5

Fjällbacka, 1943

Los cubiertos tintineaban al chocar contra la porcelana mientras comían. Los tres intentaban no mirar de reojo hacia la silla vacía, pero para ninguno de ellos era fácil.

– Mira que tener que irse otra vez, tan pronto. -Gertrud le alargó la fuente de patatas a Erik con mirada inquisitiva, y el muchacho se sirvió una en el plato, ya lleno de comida. Era lo más sencillo. De lo contrario, su madre empezaría a insistir y a insistir, hasta que al fin tendría que ponerse más. La comida no le interesaba. Sólo comía porque era necesario. Y porque su madre decía que le daba vergüenza verlo tan delgado. La gente pensaría que no le daban de comer, solía decir.

Axel, en cambio… El siempre comía con mucho apetito. Erik miró de soslayo la silla vacía mientras, a disgusto, se llevaba el tenedor a la boca. La comida le crecía una vez dentro. La salsa convertía la patata en una pasta empapada y empezó a masticar enseguida para liberarse del bocado lo antes posible.

– Tiene que hacer lo que le corresponde. -Hugo Frankel miró a su mujer con severidad, aunque también él dirigía la vista a la silla vacía de Axel, que estaba frente a Erik.

– Sí, bueno, yo sólo digo que podría tomarse un par de días para descansar en casa tranquilamente.

– Eso lo decide él. Nadie decide ni manda en lo que hace Axel, salvo el propio Axel. -La voz de Hugo estallaba de orgullo, y Erik sintió la punzada de siempre en el pecho. La que solía sentir cuando sus padres hablaban de su hermano. Como si él no fuese más que una sombra en la familia, una sombra de Axel, alto y fuerte y rubio, siempre en el centro de atención, aunque él no se esforzaba por conseguirlo. Erik se llevó otro bocado a la boca. Ojalá se acabara pronto la cena. Así podría irse a leer a su habitación. Leía sobre todo libros de Historia. Todos esos hechos, nombres, fechas y lugares, tenían algo que le encantaba. No eran aleatorios, eran algo que se podía memorizar, algo con lo que contar.

A Axel nunca le había gustado mucho leer. Aun así, se las había arreglado para terminar el instituto con la máxima calificación. Erik también tenía buenas notas. Pero él tenía que trabajar para conseguirlas. Y nadie le daba palmaditas en la espalda ni irradiaba orgullo y satisfacción por él ante amigos y conocidos. Nadie alardeaba de Erik.

Pese a todo, no era capaz de no querer a su hermano. A veces deseaba serlo. Deseaba poder detestarlo, odiarlo, que la punzada pasara a su pecho. Pero la verdad era una: Erik quería a Axel. Más que a nadie en el mundo. Axel era el más fuerte, el más valiente y el único que merecía que se alardease de él. No Erik. Eso era un hecho. Como en los libros de Historia. Tanto como que la batalla de Hastings tuvo lugar en 1066. Era algo indiscutible, no era opinable ni alterable. Así era y punto.

Erik miró el plato. Vio con asombro que estaba vacío.

– Papá, ¿puedo retirarme de la mesa? -preguntó esperanzado.

– ¿Has terminado de comer? Vaya, pues sí, mira… Está bien, vete. Tu madre y yo nos quedaremos aquí un rato más.

Cuando Erik subía la escalera camino de su habitación, oyó a sus padres hablando en el comedor.

– Espero que Axel no se arriesgue demasiado, yo…

– Gertrud, tienes que dejar de sobreprotegerlo. Axel tiene diecinueve años y el comerciante dijo esta mañana que no ha visto un muchacho tan… Hemos de estar satisfechos de tener un…

Las voces se apagaron cuando cerró la puerta de su dormitorio. Se tiró en la cama y cogió el primer libro de la pila, uno que trataba sobre Alejandro Magno. Él también fue un valiente. Exactamente igual que Axel.


* * *

– Sólo digo que podrías haberlo mencionado. Me quedé como una idiota cuando Kristina me dijo que Karin y tú estabais paseando juntos.

