Las hogueras ardieron durante toda la noche. La gente se quedó hasta muy tarde en el quemadero de la puerta de Alcalá, incluso cuando los penitenciados no eran más que huesos calcinados entre pavesas y cenizas. Del resplandor de los fuegos subían columnas de humo con tonalidades rojas y grises, que a veces una racha de aire arremolinaba, trayendo hasta la muchedumbre un olor denso, acre, de madera y carne quemadas.
Todo Madrid trasnochaba allí: desde honestas casadas, graves hidalgos y gente de respeto, al vulgo más soez. Alborotaban los pilluelos, correteando en torno a las brasas, mientras los alguaciles acordonaban el lugar. No faltaban vendedores, ni mendigos que hicieran su agosto. Y a todos parecíales -o al menos así lo afectaban en público- santo y edificante el espectáculo. Aquella España desdichada, dispuesta siempre a olvidar el mal gobierno, la pérdida de una flota de Indias o una derrota en Europa con el jolgorio de un festejo, un Te Deum o unas buenas hogueras, oficiaba una vez más de fiel a sí misma.
– Es repugnante -dijo Don Francisco de Quevedo.
Era el gran satírico, como referí ya a vuestras mercedes, extremado católico al modo de su siglo y de su patria; pero templaba todo ello con su profunda cultura y su limpia humanidad. Aquella noche estaba inmóvil, ceñudo, mirando el fuego. La fatiga del viaje a matacaballo marcaba su aspecto y su tono de voz; aunque en ésta, el cansancio parecía añejo de siglos.
– Pobre España -añadió en voz baja.
Una de las hogueras se desplomó chisporroteando en nube de pavesas, e iluminó junto al poeta la figura inmóvil del capitán Alatriste. La gente rompió a aplaudir. El resplandor rojizo iluminaba a lo lejos los muros de los recoletos agustinos, y a este lado la picota de piedra en el cruce de caminos de Vicálvaro y Alcalá, donde los dos amigos permanecían algo retirados. Habían estado allí desde el principio, conversando en voz baja. Sólo callaron cuando, luego que el verdugo apretase tres vueltas de cordel en el cuello de Elvira de la Cruz, la broza y la leña crepitaron bajo el cadáver de la pobre novicia. De todos los penitenciados, el único quemado vivo fue el clérigo; había resistido bien casi hasta el final, negándose a reconciliar con el fraile que lo asistía, y enfrentado la primera lumbre en sereno continente. Lástima que al cabo, con las llamas por las rodillas -lo quemaron piadosamente despacio, para darle tiempo al arrepentimiento- se descompusiera un poco, terminando el suplicio entre atroces alaridos. Pero, salvo San Lorenzo, que se sepa, en la parrilla nadie es perfecto.
Don Francisco y el capitán Alatriste habían hablado muy por lo menudo de mí; que a tales horas dormía, exhausto y libre por fin, en nuestra casa de la calle del Arcabuz, bajo los cuidados maternales de Caridad la Lebrijana, y tan profundamente como si necesitara -lo que era en efecto el caso- reducir mis andanzas de los últimos días a los limites de una simple pesadilla. Y mientras en el quemadero ardían las hogueras, el poeta había estado refiriendo al capitán los pormenores de su apresurado y azaroso viaje a Aragón.
