18

Fjällbacka, 1945

– ¿No es una delicia estar de descanso? -preguntó Britta melosa al tiempo que le acariciaba el brazo a Hans. Después de algo más de seis meses de relacionarse con el grupo, sabía perfectamente cuándo lo estaba utilizando para darle celos a Frans. Y la mirada sonriente que Frans le dedicó indicaba que también él sabía a ciencia cierta cuáles eran las pretensiones de Britta. Pero su tenacidad era muy digna de admiración, jamás dejaría de suspirar por Frans. Claro que, en parte, era culpa suya, puesto que a veces animaba el enamoramiento de Britta concediéndole algo, unas migajas de atención, sólo para luego volver a tratarla con la frialdad habitual. En opinión de Hans, el juego de Frans rayaba en la crueldad, pero no quería inmiscuirse. Lo que sí lo incomodaba era que, desde hacía un tiempo, se había dado perfecta cuenta de quién atraía de verdad el interés del chico. La contemplaba allí sentada a unos metros de él y se le encogió el corazón al ver que, en ese preciso momento, le decía algo a Frans con una sonrisa. Elsy tenía una sonrisa tan bonita… Bueno, no sólo la sonrisa; también los ojos, el alma, los brazos bien torneados que dejaba al descubierto con el vestido de manga corta, el hoyuelo que se le formaba en el lado izquierdo al sonreír. Todo, todo, cada detalle en Elsy, ya fuese interior o exterior, era hermoso.

Ella y su familia se habían portado muy bien con él. Pagaba un alquiler ridículo, apenas simbólico, y Elof le había buscado trabajo en uno de los barcos. Además, lo invitaban a cenar con frecuencia, bueno, casi todas las tardes, y había algo en su calidez, en su unión, que lo colmaba por dentro. Los sentimientos perdidos durante la guerra volvían lentamente. Y Elsy. Hans había intentado combatir los pensamientos, luchar contra las imágenes y los sentimientos que lo invadían cuando se acostaba por las noches y se la imaginaba antes de dormirse. Pero, al final, comprendió que debía capitular ante la certeza de que estaba perdidamente enamorado de ella sin remedio. Y los celos le destrozaban el corazón cada vez que veía a Frans mirarla igual que, seguramente, la miraría él. Y luego estaba Britta, que no entendía lo que pasaba, pero que notaba de forma instintiva que no era ella la que estaba en el punto de mira ni de él ni de Frans. Hans sabía que eso la atormentaba. Era una chica egocéntrica y superficial, y en realidad, no entendía por qué se relacionaba con ella alguien como Elsy. Sin embargo, mientras Elsy quisiera tenerla en su grupo de amistades, tendría que soportarla.

El que mejor le caía de aquellos cuatro amigos nuevos era Erik, aparte de Elsy, claro. Tenía algo de alma vieja, una gravedad que atraía a Hans poderosamente. Le gustaba sentarse a charlar con él apartado de los demás. Hablaban de la guerra, de historia, de política y economía, y Erik se alegró al comprender que tenía en él un alma gemela que había echado en falta. Cierto que no estaba tan informado como él sobre datos objetivos, sobre cifras, pero sabía mucho del mundo y de la historia, y de cómo estaba organizado y relacionado todo. De modo que sus conversaciones duraban horas. Elsy solía bromear diciendo que eran como dos abueletes contándose batallitas, y que habían dado con la horma de su zapato.

El único tema que no tocaban era el del hermano de Erik. Hans jamás lo sacaba y, después de aquella primera vez, tampoco Erik lo hizo.

– Creo que mi madre tendrá pronto lista la cena -dijo Elsy al tiempo que se levantaba y se sacudía la falda. Hans asintió y se puso de pie también.

– Será mejor que me vaya contigo, de lo contrario, tendré que vérmelas con ella -observó mirando a Elsy que sonrió condescendiente y empezó a bajar de la roca. Hans sintió que se ruborizaba. Era dos años mayor que ella, tenía diecisiete años, pero siempre le hacía sentirse como un escolar consentido.

Se despidió de los otros tres, que se quedaron allí sentados tranquilamente y se deslizó tras Elsy por la superficie de la roca. La muchacha miró antes de cruzar la calle y de abrir la verja del camposanto. Atajando por allí, el camino era más corto.

