7

Kristiansand, 1943

N o era que a Axel le gustara correr riesgos. Ni que tuviese un valor excepcional. Claro que tenía miedo. De lo contrario, sería un loco. Pero, sencillamente, era algo que estaba obligado a hacer. No podía quedarse mirando mientras el mal se adueñaba de todo sin hacer nada por evitarlo.

Echado en la regala del barco, sentía el viento azotándole el rostro. Amaba el aroma del agua salada. En realidad, siempre había envidiado a los pescadores, a los hombres que salían de madrugada y volvían ya anochecido, y dejaban que el barco los llevase donde estaban los peces. Axel sabía que se reirían de él si se le ocurría mencionar sus pensamientos. Que él, el hijo del doctor, el mismo que debía estudiar y convertirse en alguien elegante, les tuviese envidia. De los callos de las manos, del olor a pescado perenne en la ropa, de la inseguridad sobre si volverían o no a casa cada vez que se hacían a la mar. Pensarían que era tan absurdo como arrogante desear la vida que ellos llevaban. Jamás lo comprenderían. Pero él sentía en cada fibra de su cuerpo que aquella era la vida para la que estaba destinado. Cierto que tenía buena cabeza para los estudios, pero jamás se sentía tan a gusto entre libros y conocimiento como allí, en la cubierta de un barco que se balanceaba, con el cabello al viento y el aroma a mar en la nariz.

En cambio a Erik le encantaba el mundo de los libros. Irradiaba un brillo de felicidad a su alrededor cuando, sentado en la cama, por la noche, dejaba vagar los ojos por las páginas de algún volumen demasiado grueso y demasiado viejo como para despertar el entusiasmo de nadie más que de Erik. Devoraba el saber, se zambullía en él, engullía como un hambriento hechos, fechas, nombres y lugares. A Axel le resultaba fascinante, pero también lo entristecía. Su hermano y él eran tan distintos… Quizá por la diferencia de edad. Se llevaban cuatro años. Jamás jugaron juntos, jamás compartieron los juguetes. Además, le preocupaba ver que sus padres hacían distinciones entre los dos. A él lo encumbraban de un modo tan excesivo que alteraba el equilibrio de la familia, convertían a Axel en lo que no era y disminuían la figura de Erik. Pero ¿cómo podía evitarlo? El sólo hacía aquello para lo que había nacido.

– Pronto arribaremos a puerto.

La voz seca de Elof a su espalda lo hizo dar un respingo. No lo había oído llegar.

– Bajaré a tierra en cuanto atraquemos. Me ausentaré una hora, más o menos.

Elof asintió.

– Ten cuidado, muchacho -le dijo antes de dirigirse a popa para relevarlo en el timón.

Diez minutos más tarde, Axel bajó al muelle no sin antes haber mirado bien a su alrededor. En tierra se atisbaban uniformes alemanes por doquier, aunque la mayoría de los soldados parecían ocupados en alguna tarea, principalmente el control de los barcos que habían atracado en el muelle. Sintió que se le aceleraba el pulso. Algunos marineros trajinaban en tierra con la carga y descarga de mercancía y él intentó caminar con el mismo descuido con que ellos realizaban su trabajo sin llevar encima ningún secreto. En esta ocasión, Axel no llevaba nada. En este viaje tenía que recoger algo. Axel ignoraba qué contenían los documentos que le habían pedido que introdujera secretamente en Suecia. Y tampoco quería saberlo. Sólo sabía a quién debía entregárselos.

Tenía instrucciones precisas. El hombre que buscaba se hallaría en el extremo más alejado del puerto, llevaría gorra azul y camisa marrón. Con mirada atenta y escrutadora, Axel fue caminando hacia el lugar del puerto donde debía encontrarse el hombre. Todo parecía ir bien por el momento. Nadie se fijaba en un pescador que se movía por la zona con naturalidad. Los alemanes estaban a lo suyo y no le prestaron atención. Por fin vio al hombre. Estaba amontonando cajas y parecía concentrado exclusivamente en acabar la tarea. Axel se le acercó resuelto. El truco consistía en dar la impresión de que tenías algo que hacer allí. De ninguna manera podía cometer el error de empezar a mirar claramente indeciso a su alrededor. Sería tanto como llevar una diana en el pecho.

Una vez junto al hombre, que aún no se había percatado de su presencia, cogió la caja que tenía más cerca y se puso a ayudarle. Vio con el rabillo del ojo que, tras la protección de las cajas, su contacto había dejado caer algo al suelo. Axel fingió agacharse para coger otra caja, pero antes, pescó el documento enrollado y se lo guardó en el bolsillo. Se había producido la entrega. El hombre y él no habían intercambiado todavía ni una sola mirada.

Sintió una sensación de alivio que le recorría las venas y casi le produjo vértigo. La entrega era siempre el momento más crítico. Una vez efectuada, era mucho menor el riesgo de que algo…

– Halt! Hände hoch!

La orden en alemán no procedía de ningún punto concreto. Axel miró desconcertado al hombre que tenía delante, y su mirada culpable lo hizo comprender qué estaba pasando. Era una trampa. O bien toda la misión era un engaño para cogerlo, o bien los alemanes habían conseguido información sobre lo que iba a suceder y habían obligado a los implicados a colaborar para tender la trampa. En cualquier caso, Axel sabía que el juego había terminado. Seguramente, los alemanes lo habían estado vigilando desde que bajó a tierra hasta el momento de la entrega. Y el documento le quemaba en el bolsillo. Alzó las manos en un gesto de sumisión. Los hombres que tenía delante pertenecían a la Gestapo. Se había acabado el juego.