La pista proporcionada por el valido había resultado oro puro. Aquellas cuatro palabras escritas por Don Gaspar de Guzmán en el Prado -«Alquézar Huesca. Libro verde»- contenían lo suficiente para salvar mi vida, parando los pies al secretario real. Alquézar era no sólo el apellido de nuestro enemigo, sino también el nombre del pueblo aragonés en que había nacido, y a donde cabalgó Don Francisco de Quevedo reventando caballos de posta por el camino real -uno cayó redondo en Medinaceli- en su intento desesperado de ganar la carrera contra el tiempo. En cuanto al libro verde, también llamado del becerro, como tales eran conocidos los catálogos, relaciones o registros familiares que obraban en poder de particulares o párrocos, y que servían como pruebas de ascendencia. Llegado Don Francisco a Alquézar, ingenióselas, usando de su nombre famoso y del dinero provisto por el conde de Guadalmedina, para husmear en los archivos locales. Y allí, para su sorpresa, alivio y regocijo, tuvo confirmación de lo que el conde de Olivares ya conocía merced a sus particulares espías: el propio Luis de Alquézar no era de sangre limpia, sino que en su genealogía familiar constaba -como en la de casi media España, por otra parte- una rama judía documentada como conversa a partir del año mil quinientos treinta y cuatro. Esos antepasados de origen hebreo refutaban la hidalguía del secretario real; pero, en un tiempo en que hasta la limpieza de sangre se compraba a tanto el abuelo, todo había sido muy oportunamente olvidado al realizar las pruebas y expedientes necesarios para que Luis de Alquézar accediese al cargo de alto funcionario de la Corte. Y como ostentaba, además, la dignidad de caballero de la orden de Calatrava, y ésta no admitía sino a gente probada como cristiana vieja y cuyos antepasados no se hubieran envilecido con la práctica de oficios manuales, eran flagrantes la falsedad documental y el monipodio. La publicación de aquella noticia -un simple soneto de Quevedo habría bastado-, respaldada con el libro verde que el poeta había obtenido del párroco de Alquézar a cambio de un lindo cartucho de escudos de plata, podía deshonrar al secretario real, haciéndole perder su hábito de Calatrava, el cargo en la Corte, y la mayor parte de sus privilegios como hijodalgo y caballero. Por supuesto, la Inquisición y fray Emilio Bocanegra, como el propio Olivares, estaban al corriente de todo ello; pero en un mundo venal, hecho de hipocresía y falsas maneras, los poderosos, los buitres carroñeros, los envidiosos, los cobardes y los canallas suelen encubrirse unos a otros. Dios nuestro señor los crió a todos, y éstos vinieron juntándose desde siempre, y bien a su gusto, en nuestra infeliz España.
– Lástima que no vierais su cara, capitán, cuando le mostré el libro verde -la voz tomada del poeta traslucía su fatiga; aún llevaba las polvorientas ropas de viaje y espuelas manchadas de sangre en las botas-. Luis de Alquézar se quedó más blanco que los papeles que le puse en las manos; luego enrojeció como una llamarada, y temí fuese a sufrir una apoplejia… Pero importaba sacar a Íñigo de allí; de suerte que me arrimé un poco y dije, impaciente: «Señor secretario real, no hay tiempo para dimes y diretes. Si no paráis lo del mozo, sois hombre perdido»… Y lo cierto es que ni siquiera intentó discutir. El gran bellaco lo vio tan claro como que un día todos rendimos cuentas al Todopoderoso.
Era muy cierto. Antes que el escribano llegase a pronunciar mi nombre, y con una diligencia que mucho decía en favor de sus cualidades como secretario real o lo que se terciara, Alquézar había salido de su palco igual que una bala de mosquete, llegándose a un estupefacto fray Emilio Bocanegra, con quien cambió rápidas palabras en voz muy baja. El semblante del dominico había mostrado sucesivamente sorpresa, cólera y pesadumbre; y sus ojos vengativos hubieran fulminado a Don Francisco de Quevedo si a éste, cansado del viaje, tenso por el peligro que aún me amenazaba, y resuelto a llegar hasta el final aunque fuese allí mismo y a voces, no se le hubieran dado a la sazón una higa todas las miradas asesinas del mundo. Al cabo, secándose el sudor con un lienzo, de nuevo pálido como si el barbero acabara de sangrarlo a conciencia, Alquézar regresó despacio al palco donde aguardaba el poeta. Y por fin, sobre su hombro, Quevedo vio cómo más atrás, en el estrado de los inquisidores, estremeciéndose todavía de despecho y de ira, fray Emilio Bocanegra llamaba al escribano; y éste, tras escuchar unos instantes respetuosamente, tomaba el papel que se disponía a leer con mi sentencia y lo guardaba aparte, archivándolo para siempre.
Otra de las hogueras se hundió con estrépito, y la lluvia de chispas inundó la oscuridad, avivando el resplandor que iluminaba a los dos hombres. Diego Alatriste permanecía inmóvil junto al poeta, sin apartar los ojos de las llamas. Bajo el ala del sombrero, el fuerte mostacho y la nariz aguileña parecían enflaquecerle aún más el rostro, demacrado por la fatiga de la jornada y también por la herida fresca de la cadera, que pese a no ser seria, le estorbaba.
