Fjällbacka, 1944
Y tenía alguna noticia de Axel? -Erik no podía ocultar su nerviosismo. Se habían reunido los cuatro en el lugar de siempre, en Rabekullen, justo encima del camposanto. Todos sentían una gran curiosidad por lo que Elsy pudiera contarles de la noticia que ya se había propagado como el fuego por todo el pueblo: que Elof había traído a un joven de la resistencia noruega que había huido de los alemanes.
Elsy meneó la cabeza.
– No, mi padre le preguntó, pero dijo que no lo conocía.
Erik bajó decepcionado la vista al granito del suelo y pateó con la bota una capa gris formada por líquenes.
– Pero puede que no lo conozca por su nombre y, si se lo describe un poco más, igual resulta que sabe algo -añadió Erik con un nuevo destello de esperanza en los ojos. Si recibieran una sola noticia que demostrase que Axel aún seguía con vida… El día anterior, su madre había expresado por primera vez en voz alta aquello que preocupaba a todos. Lo hizo llorando del modo más desgarrador que le había oído en mucho tiempo, y dijo que, el domingo, debería encender una vela en la iglesia por Axel, que seguramente ya no estaba entre nosotros. Su padre se enfadó y la reprendió duramente, pero Erik vio la resignación en sus ojos. Tampoco él creía ya que Axel siguiese con vida.
– Bueno, iremos a hablar con él -decidió Britta ansiosa, al tiempo que se levantaba y se sacudía el polvo de la falda. Se pasó la mano por el pelo para comprobar que no se le habían deshecho las trenzas, lo que arrancó a Frans un comentario burlón:
– Ya, comprendo que te molestas tanto en arreglarte por consideración a Erik, Britta. No sabía que te interesaran los noruegos. ¿No te basta con los suecos? -Frans se echó a reír y Britta se encendió de ira.
– Cállate, Frans, estás haciendo el ridículo. Por supuesto que me preocupo por Erik. Y por averiguar algo de Axel. Y, por otra parte, no tiene nada de malo presentar un aspecto decente.
– Pues para tener un aspecto decente, tendrás que hacer un esfuerzo -repuso Frans, bastante grosero, tironeándole a Britta de la falda. La muchacha se enfureció más aún y parecía a punto de echarse a llorar cuando intervino la voz firme de Elsy:
– Calla ya, Frans. A veces dices tantas tonterías que con la mitad tendríamos de sobra.
Frans se quedó mirando pálido como la cera. Luego se levantó bruscamente y, con la mirada sombría, se alejó de allí a la carrera.
Erik jugueteaba con unas piedrecillas que había en el suelo. Sin mirar a Elsy, dijo en voz baja:
– Deberías tener cuidado con lo que le dices a Frans. Hay algo… algo que esconde y alimenta en su interior… Tengo un presentimiento.
Elsy lo observó perpleja preguntándose cómo habría llegado Erik a tan extraña conclusión. Aunque ya sospechaba ella que tenía razón. Conocía a Frans desde que llevaban babero, pero notaba que algo estaba creciendo en su interior, algo incontrolable, indomable.
– Bah, ¡qué tonterías dices! -atajó Britta-. A Frans no le pasa nada raro. Sólo estábamos… chinchándonos…
– Tú no lo ves porque estás enamorada de él -declaró Erik.
Britta le dio un manotazo en el hombro.
– ¡Ay! ¿Por qué me das? -preguntó Erik frotándose el hombro.
– Porque no dices más que estupideces. Bueno, ¿quieres que vayamos a hablar de tu hermano con el noruego o no?
Britta se puso en marcha y Erik intercambió con Elsy una mirada inquisitiva.
– Estaba en su habitación cuando me marché. No perdemos nada por hablar con él.
Poco después, Elsy daba unos toquecitos prudentes en la puerta del sótano. El joven abrió y quedó algo turbado al ver al grupo.
– Hola -saludó.
Elsy miró a los demás antes de tomar la palabra. Vio con el rabillo del ojo que Frans se les acercaba despacio, ya con una expresión más serena y las manos en los bolsillos, adoptando una pose indolente.
– Pues, queríamos saber si podemos pasar a hablar contigo un rato.
– Por supuesto -asintió el noruego haciéndose a un lado. Britta parpadeó coqueta cuando pasó por delante de él, y los muchachos se saludaron con un apretón de manos. No había muchos muebles en aquella habitación. Britta y Elsy se sentaron en las dos únicas sillas, Hans se acomodó en la cama, que estaba hecha, mientras que Frans y Erik se sentaron tranquilamente en el suelo.
– Es sobre mi hermano -comenzó Erik apartando la mirada. Había esperanza en sus ojos, no mucha, pero aun así, se advertía algún que otro destello.
– Mi hermano ha estado ayudando a los tuyos durante la guerra. Partía en el barco del padre de Elsy, el mismo en el que has venido tú, y llevaba y traía cosas. Pero los alemanes lo cogieron hace un año en el puerto de Kristiansand y… -parpadeó un par de veces-… desde entonces no hemos sabido nada de él.
– El padre de Elsy me preguntó, sí -respondió Hans mirándolo a los ojos-. Pero, por desgracia, no me suena el nombre. Y no recuerdo haber oído hablar de ningún sueco apresado en Kristiansand. Claro que somos muchos. Y no son pocos los suecos que nos han ayudado, desde luego.
– Ya, pero puede que no te suene el nombre y sí lo reconozcas si lo ves, ¿no? -resonó ansiosa la voz de Erik, que tenía las manos entrecruzadas sobre las rodillas.
– No creo, pero bueno, puedes probar. ¿Cómo es?
Erik le describió a su hermano con tanto detalle como pudo. Y no le supuso ningún esfuerzo porque, pese a que hacía un año que no lo veía, aún lo recordaba con toda claridad. Claro que, por otro lado, Axel se parecía a muchos otros jóvenes y resultaba difícil dar cuenta de algún rasgo distintivo que lo diferenciase del resto de los suecos de su edad.
Hans escuchó con atención, pero terminó por negar resuelto.
– No, no me suena lo más mínimo. Lo siento de verdad.
Erik quedó abatido y decepcionado. Todos guardaron silencio unos minutos, hasta que Frans dijo:
– Bueno, cuéntanos qué aventuras has corrido durante la guerra. ¡Debes de haber vivido cosas muy emocionantes! -rogó expectante.
– Qué va, no hay mucho que contar -contestó Hans reticente, pero Britta protestó. Mirándolo fijamente, lo animó a que les contara algo, cualquier cosa, de lo que había vivido. Tras mostrarse reacio otra vez, el noruego cedió y comenzó a referirles cómo estaban las cosas en Noruega. Les habló del avance alemán, de los padecimientos del pueblo, de las misiones que había llevado a cabo para combatir a los alemanes. Los otros cuatro jóvenes lo escuchaban boquiabiertos. Aquello era tan emocionante… Claro que a los ojos de Hans había aflorado la tristeza, y todos comprendían que, seguramente, habría presenciado demasiado sufrimiento pero, aun así… No podía negarse que aquello era muy emocionante.
– Pues a mí me parece que has sido muy valiente -observó Britta, y se ruborizó al decirlo-. La mayoría de los jóvenes no se atreverían a hacer nada de eso, sólo los que son como Axel y como tú tienen el valor suficiente para luchar por aquello en lo que creen.
– ¿Insinúas que nosotros no nos atreveríamos? -farfulló Frans, doblemente irritado al constatar que las miradas de admiración que Britta solía dispensarle a él tenían ahora al noruego por destinatario-, Erik y yo somos igual de valientes, y cuando tengamos la edad de Axel y… Oye, por cierto, ¿tú cuántos años tienes? -le preguntó a Hans.
– Acabo de cumplir diecisiete -respondió Hans, que no parecía sentirse muy cómodo ante tan vivo interés por su persona y sus asuntos. Buscó la mirada de Elsy, que había guardado silencio todo el rato escuchando a los demás, pero la joven entendió el mensaje.
