Fjällbacka, 1945
Hans iba sonriendo para sus adentros. Quizá no debiera, pero no podía evitarlo. Claro que sería difícil al principio. Muchos les soltarían reprimendas y darían su opinión, y hablarían de pecado ante Dios y cosas por el estilo. Pero cuando hubiese pasado lo peor, podrían empezar a labrarse una nueva vida juntos, él, Elsy y el niño. ¿Cómo podría sentir otra cosa que pura alegría ante semejante perspectiva?
Pero se le murió la sonrisa en los labios en cuanto empezó a pensar en la tarea que tenía por delante. La misión no era fácil. Una parte de él sentía deseos de olvidar el pasado, de quedarse allí y fingir que nunca había vivido otra vida. Esa parte quería ver el día en que se escondió en el barco del padre de Elsy como si hubiese vuelto a nacer a una existencia completamente distinta, una nueva página en blanco.
Sin embargo, la guerra había terminado. Y eso lo cambiaba todo. No podría seguir adelante sin haber regresado primero. Lo hacía más que nada por su madre. Tenía que asegurarse de que estaba bien y quería que supiese que él estaba vivo y que había encontrado un hogar.
Cogió una bolsa y empezó a llenarla con ropa para un par de días. Una semana. No pensaba estar fuera más tiempo. No podría estar lejos de Elsy más tiempo. Se había convertido en una parte tan importante de su persona que no era capaz de imaginar siquiera ausentarse más de lo necesario. Pero en cuanto acabase con aquel viaje, estarían juntos para siempre. Podrían dormir juntos cada noche, y despertarse abrazados todos los días, sin vergüenza y sin secretos. Hablaba en serio cuando dijo lo de presentar la solicitud ante el rey. Si les concedía la dispensa, tendrían tiempo de casarse antes de que naciera el niño. Se preguntaba qué sería. De nuevo irrumpió la sonrisa en su semblante mientras doblaba la ropa. Una niña, con la sonrisa dulce de Elsy. O un niño, con los bucles rubios de su padre. Lo que fuera, bienvenido era. El se sentía tan feliz que acogería agradecido lo que Dios quisiera darles.
Al sacar un jersey del cajón, un objeto duro se salió del paño que lo envolvía. El objeto tintineó con contundencia al dar en el suelo y Hans se agachó para cogerlo. Se sentó apesadumbrado en la cama mientras observaba la pieza que tenía en la mano. Era la Cruz de Hierro que había merecido su padre como recompensa por su actuación en los primeros años de la guerra. Se la quedó mirando fijamente. Se la había robado a su padre y se la llevó como recordatorio cuando abandonó Noruega, y como salvavidas, por si los alemanes lo capturaban antes de que llegase a Suecia. Una vez allí, habría debido deshacerse de la medalla y lo sabía. Si alguien husmeaba en sus pertenencias y la encontraba, se descubriría su secreto. Pero la necesitaba. La necesitaba para recordar.
No sintió pena ninguna de dejar a su padre. Si pudiera elegir, no querría tener nada que ver con ese hombre nunca más. Representaba todo aquello que estaba mal en los hombres, y Hans se avergonzaba de, en una época de su vida, haber sido demasiado débil para enfrentarse a él. Una serie de imágenes acudieron a su mente. Imágenes crueles, implacables, de acciones ejecutadas por alguien con quien él ya no tenía nada en común. Era una persona débil, una persona que se había doblegado a la voluntad de su padre pero que, al fin, había logrado liberarse. Hans apretó en la mano la medalla con tanta fuerza que las puntas se le clavaron en la piel. No volvía para ver a su padre. Seguramente, el destino ya se habría encargado de él y habría recibido el castigo de que se había hecho acreedor. Pero tenía que ver a su madre. Ella no merecía la preocupación de no saber siquiera si estaba vivo o muerto. Tenía que hablar con ella, hacerle ver que se encontraba bien y hablarle de Elsy y del niño. Y, en su momento, quizá podría convencerla de que viviese con él y con Elsy. No creía que Elsy tuviese nada en contra. Una de las cualidades que más le gustaban de ella era precisamente su buen corazón. Y seguramente ella y su madre se llevarían bien.
Se levantó de la cama y, tras un instante de vacilación, volvió a dejar la medalla en su lugar. La dejaría allí hasta su regreso, como recordatorio de aquello en lo que jamás volvería a convertirse. Un recordatorio de que jamás volvería a ser un muchacho cobarde y débil. Por Elsy y por el niño, ahora debía comportarse como un hombre.