– Lástima -murmuró Don Francisco- no haber llegado a tiempo para salvarla también a ella.
Señalaba la hoguera más próxima, y parecía avergonzado por la suerte de Elvira de la Cruz. No de sí mismo, ni del capitán, sino de todo lo que había llevado hasta allí a la pobre moza, destruyendo además a su familia. Avergonzado, tal vez, de aquella tierra donde le había tocado vivir: cainita, cruel, deslumbradora en el gesto de grandeza estéril, pero indolente y ruin en lo cotidiano, de la que su hombría de bien y su estoica resignación senequista, muy sinceramente cristiana, no bastaban para consolarlo. Pues, desde siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza.
– De cualquier modo -concluyó Quevedo-, era voluntad de Dios.
Diego Alatriste no se pronunció en seguida al respecto. Voluntad de Dios o del diablo, él seguía callado, mirando las hogueras y las siluetas de los corchetes y el gentío recortándose en el siniestro fondo de las llamas. No había querido ir a verme todavía a la calle del Arcabuz, a pesar de que Quevedo, y luego Martín Saldaña, a quien buscaron por la tarde, habíanle dicho que de momento nada tenía que temer. Todo parecía resuelto con tal discreción que ni siquiera el bravonel muerto en el callejón salió a la luz; y nadie tenía tampoco noticias del acuchillado Gualterio Malatesta. De modo que, apenas vendada la herida en la botica del Tuerto Fadrique, Alatriste se había encaminado con Quevedo al quemadero de la puerta de Alcalá; y allí se estuvo junto al poeta, hasta que Elvira de la Cruz no fue más que huesos achicharrados y cenizas en el rescoldo de su hoguera. Por un momento, entre la muchedumbre, el capitán había creído ver de nuevo a Jerónimo de la Cruz, o al menos la sombra fantasmal en que parecía haberse convertido el hermano mayor, único superviviente de la diezmada familia; pero la oscuridad, y el vaivén del gentío, habíanse cerrado en seguida, caso de ser él, sobre su rostro embozado.
– No -dijo por fin Alatriste.
Había tardado tanto en hablar que Don Francisco ya no lo esperaba, y se entretuvo en mirarlo, sorprendido, intentando averiguar a qué se refería. Pero el capitán siguió observando el fuego, impasible; y sólo más tarde, al cabo de otra larga pausa, volvióse lentamente hacia Quevedo:
– Dios no tiene nada que ver con esto.
A diferencia de los lentes del poeta, sus ojos glaucos no reflejaban la luz de las hogueras, sino que más bien parecían dos charcos claros de agua helada. Las últimas llamas hacían bailar sombras y luces rojizas en su perfil taciturno, afilado como la hoja de un cuchillo.
Yo fingía dormir. Caridad la Lebrijana estaba sentada a la cabecera de la cama, donde me había acostado después de una cena y un baño caliente en un barreño de la taberna; y velaba mi descanso mientras zurcía a la luz de una vela la ropa blanca del capitán. Yo tenía los ojos cerrados, gozando de la tibieza del lecho, en una grata duermevela que me facilitaba, además, no responder a preguntas ni referirme para nada a mi reciente aventura, cuyo sólo pensamiento -no podía olvidar el infame sambenito- aún me corroía de vergüenza. El calor de las sábanas, la bondadosa compañía de la Lebrijana, el saberme de nuevo entre amigos y, sobre todo, la posibilidad de permanecer quieto, los ojos cerrados, mientras el mundo giraba afuera muy olvidado de mí, sumíanme en un letargo parecido a la felicidad; extremada por el pensamiento de que nadie, en mi prisión, me había arrancado una palabra que incriminase a Diego Alatriste.