* * *

Un enérgico aporreo en la puerta vino a interrumpirlo en su ritual matutino. El mismo todas las mañanas. Primero, una ducha. Luego, el afeitado. Después, preparar el desayuno, dos huevos, una rebanada de pan de centeno con mantequilla y queso y una buena taza de café. Siempre el mismo desayuno, que comía delante del televisor. Los años de cárcel lo hicieron apreciar las rutinas, la predictibilidad de las cosas. Frans volvió a oír los golpes y se levantó irritado para abrir la puerta.

– Hola, Frans. -Allí estaba su hijo, con ese destello implacable en los ojos al que Frans no había tenido más remedio que acostumbrarse.

Ya no era capaz de recordar el tiempo en que todo fue de otro modo. Pero uno debe aceptar lo que no está en su mano cambiar, y aquella era una de las cosas que no podían cambiarse. Tan sólo en los sueños podía recrear la sensación de una mano menuda en la suya. Un vago recuerdo de un tiempo lejano, muy lejano.

Con un suspiro apenas audible, Frans se apartó para dejar entrar a su hijo.

– Hola, Kjell -dijo-. ¿Qué te trae por casa de tu anciano padre?

– Erik Frankel -respondió Kjell con frialdad, observando a su padre como si esperase advertir alguna reacción.

– Estoy en pleno desayuno. Entra.

Kjell lo siguió hasta la sala de estar. No pudo ocultar cierta curiosidad. Nunca había estado en el apartamento.

Frans no le preguntó si quería café. Conocía la respuesta de antemano.

– Y bien, ¿qué pasa con Erik Frankel?

– Sabrás que está muerto. -Su respuesta sonó como la constatación que pretendía ser.

Frans asintió.

– Sí, me he enterado de la muerte del viejo Erik. Una lástima.

– ¿Es sincera esa opinión? ¿Te parece una lástima? -Kjell no apartaba la vista de su padre, y este sabía muy bien por qué. No estaba allí como hijo suyo, sino en calidad de periodista.

Frans se tomó su tiempo antes de responder. Era tan profundo el abismo que se abría entre ellos… Tantas cosas las que albergaban los recuerdos y secretos que había tenido que guardar a lo largo de su vida… Pero a Kjell no podía contárselo. No lo comprendería. Había condenado a su padre hacía mucho tiempo. Se encontraban cada uno a un lado de un muro tan alto que no podían ni asomarse al otro lado, y así había sido durante demasiados años. Y a él le correspondía la mayor parte de la culpa. De niño, Kjell no vio mucho a aquel padre presidiario. En varias ocasiones, su madre lo llevó de visita al penal, pero la visión de su carita llena de preguntas en aquella sala desnuda e inhóspita lo hizo endurecerse y renunciar a más visitas. Creyó entonces que era mejor para el niño no tener padre alguno que tener el que de hecho tenía. Tal vez se equivocó, pero ahora era demasiado tarde para remediarlo.

– Sí, lamento la muerte de Erik. Nos conocimos en la juventud y sólo tengo de él buenos recuerdos. Luego tomamos caminos diferentes y… -Frans hizo con las manos un gesto de resignación. No tenía que explicárselo a Kjell. Ambos lo sabían ya todo sobre los «caminos diferentes».

– Pero eso no es del todo cierto. Tengo información según la cual tuviste contacto con él recientemente. Y la asociación Amigos de Suecia ha mostrado cierto interés por los hermanos Frankel. No tendrás nada en contra de que tome notas, por cierto. -Kjell sacó ostentosamente un bloc que dejó sobre la mesa y retó a su padre con la mirada mientras acercaba el bolígrafo al papel.

Frans se encogió de hombros y le indicó con un gesto que aceptaba. No le quedaban ya fuerzas para seguir con ese juego. Era tanta la ira que albergaba su hijo, que se hacía palpable. Era su propia ira. Esa rabia enervante que siempre había llevado en su interior y que tanto y tan a menudo le había complicado y destrozado la vida. Su hijo había hecho de ella un uso distinto. Claro, él leía lo que Kjell escribía en el periódico. Eran muchas las personas influyentes y los empresarios que habían tenido ocasión de saborear la ira de Kjell Ringholm, en formato impreso en las páginas del diario. En realidad, Kjell y él no eran tan distintos, por mucho que hubiesen elegido puntos de vista diferentes. Ambos se movían por la rabia que llevaban dentro. Esta le ayudó a sentirse como en casa con los presos que simpatizaban con el nazismo y a los que conoció ya en su primer round en la cárcel. Todos compartían el mismo odio, la misma energía motriz. Y él sabía argumentar, por supuesto, sabía expresarse, la retórica era una disciplina en la que su padre se había tomado mucho empeño en instruirlo. El hecho de pertenecer a la banda nazi de la cárcel le otorgó estatus y poder, consiguió ser alguien, y la rabia se consideraba un recurso, una prueba de fortaleza. Con los años, asimiló aquel papel. Ya no había forma de distinguir entre él y sus opiniones. Conformaron una unidad indivisible. Y tenía la sensación de que a Kjell le había ocurrido lo mismo.

– ¿Por dónde íbamos? -Kjell miró la hoja del bloc aún en blanco-. Ah, sí, al parecer sí había algún contacto entre Erik y tú.

