VIII. UNA VISITA NOCTURNA

Sonaban dos campanadas en San Jerónimo cuando Diego Alatriste hizo girar muy despacio la llave en la cerradura. Su inicial aprensión se trocó en alivio cuando ésta, engrasada desde dentro aquella misma tarde, giró con un suave chasquido. Empujó la puerta, franqueándola en la oscuridad sin el menor chirrido de sus goznes. Auro clausa patent. Con el oro se abren las puertas, habría dicho el Dómine Pérez; y Don Francisco de Quevedo, referido a él como poderoso caballero, el tal Don Dinero. En realidad, que el oro procediese de la bolsa del conde de Guadalmedina y no de la escuálida faltriquera del capitán Alatriste, era lo de menos. A nadie importaba su nombre, origen u olor. Había bastado para comprar las llaves y el plano de aquella casa, y gracias a él alguien iba a llevarse una sorpresa desagradable.

Se había despedido de Don Francisco un par de horas antes, cuando acompañó al poeta a la calle de las Postas antes de verlo salir al galope, en un buen caballo, con ropas de viaje, espada, portamanteo y pistola en el arzón de la silla, llevando en la badana del sombrero aquellas cuatro palabras que el conde de Olivares les había confiado. Guadalmedina, que aprobaba el viaje del poeta, no había mostrado el mismo entusiasmo por la aventura que Alatriste se disponía a emprender esa misma noche. Mejor esperar, había dicho. Pero el capitán no podía esperar. El viaje de Quevedo era un tiro a ciegas. Él tenía que hacer algo, mientras. Y en eso estaba.

Desenvainó la daga, y con ella en la mano izquierda cruzó el patio procurando no tropezar en la oscuridad con algo que despertase a los criados. Al menos uno de ellos, el que había proporcionado llaves y plano a los agentes de Álvaro de la Marca, dormiría aquella noche sordo, mudo y ciego; pero el resto era media docena y podía tomarse a pecho que le turbaran el sueño a tales horas. En previsión de un mal lance, el capitán había adoptado precauciones propias de su oficio. Iba con ropas oscuras, sin capa ni sombrero que estorbasen; al cinto cargaba una de sus pistolas de chispa, bien cebada y a punto, y a la espada y daga añadía el viejo coleto de piel de búfalo que tan señalados servicios prestaba en un Madrid que el mismo Alatriste contribuía, y no poco, a hacer insalubre. En cuanto a las botas, habían quedado en el garito de Juan Vicuña; en su lugar calzaba unas abarcas de cuero y suela de esparto, muy adecuadas para moverse con la rapidez y el silencio de una sombra: socorrido recurso de tiempos aún más ásperos que aquellos, cuando era menester deslizarse de noche entre fajinas y trincheras para degollar herejes en los baluartes flamencos, en el transcurso de crueles encamisadas donde ni se daba cuartel ni cabía esperarlo de nadie.

La casa estaba callada y a oscuras. Alatriste diose con el brocal de un aljibe, rodeólo a tientas y halló por fin la puerta buscada. Hizo la segunda llave su trabajo a satisfacción, y se vio el capitán en una escalera razonablemente ancha. Subió, contenido el aliento, agradeciendo que los peldaños fuesen de piedra y no madera, ahorrándole crujidos. Una vez arriba se detuvo a orientarse al resguardo de un pesado armario. Luego dio unos pasos, dudó en las sombras del pasillo, contó dos puertas a la derecha, y entró vizcaína en mano, recogiendo la espada para que no golpease en ningún mueble. junto a la ventana, en un contraluz de penumbra aliviado por el suave resplandor de una lamparilla de aceite, Luis de Alquézar roncaba a pierna suelta. Y Diego Alatriste no pudo evitar sonreír para sus adentros. Su poderoso enemigo, el secretario real, tenía miedo de dormir a oscuras.

Alquézar, sólo a medias desvelado, tardó en comprender que no se trataba de una pesadilla. Y cuando hizo gesto de volverse a dormir del otro lado y la daga que tenía bajo el mentón se lo impidió con una dolorosa punción, alcanzó que aquello no era un mal sueño, sino una ingrata realidad. Entonces, espantado, irguióse con sobresalto mientras abría ojos y boca para dar un grito; pero la mano de Diego Alatriste se lo impedía sin miramientos.

– Una sola palabra -susurró el capitán- y os mato.

