14

Fjällbacka, 1944

– Hilma! -El tono de voz de Elof hizo que tanto su mujer como su hija salieran corriendo a su encuentro.

– ¡Por Dios, qué manera de gritar! ¿Qué pasa? -preguntó Hilma, que se paró en seco al ver que su marido venía acompañado.

– Vaya, tenemos visita -dijo la mujer secándose las manos nerviosamente en el delantal-. Y yo que estaba fregando los platos…

– No pasa nada -la tranquilizó Elof1-. A este muchacho no le importa mucho cómo tengamos la casa. Ha venido con nosotros en el barco. Ha huido de los alemanes.

El joven le estrechó la mano a Hilma y se inclinó levemente.

– Hans Olavsen -se presentó el joven en perfecto noruego, saludando también a Elsy, que le estrechó torpemente la mano y se inclinó.

– Tiene a sus espaldas una dura travesía hasta Suecia y he pensado que quizá pudiéramos ofrecerle alguna vianda -continuó Elof mientras colgaba la gorra marinera y le daba el abrigo a Elsy, que se quedó con él en el regazo.

– No te quedes ahí, chiquilla, cuélgale el abrigo a tu padre -le ordenó severo, aunque no pudo reprimir el impulso de acariciarle la mejilla. Dados los peligros que, en aquellos momentos, arrostraban cada vez que se hacían a la mar, se le antojaba un regalo volver a casa y verlas otra vez a ella y a Hilma. Se aclaró la garganta, un tanto azorado por haber mostrado tales sentimientos ante el forastero y le indicó con un gesto que entrase.

– Pasa, pasa. Creo que Hilma tendrá algo para nosotros, tanto sólido como líquido -aseguró sentándose en una de las sillas que había alrededor de la mesa de la cocina.

– No tenemos mucho que ofrecer -repuso su mujer bajando la vista-. Pero no nos importa compartir lo poco que tenemos.

– Muchísimas gracias, de corazón -dijo el muchacho sentándose enfrente de Elof, sin dejar de observar con avidez el pan con viandas que Hilma acababa de servir en una bandeja.

– Venga, adelante, a comer -lo animó Hilma antes de dirigirse al mueble para servirles también un trago a cada uno. Era un lujo muy caro, pero no menos apropiado en una ocasión como aquella.

Durante un rato, comieron en silencio. Cuando sólo quedaba un trozo de pan, Elof empujó la bandeja hacia el noruego y lo animó con un gesto a que lo cogiera. Elsy los miraba a hurtadillas desde el fregadero, mientras ayudaba a su madre. Aquello era de lo más emocionante. El que allí mismo, en su cocina, hubiese una persona que había logrado huir de los alemanes desde Noruega, nada menos. Se moría de ganas de contárselo a los demás. Una idea surgió en su mente y apenas podía contener las palabras que querían salir solas de la boca, pero su padre debió de pensar lo mismo, porque, justo en ese momento, formuló la pregunta:

– Verás, resulta que hay un muchacho del pueblo que está en poder de los alemanes. Hace ya más de un año, pero puede que tú… -Elof hizo un gesto de resignación con la mano, pero miró esperanzado al muchacho que tenía enfrente.

– Bueno, no es muy probable que lo conozca, hay mucha gente que va y viene. ¿Cómo se llama? -preguntó el joven.

– Axel Frankel -respondió Elof observándolo ansioso. Pero la decepción le coloreó los ojos al ver que, tras reflexionar unos instantes, el muchacho negaba despacio.

– No, lo siento. En la resistencia no lo conocemos. O eso creo yo. ¿No tenéis ninguna noticia de qué ha sido de él? ¿Algo que pueda proporcionarme algún otro dato…?

– Nada, por desgracia -contestó Elof meneando también la cabeza-. Los alemanes lo apresaron en Kristiansand y luego no hemos oído ni una palabra. Por lo que sabemos, es posible que esté…

– ¡No, papá! ¡Eso no puede ser! -Elsy sintió que no podría detener el llanto y, a toda prisa, subió avergonzada la escalera camino de su habitación. Vaya manera de hacer el ridículo, y de poner en ridículo a sus padres… Ponerse a lloriquear como una niña delante de una persona totalmente extraña.

– ¿Conoce su hija a ese muchacho… Axel? -preguntó el noruego preocupado, con la vista clavada en la escalera por donde ella había desaparecido.

– Ella y el hermano menor de Axel son amigos. Erik está sufriendo mucho. Bueno, toda la familia, naturalmente -explicó Elof con un suspiro.

De pronto, se le ensombreció la mirada.

– Sí, son muchos los que están sufriendo las consecuencias de esta guerra -asintió el muchacho. Elof comprendió que por su cabeza desfilaban imágenes que ningún joven de su edad debería haber visto.

– ¿Tu familia…? -le preguntó con cautela. Hilma, que estaba secando un plato junto al fregadero, se quedó inmóvil.

– No sé dónde están -dijo Hans al cabo con la mirada en la mesa-. Cuando acabe la guerra, si es que acaba alguna vez, me pondré a buscarlos. Hasta entonces, no puedo volver a Noruega.

Hilma miró a Elof a los ojos, por encima de la melena clara del muchacho. Tras una muda conversación que sólo se produjo con ayuda de sus miradas, estaban de acuerdo. Elof carraspeó un poco.

– Verás, resulta que nosotros solemos alquilar la casa en verano, y entonces nos trasladamos al sótano. Pero el resto del año está vacío. Quizá quieras quedarte un tiempo y descansar y pensar con detenimiento adonde quieres ir después. Y creo que podré buscarte un trabajo. Puede que no para llenar las horas del día, pero al menos para que tengas algo con lo que llenarte el bolsillo. Claro que tengo que informar al gobernador de que te he traído aquí, pero prometo intentar que no suponga ningún problema.

