VII. GENTES DE UN SOLO LIBRO

Nunca falta Dios a los cuervos ni a los grajos; ni siquiera a los escribanos. De modo que tampoco quiso faltarme del todo a mí. Porque lo cierto es que no me torturaron mucho. También el Santo Oficio tenía sus reglas; y pese a su crueldad y su fanatismo, algunas de ellas cumplíalas a rajatabla. Alcancé muchas bofetadas y azotes, es verdad. Y no pocas privaciones y quebrantos. Pero una vez confirmaron mis años esos catorce no cumplidos mantuvieron a saludable distancia el artilugio siniestro de madera, rodillos y cuerdas que en cada interrogatorio yo podía ver en un extremo de la sala; e incluso las palizas que me dieron resultaron limitadas en número, intensidad y duración. Otros, sin embargo, no tuvieron esa suerte. Ignoro si con potro, o sin su concurso -acostaban al supliciado encima, estirándole los miembros con vueltas y más vueltas de cuerda, hasta descoyuntárselos-, el grito de mujer que había oído a mi llegada seguí oyéndolo con frecuencia, hasta que de pronto cesó. Eso fue el mismo día que vime de nuevo en el cuarto de interrogatorios y conocí, por fin, a la desdichada Elvira de la Cruz.

Era regordeta y menuda, y nada tenía que ver con la novelería forjada en mi caletre. De cualquier modo, ni la más perfecta belleza hubiera sobrevivido a aquel pelo rapado sin piedad, a los ojos enrojecidos, cercados de insomnio y sufrimiento, a las huellas de mancuerda en torno a sus muñecas y tobillos, bajo la estameña sucia del hábito. Estaba sentada -pronto supe que era incapaz de sostenerse sin ayuda- y tenía en los ojos la mirada más vacía y perdida que nunca vi: una ausencia absoluta hecha con todo el dolor, y el cansancio, y la amargura de quien conoce el fondo del más oscuro pozo que imaginarse pueda. Debía de andar por los dieciocho o diecinueve años, más parecía una anciana decrépita; cada vez que se movía un poco en la silla era lenta y dolorosamente, como si enfermedad o vejez prematura hubiesen descoyuntado cada uno de sus huesos y articulaciones. Y a fe que se trataba exactamente de eso.

En cuanto a mí, aunque resulte poco gentilhombre alardear de ello, no me habían arrancado una sola de las palabras que deseaban. Ni siquiera cuando uno de los verdugos, el pelirrojo, se encargó de medir cumplidamente mis espaldas con un vergajo de toro. Pero, aunque estaba lleno de cardenales y tenía que dormir boca abajo -si dormir puede llamársele a una duermevela angustiosa, a medio camino entre la realidad y los fantasmas de la imaginación-, nadie pudo sacarme de los labios, secos y agrietados, llenos de costras de sangre que ahora sí era mía, otras palabras que gemidos de dolor o protestas de inocencia. Aquella noche yo sólo pasaba por allí camino de mi casa. Mi amo el capitán Alatriste nada tenía que ver. Nunca había oído hablar de la familia de la Cruz. Yo era cristiano viejo y mi padre había muerto por el Rey en Flandes… Y vuelta a empezar: aquella noche yo sólo pasaba por allí camino de mi casa…

No había piedad en ellos, ni siquiera esos ápices de humanidad que a veces uno vislumbra incluso en los más desalmados. Frailes, juez, escribano y verdugos se comportaban con una frialdad y un distanciamiento tan rigurosos que era precisamente lo que más pavor producía; más, incluso, que el sufrimiento que eran capaces de infligir: la helada determinación de quien se sabe respaldado por leyes divinas y humanas, y en ningún momento pone en duda la licitud de lo que hace. Después, con el tiempo, aprendí que, aunque todos los hombres somos capaces de lo bueno y de lo malo, los peores siempre son aquellos que, cuando administran el mal, lo hacen amparándose en la autoridad de otros, en la subordinación o en el pretexto de las órdenes recibidas. Y si terribles son quienes dicen actuar en nombre de una autoridad, una jerarquía o una patria, mucho peores son quienes se estiman justificados por cualquier dios. Puestos a elegir con quien habérselas a la hora, a veces insoslayable, de tratar con gente que hace el mal, preferí siempre a aquellos capaces de no acogerse más que a su propia responsabilidad. Porque en las cárceles secretas de Toledo pude aprender, casi a costa de mi vida, que nada hay más despreciable, ni peligroso, que un malvado que cada noche se va a dormir con la conciencia tranquila. Muy malo es eso. En especial, cuando viene parejo con la ignorancia, la superstición, la estupidez o el poder; que a menudo se dan juntos. Y aún resulta peor cuando se actúa como exégeta de una sola palabra, sea del Talmud, la Biblia, el Alcorán o cualquier otro escrito o por escribir. No soy amigo de dar consejos -a nadie lo acuchillan en cabeza ajena-, más ahí va uno de barato: desconfíen siempre vuestras mercedes de quien es lector de un solo libro.