Entre el gorro de dormir y la mano de hierro que lo amordazaba, los ojos y el bigote del secretario real se agitaban con espasmos de pavor. A pocas pulgadas de su rostro, la débil lucecita de aceite insinuaba el perfil aquilino de Alatriste, el frondoso mostacho, la afilada hoja larga de la daga.

– ¿Tenéis guardas armados?

El otro negó con la cabeza. Su aliento humedecía la palma de la mano del capitán.

– ¿Sabéis quién soy?

Parpadearon los ojos espantados, y al cabo de un instante la cabeza hizo un gesto afirmativo. Y cuando Alatriste retiró la mano de la boca de Luis de Alquézar, éste permaneció mudo, la boca abierta, congelado el gesto de estupor, mirando la sombra inclinada sobre él como quien mira a un aparecido. El capitán apretó un poco más la daga en su garganta.

– ¿ Qué vais a hacer con el muchacho?

Alquézar puso en la daga los ojos desorbitados. El gorro de dormir había caído en la almohada, y la lamparilla iluminaba sus cabellos escasos, desordenados y grasientos, que acentuaban la mezquindad de la cara redonda, la gruesa nariz, la barbita rala, estrecha y recortada.

– No sé de quién me habláis -articuló, con voz débil y ronca.

La amenaza del acero no alcanzaba a disimular su despecho. Alatriste apretó la daga hasta arrancarle un gemido.

– Entonces, os mato ahora como que hay Dios.

El otro gimió de nuevo, angustiado. Estaba inmóvil, sin atreverse ya a pestañear siquiera. Las sábanas y su camisa de dormir olían a sudor agrio, a miedo y a odio.

– No está en mi mano -balbució por fin-. La Inquisición…

– No me jodáis con la Inquisición. Fray Emilio Bocanegra y vos, y basta.

Alzó muy despacio Alquézar una mano, conciliador, sin dejar de mirar al soslayo la hoja de acero apoyada en su garganta.

– Tal vez se pueda… -murmuró-. Podríamos intentar quizás…

Estaba asustado. Más también era cierto que a la luz del día, con aquella daga lejos de su cuello, la actitud del secretario real podía ser bien diferente, y sin duda lo sería. Pero Alatriste no contaba con dónde elegir.

– Si algo le ocurre al zagal -dijo, su cara a menos de una cuarta de la de Alquézar- volveré aquí como he venido esta noche. Vendré a mataros como a un perro, degollándoos mientras dormís.

– Os repito que la Inquisición…

Chisporroteaba el aceite en la lamparilla, y por un momento su luz se reflejó en los ojos del capitán como un atisbo de las llamas del infierno.

– Mientras dormís -repitió; y bajo la mano que apoyaba en el pecho de Alquézar, notó que éste se estremecía-. Lo juro.

Nadie hubiera dudado un ápice de esa verdad, y la mirada del otro reflejó tal certeza. Pero el capitán vio también en su enemigo el alivio de saber que no iban a matarlo esa noche. Y en el mundo de aquel miserable, la noche era la noche, y el día era el día. Todo podía comenzar desde el principio, en una nueva partida de ajedrez. De pronto, Alatriste supo que aquello era inútil, y que el secretario real volvería a sentirse poderoso apenas apartara la daga. La seguridad de que, hiciera él lo que hiciera, yo estaba sentenciado, le produjo una cólera intensa y fría, desesperada. Dudó, y la inteligencia de Alquézar percibió de inmediato, con alarma, aquella duda. El capitán supo todo eso de un vistazo, como si el acero de la vizcaína le transmitiese, con el latido de la sangre de su enemigo, un atisbo siniestro de sus pensamientos.

– Si me matáis ahora -dijo Alquézar lentamente-, el mozo no tendrá salvación.

Era muy cierto, caviló el capitán. Pero tampoco la iba a tener si lo dejaba con vida. Apartóse en eso un poco, lo justo para concederse una breve reflexión sobre si era oportuno degollar allí mismo al secretario real, terminando al menos con una serpiente de aquel nido de víboras. Pero mi suerte seguía conteniéndole el brazo. Movióse para echar un vistazo en torno, cual si buscara espacio para sus ideas; y en ese momento golpeó con el codo una jarra de agua que estaba sobre la mesilla de noche, y él no había visto en la penumbra. La jarra se estrelló contra el suelo con estrépito de arcabuzazo; y cuando Alatriste, aún indeciso, se disponía a sujetar de nuevo a su enemigo daga al cuello, una luz apareció en la puerta. Y al levantar la vista diose con Angélica de Alquézar en camisa de dormir, un cabo de vela en las manos, sorprendida y soñolienta, mirándolos.