– Sólo si me prometen que podré pagar la habitación con el dinero que gane -aceptó Hans mirándolo con una expresión mezcla de gratitud y del sentimiento de estar en deuda con ellos.

Elof miró a Hilma otra vez y asintió.

– Supongo que sí, que puedes pagar. En estos tiempos de guerra, cualquier ayuda es bienvenida.

– Voy a prepararle el sótano -declaró Hilma poniéndose el abrigo.

– De verdad, muchas gracias. De verdad -aseguró el muchacho en su noruego cantarín, inclinando la cabeza. Aunque no tan aprisa como para impedir que Elof viese que le brillaban los ojos.

– No tiene importancia -repuso conmovido-. No tiene importancia.


* * *

– ¡Socorro!

Erica se sobresaltó al oír el grito procedente de la primera planta. Salió corriendo hacia el origen del sonido y subió la escalera de un par de saltos.

– ¿Qué? -preguntó al llegar, pero se paró en seco al ver la cara de Margareta en el umbral de uno de los dormitorios. Erica dio unos pasos al frente y respiró hondo cuando tuvo a la vista la cama de matrimonio.

– Papá -dijo Margareta con un sollozo al tiempo que entraba en la habitación. Erica se quedó en la entrada, insegura de lo que veía e indecisa sobre qué hacer.

– Papá… -repitió Margareta.

Herman estaba tumbado en la cama. Tenía la mirada perdida en el vacío y no reaccionaba a la llamada de Margareta. A su lado yacía Britta. Tenía la cara blanca y rígida, y no cabía la menor duda de que estaba muerta. Herman estaba muy pegado a ella, abrazado al cuerpo yerto de su mujer.

– La he matado -susurró en voz baja.

Margareta jadeaba.

– ¿Qué dices, papá? ¿Cómo ibas tú a matar a mamá?

– La he matado -reiteró con voz monótona, abrazándose más aún a su mujer muerta.

Su hija rodeó la cama y se sentó en el borde, en el lado donde estaba él. Con mucho cuidado, intentó retirarle los brazos que se aferraban a ella en un gesto convulso y, tras varios intentos, lo consiguió por fin. Margareta le acarició la frente mientras le decía en voz baja:

– Papá, no ha sido culpa tuya. Mamá no estaba bien. Seguro que le falló el corazón. No es culpa tuya, tienes que comprenderlo.

– Fui yo quien la mató -insistió el hombre una vez más con la vista clavada en una mancha de la pared.

Margareta se volvió hacia Erica.

– Llama a una ambulancia, por favor.

Erica vaciló un instante.

– ¿Quieres que llame también a la policía?

– Mi padre está conmocionado. No sabe lo que dice. No hace falta que venga la policía -replicó Margareta con un tono agrio. Luego se volvió de nuevo hacia su padre y le cogió la mano.

– Deja que yo me ocupe de esto, papá. Voy a llamar a Anna- Greta y a Birgitta, y las tres te ayudaremos. Estamos contigo.

Herman no respondió, siguió tumbado, abúlico, sin retirar la mano de la de Margareta, pero sin apretarla.

Erica bajó y cogió el móvil. Se quedó un buen rato pensando, hasta que empezó a marcar un número.

– Hola, Martin, soy Erica, la mujer de Patrik. Verás, se ha producido una situación un tanto extraña… Estoy en casa de Britta Johansson, que ha muerto. Su marido dice que la ha matado él. Tiene aspecto de ser una muerte natural, pero…

– Vale, esperaré aquí. ¿Llamas tú a la ambulancia o la llamo yo? De acuerdo. -Erica colgó con la esperanza de no haber cometido ninguna tontería. Desde luego, parecía que Margareta tenía razón, que Britta se había muerto mientras dormía, sencillamente. Pero ¿por qué decía Herman que la había matado él? Y, además, era una curiosa coincidencia que otra persona del entorno de su madre, cuando era joven, hubiese muerto tan sólo dos meses después de que falleciese Erik. No, estaba segura, había hecho lo que debía.

Erica volvió al piso de arriba.

– He pedido ayuda -informó-, ¿Hay algo más que pueda…?

– Pon un poco de café, por favor, mientras yo intento que mi padre baje también.

Margareta sentó a Herman muy despacio.

– Venga, papá, vamos abajo a esperar a la ambulancia.

Erica bajó a la cocina. Anduvo rebuscando hasta que encontró lo que necesitaba y puso una cafetera bien llena. Minutos después, oyó pasos en la escalera y vio que Margareta guiaba despacio a Herman hacia la planta baja. Lo llevó hasta una de las sillas, donde el hombre se desplomó como un saco.

– Espero que puedan administrarle algo -comentó Margareta preocupada-. Debe de llevar ahí tumbado desde ayer. No comprendo por qué no nos ha llamado…

– Yo… -Erica dudaba, pero se decidió al fin-.También he llamado a la policía. Seguramente tiene razón, pero no he podido por menos de… No podía… -No hallaba la palabra adecuada y Margareta la miraba como si hubiera perdido la razón.

– ¿Has llamado a la policía? ¿Crees que mi padre hablaba en serio? ¿Estás mal de la cabeza? Está conmocionado después de haber encontrado muerta a su mujer y ahora, además, tendrá que responder a las preguntas de la policía, ¿no? ¿Cómo te has atrevido? -Margareta dio un paso hacia Erica, que estaba dispuesta a defenderse con la cafetera, pero no fue necesario, porque en ese momento llamaron a la puerta.

– Serán ellos, voy a abrir -dijo Erica con la vista en el suelo, dejando la cafetera antes de apresurarse hacia el pasillo.

En efecto, abrió la puerta y lo primero que vio fue a Martin.