– Sólo debido a nuestra vieja amistad. Nada de particular. Y nada que pueda vincularse a su muerte.

– Sí, eso dices tú -objetó Kjell-, Pero serán otros quienes decidan si es así. En cualquier caso, ¿cuál era el motivo de ese contacto? ¿Una amenaza?

Frans soltó una risita despectiva.

– No sé de dónde has sacado esa información, pero yo no he amenazado a Erik Frankel. Y tú has escrito lo suficiente sobre mis correligionarios como para saber que siempre hay algunos… impulsivos que no piensan de forma razonable. Y lo que hice fue informar a Erik al respecto.

– Tus correligionarios -repitió Kjell con un desprecio rayano en la repulsión-.Te refieres a esos retrógrados perturbados que creen que podéis cerrar las fronteras.

– Llámalo como quieras -respondió Frans con tono cansado-. Pero yo no amenacé a Erik Frankel. Y ahora te agradecería que te marcharas.

Por un instante, Kjell dio la impresión de querer protestar. Luego se puso de pie, se acercó a su padre y le clavó la mirada.

– No fuiste un buen padre para mí, aunque eso puedo sobrellevarlo. Pero te lo juro, si arrastras a mi hijo a esto más de lo que ya lo has hecho… -Kjell apretó los puños.

Frans alzó la vista y le sostuvo la mirada tranquilamente.

– Yo no he arrastrado a tu hijo a nada en absoluto. Ya es lo bastante adulto como para pensar por sí mismo. Y como para elegir por sí mismo.

– ¿Igual que tú? -replicó Kjell hiriente, antes de salir disparado, como si ya no soportara hallarse en la misma habitación que su padre.

Frans permaneció sentado sintiendo cómo el corazón le latía en el pecho. Mientras oía la puerta cerrarse, pensó brevemente en la relación entre padres e hijos. Y en las elecciones que otros hacían por ellos.

– ¿Qué tal el fin de semana? -Paula dirigió la pregunta tanto a Martin como a Gösta, mientras ponía los cacitos de café en la cafetera. Ambos se contentaron con asentir cariacontecidos. Ninguno de los dos sentía el menor aprecio por el fenómeno llamado «lunes por la mañana». Además, Martin había dormido mal todo el fin de semana.

Últimamente había empezado a sufrir insomnio todas las noches, preocupado por la criatura que nacería al cabo de un par de meses. No porque no lo deseara, todo lo contrario, lo deseaba y mucho, pero era como si, hasta el momento, no hubiese tomado conciencia del grado de responsabilidad que entrañaba. Que se trataba de una vida, que era un pequeño ser humano a quien él tenía que educar, ayudar a crecer y cuidar en cualquier circunstancia. Y esa conciencia lo había tenido con los ojos como platos por las noches, mientras la enorme barriga de Pia se elevaba y descendía al ritmo pausado de su respiración. Lo que él se imaginaba era rechazo y armas, drogas y abusos sexuales, y penas y desgracias. Cuando pensaba en ello, no le veía fin al repertorio de males que podían sobrevenirle a un niño que estaba a punto de nacer. Y, por primera vez, se preguntó si estaba lo bastante maduro para esa misión. Claro que era un poco tarde para tales preocupaciones a aquellas alturas. Dentro de un par de meses, el bebé nacería sin remedio.

– Vaya monigotes que estáis hechos los dos. -Paula se sentó y extendió los brazos sobre la mesa, sin dejar de observar a Gösta y a Martin con una sonrisa.

– Debería estar prohibido llegar de tan buen humor un lunes por la mañana -refunfuñó Gösta al tiempo que se levantaba en busca de otro café. El agua aún no se había filtrado del todo, así que cuando retiró la cafetera, el café empezó a caer en la placa. Gösta no pareció notarlo siquiera, sino que volvió a colocar la cafetera en su lugar una vez se hubo servido.

– Pero Gösta -dijo Paula reconviniéndolo al ver que le daba la espalda al desaguisado y volvía a sentarse-. No pensarás dejarlo así. Tienes que limpiarlo.

Gösta echó una ojeada a la cafetera y entonces sí pareció darse cuenta del charco que se había formado en la encimera.

– Vaya, sí, lo típico, las mujeres siempre igual. Siempre tan puntillosas.

Paula estaba a punto de replicarle y clavarle un aguijón cuando oyeron un ruido. Un ruido que no se contaba entre los habituales en la comisaría. El alegre parloteo de un niño.

Martin estiró el cuello con gesto esperanzado.

– Debe de ser… -empezó a decir. Pero antes de que concluyese la frase, vio a Patrik en la puerta. Con Maja en brazos.

– ¡Hola a todos!

– ¡Hola! -respondió Martin encantado-. Vaya, no podías aguantar más sin venir por aquí, ¿verdad?

Patrik sonrió.

– Bueno, más bien es que la pequeña y yo hemos pensado pasarnos a comprobar que de verdad estáis trabajando. ¿A que sí, cariño? -Maja se puso a manotear corroborando sus palabras con un alegre gorjeo. Luego empezó a retorcerse, clara señal de que quería liberarse. Patrik la dejó en el suelo y Maja emprendió una carrera inmediata y tambaleante. Derecha a donde se encontraba Martin.

– Hola, Maja, bonita. Ajá, ¿así que te acuerdas del tío Martin? Con el que estuviste mirando flores. ¿Sabes qué? El tío Martin te va a traer una caja de juguetes. -Dicho esto, se levantó y fue a buscar la caja que tenían en la comisaría, precisamente por si alguien se presentaba con niños a los que hubiera que distraer un rato. Maja se puso contentísima al ver el cofre del tesoro lleno de objetos divertidos y maravillosos que se materializó en la cocina.