A partir de ese instante, todo ocurrió con rapidez. Gritó la niña; un grito agudo y escalofriante que no era de temor, sino de odio. Fue un grito largo, prolongado, como de una hembra de halcón a la que arrebataran sus polluelos, que sonó en la noche, erizándole a Alatriste la piel. Y cuando, confuso, quiso retirarse del lecho, aún con la daga en la mano y sin saber qué diablos hacer con ella, Angélica ya había cruzado el dormitorio, rápida como una bala, y tirando al suelo el cabo de vela se abalanzaba contra él, cual minúscula furia vengativa, el cabello con cintas de tirabuzones y aquella camisa de seda blanca que se movía en la penumbra como el sudario de un espectro -bellísima, supongo, aunque al capitán se le antojara cualquier cosa menos eso-. El caso es que llegóse a él y, asiéndolo lindamente por el brazo de la daga, lo mordió como un pequeño perro de presa, rubio y feroz. Y así estuvo, forcejeando a dentelladas, enganchada al espantado Alatriste, que la alzó en vilo cuando quiso sacudírsela de encima a manotazos. Pero ella no cejaba. Y en ésas, el capitán vio al tío de la niña, libre de la vizcaína que lo amenazaba, saltar de la cama con una presteza insospechada, en camisa y con las piernas desnudas, y precipitándose a un armario sacar una espada corta mientras voceaba «¡asesinos!», «¡favor!», «¡a mí», y otros gritos semejantes. Con lo que a poco sintióse la casa alborotada, rumor de pasos y golpes, voces arrancadas al sueño y, en suma, un escándalo de mil pares de demonios.

Había logrado el capitán sacudirse por fin a la niña, arrojándola de un manotazo a rodar por el suelo; justo a tiempo para esquivar una cuchillada de Luis de Alquézar, que a no andar muy descompuesto por el lance habría dado allí cuenta final de la azarosa carrera de Alatriste. Metió éste mano a su espada mientras hurtaba el cuerpo de las estocadas que le iba tirando el otro por toda la habitación; y volviéndose, lo ahuyentó con dos mandobles. Buscaba la puerta para ahuecar, más topóse con la niña, que volvía a la carga con otro bélico chillido de los que hielan la sangre. Lanzóse, en fin, Angélica de nuevo al asalto, sin precaverse de la espada que Alatriste mantenía inútilmente ante ella, y que hubo de levantar en última instancia para no ensartarla como a pollita en espetón. Y en un abrir y cerrar de ojos la niña estuvo otra vez aferrada con uñas y dientes a su brazo, mientras movíase él de un lado a otro de la habitación sin podérsela quitar de encima, tan embarazado que no atendía otra cosa que a esquivar las cuchilladas que Alquézar, sin curarse una brizna de su sobrina, le tiraba con toda la mala intención del mundo. El negocio llevaba vías de eternizarse; de modo que Alatriste logró arrojar de nuevo a la jovencita lejos de sí, y tiróle una estocada a Alquézar que hizo al secretario real irse para atrás a reculones, con mucho estrépito de jofainas, orinales y loza varia. Pudo por fin asomarse el capitán al pasillo, a tiempo para dar de boca con tres o cuatro criados que subían armados. Aquello era mala papeleta. Tan mala, que sacó la pistola y tiróles un pistoletazo a bocajarro que dio con todos ellos en la escalera, en confuso revoltijo de piernas, brazos, espadas, broqueles y garrotes. Y antes de que tuvieran tiempo de rehacerse, volvió atrás, puso el pestillo a la puerta y cruzó el cuarto como una exhalación en procura de la ventana, no sin antes esquivar otras dos recias cuchilladas de Alquézar y encontrarse, por tercera y maldita vez, con la niña pegada como una sanguijuela a su brazo, donde había vuelto a encaramarse para morderlo con una fiereza insospechada en una cría de doce años. El caso es que llegóse el capitán a la ventana, abrió el postigo con una patada, rasgó de una estocada la camisa de Alquézar, que trastabilló cubriéndose con torpeza en dirección a la cama, y mientras pasaba una pierna sobre la barandilla de hierro sacudió el brazo, intentando una vez más que Angélica soltara la presa. Los ojos azules y los dientes menudos y blanquísimos -que Don Luis de Góngora, con perdón del señor de Quevedo, habría descrito como aljófares, o diminutas perlas entre purpúreas rosas- aún relampaguearon con inaudita ferocidad, antes de que Alatriste, ya bastante harto de todo aquello, la agarrara por los tirabuzones y, arrancándosela del castigado brazo, la mandara por el aire cual pelota furiosa y chillona, a golpear contra el tío y dar ambos en la cama, que terminó hundiéndose estrepitosamente sobre sus patas. Entonces el capitán se descolgó por la ventana, cruzó el patio, salió a la calle, y no paró de correr hasta que dejó bien atrás semejante pesadilla.