– Sí, ya… ya sé -Patrik balbucía con la cabeza gacha. La hora que Kristina se quedó a tomar café con ellos transcurrió plagada de matices ocultos y de miradas elocuentes, y apenas acababa de cerrar la puerta de la calle cuando Erica estalló.

– O sea, no es el hecho de que andes paseando por ahí con tu ex mujer. No soy celosa y lo sabes. Pero ¿por qué no me lo dijiste? Eso es lo que no entiendo…

– Sí, te comprendo… -Patrik evitaba mirar a Erica a los ojos.

– ¡Me comprendes! ¿Es todo lo que tienes que decir? ¿Ninguna explicación? ¡O sea, yo creía que tú y yo podíamos hablar de todo! -Erica tomó conciencia de que estaba acercándose al límite de lo que podría llamarse un ataque de histeria, pero la frustración de los últimos días acababa de encontrar una válvula de escape y no pudo contenerse.

– ¡Y además, creía que los dos teníamos claro el reparto de tareas! Tú estás de baja paternal y yo trabajo. Aun así, no gano para interrupciones, te presentas en mi despacho cada dos por tres como si tuviera una puerta giratoria, y ayer tuviste el valor de largarte y desaparecer durante dos horas, dejándome aquí con Maja. ¿Cómo crees que me las he arreglado yo todo este año, eh? ¿Crees que tenía una sirvienta que me sustituía cuando tenía que salir a algún recado, o que me decía dónde estaban los guantes de Maja, eh? -Erica se oyó a sí misma gritar con aquella voz chillona y se preguntó si de verdad era ella la que hablaba. Calló de repente y, en un tono más bajo, continuó:

– Perdona, no quería… Oye, creo que voy a salir a caminar un rato. Tengo que salir de aquí.

– Sí, vete -la animó Patrik, que parecía una tortuga que, temerosa, asomara la cabeza del caparazón para comprobar si la costa estaba despejada-.Y perdón por no haberte dicho nada… -añadió con una mirada suplicante.

– Bah… Pero no vuelvas a hacerlo nunca más… -repuso Erica con un amago de sonrisa. Ondeaba la bandera blanca. Lamentaba haber perdido los estribos con él, pero ya hablarían después. Ahora necesitaba más que nada un poco de aire fresco.

Iba caminando a buen paso por el pueblo. Fjällbacka tenía un aspecto tan extrañamente desierto tras la marcha de los turistas, después de los agitados meses de verano… Era como una sala de estar por la mañana después de una juerga de las grandes. Vasos con restos de bebida, una serpentina enredada en un rincón, un gorrito de papel ladeado en la cabeza de un invitado que se ha quedado frito en el sofá. Aunque, en el fondo, Erica prefería esta época. El verano era demasiado intenso, demasiado latoso. Ahora la plaza de Ingrid Bergman estaba en calma. Maria y Mats tenían abierto aún el quiosco del centro, pero dentro de poco cerrarían y se marcharían a atender su negocio en el norte, en Sälen, como hacían todos los años. Y aquello era, precisamente, lo que tanto le gustaba de Fjällbacka. Lo predecible de sus cambios. Cada año lo mismo, los mismos ciclos. Same procedure as last year.

Iba saludando a quienes se cruzaba por la plaza de Ingrid Bergman y al subir la cuesta de Galärbacken. Conocía bien, o al menos de vista, a la mayoría. Pero apretaba el paso en cuanto alguien parecía querer detenerse a charlar un rato. Hoy no le apetecía lo más mínimo. Cuando, con pie ligero, pasó por delante de la gasolinera OK-Q8 y enfiló la calle Dinglevägen, supo enseguida adonde dirigía sus pasos. Con toda probabilidad, su subconsciente había elegido el destino de su paseo ya cuando salió de Sälvik, pero hasta aquel momento no se había dado cuenta.

– Tres casos de agresión, dos atracos a sendos bancos y alguna que otra perla más. Pero ninguna sentencia por acoso contra grupo étnico -explicó Paula cerrando la puerta del copiloto del coche policial-. Encontré unas cuantas denuncias contra un chico llamado Per Ringholm, pequeñeces, por ahora.

– Es su nieto -dijo Martin cerrando el coche. Habían ido a Grebbestad, donde vivía Frans Ringholm, en un piso próximo al Gästis.

