Al día siguiente vime en misa con Diego Alatriste y el señor de Quevedo. Materia ésta, por cierto, maravillosa; pues si bien Don Francisco, tanto por su sangre montañesa como por imperativo del hábito de Santiago, tenía muy a punto de honra cumplir los preceptos de la Iglesia, el capitán no era dado en absoluto a dóminus ni a vobiscum. Más consignaré que, pese a jurar como juraba, moderadamente, con reniegos y por vidas propios de su viejo oficio, nunca en los años que pasé junto a él oíle una palabra en contra de la religión; ni siquiera cuando en la taberna del Turco las discusiones de sus amigos con el Dómine Pérez tocaban puntos de controversia con el clero de por medio, y no quedaba refrán con vida. Alatriste no practicaba puntualmente los ritos de la Iglesia, pero respetaba tonsuras, sotanas y tocas monjiles del mismo modo que respetaba la autoridad y la persona del Rey nuestro señor: por disciplina de soldado, o quizá por aquella estoica indiferencia que parecía gobernar sus humores y carácter. Contaré en pormenor que, aunque iba poco a misa, a mí me obligó siempre a cumplir con Dios mientras fui mozo; bien acompañando a Caridad la Lebrijana los domingos y fiestas de guardar -como todas las mujeres que han sido putas, la Lebrijana era en extremo piadosa-, bien con los buenos oficios del Dómine Pérez; que dos días a la semana, a instancias de Alatriste, me enseñaba gramática, un poco de latín y los conocimientos necesarios de catecismo e Historia Sagrada para que, decía el capitán, nadie pudiera confundirme con un turco ni con un maldito hereje.
Así de contradictorio era él. No mucho tiempo después, en Flandes, tuve ocasión de verlo inclinada la cabeza y rodilla en tierra, cuando los tercios se disponían a entrar en combate y los capellanes recorrían las filas bendiciéndonos a todos; y nunca lo hacía por aparentar piedad, sino por respeto a los camaradas que iban a morir creyendo en la eficacia de todo aquello. Porque al Dios de Alatriste ni se lo aplacaba con laudes ni se lo ofendía con juramentos. Era un ser poderoso e impasible, que no movía los títeres de ese retablillo suyo que es el mundo, sino que se limitaba a observarlos. Como mucho era el que, con juicio incomprensible para los actores de la humana comedia -por no decir mojiganga de matachines-, manejaba la tramoya, haciendo abrirse malignos escotillones o girar improvisados bofetones, poniéndote unas veces en tremendos bretes y sacándote otras de las situaciones más adversas. Bien podría ser ese distante primer motor, o remota causa de causas, que una vez oímos mencionar al Dómine Pérez cuando, cierta tarde en que se le fue un poco la mano con el vino dulce, intentó explicar a sus tertulianos las cinco pruebas de Santo Tomás. Pero en lo que se refiere al capitán, su interpretación del asunto estaba, posiblemente, más cerca de eso que los romanos, si no me engaña el latín que aprendí del propio Dómine, llamaba fatum. Recuerdo la expresión impávida y taciturna de Alatriste cuando la artillería enemiga abría claros en nuestros cuadros, y alrededor los compañeros se persignaban encomendándose a Cristo y a la Santísima Virgen, y de pronto les oías recordar oraciones que habían aprendido de pequeños; y él murmuraba amen al tiempo que ellos, para que no se sintieran tan solos cuando caían al suelo y morían. Pero sus ojos claros y fríos estaban atentos a las ondulantes filas de la caballería enemiga, al tiro de mosquetería que llegaba del terraplén de un dique, a las bombas humeantes que zigzagueaban en el suelo antes de estallar en un relámpago que dejaba bien servido al diablo. Y ese amen no lo comprometía a nada, como podía leerse en su mirada absorta, en su perfil aguileño de soldado viejo, atento sólo al monótono redoble del tambor en el centro del Tercio, redoble tan lento e impasible como el paso tranquilo de la infantería española y al latido sereno de su corazón. Porque a su Dios el capitán Alatriste podía servirlo como a su Rey: no tenía por qué amarlo, ni admirarlo siquiera. Más por ser quien era, le otorgaba su respeto y lo acataba. Una vez lo vi pelear por una bandera y por el cadáver de nuestro maestre de campo Don Pedro de la Daga, cierto día que nos dimos un hartazgo de estocadas y metralla junto al río Merck, cerca de Breda. Y sé, aunque por aquel cuerpo muerto y cosido a mosquetazos estuvo a punto de dejar su piel, y de rebote la mía, que tanto Don Pedro de la Daga como la bandera se le daban un ardite. Eso era lo desconcertante del capitán: podía mostrar respeto hacia un Dios que le era indiferente, batirse por una causa en la que no creía, emborracharse con un enemigo, o morir por un maestre de campo o un Rey a los que despreciaba.