– Creo que deberíamos dejar que Hans descansara un rato, ha sufrido mucho -sugirió dulcemente mirando a sus amigos. Todos se levantaron a disgusto y le dieron las gracias a Hans mientras se dirigían a la puerta. Elsy iba en último lugar y, antes de cerrar la puerta, se volvió a mirarlo.
– Gracias -dijo Hans sonriéndole-. Ha sido muy agradable tener un poco de compañía, así que venid otro día si queréis. Es sólo que ahora me siento un poco…
Elsy le devolvió la sonrisa.
– Lo comprendo perfectamente. Volveremos en otra ocasión. Y te enseñaremos el pueblo. Ahora será mejor que descanses.
La muchacha cerró la puerta tras de sí. Pero, curiosamente, la imagen del joven noruego se le quedó grabada en la retina, negándose a desaparecer.
Erica no estaba en la biblioteca, tal y como creía Patrik. Cierto que hacia allí se dirigía pero, apenas acababa de aparcar el coche cuando una idea arraigó en su mente. Había habido otra persona en el entorno de su madre. Una persona cuya amistad había cultivado mucho más allá de aquel período de hacía sesenta años. En realidad, la única amiga que recordaba que su madre hubiese tenido cuando Anna y ella eran pequeñas. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Pero Kristina era, ante todo, su suegra, de modo que casi se le había olvidado que, además, había sido amiga de su madre.
Muy resuelta, Erica volvió a arrancar el coche y puso rumbo a Tanumshede. Era la primera vez que le hacía a Kristina una visita espontánea, y miró de reojo el móvil preguntándose si no debería llamarla primero. No, qué puñetas. Si ella se tomaba la libertad de presentarse en cualquier momento sin avisar en casa de su nuera y de su hijo, bien podía Erica hacer lo propio.
Su irritación aún perduraba cuando llegó a la vivienda, así que pulsó el timbre con un breve toque impertinente y entró sin más.
– ¿Hola? -preguntó en voz alta.
– ¿Quién es? -se oyó la voz un tanto angustiada de Kristina. Un segundo más tarde, aparecía en el vestíbulo.
– ¿Erica? -dijo mirando atónita a su nuera-, ¿Cómo es que vienes a verme? ¿Has traído a Maja? -preguntó buscando a la pequeña.
– No, está en casa, con Patrik -explicó Erica, que se quitó los zapatos y los dejó muy bien puestos en el zapatero.
– Bueno, pero entra -la animó Kristina, aún sorprendida-. Voy a poner un poco de café.
Erica acompañó a su suegra a la cocina sin dejar de observarla con extrañeza. Apenas la reconocía. Jamás había visto a Kristina de otro modo que impecablemente vestida y bien maquillada. Y, cuando iba a verlos a casa, corría como una exhalación, hablando y moviéndose sin parar. Aquella era otra persona. Aún llevaba puesto un camisón viejo y con muchos lavados a sus espaldas, pese a que ya estaba avanzada la mañana y, además, iba sin maquillar, con lo que parecía mucho mayor, pues se le marcaban claramente las arrugas de la cara. Tampoco se había arreglado el pelo, aún lo tenía aplastado por detrás.
– Vaya pinta que tengo, ¿no? -comentó Kristina pasándose la mano por la cabeza, como si acabase de oír los pensamientos de Erica-. Bueno, no tiene mucho sentido arreglarse, a menos que tengas algo concreto que hacer o algún sitio adonde ir.
– Pero… si siempre nos da la impresión de que estás ocupadísima -repuso Erica sentándose a la mesa.
Kristina no dijo nada al principio, sacó las tazas y puso sobre la mesa un paquete de galletas Ballerina.
– No es fácil jubilarse cuando te has pasado la vida trabajando -confesó al cabo mientras servía el café-. Y todo el mundo está más que ocupado con sus vidas. Claro que hay cosas que podría hacer, pero no me he sentido con fuerzas… -Echó mano de una galleta evitando la mirada de Erica.
– Pero, en ese caso, ¿por qué nos has hecho creer que estás tan atareada?
– Bah, vosotros los jóvenes hacéis vuestra vida. Y no quería daros la impresión de que tuvierais que cuidar de mí. No quisiera yo, ni quiera Dios, convertirme en una carga para nadie. Además, me he dado cuenta de que, cuando estoy en vuestra casa, no siempre os parece bien, así que pensé que más valía… -Guardó silencio. Erica la miraba presa de la mayor perplejidad. Kristina levantó la vista de la mesa y continuó:
– Que sepas que sueño con los ratos que paso en vuestra casa con Maja. Lotta tiene su vida organizada en Gotemburgo y no siempre le resulta fácil venir aquí. Ni a mí ir allí, desde luego, con la casa tan pequeña que tienen. Y, como te digo, en vuestra casa tengo a menudo la sensación de que mis visitas no son muy bien recibidas… -Kristina volvió a apartar la vista y Erica se sintió avergonzada.
– Bueno, yo he tenido mucha culpa, lo admito -declaró con un tono dulce-. Pero puedes venir cuando quieras. Y Maja y tú lo pasáis fenomenal juntas. Lo único que pedimos es que respetes nuestra vida privada. Es nuestra casa y puedes venir de visita, pero nos gustaría, me gustaría que llamaras para preguntar si nos va bien que te pases por allí, que no entraras en la casa sin más y, por lo que más quieras, no trates de decirnos cómo tenemos que llevar los asuntos domésticos y cuidar a nuestra hija. Si respetas esas reglas, nos encantará que vengas. Y Patrik agradecerá mucho la posibilidad de que le eches una mano durante su baja paternal.
– Bueno…, sí, podría respetarlas -convino Kristina estallando en una risa sincera-. Por cierto, ¿cómo le va a Patrik?
– Pues los primeros días la cosa iba regular -reconoció Erica, que pasó a relatarle las incursiones de Maja tanto en el lugar del crimen como en la comisaría-. Pero yo creo que ya estamos de acuerdo en cuáles son las normas.
– Hombres… -dijo Kristina-. Recuerdo la primera vez que Lars iba a quedarse solo con Lotta. La niña tenía ya un año más o menos y yo iba a salir a hacer la compra sin ella por primera vez. No habían transcurrido más de veinte minutos cuando me llamó el jefe del supermercado para avisarme de que Lars había llamado diciendo que se encontraba en una situación de emergencia y que tenía que volver a casa a toda prisa. Así que dejé lo que tenía en el carro de la compra y salí corriendo. Y desde luego, sí que era una situación de emergencia.
– ¿Qué había pasado? -preguntó Erica expectante.
– Pues sí, agárrate. No encontró los pañales y pensó que mis compresas eran los pañales de la niña. Y, claro, no veía un modo racional de sujetarla, así que cuando entré me lo encontré intentando pegarla con cinta adhesiva.
– ¡Anda ya! -exclamó Erica, riéndose con ella de buena gana.
– Como lo oyes. Al final aprendió. Lars fue un buen padre para Patrik y Lotta, no puedo negarlo. Pero eran otros tiempos.
– A propósito de otros tiempos… -respondió Erica aprovechando la oportunidad de cambiar al tema de conversación que la había llevado allí-. Estoy intentando averiguar cosas sobre mi madre, sobre su juventud y su pasado. Encontré en el desván varios objetos suyos de hace tiempo. Entre otras cosas, unos diarios y… Bueno, me han hecho cavilar.
– ¿Diarios? -se sorprendió Kristina-. ¿Y qué dice en esos diarios? -Formuló la pregunta en un tono seco y cortante que provocó la sorpresa de Erica.
