mellberg sacando una silla-, Eso debe de pesar mucho.
Johanna siguió su consejo y se sentó a su lado resoplando.
– Ni te lo imaginas. Pero, por suerte, pronto dejaré de cargar con ello. Va a ser un alivio indecible liberarme de esto -reconoció pasándose la mano por la barriga.
– ¿Quieres tocarla? -le propuso a Mellberg al ver cómo la miraba.
– ¿Puedo? -preguntó Mellberg bobalicón. El no supo de la existencia de su hijo Simón hasta que este llegó a la adolescencia, así que esa faceta de la paternidad era para él un misterio.
– Aquí, mira, está dando pataditas. -Johanna le cogió la mano y la puso en el lado izquierdo de la barriga.
Mellberg se estremeció al sentir una fuerte patada en la mano.
– ¡Demonios! No está nada mal. ¿Y no te hace daño? -quiso saber sin apartar la vista de la barriga y sin dejar de notar las patadas.
– No mucho. Resulta un tanto incómodo a veces, cuando estoy durmiendo. Mi pareja cree que será futbolista.
– Sí, yo también lo creo -convino Mellberg; le costaba retirar la mano. Aquella experiencia suscitaba en él una serie de extrañas sensaciones que le era difícil definir. Añoranza, fascinación, nostalgia… No lo sabía con certeza.
– ¿Tiene el padre algún talento para la pelota que dejar en herencia? -preguntó riéndose. Ante su asombro, su pregunta sólo recibió silencio por respuesta. Alzó la vista y se encontró con la mirada perpleja de Rita.
– Pero Bertil, ¿no sabías que…?
En ese momento, se abrió la puerta.
– ¡Qué bien huele, mamá! -se oyó una voz desde la entrada-. ¿Qué es? ¿Tu chili ese tan rico?
Paula entró en la cocina y el asombro que reflejaba su cara igualaba perfectamente al de Mellberg.
– ¿Paula?
– ¿Jefe?
Y entonces el cerebro de Mellberg hizo clic y las piezas encajaron de pronto. Paula, que acababa de mudarse con su madre. Rita, que también acababa de mudarse. Y los ojos oscuros de ambas. Mira que no haberse dado cuenta antes… Las dos tenían exactamente los mismos ojos. Sólo había una cosa que no acababa de…
– Así que ya conoces a mi pareja -dijo Paula rodeando a Johanna con sus brazos. Miró a Mellberg como a la expectativa, como retándolo a decir o a hacer lo que no debía.
Rita lo vigilaba tensa con el rabillo del ojo. Tenía en la mano una cuchara de madera, pero había dejado de remover el contenido de la olla, a la espera de su reacción. Mil pensamientos se agitaban en su mente. Mil prejuicios. Mil cosas que había dicho a lo largo de los años, sobre las que quizá no había meditado en exceso… Ahora, de repente, comprendió que aquel era uno de esos instantes de la vida en los que hay que decir lo correcto, hacer lo correcto. Se jugaba demasiado y, con los ojos oscuros de Rita vigilándolo, comentó tranquilamente:
– No sabía que ibas a ser madre. Y tan pronto. Pues te felicito. Y Johanna ha sido tan amable que me ha dejado que toque al diablillo que lleva en la barriga y estoy de acuerdo con tu teoría, creo que será jugador de fútbol.
Paula se quedó inmóvil otros dos segundos, rodeando a Johanna con los brazos y con la mirada fija en la de Mellberg, intentando averiguar si había un ápice de ironía, algún sentido oculto en lo que acababa de decir. Luego se relajó y sonrió.
– ¿A que es emocionante notar las patadas? -Fue como si toda la habitación hubiese implosionado de alivio.
Rita empezó enseguida a remover la olla y observó entre risas:
– Pues no es nada en comparación con las patadas que dabas tú, Paula. Recuerdo que tu padre solía bromear conmigo diciendo que parecía que quisieras salir por otra vía distinta de la habitual.