Cerró la bolsa y contempló la habitación en la que tanta felicidad había experimentado los últimos meses. El tren saldría dentro de un par de horas. Sólo le faltaba una cosa por hacer antes de partir. Tenía que hablar con una persona. Salió y cerró la puerta. De repente, tuvo un fatídico presentimiento cuando la oyó cerrarse. La sensación de que algo no iría bien. Luego ahuyentó el presagio y se marchó. Después de todo, estaría de vuelta al cabo de una semana.
Erica había insistido en ir sola a Gotemburgo, pese a que Patrik se había ofrecido a acompañarla. Aquello era algo que debía hacer personalmente.
Permaneció un rato ante la puerta, sin atreverse a levantar el dedo y tocar el timbre. Pero, al final, no pudo seguir aplazándolo.
Märta la observó asombrada cuando abrió la puerta, pero se hizo a un lado enseguida y la invitó a pasar.
– Siento molestar -se disculpó Erica, con la garganta súbitamente reseca-. Supongo que debería haber llamado antes, pero…
– No pasa nada -le aseguró Märta sonriendo con amabilidad-, A mi edad se agradece tanto la compañía… Así que es un placer, pasa, pasa.
Erica la siguió por el pasillo y se sentó en la sala de estar. Pensaba febrilmente en cómo empezar, pero Märta se le adelantó.
– ¿Habéis conseguido avanzar algo con los asesinatos? -preguntó-. La verdad, siento mucho que no pudiéramos ser de más ayuda, pero la verdad, yo no tenía el menor control sobre nuestra economía doméstica.
– Ya sé para qué era el dinero. O, mejor dicho, para quién -afirmó Erica. El corazón le martilleaba desbocado en el pecho.
Märta la miró con curiosidad, aunque parecía no comprender a qué se refería.
Muy despacio, con la mirada fija en la anciana, le dijo con suavidad:
– En noviembre de 1945, mi madre dio a luz un niño que entregaron en adopción inmediatamente. Lo tuvo en casa de mi tía abuela, en Borlänge. Yo creo que el hombre asesinado, Erik Frankel, ordenaba las transferencias a su marido por ese niño.
Se hizo un denso silencio en la habitación. Märta bajó la mirada. Erica vio que le temblaban las manos.
– Ya me parecía a mí. Pero Wilhelm nunca me dijo nada y…, bueno, en parte yo no quería saber… El siempre ha sido nuestro niño y, aunque suene terriblemente frío, jamás me he planteado que naciera de otra mujer. Era nuestro. Mío y de Wilhelm, y nunca lo hemos querido menos que si lo hubiese parido yo. Estuvimos esperando tanto tiempo, intentándolo tanto tiempo y… Bueno, Göran fue como un regalo del cielo.
– ¿Sabe él que…?
– ¿Que es hijo adoptivo? Sí, nunca se lo ocultamos. Pero yo no creo que él lo haya tenido muy presente, si he de ser sincera. Nosotros éramos sus padres, su familia. Claro que hablamos del asunto en alguna ocasión, Wilhelm y yo, y nos preguntamos cómo nos sentiríamos si él hubiera querido hacer averiguaciones sobre sus… padres biológicos. Pero siempre nos decíamos que ya veríamos, si llegaba el momento, y Göran no parecía añorarlos, de modo que lo dejamos pasar.
– A mí me gusta -soltó Erica en un impulso, intentando habituarse a la idea de que el hombre al que había conocido la última vez que estuvo allí era su hermano. Su hermano y el de Anna, se corrigió enseguida.
– Tú también le caíste bien -aseguró Märta radiante de alegría-, Y, en cierto modo, yo reaccioné inconscientemente ante el hecho de cuánto os parecéis. Los ojos, un poco… En fin, no sé, pero desde luego, os parecéis.
– ¿Cómo cree que reaccionaría si…? -Erica no se atrevió a terminar la pregunta.
– Con lo que insistía de pequeño con que quería hermanitos, creo que recibiría a una hermana pequeña con los brazos abiertos -Märta sonrió, algo más distendida ya, después de la sorpresa inicial.
– Dos hermanas -aclaró Erica-.Tengo una hermana menor que se llama Anna.