– Qué buen tiempo hace esta tarde -comentó Hans sin poder ocultar su nerviosismo. Se maldijo y se advirtió que debía dejar de comportarse como un tonto. Elsy caminaba deprisa por el sendero de gravilla y él la seguía medio corriendo hasta que la alcanzó y siguió andando a su lado con las manos metidas en los bolsillos. Elsy no respondió a su comentario sobre el tiempo, de lo cual se alegraba, teniendo en cuenta lo lamentable de su intervención.

De repente se sintió profunda y sinceramente feliz. Caminaba junto a Elsy, incluso podía mirarle la nuca y el perfil a hurtadillas de vez en cuando; el viento soplaba sorprendentemente templado y los guijarros del camino emitían un crujido agradable bajo sus pies. Era la primera vez, desde que le alcanzaba la memoria, que experimentaba aquel sentimiento. Felicidad pura. Si es que alguna vez la había sentido tan destilada. Había encontrado tantos impedimentos en el camino…Tanta humillación, odio y miedo que le escocían por dentro… Hacía cuanto estaba en su mano para no pensar en lo ocurrido. En el momento en que se coló en el barco de Elof, decidió dejarlo todo tras de sí. No mirar atrás.

Pero ahora volvían las imágenes. Caminaba en silencio junto a Elsy y trataba de apartarlas en los resquicios a los que las había relegado, pero ellas presionaban y saltaban las barreras de su conciencia. Quizá fuese el precio que debía pagar por el instante de felicidad de hacía un momento. Ese instante fugaz y agridulce de felicidad. En tal caso, quizá hubiese valido la pena. Pero eso a él no le servía mientras iba al lado de Elsy y notaba los rostros, las visiones, los olores, los recuerdos, los sonidos que se empeñaban en aflorar. Presa del pánico, sintió que debía hacer algo. Tenía un nudo en la garganta y empezó a hiperventilar. Ya no podía contener esas sensaciones, pero tampoco abrirles paso. Tenía que hacer algo.

En ese instante, la mano de Elsy rozó la suya. Y el contacto lo sobresaltó. Fue suave y eléctrico y, en su simpleza, lo único necesario para ahuyentar los recuerdos en los que no deseaba pensar. Se detuvo de pronto en medio de la pendiente del cementerio. Elsy iba un paso por delante de él y, cuando se volvió, la diferencia de altura dejó su cara justo a la altura de la de Hans.

– ¿Qué pasa? -preguntó preocupada y, en ese momento, movido por no sabía qué impulso, adelantó el pie, le cogió la cara entre las manos y le besó los labios con suavidad. Ella se quedó rígida al principio y Hans notó que volvía a caer presa del pánico. Luego, Elsy se tranquilizó de pronto, se abandonó al beso y lo acogió sin reservas. Despacio, muy despacio, Elsy abrió la boca y él, muerto de miedo pero lleno de alegría, buscó la lengua de ella con la suya. Comprendió que no la habían besado nunca antes, pero el instinto guiaba la lengua de Elsy hacia la de Hans, que sintió que le flaqueaban las rodillas. Con los ojos cerrados, la atrajo hacia sí y no los abrió hasta unos segundos más tarde. Lo primero que vio fueron los ojos de Elsy. Y en ellos, un reflejo de lo que él mismo sentía.

Mientras reemprendían el camino a casa uno junto al otro, despacio, en silencio, las imágenes se mantuvieron apartadas. Era como si ni siquiera hubiesen existido.


* * *

Cuando Erica entró en la biblioteca, Christian estaba sumido en lo que veía en la pantalla. Después de la escapada a Uddevalla, se fue derecha a la biblioteca, y aún se sentía tan confusa como cuando dejó a Herman en el hospital. Pervivía en ella la sensación de que existía algo vagamente familiar en aquellos nombres, y los había anotado en un trozo de papel que le entregó a Christian.

– Hola, Christian, ¿podrías ayudarme a comprobar si hay algo sobre estos dos hombres, Paul Heckel y Friedrich Hück? -preguntó mirándolo esperanzada.