– Pues, por desgracia, nada que revista mucho interés. La mayor parte del contenido son reflexiones de una adolescente. Lo curioso es que hay bastante información sobre los amigos con los que salía entonces. Erik Frankel, Britta Johansson y Frans Ringholm. Y ahora resulta que dos de ellos están muertos, asesinados en el transcurso de unos meses. Puede que sea casualidad, pero a mí me resulta extraño.
Kristina la miró incrédula.
– ¿Britta está muerta? -preguntó en un tono que revelaba lo mucho que le costaba asimilar la noticia.
– Sí, ¿no te habías enterado? Me sorprende que el teléfono invisible no haya llegado hasta aquí con los chismorreos… Pues sí, su hija la encontró muerta hace dos días. Al parecer, murió asfixiada. Pero su marido sostiene que fue él quien la mató.
– Es decir, que tanto Erik como Britta están muertos, ¿no? -repitió Kristina. Las ideas parecían bullir en su mente.
– ¿Los conocías? -preguntó Erica con curiosidad.
– No -negó Kristina con determinación-. Sólo por lo que Elsy me contó de ellos.
– ¿Y qué te contó? -quiso saber Erica inclinándose sobre la mesa en actitud expectante-. Por eso he venido, porque mi madre y tú fuisteis amigas durante tantos años… Anda, dime qué te contó de aquellos años. ¿Y por qué dejó de escribir en el diario de pronto, en 1944? ¿O quizá hay más en alguna parte? ¿Te reveló mi madre algo al respecto? Y en el último diario habla de Hans Olavsen, un activista de la resistencia noruega. He encontrado fotos de prensa y artículos de los que se desprende que, al parecer, los cuatro amigos se relacionaban mucho con el muchacho. ¿Qué fue de él? -Las preguntas surgían de la boca de Erica con tal rapidez que hasta ella misma perdía el hilo. Kristina guardaba silencio. Tenía una expresión hermética.
– Yo no puedo responder a tus preguntas, Erica -admitió con voz queda-. No puedo. Lo único que sé decirte es qué fue de Hans Olavsen. Elsy me contó que regresó a Noruega, justo después del fin de la guerra. Y no volvió a verlo nunca más.
– ¿Estaban…? -Erica dudaba, no sabía cómo formular la pregunta-. ¿Lo quería?
Kristina se mantuvo en silencio unos minutos. Repasaba con el dedo el estampado del hule de la mesa, como sopesando al máximo la respuesta. Finalmente, miró a Erica.
– Sí -afirmó-, Elsy lo quería.
Hacía un bonito día. Llevaba mucho tiempo sin pensar en ello. En que algunos días eran más bonitos que otros. Y aquel lo era, desde luego. Algo intermedio entre verano e invierno. Un viento cálido, suave. La luz, ya sin la agudeza de la luminosidad estival, comenzaba a adquirir el ardor del otoño. Un día bonito de verdad.
Se colocó junto al ventanal del mirador para contemplar el paisaje desde allí, con las manos entrecruzadas a la espalda. Pero no veía los árboles más allá de la parcela. Ni la hierba, que había crecido algo más de la cuenta y que empezaba a doblegarse al otoño. Veía a Britta. A Britta, clara y hermosa, que durante la guerra le pareció una niña, una de las amigas de Erik, una muchacha bonita pero muy vanidosa. Entonces no le interesaba.
Ella era demasiado joven. Él estaba demasiado ocupado con lo que era su deber hacer, con lo que estaba en su mano hacer. Britta no fue entonces más que un elemento superfluo en su vida.
Ahora, en cambio, pensaba en ella. En cómo la había visto hacía unos días. Sesenta años después. Aún hermosa. Aún con un toque de vanidad. Pero los años la habían transformado, la habían convertido en una persona distinta de la que era en el pasado. Axel se preguntaba si también él habría experimentado un cambio tan profundo. Tal vez sí. Tal vez no. Tal vez los años que pasó preso de los alemanes lo transformaron tanto que ya no fue capaz de cambiar más. Todo lo que vio entonces. Todos los horrores de los que fue testigo. Quién sabía si aquello no había alterado en lo más hondo de su ser una parte que, después, no le fue posible ni reparar ni reemplazar.
Axel recreó en su memoria otros rostros. De personas a las que habían buscado, a las que él había ayudado a capturar. No en persecuciones trepidantes, como en las películas, sino siendo metódico, con disciplina y trabajo administrativo. Haciendo desde su despacho un seguimiento de cinco décadas de pistas documentales. Cuestionando identidades, pagos, viajes y posibles refugios. Los habían ido capturando uno a uno. Habían conseguido que pagasen por pecados cometidos en tiempos pasados. No lograrían ponerse al día, Axel era consciente de ello. Eran tantos los que aún andaban sueltos… Y muchos de ellos iban muriendo. En lugar de morir prisioneros, humillados, morían en paz, de viejos, sin que nadie les hubiese pedido cuentas de sus actos. Eso era lo que lo impulsaba. Lo que le impedía descansar, lo que lo movía a buscar incesantemente, a perseguir, a ir de reunión en reunión, a revisar un archivo tras otro. Mientras anduviese libre uno solo y mientras él pudiese ayudar a capturarlo, no se permitiría el reposo.
Axel miraba por el ventanal con el brillo del llanto en los ojos. Sabía que se había convertido en una obsesión. Ese trabajo había engullido todo lo demás. Se había convertido en una tabla de salvación tangible cuando dudaba de sí mismo y de su humanidad. Mientras estaba persiguiendo a alguno, no sentía la necesidad de cuestionar su propia identidad. Mientras trabajaba al servicio de la buena causa, iba pagando su deuda, lento pero seguro. Sólo hallándose en movimiento constante podía sacudirse todo aquello en lo que apenas era capaz de pensar.
Se dio media vuelta. Llamaban a la puerta. Le costó unos instantes desprenderse de los rostros que poblaban su memoria y su retina. Pero parpadeó para ahuyentarlos y fue a abrir.
– Ah, son ustedes -dijo al ver a Martin y a Paula. El cansancio lo doblegó un segundo. A veces sentía que aquello no acabaría nunca.
– ¿Podemos pasar? Queríamos charlar un rato con usted -declaró Martin en tono amable.
– Claro, adelante -asintió Axel señalándoles el mismo lugar del porche en el que se sentaron la vez anterior.
– ¿Alguna novedad? Ya me he enterado de lo de Britta, por cierto. Terrible. Hace tan sólo un par de días que los vi a ella y a Herman y, bueno, me cuesta creer que… -Axel meneó la cabeza.
– Sí, desde luego, es muy trágico -convino Paula-. Pero nosotros tratamos de no precipitarnos en nuestras conclusiones.
– Pero, si no me equivoco, Herman ha confesado, ¿no? -preguntó Axel.
– Sí, bueno… -Martin dejó la frase en el aire-. Pero hasta que lo hayamos interrogado… -añadió subrayando el interrogante con un gesto-. Por cierto, precisamente de eso queríamos hablar con usted.
– Por supuesto, aunque no sé cómo podría ayudarles.
– Pues resulta que hemos estado comprobando las llamadas de Herman y Britta y su número de teléfono aparece en tres ocasiones.
– Ah, sí, de una de esas llamadas sí puedo informarlos. Herman me llamó hace un par de días y me pidió que fuese a visitar a Britta. La verdad es que llevábamos muchos años, muchos, sin tener contacto, de modo que me sorprendió un poco. Pero, por lo que me dijo, Britta sufría Alzheimer y, sencillamente, quería verse con alguna persona con la que hubiese tenido relación en los viejos tiempos, por si eso pudiera serle de alguna ayuda.
– De modo que por eso fue a verlos, ¿no? -intervino Paula observándolo atentamente-. Porque Britta quería verse con algún conocido de los viejos tiempos.
– Sí, al menos eso fue lo que me dijo Herman. Cierto que nosotros dos no éramos precisamente amigos íntimos; en realidad, Britta era amiga de mi hermano Erik, pero pensé que tampoco iba a perjudicarle. Y a mi edad siempre es un placer hablar de los viejos tiempos.