Se alejó al reparo de las sombras, buscando las calles más oscuras para regresar al garito de Juan Vicuña. Anduvo así de la Cava Alta a la Baja por la Posada de la Villa, y pasó ante los postigos echados del boticario Fadrique antes de cruzar Puerta Cerrada, por donde a tan menguada hora no transitaba un alma.

Prefería no pensar, más era inevitable. Tenía la certeza de haber cometido una estupidez que sólo empeoraba la situación. Una fría cólera le latía en el pulso y las sienes, como golpes de sangre, y de buena gana habríase dado de puñadas en el rostro, para desfogar su desesperación y su ira. Y sin embargo -se dijo al recobrar poco a poco la calma-, el impulso de hacer algo, de no seguir esperando que otros decidieran por él, lo había empujado a salir del cubil como un lobo desesperado, a la caza de no sabía bien qué. No era muy propio de él. La existencia, durara lo que durase, era mucho más sencilla cuando no quedaba sino precaverse uno mismo, en un mundo difícil donde a diario tocaban a degüello y cada cual se veía obligado a sus propias fuerzas, sin esperar nada de nadie; sin otra responsabilidad que mantener intactas piel y vida. Diego Alatriste y Tenorio, veterano de los tercios de Flandes y las galeras de Nápoles, había pasado luengos años hurtándose a todo sentimiento que no pudiera resolver con una espada. Más hete aquí que un mozo del que poco antes apenas conocía el nombre llegaba a trastocar todo eso; haciéndolo consciente de que cada cual, por crudo y ahigadado que sea, tiene rendijas en el coselete.

Y hablando de rendijas. Tentóse Alatriste el antebrazo izquierdo, aún dolorido por los mordiscos de Angélica, y no pudo evitar una mueca admirada. A veces las tragedias adquieren tintes de entremés burlesco, se dijo. Aquella gata rubia y pequeñita, de quien sólo había tenido vagas referencias -yo mismo nunca mencioné antes su nombre, y el capitán lo ignoraba todo de mi relación con ella-, prometía en ferocidad y casta. De cualquier modo, voto a tal, digna sobrina era de su tío.

Por fin, recordando una vez más los ojos espantados de Luis de Alquézar, su aliento en la mano que lo amordazaba, el olor agrio del sudor y el miedo, Alatriste se encogió de hombros. Imponíase, al cabo, su estoicismo de soldado. Después de todo, concluyó, nunca se sabe; nunca es posible alcanzar las consecuencias de nuestros actos. Al menos, tras el sobresalto nocturno que acababa de vivir, ahora también Luis de Alquézar se sabía vulnerable. Su cuello estaba tan a la merced de una daga como el de cualquiera; y habérselo hecho ver claro podía ser tan malo como bueno, según pintara el naipe.

Con tan encontradas reflexiones hallóse al fin en la plazuela del Conde de Barajas, a un paso de la plaza Mayor; y al disponerse a doblar la esquina vio luz y gente. No eran horas de paseo, de modo que se precavió en un zaguán. Tal vez se trataba de clientes de Juan Vicuña que salían de burlanguear la desencuadernada, o trasnochadores de lance, o justicia. Más, fueran quienes fuesen, no estaban las cosas para encuentros inesperados, dimes y diretes.