– Gracias, Martin -dijo Patrik. Se sirvió una taza de café y se sentó a la mesa-. Y bien, ¿qué tal os van las cosas? -quiso saber haciendo una mueca al probar el primer sorbo. Era obvio que no le había llevado más de una semana olvidar lo repugnante que era el café de la comisaría.

– Pues un poco lento sí que va -admitió Martin-. Pero tenemos alguna que otra pista. -Y lo puso al corriente de la conversación mantenida con Frans Ringholm y con Axel Frankel. Patrik lo escuchaba asintiendo con interés.

– Y el viernes pasado Gösta fue a sacar las huellas dactilares y de pisadas de uno de los chicos. Sólo nos queda obtener también las del otro muchacho para poder descartarlos de la investigación.

– ¿Y qué dijo? -preguntó Patrik-. ¿Vieron algo interesante? ¿Por qué eligieron justo la casa de los Frankel? ¿Averiguasteis algo sobre lo que podamos seguir investigando?

– Qué va, no conseguí sacarle nada útil -respondió Gösta enojado. Era como si Patrik estuviese cuestionando su modo de hacer el trabajo, y no le hizo ninguna gracia. Sin embargo, al mismo tiempo, Patrik desencadenó en su cerebro una serie de cuestiones… Algo se movía allí dentro, algo que él sabía y que debería poder sacar a la luz. Claro que quizá sólo fuesen figuraciones suyas. Y, además, si decía algo más al respecto, Patrik se saldría con la suya.

– Summa summarum, que, por ahora, no salimos del círculo. Lo único interesante que tenemos es la vinculación con los Amigos de Suecia. Por lo demás, Erik Frankel no parecía tener enemigos, no hemos descubierto ningún otro móvil para que lo asesinaran.

– ¿Habéis mirado sus extractos bancarios? Quizá ahí encontréis algo interesante, ¿no? -sugirió Patrik pensando en voz alta.

Martin meneó la cabeza irritado por no haber caído en la cuenta él mismo.

– Lo haremos tan pronto como sea posible -aseguró-, Y también deberíamos preguntarle a Axel si había alguna mujer en la vida de Erik. Bueno, o algún hombre, claro. Alguien a quien quizá se confiase en la cama. Y otra cosa que haremos hoy mismo es hablar con la mujer de la limpieza de Erik y Axel.

– Bien -aprobó Patrik asintiendo conforme-. Quizá ella pueda explicar por qué no ha ido a limpiar en todo el verano. Razón por la cual no descubrió el cadáver de Erik.

Paula se puso de pie.

– ¿Sabéis qué? Voy a llamar a Axel ahora mismo para preguntarle si Erik tenía pareja -dijo encaminándose a su despacho.

– ¿Tenéis aquí las cartas que Frans le envió a Erik? -preguntó Patrik.

Martin se puso de pie.

– Claro, voy a buscarlas. Porque supongo que lo que quieres es echarles un vistazo, ¿no?

Patrik se encogió de hombros con fingida indiferencia.

– Sí, bueno, ya que estoy aquí…

Martin se echó a reír.

– Imposible borrarle las rayas a la cebra, ¿eh? ¿Tú no estabas de baja paternal?

– Ya, ya, ya verás cuando te toque a ti. El número de horas que uno es capaz de pasar en el cajón de arena es limitado. Y Erica trabaja en casa, así que lo mejor para ella es que nos quitemos de en medio.

– Sí, bueno, pero ¿estás seguro de que Erica quería que os quitarais de en medio viniendo a la comisaría? -insistió Martin con un brillo jocoso en la mirada.

– Bueno… Puede que no, pero sólo he venido a echar un vistazo, a comprobar que os portáis bien.

– Ya, en ese caso, será mejor que vaya a buscar las cartas, para que puedas ojearlas…

Unos minutos después volvía Martin con las cinco cartas, guardadas en fundas de plástico. Maja alzó la vista de la caja de juguetes y alargó el brazo en busca de los papeles que Martin llevaba en la mano, pero este los apartó y se los entregó a Patrik.

– No, cariño, esto no es un juguete.

Maja recibió la noticia con gesto ofendido, pero volvió a sumergirse en la investigación de la caja de juguetes.

Patrik extendió las cartas sobre la mesa una junto a otra. Las leyó en silencio, arrugando el entrecejo.

– No puede decirse que sea nada concreto. Y lo que más hace es repetirse. Dice que Erik debería andarse con cuidado, puesto que ya no puede protegerlo. Que hay fuerzas en el seno de los Amigos de Suecia que no piensan, sino que actúan -Patrik siguió leyendo-. Y en esta me da la impresión de que Erik ha contestado, porque Frans le dice: «Considero que te equivocas en eso que dices. Hablas de consecuencias. De responsabilidad. Yo hablo de enterrar el pasado. De mirar al futuro. Tú y yo tenemos posiciones y puntos de partida distintos. En el fondo se arrastra el mismo monstruo. Y, a diferencia de lo que tú opinas, pienso que sería una insensatez despertar a la vida monstruos de antaño. Hay huesos que es mejor no tocar. Te di mi parecer sobre lo sucedido en la carta anterior, y no me pronunciaré más al respecto. Y te recomiendo que hagas lo propio. En estos momentos he optado por actuar como un protector, pero si la situación cambiara, si el monstruo sale a la luz, quizá me incline por otra cosa».