El bibliotecario examinó la nota. Erica advirtió preocupada que parecía exhausto. Seguramente se tratara sólo del típico resfriado otoñal, o quizá los niños, se dijo Erica, pero sin poder evitar cierta preocupación.

– Siéntate mientras busco los nombres -le sugirió. Erica siguió su consejo. Cruzó los dedos mentalmente, pero sintió decaer la esperanza cuando no advirtió reacción alguna en la cara de Christian mientras leía los resultados de la búsqueda.

– No, lo siento. No encuentro nada -declaró al fin meneando la cabeza-. Al menos, no en nuestros registros o en nuestra base de datos. Pero intenta hacer alguna búsqueda en Internet, el problema es que yo no creo que sean nombres raros en alemán.

– Vale -respondió Erica decepcionada-. O sea, que no hay relación entre esos nombres y esta zona, ¿no?

– Por desgracia, no.

Erica exhaló un suspiro.

– En fin, habría sido demasiado fácil, supongo. -De pronto, se le iluminó la cara-, Pero ¿podrías mirar si hay algo más sobre una persona que se mencionaba en los artículos que me diste la última vez? Entonces no lo buscábamos a él, sino sólo a mi madre y a algunos de sus amigos. Se trata de un joven de la resistencia noruega, Hans Olavsen, que vivió aquí, en Fjällbacka…

– Hacia el final de la guerra, sí, ya lo sé -atajó Christian lacónico.

– ¿Lo conoces? -preguntó Erica perpleja.

– No, pero es la segunda vez que alguien pregunta por él en dos días. Se ve que era muy famoso.

– ¿Quién quería información sobre él? -quiso saber Erica conteniendo la respiración.

– Tendría que mirarlo -repuso Christian empujando la silla hacia una cajonera-. Me dejó la tarjeta, por si encontraba algo más sobre ese tipo. Me dijo que lo llamara. -Christian murmuraba mientras revolvía en el cajón, pero al final encontró lo que buscaba.

– Ajá, aquí está. Kjell Ringholm, dice.

– Gracias, Christian -dijo Erica sonriendo-. Entonces ya sé con quién voy a mantener una pequeña charla.

– Suena grave -rio Christian, aunque sin convicción.

– Bueno, es sólo que me llena de curiosidad el hecho de que él se interese tanto por Hans Olavsen. -Erica pensaba en voz alta-. Pero ¿encontraste algo cuando buscaste para Kjell Ringholm?

– Lo mismo que te llevaste la última vez. Así que no tengo nada que te sea útil, lo siento.

– Bueno, una mala cosecha la de hoy -reconoció Erica con un suspiro-, ¿Puedo copiar al menos el número de teléfono que figura en la tarjeta de visita?

– Be my guest -dijo Christian dándole la tarjeta.

– Gracias -contestó ella con un guiño. Christian se lo devolvió, pero con gesto cansado.

– Oye -añadió Erica-, ¿Sigue todo bien con el libro? ¿Seguro que no quieres que te ayude con algo? ¿Cómo iba a titularse, La sirena?

– Sí, desde luego, todo bien -respondió Christian con un tono un tanto extraño-, Y se va a llamar La sirena. Pero, si me disculpas, tengo que trabajar un poco…

Dicho esto, le dio la espalda y empezó a aporrear el teclado. Erica se marchó atónita. Christian jamás se había comportado así con anterioridad. En fin, tenía otras cosas en las que pensar. Como, por ejemplo, en mantener una conversación con Kjell Ringholm.

Habían acordado verse en Veddö. Existía cierto riesgo de que alguien los viese allí en aquella época del año, pero, en tal caso, no serían más que dos viejos que habían salido a pasear.

– Figúrate si hubiéramos sabido lo que nos esperaba -comentó Axel dándole una patada a una piedra, que rodó por la orilla. En verano, los bañistas se repartían allí el territorio con las vacas, y era tan normal ver a unos niños bañándose como a una vaca remojándose en el agua. Ahora, en cambio, la playa estaba desierta y el viento arrastraba consigo ramas de algas resecas y las llevaba lejos. Habían llegado al acuerdo tácito de no hablar de Erik. Ni de Britta. Ninguno de los dos sabía en realidad por qué habían quedado para verse. No serviría de nada. Nada cambiaría. Aun así, sentían esa necesidad. Como cuando nos pica un mosquito y tenemos que rascarnos. Y pese a que, igual que con la picadura de mosquito, ambos sabían que iba a ser peor, cedieron a la tentación.