– Dos hermanas -repitió Märta meneando la cabeza-. Ya ves, la vida no deja de sorprendernos. Ni siquiera a mi edad. -Al decir esto, se puso seria-. ¿Te importaría hablarme de tu madre? -preguntó estudiando la reacción de Erica.
– No, claro que no -repuso Erica, que empezó enseguida a contarle la historia de Elsy, y de las circunstancias que la obligaron a dar a su hijo en adopción. Estuvo hablando un buen rato, más de una hora, intentando hacerle justicia a su madre y a su situación ante la mujer que había educado y amado al hijo al que Elsy se vio obligada a renunciar.
Cuando se abrió la puerta y una voz alegre resonó en el vestíbulo, ambas dieron un respingo sobresaltadas.
– Hola, mamá, ¿tienes visita? -Los pasos se acercaron a la sala de estar.
Erica buscó inquisitiva los ojos de Märta, que asintió levemente, dándole su aprobación. La época de los secretos había llegado a su fin.
Cuatro horas más tarde empezaban a desesperar. Se sentían como topos encerrados en aquel sótano tenebroso, aunque al cabo de unos minutos, la vista se les había habituado lo suficiente como para que pudieran distinguir siluetas.
– Bueno, pues no era así como yo me imaginaba que nos iría -reconoció Paula con un suspiro-. ¿No crees que pronto lanzarán una orden de búsqueda para dar con nosotros? -bromeó agotada, aunque no pudo evitar exhalar otro suspiro.
Martin, que tampoco había podido evitar dos embestidas más contra la puerta, estaba frotándose el hombro; a aquellas alturas le dolía bastante. Seguro que se había ganado un moratón tremendo.
– Ya debe estar muy lejos -comentó Paula en un tono que rezumaba frustración.
– Existe cierto riesgo de que así sea -convino Martin, agravando un punto más su desencanto.
– Joder, qué de bártulos tiene aquí abajo.-Paula entornó los ojos para distinguir mejor las siluetas de los objetos que inundaban las estanterías del sótano.
– La mayor parte será de Erik, seguro -observó Martin-, Según entendí, él era el coleccionista.
– Pero todos esos objetos nazis, deben de valer una fortuna, ¿no?
– Seguro. Pero claro, si dedicas casi toda tu vida a coleccionar algo, al final reúnes un montón de chismes.
– ¿Por qué crees que lo hizo? -Paula escrutaba la oscuridad intentando ordenar los pensamientos en torno a lo que ya consideraban un hecho. En honor a la verdad, ella ya lo daba por seguro en cuanto empezó a darle vueltas a la coartada. Fue entonces cuando se le ocurrió comprobar si había algún otro vuelo en junio en cuya lista de pasajeros figurase el nombre de Axel Frankel. En efecto, cuando comprobaron su coartada, sólo verificaron el vuelo que él declaró, pero no si había realizado algún otro viaje. Y ahí estaba, sobre el papel. Un tal Axel Frankel viajó de París a Gotemburgo el 16 de junio y volvió el mismo día.
– No lo sé -respondió Martin-. Es lo que sigo sin entender. Parece que se llevaban bien los dos hermanos, así que, ¿por qué iba a matar Axel a Erik? ¿Qué fue lo que provocó una reacción tan extrema?
– Tiene que guardar relación con los contactos repentinos entre Erik, Axel, Britta y Frans. No puede tratarse de una coincidencia, eso es seguro. Y, de algún modo, también estará vinculado al asesinato del noruego.
– Sí, a esa conclusión también he llegado yo. Pero ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Por qué ahora, sesenta años después? Eso es lo que no comprendo.
– Tendremos que preguntárselo. Si es que salimos de aquí alguna vez. Y si logramos dar con su paradero. A estas alturas estará camino de algún país remoto -dijo Paula abatida.
– Y quizá no encuentren nuestros esqueletos hasta dentro de un año -bromeó Martin, aunque Paula no apreció el chiste.
– Claro, y si tenemos suerte, quizá alguno de los chicos del barrio vuelva a colarse -repuso Paula. Martin le correspondió con un codazo.
– ¡Oye! ¡Esa sí que es una idea! -exclamó alteradísimo mientras Paula se frotaba el costado donde le había encajado el codo.
– Sea lo que sea, espero sinceramente que valga el que me hayas aplastado un riñón -objetó irritada.
– ¿No te acuerdas de lo que dijo Per en el interrogatorio?