A la luz del farol que tenían en el suelo, vio que fijaban un cartel junto al arco de los Cuchilleros, y luego se alejaban calle abajo. Eran cinco, armados, con un rollo de carteles y un cubo con engrudo; y Alatriste habría seguido camino sin reparar demasiado en lo que hacían, de no haber alcanzado a la claridad del farol que uno de ellos llevaba el bastón negro de los familiares de la Inquisición. Así que apenas se perdieron de vista fue hasta el cartel y quiso leerlo, más no había luz. De modo que, como el engrudo estaba fresco, lo arrancó de la pared, doblándolo en cuatro, y con él ascendió los escalones del arco. Luego anduvo bajo los soportales de la plaza, abrió la puertecilla secreta de Juan Vicuña, y tras hacer lumbre con yesca y pedernal encendió un cabo de vela en el pasillo. Hizo todo eso forzándose a ser paciente, como quien se demora en romper los sellos de una carta de la que espera malas noticias. Y, en efecto, las malas noticias estaban allí. El cartel era del Santo Oficio:


«Sepan todos los vezínos y moradores desta villa, y Corte de Su Magestad, que el Sancto Oficio de la Inquisíción celebra Aucto público de Fé en la Plaça mayor desta Corte el próximo domingo día quatro…»


Pese a su áspera forma de ganarse la vida, el capitán Alatriste no era hombre dado a usar el nombre de Dios en vano; pero aquella vez atronó el aire con una ruda blasfemia soldadesca que hizo temblar la llama de la vela. Hasta el día cuatro mediaba menos de una semana, y no había ninguna maldita cosa que él pudiera hacer hasta entonces, salvo aguardar dándose a todos los diablos. Eso, con la posibilidad añadida de que, tras su visita nocturna al secretario real, al día siguiente pegaran otro cartel, esta vez del corregidor, pregonando su cabeza. Arrugó el papel y se estuvo inmóvil apoyado en la pared, mirando largo rato al vacío. Había quemado todas las cargas de pólvora del arcabuz, salvo una. Ahora, la única esperanza era Don Francisco de Quevedo.


Disculpen vuestras mercedes que vuelva a ocuparme de mi persona, en el calabozo de las cárceles secretas de Toledo, donde casi había perdido la noción del tiempo, del día y de la noche. Tras algunas sesiones más con sus correspondientes palizas por parte del esbirro pelirrojo -cuentan que también Judas fue bermejo, y así haya terminado sus días mi verdugo como aquél los concluyó-, y sin que yo llegase a revelar nada digno de mención, me dejaron más o menos en paz. La acusación de Elvira de la Cruz y el amuleto de Angélica parecían bastar para su propósito, y la última sesión realmente dura consistió en un prolijo interrogatorio a base de mucho «no es más cierto», «di la verdad», y «confiesa que», donde me preguntaron repetidamente por supuestos cómplices, moliéndome con el vergajo las espaldas a cada silencio mío, que fueron todos. Diré, tan sólo, que me tuve firme y no pronuncié nombre alguno. Y que eran tales mi debilidad y postración, que aquellos desmayos que solía fingir al principio, y tan cabal resultado dieron, seguíanse produciendo ahora de suerte natural, lo que me ahorraba calvario. Imagino que si mis verdugos no llegaron más lejos fue por miedo a privarse del brillante papel que me preparaban en el festejo de la plaza Mayor; más no alcanzaba yo a considerar todo esto por lo menudo, pues hallábame con muy parva lucidez, tan embotado de seso que ni siquiera me reconocía en el Íñigo que soportaba azotes o despertaba con un estremecimiento, en la oscuridad del húmedo calabozo, oyendo a la rata ir y venir por el suelo. Mi única verdadera aprensión era pudrirme allí hasta cumplir los catorce años, y trabar entonces estrecho conocimiento con el artilugio de madera y cuerdas que seguía en la sala de interrogatorios, como cierto de que tarde o temprano iba a terminar yo perteneciéndole.

Mientras tanto, cacé la rata. Harto de dormir temeroso de sus mordiscos, dediqué muchas horas a estudiar la situación. Concluí así conociendo sus costumbres mejor que las mías propias; sus recelos -era una vieja rata veterana-, audacias y manera de moverse entre aquellas paredes. Llegué a seguir con el pensamiento cuantos recorridos hacía, incluso a oscuras. Así que una vez, fingiéndome dormido, la dejé hacer su camino habitual hasta que la supe en el rincón donde, previsor, había dispuesto cada vez algunas migas de pan, acostumbrándola en esa querencia. Y luego agarré la jarra del agua y la estrellé sobre ella, con tan buena fortuna que estiró la pata sin decir ay, o lo que diablos digan las ratas cuando les dan lo suyo.