– Será que la idea es que no lo sepamos -dijo Frans contemplando la inmensidad del mar-. Si tuviéramos una bola de cristal que mostrara todo lo que iba a pasarnos en la vida, no seríamos capaces de movernos. La idea es esa, seguramente, que la vida se nos dé en porciones. Que nos sobrevengan las penas y los problemas en dosis tan pequeñas que podamos masticarlas.

– Bueno, a veces nos sobrevienen en dosis demasiado grandes -observó Axel pateando otra piedra.

– Te referirás a otros, no a ti o a mí -repuso Frans volviendo la vista a Axel-, A los ojos de los demás, podemos parecer distintos, pero somos iguales. Y tú lo sabes. No nos doblegamos. Por grande que sea la dosis que nos den.

Axel asintió sin más. Luego miró a Frans:

– ¿Hay algo de lo que te arrepientas?

Frans estuvo cavilando un buen rato, antes de contestar lentamente:

– ¿De qué habría de arrepentirme? Lo hecho, hecho está. Todos elegimos un camino. Tú has elegido el tuyo. Y yo el mío. ¿Que si me arrepiento de algo? No, ¿de qué serviría?

Axel se encogió de hombros.

– El arrepentimiento es expresión de humanidad. Sin arrepentimiento… ¿qué somos?

– Pero la cuestión es si el arrepentimiento cambia las cosas. Y lo mismo ocurre con aquello a lo que tú te has dedicado en la vida. La venganza. Has entregado toda la vida a cazar criminales, y tu único objetivo era la venganza. No tenías ningún otro. ¿Y eso ha cambiado algo? Seis millones murieron, pese a todo, en los campos de concentración. ¿De qué sirve que persigáis a una mujer que fue vigilante durante la guerra, pero que luego ha llevado una vida normal como ama de casa en Estados Unidos? El que la llevéis ajuicio por crímenes que cometió hace más de sesenta años, ¿qué cambia?

Axel tragó saliva. Siempre había estado convencido de la importancia de lo que hacían. Pero Frans había ido a poner el dedo en la llaga. Formuló la misma pregunta que él se había hecho en alguna ocasión, en momentos de debilidad.

– Proporciona paz a los familiares de la víctima. E indica que no aceptamos cualquier cosa de las personas.

– Patrañas -replicó Frans metiéndose las manos en los bolsillos-, ¿Crees que eso disuade a alguien o que sirve para enviar algún mensaje siquiera, ahora que el presente es mucho más fuerte que el pasado? Así es la naturaleza del ser humano, no mira las consecuencias de sus acciones, no aprende de la historia. Y la paz… Si no has alcanzado la paz después de sesenta años, no la alcanzarás nunca. Es responsabilidad de cada uno procurarse esa paz, no puedes vivir esperando una especie de compensación y creer que, luego, vendrá la paz.

– Son palabras llenas de cinismo -aseveró Axel metiéndose también las manos en los bolsillos del abrigo. Se había levantado un viento frío y empezó a tiritar.

– Sólo quiero que comprendas que, detrás de todas esas acciones nobles a las que tú crees que has dedicado tu vida, hay un sentimiento extremadamente primitivo, básico, humano: la venganza. Yo no creo en la venganza. Yo creo que lo único en lo que debemos concentrarnos es en llevar a cabo aquello con lo que podamos cambiar el presente.

– ¿Y tú crees que eso es lo que estás haciendo? -preguntó Axel con la voz tensa.

– Tú y yo estamos cada uno a un lado de las barricadas, Axel -afirmó Frans cortante-, Pero sí, eso es lo que creo que estoy haciendo. Estoy cambiando algo. No busco la venganza. Ni me arrepiento de nada. Miro al futuro y sigo aquello en lo que creo. Que es totalmente distinto de aquello en lo que crees tú. En eso no vamos a coincidir nunca. Nuestros caminos se separaron hace sesenta años, y jamás volverán a coincidir.