– Yo no estaba, lo interrogasteis Gösta y tú -le recordó Paula con súbito interés.
– Pues sí, pero dijo que había entrado por una ventana del sótano.
– Ya, pero no hay ventanas en este sótano, ¿no? De haberlas, habría más luz -replicó Paula incrédula, aunque intentando ver las paredes del sótano.
Martin se levantó y fue tanteando las paredes.
– Ya, pero eso fue lo que dijo él. Tiene que haber una ventana. Quizá cubierta con algo. Tú lo has dicho, todo lo que hay aquí debe de valer una fortuna, tal vez Erik no quería que su tesoro se viera desde fuera.
Paula ya se había levantado y se dirigía hacia Martin. Oyó un «¡Ay!» del colega, que acababa de darse contra la pared de enfrente, pero enseguida oyó un «¡Ajá!» que avivó su esperanza. Una esperanza que se convirtió en triunfo cuando el policía retiró el paño de tejido grueso que colgaba delante de la ventana, consiguiendo que la luz entrase de pronto a raudales.
– ¿Y no podría habérsete ocurrido hace un par de horas? -preguntó Paula enfurruñada.
– Oye, oye, un poco de gratitud, que acabo de resolver el dilema de los prisioneros -replicó Martin jovial al tiempo que soltaba el pestillo de la ventana y la abría hacia fuera. Estiró el brazo para coger una silla que había cerca y la colocó justo debajo de la ventana.
– Las damas primero.
– Gracias -masculló Paula subiendo a la silla para trepar hacia fuera.
Martin salió detrás de ella y aguardaron unos minutos a que la vista se les habituara a la luz implacable del día. Después se pusieron en marcha de inmediato. Corrieron hasta la puerta de entrada, pero la hallaron cerrada y la llave ya no estaba en la viga. Lo que significaba que las cazadoras, los teléfonos y las llaves del coche estaban a buen recaudo. Martin estaba a punto de correr en busca del vecino más próximo cuando oyó un ruido terrible de cristales al romperse. Y al mirar hacia el lugar del que procedía el estruendo, vio a Paula que, muy ufana, acababa de arrojar una piedra contra una de las ventanas de la planta baja.
– Ya que hemos salido por una ventana, he pensado que podríamos entrar igual. -Cogió una rama, retiró con ella los fragmentos que quedaban en el marco de la ventana y miró a Martin exigente.
– Oye, ¿me ayudas a entrar, o piensas darle a Axel más ventaja todavía?
Martin dudó sólo un instante. Luego subió a la colega y le ayudó a colarse por la ventana, e hizo lo propio después. Se trataba de dar alcance al asesino de Erik Frankel. Axel les llevaba ya demasiada ventaja. Y aún les quedaban demasiadas preguntas sin respuesta.
N o había llegado más allá del aeropuerto de Landvetter. Y allí se quedó sentado. La adrenalina que circulaba arrolladora por sus venas cuando encerró a los policías en el sótano, metió las maletas en el coche y salió de allí lo había abandonado y ahora sólo quedaba un gran vacío.
Axel estaba inmóvil mirando por los ventanales mientras los aviones despegaban uno tras otro. Podría haberse ido en cualquiera de ellos. Tenía el dinero y tenía los contactos necesarios.
Podía perderse donde quisiera, como quisiera. Había ejercido tanto tiempo de cazador que había aprendido todos los trucos de la presa que quiere esconderse. Pero él no quería. Al final, esa era la conclusión. Podía huir, pero no quería. De ahí que se hubiese quedado allí sentado, en tierra de nadie, mientras veía aterrizar y despegar los aviones. A la espera de que el destino le diese alcance por fin. Y, para su sorpresa, la idea no se le antojaba tan terrible como había pensado. Quizá esa fuese la sensación de sus presas, las personas a las que él perseguía, cuando, un día, alguien llamaba finalmente a su puerta y las llamaba por su verdadero nombre. Una extraña mezcla de miedo y de alivio.
Pero en su caso, el precio había sido demasiado alto. Tuvo que pagar con Erik.