– ¿Y qué pasó durante aquella visita? -quiso saber Martin, inclinándose un poco para estar más cerca de él.
– Pues Britta estuvo bastante bien un rato, y hablamos del pasado. Pero luego se perdió en la turbación y el desconcierto y, bueno, no tenía ningún sentido que me quedase más tiempo, así que me disculpé y me marché. Es tremendamente trágico. Una enfermedad de lo más cruel.
– ¿Y las llamadas de principios de junio?-preguntó Martin mientras consultaba sus notas-. En primer lugar, una llamada desde aquí, del 2 de junio. Después una de Britta, o de Herman, el día 3. Finalmente, otra también desde su casa, realizada el 4 de junio.
Axel negó con un gesto.
– Pues no, de eso yo no sé nada. Hablarían con Erik. Pero, seguramente, por el mismo motivo. Y, en realidad, era más natural que Britta quisiera ver a Erik, si es que quería rememorar los viejos tiempos. Como decía, ellos sí fueron amigos.
– Sí, pero la primera llamada se hizo desde aquí -insistió Martin-, ¿Tiene idea de para qué los llamaría Erik?
– Como ya les he dicho, mi hermano y yo vivíamos bajo el mismo techo, pero ninguno se inmiscuía en los asuntos del otro. No tengo ni la más remota idea de por qué se puso Erik en contacto con Britta. Aunque, bueno, es posible que también él quisiera reanudar la antigua amistad. Esas cosas pasan con la edad. Aquello que pertenece a un pasado remoto se desliza de pronto hacia el presente y cobra un protagonismo cada vez mayor.
En ese instante, Axel comprendió hasta qué punto era cierto aquello que acababa de decir. Como una película, vio pasar por la retina a una serie de personas que corrían hacia él riendo burlonas. Se agarró fuerte al brazo de la silla. No era momento de dejarse afectar por el pasado.
– O sea, que usted cree que era Erik quien quería verse con Britta, en nombre de la vieja amistad, ¿no es eso? -insistió Martin con tono escéptico.
– Eso creo -asintió Axel aflojando la mano en torno al reposabrazos-. No tengo la menor idea, pero supongo que es la explicación más plausible.
Martin intercambió una mirada con Paula. No avanzarían mucho más. Aun así, Martin tenía la irritante sensación de que sólo estaban obteniendo las migajas de algo de mayor envergadura.
Cuando se hubieron marchado, Axel regresó al mirador. Los viejos rostros ejecutaban para él su danza.
– Hola, ¿qué tal te ha ido en la biblioteca? -A Patrik se le iluminó la cara al ver entrar a Erica.
– Eh… pues… Es que no he ido a la biblioteca -respondió Erica con una expresión divertida.
– ¿Y dónde has estado entonces? -preguntó Patrik intrigado. Maja estaba durmiendo la siesta mientras él recogía la mesa después del almuerzo.
– En casa de Kristina -dijo sin ambages mientras se dirigía a la cocina.
– ¿Qué Kristina? ¡Ah! ¿Te refieres a mi madre? -quiso saber confundido-, ¿Y eso por qué? A ver, a lo mejor tienes fiebre. -Patrik se le acercó y le puso la mano en la frente. Erica la apartó.
– Hombre, ¿qué pasa? Tampoco es tan raro, ¿no? Después de todo… es mi suegra. Y puedo ir a visitarla así, de forma espontánea.
– Ya, claro -repuso Patrik entre risas-.Venga, suéltalo ahora mismo. ¿A qué has ido a ver a mi madre?
Erica le habló de la idea que se le había ocurrido justo al llegar a la biblioteca, cuando cayó en la cuenta de que sí había alguien más que había conocido a Elsy de joven. Y le refirió la extraña reacción de Kristina y cómo le había confesado que Elsy mantuvo una relación amorosa con un noruego que se había refugiado en Suecia huyendo de los alemanes.
– Pero ya no quiso contarme nada más -concluyó Erica con tono de frustración-, O quizá no supiera más, no lo sé. En cualquier caso, me dio la impresión de que Hans Olavsen abandonó a mi madre o algo así. Se marchó de Fjällbacka y, según Kristina, Elsy le dijo que había regresado a Noruega.
– ¿Y por dónde vas a seguir investigando? -preguntó Patrik mientras guardaba en el frigorífico los restos del almuerzo.
– Intentaré dar con la pista de Olavsen, por supuesto -contestó Erica camino de la sala de estar-. Por cierto, podríamos invitar a Kristina el domingo, para que vea a Maja y pase un rato con ella.
– Bueno, ahora sí estoy convencido de que debes de tener fiebre -rio Patrik-, Pero claro que sí, la llamaré luego y le preguntaré si quiere venir a tomar café el domingo. Si es que puede, ya sabes lo mucho que tiene que hacer siempre.
– Ummm -replicó Erica desde la sala de estar, en un tono muy extraño. Patrik meneó la cabeza. Mujeres. Jamás llegaría a entenderlas. Aunque, claro, quizá fuera esa la idea.
– ¿Qué es esto? -preguntó Erica alzando la voz.
Patrik se encaminó hacia donde ella se encontraba, para ver a qué se refería. Erica señalaba la carpeta que él había dejado sobre la mesa de la sala de estar. Por un instante, deseó darse una paliza por no haberla quitado del medio antes de que llegara. La conocía lo bastante bien como para saber que era demasiado tarde para que lo olvidara.
– Es el material de la investigación del asesinato de Erik Frankel -respondió apuntándole con el dedo en señal de advertencia-, Y no puedes decir una palabra de lo que dice ahí, ¿de acuerdo?
– Sí, sí -asintió Erica distraída espantándolo con la mano como si fuera una mosca irritante. Luego se sentó en el sofá y se puso a hojear la documentación y las fotografías.
Una hora más tarde, había repasado cuanto contenía la carpeta y empezó de nuevo por el principio. Patrik se asomó varias veces a echar un vistazo, pero abandonó cualquier intento de comunicarse con ella, de modo que se sentó con el diario de la mañana, que aún no había tenido tiempo de leer.
– No tenéis muchas pruebas físicas sobre las que trabajar -observó Erica mientras leía pasando el dedo por el informe de los técnicos.
– Pues no, es más bien escaso -admitió Patrik dejando a un lado el periódico-. En la biblioteca de los Frankel no hallaron más huellas dactilares que las de Erik y Axel, y las de los dos chicos que encontraron el cadáver. No parece que falte nada y las pisadas también se han vinculado a las mismas personas. El arma del crimen estaba debajo de la mesa y era un objeto que ya se encontraba allí.
– Es decir, que no se trata de un crimen premeditado, sino más bien el resultado de un impulso -concluyó Erica reflexiva.
– Sí, a menos que el autor supiera que ese busto de granito estaba en el alféizar de la ventana, claro. -Patrik recordó una idea que se le había ocurrido hacía un par de días-. Oye, ¿qué día fuiste tú a dejar la medalla en casa de los Frankel?
– ¿Por qué? -replicó Erica, aún tan abstraída que parecía que se hallase a kilómetros de distancia.
– No lo sé. Puede que no tenga la menor importancia, pero quizá sea útil saberlo.
– Fue el día antes de que lleváramos a Maja a Nordens Ark -declaró Erica sin dejar de hojear los documentos-. ¿Eso no fue el 3 de junio? Pues, en ese caso, estuve en su casa el día 2 de junio.
– ¿Llegó a decirte algo sobre la medalla? ¿Te dijo algo cuando se la llevaste?
– De ser así, te lo habría contado al llegar a casa -señaló Erica-. No, me dijo que quería examinarla más a fondo antes de darme alguna información sobre ella.
– O sea, que sigues sin saber qué tipo de medalla nazi es, ¿no?