Ignoro qué libros habían leído aquellos hombres; pero en cuanto a sus conciencias, estoy seguro de que dormían a pierna suelta -así ahora no puedan hacerlo nunca, en el infierno donde ojalá ardan toda la eternidad-. A tales alturas de mi calvario, había identificado ya al que llevaba la voz cantante, el fraile sombrío y descarnado de mirada febril. Era fray Emilio Bocanegra, presidente del Consejo de los Seis Jueces, el más temido tribunal del Santo Oficio. También, según lo que había oído al capitán Alatriste y a sus amigos, era uno de los más encarnizados enemigos de mi amo. Había ido marcando el compás en los interrogatorios; y ahora los otros frailes y el silencioso juez del ropón negro se limitaban a oficiar de testigos, mientras el escribano anotaba las preguntas del dominico y mis lacónicas respuestas.

Pero aquella vez fue diferente; pues cuando comparecí, las preguntas no se me hicieron a mí, sino a la pobre Elvira de la Cruz. Y malicié que aquello tomaba un giro inquietante cuando vi a fray Emilio señalarme con el dedo.

– ¿Conocéis a ese joven?

Mis prevenciones se trocaron en pánico -yo aún no había llegado como ella a ciertos límites- cuando la novicia movió afirmativamente la cabeza rapada a trasquílones, sin mirarme siquiera. Alarmado, vi que el escribano aguardaba, pluma en alto, atento a Elvira de la Cruz y al inquisidor.

– Responded con palabras -ordenó fray Emilio.

La infeliz emitió un «sí» apagado, apenas audible. El escribano mojó la pluma en el tintero y luego escribió, y yo sentí más que nunca que el suelo iba a abrirse bajo mis pies.

– ¿Conocéis de él prácticas judaizantes?

El segundo «sí» de Elvira de la Cruz hízome saltar con un grito de protesta, acallado por un recio pescozón del esbirro pelirrojo, que en las últimas horas -tal vez temían que el grandullón me tulliera de un manotazo- estaba a cargo de todo lo referente a mi persona. Ajeno a la protesta, fray Emilio seguía señalándome con el dedo, sin dejar de mirar a la joven.

– ¿Reiteráis ante este santo tribunal que el llamado Íñigo Balboa ha manifestado de palabra y obra creencias hebraicas, y asimismo ha participado, con vuestro padre, hermanos y otros cómplices, en la conspiración para arrebataros de vuestro convento?

El tercer «sí» fue superior a mis fuerzas. De modo que, esquivando las manos del esbirro pelirrojo, grité que aquella desgraciada mentía por la gola, y que nada había tenido yo que ver nunca con la religión judía. Entonces, para mi sorpresa, en vez de hacer como antes caso omiso, fray Emilio volvióse a mirarme con una sonrisa. Y era una sonrisa de odio triunfal, tan espantosa y ruin que me dejó clavado en el sitio, mudo, inmóvil, sin aliento. Y entonces, recreándose en todo aquello, el dominico fue hasta la mesa donde estaban los otros, y tomando la cadena con el dije que me había regalado Angélica de Alquézar en la fuente del Acero, me los mostró a mí, luego a los miembros del tribunal, y por fin a la novicia.

– ¿Y habíais visto antes este sello mágico, vinculado a la horrenda superstición de la cábala hebraica, que le fue intervenido al antedicho Íñigo Balboa en el momento de su detención por familiares del Santo Oficio, y que prueba su implicación en esta conjura judía?

Elvira de la Cruz no me había mirado ni una sola vez. Tampoco ahora miró el dije de Angélica, que fray Emilio sostenía frente a sus ojos, y se limitó a responder «sí» como antes, la vista fija en el suelo; tan abatida o deshecha que ni siquiera parecía avergonzada. Más bien cansada, indiferente; cual si deseara terminar de una vez con todo aquello y arrojarse en un rincón para dormir el sueño del que parecían haberla privado durante media vida.

En cuanto a mí, estaba tan aterrado que esta vez ni pude protestar. Porque el potro de tortura había dejado de inquietarme. Ahora, mi preocupación urgente era averiguar si a los menores de catorce años los quemaban, o no.


– Confirmado. Lleva la firma de Alquézar.

Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina, vestía de fino paño verde pasado de plata, con botas de ante y valona muy trabajada de puntas de Flandes. Era de piel blanca, manos finas y bien parecido, y no perdía su calidad de gallardo gentilhombre -decían de él que era el mejor talle de la Corte- ni siquiera sentado como estaba a horcajadas sobre un taburete, en el mísero cuartucho del garito de Juan Vicuña. Al otro lado de la celosía divisaban la sala llena de gente. El conde había estado jugando un rato, con poca suerte pues no tenía la cabeza en los naipes, antes de llegarse al cuarto sin llamar la atención, pretextando una necesidad. Se había encontrado allí con el capitán Alatriste y con Don Francisco de Quevedo, quien acababa de entrar muy embozado por la puerta secreta de la plaza Mayor.