Si la hija de Elsy no hubiese aparecido con aquella medalla… La misma que simbolizaba cuanto él había intentado echar en el olvido, cuanto él había tratado de sobrellevar en la vida. De un solo golpe, lo resucitó todo. Y Erik lo interpretó como una señal de que había llegado el momento. Por supuesto, su hermano había mencionado con anterioridad que deberían arreglar lo que pudiesen o, al menos, responsabilizarse. No ante la ley, para eso ya era demasiado tarde. Nadie podría juzgarlos en un tribunal. Sino en la esfera humana, en el plano moral. Ante sus semejantes, ante sus hermanos, podrían responsabilizarse de lo que hicieron, decía Erik. Merecían la vergüenza, la condena. Se las habían ingeniado para rehuir el juicio demasiado tiempo, decía con una tozudez cada día mayor.
Pero Axel siempre supo serenarlo, convencerlo de que no serviría de nada. De que sólo sería perjudicial. Nada de lo sucedido era susceptible de modificarse. Las cosas eran así, y si las dejaban atrás, Axel podría dedicar el tiempo a compensarlas, a enderezarlas. No exactamente aquello de lo que se habían hecho acreedores, pero, a través de su trabajo, él servía a la buena causa y combatía el mal. Y no podría seguir haciéndolo si Erik continuaba con que debían responder de antiguos pecados. Lo hecho, hecho estaba, y sería absurdo sacrificar todo lo bueno que había hecho y todo lo bueno que podía hacer, por posibilitar una penitencia que nada cambiaría. Incluso la ley aparecía indiferente e inerme ante el delito.
Y Erik lo escuchó. Y trató de comprender. Pero en lo más hondo de su ser, Axel sabía que los remordimientos corroían a su hermano, que lo devorarían por dentro hasta que sólo quedase la vergüenza. Axel intentó pintarle a su hermano el mundo de color gris, pese a que debería haber sabido -sabía en el fondo- que a la larga no resultaría. Porque el mundo de Erik era, para bien y para mal, blanco y negro. El mundo de Erik eran los hechos. Nada de ambigüedades. El mundo se componía de fechas y de nombres, de momentos y lugares, plasmados con letras negras sobre fondo blanco. A eso se había enfrentado Axel. Y, por un tiempo, funcionó. Durante sesenta años. Hasta que Erica Falck apareció ante su puerta con un símbolo del pasado, al mismo tiempo que las murallas de Britta empezaban a desplomarse por una enfermedad que le carcomía el cerebro poco a poco.
Erik empezó a flaquear. Y Axel sintió crecer el pánico día tras día. Trató de suplicar, de argumentar desesperadamente. No podía responder de algo que no era él. No era así como lo veía la gente. Cuanto él era, cuanto los demás veían en él, se diluiría en la bruma y, al final, sólo quedaría el espanto. La obra de toda una vida se desmoronaría de pronto.
Y aquel día, en el despacho… Erik lo llamó por teléfono a París y le dijo que había llegado el momento. Así, sin más. Parecía borracho cuando llamó, circunstancia que le pareció absolutamente alarmante, pues Erik bebía siempre con moderación. Y lloró por teléfono y le dijo que no podía postergarlo más, que había estado en casa de Viola y que se había despedido para evitarle la vergüenza cuando la verdad saliese a la luz. Luego farfulló algo de que ya había echado a rodar la piedra, pero que no se sentía capaz de esperar a que alguien airease sus trapos sucios. Aquello que él mismo no se había atrevido a confesar. Se acabó tanta cobardía, se acabó la espera, balbució mientras Axel estrangulaba el auricular con la mano sudorosa.
De modo que Axel se lanzó sobre el primer avión rumbo a casa, con la idea de hacerlo entrar en razón, de hacer que comprendiera. Y lo encontró en el despacho. Axel cerró los ojos, le dolía el corazón cuando lo recordaba. Erik estaba sentado ante el escritorio cuando él entró como una tromba. Con gesto distraído, garabateaba en el bloc repitiendo con voz reseca y monocorde las palabras que Axel llevaba seis decenios temiendo. Erik estaba decidido. Los remordimientos lo devoraban por dentro y ya no era capaz de ofrecer resistencia. Le expuso a Axel claramente que había empezado a tomar medidas para que, finalmente, pudiesen asumir su responsabilidad.
Axel confiaba en que lo que le había dicho por teléfono no fuese más que vana palabrería, y que su hermano recobraría el sentido común una vez volviese a estar sobrio. Ahora comprendía que estaba equivocado. Su hermano persistía en su decisión con una fuerza de voluntad pavorosa.