– ¿Y cómo ocurrió? -preguntó Axel bajando la voz y tragando saliva.

– Eso es lo que intento explicarte. No importa cómo ocurrió. Ocurrió, sencillamente. Y lo único que podemos tratar de hacer es cambiar las cosas, sobrevivir. No mirar atrás. No regodearnos en el arrepentimiento o en las especulaciones de cómo habrían podido ser las cosas. -Frans se detuvo y obligó a Axel a mirarlo a la cara-. No debes mirar atrás. Lo hecho, hecho está. El pasado, pasado está. No existe el arrepentimiento.

– Ahí es donde te equivocas por completo, Frans -negó Axel bajando la cabeza.

Muy en contra de su voluntad, el médico de Herman los dejó entrar unos minutos para hablar con el paciente. Pero Martin y Paula le prometieron que dos de sus hijas estarían con ellos, y el facultativo terminó por concederles unos minutos.

– Buenas, Herman -saludó Martin tendiéndole la mano al hombre que yacía en la cama. Herman le dio un apretón débil, impotente-. Nos vimos en su casa, pero no estoy seguro de que se acuerde de mí. Esta es mi colega, Paula Morales. Nos gustaría hacerle unas preguntas, si puede ser. -El policía hablaba con calma y se sentó, como Paula, en el borde de la cama, ignorante de que Erica había estado justo en ese mismo lugar tan sólo unos minutos antes.

– De acuerdo -aceptó Herman, que parecía algo más consciente de su entorno. Sus hijas estaban al otro lado de la cama, y Margareta le cogió la mano.

– Lo acompañamos en el sentimiento -comenzó Martin-, Creo que Britta y usted llevaban mucho tiempo casados, ¿verdad?

– Cincuenta y cinco años -dijo Herman, con un destello de vida en los ojos que no le habían advertido desde que llegaron- Mi Britta y yo estuvimos casados cincuenta y cinco años.

– ¿Podría contarnos cómo sucedió? ¿Cómo murió? -intervino Paula esforzándose por utilizar el mismo tono dulce de Martin.

Margareta y Anna-Greta los miraron nerviosas y ya estaban a punto de empezar a protestar cuando Herman las acalló con la mano.

Martin, que había constatado que Herman no tenía heridas en la cara, intentó atisbar bajo las mangas del pijama del hospital, para ver si presentaba algún arañazo revelador. No pudo ver nada y decidió esperar al final del interrogatorio para examinarlo.

– Estuve merendando en casa de Margareta -empezó Herman- Estas hijas mías son tan buenas conmigo… Sobre todo desde que Britta enfermó -aclaró sonriéndoles-. Teníamos un asunto de que hablar. Yo… había decidido que Britta estaría mejor en alguna residencia donde pudieran cuidarla… -explicó con voz atormentada.

Margareta le dio una palmadita en la mano.

– Era la única posibilidad, papá. No existía otra solución, y lo sabes.

Herman continuó como si no la hubiera oído.

– Luego me fui a casa. Estaba un tanto preocupado, puesto que llevaba mucho tiempo desaparecido. Casi dos horas. Si tengo que salir, suelo darme toda la prisa posible para no estar fuera más de una hora, como máximo, mientras ella duerme la siesta. Me da tanto miedo… Me da tanto miedo que se despierte y le prenda fuego a la casa y se queme… -Le temblaba la voz, pero respiró hondo y prosiguió-: De modo que en cuanto abrí la puerta la llamé, pero nadie respondió. Pensé entonces que, por suerte, aún seguiría durmiendo, de modo que subí a la habitación. Y allí estaba. Pensé que era muy raro, porque el almohadón le tapaba la cara y, extrañado, me acerqué y lo retiré. Me di cuenta enseguida de que no estaba. Los ojos los tenía clavados en el techo y estaba inmóvil, completamente inmóvil. -Herman empezó a llorar y Margareta le enjugó las lágrimas amorosamente.

– ¿De verdad es esto necesario? -preguntó suplicante mirando a Martin y a Paula-, Mi padre aún está conmocionado y…

– No pasa nada, Margareta -interrumpió el anciano-. No pasa nada.