Paula besó a Johanna en la mejilla y se sentó a la mesa. No podía ocultarlo, miraba a Mellberg con extrañeza. El, por su parte, se sentía terriblemente satisfecho consigo mismo. Seguía pensando que dos féminas juntas era una cosa rara, y lo del bebé hizo que empezara a echar humo cavilando. Tarde o temprano tendría que satisfacer su curiosidad sobre ese particular… Pero bueno. Había dicho lo que tenía que decir y, para asombro suyo, pensaba realmente lo que dijo.
Rita puso la olla en la mesa y los animó a servirse. La mirada que le dedicó a Mellberg fue la prueba definitiva de que había hecho lo correcto.
Aún recordaba la sensación de la tensa piel de la barriga bajo la palma de la mano y las patadas del piececillo.
– .Llegas justo para el almuerzo. Precisamente, iba a llamarte. -Patrik probó la sopa de tomate con una cucharilla de té y puso la cacerola sobre la mesa.
– ¡Vaya, qué lujo! ¿A qué se debe? -Erica entró en la cocina, se puso detrás de él y le dio un beso en la nuca.
– No te habrás creído que eso es todo, ¿verdad? O sea, que habría bastado con preparar el almuerzo para impresionarte, ¿no? Mierda, en ese caso, he fregado, he limpiado la sala de estar y he cambiado la bombilla rota del aseo sin ayuda. -Patrik se dio la vuelta y la besó en los labios.
– Cualquiera que sea la droga que consumes, yo también quiero un poco -aseguró Erica con expresión inquisitiva-. ¿Y dónde está Maja?
– Dormida, desde hace quince minutos. De modo que podremos almorzar tranquilos solos tú y yo. Y luego, cuando hayamos terminado, tú te vas zumbando arriba a trabajar y yo me encargo de la cocina.
– Vaaaale… Pues esto empieza a asustarme -reconoció Erica- O bien has despilfarrado todos nuestros ahorros, o bien me vas a confesar que tienes una amante, o bien te han fichado para el programa espacial de la NASA y te dispones a revelarme la noticia de que vas a pasarte un año entero por el espacio… O bien unos aliens han secuestrado a mi marido y tú no eres más que un híbrido entre humano y robot…
– ¿Cómo es posible que hayas adivinado lo de la NASA? -preguntó Patrik con un guiño. Partió un poco de pan, que puso en una cesta, y se sentó a la mesa frente a Erica-. No, la verdad es que el paseo de hoy con Karin me hizo reflexionar y… bueno, se me ocurrió que podría ofrecer en casa mejor servicio de comedor. Pero no cuentes con este trato para siempre, no te garantizo que no recaiga…
– Vamos, que lo único que hay que hacer para que tu marido te ayude más en casa es prepararle una cita con su ex mujer. Pues es una información que debo difundir entre mis amigas…
– Ummm, ¿a que sí? -dijo Patrik soplando sobre la cuchara llena de sopa-. Aunque lo de hoy no era una cita, a decir verdad.
Y me parece que no lo está pasando muy bien. -Patrik le refirió en pocas palabras lo que Karin le había contado. Erica asentía. Aunque Karin parecía tener menos apoyo en casa del que ella había tenido, su situación le resultaba familiar.
– Y a ti, ¿cómo te ha ido? -se interesó Patrik sorbiendo un poco la sopa de tomate.
A Erica se le iluminó la cara.
– He encontrado un montón de información estupenda. No te creerías la de cosas emocionantes que ocurrieron en Fjällbacka y sus alrededores durante la Segunda Guerra Mundial. Había contrabando constante con Noruega, contrabando de comida, noticias, armas, personas. Y aquí llegaron tanto desertores alemanes como noruegos de la resistencia. Y no hay que olvidar el riesgo de las minas, hubo una serie de pesqueros y de cargueros que se hundieron con sus tripulaciones al chocar con una mina. ¿Y sabes que, a las afueras de Dingle, derribaron un avión alemán? En 1940, la defensa aérea sueca abrió fuego contra un avión, cuyos tres tripulantes murieron.
Y yo jamás había oído hablar de ello siquiera. Creía que la guerra había pasado de largo, inadvertida, salvo por los racionamientos y eso.