– Ja, ja, ahí dentro he movido yo el esqueleto más de una noche -comentó Martin señalando con la cabeza la entrada del Gästis.

– Sí, me lo imagino. Pero eso ya se acabó, ¿no?

– Y que lo digas. Llevo más de un año sin ver una sala de baile por dentro. -Martin no parecía sentirse nada desgraciado por ese motivo. En honor a la verdad, estaba tan terriblemente enamorado de su querida Pia que, en realidad, querría no tener que salir del apartamento que compartían a menos que no le quedase más remedio. Pero, desde luego, tuvo que besar a toda una serie de ranas, o de sapos, más bien, hasta encontrar a su princesa.

– ¿Y tú? -Martin miraba a Paula con curiosidad.

– ¿Y yo qué? -fingió no comprender la pregunta y, además, ya habían llegado a la puerta de Frans Ringholm. Martin la golpeó con decisión y su firmeza fue recompensada con el ruido de unos pasos que resonaron en el interior.

– ¿Sí? -Un hombre con el pelo plateado corto, casi rapado, les abrió la puerta. Llevaba vaqueros y una camisa de cuadros como las que Jan Guillou [4] solía llevar con testarudez y desinterés absoluto por las fluctuaciones de la moda.

– ¿Frans Ringholm? -Martin lo observaba con curiosidad. Era conocido en la comarca, y no sólo en el pueblo, según había constatado Martin tras hacer en su casa una búsqueda en Internet. Al parecer, era uno de los fundadores de una de las organizaciones xenófobas que más estaba creciendo en toda Suecia y, a juzgar por lo que se leía en diversos foros en la red, había empezado a convertirse en un factor de poder nada desdeñable.

– Soy yo. ¿En qué puedo serles de utilidad… -abarcó con la mirada a Martin y a Paula-…a los señores?

– Tenemos unas preguntas que hacerle. ¿Podemos pasar?

Frans se hizo a un lado enarcando una ceja y sin decir nada. Martin miró con asombro a su alrededor. No sabía exactamente qué se había esperado, pero sí algo más sucio, más desordenado, más abandonado. Sin embargo, aquel piso tenía un aspecto tan pulcro y bien organizado que, en comparación, el suyo parecía un cuchitril de drogatas.

– Siéntense -los invitó Frans, señalando un sofá de la sala de estar que se veía al fondo del pasillo y a la derecha-. Acabo de poner café. ¿Leche? ¿Azúcar? -su tono era tranquilo y cortés, y Martin y Paula se miraron con la misma expresión de desconcierto.

– Solo, gracias -respondió Martin.

– Con leche, sin azúcar -dijo Paula pasando antes que Martin a la sala de estar. Se sentaron el uno al lado del otro en el sofá blanco y escrutaron la habitación. Era una sala luminosa y húmeda, con grandes ventanas que daban al mar. No causaba una impresión de limpieza obsesiva, sino que era más bien acogedora pero pulcra y ordenada.

– Aquí tenemos el café. -Frans apareció con una bandeja bien cargada. Puso en la mesa tres tazas humeantes y, al lado, una gran bandeja con pastas.

– Adelante -dijo acompañando la invitación con un gesto de la mano y cogiendo una taza antes de arrellanarse en un gran sillón-. Decidme, ¿qué puedo hacer por vosotros?

Paula bebió un sorbo de café antes de tomar la palabra.

– Se habrá enterado de que encontraron el cadáver de un hombre a las afueras de Fjällbacka.

– Sí, Erik -respondió Frans asintiendo compungido antes de beber él también-. Sí, me entristeció muchísimo la noticia. Y una tragedia horrible para Axel. Debe de haber sido un duro golpe para él.

– Sí, bueno, resulta que… -Martin carraspeó ligeramente. Se sentía confundido ante tanta amabilidad y también por el hecho de que aquel hombre era exactamente la antítesis de lo que se había imaginado. Pero se serenó y dijo por fin-: queríamos hablar con usted porque encontramos unas cartas suyas en casa de Erik Frankel.