El policía la saludó con gesto grave.

– Hola, Erica.

– Hola -respondió ella en voz baja haciéndose a un lado para que pudiera entrar. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si exponía a aquel hombre destrozado a una tortura innecesaria? Claro que ya era tarde para arrepentirse.

– Está arriba, tendida en la cama -informó en voz baja señalando la cocina con la cabeza-. Su marido está ahí dentro, con su hija. Fue ella la que encontró… Parece ser que lleva horas muerta.

– Vale, echaremos un vistazo -repuso Martin llamando a Paula y al personal de la ambulancia. Presentó a Paula y a Erica y continuó hacia la cocina, donde Margareta consolaba a su padre acariciándole la espalda.

– Es absurdo -protestó Margareta mirando a Martin-, Mi madre ha muerto mientras dormía y mi padre está conmocionado. ¿De verdad creen que esto es necesario?

Martin alzó las manos en señal de disculpa.

– Seguro que todo ha sucedido tal como dice, pero ya que estamos aquí, deje que echemos un vistazo, irá rápido. Y lo siento mucho. -La miró con firmeza y ella terminó por asentir, aunque a disgusto.

– Está arriba. ¿Puedo llamar a mis hermanas y a mi marido?

– Por supuesto -respondió Martin, que ya se dirigía a la escalera.

Erica dudó un instante, pero terminó por seguir al policía y al personal de la ambulancia al piso de arriba. Se apartó un poco y le dijo a Martin en voz baja:

– He venido para hablar con ella, entre otras cosas, de Erik Frankel. Quizá sea una coincidencia, pero ¿no te parece un tanto extraño?

Martin dejó que el médico responsable entrase primero y le preguntó a Erica:

– ¿Sugieres que existe alguna relación? ¿Cómo?

– No lo sé -admitió Erica meneando la cabeza-, Pero estoy investigando la vida de mi madre y resulta que, de niña, fue amiga de Erik Frankel y también de Britta. En el grupo había además un tal Frans Ringholm.

– ¿Frans Ringholm? -se sorprendió Martin.

– Sí, ¿lo conoces?

– Sí… bueno, nos hemos topado con él en la investigación del asesinato de Erik Frankel -contestó Martin pensativo, mientras en su cerebro bullían las ideas.

– ¿Y no te parece un tanto extraño que también muera Britta? ¿Dos meses después de la muerte de Erik Frankel? -insistió Erica.

Martin parecía seguir dudando.

– No estamos hablando de personas jóvenes. Quiero decir que, a su edad, ya empiezan a manifestarse un montón de percances: apoplejías, infartos, todo lo habido y por haber.

– Ya, pues te aseguro que esto no es ni un infarto ni una apoplejía -declaró el médico desde el interior de la habitación. Tanto Martin como Erica se sobresaltaron al oírlo.

– ¿Y qué es entonces? -quiso saber Martin. El policía entró en el dormitorio y se colocó justo detrás del doctor, junto a la cama de Britta. Erica prefirió quedarse en el umbral de la puerta, pero estiró el cuello para ver qué pasaba.

– A esta señora la han asfixiado -anunció el facultativo señalando los ojos de Britta con una mano y levantando el párpado con la otra-. Presenta petequias en los ojos.

– ¿Petequias? -preguntó Martin sin comprender.

– Sí, unas manchas rojas que se producen en el glóbulo ocular cuando los finísimos vasos que lo riegan se rompen como consecuencia de un aumento en la presión del sistema vascular. Típicas en los casos de muerte por asfixia, estrangulamiento y similares.

– Pero ¿no puede haberle pasado algo que hiciera que no pudiese respirar? ¿No presentaría entonces los mismos síntomas? -interrogó Erica.

– Sí, claro, es una posibilidad, desde luego -admitió el médico-, Pero puesto que ya en un primer examen he visto que tenía una pluma en la garganta, me atrevería a apostar muy alto porque aquí tenemos el arma del crimen -añadió señalando el almohadón blanco que había junto a la cabeza de Britta-, Aunque las petequias indican que debieron de ejercer presión también sobre la garganta, como si, por ejemplo, alguien la hubiese estrangulado también con la mano. Pero la autopsia despejará por completo todas estas dudas. De todos modos, una cosa es segura, no escribiré que se trata de una muerte natural hasta que el forense me demuestre sobradamente que estoy equivocado. Y hay que considerar este espacio como el escenario de un crimen. -Dicho esto, se incorporó y salió con cuidado de la habitación.

Martin hizo lo propio y sacó el teléfono del bolsillo para llamar a los técnicos, que deberían examinar el dormitorio minuciosamente.

Después de haberlos enviado a todos al piso de abajo, entró de nuevo en la cocina y se sentó al lado de Herman. Margareta lo miró y, con el ceño fruncido, expresó su preocupación al ver en el semblante del policía que algo no iba bien.

– ¿Cómo se llama su padre? -empezó Martin.

– Herman -respondió Margareta, cuya desazón iba en aumento.

– Herman -dijo Martin-, ¿Puede contarme lo que ha ocurrido?

En un primer momento, el hombre no respondió. Lo único que se oía era el rumor del personal de la ambulancia, que hablaban en voz baja en la sala de estar. Al cabo de unos instantes, Herman alzó la vista y dijo claramente:

– La he matado yo.

El viernes trajo consigo un maravilloso tiempo estival. Mellberg estiró las piernas a conciencia mientras Ernst, que también parecía apreciar el buen tiempo, correteaba a sus anchas.

– Pues sí, Ernst -comenzó Mellberg deteniéndose para esperar al perro, que se había parado a levantar la pata junto a un arbusto-. Que sepas que esta tarde tu papá va a salir a mover el esqueleto.