Tampoco abrí los ojos al oír sus pasos en la escalera; ni siquiera cuando, ahogando una exclamación, la Lebrijana tiró al suelo la labor y se arrojó a sus brazos. Estuve escuchando el rumor contenido de la conversación, varios sonoros besos de la tabernera, el murmullo de protesta del recién llegado, nuevos cuchicheos y, por fin, el ruido de la puerta al cerrarse, y pasos escaleras abajo. Creía haberme quedado solo cuando, tras un largo silencio, las botas del capitán volvieron a sonar en el piso, acercándose a la cama hasta detenerse a mi lado.
Estuve a punto de abrir los ojos, más no lo hice. Yo sabía que él me había visto en la plaza, lleno de oprobio entre los penitenciados. Tampoco podía olvidar que por desobedecer sus órdenes habíame dejado atrapar como un pardillo, la noche del asalto al convento de las adoratrices benitas. Aún no me encontraba, en corto, lo bastante firme para afrontar sus preguntas o sus reproches; ni siquiera el silencio de su mirada. Así que permanecí inmóvil, respirando acompasadamente para fingirme dormido.
Hubo una larguísima pausa en que nada ocurrió. Sin duda me observaba a la luz de la vela que la Lebrijana había dejado encendida. No se oía un ruido, ni su aliento, ni nada de nada. Y entonces, cuando ya empezaba a dudar de que realmente él estuviera allí, sentí el contacto de su mano, la palma áspera que se posó un momento sobre mi frente, con una ternura cálida, inesperada. La dejó quieta un poco y luego retiróla bruscamente. Entonces los pasos se alejaron de nuevo, y oí el sonido de la alacena al abrirse, chocar de un vaso y una garrafa de vino, y el arrastrar de una silla.
Abrí un poco los ojos, con precaución. En la poca luz del cuarto vi que el capitán se había desceñido ropilla, jubón y espada; y, sentado ante la mesa, bebía en silencio. El vino gorgoteaba una y otra vez al caer en el vaso, y él lo bebía lenta, metódicamente, como si ninguna otra cosa tuviera por hacer en el mundo. La amarillenta luz de cera iluminaba la mancha clara de su camisa, el escorzo del rostro, el cabello corto, una guía del enhiesto bigote de soldado. Callado e inmóvil, salvo para beber, tenía la ventana abierta y en ella se insinuaban, entre tinieblas, los tejados y chimeneas cercanos. Y entre ellos brillaba una única estrella, quieta, silenciosa y fría. Alatriste miraba obstinado la oscuridad, o el vacío, o sus propios fantasmas vagando en la penumbra. Yo conocía bien su mirada cuando el vino la enturbiaba, y era capaz de adivinarla sin esfuerzo en ese momento: glauca, ausente. En su cintura, empapado el vendaje, una mancha de sangre crecía muy despacio, tiñéndole de húmedo rojo la camisa blanca. Parecía tan resignado y solo como la estrella que parpadeaba afuera, en la noche.
Dos días más tarde lucía el sol en la calle de Toledo, y de nuevo el mundo era amplio y lleno de esperanzas, y el vigor de mi juventud me brincaba en las venas. Sentado a la puerta de la taberna del Turco, practicando caligrafía con el recado de escribir que el Licenciado Calzas seguía trayéndome de la plaza de la Provincia, yo veía de nuevo la vida con ese optimismo y esa presteza en recobrarse tras la desgracia que sólo dan la óptima salud y los cortos años. De vez en cuando levantaba la vista hacia las comadres que vendían verduras en los puestos del otro lado de la calle, las gallinas que picoteaban desperdicios, o los galopines que se perseguían entre las caballerías y los coches de paso, o escuchaba el rumor de conversaciones dentro de la taberna. Sentíame el mozo más satisfecho del mundo. Incluso los versos que copiaba se me antojaban lo más hermoso jamás escrito:
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera…
Eran de Don Francisco de Quevedo, y me habían parecido tan bellos cuando se los oí recitar como si tal cosa, entre tiento y tiento al San Martín de Valdeiglesias, que no dudé un instante en solicitar su venia para copiarlos con mi mejor letra. Don Francisco estaba adentro, con el capitán y los otros: el Licenciado, el Dómine Pérez, Juan Vicuña y el Tuerto Fadrique, celebrando todos con unos azumbres de lo fino, salchichas y liebres en cecina, el buen final del mal lance; que ninguno mencionaba explícitamente pero todos tenían bien presente en el discurrir. Uno tras otro me habían acariciado el pelo o dado un cachete cariñoso a medida que llegaban a la taberna. Don Francisco vino con un Plutarco para que con el tiempo yo practicase la lectura, el Dómine con un rosario de plata, Juan Vicuña con una hebilla de bronce que había llevado en Flandes, y el Tuerto Fadrique -que era más bien de la cofradía del codo, o sea, poco inclinado al gasto- trajo una onza de cierto compuesto de su botica, idóneo, aseguraba, para criar masa de sangre y devolver el color a un mozo que, como yo, había pasado tantos y recientes trabajos. Era, por tanto, el muchacho más honrado y feliz de las Españas cuando, mojando en el tintero una de las buenas plumas de ganso del Licenciado Calzas, proseguía:
Más no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la aguafría,
y perder el respeto a ley severa…
Fue en ese verso donde, al alzar otra vez la vista, mi mano quedó en suspenso y una gota de tinta cayó sobre el papel como una lágrima. Calle de Toledo arriba se acercaba un coche muy familiar, negro, sin escudo en la portezuela, con un adusto cochero arreando dos mulas. Lentamente, cual si me hallase en la confusión de un sueño, dejé a un lado papel, pluma, tintero y salvadera, y me puse en pie, estándome tan quieto como si el carruaje fuese una aparición que cualquier gesto mal calculado por mi parte pudiera borrar. De ese modo fue llegando el coche a mi altura y vi la ventanilla, que iba abierta, con las cortinas desabrochadas; y en ella una mano blanca y perfecta, y luego los tirabuzones rubios y los ojos, color de los cielos que pintó Diego Velázquez, de la niña que había estado a pique de llevarme al cadalso. Y mientras el carruaje pasaba ante la taberna del Turco, Angélica de Alquézar me miró fijamente; de un modo que, voto a tal, hizo estremecerse de arriba abajo mi columna vertebral y detenerse el corazón que me latía con fuerza, embrujado. Y de ese modo, con no meditado impulso, alcé una mano al pecho, lamentando muy de veras no llevar ya la cadena de oro con el talismán que habíame dado ella para que fuera mi sentencia de muerte. Y que, de no habérmelo arrebatado el Santo Oficio, juro por la sangre de Cristo hubiera seguido luciendo al cuello con enamorado orgullo.
Angélica entendió el gesto. Porque su sonrisa, aquel gesto diabólico que yo adoraba, iluminó su boca. Y luego llevó hasta los labios la punta de los dedos, rozándolos en algo muy parecido a un beso. Y la calle de Toledo, y Madrid, y el orbe entero, se convirtieron en una deliciosa armonía que me hizo sentir jubilosamente vivo.
Estuve en pie e inmóvil hasta mucho después de que el carruaje desapareciera calle arriba. Luego, tomando una pluma nueva, la afilé en mi jubón y terminé de escribir el soneto de Don Francisco:
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, más tendrá sentido;
polvo serán, más polvo enamorado.
Anochecía, pero aún quedaba suficiente claridad para que no fuese preciso encender ninguna luz. La posada del Lansquenete estaba en una calle sucia, llena de malos olores y mal llamada de la Primavera, cercana a la fuente de Lavapiés, donde abrían las más bajas tabernas y bodegones de Madrid, así como las mancebías de peor calaña. Había cuerdas con ropa tendida de lado a lado de la calle, y por las ventanas oíanse discusiones de vecinos y llanto de críos. En el zaguán se amontonaba el estiércol de caballerías, y Diego Alatriste hubo de poner cuidado en no mancharse los borceguíes cuando entró al patio en forma de corrala, donde un carro desvencijado, sin ruedas, reposaba con los ejes desnudos sobre unas piedras. Después de una rápida comprobación tomó la escalera, y tras franquear una treintena de escalones y cuatro o cinco gatos que se escurrieron entre sus piernas, llegó al último piso sin que nadie lo importunara. Una vez allí estudió las puertas de la galería. Si el informe de Martín Saldaña no erraba, era la última a la derecha, Justo, en el ángulo del corredor. Caminó hacia ella procurando no hacer ruido, al tiempo que se recogía la capa bajo la que disimulaba el coleto de búfalo y la pistola. Había palomas zureando en el alero, y ése era el único sonido que se escuchaba en aquella parte de la casa. Del piso de abajo subía olor a estofado. Una sirvienta canturreó algo, lejos. Alatriste se detuvo, echó un vistazo en busca de una posible ruta de retirada, comprobó que espada y daga estaban como tenían que estar, y luego sacó la pistola del cinto y, tras comprobar el cebo, echó hacia atrás el perrillo con ayuda del dedo pulgar. Era hora de zanjar la cuenta pendiente. Se pasó dos dedos por el mostacho, soltó el fiador de la capa y luego abrió la puerta.