– Vaya, así que guardó las cartas -rio Frans alargando el brazo para coger una galleta-. Sí, a Erik le gustaba coleccionar cosas. Vosotros los jóvenes pensaréis que eso de mandar cartas es una antigualla, pero a un búho viejo como yo le cuesta desprenderse de las costumbres de siempre. -Le dedicó un amable guiño a Paula, que estuvo a punto de corresponder con una sonrisa cuando recordó que el hombre que tenía delante había dedicado toda su vida a combatir y a complicarle la vida a gente como ella. Y la sonrisa se le murió en los labios.

– En las cartas se mencionan ciertas amenazas… -intervino Paula con gesto imperturbablemente serio.

– Bueno, yo no las llamaría amenazas. -Frans la observaba tranquilo y arrellanado en el sofá. Cruzó las piernas antes de continuar-. Simplemente me creí en la obligación de advertirle a Erik que existían ciertas… fuerzas dentro de la organización que no siempre actuaban… ¿cómo decirlo…? De forma razonable.

– ¿Y le pareció que debía informarlo de tal circunstancia porque…?

– Erik y yo éramos amigos desde que llevábamos pantalón corto. Sí, bueno, admito que nos distanciamos y no puede decirse que hayamos cultivado una verdadera amistad durante años. Y es que… elegimos caminos distintos en la vida.-Frans sonrió-, Pero no le deseaba ningún mal y, claro, en cuanto tuve la oportunidad de ponerlo sobre aviso, lo hice. Hay a quienes les cuesta comprender que no se debe recurrir a los puños a todas horas y para cualquier cosa.

– Pues usted sí que ha… recurrido a los puños -repuso Martin-. Tres sentencias por agresión, varios robos a bancos y, por lo que he podido concluir, no cumplió la pena con la templanza de un dalái-lama.

Frans no pareció turbarse ante el comentario de Martin y siguió sonriendo. De una forma muy parecida a la de un dalái- lama, por cierto.

– Cada cosa tiene su momento. La cárcel tiene sus propias reglas y a veces sólo existe allí una lengua inteligible. Por otro lado, la sensatez se adquiere con la edad, según dicen, y yo he aprendido la lección a lo largo de los años.

– Y su nieto, ¿ha aprendido ya la lección? -Martin alargó el brazo en busca de una galleta mientras formulaba la pregunta. Como un rayo, Frans extendió la mano y atenazó con ella la de Martin. Manteniendo la mirada fija en el policía, masculló:

– Mi nieto no tiene nada que ver con esto, ¿entendido?

Martin no apartó la mirada hasta que se liberó del puño de hierro; se masajeó la muñeca.

– No vuelva a hacer eso en la vida -masculló en voz baja.

Frans se echó a reír y se arrellanó de nuevo en el sillón. Volvía a ser el afable abuelete de antes. Sin embargo, su fachada se había derrumbado durante unos segundos. Tras la calma se escondía la ira. Y la cuestión era si Erik había sido víctima de esa ira.

Ernst tiraba de la correa y Mellberg se esforzaba por sujetarlo. Estudiaba el entorno mientras intentaba avanzar arrastrando las piernas. Ernst no comprendía por qué su dueño se empeñaba de repente en caminar a paso de tortuga e intentaba anular la correa que lo tenía sujeto obligando a su amo a acelerar el paso.

Mellberg casi había completado la ronda cuando vio recompensado su esfuerzo. Acababa apenas de pensar en abandonar, cuando oyó pasos a su espalda. Ernst empezó a saltar contentísimo al ver que se acercaba su amiga.

– Ajá, así que vosotros también habéis salido a pasear -dijo Rita con la voz tan jovial como Mellberg la recordaba. Sintió que las comisuras de los labios se le estiraban para formar una sonrisa.

– Pues sí, aquí estamos. Dando un paseo, vamos. -Mellberg sintió deseos de propinarse una patada. ¿Qué clase de respuesta estúpida era aquella? El, que solía ser tan elocuente cuando hablaba con las damas… Y allí estaba ahora, hablando como un idiota. Se exhortó a sí mismo a comportarse e intentó sonar con algo más de autoridad:

– Según tengo entendido, es importante que hagan ejercicio. Así que Ernst y yo intentamos dar todos los días un paseo de una hora, como mínimo.