Ernst lo miró unos segundos con expresión inquisitiva y la cabeza ladeada, para enseguida volver a concentrarse en sus tareas evacuatorias.

Mellberg se sorprendió a sí mismo silbando jovial al pensar en la clase de por la tarde, y en la sensación al sentir el cuerpo de Rita pegado al suyo. Aunque una cosa era segura, lo de bailar salsa no conseguía engancharlo del todo.

Se le ensombreció el ánimo cuando al recuerdo evanescente de los ritmos ardientes del baile se impuso el de la investigación. O el de las investigaciones. Vaya coñazo de pueblo, nunca lo dejaban a uno tranquilo. Que la gente tuviese una inclinación tan recalcitrante por matarse unos a otros. En fin, por lo menos uno de los casos parecía bastante fácil de resolver. El marido había confesado. Ahora no tenían más que esperar el informe del forense, que confirmaría que se trataba de un asesinato, y fuera problema. Lo que andaba salmodiando Martin Molin de que era un tanto extraño que otra persona del entorno de Erik Frankel también muriese asesinada…, bueno, él no pensaba prestarle la menor atención. Por Dios bendito, según tenía entendido, la relación consistía en que habían sido amigos en la infancia. Hacía sesenta años. Eso era una eternidad y nada que guardase relación con la investigación del asesinato. No, era una idea absurda. En cualquier caso, le dio permiso a Molin para que hiciera alguna comprobación, para que revisara las listas de las llamadas y cosas así, para ver si hallaba algún vínculo. Lo más seguro es que no encontrara nada, pero al menos eso le cerraría la boca.

Mellberg tomó conciencia súbitamente de que los pies lo habían llevado al portal de Rita mientras él caminaba sumido en sus reflexiones. Ernst se colocó delante de la puerta y empezó a mover ansioso la cola. Mellberg miró el reloj. Las once. Un momento perfecto para tomarse una pausa y un café, si es que Rita estaba en casa. Dudó un instante, pero terminó llamando al portero automático. Sin respuesta.

– ¡Eh, hola!

La voz resonó a su espalda y le hizo dar un respingo. Era Johanna que, con no poco esfuerzo, se les acercaba caminando. Iba bamboleándose levemente y se presionaba la zona lumbar con la mano.

– ¡Que tenga que ser tan difícil dar un simple paseo de nada! -se lamentó con frustración en la voz e inclinándose hacia atrás para estirar la espalda, mientras exhibía una mueca de dolor-. Me da un ataque de tanto estar en casa sin hacer otra cosa que esperar, pero la voluntad del cuerpo y la del cerebro no coinciden del todo. -Dejó escapar un suspiro y se pasó la mano por la enorme barriga.

– Me figuro que venías a buscar a Rita -dijo dedicándole una sonrisa maliciosa.

– Eh, sí, bueno… -balbució Mellberg presa de un repentino desconcierto-. Nosotros dos… O sea, Ernst y yo habíamos salido a dar un paseo y supongo que Ernst se ha encaminado aquí para ver a… sí… a Señorita, así que estábamos…

– Rita no está en casa -atajó Johanna, aún con la misma burla en el semblante. Era obvio que le divertía mucho la turbación de Mellberg-, Pasará la tarde en casa de una amiga. Pero si no te importa subir y tomarte un café de todos modos, o, bueno, si a Ernst no le importa subir aunque no esté Señorita -le propuso con un guiño-, me encantará que me hagas compañía. Estoy empezando a sufrir el síndrome de la cabaña [8] .

– Sí… sí… Claro -respondió Mellberg entrando con ella.

Una vez en el apartamento, Johanna se sentó resoplando en una de las sillas de la cocina.

– Enseguida preparo café, pero antes tengo que respirar un poco.

– No, tú quédate sentada -le dijo Mellberg-. Ya vi el otro día dónde lo tiene, así que puedo prepararlo yo. Será mejor que tú descanses.

Johanna lo observaba perpleja mientras él abría puertas y sacaba tarros, pero agradeció poder quedarse sentada.

– Eso debe de ser una carga muy pesada de llevar -comentó Mellberg mientras llenaba de agua la cafetera mirándole la barriga de reojo.

– «Pesada» es sólo el principio. El embarazo es un estado sobrevalorado, debo decir. Primero se siente una fatal durante tres o cuatro meses y tiene que vivir cerca de un retrete, por si hay que vomitar. Claro que luego vienen un par de meses que no están mal y, de vez en cuando, incluso bastante agradables.

Luego siente una como si, durante la noche, se transformara en Barbapapá. Bueno, o quizá en Barbamamá…

– Ya, y luego…

– Oye, oye, no termines esa frase -repuso Johanna severa alzando un dedo acusador-. Eso aún no me he atrevido a pensarlo siquiera. Si empiezo a pensar en que sólo existe una vía para que este niño venga al mundo, me entrará el pánico. Y como digas «bueno, las mujeres han dado a luz desde que el mundo es mundo y han sobrevivido, y, además, han tenido más de uno, así que no puede ser tan terrible»… Si dices tal cosa, no tendré más remedio que atizarte.

Mellberg alzó las manos a la defensiva.

– Estás hablando con un hombre que jamás estuvo ni en las proximidades de un hospital de maternidad…

Puso el café y se sentó al lado de Johanna.

– Por lo menos, debe de ser un alivio tener excusa para comer por dos -observó sonriendo al ver que Johanna iba por la tercera galleta.

– Es una ventaja que utilizo al máximo -admitió ella riendo al tiempo que cogía otra galleta-. Aunque tú pareces compartir la misma filosofía, a pesar de no tener el embarazo como excusa -añadió señalando la contundente barriga de Mellberg con gesto provocador.

– Esto me lo quito yo bailando salsa en un abrir y cerrar de ojos -aseguró Mellberg dándose una palmadita en la panza.