Era un cuarto miserable. Olía a cerrado, a soledad. Y unas cucarachas madrugadoras correteaban sobre la mesa, entre los restos de comida, como saqueadores en campaña después de una batalla. Había dos botellas vacías, una jarra de agua y vasos desportillados, ropa sucia sobre una silla, un orinal mediado en el suelo, un jubón, un sombrero y una capa negros colgados en la pared. También una cama, con una espada en el cabezal. Y en ella estaba Gualterio Malatesta.
Seguramente, si el italiano hubiese hecho un mínimo gesto de sorpresa, o de amenaza, Alatriste le habría despachado, sin decir guárdese vuestra merced, el pistoletazo que llevaba prevenido muy a bocajarro. Pero Malatesta se quedó mirando la puerta como si le costase conocer al recién llegado, y su mano derecha ni siquiera movióse una pulgada en dirección a la pistola que también él tenía prevista sobre las sábanas. Estaba recostado en una almohada, y un pésimo aspecto empeoraba su semblante patibulario, enflaquecido por el sufrimiento y la barba de tres días: inflamadas las cejas con una brecha mal cerrada sobre ellas, un apósito sucio bajo el carrillo izquierdo, palidez cenicienta en manos y rostro. Tenía el torso desnudo cruzado por vendajes calados de sangre seca, y en las manchas pardas que se filtraban por ellos Alatriste apreció un mínimo de tres heridas. Saltaba a la vista que, en la escaramuza del callejón, el sicario había llevado la peor parte.
Sin dejar de apuntarle, el capitán cerró la puerta a su espalda antes de acercarse al lecho. Malatesta parecía haberlo reconocido al fin, pues el brillo de sus ojos, exacerbado por la fiebre, se había vuelto más duro; y la mano hacía débiles intentos por empuñar la pistola. Alatriste le puso el cañón de la suya a dos pulgadas de la cabeza, pero el enemigo estaba demasiado exhausto para luchar. Había perdido sin duda mucha sangre. De modo que, tras comprobar la inutilidad de su esfuerzo, limitóse a alzar un poco la cabeza que tenía hundida en la almohada, y bajo el bigote italiano, muy descuidado ahora, apareció el trazo blanco de la peligrosa sonrisa que el capitán, a sus expensas, conocía bien. Fatigada, es cierto, crispada en un rictus de dolor. Pero era la mueca inconfundible con que Gualterio Malatesta parecía siempre dispuesto a vivir o a bajar a los infiernos.
– Vaya -murmuró-. Pero sí es el capitán Alatriste…
Su voz era opaca y débil de entonación, aunque firme en las palabras. Los ojos negros, febriles, estaban puestos en el recién llegado, ajenos al cañón de la pistola que le apuntaba.
– Por lo que veo -prosiguió el italiano-, cumplís con la caridad de visitar a los enfermos.
Reía entre dientes. El capitán le sostuvo un momento la mirada y luego apartó la pistola, aunque conservando el dedo en el gatillo.
– Soy buen católico -respondió, zumbón.
La risa corta y seca como un crujido de Malatesta se intensificó al oír aquello, extinguiéndose luego en un ataque de tos.
– Eso dicen -asintió, cuando pudo recobrarse-. Eso es lo que dicen… Aunque en los últimos días haya habido sus más y sus menos sobre ese particular.
Aún sostuvo un poco la mirada del capitán, y luego, con la mano que no había sido capaz de empuñar la pistola, señaló la jarra sobre la mesa.