– Desde luego, y no son sólo los perros los que necesitan hacer ejercicio. Tú y yo necesitamos también un poco -opinó Rita entre risas dándose una palmadita en la barriga. A Mellberg se le antojó de lo más liberador. Por fin una mujer que comprendía que las redondeces no siempre eran una desventaja.

– Sí, por supuesto -convino palmeándose también él su generosa barriga-. Pero hay que tener cuidado de no perder el aplomo.

– ¡No, Dios no lo quiera! -exclamó Rita entre risas. Esa expresión, un tanto anticuada, sonó deliciosa en combinación con su acento-. Por eso siempre procuro llenar el depósito enseguida. -Se detuvo ante un bloque de pisos y Señorita empezó a tironear en dirección a uno de los portales-. Podría invitarte a un café. Con bollos.

Mellberg tuvo que hacer un esfuerzo para no dar un salto de alegría e intentó fingir que se lo estaba pensando. Al cabo de un instante dijo:

– Pues sí, gracias, no es mala idea. No puedo ausentarme mucho del trabajo, pero…

– Estupendo. -Rita marcó el código de la puerta y entró la primera. Ernst no parecía tener el mismo autocontrol que su dueño, sino que iba agitadísimo saltando de pura felicidad ante la perspectiva de acompañar a Señorita a su casa.

Lo primero que pensó Mellberg al ver el apartamento de Rita fue que le parecía «acogedor». No tenía la árida decoración minimalista a la que tan proclives eran los suecos, sino que literalmente crepitaba de calidez y de color. Soltó a Ernst, que salió como una bala en busca de Señorita, la cual, al parecer, le permitió magnánima que revolviese entre sus juguetes. Mellberg se quitó el chaquetón, colocó cuidadosamente los zapatos en el zapatero y siguió la voz de Rita, que lo condujo a la cocina.

– Parece que están a gusto juntos.

– ¿Quiénes? -preguntó Mellberg en un tono bobalicón, pues su cerebro estaba completamente ocupado en procesar la visión del exuberante trasero de Rita, que apuntaba hacia él mientras ella medía junto al fregadero los cacitos de café y llenaba la cafetera.

– Señorita y Ernst, claro -contestó antes de volverse y echarse a reír.

Mellberg la secundó cortés.

– Ya, sí, claro. Sí, parece que se caen bien. -Una rápida ojeada a la sala de estar le confirmó tal afirmación con mayor contundencia de lo que él habría deseado: Ernst estaba olisqueando a Señorita justo debajo del rabo.

– ¿Te gustan los bollos? -preguntó Rita.

– ¿Duerme boca arriba Dolly Parton? -respondió Mellberg con una pregunta retórica, aunque lo lamentó enseguida. Rita se volvió hacia él con una expresión inquisitiva.

– No lo sé. Sí, quizá sí duerma boca arriba, ¿no? Sí, claro, con el pecho que tiene, debería dormir boca arriba, quizá…

Mellberg rio abochornado.

– No es más que un dicho. Quería decir que sí, que me encantan los bollos.

Más que perplejo, la vio poner en la mesa tres tazas y tres platos. El misterio quedó resuelto en el acto, pues Rita se dirigió a la puerta de la habitación contigua a la cocina y gritó:

– ¡Johanna, el café está listo!

– ¡Ya voy! -se oyó una voz desde el interior de la habitación. Un segundo más tarde, apareció una mujer rubia extraordinariamente guapa con una barriga enorme.

– Es mi nuera, Johanna -explicó Rita señalando a la mujer, que estaba embarazadísima-. Y este es Bertil, el dueño de Ernst. Lo conocí en el bosque -añadió con una risita. Mellberg le tendió la mano para saludarla y estuvo a punto de caer de bruces de dolor. Jamás en la vida le habían dado un apretón de manos de aquel calibre, pese a que, a lo largo de los años, había estrechado la mano a un montón de tipos duros.

– Menudas tenazas -se lamentó con un suspiro de alivio cuando por fin logró soltarse.

Johanna lo miró con expresión jocosa y se acomodó con esfuerzo ante la mesa de la cocina. Después de intentar dar con una postura que le permitiera alcanzar tanto la taza como el bollo, empezó a comer con sano apetito.