Patrik miró a Martin.

– ¿Le habéis preguntado a Frans qué quiso decir con eso? ¿A qué «monstruos de antaño» se refiere?

– No, aún no hemos podido preguntarle, pero hablaremos con él en más ocasiones.

Paula apareció de nuevo en el umbral.

– He logrado localizar a la mujer fundamental en la vida de Erik. Hice lo que proponía Patrik, he llamado a Axel. Y me dijo que, los últimos cuatro años, Erik había tenido una «buena amiga», según dijo, llamada Viola Ellmander. También he hablado con ella. Puede recibirnos hoy mismo, a lo largo de la mañana.

– Vaya, sí que has sido rápida -observó Patrik con una sonrisa alentadora.

– ¿No te vienes con nosotros? -preguntó Martin en un impulso, aunque, después de echarle una ojeada a Maja, que estaba examinando a fondo los ojos de la muñeca, añadió-: No, claro, no puede ser.

– Claro que puede ser, puedes dejármela a mí -se oyó una voz desde la puerta. Annika miraba a Patrik esperanzada y le dedicó a Maja una amplia sonrisa que fue recompensada con otra de las mismas proporciones. A falta de hijos propios, Annika aprovechaba de mil amores la ocasión para tomar uno prestado.

– Pues… -comenzó Patrik mirando a Maja pensativo.

– ¿Es que no me crees capaz de hacerlo bien? -objetó Annika cruzándose de brazos y fingiéndose ofendida.

– No, no es eso… -repuso Patrik, aún un tanto indeciso. Pero la curiosidad ganó la batalla y, al final, asintió-: Vale, lo haremos así. Iré con vosotros, pero ida y vuelta, así estaré de regreso antes del almuerzo. Y llámame enseguida si surge algún problema. Ah, por cierto, tiene que comer alrededor de las once y media. Y todavía le gusta la comida bien triturada, aunque creo que traigo un tarro de salsa de carne picada que puedes calentar en el micro, y después de comer suele entrarle sueño, pero no tienes más que acostarla en el cochecito y pasearla un poco, y no olvides el chupete y el oso de peluche, que lo quiere a su lado para dormir y…

– ¡Para, para! -Annika alzó las manos muerta de risa-. Estoy segura de que Maja y yo nos las arreglaremos perfectamente. No hay problema. Procuraré que no se muera de inanición mientras esté bajo mi cuidado, y lo de la siestecita también lo bordaremos.

– Gracias, Annika -dijo Patrik poniéndose de pie. Se acuclilló junto a su hija y le dio un beso en la cabecita rubia-. Papá va a salir un momento. Te quedarás con Annika, ¿de acuerdo? -Maja lo miró un instante atónita, pero enseguida volvió a concentrarse en los juguetes y a intentar arrancarle las pestañas a la muñeca. Patrik se levantó, algo decepcionado, y observó:

– Ajá, ya ves lo imprescindible que es uno. Bueno, pues nada, que lo paséis bien.

Le dio un abrazo a Annika y se encaminó a la cochera. Una maravillosa sensación de euforia lo invadió en cuanto se sentó al volante del coche de policía, con Martin en el asiento del acompañante. Paula se sentó detrás, con una nota en la que llevaba escrita la dirección de Viola. Patrik dio marcha atrás para sacar el coche y puso rumbo a Fjällbacka. Era tal el placer que sentía que tuvo que reprimir el deseo de ponerse a tararear una cancioncilla.

Axel colgó despacio el auricular. De repente, todo se le antojaba irreal. Era como si aún siguiese en la cama y estuviese soñando. La casa sin Erik estaba tan vacía… Siempre procuraron tener cada uno su espacio. Hicieron lo posible por no invadir la esfera privada del otro. A veces podían pasar días enteros sin hablarse. Solían comer a horas distintas y mantenerse cada uno en las habitaciones que les correspondían en distintas partes de la casa. Pero eso no significaba que no se quisieran. Se querían. O se quisieron, se apresuró a corregirse. Porque el silencio actual era distinto al de antes. Un silencio diferente al que reinaba cuando Erik leía abajo, en la biblioteca. Entonces siempre tenían la oportunidad de romper el silencio intercambiando unas palabras. Si así lo hubieran querido. Este silencio, en cambio, era total, infinito. Sin fin.

Erik jamás llevó a Viola a casa. Ni tampoco habló nunca de ella. Las únicas veces que Axel habló con ella fue cuando llamaba y él respondía al teléfono. Entonces, Erik solía desaparecer un par de días. Hacía una pequeña maleta con lo imprescindible, se despedía brevemente y se marchaba. A veces Axel sentía cierta envidia cuando veía a su hermano partir así. Envidia de que tuviese a alguien. Axel no había tenido suerte con ese aspecto de la vida. Claro que había habido mujeres, por supuesto que sí. Pero nada que perdurase más allá del primer enamoramiento. Siempre fue culpa suya. De eso no le cabía la menor duda, pero no había nada que pudiese hacer. La otra faceta de su vida era demasiado fuerte, demasiado absorbente. Con los años, se había convertido en una amante exigente que no dejaba espacio para nada más. El trabajo era su vida, su identidad, el núcleo de su ser. No sabía cuándo empezó a ser así. Aunque, no, eso era mentira.

En el silencio del hogar, Axel se sentó en la silla almohadillada que había en la consola de la entrada. Por primera vez desde la noticia de la muerte de su hermano, se abandonó al llanto.