– Y vuestras mercedes andaban en lo cierto -prosiguió Guadalmedina-. El objeto del asunto era, en efecto, asestar un golpe sin sangre a Olivares, desprestigiándole el convento. Y de paso, aprovechar el lance para ajustar cuentas con Alatriste… Se han industriado una conspiración hebraica, y pretenden que haya hoguera.

– ¿También el chico? -preguntó Don Francisco.

Su sobrio indumento negro, con la única nota de color de la cruz de Santiago sobre el pecho, contrastaba con la rebuscada elegancia del aristócrata. Estaba sentado junto al capitán, la capa doblada en el respaldo, la espada al cinto y el sombrero sobre las rodillas. Al oír su pregunta, Álvaro de la Marca se entretuvo en llenarse un vaso con moscatel de la jarra que había sobre un taburete, junto a una larga pipa de barro y una caja de tabaco picado. El moscatel era de Málaga, y la jarra andaba ya mediada porque Quevedo habíale dado muy buen tiento apenas cruzó la puerta, malhumorado como siempre, maldiciendo de la noche, de la calle y de la sed.

– También -confirmó el aristócrata-. La moza y él es cuanto tienen, porque al otro superviviente de la familia, el hijo mayor, no hay quien lo encuentre -encogió los hombros e hizo una pausa, grave el semblante-. Según he averiguado, preparan un auto de fe por todo lo alto.

– ¿ Está seguro vuestra merced?

– Del todo. He llegado hasta donde se puede, pagando al contado. Como diría nuestro amigo Alatriste, para la contramina es menester abundancia de pólvora… De eso no falta; pero con la Inquisición, hasta lo venal tiene límites.

El capitán no dijo nada. Estaba sentado en el catre, desabrochado el jubón, pasando despacio una piedra de esmeril por el filo de su daga. La luz de aceite dejaba sus ojos en sombra.

– Me extraña que Alquézar pique tan alto -opinó Don Francisco, que limpiaba los espejuelos en la falda de su ropilla-. Es harta osadía para un secretario real enfrentarse al valido, aunque sea por mano interpuesta.

Guadalmedina bebió unos sorbos de moscatel y chascó la lengua, ceñudo. Luego secóse el rizado bigote con un lienzo perfumado que extrajo de la manga.

– No os sorprendáis. En los últimos meses, Alquézar ha alcanzado mucha influencia cerca del Rey. Es criatura del Consejo de Aragón, a cuyos miembros rinde importantes servicios, y últimamente ha comprado a varios consejeros de Castilla. Además, por conducto de fray Emilio Bocanegra goza de apoyos entre la gente dura del Santo Oficio. Con Olivares sigue mostrándose sumiso, pero es obvio que lleva su propio juego… Cada día que pasa es más fuerte, y aumenta su fortuna.

– ¿De dónde saca el dinero? -preguntó el poeta.

Álvaro de la Marca volvió a encoger los hombros. Había metido tabaco en la pipa de barro y la encendía en el candil. Pipa y tabaco entretenían a Juan Vicuña, quien gustaba de fumar en los ratos que acompañaba a Diego Alatriste. Más, pese a sus conocidas propiedades curativas -harto recomendadas por el boticario Fadrique-, el capitán no era amigo de aquellas hojas aromáticas traídas por los galeones de Indias. Por su parte, Quevedo prefería aspirarlas en polvo.

– Nadie lo sabe -dijo el conde, echando humo por la nariz-. Tal vez Alquézar trabaja por cuenta de otros. Lo cierto es que maneja oro con soltura, y está corrompiendo cuanto toca. Incluso el privado, que hace meses podía perfectamente haberlo mandado de vuelta a Huesca, ahora se le anda con mucho tiento. Dicen que aspira a la protonotaría de Aragón, e incluso a la secretaría del despacho universal… Si las consigue, será intocable.

Diego Alatriste parecía ajeno a cuanto allí se hablaba. Dejó sobre el jergón la piedra de esmeril y se puso a comprobar el filo de la daga deslizando un dedo por él. Después, muy lentamente, requirió la vaina y metió la vizcaína dentro. Sólo entonces alcanzó a mirar a Guadalmedina.

– ¿No hay forma de ayudar a Íñigo?

El conde esbozó entre el humo una mueca amistosa y apenada.

– Me temo que no. Sabes como yo que caer en manos de la Inquisición significa quedar preso en una máquina implacable y eficaz… -arrugó la frente, acariciándose pensativo la perilla-. Lo que me sorprende es que no te hayan cogido a ti.

– Vivo escondido.

– No me refiero a eso. Disponen de medios para averiguar lo que sea menester, y además ni siquiera han registrado tu casa… Luego aún no tienen pruebas acusatorias.