– Vaya, veo que estás totalmente atrapada por el tema -rio Patrik mientras le servía un poco más de sopa.
– Pues sí. ¡Y eso que todavía no te lo he contado todo! Le pedí a Christian que buscara también información en la que apareciesen mi madre y sus amigos. En realidad, no tenía ninguna esperanza de encontrar nada, eran tan jóvenes… Pero mira esto… -dijo Erica con voz trémula mientras iba en busca del maletín. Lo puso encima de la mesa y sacó un grueso fajo de papeles.
– ¡Vaya, no es precisamente poco lo que traes!
– No. Me he pasado tres horas leyendo sin parar -aseguró Erica sin dejar de hojear los artículos con los dedos temblorosos. Al final encontró lo que buscaba.
– ¡Aquí! ¡Mira! -Señaló un artículo ilustrado con una fotografía a página completa en blanco y negro.
Patrik cogió el artículo y lo examinó atentamente. Lo primero que atrajo su atención fue la foto. Cinco personas. Alineadas. Entornó los ojos para distinguir mejor el pie de foto y reconoció cuatro de los nombres: Elsy Moström, Frans Ringholm, Erik Frankel y Britta Johansson. Pero el quinto no lo había oído jamás. Un muchacho, aparentemente de la misma edad que los otros cuatro, llamado Hans Olavsen. Leyó en silencio el resto del artículo mientras Erica no le quitaba la vista de encima.
– ¿Y bien? ¿Qué me dices? No sé lo que significa, pero no puede ser casualidad. Mira la fecha. Llegó a Fjällbacka casi el mismo día que mi madre dejó de escribir el diario. ¿A que sí? ¡No puede ser casualidad! ¡Esto tiene que significar algo! -Erica iba y venía por la cocina, absolutamente entusiasmada.
Patrik volvió a inclinarse sobre la fotografía. Examinó a los cinco jóvenes. Uno de ellos muerto, asesinado, sesenta años más tarde. Una sensación en la boca del estómago le decía que Erica tenía razón. Aquello tenía que significar algo.
La cabeza de Paula era un torbellino de ideas mientras caminaba de regreso a la comisaría. Su madre había mencionado que había conocido durante los paseos a un hombre muy agradable al que, además, había conseguido llevar al curso de salsa. Pero lo que jamás se habría imaginado es que dicho hombre fuese su jefe. Y no era exageración decir que no le hacía ninguna gracia. Mellberg era casi el único hombre en la tierra con el que no le gustaría que formase pareja su madre. Aunque no podía por menos de admitir que había encajado la información sobre ella y Johanna extraordinariamente bien. Sorprendentemente bien. No en vano, su principal argumento en contra del traslado a Tanumshede había sido justo la estrechez de miras. A Johanna y a ella ya les había costado bastante que las aceptasen como a una familia en Estocolmo. Y en un pueblo tan pequeño… En fin, podía resultar una catástrofe. Pero lo habló con Johanna y con su madre, y llegaron a la conclusión de que, si no funcionaba, siempre podían volver a Estocolmo. Aunque, hasta el momento, todo había ido mucho mejor de lo esperado. Ella se encontraba muy a gusto en la comisaría, su madre había conseguido organizar sus cursos de salsa y había encontrado un trabajo de media jornada en el supermercado Konsum y, pese a que Johanna estaba de baja por el momento y luego empezaría la baja maternal, que duraría una temporada, ya había hablado con una de las empresas locales, que estaba muy interesada en contar con refuerzos en el departamento financiero. Al ver la expresión de Mellberg cuando ella entró en la cocina y abrazó a Johanna, sintió por un instante que todo se vendría abajo como un castillo de naipes. Allí, allí mismo habría podido arruinarse su existencia. Pero Mellberg las sorprendió. Quizá no fuese tan imposible como ella creía.
Paula intercambió unas palabras con Annika, que estaba en la recepción, y llamó a la puerta de Martin antes de entrar en su despacho.
– ¿Qué tal ha ido?