Fuimos a misa, digo, aunque el móvil distara de ser piadoso. La iglesia, como sin duda habrán maliciado vuestras mercedes, era la del convento de las Adoratrices Benitas, cercano a Palacio y casi frontero al de la Encarnación, junto a la plazuela del mismo nombre. La misa de ocho de las Benitas estaba de moda, pues acudía allí a sus devociones doña Teresa de Guzmán, legítima del conde de Olivares; y además el capellán, Don Juan Coroado, tenía fama de clérigo de gentil talle ante el altar y buen verbo en el púlpito. De modo que el lugar se veía frecuentado no sólo por beatas, sino también por damas de calidad que acudían al reclamo de la condesa de Olivares o del capellán, y por otras que, sin tener calidad, la pretendían. Hasta tusonas y comediantas de tronío -tan piadosas en materia de preceptos como la que más-, se dejaban caer por allí con la devoción de rigor, caríazogadas de afeites bajo los pliegues del manto de humo o la mantilla, todas encajes, puntas y picadillos de Lorena y Provenza, que los de Flandes quedaban para damas de más fuste. Y como, de calidad o sin ella, donde menudean damas acuden más varones que liendres al jubón de un arriero, la famosa misa de ocho ponía la pequeña iglesia de bote en bote, con las madamas unas orando y otras lanzando dardos de Cupido por encima del abanico, los galanes al acecho tras las columnas o junto a la pila para darles agua bendita, y los mendigos en las gradas de la puerta, exhibiendo llagas, pústulas y supuestas mutilaciones de Flandes, y hasta de Lepanto, riñendo para conseguir los mejores sitios a la salida de misa y dispuestos a increpar, con muchos fueros, a los señores que se daban aires pero no aflojaban de la mosca un triste cobre.
Nos situamos los tres cerca de la puerta, en un lugar desde el que podían avizorarse tanto la nave de la iglesia, en ese momento atestada de gente -y tan estrecha que a poco más, en vez de crucificado, al Cristo del altar mayor hubieran tenido que representarlo ahorcado-, como el coro y la reja que comunicaba el lugar con el convento. Vi que el capitán, sombrero en mano y capa al brazo, estudiaba muy por lo menudo el lugar; del mismo modo que, llegando a la iglesia, sus ojos atentos habían registrado todos los detalles de la fachada del convento y las tapias del jardín. Andaba la misa por el evangelio, y cuando el oficiante se volvió a los feligreses tuve ocasión de verle el rostro al famoso capellán Coroado, que decía sus latines con buena parola y fineza, y mucho aplomo. Parecía hombre favorecido, gallardo bajo la casulla, y sus cabellos tonsurados en el colodrillo, al uso clerical, eran negros y fuertes. Los ojos se veían, oscuros, penetrantes; sin que fuera extraño imaginar su efecto entre las hijas de Eva, en especial tratándose de monjas cuya regla cercenaba todo contacto con el siglo, o sea, con el mundo y con el sexo opuesto. Incapaz de considerar su persona sin cuanto sabía de él y del convento donde hacía de su sotana un sayo, excuso referir el malestar y la indignación que me produjeron sus movimientos pausados y la fatua unción con que celebraba el sacrificio de Cristo. Maravillóme que nadie entre el público le gritara sacrílego e hipócrita, y no vislumbrar a mi alrededor más que expresiones devotas e incluso admiración en los ojos de muchas mujeres. Pero así son las cosas de la vida, y aquélla fue sólo una de las primeras veces, entre no pocas, que hube lección provechosa de cuánto suelen las apariencias imponerse a la verdad, y cómo gente en extremo ruin disimula sus vicios bajo máscaras de piedad, honor o decencia. Y que denunciar a los malvados sin pruebas, atacarlos sin armas, confiar a ciegas en la razón o en la justicia, es a menudo el mejor camino para encontrar la propia perdición, mientras los bergantes que se abroquelan de influencias o dineros siguen a salvo. Pues otra lección que aprendí temprano es que resulta muy gran yerro ajustar nuestras fuerzas con las de los poderosos, con quienes lléganos más cierto el perder que el ganar. Mejor es aguardar sin prisas y sin aspavientos, hasta que el tiempo o el azar nos pongan al adversario a tiro de daga: lance que en España -aquí todos subimos y bajamos tarde o temprano por la misma escalera-, resulta regular y hasta muy cierto y obligado. Y si no, paciencia; que a fin de cuentas Dios tiene la última palabra, y él baraja sus naipes y los de todos.