– Pues tendré que ir a veros bailar un día -decidió Johanna con una sonrisa afable.

Por un instante, debido a la falta de costumbre, Mellberg sintió la fascinación de comprobar que alguien apreciaba verdaderamente su compañía. Aunque constató con no poco asombro que también él se encontraba a gusto con la nuera de Rita. Tomó aire y se atrevió finalmente a formular aquella pregunta a la que venía dando vueltas desde aquel almuerzo en que comprendió la situación.

– ¿Cómo…? ¿El padre…? ¿Quién…? -Mellberg comprendió que aquella tal vez no fuese la formulación más elocuente de su vida, pero Johanna lo entendió igualmente. Lo miró a los ojos durante unos segundos, como sopesando si responder a su pregunta. Al final, relajó su semblante y, decidida a confiar en que no hubiera en su interés ninguna intención oculta, le dijo:

– Una clínica. En Dinamarca. No conocimos al padre ni lo vimos nunca. O sea, que no fue una noche de juerga en un bar, si es eso lo que creías.

– No… eso no lo había pensado… -respondió Mellberg, aunque tuvo que admitir para sus adentros que había contemplado esa posibilidad.

Miró el reloj. Tendría que volver a la comisaría. Pronto sería la hora del almuerzo, una hora que no podía perderse. Se levantó, llevó las tazas y el plato al fregadero y se quedó un instante de pie, dudando. Finalmente, cogió la cartera que llevaba en el bolsillo trasero, sacó una tarjeta de visita y se la dio a Johanna.

– Por si… Si te vieras en un aprieto, si surgiera algo… Bueno, supongo que tanto Paula como Rita están disponibles y alerta hasta que… Pero en fin… sólo por si acaso…

Johanna cogió perpleja la tarjeta en tanto que Mellberg apremiaba el paso en dirección al vestíbulo. El mismo no se explicaba el porqué del impulso que lo había movido a ofrecerle a Johanna su tarjeta. Tal vez se debiese al hecho de haber sentido en la palma de la mano las patadas del bebé cuando ella le cogió la mano y se la puso en la barriga.

– Ernst, ven aquí -ordenó con tono brusco empujando al perro hacia la salida. Luego cerró la puerta tras de sí sin decir adiós.

Martin examinaba a fondo las listas de llamadas. No confirmaban la veracidad de su intuición, pero tampoco lo contrario. Poco antes del asesinato de Erik Frankel, alguien lo llamó, a él o a Axel, desde la casa de Herman y Britta. Había dos llamadas registradas. Figuraba una tercera, de hacía unos días, que parecía indicar que Britta o Herman habían hablado con Axel. Además, se leía el detalle de una llamada al número de Frans Ringholm.

Martin miró por la ventana, retiró la silla y apoyó los pies en la mesa. Había dedicado la mañana a revisar todos los documentos, las fotografías y todo el material que habían recopilado durante la investigación de la muerte de Erik Frankel. Estaba resuelto a no rendirse hasta haber encontrado un posible vínculo entre los dos asesinatos. Pero no halló nada. Salvo aquello, las llamadas telefónicas.

Con un sentimiento de frustración, arrojó las listas sobre la mesa. Tenía la sensación de haberse estancado. Y sabía que Mellberg sólo le había dado permiso para examinar algo más a fondo las circunstancias de la muerte de Britta para que no diese la lata. El, al igual que los demás, parecía convencido de que el marido era el culpable. Sin embargo, aún no habían podido interrogar a Herman. Según los médicos, se hallaba en estado de conmoción profunda y lo habían ingresado en el hospital. De modo que tendrían que esperar tranquilamente hasta que los doctores considerasen que se encontraba lo bastante fuerte como para resistir un interrogatorio.

Desde luego, aquello era un lío tremendo, y él no sabía en qué dirección seguir avanzando. Y allí estaba, con la mirada clavada en la carpeta que contenía los documentos de la investigación, como si así pudiera hacerlos hablar, cuando tuvo una idea. Naturalmente. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes?

Veinticinco minutos más tarde, llegaba a la entrada de la casa de Patrik y Erica. Había llamado a Patrik por el camino para cerciorarse de que estaba en casa, y, en efecto, el colega le abrió al primer timbrazo. Llevaba en brazos a Maja, que empezó a manotear en cuanto vio quién venía a visitarlos.

– Hola, chiquitina -dijo Martin moviendo los dedos a modo de saludo. La pequeña le respondió tendiéndole los brazos y, puesto que no parecía dispuesta a rendirse, Martin acabó sentado en el sofá de la sala de estar, con Maja en el regazo. Patrik se sentó en el sillón y, con la mano en la barbilla, en actitud reflexiva, se centró en todos los documentos y fotografías que Martin le había llevado.

– ¿Dónde está Erica? -preguntó Martin mirando a su alrededor.

– Eh… ¿Cómo? -Patrik levantó la vista de los documentos, un tanto desconcertado-. Ah, sí, hoy iba a pasar unas horas en la biblioteca, buscando información para el nuevo libro.

– Ajá -dijo Martin antes de pasar a concentrarse en entretener a Maja, mientras Patrik lo revisaba todo con calma.

– En otras palabras, ¿tú crees que Erica tiene razón? -preguntó al fin levantando la vista de los documentos-.Tú también crees que existe algún vínculo entre los asesinatos de Erik Frankel y de Britta Johansson, ¿no es eso?

Martin reflexionó un instante antes de asentir con la cabeza.

– Así es, eso creo. Aún no tengo ninguna prueba concreta de que sea cierto, pero si me preguntas qué creo, la respuesta es que estoy prácticamente convencido de que existe una conexión entre ambos casos.

Patrik asintió despacio.