– ¿Lo de la agresión? Pues sí, confesó, no tenía muchas más alternativas. Se ha ido a casa con su madre, pero Gösta ya está dando información puntual a los servicios sociales. No parece que tenga un entorno familiar favorable.
– No, claro, así suele ser -convino Paula al tiempo que se sentaba.
– Lo interesante del asunto es que el origen del suceso parece hallarse en el hecho de que Per entró en casa de Erik Frankel la primavera pasada.
Paula enarcó una ceja, pero no interrumpió a Martin.
Una vez que el colega le hubo referido la historia, ambos guardaron silencio un instante.
– Me pregunto qué era lo que tenía Erik que pudiese interesarle a Kjell -observó Paula al fin-, ¿Sería algo relacionado con su padre?
Martin se encogió de hombros.
– No tengo ni idea, pero pensé que debíamos hablar con él y averiguarlo. Tenemos que ir a Uddevalla para interrogar a algunos de los caballeros de los Amigos de Suecia, y el diario Bohusläningen tiene allí su cuartel general. Y, de camino, podemos hablar con Axel.
– Dicho y hecho -declaró Paula poniéndose de pie.
Veinte minutos más tarde, se encontraban de nuevo ante la casa de Axel y Erik. El hombre parecía haber envejecido, se dijo Paula. Más gris, más enjuto, transparente, en cierto modo. Les sonrió con amabilidad y los invitó a entrar sin preguntar qué querían, sino que los condujo directamente a la terraza.
– ¿Habéis llegado a algún sitio? -preguntó una vez se hubieron sentado-. Me refiero a la investigación -añadió, aunque no era necesario.
Martin miró a Paula, antes de tomar la palabra:
– Tenemos algunas pistas cuyo seguimiento vamos haciendo. Lo más importante, diría yo, es que hemos averiguado entre qué días debió de morir su hermano.
– Pero ese es un gran paso -repuso Axel sonriendo, aunque la sonrisa no borró ni la tristeza ni el cansancio de sus ojos-. ¿Cuándo creéis que sucedió? -preguntó mirando a Martin y a Paula.
– Se vio con la… señora Viola Ellmander el 15 de junio, de modo que sabemos que entonces vivía. La otra fecha es algo menos segura, pero de todos modos, creemos que ya estaba muerto el 17 de junio, cuando la señora de la limpieza…
– Laila -intervino Axel al ver que Martin intentaba recordar el nombre.
– Eso es, Laila. Vino el día 17 de junio para limpiar como de costumbre, pero nadie le abrió la puerta, y la llave tampoco estaba donde solía estar cuando no había nadie en casa.
– Sí, Erik no se olvidaba nunca de dejar la llave para Laila y, que yo sepa, nunca se le olvidó. De modo que, si no abrió la puerta y si la llave no estaba en su lugar… -Axel calló y se pasó la mano rápidamente por los ojos, como si estuviese viendo una visión de su hermano que quisiera borrar enseguida.
– Lo siento mucho -comenzó Paula en tono amable-, pero es nuestro deber preguntarle dónde se encontraba entre el 15 y el 17 de junio. Es una pura formalidad, se lo aseguro.
Axel le indicó con un gesto que no tenía por qué excusarse.
– No hay motivo para disculparse, comprendo que es parte de vuestro trabajo y, además, sé que, según las estadísticas, la mayoría de los asesinatos se cometen en el seno de la familia, ¿no es cierto?
Martin asintió.
– Sí, nos gustaría que nos confirmara las fechas, para excluirlo cuanto antes de la investigación.
– Por supuesto. Iré a buscar mi agenda.
Axel tardó unos minutos en volver con una agenda bastante gruesa. Se sentó de nuevo y empezó a hojearla.
– Veamos… Me fui de Suecia directamente a París el tres de junio y no volví hasta que vosotros… tuvisteis la amabilidad de ir a buscarme al aeropuerto. Pero del 15 al 17 de junio… Veamos… El 15 tenía una reunión en Bruselas, viajé a Frankfurt el 16 y luego regresé a la oficina principal de París el 17. Puedo hacerme con unas copias de los billetes, si queréis. -Le entregó la agenda a Paula.