– ¿No os importa acercarme un poco de esa agua?… Así podréis alardear también de haber dado de beber al sediento.
Tras considerarlo un instante, Alatriste se movió despacio y fue a traer el agua, sin perder de vista a su enemigo. Bebió Malatesta dos ávidos sorbos, observándolo por encima de la jarra.
– ¿Venís a matarme tal cual -inquirió- o esperáis que antes os derrote pormenores de vuestros últimos negocios?
Había puesto la jarra a un lado y se secaba desmayadamente la boca con el dorso de la mano. La suya era la sonrisa de una serpiente atrapada: peligrosa hasta el último aliento.
– No necesito que me contéis nada -Alatriste se había encogido de hombros-. Todo está muy claro: la trampa del convento, Luis de Alquézar, la Inquisición… Todo.
– Diablos. Habéis venido a despacharme sin más, entonces.
– Así es.
Malatesta pareció considerar la situación. No parecía resultarle prometedora.
– El no tener nada nuevo que contaros -concluyó- acorta, pues, mí vida.
– Más o menos -ahora era el capitán quien esgrimía una sonrisa dura, peligrosa-. Aunque os haré el honor de considerar que no sois del género parlanchín.
Malatesta suspiró un poco, removiéndose dolorosamente mientras tentaba sus vendajes.
– Muy hidalgo por vuestra parte -señaló, resignado, la espada que pendía del cabezal-… Lástima no estar bueno para corresponder a tanta fineza, ahorrándoos matarme en la cama igual que a un perro… Pero despabilasteis bien el otro día, en el maldito callejón.
Movióse de nuevo, intentando acomodarse mejor. En ese momento no parecía guardarle a Alatriste más rencor que el de oficio. Pero sus ojos oscuros y febriles seguían alerta, vigilándolo.
– Por cierto… Dicen que el rapaz salvó el pellejo. ¿Es verdad?
– Lo es.
Se ensanchó la sonrisa del sicario.
– Que me place, voto a Dios. Es un bravo mozo. Tendríais que haberlo visto la noche del convento, intentando tenerme a raya con una daga… Que me ahorquen si me gustó llevarlo a Toledo, y menos conociendo lo que le esperaba. Pero ya sabéis. Quien paga, manda.
La sonrisa se le había vuelto socarrona. A veces miraba de soslayo la pistola que seguía sobre las sábanas; y al capitán no le cupo duda de que se habría servido de ella, si alguien le diese oportunidad.
– Sois -dijo Alatriste- un hideputa y un bellaco.
Mirólo el otro con sorpresa que parecía sincera.
– Pardiez, capitán Alatriste, Cualquiera que os oyese tomaría a vuestra merced por una monja clarisa…
Siguió un silencio. Aún con el dedo en el gatillo de la pistola, el capitán echó un detenido vistazo alrededor. La casa de Gualterio Malatesta le recordaba demasiado la suya propia como para que todo fuera indiferente. Y en cierta forma, el italiano tenía razón. No estaban tan lejos el uno del otro.
– ¿De veras no podéis moveros de esa cama?
– A fe mía que no… -Malatesta lo miraba ahora con renovada atención-. ¿Qué pasa?… ¿Estáis buscando un pretexto? -volvió a ensancharse la sonrisa, blanca y cruel-. Si os ayuda, puedo contaros la de hombres que avié por la posta, sin darles tiempo a un válgame Cristo… Despiertos y dormidos, por delante y por detrás; y más de lo último que de lo primero. Así que no vengáis ahora con apuros de conciencia -la sonrisa dio paso a una risita entre dientes, chirriante, atravesada-. Vuestra merced y yo somos del oficio.
Alatriste miraba la espada de su enemigo. La cazoleta tenía tantos golpes y mellas de acero como la suya propia. Todo es azar, se dijo. Depende de cómo caigan los dados.
– Os agradecería mucho -sugirió- que intentaseis agarrar la pistola, o esa espada.
Malatesta lo miró muy por lo fijo antes de negar despacio con la cabeza.
– Ni hablar. Puedo estar hecho filetes, pero no soy un menguado. Si queréis despacharme, apretad ese gatillo y acabemos pronto… Con suerte, llegaré al infierno a la hora de cenar.