– Pues sí; de lo contrario, es innegable, sería una extraña coincidencia -declaró estirando las piernas-. ¿Habéis interrogado a Axel Frankel y a Frans Ringholm sobre el motivo de las llamadas de Herman y Britta?

– No, todavía no -repuso Martin subrayando la negativa con un gesto de la cabeza-. Antes quería saber qué opinabas, comprobar que no es sólo cosa mía, que me he vuelto loco buscando otra respuesta cuando lo cierto es que ya tenemos a alguien que ha confesado.

– Su marido, sí… -convino Patrik meditabundo-. La cuestión es por qué dice que es él quien la ha matado, si no es así, ¿no?

– ¿Y yo qué sé? ¿Para proteger a alguien, tal vez? -sugirió Martin encogiéndose de hombros.

– Ummm… -Patrik reflexionaba en voz alta sin dejar de hojear los documentos que tenía encima de la mesa.

– ¿Y la investigación del asesinato de Erik Frankel? ¿Os ha llevado a alguna parte?

– Pues… no, yo no diría tanto -aseguró Martin abatido mientras llevaba a Maja a caballito sobre las piernas-, Paula está investigando más a fondo la asociación Amigos de Suecia, hemos hablado con los vecinos, pero nadie recuerda haber visto nada fuera de lo normal. Además, los hermanos Frankel viven en una zona tan apartada que tampoco teníamos muchas esperanzas y, por desgracia, nuestras previsiones se han cumplido. Por lo demás, todo está ahí -concluyó señalando los papeles que yacían esparcidos como un abanico delante de Patrik.

– ¿Y las finanzas de Erik? -preguntó sin dejar de hojear los papeles antes de extraer algunos de los últimos-. ¿Tampoco ahí había nada que llamase la atención?

– No, no mucho. Casi todo era lo normal, facturas, reintegros de cantidades menores, en fin, ya sabes.

– O sea, ninguna suma sustanciosa que se haya pasado de una cuenta a otra ni nada por el estilo, ¿no? -Patrik examinaba a fondo las columnas de números.

– No, lo más llamativo, en todo caso, era una transferencia mensual de la cuenta de Erik. Según el banco, llevaba casi cincuenta años ordenándola.

Patrik dio un respingo y miró a Martin.

– ¿Cincuenta años? ¿Y qué o quién es el beneficiario?

– Un particular residente en Gotemburgo, al parecer. El nombre debe de estar por ahí, anotado en algún papel -respondió Martin-. No eran cantidades demasiado grandes. Claro que iban incrementándose con el transcurso de los años, pero últimamente eran de dos mil coronas, y, la verdad, no sonaba nada llamativo… Quiero decir que no parece una cantidad que pague un chantaje ni nada parecido porque, ¿quién iba a estar pagando durante cincuenta años…?

Martin tomó conciencia de lo inconsistente que sonaba su razonamiento y sintió deseos de darse un golpe en la frente. Debería haber comprobado la transferencia. En fin, más valía tarde que nunca.

– Bueno, puedo llamarlo hoy mismo y preguntárselo -decidió Martin cambiando a Maja de pierna, porque la otra había empezado a dormírsele.

Patrik guardó silencio un instante, al cabo del cual dijo:

– No, mira, la verdad es que necesito salir un poco a que me dé el aire. -Abrió la carpeta y cogió la nota-. Se ve que Wilhelm Fridén es la persona que ha estado recibiendo las transferencias. Yo podría ir mañana a Gotemburgo y hablar con él personalmente. La dirección está aquí -añadió blandiendo la nota-. Porque me figuro que será la actual, ¿no?

– Bueno, es la dirección que me dio el banco, de modo que supongo que lo es -confirmó Martin.

– Bien, pues hacemos eso, iré a su casa mañana. Quizá se trate de un tema delicado y sería un desacierto llamar por teléfono.

– Vale, si quieres y puedes, te lo agradezco -confesó Martin-, Pero ¿qué harás con…? -se preocupó señalando a Maja.

– Ah, la niña se viene conmigo -declaró Patrik dedicándole a su hija una amplia sonrisa-. Así aprovechamos y vamos a ver a la tía Lotta y a los primos, ¿verdad? Siempre es divertido ver a los primos.

Maja emitió un gorjeo de asentimiento y dio unas palmaditas de entusiasmo.

– ¿Podría quedarme con esto unos días? -preguntó Patrik señalando la carpeta. Martin lo pensó un momento. Tenía copias de casi todo, así que no debería suponer ningún problema.

– Claro, quédatela. Y avisa si descubres algo más que te parezca que debamos mirar a fondo. Si tú te encargas de lo de Gotemburgo, nosotros comprobaremos con Frans y con Axel por qué los llamaron Britta o Herman.

– Si hablas con Axel, no le preguntes aún por las transferencias, espera a que yo haya recabado más información.

– Por supuesto.

– Y no te desanimes -le recomendó Patrik para consolarlo cuando lo acompañaban a la puerta-. Ya sabes por experiencia cómo es esto. Tarde o temprano, esa pequeña pieza que se resiste encajará en su lugar y nos lo aclarará todo.

– Sí, ya, ya lo sé -reconoció Martin, aunque sin mucha convicción-, Es que además me parece tan inoportuno que tú estés de baja paternal justo ahora. Nos habría hecho falta que estuvieras.-Pronunció aquellas palabras con una sonrisa, para mitigar la queja.

– Créeme, tú también te verás como yo. Y cuando estés inmerso en la ciénaga de los pañales, yo estaré trabajando a tope en la comisaría. -Patrik le guiñó un ojo a modo de despedida antes de cerrar la puerta.

– Anda, ¿has visto? Tú y yo iremos mañana a Gotemburgo -le dijo a Maja dando unos pasos de baile con ella en brazos.

– Ahora sólo tenemos que vendérselo a mamá.