Erica disfrutaba de la calma reinante. Incluso podía tener abierta la puerta del despacho sin que la molestasen los ruidos de fuera. Puso los pies en la mesa pensando en la conversación mantenida con el hermano de Erik Frankel. Había abierto una especie de ventanuco en su interior. Una curiosidad enorme, inconmensurable por las facetas que, obviamente, ni conocía ni había sospechado jamás en su madre. Al mismo tiempo tenía la intuición de que sólo había oído una milésima parte de lo que Axel Frankel sabía de Elsy. Pero ¿por qué iba a molestarse en ocultarle nada a ella? ¿Cuál era la parte del pasado de su madre que el anciano se resistía a contarle? Alargó el brazo en busca de los diarios y continuó leyendo donde lo había dejado hacía unos días. Sin embargo, la lectura no le proporcionó ninguna pista, sólo pensamientos y el día a día de una adolescente. Nada de grandes revelaciones, nada que justificase la curiosa expresión que advirtió en los ojos de Axel cuando hablaba de su madre.

Erica siguió leyendo, rebuscando entre las páginas algo que le llamase la atención. Algo, cualquier cosa, que pudiera calmar aquel desasosiego que la dominaba por dentro. Sin embargo, hubo de esperar hasta las últimas páginas del tercer diario para encontrar algo que indicase una conexión más o menos relevante con la persona de Axel.

Enseguida supo lo que tenía que hacer. Bajó los pies, cogió los diarios y los guardó en el bolso con mucho cuidado. Después de abrir la puerta para comprobar qué tiempo hacía, se puso una chaqueta fina y se marchó caminando a paso ligero.

Tomó la empinada escalera que conducía al Badis y se detuvo en el último peldaño, sudorosa tras el esfuerzo. El viejo restaurante parecía desierto y abandonado ahora que había pasado la aglomeración estival, aunque, a decir verdad, incluso en verano el establecimiento llevaba ya varios años arrastrando una magra existencia. Una lástima. La situación no podía ser mejor: el restaurante coronaba la montaña que se erguía por encima del muelle, y tenía vistas sobre todo el archipiélago de Fjällbacka. Pero el edificio se había deteriorado considerablemente con los años y, con toda probabilidad, se requerían inversiones millonadas para hacer del Badis algo decente.

La casa que buscaba Erica se veía un trecho más allá del restaurante, y había decidido probar suerte con la esperanza de que la persona a la que quería ver estuviese en casa.

Un par de ojos despiertos la recibieron en cuanto se abrió la puerta.

– ¿Sí? -preguntó la señora que la miraba curiosa desde la entrada.

– Soy Erica Falck -vaciló un instante…-. Soy hija de Elsy Moström.

Un destello fugaz cruzó la mirada de Britta. Tras unos minutos de silencio en los que permaneció inmóvil, la mujer sonrió de pronto y se apartó a un lado.

– Sí, claro. La hija de Elsy. Ahora lo veo claro. Entra.

Erica obedeció y miró curiosa a su alrededor. Era una casa luminosa y agradable, con las paredes llenas de fotos de los hijos y los nietos, y quizá incluso de los biznietos.

– Es el clan al completo -explicó Britta sonriente al tiempo que señalaba la colección de fotografías.

– ¿Cuántos hijos tiene? -preguntó Erica cortés mirando las fotografías.

– Tres hijas. Y, por el amor de Dios, no me trates de usted, que me hace sentir vieja. No porque no lo sea, pero una no tiene por qué sentirse así. Después de todo, la edad no es más que una cifra.

– Sí, eso es verdad -convino Erica riendo. Aquella señora le caía estupendamente.

– Ven y siéntate -le propuso Britta rozándole el codo. Después de haberse quitado zapatos y chaqueta, Erica la acompañó hasta la sala de estar.

– ¡Qué casa más bonita!

– Llevamos cincuenta y cinco años viviendo aquí -contó Britta con una expresión dulce en el rostro iluminado por una sonrisa. Se sentó en un sofá grande con estampado de flores y dio unas palmaditas en el asiento de al lado-. Siéntate aquí para que podamos charlar un rato. Me ha encantado conocerte, que lo sepas. Elsy y yo… fuimos muy amigas en nuestra juventud.

Por un instante, Erica creyó percibir el mismo tono extraño que cuando estuvo hablando con Axel, pero, si así fue, desapareció enseguida y Britta volvió a sonreír dulcemente.

– Verás, limpiando el desván encontré varios objetos que pertenecieron a mi madre y… me entró curiosidad, sencillamente. No sé mucho sobre ella. Por ejemplo, ¿cómo os conocisteis?

– Elsy y yo éramos compañeras de banco. Nos tocó sentarnos juntas el primer día de escuela y, bueno, así seguimos siempre.

– Y también conocíais a Erik y a Axel Frankel, ¿verdad?

– Sí, bueno, más a Erik que a su hermano Axel, que era unos años mayor que nosotros y, seguramente, pensaba que éramos unos mocosos que no hacíamos más que incordiar. Eso sí, era guapísimo.

– Sí, eso tengo entendido -rio Erica-. Aún se le nota, por cierto.

– Sí, me inclino por darte la razón, pero no se lo digas a mi marido -susurró Britta fingiendo una confesión secreta.

– Prometido. -A Erica le gustaba cada vez más la vieja amiga de su madre-, ¿Y Frans? Por lo que he sabido, Frans Ringholm también formaba parte de vuestro grupo, ¿no?