– Segunda capilla a la izquierda -susurró Don Francisco-. Tras la reja.
El capitán Alatriste, que miraba el altar, se mantuvo así un momento y luego volvióse un poco para observar en la dirección sugerida por el poeta. Yo también seguí su mirada hasta la capilla que comunicaba la iglesia con el convento, donde las tocas negras y blancas de monjas y novicias se vislumbraban tras la espesa celosía de hierro, a la que el aparente rigor del claustro añadía aguzados clavos para impedir que hombre alguno, desde el exterior, se acercase más de lo conveniente. Eso era nuestra España: mucho rigor y ceremonia, mucho clavo preventivo, mucha reja y mucha fachada -en plenos desastres en Europa, las cortes de Castilla discutían sobre el dogma de la Inmaculada Concepción-, mientras los clérigos apicarados, las monjas sin vocación, los funcionarios, los jueces, los nobles y todo hijo de vecino cardaban la lana bajo cuerda, y la nación dueña de dos mundos no era sino patio de Monipodio, ocasión para el medro y la envidia, paraíso de alcahuetes y fariseos, zurcido de honras, dinero que compraba conciencias, mucha hambre y mucha bellaquería para remediarla.
– ¿Cómo lo veis, capitán?
El poeta había hablado en voz muy baja, entre dientes, aprovechando el momento en que los asistentes empezaban a rezar el Credo. Tenía en una mano el sombrero y la otra en el pomo de la espada, y miraba ante si con recogimiento, el aire equívocamente abstraído, cual si estuviese atento a la liturgia.
– Difícil -respondió Alatriste.
El suspiro profundo del poeta se confundió con el Deum de Deo, lumen de lumíne, Deum verum de Deo vero que rezaban a coro los feligreses. Un poco más lejos, al resguardo de una columna e intentando pasar tan inadvertido entre la mucha gente como ladrón en corro de escribanos, vi al hijo mayor de Don Vicente de la Cruz, el mismo que me había descubierto a causa del gato traidor cuando yo escuchaba de tapadillo. Estaba medio embozado y miraba la reja de las monjas. Me pregunté si Elvira de la Cruz estaría allí, y si podría ver a su hermano. La novelería natural en un mozo de mis pocos años se disparó tras la imagen de aquella joven a la que no conocía, pero a la que imaginé bella, prisionera, atormentada, esperando la liberación. Debían de hacérsele interminables las horas en su celda, a la espera de una señal, un mensaje, un billete anunciándole que estuviese prevenida para escapar. Empujado por mi imaginación, que se desbordaba por momentos y hacíame sentir cual héroe de libro de caballerías -al fin y al cabo el azar me había convertido en parte de la empresa-, forcé la vista intentando distinguirla tras los hierros que la encarcelaban del mundo; y a poco me pareció ver una mano blanca, apenas unos dedos apoyados un instante entre barrotes. Así estuve largo rato suspenso y con la boca abierta, atento a si veía aparecer de nuevo la mano; hasta que sentí en mi cogote un disimulado pescozón del capitán Alatriste. Entonces, precavido a mi pesar, volví a mirar al frente con toda la circunspección del mundo. Y cuando el oficiante se volvió a nosotros para decir Dominus vobiscum, miré sin pestañear su rostro hipócrita y respondí Et cum spiritu tuo con una devoción y una piedad tan aparentes que hubieran hecho feliz, de poder verme y oírme, a mi buena y pobre madre.