– Las pruebas se les dan un ardite -dijo Don Francisco, apoderándose de la jarra de moscatel-. Se fabrican o se compran:

Pues que da y quita el decoro

y quebranta cualquier fuero…

Recitó, entre dos sorbos. Guadalmedina, que se llevaba la pipa a la boca, detuvo el gesto a la mitad.

– No, disculpadme, señor de Quevedo. El Santo Oficio es muy puntilloso en según qué cosas. Si no hay pruebas, por mucho que Bocanegra jure y perjure que el capitán está metido hasta el cuello, la Suprema no aprobará nunca una actuación contra él. Si no hacen nada oficial es porque el chico no ha hablado.

– Siempre hablan -el poeta bebió un largo trago, y luego otro-. Y además, es casi un niño.

– Pues a fe mía que éste no lo ha hecho, por muy niño que sea. Es lo que dan a entender las personas con quienes llevo todo el día conferenciando. Que por cierto, Alatriste, con el oro que hoy he derrochado en tu servicio, podríamos bien quedar en paz con aquel asunto de las Querquenes… Si ciertas cosas se pagaran con oro.

Álvaro Luis Gonzaga de la Marca y Álvarez de Sidonia, conde de Guadalmedina, grande de España, confidente del Rey nuestro señor, admirado por las damas de la Corte y envidiado por no pocos gentiles hombres de la mejor sangre, le dirigió a Diego Alatriste una mirada cómplice, de amistad sincera, que nadie hubiera creído posible entre un hombre de su calidad y un oscuro soldado que, lejos de Flandes y de Nápoles, se ganaba la vida como espadachín a sueldo.

– ¿Tiene vuestra merced lo que le pedí? -preguntó Alatriste.

Se ensanchó la sonrisa del conde.

– Lo tengo -había dejado la pipa a un lado, sacando de su jubón un pequeño paquete que entregó al capitán-. Helo aquí.

Otro menos íntimo que Don Francisco de Quevedo habríase sorprendido de la familiaridad entre el aristócrata y el veterano. Era notorio que Guadalmedina había recurrido más de una vez al acero de Diego Alatriste para solventar asuntos que requerían buena mano y pocos escrúpulos, como la muerte del marquesito de Soto y algún otro lance al uso. Pero ello no significaba que quien pagare contrajese obligación con el contratado; y mucho menos que un grande de España, que además tenía posición en la Corte, anduviese de correveidile en asuntos de Inquisición, por cuenta de un Don nadie cuya espada podía comprar con sólo sacudir la bolsa. Pero, como bien sabía el señor de Quevedo, entre Diego Alatriste y Álvaro de la Marca había algo más que turbios negocios resueltos en común. Casi diez años atrás, siendo Guadalmedina un boquirrubio que acompañaba a las galeras de los virreyes de Nápoles y Sicilia en la jornada desastrosa de las Querquenes, habíase visto apurado cuando los moros cayeron sobre las tropas del Rey católico mientras vadeaban el lago. El duque de Nocera, con quien iba Don Álvaro, había recibido cinco terribles heridas; y de todas partes acudían alarbes con alfanjes, picas y mucho tiro de arcabuz. De manera que a poco todo fue mortandad para los españoles, que terminaron peleando no ya por el Rey sino por sus vidas, matando para no morir, en una espantosa retirada con el agua por la cintura. Aquello, según contaba Guadalmedina, era ya cuestión de cenar con Cristo o en Constantinopla. Cerróle un moro, y perdió él la espada al clavársela, de modo que el siguiente le dio dos golpes de alfanje cuando se revolvía buscando su daga en el agua. Y ya veíase muerto, o esclavo -más lo primero que lo segundo- cuando unos pocos soldados que aún resistían en grupo dándose ánimos con gritos de «España, España» y cuidándose unos a otros, oyeron sus demandas de auxilio pese a la escopetada, y dos o tres se vinieron a socorrerlo chapoteando en el barro, acuchillándose muy por lo menudo con los alarbes que lo rodeaban. Uno de aquellos era un soldado de enorme mostacho y ojos claros, que tras abrirle la cara a un moro con la pica se pasó un brazo del joven Guadalmedina sobre los hombros y llevólo a rastras por el fango rojo de sangre, hasta los botes y las galeras que estaban frente a la playa. Y todavía allí hubo que reñir, con Guadalmedina desangrándose sobre la arena, entre arcabuzazos y saetas y golpes de alfanje, hasta que el soldado de los ojos claros pudo por fin meterse con él en el agua y, cargándolo a la espalda, llevarlo hasta el esquife de la última galera, mientras atrás sonaban los alaridos de los infelices que no habían logrado escapar, asesinados o hechos esclavos en la playa fatídica.