Britta se puso rígida.

– Frans, sí, claro. El también formaba parte de nuestro grupo.

– No parece que te entusiasme Frans…

– ¿Que no me entusiasma? Oh, sí, yo estaba perdidamente enamorada de él. Pero debo confesar que nunca me correspondió. El sólo miraba a una persona.

– Ajá, ¿a quién? -preguntó Erica, pese a que ya conocía la respuesta.

– Frans sólo tenía ojos para tu madre. Le iba detrás como un cachorrillo. Y no porque le diese ningún resultado, tu madre jamás se habría fijado en alguien como Frans. Eso sólo lo hacíamos las tontainas como yo, que no se interesaban más que por la superficie. Porque atractivo sí que era. Tenía ese atractivo un tanto peligroso que tanto apreciamos en la adolescencia, aunque a una edad más madura resulte aterrador.

– Pues… no sé -objetó Erica-.Yo creo que los hombres peligrosos siguen conservando su poder de atracción sobre mujeres de más edad.

– Seguramente tienes razón -admitió Britta mirando por la ventana-, Pero, por suerte, a mí se me pasó con la edad. Y se me pasó el interés por Frans. El… no era un hombre con el que una deseara compartir la vida, no como mi Herman.

– ¿No crees que te juzgas con un exceso de dureza? Me refiero a que, desde luego, no pareces ninguna tontaina.

– No, ahora ya no. Pero, más vale admitirlo, hasta que conocí a Herman y tuve a mi primera hija… No, yo no era precisamente una buena chica.

La franqueza de Britta sorprendió a Erica. Era un juicio muy duro el que emitía sobre sí misma.

– ¿Y Erik? ¿Cómo era?

Britta miró una vez más por la ventana. Se diría que estaba reflexionando sobre la pregunta. Luego, su rostro volvió a dulcificarse.

– Erik era, ya entonces, un viejo prematuro. Aunque no lo digo en tono despectivo. Sencillamente, pensaba como un abuelo. Y era razonable como un adulto. Pensaba mucho. Y leía una barbaridad. Siempre, siempre andaba con la cabeza hundida en algún libro. Frans solía meterse con él por ello, pero Erik siempre salía airoso, con aquello de que su hermano era quien era.

– Por lo que parece, Axel tenía mucho éxito.

– Axel era un héroe. Y Erik, quien más lo admiraba de todos. Adoraba la tierra que pisaba su hermano. Para Erik, Axel no podía equivocarse. -Britta le dio a Erica una palmadita en la pierna y se levantó bruscamente-. ¿Sabes qué? Voy a poner una cafetera antes de que sigamos hablando. Así que la hija de Elsy. Me encanta, de verdad que me encanta.

Erica se quedó donde estaba mientras Britta iba a la cocina. Oyó el tintineo de la vajilla y el agua del grifo. Luego, de pronto, el silencio. Erica aguardó tranquilamente en el sofá, disfrutando de la vista que tenía delante. Pero, al cabo de unos minutos, al ver que no se oía el menor ruido, empezó a extrañarse.

– ¿Britta? -la llamó en voz alta sin obtener respuesta. Se levantó y se dirigió a la cocina para buscar a su anfitriona.

Halló a Britta sentada a la mesa de la cocina, con la vista al frente y la mirada perdida. Uno de los fogones estaba incandescente y la cafetera vacía empezaba a humear. Erica corrió a retirarla del fuego.

– Joder! -gritó al quemarse con el asa. Para mitigar el dolor, puso un rato la mano bajo el chorro de agua fría. Se volvió hacia Britta. Era como si se le hubiese apagado la mirada.

– ¿Britta? -preguntó en voz baja. Sintió una punzada de preocupación al pensar que tal vez la mujer hubiese sufrido algún tipo de ataque, pero Britta se volvió finalmente hacia ella.

– ¡Elsy, por fin te has decidido y has venido a verme!

Erica la miraba estupefacta. E intentó hacerla entrar en razón:

– Britta, soy Erica, la hija de Elsy.

La mujer no parecía registrar lo que le decía. Antes al contrario, susurró en voz muy baja:

– Elsy, llevo tanto tiempo queriendo hablar contigo… Tengo tantas cosas que explicarte… Pero no he podido…

– ¿Qué es lo que no has podido explicar? ¿De qué querías hablar con Elsy? -Erica se sentó frente a Britta, sin poder ocultar su curiosidad. Por primera vez desde que encontró las pertenencias de su madre, sentía que estaba a punto de descubrir el meollo de todo aquello. De descubrir la explicación de lo que había intuido durante su conversación con Erik y luego con Axel. Algo que estaba escondido, algo que nadie quería que ella supiera.

Pero Britta la miraba desconcertada, sin pronunciar ni una sola palabra. Una parte de Erica quería inclinarse y zarandearla, obligarla a contar lo que había estado a punto de revelarle. En cambio, insistió con sus preguntas:

– ¿Qué es lo que no pudiste explicar? ¿Algo relacionado con mi madre? ¿Qué?

Britta hizo un gesto con la mano para mandarla callar, pero se inclinó luego hacia Erica. Con voz queda, susurrante, le dijo: -Quería hablar contigo. Pero los huesos viejos. Tienen que… descansar en paz. De nada sirve… Erik dijo que… soldado desconocido… -su voz murió en un murmullo ininteligible y Britta fijó la vista en el infinito.