Salimos con el ite misa est, y en la calle había un sol espléndido que avivaba los colores de los geranios y las alcaraveas que las monjas de la Encarnación tenían en sus ventanas, al otro lado de la calle. Don Francisco se retrasó un poco, pues conocía a todo el mundo en la Corte -era tan popular de amigos como de enemigos-, y se entretuvo de parla con unas damas y sus acompañantes, echándonos miradas por entre ellos al capitán y a mí, que íbamos a lo largo de la tapia del huerto de las Benitas. Observé que el capitán prestaba especial atención a una puertecilla cerrada desde dentro, y también a la pared de ladrillo y a los diez pies de altura que alcanzaba ésta, así como a cierto guardacantón que, en la esquina, hacía posible que alguien con la agilidad adecuada pudiera encaramarse a lo alto. Y vi que sus ojos perspicaces estudiaban la puertecita como habituados a buscar brechas en murallas enemigas. Pareció interesarle en extremo, pues hizo aquel ademán tan suyo de pasarse dos dedos por el mostacho; gesto que traslucía en él, por lo general, o reflexión o talante de meter mano a la blanca cuando alguien empezaba a amostazarle la paciencia. En esas estábamos cuando nos adelantó el hijo mayor de Don Vicente de la Cruz, bien calado el fieltro, sin hacernos el menor gesto de reconocimiento; pero observé, por su modo de caminar y de volverse con cautela, que también él tomaba medidas a la tapia de las Benitas.
En ese momento ocurrió un pequeño incidente, que refiero porque no supone ejemplo baladí del talante de Diego Alatriste. Nos habíamos detenido un poco, fingiendo el capitán que se arreglaba algo en el cinto, para ver de cerca el cerrojo de la puerta; y en ésas nos alcanzó gente que también salía de misa, un par de pisaverdes que acompañaban a dos damas algo ordinarias pero hermosas. Uno de ellos, jubón de terciopelo con mangas acuchilladas, todo lazos, cintas y toquilla con hilo de plata en el sombrero, tropezó conmigo y me apartó luego con malos modos, llamándome bellaco. Un par de años más tarde, aquel desafuero le hubiera costado al fulano, por muy galán que anduviese, una buena mojada en la ingle con la daga que yo aún no cargaba encima por mis pocos años; aunque pronto, en Flandes, empezaría a llevarla como si tal cosa. Pero en ese tiempo yo seguía siendo demasiado mozo, y las afrentas no tenía otra que comérmelas sin aderezos y sin remedio, salvo que el capitán Alatriste decidiera ocuparse de mi honra. Ése fue el caso; y debo decir que aquello dióme que discurrir sobre cómo, a pesar de sus modales a menudo hoscos y sus silencios, el capitán me apreciaba de veras. Y si me lo disimulan vuestras mercedes, diré que algún motivo debía de tener, pardiez, después de ciertos pistoletazos que yo había disparado por él poco tiempo atrás, en el portillo de las Ánimas.
El caso es que, cuando oyó al lindo afrentarme con tan escasa política, el capitán volvióse despacio, muy sereno, con aquella calma glacial que quienes lo conocían bien consideraban pregón de que eran aconsejables tres pasos atrás y precaver la herreruza.
– Vive Dios, Íñigo -el capitán parecía dirigirse a mi, aunque miraba muy por lo fijo al caballero-, que sin duda este gentilhombre te confunde con algún perillán que él conoce.
Yo no dije palabra alguna, pues resultaba evidente el caso. Por su parte, al sentirse interpelado, el pisaverde se había detenido con sus acompañantes. Era de esos que utilizan la propia sombra a modo de espejo. El vive Dios del capitán le había hecho apoyar una mano blanca, con grueso anillo de oro y brillantes, en la guarnición de la espada; y el evidente repuntín del gentilhombre, tamborilear con los dedos sobre ésta. Su mirada arrogante recorría de arriba abajo a Diego Alatriste, y debo decir que cuando terminó la inspección, tras observar la espada con la cazoleta marcada de arañazos de acero, las cicatrices del rostro y los ojos fríos bajo la ancha falda del sombrero, la firmeza de aquella mirada no era la misma que al comienzo.
– ¿Y qué pasa -repuso aun así, desabrido- si no me confundo con nadie y ando cierto en lo que digo?
La respuesta había sonado firme, lo que decía algo en favor del caballero; aunque no se me escapó cierta vacilación final, con una rápida ojeada del lindo a su acompañante y a las dos damas. En aquel tiempo, un hombre podía perfectamente hacerse matar por su reputación, y todo se disculpaba menos la cobardía y la deshonra. A fin de cuentas, y en última instancia, el honor se suponía patrimonio exclusivo del hidalgo; y el hidalgo, a diferencia del pechero que soportaba todos los tributos y cargas, ni trabajaba ni pagaba tasas a la hacienda real. El famoso honor de las comedias de Lope, Tirso y Calderón, solía referirse a la tradición caballeresca de otros siglos, y lo que en verdad menudeaban eran los pícaros y truhanes de toda laya. De modo que, tras aquellas hipérboles del honor y la deshonra, lo que se disimulaba era el negocio, nada ligero por cierto, de vivir sin dar golpe ni pagar impuestos.