– ¿Cuándo sales de cuentas? -preguntó Mellberg solícito.

– Dentro de tres semanas -respondió Johanna con sequedad, al parecer totalmente concentrada en ingerir cada miga del bollo, para extender enseguida el brazo en busca del segundo.

– Ya veo que comes por dos -observó Mellberg con una carcajada, pero una mirada agria de Johanna lo hizo cerrar la boca. Una pieza nada fácil de conquistar, se dijo.

– Es mi primer nieto -intervino Rita ufana, dándole a Johanna unas palmaditas cariñosas en la barriga. El semblante de Johanna, que posó la mano sobre la de su suegra, se iluminaba cuando la miraba.

– ¿Tú tienes nietos? -preguntó Rita con curiosidad una vez servido el café y después de sentarse a la mesa con Bertil y Johanna.

– No, todavía no -respondió negando con la cabeza-, Pero tengo un hijo. Se llama Simón y tiene diecisiete años.-Mellberg se irguió lleno de orgullo. Aquel hijo había llegado tarde a su vida y la noticia de su existencia no fue algo que él acogiese con excesivo entusiasmo. Pero poco a poco se fueron conociendo y ahora Mellberg se sorprendía de la sensación que inundaba su pecho en cuanto pensaba en Simón. Era un buen chico.

– Diecisiete años, bueno, entonces no hay prisa. Pero créeme, los nietos son el postre de la vida -afirmó sin poder evitar dar otra palmadita en la barriga de Johanna.

Tomaron café en animada conversación mientras los perros alborotaban por el piso. Mellberg quedó fascinado ante la pura y sincera alegría que experimentaba allí sentado en la cocina de Rita. Después de los chascos que se había llevado en los últimos años, se dijo que no quería volver a saber de ninguna mujer. En cambio, allí estaba ahora. Y muy a gusto.

– Y bien, ¿qué te parece? -le preguntó Rita mirándolo insistente. Mellberg comprendió que no se había enterado de la pregunta a la que se suponía que debía responder.

– ¿Perdón?

– Sí, te decía que podías venir esta noche a mi clase de salsa. Es un grupo de principiantes. Nada complicado. A las ocho.

Mellberg la miraba incrédulo. ¿Clase de salsa? ¿El? La sola idea era del todo ridícula. Pero Mellberg acertó a mirar demasiado intensamente los oscuros ojos de Rita y oyó con horror su propia voz que decía:

– ¿Clase de salsa? A las ocho. Desde luego.

Erica ya había empezado a arrepentirse cuando subía el camino de gravilla que desembocaba en la casa de Erik y Axel. Ya no le parecía tan buena idea como cuando se le ocurrió, y alzó el puño para golpear la puerta embargada por la duda. En un primer momento no oyó nada y pensó con alivio que no habría nadie en casa. Luego sintió pasos en el interior y, cuando se abrió la puerta, le dio un vuelco el corazón.

– ¿Sí? -Axel Frankel parecía insomne y agotado y le dedicó a Erica una mirada inquisitiva.

– Hola, soy Erica Falck, yo… -vacilaba, pues no sabía cómo continuar.

– La hija de Elsy. -Axel levantó la cabeza y la observó con una expresión extraña en los ojos. El cansancio había desaparecido de su mirada y la escrutaba con sumo interés-. Sí, ahora lo veo. Tu madre y tú os parecéis mucho.

– ¿Ah, sí? -preguntó Erica sorprendida. Nadie le había dicho nada semejante.

– Sí, algo en los ojos… Y la boca. -Ladeó la cabeza como si estuviese valorando cada detalle de su aspecto. Luego, de repente, se hizo a un lado-. Adelante.

Erica entró en el vestíbulo y se quedó allí plantada.

– Ven, podemos sentarnos en la terraza. -El anciano se alejó por el pasillo como esperando que ella lo siguiera. Señaló con la mano el sofá que había en una maravillosa terraza acristalada, parecida a la que tenían ella y Patrik.

– Siéntate. -No daba muestras de tener intención de invitarla a café y, cuando ya llevaban unos minutos en silencio, Erica se aclaró la garganta.