La agente la estudió con detenimiento y, tras un gesto inquisitivo a Martin, que negó con la cabeza, volvió a dejarla en la mesa.
– No, no creo que sea necesario. Pero ¿no recuerda nada relacionado con Erik en esos días? ¿Nada de particular? ¿Alguna llamada? ¿Algo que él mencionara?
Axel meneó la cabeza.
– No, lo siento. Como ya dije, mi hermano y yo no teníamos por costumbre llamarnos por teléfono muy a menudo cuando yo estaba fuera. Erik me habría llamado si la casa hubiese sido pasto de las llamas -dijo con una risita, aunque calló enseguida y volvió a pasarse la mano por los ojos.
»¿Eso es todo? ¿No hay nada más en lo que pueda seros útil? -añadió cerrando la agenda, que estaba en la mesa, con mucho cuidado.
– Sí -intervino Martin mirándolo fijamente-. La verdad es que hay algo más. Hemos interrogado a Per Ringholm a raíz de una agresión ocurrida hoy. Y nos contó que había intentado robar en vuestra casa a primeros de junio. Y que Erik lo sorprendió, lo encerró en la biblioteca y llamó a su padre, Kjell Ringholm.
– El hijo de Frans -declaró Axel.
Martin asintió.
– Exacto. Y Per oyó parte de una conversación entre Erik y Kjell, en la que acordaron que volverían a verse más adelante, ya que Erik poseía cierta información en la que sospechaba que Kjell estaría interesado. ¿Sabe algo de eso?
– No tengo ni idea -respondió Axel negando con vehemencia.
– ¿Y lo que Erik quería contarle a Kjell? ¿No se le ocurre qué podría ser?
Axel guardó silencio unos instantes, parecía estar reflexionando. Luego, volvió a negar con un gesto.
– No, no me imagino qué podría ser. Aunque Erik invirtió mucho tiempo en esclarecer la época de la Segunda Guerra Mundial y, claro está, tuvo que abordar el nazismo de ese período, y Kjell se ha dedicado al nazismo en la Suecia actual. Así que me figuro que halló algún tipo de conexión, algo de interés histórico que le proporcionase a Kjell algún material de utilidad. Pero no tenéis más que preguntarle a él, podrá contaros de qué se trataba…
– Sí, precisamente vamos camino de Uddevalla para tener una conversación con él. Pero si recordara algo más… aquí tiene mi número de móvil. -Martin le anotó el número en un trozo de papel y se lo entregó a Axel, que lo guardó en la agenda.
Tanto Paula como Martin recorrieron en silencio el trayecto a la comisaría. Pero sus mentes se movían en la misma línea. ¿Qué era lo que se les estaba escapando? ¿Cuáles eran las preguntas que deberían haber formulado? A ambos les gustaría saberlo.
– N o podemos retrasado más. No puede seguir en casa. -Herman miraba a sus hijas con una desesperación tan abismal que ellas apenas podían mirarlo a la cara.
– Ya lo sabemos, papá. Haces lo correcto, no existe otra alternativa. Has estado cuidando de mamá todo el tiempo que has podido, pero ahora son otros los que han de tomar el relevo. Y le encontraremos a mamá un lugar precioso. -Anna-Greta se puso detrás de su padre y le rodeó los hombros con los brazos. Se estremeció al notar lo escuálido que estaba. La enfermedad de su madre lo había consumido. Quizá más de lo que ellas habían advertido. O de lo que habían querido advertir. Se inclinó y apoyó la mejilla contra la de su padre.
– Estamos aquí, papá. Birgitta, Maggan y yo. Y nuestras familias. Estamos aquí contigo, ya lo sabes. No tendrás que sentirte solo nunca.
– Sin vuestra madre, me siento solo. Y eso nadie lo puede cambiar -repuso Herman con voz sorda al tiempo que, con mano rápida, se enjugaba una lágrima en la manga de la camisa-. Pero sé que es lo mejor para Britta. Lo sé.