Axel le suplicó. Rogó a Erik que desistiera, que dejase bajo tierra lo enterrado. Pero, por primera vez, percibió en su hermano una disposición inquebrantable. En esta ocasión, no conseguiría razonar, postergar. Ahora Erik estaba resuelto a sacar a relucir la verdad. También le habló del bebé. Le contó, por primera vez, que había conseguido dar con su paradero tras una serie de averiguaciones. Que era un niño. Que llevaba años pasándole cierta cantidad de dinero, desde que empezó a ganarse la vida. Como una especie de penitencia por lo que le habían arrebatado.
El padre adoptivo del pequeño pensó seguramente que él era el padre y aceptó el dinero sin cuestionar nada. Pero eso no era suficiente. Esa penitencia no había paliado el dolor que lo despedazaba por dentro, sólo consiguió hacer que las consecuencias de sus acciones se presentaran más reales aún. Ahora, le había dicho Erik mirándolo a los ojos, había llegado el momento de la verdadera penitencia.
Axel recreó su vida mentalmente. Se vio desde fuera, como lo veía la gente. Una vida de admiración, de respeto. Arruinada. Quedaría arruinada con tan sólo marcar un número. Luego rememoró el campo. El preso que había a su lado, aquel al que arrojaron al hoyo que él mismo estaba cavando. El hambre, el hedor, la humillación. La sensación de la culata del rifle contra la oreja y la certeza de que algo se le había quebrado allí dentro. El hombre ya muerto que iba sentado a su lado en el autobús en el que atravesaron Europa para ir a Suecia. Era como estar allí. Oía los sonidos, percibía los olores, sentía la ira siempre candente en el pecho, incluso cuando estaba apático por completo y sólo se concentraba en sobrevivir, día tras día. Y ya no veía a Erik, sino a cuantos lo habían humillado y herido y ahora lo miraban burlones, con sorna, satisfechos de que, esta vez, lo llevasen a él al patíbulo. Pero él no podía darles esa satisfacción. Todos los muertos y los vivos aparecían allí en fila, burlándose de él. No sobreviviría a ello. Y tenía que sobrevivir. Eso era lo único que contaba.
Le zumbaba el oído más que nunca y no oyó nada de lo que le decía Erik, sólo veía moverse la boca de su hermano. Pero ya no era Erik. Era el joven rubio de Grini que tan amablemente se dirigió a él al principio, el que lo indujo a creer engañosamente que era un semejante, el que consiguió que Axel lo considerase lo único humano en aquel lugar inhumano. El que luego levantó el rifle y, mirándolo a los ojos, lo dejó caer con la culata hacia abajo, hasta que le reventó el oído, le reventó el corazón.
Lleno de ira y de dolor, Axel agarró lo que tenía más a mano. Levantó el pesado busto de piedra y lo mantuvo bien alto sobre la cabeza de Erik, que hablaba incansable garabateando sin cesar en el bloc que tenía encima del escritorio.
Luego, dejó caer el busto. Ni siquiera hizo fuerza. Simplemente, lo dejó caer por su propio peso sobre la cabeza de su hermano. No, no sobre la cabeza de su hermano, sobre la cabeza del vigilante. ¿O era la de Erik? Era todo tan desconcertante. Se encontraba en casa, en la biblioteca, pero los olores y los sonidos eran tan vivos. El hedor a muerte, las botas resonando al ritmo de marcha, órdenes alemanas que podían significar un día más de vida, o la muerte.
Axel oía aún el sonido del impacto de la pesada piedra contra la piel y los huesos. Después, se acabó. Erik emitió un solo gemido y se desplomó, con los ojos aún abiertos. Pero tras la primera conmoción, tras haber tomado conciencia de lo que había hecho, lo invadió una extraña calma. Lo sucedido era inevitable. Dejó el busto debajo de la mesa, se quitó los guantes ensangrentados y los guardó en el bolsillo del chaquetón. Luego bajó los estores, cerró con llave, se metió en el coche y regresó al aeropuerto, donde cogió el primer vuelo a París. Intentó reprimirlo todo y se volcó en el trabajo, hasta que llamó la policía.