– Verá, la razón de que… -volvió a tomar impulso-, la razón de que haya venido a verlo es que le dejé a Erik una medalla. -Tomó conciencia de lo brusco que sonaba el preámbulo y añadió-: Ni que decir tiene que quería darle el pésame. Yo… -La situación le resultaba incómoda y se retorcía en el sofá mientras buscaba febrilmente una manera de proseguir.

Axel la tranquilizó con un gesto de la mano y le dijo amablemente:

– ¿Qué decías de una medalla?

– Sí -asintió Erica, agradecida al ver que él tomaba las riendas-. La primavera pasada encontré una medalla entre las pertenencias de mi madre. Una medalla nazi. No sabía por qué la tenía ni por qué la había conservado y sentí curiosidad. Y puesto que yo sabía que su hermano… -se interrumpió encogiéndose de hombros.

– ¿Y pudo ayudarte mi hermano?

– No lo sé. Hablamos por teléfono antes del verano, pero luego yo estuve muy ocupada y… bueno. Había pensado volver a ponerme en contacto con él, pero… -La frase murió a medio terminar.

– Y quieres saber si la medalla sigue aquí, ¿no es eso?

Erica asintió.

– Sí, perdón, entiendo que suena horrible que me preocupe por algo así cuando… Pero mi madre había conservado muy pocos objetos y… -Volvió a retorcerse, algo incómoda. En realidad, tendría que haber llamado por teléfono, en lugar de presentarse allí. Aquello estaba resultando terriblemente frío y calculador.

– Lo comprendo. Lo comprendo a la perfección. Créeme, nadie comprende mejor que yo lo importantes que son los lazos con el pasado. Incluso cuando los constituyen objetos sin vida. Y, desde luego, Erik lo había comprendido. Todos esos objetos que coleccionaba… Todos aquellos datos. Para él no estaban muertos. Vivían, le contaban una historia, nos enseñaban algo. -Se quedó mirando por los ventanales y, por un instante, pareció hallarse en un lugar remoto. Luego, volvió de nuevo la vista a Erica.

– Naturalmente, buscaré la medalla. Pero antes, háblame de tu madre. ¿Cómo era? ¿Cómo vivió?

A Erica le resultaron extrañas aquellas preguntas, pero en su mirada había un destello casi suplicante, de modo que quiso intentar responderlas.

– Pues… ¿Que cómo era mi madre? Si he de ser sincera, no lo sé. Mi madre era un tanto mayor cuando nos tuvo a mí y a mi hermana y… No sé… Nunca tuvimos muy buena relación. ¿Y cómo vivía? -Erica se esforzó por recordar. Por un lado, no comprendía la pregunta del todo. Y por otro, no sabía bien cómo responderla. Volvió a tomar impulso y se aventuró:

– Creo que le costaba justo esa parte. Le costaba vivir. Siempre la encontré muy controlada, no demasiado… alegre. -Erica luchaba desesperadamente por ofrecer una descripción mejor. Pero aquello era lo más próximo a la verdad. Lo cierto era que no recordaba haber visto alegre a su madre jamás.

– Me duele oír eso. -Axel volvió a mirar por la ventana, como incapaz de mirar a Erica, que se preguntaba desconcertada a qué venían aquellas preguntas.

– ¿Cómo era mi madre cuando la conoció? -No pudo impedir que su voz sonara ansiosa.

Axel volvió a mirarla con una expresión más dulce.

– En realidad, era mi hermano quien salía con Elsy, eran de la misma edad. Pero siempre estaban juntos, Erik, Elsy, Frans y Britta. Un auténtico trébol de cuatro hojas -dijo con una risa extrañamente triste.

– Sí, Elsy habla de ellos en los diarios que encontré. A su hermano sí lo conozco, pero ¿quiénes son Frans y Britta?