– Vale, pero sólo unos minutos más, papá. Luego pienso echarlos de aquí, por la fuerza, si hiciera falta, porque tú tienes que descansar.

– Siempre ha sido la más belicosa de las tres -aclaró Herman con una pálida sonrisa-. Una verdadera furia.

– Basta ya, no te pongas impertinente, anda -protestó Margareta, aunque se la veía feliz al comprobar que su padre tenía fuerzas para bromear.

– O sea, lo que está diciendo es que, cuando entró en la habitación, ella ya estaba muerta, ¿no es eso? -preguntó Paula sorprendida-, Pero, entonces, ¿por qué decía que la había matado usted?

– Porque fui yo quien la mató -repuso Herman, de nuevo abstraído-. Lo que nunca he dicho es que yo la asesiné. Claro que podría haberlo hecho.-Bajó la vista, incapaz de enfrentarse a la mirada de los policías ni a la de sus hijas.

– Pero papá, ¿qué quieres decir? -Anna-Greta parecía desconcertada, pero Herman se negó a responder.

– ¿Sabe quién la mató? -intervino Martin, que comprendió instintivamente que Herman no pensaba explicarles en aquel momento por qué, con la pertinacia de un loco, afirmaba que había matado a su mujer.

– No tengo fuerzas para seguir hablando -declaró el hombre sin dejar de mirar las sábanas-. No tengo fuerzas para seguir.

– Ya lo han oído -intervino Margareta poniéndose de pie-. Ha dicho lo que tenía que decir. Y lo más importante de lo que han oído es, precisamente, que no fue él quien asesinó a mi madre. Lo demás… lo dicta el dolor.

Martin y Paula se levantaron.

– Gracias por su tiempo. Aún hay algo que queríamos pedirle -añadió Martin volviéndose a Herman-, Para confirmar lo que dice, ¿podríamos examinarle los brazos? Britta arañó a la persona que la asfixió.

– ¿De verdad es necesario? Si ya les ha dicho que… -Margareta empezaba a levantar la voz, pero Herman se subió lentamente las mangas del pijama y extendió los brazos para que los viera Martin. Este los examinó a conciencia. Ni rastro de arañazos.

– Ya lo ven -replicó Margareta con cara de querer echarlos a empujones, como había amenazado con hacer.

– Ya hemos terminado. Gracias por dedicarnos estos minutos, Herman. Y, una vez más, lo sentimos muchísimo -aseguró haciendo una señal a Margareta y a Anna-Greta para indicarles que lo acompañaran fuera.

Una vez en el pasillo, les explicó la cuestión de las huellas dactilares, y ambas accedieron a dejar las suyas, para que pudieran descartarlas de la investigación. También Birgitta, que llegó justo cuando terminaban, dejó las suyas, de modo que podrían enviar al laboratorio las huellas de las tres hermanas.

Paula y Martin se quedaron un rato sentados en el coche.

– ¿A quién estará protegiendo? -preguntó Paula metiendo la llave en el encendido, pero sin girarla.

– No lo sé. Pero yo me he llevado exactamente la misma impresión que tú, que sabe quién mató a Britta, pero que está protegiendo a esa persona. Y que, de alguna manera, él también se considera responsable de su muerte.

– Si se animara a contárnoslo… -dijo Paula poniendo el motor en marcha.

– Desde luego, no consigo explicarme… -Martin meneaba la cabeza al tiempo que tamborileaba irritado sobre el salpicadero.

– Pero, ¿crees que dice la verdad? -Paula ya sabía la respuesta.

– Sí, lo creo. Y el hecho de que no presente arañazos demuestra que yo tenía razón. Pero no consigo explicarme por qué iba a proteger a la persona que mató a su mujer. Ni por qué él se considera culpable.

– Bueno, quedándonos aquí no vamos a resolverlo -concluyó Paula saliendo del aparcamiento-. Tenemos las huellas de las hijas, debemos enviarlas cuanto antes para que descarten que no haya ninguna en el almohadón. Así podremos empezar a averiguar quién ha dejado las suyas.

– Sí, supongo que es lo único que podemos hacer por ahora -admitió Martin mirando por la ventanilla, emitiendo un hondo suspiro.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que se habían cruzado con Erica al norte de Torp.

Загрузка...