– ¿Qué huesos? ¿De qué hablas? ¿Qué dijo Erik? -Sin darse cuenta, Erica había empezado a alzar la voz y, en el silencio de la cocina, resonó como un grito. Britta reaccionó tapándose los oídos con las manos y salmodiando una retahíla inextricable de palabras, como los niños cuando no quieren oír una regañina.

– ¿Qué está pasando aquí? ¿Y tú quién eres? -Una voz airada de hombre la interpelaba a su espalda y Erica se dio la vuelta sin levantarse de la silla. Un hombre alto con una corona de cabello cano alrededor de la mollera calva y con dos bolsas del supermercado en la mano la miraba fríamente. Erica comprendió que debía de tratarse de Herman. Y se puso de pie.

– Lo siento, yo… Soy Erica Falck. Britta conoció a mi madre de joven y sólo quería hacerle unas preguntas. Al principio todo parecía normal… pero luego… y había encendido el fogón. -Erica se oía balbucir, pero toda aquella situación resultaba increíblemente desagradable. A su espalda, Britta continuaba entonando la misma cantinela incomprensible.

– Mi mujer tiene Alzheimer -dijo Herman dejando las bolsas en el suelo. La frase destilaba un pesar indecible y Erica notó una punzada de remordimientos. Alzheimer. Claro, debería haberlo comprendido. Aquellos rápidos cambios entre la más absoluta lucidez y una actitud de absorto desconcierto… Recordó haber leído que el cerebro de los pacientes de Alzheimer degenera hasta conducirlos a una especie de zona fronteriza donde, finalmente, sólo les queda una nebulosa.

Herman se acercó a su mujer y le apartó cariñosamente las manos de los oídos.

– Britta, querida. He tenido que salir a hacer la compra, pero ya he vuelto. Chist… Venga, no pasa nada… -Fue meciéndola con suavidad hasta que Britta empezó a abandonar su letanía. El hombre miró a Erica-, Será mejor que te vayas. Y me gustaría que no volvieras.

– Pero… Britta ha mencionado algo sobre… Es que necesitaría saber… -Erica tropezaba con las palabras en un intento de expresarse con acierto, pero Herman la miró a los ojos y repitió:

– No vuelvas por aquí.

Erica salió de la casa amilanada, sintiéndose como un ladrón, como una intrusa. A sus espaldas oía a Herman intentando calmar a su mujer. Pero en su cabeza resonaban las palabras de Britta, lo que le dijo sobre «viejos huesos». ¿A qué habría querido referirse?

Los geranios habían florecido con insólita belleza aquel verano. Viola iba cortando amorosamente las hojas mustias de las flores. Era necesario, si quería que mantuvieran su frescura. Su plantación de geranios era, a aquellas alturas, impresionante. Todos los años cortaba algunos esquejes de los que ya tenía, los plantaba cuidadosamente en tiestos pequeños para trasplantarlos a macetas más grandes una vez hubiesen echado raíces. Su favorito era el geranio enredadera. Ninguno lo superaba en belleza. Había algo en la combinación del rosa delicado de las flores y lo desmañado e informe de los tallos que conformaba toda una experiencia estética. Aunque el geranio aromático también era bonito.

Eran muchos. Los amantes de los geranios eran muchos. Desde que su hijo la inició en el fantástico mundo de Internet, participaba en tres foros y estaba suscrita a cuatro boletines de novedades. Sin embargo, lo más satisfactorio era el intercambio de correos electrónicos con Lasse Anrell. Si alguien amaba los geranios más que ella, ese era Lasse, sin duda. Empezaron a cartearse desde que Viola asistió a una de las charlas sobre su libro acerca de los geranios. Aquella tarde, Viola tenía muchas preguntas que hacer. Se cayeron bien enseguida y ahora deseaba ver aparecer sus mensajes, que se materializaban en la bandeja de entrada de vez en cuando. Erik solía bromear con eso. Decía que, en realidad, ella tenía con Lasse Anrell una aventura a sus espaldas y que toda aquella charla sobre los geranios era, en el fondo, un código secreto para actividades mucho más amorosas… Y en concreto, sobre el significado del nombre «geranio aromático» tenía Erik una teoría casera y, de hecho, así llamaba él a su… bueno, justamente, lo llamaba «geranio aromático». Viola se ruborizó un poco al recordarlo, pero el rubor desapareció enseguida para dar paso a las lágrimas cuando, por enésima vez en los últimos días, tomó conciencia de que Erik ya no estaba.

La tierra de los geranios absorbió con ansia el agua mientras ella los iba rociando con la regadera. Era muy importante no regarlos en exceso. En realidad, había que esperar a que la tierra estuviese lo bastante seca antes de volver a regar. Aquello constituía una metáfora muy adecuada para su relación con Erik, en más de un sentido. La tierra de ambos estaba bien seca cuando se conocieron, y los dos se esmeraban por no regar demasiado lo que había entre ellos. Continuaron viviendo cada uno en su casa, viviendo cada uno su vida y viéndose cuando tenían ganas y fuerzas para ello. Fue una promesa que se hicieron desde el principio. Que su relación sería fuente de alegrías y no estaría lastrada por las trivialidades del día a día. Sólo un intercambio mutuo de cariño, amor y buena conversación. Cuando estuviesen de ánimo.

Viola dejó la regadera en el suelo y se enjugó las lágrimas en las mangas de la camisa cuando oyó que llamaban a la puerta. Respiró hondo, echó una última ojeada a sus geranios para hacer acopio de valor y fue a abrir.

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