– ¿Diarios? -Axel se sobresaltó, pero con un movimiento tan breve que Erica se preguntó si no habrían sido figuraciones suyas-. Frans Ringholm y Britta… -Axel chasqueó los dedos-. ¿Cómo se llamaba de apellido? -Rebuscó un instante en los oscuros escondrijos de su memoria, pero no consiguió localizar allí la información-. En cualquier caso, creo que sigue viviendo en Fjällbacka. Tiene varias hijas, dos o tres, pero creo que son bastante mayores que tú. Vaya, lo tengo en la punta de la lengua, pero… Y, además, seguro que cambió de apellido cuando se casó. Ah, sí, ya me acuerdo, se llamaba Johansson y se casó con un Johansson, así que no hubo cambio alguno.

– Bien, en ese caso, podré dar con ella. Pero no ha contestado a mi pregunta, ¿cómo era mi madre? ¿Cómo era entonces?

Axel guardó silencio un buen rato, hasta que retomó la palabra:

– Era tranquila, reflexiva. Pero no era triste. No como tú la describes. Irradiaba una especie de alegría apacible. Una alegría que emanaba de su interior. No como Britta -añadió resoplando.

– ¿Y cómo era Britta?

– A mí nunca me gustó. No lograba entender por qué salía mi hermano con semejante… tontaina. -Axel meneó la cabeza-, No, tu madre era de una pasta muy distinta. Britta era superficial, boba, y le iba detrás a Frans de un modo que… bueno, que no era nada común entre las muchachas de entonces. Eran otros tiempos, ¿comprendes? -le dijo con un guiño y media sonrisa.

– ¿Y Frans? -preguntó Erica mirando a Axel con la boca entreabierta, dispuesta a absorber toda la información que pudiera darle sobre su madre. Era tan poco lo que sabía… Y cuanta más información obtenía, tanto más consciente era de lo poco que conocía a su madre.

– Frans Ringholm tampoco era una persona cuya compañía me gustase para mi hermano. Un temperamento violento, un rasgo de maldad y… No, nadie con quien uno desee relacionarse. Ni ahora ni entonces.

– ¿A qué se dedica hoy?

– Vive en Grebbestad. Y podría decirse que él y yo hemos seguido caminos opuestos en la vida -pronunció aquellas palabras en un tono tórrido y desdeñoso.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que yo he dedicado mi vida a combatir el nazismo, mientras que Frans desearía que se repitiera la historia y, a ser posible, aquí, en tierra sueca.

– Pero ¿qué tiene que ver la medalla nazi que encontré con todo aquello? -Erica se inclinó hacia Axel, pero fue como si, de repente, se le hubiese cerrado una ventanilla delante de la cara. Axel se levantó bruscamente.

– Justo, la medalla. Más vale que vayamos a buscarla. -Salió de la habitación delante de Erica, que lo siguió boquiabierta. Se preguntaba qué habría dicho para que el hombre se cerrara en banda de aquel modo, pero resolvió que no era momento de indagar. Ya en el pasillo vio que Axel se había detenido delante de una puerta en cuya existencia no había reparado antes. Estaba cerrada y el anciano dudaba con la mano en el picaporte.

– Será mejor que entre solo -dijo con voz trémula. Erica comprendió de qué habitación se trataba. La biblioteca, donde había muerto Erik.

– Bueno, podemos dejarlo para otro día -propuso con renovados remordimientos por haberlo molestado en pleno luto.

– No, no, mejor ahora -replicó Axel con brusquedad, aunque repitió las mismas palabras con un tono más suave, para demostrarle que no tenía intención de sonar tan arisco.

– No tardaré. -Abrió la puerta, entró en la biblioteca y volvió a cerrarla. Erica se quedó en el pasillo mientras oía a Axel trajinar al otro lado de la puerta. Sonaba como si estuviera abriendo cajones y debió de encontrar enseguida lo que buscaba, pues, tan sólo un par de minutos después, volvió al pasillo.

– Aquí está -dijo entregándole la medalla con una expresión insondable. Erica la cogió en la palma de la mano.

– Gracias, yo… -Se quedó sin palabras mientras apretaba la medalla entre sus manos-. Gracias -reiteró sin añadir nada más.

Cuando se alejaba de la casa por el camino de gravilla, con la medalla en el bolsillo, sintió la mirada de Axel clavada en su espalda. Por un instante sopesó la posibilidad de darse la vuelta, de volver y pedirle perdón por haberlo importunado con sus trivialidades. Pero en ese momento se oyó la puerta al cerrarse.

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