– Así es -respondió Erica mirando a Patrik pensativa-, Pero, desde luego, es algo que debería averiguar. Mañana mismo veré dónde pueden informarme. -Volvió a sumirse en la carpeta y a examinar con sumo interés las instantáneas del lugar del crimen. Cogió la primera y entornó los ojos para distinguir mejor la imagen.
– Joder, es imposible -masculló mientras subía la escalera camino de la primera planta.
– ¿Qué pasa? -quiso saber Patrik, aunque no obtuvo respuesta. Erica bajó al cabo de unos segundos, empuñando una gran lupa.
– ¿Qué haces? -insistió Patrik mirando a su mujer por encima del periódico.
– Pues, no sé… Seguro que no es importante, pero parece como si hubiera algo anotado en el bloc que hay encima del escritorio de Erik. Pero no lo distingo bien… -Se inclinó más aún sobre la foto y colocó la lupa justo a la altura de la pequeña mancha blanca a que había quedado reducida la libreta en la imagen.
– Creo que pone… -volvió a entrecerrar los ojos-. Creo que pone «Ignoto militi».
– Ajá. ¿Y qué coño significa eso? -preguntó Patrik.
– No lo sé. Supongo que alude a algo militar, pero seguro que no es nada importante, un garabato -repuso decepcionada.
– Oye -comenzó Patrik dejando de nuevo el diario y ladeando la cabeza-, estuve hablando con Martin cuando vino a dejarme la carpeta. Y me pidió un favor a cambio. -Bueno, para ser sinceros, fue él mismo quien se ofreció raudo a hacerle el favor, pero de eso no tenía por qué informar a Erica-, Me pidió que fuese a Gotemburgo a hablar con una persona a la que Erik Frankel estuvo haciéndole un ingreso mensual durante cincuenta años.
– ¿Cincuenta años? -repitió Erica enarcando una ceja-, ¿Se pasó cincuenta años pagándole a alguien una cantidad todos los meses? ¿A qué puede deberse? ¿Un chantaje? -Erica no podía ocultar que aquello le resultaba apasionante.
– Nadie tiene la menor idea. Y seguro que no es nada pero… Bueno, Martin me preguntó si podría comprobarlo.
– Claro, te acompaño -propuso Erica llena de entusiasmo.
Patrik se quedó mirándola atónito. Aquella no era precisamente la reacción que esperaba.
– Eh, sí, bueno, quizá… -balbució al tiempo que se preguntaba si habría alguna razón justificada para no llevar consigo a su mujer. Pero, claro, se trataba de una actuación rutinaria, una comprobación de un pago, así que no vio ningún problema.
– Vale, pues ven conmigo. Y luego podemos pasarnos por casa de Lotta, para que Maja vea a sus primos.
– Estupendo -aprobó Erica, que sentía gran simpatía por la hermana de Patrik-, Además, quizá en Gotemburgo encuentre a alguien que sepa informarme sobre la medalla.
– No creo que sea imposible. Dedícate a llamar esta tarde, a ver si encuentras a algún experto. -Dicho esto, volvió a echar mano del periódico y continuó leyendo. Más valía aprovechar mientras Maja dormía.
Erica volvió a coger la lupa y a examinar el bloc del escritorio de Erik en la foto. «Ignoto militi.» Algo empezó a bullirle en el subconsciente.
En esta ocasión no le llevó más de media hora coger el ritmo.
– Bien, Bertil. -Lo animó Rita al tiempo que le daba un apretón extra-. Ya empiezas a entender el paso, por lo que veo.
– Desde luego que sí -convino Mellberg con modestia-. Esto del baile siempre se me ha dado bien.
– No me digas -le respondió Rita con un guiño-. Me ha dicho Johanna que hoy has estado tomando café con ella. -La mujer sonrió y levantó la vista para mirarlo. Había algo más que le gustaba de Rita. El nunca fue muy alto, pero con ella, que era tan bajita, se sentía como si midiese uno noventa.
– Sí, pasaba por casualidad delante de vuestro portal… -dijo con cierta turbación-, Y entonces apareció Johanna y me preguntó si quería subir a tomar un café.
– Ajá, con que pasabas por casualidad -rio Rita mientras se balanceaban al ritmo de la salsa-. ¡Qué lástima que yo no estuviera en casa, ya que pasabas por casualidad! Creo que habéis estado la mar de a gusto, según me ha dicho Johanna.
– Sí, claro, es una muchacha encantadora -reconoció Mellberg recordando la sensación del pie del bebé en la palma de la mano-. Una muchacha encantadora de verdad.
– Lo cierto es que no siempre lo han tenido fácil -se lamentó Rita con un suspiro-.Y a mí también me costó acostumbrarme al principio. Pero yo ya lo presentía, antes de que Paula trajese a Johanna a casa por primera vez. Y ahora llevan casi diez años juntas y, bueno, puedo decirte con el corazón en la mano que no hay otra persona que me guste más que Johanna como compañera de Paula. Están hechas la una para la otra y, siendo así, lo del sexo me parece una trivialidad.
– Aunque supongo que fue más fácil en Estocolmo, ¿no? Me refiero a la aceptación por parte de la gente -opinó Mellberg con cierta reserva lanzando una maldición interior al notar que acababa de plantar el pie sobre el de Rita-. Quiero decir que allí es mucho más habitual. A veces, cuando veo la tele, me da la impresión de que allí una de cada dos personas tiene esa inclinación.
– Bueno, yo no estaría tan segura de eso -repuso Rita entre risas-, Pero, por supuesto, estábamos preocupadas por mudarnos aquí. Aunque debo decir que me ha sorprendido positivamente. No creo que las chicas hayan tenido ningún problema, por ahora. Aunque, por otro lado, la gente aún no se ha enterado, claro. Pero ya veremos, cuando llegue el momento. ¿Qué van a hacer? ¿Dejar de vivir? ¿No mudarse a donde quieren mudarse? No, hay ocasiones en que uno debe lanzarse a lo desconocido. -De pronto, le cambió la expresión, parecía triste y tenía la mirada perdida en el vacío, por encima del hombro de Mellberg, que creyó comprender en qué estaba pensando.
– ¿Fue difícil? Quiero decir, si fue duro huir -preguntó con tono respetuoso y, con gran sorpresa por su parte, tomó conciencia de que de verdad quería conocer la respuesta. Por lo general, solía evitar preguntas delicadas, eso cuando no las formulaba porque era lo que se esperaba de él, para luego despreocuparse por completo de cuál era la respuesta. En esta ocasión, en cambio, deseaba sinceramente conocerla.
– Fue difícil y fácil al mismo tiempo -respondió Rita. Mellberg vio reflejadas en sus ojos negros vivencias que él no podía ni imaginar-. Resultó fácil abandonar aquello en lo que se había convertido mi país; y difícil abandonar el país que fue en su día. -Por un instante, Rita perdió el ritmo del baile y se quedó inmóvil, aún agarrada a las manos de Mellberg. Luego una chispa le alumbró la mirada, soltó las manos y dio una palmada enérgica.
– Venga, ha llegado el momento de aprender el siguiente paso, a dar vueltas. Bertil, ayúdame a mostrar cómo se hace. -Rita volvió a cogerlo de la mano y le enseñó despacio los pasos que debía dar para hacerla girar una vuelta por debajo del brazo. No era lo más sencillo del mundo y Mellberg se hizo un lío tanto con las manos como con los pies. Pero Rita no perdió la paciencia, sino que lo explicó una y otra vez, hasta que tanto Bertil como las demás parejas comprendieron en qué consistía.
– Funcionará, ya lo verás -aseguró mirándolo a los ojos. Mellberg se preguntó si sólo se refería al baile. O si aludía a otra cosa. El esperaba que fuese lo segundo.