No fue fácil regresar. Al principio no sabía si podría volver a poner un pie en la casa. Pero, cuando aquellos dos agentes tan amables lo llevaron en coche desde el aeropuerto, se serenó y, sencillamente, hizo lo que tenía que hacer. Y, a medida que pasaban los días, firmó una especie de tratado de paz con el espíritu de Erik, cuya presencia aún sentía en la casa. Sabía que Erik lo había perdonado. En cambio, jamás le perdonaría lo que le había hecho a Britta. Cierto que no fue su mano la ejecutora, pero él sabía muy bien cuál sería la consecuencia directa de su llamada a Frans. Sabía lo que hacía cuando le dijo a Frans que Britta iba a desvelarlo todo. Escogió sus palabras y la manera de disponerlas con sumo cuidado. Dijo lo que había que decir para disparar a Frans como un proyectil letal lanzado con total precisión. Sabía que la ambición política de Frans, su ansia de estatus y de poder terminaría actuando. Ya en la conversación telefónica detectó la rabia iracunda que siempre había sido el motor de Frans. De modo que él era tan responsable como Frans de la muerte de Britta. Y eso lo atormentaba. Aún recordaba cómo la miraba su marido. Herman la contemplaba con un amor que Axel jamás había sentido ni de lejos. Y ese amor, esa unión, les había sido arrebatada.
Axel vio despegar otro avión que partía con destino desconocido. Había llegado al final del camino. Ya no había para él lugar alguno adonde ir.
Sintió un gran alivio cuando, tras muchas horas de espera, notó una mano en el hombro y oyó que pronunciaban su nombre.
Paula besó a Johanna en la mejilla y a su hijo en la cabeza. Aún no podía creer que se lo hubiese perdido todo. Y que Mellberg hubiese estado allí.
– Lo siento, lo siento muchísimo -repitió por enésima vez.
Johanna sonrió agotada.
– Bueno, vale que te maldije unas cuantas veces cuando vi que no te localizaba, lo admito, pero comprendo que no tienes la culpa de que te encerraran. Así que me alegro de que estés ilesa.
– Sí, yo también. De que lo estés tú, quiero decir -aclaró Paula besándola de nuevo-. Y el niño es… maravilloso. -La agente admiró de nuevo al pequeño que Johanna tenía en el regazo y se le antojaba imposible que ya estuviese allí. Que por fin hubiese nacido de verdad.
– Toma, cógelo -dijo Johanna entregándoselo a Paula, que se sentó en el borde de la cama y empezó a mecerlo-, Y vaya mala pata que el teléfono de Rita se estropease hoy precisamente.
– Sí, está destrozada -aseguró Paula haciéndole mimos a su hijo recién nacido-. Está convencida de que jamás volverás a dirigirle la palabra.
– Anda ya, ¿cómo iba a saberlo ella? Y, además, al final sí que tuve ayuda -rio Johanna.
– Sí, por Dios santo, ¿quién iba a pensarlo? -se sorprendió Paula, aún perpleja por el hecho de que su jefe hubiese ejercido de director de operaciones en el nacimiento de su hijo-, Y tendrías que oírlo hablar con mi madre en la sala de espera. No para de fanfarronear con todo el mundo de lo «hermosísimo» que es el niño y de lo valiente que has sido tú. O sea, que si mi madre no estaba enamorada de él antes, desde luego lo está ahora que ha hecho posible que su nieto venga al mundo. Madre mía… -exclamó Paula meneando la cabeza.
– Bueno, hubo un momento en que pensé que iba a echar a correr, pero confieso que tiene mejor madera de la que le suponía.
Como si hubiese oído que hablaban de él, tras unos golpecitos en la puerta, apareció Bertil en el umbral, acompañado de Rita.
– Adelante -los invitó Johanna haciéndoles una seña.
– Sólo queríamos ver cómo estáis -dijo Rita acercándose a Paula y a su nieto.
– Claro, si ya hace media hora desde la última vez que vinisteis -ironizó Johanna.
– Tendremos que comprobar si ha crecido. Y si ha empezado a salirle la barba -repuso Mellberg con una sonrisa radiante, mientras se acercaba al pequeño mirándolo con ternura. Rita lo observaba con una expresión que sólo podía significar una cosa: estaba enamorada.
– ¿Puedo cogerlo un poco otra vez? -preguntó Mellberg sin poder contenerse.
Paula asintió.
– Sí, creo que te lo has ganado -afirmó pasándole a su hijo.
Contempló el modo en que Mellberg miraba al pequeño, y cómo Rita los miraba a los dos. Y comprendió que, aunque se le había ocurrido pensar que quizá fuese bueno para su hijo tener un modelo masculino, jamás se habría figurado a Mellberg en ese papel. Sin embargo, ahora que se veía ante esa posibilidad, no estaba tan segura de que fuese una mala idea.