Aquellos mismos ojos claros estaban ahora frente a él, en el garito de Juan Vicuña. Y -como ocurre contadas veces, pero siempre en ánimos generosos- los años transcurridos desde la jornada sangrienta no habían hecho que Álvaro de la Marca olvidara su deuda. Que aún fue más puesta en razón cuando conoció que el soldado a quien debió la vida en las Querquenes, al que sus camaradas llamaban con respeto capitán, sin serlo, habíase batido también en Flandes bajo las banderas de su padre, el viejo conde Don Fernando de la Marca. Una deuda que, por otra parte, Diego Alatriste nunca hacía valer sino en casos extremos; como había ocurrido en la reciente aventura de los dos ingleses, y ahora que andaba mi vida de por medio.

– Volviendo a nuestro Íñigo -prosiguió Guadalmedina-. Si no testifica contra ti, Alatriste, la cosa se detiene ahí. Pero él sí está detenido, y al parecer cuentan con testimonios graves. Eso lo convierte en reo de la Inquisición.

– ¿Qué pueden hacerle?

– Pueden hacerle de todo. A la moza la van a quemar, tan fijo como que Cristo es Dios. En cuanto a él, depende. Igual sale librado con unos años de prisión, doscientos azotes, un encorozamiento o qué sé yo. Pero riesgo de hoguera, haylo.

– ¿Y qué pasa con Olivares? -preguntó Don Francisco.

Guadalmedina hizo un gesto vago. Había vuelto a coger la pipa de barro y chupaba de ella, entornando los ojos entre el humo.

– Ha recibido el mensaje y verá el asunto, aunque no debemos esperar mucho de él… Si tiene algo que decir, nos lo hará saber.

– Pardiez, que no es gran cosa -apuntó Don Francisco, malhumorado.

Guadalmedina miró al poeta frunciendo un poco el ceño.

– El privado de Su Majestad tiene otros negocios que atender.

Lo dijo en tono algo seco. Álvaro de la Marca admiraba el talento del señor de Quevedo, y lo estimaba como íntimo del capitán y por gozar entrambos de amigos comunes -habían coincidido además en Nápoles, con el duque de Osuna-. Pero el aristócrata era también poeta en ratos perdidos, y le escocía que el señor de la Torre de Juan Abad no apreciara sus versos. Y más cuando, para congraciarse, habíale dedicado una octava que era de las mejores salidas de su pluma; aquella bien conocida que empezaba:


Al buen Roque en sufrido claudicante…


El capitán no les prestaba atención, ocupado en desenvolver el paquete que había traído el aristócrata. Álvaro de la Marca dio más chupadas a la pipa sin quitarle ojo.

– Ve con mucho tiento, Alatriste -dijo al cabo.

Éste no respondió; miraba con atención los objetos de Guadalmedina. Sobre la arrugada manta del jergón había un plano y dos llaves.

Hervía la olla del Prado. Era la rúa del atardecer, y los carruajes que venían desde la puerta de Guadalajara y la calle Mayor demorábanse entre las fuentes y bajo las alamedas, mientras el sol poniente rozaba ya los tejados de Madrid. Entre la esquina de la calle de Alcalá y la desembocadura de la carrera de San Jerónimo todo era un ir y venir de coches cubiertos y descubiertos, jinetes al estribo de las damas, tocas blancas de dueñas, mandiles de criadas, escuderos, vendedores con agua del Caño Dorado y aloja, mujeres que pregonaban fruta, pucherillos de nata, vidrios de conserva y golosinas.

Como grande de España, con fuero de estar cubierto ante el Rey nuestro señor, el conde de Guadalmedina tenía derecho a usar un coche de cuatro mulas -el tiro de seis quedaba reservado a Su Majestad-; más para la ocasión, que requería discreto aparato, había elegido en sus cocheras un modesto carruaje sin divisa a la vista, con dos razonables mulas grises y cochero sin librea. Era, sin embargo, lo bastante amplio para que él mismo, Don Francisco de Quevedo y el capitán Alatriste pudieran acomodarse con espacio de sobra y aguardar, Prado arriba y Prado abajo, la cita concertada. Pasaban, por tanto, inadvertidos entre las docenas de coches que se movían despacio en aquella hora crepuscular en que el Madrid elegante se esparcía en las proximidades del convento de los Jerónimos, con canónigos graves que paseaban abriendo el apetito para la cena, estudiantes tan ricos de ingenio como pobres de maravedís, comerciantes o artesanos con espada al cinto y apellidándose de hidalgos, y sobre todo mucho galán templando terceras -y no me refiero precisamente a cuerdas de guitarra-, muchas manos blancas abrochando y desabrochando cortinillas de carruaje, y mucha dama tapada o sin tapar, descubriendo, fuera del estribo y como al descuido de la basquiña, media vara de seductor guardainfante. A medida que fueran languideciendo los restos del día, el Prado se iría llenando de sombras; y, retirada la gente de respeto, camparían por el lugar tusonas, caballeros en busca de aventuras y pícaros en general, tornándose el lugar escenario de lances, citas galantes y encuentros furtivos bajo los álamos. Todo eso se preñaba ahora con disimulo y muy buenas maneras, cambiándose billetes de coche a coche entre miradas, golpes de abanico, insinuaciones y promesas. Y algunos de los más respetables caballeros y damas que allí se cruzaban sin aire de conocerse, iban a dar en amorosos apartes en cuanto se pusiera el sol, aprovechando la intimidad del coche, o el resguardo de una de las fuentes de piedra que adornaban el paseo, para hacer buena presa. Y no eran inusuales las consabidas cuchilladas, en que lo mismo andaban enamorados, amantes celosos, o maridos que se topaban con especias ajenas en la olla. Sobre este último género había escrito el difunto conde de Villamediana -a quien por lenguaraz habíanle reventado las asaduras de un ballestazo en plena rúa de la calle Mayor- aquellos celebrados versos:

Llego a Madrid y no conozco el Prado,

y no lo desconozco por olvido,

sino porque me consta que es pisado

por muchos que debiera serpacido.

Álvaro de la Marca, que era rico, soltero y habitual de Prado y calle Mayor, y por tanto de los que hacían en Madrid cornudos en reatas de a doce, andaba aquel atardecer en otro registro. Vestido con discreto traje de paño tan gris como su cochero y sus mulas, procuraba no llamar la atención; hasta el punto de que, atisbando por las cortinillas entornadas, retiróse con presteza al paso de un coche descubierto donde iban damas con guarnición copiosa de pasamanos de plata, seda y abanillos de Nápoles, a las que no le interesaba saludar y de las que, sin duda, era conocido más de lo conveniente. En la otra ventanilla, Don Francisco de Quevedo estaba también al acecho tras su cortina a medio cerrar. Diego Alatriste venía entre ambos, estiradas las piernas cubiertas por sus altas botas de cuero, mecido por el suave balanceo del coche y silencioso como de costumbre. Los tres llevaban la espada entre las rodillas y puesto el sombrero.

– Ahí está -dijo Guadalmedina.

Quevedo y Alatriste se inclinaron un poco hacia el lado del conde, para echar un vistazo. Un carruaje negro parecido al suyo, sin divisa en la portezuela y con las cortinas echadas, acababa de pasar la Torrecilla y se adentraba en el paseo. El auriga vestía de pardo, con una pluma blanca y otra verde en el sombrero.

Guadalmedina abrió la trampilla y dio instrucciones a su cochero, que sacudió las riendas para ponerse al paso del otro. Anduvieron así corto trecho hasta que el primer carruaje se detuvo en un rincón discreto, bajo las ramas de un viejo castaño junto a las que corría el agua de una fuente rematada por delfín de piedra. Detúvose el segundo coche a su lado. Abrió la puerta Guadalmedina, y descendió al estrecho espacio que quedaba entre ambos. Lo mismo hicieron Alatriste y Quevedo, quitándose los sombreros. Y al descorrerse la cortinilla apareció un rostro sanguíneo y firme, endurecido por ojos oscuros, inteligentes, barba y mostacho feroces, una cabeza grande sobre hombros poderosos, y el dibujo de una roja cruz de Calatrava. Aquellos hombros soportaban el peso de la monarquía más vasta de la tierra, y pertenecían a Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, privado de nuestro señor Don Felipe IV, Rey de las Españas.

– No esperaba volver a veros tan pronto, capitán Alatriste. Os hacía camino de Flandes.

– Ésa era mi intención, Excelencia. Pero se cruzó un asunto.

– Ya veo… ¿Os han dicho alguna vez que poseéis una rara habilidad para complicaros la vida?

Era un diálogo insólito, habida cuenta que lo mantenían el privado del Rey de España y un oscuro espadachín. En el estrecho espacio que mediaba entre los dos coches, Guadalmedina y Quevedo escuchaban en silencio. El Conde de Olivares había intercambiado con ellos saludos convencionales, y ahora se dirigía al capitán Alatriste con una atención casi cortés que atenuaba la altivez de su gesto adusto. No era usual tamaña deferencia en el valido, y el hecho no escapaba a nadie.

– Una habilidad asombrosa -repitió Olivares, como para sí.

Guardóse el capitán de comentarios y permaneció quieto, descubierto y con un respeto no exento de aplomo, junto al estribo del carruaje. Tras dedicarle una última ojeada, se dirigió el privado a Guadalmedina:

– Sobre el particular que nos ocupa -dijo-, sabed que no hay nada que hacer. Agradezco vuestras informaciones, más nada puedo ofreceros a cambio. En materia de Santo Oficio, ni siquiera el Rey nuestro señor interviene -hizo un gesto con la mano fuerte y ancha, anudada con poderosas venas-… Aunque, por supuesto, ése no sea negocio con el que podamos molestar a Su Majestad.