Fuera ya oscurecía. Las sábanas del hospital crujían ligeramente cuando se movía, así que intentaba quedarse quieto. Él prefería que no hubiese el menor ruido. Los ruidos del exterior no podía controlarlos, los sonidos de voces, de gente que pasaba, el tintineo de las bandejas. Pero allí dentro podía procurar que reinase la calma en la medida de lo posible, que no se alterase el silencio con el crujir de las sábanas.
Herman miraba por la ventana. A medida que caía la noche al otro lado, empezó a aparecer su imagen reflejada en los cristales, y le llamó la atención lo desvalida que parecía la figura que yacía en la cama. Un viejo menudo y gris envuelto en la ropa blanca del hospital, de cabello escaso y mejillas surcadas por la vejez. Se diría que era Britta la que le otorgaba cierto peso, la que poseía un valor que lo convertía en un ser más lleno, más largo. Era como si ella le hubiese dado sentido a su vida. Y ahora, por su culpa, ella ya no estaba.
Las niñas habían ido hoy a verlo. Lo acariciaban y lo abrazaban, lo miraban con preocupación y le hablaban inquietas. Pero él ni siquiera fue capaz de mirarlas. Temía que le vieran la culpa en los ojos. Que vieran lo que había hecho. El daño que había causado.
Habían guardado el secreto durante tantos años. El y Britta, los dos. Lo habían compartido, lo habían ocultado, lo habían expiado. O, al menos, eso creía él. Pero cuando se presentó la enfermedad y los diques empezaron a quebrantarse, Herman comprendió en un instante de lucidez que nada puede expiarse. Tarde o temprano, el tiempo y el pasado nos alcanzan. De nada servía esconderse. De nada servía correr. Haciendo gala de una simpleza mayúscula, creyeron que sería suficiente con llevar una buena vida, ser buenas personas. Amar a sus hijos y convertirlos en seres humanos capaces de transmitir ese amor. Y, finalmente, se engañaron creyendo que lo bueno que crearon había eclipsado lo malo.
Había matado a Britta. Y que no pudieran comprenderlo. Sabía que querían hablar con él, hacerle preguntas, plantearle cuestiones. Si, simplemente, aceptaran las cosas como eran.
El había matado a Britta. Y ya no le quedaba nada.
– ¿Tienes alguna idea de quién es y de por qué Erik estuvo pagándole durante tantos años? -preguntó Erica llena de curiosidad cuando ya estaban cerca de Gotemburgo. Maja se había portado de forma ejemplar en el asiento trasero y, puesto que salieron poco antes de las ocho y media, sólo eran cerca de las diez cuando llegaron a la ciudad.
– No, los únicos datos que tenemos son los que figuran ahí -dijo Patrik señalando con la cabeza el papel que Erica llevaba en la funda de plástico.
– Wilhelm Fridén, calle Vasagatan, número 38, Gotemburgo. Nacido el 3 de octubre de 1924 -leyó Erica en voz alta.
– Exacto. Ahí tienes cuanto sabemos. Estuve hablando con Martin de pasada ayer noche y me dijo que no había encontrado ningún vínculo con Fjällbacka, ninguna acción criminal. Nada. Así que es un disparo a ciegas. Por cierto, ¿cuándo has quedado con el tipo de la medalla?
– A las doce, en su tienda de antigüedades -informó Erica tanteándose el bolsillo donde llevaba la medalla, para asegurarse de que seguía ahí, envuelta en el pañuelo.
– ¿Te quedas con Maja en el coche o prefieres irte a dar un paseo mientras yo hablo con Wilhelm Fridén? -quiso saber Patrik al tiempo que giraba para ocupar un aparcamiento libre de Vasagatan.
– ¿Qué dices? -repuso Erica ofendida-.Yo voy contigo, faltaría más.
– Pero no puedes… Maja… -protestó Patrik torpemente, cuando cayó en la cuenta de adonde lo conduciría aquella discusión y de cómo terminaría.
– Si la niña puede visitar el lugar del crimen y la comisaría, también puede venir con nosotros a ver a un señor de más de ochenta tacos -replicó Erica recalcando con el tono de voz que Patrik no se hallaba en situación de discutir por ese tema.
– Vale, está bien -respondió con un suspiro, sabiéndose vencido.
Un hombre de unos sesenta años les abrió la puerta cuando llamaron al timbre del tercer piso, en un viejo edificio de principios de siglo.
– ¿Sí? ¿En qué puedo ayudarles?
Patrik sacó la placa.
– Me llamo Patrik Hedström, de la comisaría de Tanumshede. Tengo algunas preguntas relacionadas con Wilhelm Fridén.
– ¿Quién es? -se oyó una voz de mujer desde el interior. El hombre se volvió y explicó en voz alta:
– ¡Es un policía que pregunta por papá!
Y, volviendo a mirar a Patrik, añadió:
– De verdad que no puedo imaginarme por qué iba a interesarse la policía por mi padre, pero entren, entren. -El hombre se apartó y los invitó a pasar, y enarcó una ceja de sorpresa al ver entrar a Erica con Maja en brazos.
– Vaya, veo que hay quien empieza pronto en la policía -observó el hombre con expresión divertida.
Patrik sonrió abochornado.
– Sí, esta es mi mujer, Erica Falck, y mi hija, Maja. Es que… bueno, mi mujer tiene cierto interés personal en el caso que estamos investigando y… -Y ahí se detuvo. En realidad, no existía ningún modo satisfactorio de explicar por qué un policía llevaba a un interrogatorio a su mujer y a su hija de un año.
– Perdón, no me he presentado, soy Göran Fridén. A quien buscan es a mi padre.
Patrik lo observó con curiosidad. Era de mediana estatura, tenía el pelo gris un tanto rizado y ojos azules y cálidos.
– ¿Está su padre en casa? -dijo Patrik mientras seguía a Göran Fridén por el largo pasillo.
– Por desgracia, llegan demasiado tarde para preguntarle a mi padre. Murió hace dos semanas.
– ¡Oh! -exclamó Patrik sorprendido. No era eso lo que esperaba oír. Estaba convencido de que, pese a lo avanzado de su edad, el hombre seguiría vivo, puesto que no figuraba como fallecido en el censo. Seguramente porque la muerte era reciente, y ya se sabía que los datos tardaban en aparecer en los registros. Sintió una profunda decepción. ¿Acaso iba a enfriarse aquella pista que, de acuerdo con su intuición, era importante para el caso?
– Pueden hablar con mi madre si quieren -propuso Göran indicándoles con la mano que pasaran a la sala de estar-. No sé de qué se trata, pero quizá podamos ayudarle.
Una señora menuda con el cabello blanco como la nieve se levantó del sofá. Aún era bonita de un modo sorprendente y se les acercó para estrecharles la mano.
– Marta Fridén. -La mujer los observaba llena de curiosidad y su rostro se iluminó con una amplia sonrisa al ver a Maja-. Pero bueno, ¡hola! ¡Qué niña más bonita! ¿Cómo se llama?
– Maja -respondió Erica llena de orgullo. Le encantaba aquella señora.
– Hola, Maja -saludó Marta acercándose y dándole a la niña una palmadita en la mejilla.
Maja estaba loca de contenta al ver que atraía tanta atención, pero empezó a patear salvajemente en cuanto vio una vieja muñeca que había en el rincón del sofá.
– No, Maja -le dijo Erica muy seria, intentando que se quedara quieta.
– Bah, deje que la mire -repuso Marta señalando la muñeca con la mano-. No tengo nada tan valioso que no pueda tocarlo la pequeña. Desde que Wilhelm falleció he comprendido que, allí adónde vamos, no podemos llevarnos nada. -Se le pusieron los ojos tristes y su hijo se le acercó y la rodeó con el brazo.
– Siéntate, mamá, voy a preparar un café para la visita. Así podréis hablar un rato tranquilamente.
Marta lo siguió con la mirada mientras se dirigía a la cocina.