Aquella noche pude, por fin, dormir tranquilo. Pero a la mañana siguiente empecé a echarla de menos. Su ausencia me dejaba tiempo para reflexionar en otras cosas, como la traición de Angélica y la hoguera donde podía, muy por lo fijo, acabar mi corta existencia. En cuanto a que me hicieran chamusquina, diré, sin alardes ni bravuconadas, que no me preocupaba en extremo. Estaba tan cansado de mi prisión y mi tormento, que cualquier cambio se antojaba liberación.

Empleábame a veces en calcular cuánto tardaría en morir quemado; aunque si abjurabas en debida forma te daban garrote antes de encender la pira, y el negocio concluía más gentil. De cualquier modo, me consolaba, ningún sufrimiento es eterno; y al final, por mucho que se prolongue, descansas. Además, en aquel tiempo morir era facilísimo y harto ordinario. Y yo no contaba excesivos pecados que lastraran mi alma hasta el punto de impedirle reunirse, en el lugar adecuado, con la del buen soldado Lope Balboa. Y a mi edad, con cierto heroico concepto de la vida -recordemos, en mi descargo, que veíame en tales pasos por no delatar al capitán ni a sus amigos- todo aquello se hacía llevadero al considerarlo una prueba en la que, si excusan vuestras mercedes, me encontraba bien satisfecho de mí mismo. Ignoro si de verdad era yo entonces un mozo de natural valiente o no lo era; pero vive Dios que si el primer paso hacia la valentía consiste en comportarse uno como tal, yo -hagan memoria- de esos pasos había dado ya unos cuantos.

Sentía, sin embargo, un desconsuelo infinito. Una pena muy honda parecida a ganas de llorar por dentro, que nada tenía que ver con las lágrimas de dolor o debilidad física que a veces derramaba por fuera. Consistía más bien en una congoja, fría, triste, relacionada con el recuerdo de mi madre y mis hermanillas, la mirada del capitán cuando aprobaba en silencio alguno de mis actos, las suaves laderas verdes del paisaje de Oñate, mis juegos infantiles con los mozos de los caseríos cercanos. Sentía despedirme para siempre de eso, y sentía todas las cosas hermosas que aguardaban delante, en la vida, y que ya no iba a tener jamás. Y sentía, sobre todo, no mirarme por última vez en los ojos de Angélica de Alquézar.

Juro a vuestras mercedes que no lograba odiarla. Por el contrario, la certeza de que tenía parte en mi desgracia dejábame un regusto agridulce, que intensificaba el hechizo de su recuerdo. Era malvada -y aún lo fue más con el tiempo, voto a Cristo- pero era bellísima. Y justo esa connivencia de maldad y de belleza, tan ligadas una a otra, me causaba una fascinación intensa, un doloroso placer al sufrir trabajos y penar por su causa. Parece cosa de embeleco, a fe. Pero más tarde, pasando los años, conocí historias de hombres a quienes un diablo astuto había arrebatado el alma; y en cada una de ellas reconocí sin esfuerzo mi propio rapto. Angélica de Alquézar habíame enajenado el alma, y la retuvo durante toda su vida. Y yo, que le hubiera dado mil veces la muerte y otras mil hubiera muerto sin pestañear por ella, no olvidaré jamás su inextricable sonrisa, sus fríos ojos azules, su piel blanquísima, suave y tersa, cuyo tacto delicioso aún recuerda la mía, cubierta de antiguas cicatrices, alguna de las cuales, pardiez, hízome ella misma. Como la que llevo en la espalda, larga, de daga, indeleble igual que aquella noche, mucho después del tiempo que ahora narro, cuando ya no éramos niños y la abracé amándola y odiándola a un tiempo, sin importarme amanecer vivo o muerto. Y ella, mirándome muy de cerca, en un susurro, con los labios rojos de sangre tras besar mi herida, pronunció unas palabras que no olvidaré ni en esta vida ni en la otra: «Me alegro de no haberte matado todavía».

Amedrentado, prudente o quizás astuto, si no todo a la vez, Luis de Alquézar era un cuervo paciente, y tenía naipes de sobra para seguir jugando a su modo. Así que guardóse bien de dar tres cuartos a nadie. El nombre de Diego Alatriste no salió pregonado en parte alguna, y éste pasó la jornada, como las anteriores, a buen recaudo en el garito de Juan Vicuña. Pero en aquel tiempo las noches del capitán resultaban más movidas que sus días, y al amparo de la siguiente resolvió hacer otra visita a un viejo conocido.