Álvaro de la Marca miró a Alatriste, que permanecía impasible, y volvióse luego hacia Olivares.

– ¿Ninguna salida, entonces?

– Ninguna. Y siento no ayudaros -había un punto de sinceridad condescendiente en el tono del privado-. En especial porque el tiro que ha sido dirigido a nuestro capitán Alatriste también me era cercano. Pero así son las cosas.

Guadalmedina inclinó la frente, que pese al título de grande de España también mantenía ahora descubierta ante Olivares. Álvaro de la Marca era cortesano, y sabía que cualquier toma y daca en la Corte contaba con límites. Para él ya era un triunfo que el hombre más poderoso de la monarquía concediera un minuto de su tiempo. Y aun así, insistió:

– ¿Van a quemar al mozo, Excelencia?

El valido se arreglaba las puntas flamencas que asomaban por los puños de su jubón trencillado de verde muy oscuro, sin joyas ni adornos, tan austero como las vigentes pragmáticas contra el lujo que él mismo había hecho firmar al Rey.

– Mucho me temo que sí -dijo desapasionadamente-. Y a la moza. Y pueden darse gracias de que no tengan a nadie más que llevar al brasero.

– ¿Qué tiempo nos queda?

– Poco. Según mis noticias se están acelerando los pormenores del proceso, y puede haber plaza Mayor de aquí a un par de semanas. En el estado actual de mi relación con el Santo Oficio, eso apuntará un lindo tanto a su favor -movió la poderosa cabeza, asentada sobre una golilla almidonada que apresaba el cuello robusto, sanguíneo-… No me perdonan lo de los genoveses.

Sonrió apenas, melancólico, entre la negra barba del mentón y el feroz bigote, y alzó levemente la mano enorme. Aquello era dar por concluido el asunto, y Guadalmedina hizo otra breve inclinación de cabeza, lo justo para ser político sin menoscabo de la honra.

– Vuestra Excelencia ha sido muy generoso con su tiempo. Estamos profundamente agradecidos, y en deuda con Su Grandeza.

– Ya os pasaré la factura, Don Álvaro. Mi Grandeza nunca hace las cosas gratis -el valido se volvió a Don Francisco, que oficiaba de convidado de piedra-… En cuanto a vos, señor de Quevedo, espero que esto mejore nuestras relaciones. No me irían nada mal un par de sonetos alabando mi política en Flandes, de esos anónimos pero que todo el mundo sabe son escritos por vuestra merced. Y un poema oportuno sobre la necesidad de reducir a la mitad el valor de la moneda de vellón… Algo en la línea de aquellos versos que tuvisteis la bondad de dedicarme el otro día:

Que la cortés estrella que os inclina

a privar, sin intento y sin venganza,

milagro que a la envidia desatina…

Don Francisco miró de soslayo a sus acompañantes, incómodo. Tras su larga y penosa caída en desgracia, que empezaba por fin a remontar con buenos augurios, el poeta pretendía recuperar la posición perdida en la Corte, saliendo de pleitos y reveses de fortuna. El asunto del convento de las Benitas llegaba en inoportuno momento para él; y decía mucho en favor de su hombría de bien que, por una antigua deuda de honor y amistad, pusiera en peligro su actual buena estrella. Odiado y temido por su acerba pluma y su extraordinario ingenio, en los últimos tiempos Quevedo procuraba no mostrarse hostil al poder; y eso lo llevaba a compaginar el elogio con su acostumbrada visión pesimista y los accesos de malhumor. Humano a fin de cuentas, escasamente inclinado a volver al destierro, y dispuesto a rehacer un poco su menguada hacienda, el gran satírico procuraba morder el freno, por miedo a estropearlo todo, Además, entonces aún creía sinceramente, como muchos otros, que Olivares podía ser el cirujano de hierro necesario para el viejo y enfermo león hispano. Más hemos de consignar, en honor del amigo de Alatriste, que incluso en esos tiempos de bonanza escribió una comedia, «Cómo ha de ser el privado», que no dejaba en absoluto bien parada la creciente privanza del futuro conde-duque. Y aquella amistad cogida con alfileres, a pesar de los intentos de Olivares y otros poderosos de la Corte por atraerse al poeta, terminaría rompiéndose años más tarde; dicen las lenguas ociosas que con el famoso memorial de la servilleta, aunque yo tengo para mí que fue cosa de más enjundia la que los convirtió en enemigos mortales, despertó la cólera del Rey nuestro señor, y fue causa de la prisión de Don Francisco, ya viejo y enfermo, en San Marcos de León. Eso ocurrió más adelante, llegado el tiempo en que, trocada la monarquía en máquina insaciable de devorar impuestos, sin dar a cambio al esquilmado pueblo más que desastres bélicos y desaciertos políticos, Cataluña y Portugal se alzaron en armas, el francés -como de costumbre- quiso sacar tajada, y España se sumió en la guerra civil, la ruina y la vergüenza. Pero a tan sombríos tiempos me referiré en su momento. Lo que ahora interesa referir es que ese atardecer, en el Prado, el poeta asintió adusto, pero comedido y casi cortés:

– Consultaré a las musas, Excelencia. Y se hará lo que se pueda.