– Es un buen chico -declaró la mujer-. Trato de no ser una carga para él, los hijos deben vivir su propia vida. Pero a veces es más bueno de lo que le conviene. Aunque Wilhelm estaba tan orgulloso de él… -La anciana pareció perderse en los recuerdos, pero luego se volvió hacia Patrik.
– Bueno, ¿y de qué quería hablar la policía con mi Wilhelm?
Patrik se aclaró la garganta. Sentía como si estuviese caminando por una fina capa de hielo. Tal vez ahora sacara a la luz un montón de asuntos que aquella simpática ancianita prefería no conocer. Pero no tenía elección. Algo inseguro, le explicó:
– Pues sí, en Fjällbacka, en el norte, estamos investigando un asesinato. Yo soy de la comisaría de Tanumshede, y Fjällbacka pertenece al distrito policial de Tanum -le aclaró a la anciana.
– ¡Oh, Dios mío, un asesinato!
– Sí, la víctima era un hombre llamado Erik Frankel -añadió Patrik e hizo una pausa para comprobar si el nombre provocaba alguna reacción, pero, por lo que pudo ver, a Marta no le resultaba familiar, como así se lo confirmó.
– ¿Erik Frankel? No, no me suena de nada. ¿Y cómo les ha llevado eso hasta Wilhelm? -preguntó inclinándose con vivo interés.
– Pues sí, resulta que… -Patrik dudaba-. Resulta que Erik Frankel le estuvo haciendo una transferencia mensual durante cincuenta años a un tal Wilhelm Fridén. A su marido. Y, claro, nos preguntamos el porqué de dicha transferencia y cuál es, era, la relación entre ambos.
– ¿Que Wilhelm recibía dinero de un hombre de Fjällbacka llamado Erik Frankel? -La sorpresa de Marta parecía sincera. En ese momento apareció Göran con el café en una bandeja y los miró lleno de curiosidad.
– ¿De qué se trata, en realidad? -quiso saber.
Fue su madre quien le contestó.
– Según este policía, un hombre llamado Erik Frankel, que ha muerto asesinado, le ha estado enviando dinero a tu padre todos los meses durante cincuenta años.
– ¿Qué me dices? -preguntó Göran perplejo sentándose en el sofá, al lado de su madre-, ¿A papá? ¿Por qué?
– Sí, eso es lo que nos preguntamos -intervino Patrik-, Esperábamos que el propio Wilhelm pudiese responder a esa pregunta.
– Queca -dijo Maja encantada cogiendo la vieja muñeca de Marta.
– Sí, una muñeca -asintió Marta con una sonrisa-. Era mía, de cuando era niña.
Maja abrazó a la muñeca fuerte contra el pecho. Marta no se cansaba de mirar a la pequeña.
– Qué niña más encantadora -declaró. Erica no pudo por menos de asentir entusiasmada.
– ¿De qué suma se trata? -preguntó Göran mirando a Patrik.
– No son grandes cantidades. Dos mil coronas al mes, los últimos años. Pero fueron aumentando con el paso del tiempo y parecían hacerlo según el valor de la moneda. Es decir, que, aunque la cantidad fue aumentando, el valor era más o menos siempre el mismo.
– No tengo ni idea, de verdad. Pero claro, Wilhelm y yo nunca hablábamos de cuestiones económicas. El se encargaba de esa parte, y yo de la casa, como era lo habitual en nuestra generación. Ese era el reparto que teníamos. Así que, de no ser por Göran, ahora estaría totalmente perdida con las cuentas, los préstamos y todo eso. -La mujer puso la mano sobre la del hijo, que se la apretó cariñoso.
– Mamá, lo hago encantado, ya lo sabes.
– ¿Hay algunos documentos sobre sus finanzas que podamos mirar? -preguntó Patrik desanimado. Había ido allí con la esperanza de obtener respuestas a las preguntas sobre la transferencia mensual y, en cambio, parecía haber llegado a un callejón sin salida.
– No tenemos nada en casa, todo está en poder del abogado -repuso Göran excusándose-. Pero puedo pedirles que hagan copias de lo que hay y que se las envíen.
– Se lo agradeceríamos mucho -dijo Patrik sintiendo que recobraba algo de esperanza. Quizá pudiera llegar al fondo del asunto, pese a todo.
– Perdón, se me había olvidado por completo servir el café -exclamó Göran levantándose raudo.
– No importa, de todos modos ya nos marchamos -replicó Patrik mirando el reloj-. Por nosotros no se moleste.
– Siento que no hayamos sido de más ayuda -se disculpó Marta ladeando la cabeza y dedicándole a Patrik una afable sonrisa.
– No pasa nada, no hay mucho que podamos hacer. Y siento mucho la pérdida -dijo Patrik-, Espero que no les haya molestado que hayamos venido a preguntar, cuando hace tan poco… Bueno, no sabíamos nada…
– No, por favor -replicó la mujer atajando sus excusas-. Conocía a mi Wilhelm con los ojos cerrados y, sea cual sea el motivo de esas transferencias, puedo garantizar que no se trataba de nada delictivo ni inmoral. Así que pregunten lo que quieran y, como ha dicho Göran, procuraremos que les lleguen copias de los documentos. Lo único que siento es no haber sido de más ayuda.
Todos se levantaron y se dirigieron al vestíbulo. Maja iba detrás, aún con la muñeca bien agarrada en la mano.
– Maja, bonita, es hora de dejar la muñeca -dijo Erica preparándose para el berrinche, que sabía inevitable.
– Deje que se quede con ella -repuso Marta acariciando el cabello de Maja cuando la pequeña pasó a su lado-. Como decía, allí adónde voy no podré llevar nada conmigo, y soy demasiado vieja para jugar con muñecas.
– Pero… ¿está segura? -vaciló Erica-, Es tan antigua, y seguro que se trata de un recuerdo muy apreciado…
– Los recuerdos se conservan aquí -aseguró Marta dándose en la frente-. No en las cosas y los objetos. Así que nada me alegra más que saber que hay alguien que vuelve a jugar con Greta. Seguro que se ha aburrido lo indecible tantos años ahí, en el sofá de una anciana.
– Gracias. Muchísimas gracias -respondió Erica tan emocionada que, con no poca irritación, tuvo que esforzarse para contener el llanto.
– No hay de qué. -Marta acarició de nuevo la cabeza de Maja y tanto ella como su hijo los acompañaron hasta la puerta.
Lo último que vieron Erica y Patrik antes de que cerraran la puerta fue cómo Göran pasaba el brazo por los hombros de su madre y le besaba la blanca cabellera.
Martin deambulaba inquieto de aquí para allá por toda la casa. Pia estaba en el trabajo y, cuando se quedaba solo en el piso, no conseguía serenarse pensando en el caso. Era como si, al estar Patrik de baja, su sentido de la responsabilidad por la investigación se hubiese multiplicado por diez. Y no se sentía nada seguro de estar a la altura de tanta responsabilidad. En cierto modo, vivía como una debilidad haberse visto obligado a pedirle ayuda a Patrik. Sin embargo, era tal la confianza que tenía en el criterio del colega, y quizá no tanta en el propio. A veces se preguntaba si alguna vez llegaría a sentirse totalmente seguro en el ejercicio de su profesión. Esa era la duda que siempre lo acechaba, la inseguridad que lo acompañaba desde los años en la Escuela Superior de Policía. ¿En verdad era apto para aquel trabajo? ¿Sabría responder tal y como se esperaba que hiciera?