El teniente de alguaciles Martín Saldaña se lo encontró a la puerta de su casa, en la calle del León, cuando ya a hora menguada regresaba de hacer la última ronda. O más bien, a fuer de exactos, lo que encontró fue el reflejo de su pistola encañonándolo en el zaguán. Pero Saldaña era hombre templado, que había visto no pocas pistolas, y arcabuces, y todo tipo de armas apuntándole a lo largo de su existencia, y aquello no le daba más frío ni más calor que el ordinario. Así que puso los brazos en jarras, mirando a Diego Alatriste que, con capa y sombrero, sostenía la pistola en la diestra, apoyada precavidamente la siniestra en el mango de la daga que le asomaba tras los riñones.

– Por vida del Rey, Diego, que te gusta jugártela.

Alatriste no respondió al comentario. Salió un poco de la sombra, para ver la cara del teniente de alguaciles a la escasa luz de la calle -sólo un hachote ardía en la esquina de la calle de las Huertas- y luego movió el cañón de la pistola hacia arriba, como si pretendiera mostrársela al otro.

– ¿La necesito?

Saldaña lo observó unos instantes en silencio.

– No -dijo al fin-. De momento.

Aquello relajó el ambiente. El capitán devolvió la pistola al cinto y apartó la mano de la daga.

– Vamos a dar un paseo -dijo.

– Lo que no entiendo -dijo Alatriste- es por qué no me buscan públicamente.

Bajaban por la plazuela de Antón Martín hacia la calle de Atocha, desierta a tales horas. Aún quedaba algo de luna menguante, que acababa de salir tras el chapitel del hospital del Amor de Dios, y su claridad rielaba en el agua que rebosaba el brocal de la fuente y corría en arroyuelos calle abajo. Olía a verduras podridas, y al acre estiércol de mulas y caballos.

– No lo sé, ni quiero saberlo -dijo Saldaña-. Pero es verdad. Nadie ha dado tu nombre a la justicia.

Apartóse para evitar el barro, puso el pie donde no debía y ahogó una maldición tras la barba entrecana. El corto herreruelo acentuaba su aspecto macizo, ancho de hombros.

– De cualquier modo -prosiguió-, ten mucho cuidado. Que mis corchetes no te sigan el rastro no quiere decir que nadie se interese por tu salud… Según mis noticias, los familiares de la Inquisición tienen órdenes de echarte mano con la máxima discreción.

– ¿Te han dicho por qué?

Saldaña miró al capitán de soslayo.

– Ni me lo han dicho, ni quiero saberlo. Por cierto: han identificado a la mujer que apareció muerta el otro día en la silla de manos… Se trata de una tal María Montuenga, que servía como dueña a una novicia del convento de la Adoración Benita… ¿Te suena?

– En absoluto.

– Ya me imaginaba yo -el teniente de alguaciles reía quedo, entre dientes-. Y mejor así, pese a tal, porque se trata de un asunto bien turbio. Dicen que la vieja andaba en tercerías, y que ahora está la Inquisición de por medio… Eso tampoco te sonará de nada, imagino.

– De nada.

– Ya. También se habla de algunos muertos que nadie ha visto, y de cierto convento patas arriba en mitad de un zafarrancho que ningún vecino recuerda… -volvió a mirar de soslayo a Alatriste-. Hay quien relaciona todo eso con el auto de fe del domingo.

– ¿Y tú?

– Yo no relaciono. Recibo órdenes y las cumplo. Y cuando nadie me cuenta, circunstancia que en este caso celebro mucho, me limito a ver, oír y callar. Que no es mala postura en mi oficio… En cuanto a ti, Diego, quisiera verte lejos de todo esto… ¿Por qué no has ahuecado de la Corte?

– No puedo. Íñigo…

Saldaña lo interrumpió con un fuerte juramento.

– No sigas. Ya he dicho que no quiero saber nada de tu Íñigo y de ninguna otra maldita cosa… Respecto al domingo, algo sí puedo decirte: manténte aparte. Tengo orden de poner a todos mis alguaciles, armados hasta los dientes, a disposición del Santo Oficio. Haya lo que haya, ni tú ni la santa madre de Dios podréis mover un dedo.

Pasó ante ellos la rápida sombra negra de un gato. Estaban cerca de la torre del hospital de la Concepción, y una voz de mujer gritó «agua va». Se apartaron, prudentes, oyendo el chorro del orinal vaciarse desde arriba, en la calle.

– Una última cosa -dijo Saldaña-. Hay un fulano. Cierto espadachín del que debes precaverte… Por lo visto, en este negocio, paralela a la trama oficial hay trama oficiosa.