Sus hijas intercambiaron una mirada elocuente. Herman y Britta habían sido el núcleo de sus vidas, algo sólido, algo seguro en lo que todos podían hallar sostén. Y ahora la base de sus vidas se tambaleaba, y se tendían los brazos para tratar de recuperar el punto de apoyo de su existencia. Era aterrador ver a tus padres encogerse, reducirse, volverse más pequeños que uno mismo. Tener que intervenir y comportarse como adultos con aquellos a quienes, de pequeños, veíamos como infalibles, inquebrantables. Aunque, en la edad adulta, ya no ve uno a sus padres como seres divinos con respuesta para todo, pero resulta doloroso verlos perder la fuerza que un día poseyeron.
Anna-Greta abrazó a su padre unas cuantas veces más y se sentó de nuevo a la mesa de la cocina.
– ¿Estará bien ahora que tú estás aquí? -preguntó Maggan inquieta-, ¿No será mejor que vaya a verla?
– Se había dormido cuando me fui -respondió Herman-, Pero no suele dormir más de una hora seguida, así que creo que me voy a ir a casa ya -añadió levantándose despacio para marcharse.
– ¿Y no podemos ir nosotras y estar con ella un par de horas? Así tú podrás descansar un rato en el cuarto de invitados, ¿no? -le dijo Maggan, puesto que se habían reunido en su casa para tomar café y hablar de su madre.
– Pues es una idea estupenda, ¿no? -convino Maggan asintiendo y mirando a su padre ansiosa-. Échate un rato y vamos nosotras.
– Gracias, hijas -dijo Herman dirigiéndose al vestíbulo-, Pero vuestra madre y yo llevamos cincuenta años cuidándonos mutuamente, y quiero aprovechar para seguir haciéndolo los ratos que nos queden. Una vez que ingrese en la residencia… -No concluyó la frase, sino que se apresuró a salir antes de que sus hijas alcanzaran a ver las lágrimas.
Britta sonreía en sueños. La claridad que el cerebro le negaba en estado de vigilia acudía a ella en el sueño. Entonces lo veía todo tan claro… Parte de los recuerdos no eran bien recibidos, pero se le presentaban de todos modos. Como el silbido del cinturón de su padre al azotar los traseros infantiles. O las mejillas siempre anegadas en llanto de su madre. O la angostura de la pequeña casa de la loma, donde el llanto de los niños resonaba en las habitaciones de tal modo que ella sentía deseos de llevarse las manos a los oídos y ponerse a gritar. Sin embargo, también existían recuerdos más agradables. Como los veranos, cuando corrían por las cálidas rocas jugando despreocupados. Elsy, con aquellos vestidos estampados de flores que su madre, tan mañosa, le cosía en casa. Erik, con los pantalones cortos y el semblante grave. Frans, con el cabello rubio y rizado que ella siempre deseaba acariciar, incluso cuando eran tan pequeños que la diferencia entre niño y niña apenas tenía el menor significado.
Una voz se abrió paso por entre los recuerdos de sus ensoñaciones. Una voz que Britta reconocía perfectamente. La misma que se dirigía a ella cada vez con más frecuencia, ya estuviese despierta o dormida o inmersa en la niebla. La voz que lo penetraba todo y todo lo quería, exigiendo con insistencia existir en su mundo. Aquella voz que no le permitía la reconciliación, el olvido. Aquella voz que ella creía no tener que volver a oír jamás. Y pese a todo, allí estaba. Era tan extraña… Y tan aterradora…
Britta agitaba la cabeza de un lado a otro sobre el almohadón. Trataba de zafarse de la voz en sueños. Y lo consiguió al final. Una serie de recuerdos felices se le fueron imponiendo. La primera vez que vio a Herman. El instante en que supo que él y ella compartirían sus vidas. Una boda. Ella misma, ataviada con un vestido blanco precioso y ebria de felicidad. Los dolores y, después, el amor, cuando nació Anna-Greta. Y luego Birgitta y Margareta, a las que quería con igual intensidad. Herman, que se dedicaba a cuidarlas y a cambiarles los pañales, pese a las indignadas protestas de su madre. Lo hacía por amor, no por obligación, no porque alguien se lo exigiese. Allí, en aquellos recuerdos. Si la obligasen a elegir entre uno solo con el que llenar su cabeza el resto de su vida, optaría por el de Herman lavando a la más pequeña de las niñas en la bañerita. Lo hacía tarareando una cancioncilla sin dejar de sujetar con mimo la cabecita inestable. Y, extremando la precaución, iba pasando la manopla por el tierno cuerpecillo. Mirando a los ojos a su hija, que seguía perpleja todos sus movimientos, Britta se veía a sí misma en el umbral, adonde había ido de puntillas para poder observarlos. Aunque olvidase todo lo demás, lucharía por conservar aquella remembranza en la memoria. Herman y Margareta, la mano bajo la cabecita, la ternura, la calidez.