Iba y venía por la casa inmerso en sus cavilaciones. Comprendía que su inseguridad en lo profesional se veía reforzada por el hecho de que ahora se hallaba ante el mayor reto de su vida y de que no sabía si iba a ser capaz de responder. ¿Y si no daba la talla? ¿Y si no era capaz de apoyar a Pia tanto como fuese necesario? ¿Y si no respondía como se esperaba de un padre? Y si… Y si… Las ideas se precipitaban en su mente como un torbellino, hasta que comprendió que debía hacer algo concreto para no volverse loco. Se puso la cazadora, cogió el coche y salió en dirección sur. En un principio, no tenía muy claro adónde iba, pero a medida que se acercaba a Grebbestad, se le aclararon las ideas. Desde el día anterior no había dejado de darle vueltas a la llamada efectuada desde la casa de Herman y Britta a la de Frans Ringholm. En las dos investigaciones aparecían siempre las mismas personas y, aunque parecían discurrir en paralelo, Martin tenía el presentimiento de que, en realidad, se cruzaban. ¿Por qué habrían llamado Herman o Britta a Frans, en el mes de junio? ¿Lo hicieron antes de la muerte de Erik? Sólo constaba una llamada, el 4 de junio. No duró mucho, dos minutos y treinta y tres segundos, según había memorizado Martin. Pero ¿cuál era el motivo de la llamada? ¿Sería tan sencillo como lo presentaba Axel? ¿Sería que la enfermedad de Britta la impulsó a reanudar los contactos de antaño? Con personas con las que, a la luz de los datos de los que disponían, llevaba sesenta años sin hablar. Claro que el cerebro humano podía jugarnos malas pasadas pero… No, allí había información entre líneas.
Algún detalle que se le escapaba. Y no pensaba rendirse hasta dar con ello.
Frans estaba a punto de salir cuando Martin se encontró con él en la puerta de su apartamento.
– ¿Qué puedo hacer por usted hoy? -le dijo Frans muy cortés.
– Tengo unas preguntas adicionales, eso es todo.
– Estaba a punto de salir a dar mi paseo diario. Si quiere hablar conmigo, puede acompañarme. No abandono el paseo por nadie, así me mantengo en forma -aclaró echando a andar hacia el mar. Martin lo siguió.
– ¿Y no tendrá problemas si lo ven con la policía? -preguntó Martin con una sonrisa.
– Pues mire, he pasado tantos días de mi vida con polis que ya estoy acostumbrado a su compañía -respondió divertido-. Bien, ¿qué quería preguntar? -añadió ya serio. Martin iba medio corriendo para seguirlo. Frans no llevaba mal ritmo para su edad.
– No sé si lo habrá oído, pero tenemos en Fjällbacka otro caso de asesinato.
Frans aminoró la marcha un segundo, antes de reanudar el ritmo.
– No, no lo sabía. ¿Quién?
– Britta Johansson -anunció Martin escrutando el semblante de Frans.
– ¿Britta? -se sorprendió este volviéndose hacia Martin-, Pero ¿cómo? ¿Quién?
– Su marido se ha declarado culpable. Pero yo abrigo mis dudas…
Frans se detuvo sobresaltado.
– ¿Herman? Pero ¿por qué? No puedo creer que…
– ¿Conocía a Herman? -quiso saber Martin tratando de no desvelar la importancia de la respuesta.
– No, no puedo decir que lo conociera -admitió Frans meneando la cabeza-. Lo cierto es que sólo lo he visto en una ocasión. Me llamó en junio y me dijo que Britta estaba enferma y que había expresado su deseo de verme.
– ¿Y no le pareció extraño? Teniendo en cuenta que llevaban sesenta años sin verse… -La voz de Martin traslucía el escepticismo con que había acogido la respuesta de Frans.
– Sí, claro que me resultó raro. Pero Herman me explicó que tenía Alzheimer, y, al parecer, no es inusual que esos enfermos rememoren épocas y personas significativas del pasado. Y, bueno, Britta y yo fuimos amigos durante la infancia y la juventud, y formábamos una pandilla.
– Y la pandilla la formaban…
– Pues Britta, Erik, Elsy Moström y yo.
– Dos de los cuales están muertos ahora, asesinados en el transcurso de un par de meses -puntualizó Martin jadeando mientras corría al lado de Frans-, ¿No le parece una extraña coincidencia?
Frans se quedó mirando el horizonte.
– Cuando se alcanza mi edad, uno ya ha vivido bastantes coincidencias de las que usted llama extrañas, como para comprender que no lo son tanto. Y además, decía que su marido se ha confesado culpable. ¿Quieren ustedes decir que también es responsable de la muerte de Erik? -Frans no dejaba de mirar a Martin.
– En estos momentos no queremos decir nada en absoluto. Pero es indiscutible que nos resulta sospechoso el hecho de que dos personas de un grupo de cuatro mueran asesinadas en tan breve espacio de tiempo.
– Ya digo, no existe nada raro en la concurrencia de extrañas coincidencias. Sólo el azar. Y el destino.
– Suena bastante filosófico, para un hombre que ha pasado gran parte de su vida en la cárcel. ¿También eso fue cosa del azar y el destino? -preguntó Martin con acritud mal disimulada; se dijo que, en el trabajo, debía dejar a un lado sus sentimientos personales. Sin embargo, había sido testigo de cómo le había afectado a Paula últimamente aquello que Frans Ringholm representaba; de ahí que le costase esconder su desprecio.
– El azar y el destino no tuvieron nada que ver con eso. Era lo bastante adulto y estaba lo bastante informado como para adoptar mis propias decisiones cuando tomé ese camino. Y claro que, con lo que sé ahora y con la plantilla en la mano, puedo decir que no debería haber hecho esto, ni aquello, ni lo otro…
Y que debería haber tomado otro camino. O ese… O aquel… -Frans se detuvo y se volvió hacia Martin-, Pero en la vida no contamos con esa ventaja, ¿verdad? -añadió antes de proseguir su paseo-. No contamos con la ventaja de disponer de una plantilla con los resultados. Tomé los caminos que tomé. Y he vivido la vida que decidí vivir. Y también he pagado un precio por ello.
– ¿Y sus ideas? ¿También son fruto de una elección? -Martin sentía sincera curiosidad por la respuesta. No comprendía a aquella gente. A las personas que condenaban a parte de la humanidad. No comprendía cómo justificaban esa actitud ante sí mismos. Y mientras que, por un lado, sentía una aversión profunda hacia ellos, experimentaba también una viva curiosidad por saber cómo pensaban, al igual que un niño descompone en piezas una radio para averiguar cómo funciona.
Frans guardó silencio un buen rato. Parecía haber entendido la seriedad de Martin al preguntar, y se detuvo a meditar su respuesta.
– Yo defiendo mis ideas. Veo que algo falla en la sociedad.
Y mis ideas son mi interpretación de qué es lo que falla. Y, además, entiendo que es mi deber contribuir a corregir ese fallo.
– Pero eso de culpar a grupos étnicos enteros… -Martin meneó la cabeza. Sencillamente, no comprendía ese razonamiento.
– Comete el error de considerar a las personas como individuos -atajó Frans con aspereza-. El ser humano jamás ha sido un individuo. Formamos parte de un grupo, de un colectivo.
Y esos grupos siempre se han enfrentado desde que el mundo es mundo, siempre han luchado por su lugar en la jerarquía, en el orden mundial. Cabría desear que no fuese así, pero así es.
Y aunque yo no me asegure mi lugar en el mundo recurriendo a la violencia, soy un superviviente. Uno de los que, finalmente, saldrá vencedor en ese orden mundial. Y los vencedores escriben la historia.
Una vez que hubo terminado, se volvió hacia Martin, que se estremeció pese a que le corría el sudor por la espalda después del rápido paseo. Era infinitamente aterrador verse ante tan fanática convicción. Se quedó helado al comprender que no existía en el mundo razonamiento alguno que pudiese persuadir a Frans Ringholm y a sus iguales de que veían el mundo a través de un cristal que lo deformaba. Así que sólo quedaba mantenerlos a raya, minimizarlos, diezmar su número. Martin siempre creyó que, pudiendo razonar con una persona, siempre se llegaba a un núcleo susceptible de cambio. Pero el núcleo que advirtió en la mirada de Frans estaba tan atrincherado tras la ira y el odio que nadie podría nunca llegar a él.