Olivares movió la cabeza, el aire satisfecho de antemano.

– No me cabe duda -su tono era el de quien no considera ni por lo más remoto otra posibilidad-. En cuanto a vuestro pleito por los ocho mil cuatrocientos reales del duque de Osuna, ya sabéis que las cosas de palacio van despacio… Todo se andará. Pasad a verme un día y platicaremos despacio. Y no olvidéis mi poema.

Saludó Quevedo, no sin volver a mirar de reojo a sus acompañantes con cierto embarazo. Observaba en especial a Guadalmedina, acechando en él cualquier signo burlón; pero Álvaro de la Marca era cortesano avezado, conocía las dotes de espadachín del satírico, y mantenía la prudente actitud de quien nada oye. Volvióse el privado hacia Diego Alatriste.

– En cuanto a vos, señor capitán, siento no poder ayudaros -el tono, aunque de nuevo distante como correspondía a la posición de cada cual, era amable-. Confieso que, por alguna razón extraña que tal vez vos y yo conozcamos, siento una curiosa debilidad por vuestra persona… Eso, aparte la solicitud de mi querido amigo Don Álvaro, me lleva a concederos este encuentro. Pero sabed que, cuanto más poder se alcanza, más limitada es la ocasión de ejercerlo.

Alatriste tenía el sombrero en una mano y la otra en el pomo de la espada.

– Con todo respeto, vuecelencia puede salvar a ese mozo con sólo una palabra.

– Supongo que sí. Bastaría, en efecto, una orden firmada de mi puño y letra. Pero no es tan fácil. Eso, verbigracia, me pondría en la necesidad de hacer otras concesiones a cambio. Y en mi oficio, las concesiones deben administrarse muy por lo menudo. Vuestro joven amigo alcanza poco peso en la balanza, en relación con otras gravosas cargas que Dios y el Rey nuestro señor han tenido a bien poner en mis manos. Así que no me queda sino desearos suerte.

Terminó con una mirada inapelable que daba por zanjado el asunto. Pero Alatriste la sostuvo sin pestañear.

– Excelencia, no tengo más que una hoja de servicios que a nadie importa un ochavo, y la espada de la que vivo -el capitán hablaba muy despacio, cual sí más que dirigirse al primer ministro de dos mundos se limitara a reflexionar en voz alta-… Tampoco soy hombre de mucha parola ni recursos. Pero van a quemar a un mozo inocente, cuyo padre, que era camarada mío, murió luchando en esas guerras que son tan del Rey como vuestras. Quizá ni yo, ni Lope Balboa, ni su hijo, pesemos en esa balanza que vuecelencia tiene a bien mencionar. Pero nunca sabe nadie las vueltas que da la vida; ni si un día no serán cinco cuartas de buen acero más provechosas que todos los papeles y todos los escribanos y todos los sellos reales del mundo… Si ayudáis al huérfano de uno de vuestros soldados, os doy mi palabra de que tal día podréis contar conmigo.

Ni Quevedo, ni Guadalmedina, ni nadie, habían oído nunca pronunciar tantas palabras seguidas a Diego Alatriste. Y el privado lo escuchaba impenetrable, inmóvil, con sólo un brillo atento en sus sagaces ojos oscuros. El capitán hablaba con un respeto melancólico, no exento de firmeza, que tal vez hubiera parecido algo rudo de no mediar su mirada serena, el tono tranquilo sin un ápice de jactancia. Parecía limitarse a enunciar un hecho objetivo.

– No sé si hasta cinco, hasta siete o hasta diez -insistió-… Pero podréis contar conmigo.

Hubo un larguísimo silencio. Olivares, que estaba a punto de cerrar la portezuela para dar por concluida la entrevista, se detuvo. El hombre más poderoso de Europa, a quien bastaba un gesto para mover galeones cargados de oro y plata y ejércitos de punta a punta de los mapas, miró fijamente al oscuro soldado de Flandes. Bajo su terrible mostacho negro, el valido parecía sonreír.

– Pardiez -dijo.

Mirólo durante lo que pareció una eternidad. Y luego, muy despacio, tomando papel de un cartapacio forrado en tafilete, el valido escribió con un lápiz de plomo cuatro palabras: Alquézar Huesca. Libro Verde. Leyó después lo escrito varias veces, pensativo, y por fin, tan lentamente como si hasta el último momento considerase una duda, terminó por entregárselo a Diego Alatriste.

– Tenéis mucha razón, capitán -murmuró, aún reflexivo, antes de echarle un vistazo a la espada en cuya empuñadura Alatriste mantenía apoyada la siniestra-. En realidad nunca se sabe.

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