Un ruido la arrancó del sueño. Intentó volver a la ensoñación. Al sonido del chapoteo del agua cada vez que Herman humedecía la manopla. Al sonido del gorjeo complacido de Margareta al sentirse envuelta en el agua caliente. Pero un nuevo sonido la obligó a acercarse más aún a la superficie. Más aún a la niebla que ella quería esquivar a toda costa. Despertarse era arriesgarse a que la engullera lo gris, lo borroso que tomaba el mando sobre su cabeza y que ocupaba una porción cada vez mayor de su tiempo.
Al final y a su pesar, abrió los ojos. Entrevió una figura inclinada sobre ella que la miraba. Britta sonrió. Quizá no estuviese despierta, después de todo. Quizá aún se las arreglase para mantener a raya la neblina con los recuerdos del sueño.
– ¿Eres tú? -preguntó observando a quien ahora se inclinaba aún más cerca. Britta sentía el cuerpo exánime y pesado por el sueño, del que aún no había salido por completo, y no era capaz de moverse. Durante un minuto, ninguno de los dos dijo nada. No había mucho que decir. Luego una certeza empezó a penetrar el cerebro maltrecho de Britta. Los recuerdos emergieron a la superficie de la conciencia. Unos sentimientos que habían caído en el olvido, pero que ahora chisporroteaban despertando a la vida de nuevo. Y sintió que arraigaba en ella el miedo. El mismo miedo del que la había liberado el olvido progresivo. En aquel momento vio a la muerte junto al lecho, y todo su ser protestaba ante la perspectiva de tener que abandonar ahora la vida y cuanto tenía. Se agarró a las sábanas con fuerza, sin que los labios resecos pudiesen emitir más sonido que un murmullo gutural. El terror se apoderó de todo su cuerpo y la hizo mover la cabeza violentamente de un lado a otro. Desesperada, intentó comunicarse mentalmente con Herman, hacerle llegar su grito de auxilio, como si pudiera oírla a través de las ondas de pensamiento que ella enviaba al aire. Aunque ya sabía que era en vano. La muerte había acudido para llevársela, pronto caería la guadaña y no había nadie que pudiera ayudarle. Sola, moriría sola, en la cama. Sin Herman. Sin las niñas. Sin una despedida. Y en ese momento la niebla se había esfumado por completo y hacía mucho que no tenía la mente tan despejada. Con el miedo zumbándole en el pecho como un animal desbocado, logró por fin exhalar un hondo suspiro y emitir un grito. La muerte no se movió. Sólo la observaba allí tumbada en la cama, la miraba y sonreía. No era una sonrisa inusual y, precisamente por eso, resultaba tanto más aterradora.
Luego, la muerte se agachó y cogió entre sus manos el almohadón del lado de Herman. Britta vio espantada cómo se acercaba lo blanco. La niebla definitiva.
El cuerpo se rebeló un instante, atosigado por la falta de aire. Intentó tomar aliento, hacer llegar otra vez el oxígeno a los pulmones. Las manos de Britta soltaron la sábana, manotearon frenéticas en el aire. Hallaron resistencia, tocaron piel. Arañaron y tiraron y lucharon para poder vivir un rato más.
Luego todo se volvió negro.