– No me gusta hacer de verdugo.
– Pues iros a tomar viento. Estoy demasiado débil para discutir.
Apoyó de nuevo la cabeza en la almohada, cerró los ojos silbando tirurí-ta-ta, y pareció desentenderse del asunto. Alatriste se estuvo de pie, pistola en mano. A través de la ventana oía el lejano reloj de una iglesia dando campanadas. Por fin, Malatesta dejó de silbar. Pasóse la mano por las cejas hinchadas, luego por el rostro picado de viruela y cicatrices, y miró de nuevo al capitán.
– ¿ Qué?… ¿Os decidís?
Alatriste no respondió. Todo empezaba a rondar lo grotesco. Ni el propio Lope habría osado hacer representar aquello, por miedo a que los mosqueteros del zapatero Tabarca le patearan el corral. Se acercó un poco a la cama, estudiando las heridas de su enemigo. Hedían, con muy mal aspecto.
– No os hagáis ilusiones -dijo Malatesta, creyendo interpretar sus pensamientos-. Saldré de ésta. Los de Palermo somos gente dura… Así que aderezadme de una puñetera vez.
Quería matarlo. Eso estaba fuera de cualquier duda. Diego Alatriste quería matar a aquel peligroso canalla, que tanto había amenazado su vida y la de sus amigos, y a quien dejar atrás vivo era tan suicida como tener una serpiente venenosa en el cuarto donde uno piensa echarse a dormir. Quería y necesitaba matar a Gualterio Malatesta; pero no de ese modo, sino aceros en mano y cara a cara, escuchando su resuello de lucha y el estertor de su agonía. Y en ese instante reflexionó que no había ninguna prisa, y que todo podía muy bien esperar. A fin de cuentas, por más que el italiano se empeñara y complaciese en ello, el uno y el otro no eran exactamente iguales. Tal vez lo fueran ante Dios, ante el diablo o ante los hombres; pero no en su fuero interno, ni en su conciencia. Iguales en todo, salvo en la manera de ver los dados sobre el tapete. Iguales, excepto en que, de trocar papeles, Malatesta ya habría matado hacía rato a Diego Alatriste, mientras que éste continuaba allí, la espada en la vaina, el dedo indeciso en el gatillo de su pistola.
Entonces se abrió la puerta y una mujer apareció en el umbral. Era todavía joven, vestida con una blusa y una mala basquiña gris. Traía una cesta con sábanas limpias y una damajuana de vino, y al ver allí a un intruso ahogó un grito, dirigiéndole a Malatesta una mirada de espanto. La damajuana cayó a sus pies, rompiéndose en el armazón de mimbre. Quedó la mujer incapaz de moverse ni decir palabra, con angustia en los ojos. Y Diego Alatriste supo, de un vistazo, que el miedo no era por ella misma, sino por la suerte del hombre malherido en la cama. Después de todo, ironizó para sus adentros, hasta las serpientes buscan compañía. Y se aparean.
Observó con calma a la mujer. Era cenceña, vulgar. Tenía una mocedad cansada, con cercos de fatiga que sólo cierta clase de vida imprime en torno a los ojos. Pardiez, que casi recordaba un poco a Caridad la Lebrijana. Miró el capitán el vino de la damajuana rota, que se extendía como sangre por las baldosas del suelo. Después inclinó la cabeza, desmontó con cuidado el perrillo de la pistola, y se la introdujo en el cinto. Lo hizo todo muy despacio, como si temiera olvidar algo, o estuviese pensando en otra cosa. Y luego, sin decir palabra ni volverse a mirar atrás, apartó suavemente a la mujer y salió de aquel cuarto que olía a soledad y a derrota; tan parecido al suyo propio, y a todos los lugares que él mismo había conocido a lo largo de su vida.
Empezó a reír cuando estuvo en la galería, y siguió haciéndolo mientras bajaba por las escaleras hasta la calle, abrochándose el fiador de la capa. Reía lo mismo que el propio Malatesta había reído una vez junto al Alcázar real, bajo la lluvia, cuando vino a despedirse de mí tras la aventura de los dos ingleses. Y su risa, igual que aquélla, siguió sonando tras él mucho después de que se hubiera ido.