Maja asintió, estaba de acuerdo.

Paula sentía un cansancio terrible. Cansancio y asco. Llevaba varias horas navegando por la red para recabar información sobre las organizaciones neonazis y, en particular, sobre Amigos de Suecia. La hipótesis más plausible seguía siendo que ellos estuviesen detrás de la muerte de Erik Frankel, pero el problema residía en que no tenían nada concreto en que basarse. No habían encontrado ninguna carta de amenazas, a excepción de las insinuaciones presentes en las cartas de Frans Ringholm, donde aseguraba que Amigos de Suecia no apreciaba en nada sus actividades y que él ya no podía garantizarle ninguna protección. Tampoco existía ninguna prueba técnica que vinculase a ningún miembro de esas organizaciones con el lugar del crimen. Todos los integrantes del consejo de administración se prestaron voluntariamente y con no poca sorna a que les tomaran las huellas, cosa que hicieron con la ayuda solícita de los colegas de Uddevalla. Pero el Laboratorio Estatal de Criminología había constatado que ninguna encajaba con las huellas halladas en la biblioteca de Axel y Erik. La cuestión de la coartada los había dejado en las mismas condiciones de penuria pericial. Ninguno tenía una coartada incuestionable, pero la mayoría contaban con una excusa lo bastante buena y suficiente hasta que diesen con alguna pista que los orientase en una dirección concreta. Además, varios de ellos atestiguaron que, durante los días en que debió de cometerse el asesinato, Frans estuvo de viaje en Dinamarca para visitar a una asociación hermana, con lo que le proporcionaban una coartada. El problema era, además, que la organización había resultado ser mucho más numerosa de lo que Paula jamás imaginó, y no podían comprobar la coartada ni tomarles las huellas a todas las personas vinculadas con los Amigos de Suecia. De ahí que, por ahora, hubiesen decidido limitarse a la cúpula, pero el resultado era, por el momento, igual a cero.

Siguió haciendo clic presa de la frustración. ¿De dónde salían todas aquellas personas? Podía entender el odio dirigido a personas concretas, a personas que habían cometido injusticias contra uno. Pero odiar a la gente de forma indiscriminada porque procedían de otro país o porque tenía un determinado color de piel… No, sencillamente, no lo comprendía.

Ella odiaba a los verdugos que mataron a su padre. Los odiaba tanto que podría matarlos sin vacilar si le dieran la oportunidad, si estuvieran vivos. Pero ahí se terminaba su odio, aunque hubiera podido continuar creciendo hacia arriba, hacia fuera, ampliándose siempre. Sin embargo, se negó a dejarse invadir por todo ese odio y lo limitó al hombre que sostenía el arma cuyas balas agujerearon el cuerpo de su padre. De no hacerlo así, habría terminado odiando el país en el que había nacido. Y, ¿cómo sobrevivir con semejante sentimiento? ¿Cómo sobrellevar la carga de odiar el país en el que había nacido, donde había dado sus primeros pasos, donde había jugado con amigos, dormitado en el regazo de su madre, oído las canciones que se cantaban al atardecer y bailado en las fiestas que se celebraban en medio de la más sincera alegría? ¿Cómo podría odiar todo aquello?

En cambio, estas personas… Bajó al final de la página leyendo columnas enteras en las que se justificaba el exterminio de personas como ella o, si no el exterminio, al menos sí la expulsión del país y la repatriación. Y había fotos. Muchas eran de la Alemania nazi, naturalmente. Imágenes en blanco y negro que tantas veces había visto, las montañas de cuerpos desnudos, esqueléticos, arrojados como desechos después de morir en los campos de concentración. Auschwitz, Buchenwald, Dachau… Todos aquellos nombres tan horrendamente familiares, para siempre ligados a la más extrema forma del mal. Aunque allí, en aquellas páginas, los elogiaban y los celebraban. O los negaban. También existían esas falanges. Peter Lindgren pertenecía a una de ellas. Era de los que sostenían que aquello jamás ocurrió. Que no habían matado a seis millones de judíos, que no los habían perseguido, ni atormentado, ni torturado, ni aniquilado en las cámaras de gas de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. ¡Cómo podían negar algo así, cuando habían quedado tantas huellas, tantos testigos! ¿Cómo funcionaban las mentes perturbadas de esas personas?

Unos toquecitos en la puerta la hicieron saltar en el asiento.

– Hola, ¿qué haces? -se interesó Martin asomando la cabeza.

– Estoy comprobando toda la información sobre los Amigos de Suecia -respondió ella con un suspiro-, Pero joder, da miedo profundizar en este asunto. ¿Sabías que en Suecia existen unas veinte organizaciones neonazis? ¿Y que el Partido Demócrata de Suecia obtuvo un total de doscientos dieciocho escaños en ciento cuarenta y cuatro municipios? ¿Adónde demonios va este país?

– No lo sé, pero desde luego, da que pensar -admitió Martin.

– Bueno, como quiera que sea, es tremendo -sentenció Paula arrojando enojada sobre la mesa el bolígrafo, que rodó y cayó al suelo.

– Yo diría que necesitas tomarte un descanso -sugirió Martin-, Estaba pensando que podríamos volver a tener una charla con Axel Frankel.

– ¿Sobre algo en particular? -preguntó Paula con curiosidad al tiempo que se levantaba y seguía a Martin hacia la cochera.

– Bueno, no, se me ha ocurrido que no estaría de más volver a hablar con él. Después de todo, es el familiar más próximo de Erik y el que más sabe de él. Pero, sobre todo, quiero comprobar una cosa… -Martin dudaba-, O sea, ya sé que soy el único que tiene la sensación de que podría haber alguna conexión con el asesinato de Britta Johansson, pero alguien llamó de su casa a la de Axel hace tan sólo un par de días, y en junio también hicieron algunas llamadas allí, aunque es imposible determinar si llamaron a Erik o a Axel. Y acabo de comprobar las listas de llamadas de los Frankel y he visto que, en junio, alguien llamó a Britta o a Herman. Dos veces. Antes de la llamada desde casa de Britta.