– ¿En qué negocio?… -en la oscuridad, Alatriste torcía el mostacho, burlón-. Acabo de oírte decir que no sabes nada.

– Vete al diablo, capitán.

– Con el diablo quieren madrugarme, por cierto.

– Pues no te dejes, diantre -Saldaña se acomodó mejor el herreruelo sobre los hombros, y las pistolas y todo el hierro que llevaba al cinto tintinearon lúgubremente-. Ése de quien te hablo anda haciendo pesquisas sobre tu paradero. También ha reclutado a media docena de bravoneles para filetear tus asaduras sin que tengas tiempo a decir hola. El fulano se llama…

– Malatesta. Gualterio Malatesta.

Volvió a sonar la risa queda de Martín Saldaña.

– El mismo -confirmó-. Es italiano, creo.

– De Sicilia. Una vez hicimos un trabajo juntos. O más bien lo hicimos a medias… Después nos tropezamos un par de veces.

– Pues no le dejaste buen recuerdo, voto a Cristo. Creo que te tiene muchísimas ganas.

– ¿Qué más sabes de él?

– Poca cosa. Cuenta con padrinos poderosos y es bueno en su oficio de matarife. Por lo visto anduvo en Génova y Nápoles degollando mucho y bien por cuenta ajena. Dicen que hasta lo disfruta. Vivió un tiempo en Sevilla, y en Madrid lleva cosa de un año… Si quieres puedo hacer algunas averiguaciones.

Alatriste no respondió. Habían llegado al extremo del Prado de Atocha, y ante ellos se extendía la despoblada oscuridad de los huertos, el campo y el arranque del camino de Vallecas. Se quedaron un rato quietos, oyendo el chirriar de los grillos. Al cabo fue Saldaña quien habló de nuevo.

– Ten cuidado el domingo -dijo en voz baja, como si el lugar estuviese lleno de oídos indiscretos-. No quisiera tener que ponerte grilletes. O matarte.

El capitán seguía sin decir nada. Continuaba inmóvil, envuelto en su capa, el ala del chapeo oscureciéndole aún más el rostro. Saldaña suspiró ronco, dio unos pasos como para irse, suspiró de nuevo y se detuvo con un malhumorado voto a Dios.

– Oye, Diego -miraba, como Alatriste, hacia la oscuridad del campo-. Ni tú ni yo nos hacemos demasiadas ilusiones sobre el mundo en que nos toca vivir. Yo estoy cansado. Tengo una mujer hermosa, un trabajo que me gusta y me permite ahorrar. Eso hace que, cuando llevo la vara de teniente, no conozca ni a mi padre… Puedo perfectamente ser un hideputa, cierto; pero en cualquier caso soy mi propio hideputa. Me gustaría que tú…

– Hablas demasiado, Martín.

El capitán lo había dicho suavemente, en tono abstraído. Quitóse Saldaña el fieltro y se pasó una de sus manos cortas y anchas por el cráneo, donde el pelo le escaseaba.

– Tienes razón. Hablo demasiado. Tal vez porque me hago viejo -suspiró por tercera vez sin apartar los ojos de la oscuridad, atento a los grillos-. Nos hacemos viejos, capitán. Tú y yo.

Se oyeron las lejanas campanadas de un reloj. Alatriste seguía inmóvil.

– Vamos quedando pocos -dijo.

– Muy pocos, pardiez -el teniente de alguaciles se puso de nuevo el sombrero, dudó unos instantes y luego vino hasta el capitán, deteniéndose otra vez a su lado-. Pocos con quienes compartir recuerdos y silencios. Y además, escasamente parecidos a quienes fuimos.

Se puso a silbar bajito un antiguo aire militar. Una coplilla que hablaba de viejos tercios, asaltos, botines y victorias. La habían cantado juntos, con mi padre y otros camaradas, dieciocho años atrás, en el saqueo de Ostende y la marcha a lo largo del Rhin hacia Frisla con Don Ambrosio Spínola, cuando las tomas de Oldensen y Linghen.

– Pero tal vez este siglo -apuntó al terminar- ya no merezca hombres como nosotros… Me refiero a quienes en otro tiempo fuimos.

Volvióse a mirar a Alatriste. Este asentía lentamente. La estrecha luna arrojaba a sus pies una vaga sombra sin contornos, difusa.

– Quizá -murmuró el capitán- nosotros no los merezcamos tampoco.

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