– Vale la pena comprobarlo, claro -convino Paula poniéndose el cinturón de seguridad-, Y con tal de verme libre de los nazis un rato, me trago cualquier excusa, por rebuscada que sea.

Martin asintió y salió de la cochera. Comprendía a Paula a la perfección. Pero algo le decía que la excusa no era tan rebuscada.

Anna llevaba toda la semana conmocionada y hasta el viernes no empezó a ser capaz de asimilar la información. Dan se lo había tomado mucho mejor. Una vez recuperado de la sorpresa inicial, andaba canturreando para sí a todas horas. Fue rechazando todas las objeciones de Anna con un despreocupado: «Bah, ya lo arreglaremos. ¡Va a ser estupendo! ¡Un hijo tuyo y mío, será la bomba!».

Pero Anna no podía asimilar aún lo de la «bomba». Se sorprendía a veces acariciándose la barriga, tratando de imaginarse lo que aún no era más que un granito. Por ahora, algo imposible de identificar, un embrión microscópico que, dentro de unos cuantos meses, se convertiría en un niño. Pese a que ya lo había vivido en dos ocasiones, le resultaba igual de incomprensible. Quizá más aún en esta ocasión, porque los embarazos de Emma y de Adrián apenas los recordaba, se habían desdibujado perdidos en una bruma en la que el miedo a los golpes dominaba cada segundo de sueño y de vigilia. Toda su energía se concentraba en defender la barriga, en proteger de Lucas aquellas vidas.

En esta ocasión no tendría que hacer tal cosa. Y, por absurdo que pudiera parecer, eso la asustaba. En esta ocasión, tenía la oportunidad de sentirse feliz. Podía sentirse feliz. E iba a sentirse feliz. Quería a Dan. Se sentía segura con él. Sabía que jamás se le ocurriría siquiera la idea de hacerle daño a ella o a ninguna otra persona. ¿Por qué la asustaba aquello? Eso era lo que llevaba varios días intentando comprender y asimilar.

– ¿Tú qué crees, niño o niña? ¿Alguna sensación en alguna dirección? -Dan se le había acercado por detrás, la abrazó y le acarició la barriga, aún plana.

Anna se echó a reír e intentó seguir removiendo la comida, pese a tener delante los brazos de Dan.

– Oye, que estoy de unas siete semanas. ¿No te parece un poco pronto para tener ninguna sensación de qué va a ser? Y, además, ¿por qué? -Anna se dio media vuelta con gesto preocupado-. Espero que no abrigues demasiadas esperanzas de que sea niño, porque ya sabes que es el padre el que determina el sexo y, puesto que tú ya has tenido tres niñas, la probabilidad estadística de que…

– ¡Chist! -Dan le puso riendo el índice en los labios-. Me encantará igual sea lo que sea. Si es niño, fenomenal. Si es una niña, genial. Y además… -empezó, poniéndose serio-…ya tengo un hijo. Adrián. Espero que te hayas dado cuenta. Creía que ya lo sabías. Cuando os pedí que os mudarais aquí, no me refería sólo a la casa, sino aquí -añadió con el puño en el corazón mientras Anna intentaba ahogar el llanto. No lo consiguió del todo, una lágrima le cayó por las pestañas a la mejilla. Y el labio inferior empezó a temblarle. Dan le enjugó la lágrima con la mano y le cogió la cara con ambas manos. La miró con firmeza a los ojos. Y la obligó a sostenerle la mirada.

– Si resulta que es niña, Adrián y yo tendremos que estar unidos contra todas vosotras. Pero no dudes ni un segundo que tú, Emma y Adrián sois para mí una sola cosa. Y os quiero a los tres. Y a ti, que estás ahí dentro, también te quiero, ¿me oyes? -preguntó dirigiéndose a la barriga.

Anna rio feliz.

– Creo que el oído no se desarrolla hasta el quinto mes o algo así.

– Oye, que mis hijos se desarrollan con mucha precocidad -le respondió con un guiño.

– Sí, ¿verdad? -repuso Anna sin poder contener la risa.

Se estaban besando cuando, de repente, se separaron sobresaltados al oír que alguien abría la puerta y la cerraba enseguida de un portazo.

– ¿Hola? ¿Quién es? -preguntó Dan encaminándose a la entrada.

– Yo -resonó una voz airada. Belinda los miró con desprecio.

– ¿Cómo has venido? -quiso saber Dan mirándola irritado.

– ¿Cómo mierda crees que he venido? Con el mismo puto autobús con el que me fui de aquí, como comprenderás.

– Si no hablas conmigo con educación, mejor no hables conmigo en absoluto -le advirtió Dan sereno.

– Eh… entonces… creo que prefiero… -Belinda se puso el índice en la mejilla, como si estuviera reflexionando-. Ah, ya sé. Entonces prefiero ¡NO HABLARTE EN ABSOLUTO! -Y, dicho esto, subió como un torbellino a su habitación, cerró dando un portazo que retumbó en el descansillo y puso el equipo de música tan alto que Anna y Dan notaban cómo el suelo vibraba bajo sus pies.

Dan se sentó abrumado en el primer peldaño, atrajo a Anna hacia sí y le habló a la barriga, que le había quedado justo a la altura de la boca.

– Espero que te hayas tapado los oídos, porque tu padre será demasiado mayor para semejante vocabulario cuando tú tengas su edad.

Anna le acarició el pelo con gesto compasivo. Sobre sus cabezas seguía retumbando la música.

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