Muy despacio, tomándose su tiempo, el capitán se pasó dos dedos por el bigote. Y luego, con la misma mano, sin ostentación ni exagerar el gesto, desembarazó la capa dejando libres las empuñaduras de la espada y la daga que llevaba detrás, al costado izquierdo.
– Pues pasa -dijo en voz muy mesurada- que tal vez vuestras mercedes encuentren a ese que estoy seguro confunden con otro, si se vienen a dar un paseo a la puerta de la Vega.
La puerta de la Vega, que estaba cerca de allí, era uno de los lugares extramuros donde solían solventarse a estocadas las querellas. Y además, el gesto de desembarazar sin más preámbulos toledana y vizcaína no pasó inadvertido para nadie. Como tampoco el plural vuestras mercedes, que incluía al acompañante en el baile. Las mujeres enarcaron las cejas, interesadas, pues su condición las ponía a salvo, convirtiéndolas en privilegiadas espectadoras. Por su parte, el segundo individuo -otro lindo con perilla, amplia valona de puntas y guantes de ámbar-, que había asistido al prólogo con una sonrisa despectiva, dejó de sonreír de golpe. Una cosa era ser dos y trabarse de palabras bravuconeando ante unas damas, y otra muy distinta toparse con un fulano con aire de soldado que, de buenas a primeras, sugería ahorrar trámites y despachar el negocio de inmediato y por las bravas. Aquél no era un fanfarrón de la calle de la Montera, decía el gesto del acompañante, que se precavió llegando incluso a retroceder con algún disimulo. En cuanto al lindo, en la lividez del sobrescrito se veía que pensaba exactamente lo mismo, aunque su posición era más delicada. Había hablado un poco de más, y el problema de las palabras es que, una vez echadas, no pueden volverse solas a su dueño. De modo que a veces te las vuelven en la punta de un acero.
– No fue culpa del chico -dijo el acompañante.
Había hablado muy hidalgo, con voz firme y serena; pero la conciliación era evidente. Aquello era quedarse al margen y ofrecer además una salida al amigo, dándole pie a que se ahorrase finiquitar el lance con el jubón tan acuchillado como las mangas. Vi que el lindo abría los dedos de la mano derecha y los volvía a cerrar. Dudaba. A las malas eran, pura aritmética, dos contra uno; y si hubiese descubierto el menor signo de inquietud o de pasión en Diego Alatriste tal vez habría ido adelante, en la cuesta de la Vega o allí mismo. Pero había algo en la frialdad del capitán, aquella indiferencia tan absoluta que traspasaba su inmovilidad y sus silencios, que aconsejaba siempre andársele con mucho tiento. Supe lo que pasaba por la cabeza del lindo: un hombre que desafía a pares a unos desconocidos bien herrados de aceros, o está muy seguro de sí y de su espada, o está loco. Y ninguna de las dos eventualidades era ociosa. El caballero no parecía, sin embargo, pusilánime. Confiaba en no batirse, más tampoco quería perder la faz; de modo que aún sostuvo unos instantes la mirada del capitán. Después me echó un vistazo, cual si me viera por primera vez.
– Creo que el mozo no tuvo la culpa -dijo por fin.
Las mujeres sonrieron, no sin desilusión por verse privadas del festejo, y al amigo se le vio contener un suspiro de alivio. Pero a mí ya me daba igual que el lindo se hubiera disculpado o no. Yo miraba, fascinado, el perfil del capitán Alatriste bajo el ala de su chapeo, su espeso mostacho, su mentón mal rasurado aquella mañana, sus cicatrices, sus ojos claros e inexpresivos vueltos a un vacío que sólo él podía contemplar. Después miré su raído jubón recosido, la vieja capa, la sobria valona lavada y relavada por Caridad la Lebrijana, el reflejo mate del sol en la cazoleta de la espada y en el puño de la daga que asomaba tras el cinto. Y fui consciente de un doble y magnífico privilegio: aquel hombre había sido amigo de mi padre, y ahora además era mi amigo, capaz de reñir por mí a causa de una simple palabra. O quizás en realidad hacíalo por él mismo; y las guerras del Rey, y quienes alquilaban su acero, y los amigos que lo empeñaban en empresas peligrosas, y los pisaverdes largos de lengua, y hasta yo mismo, no fuéramos sino pretextos para batirse por el mero hecho de batirse -como hubiera dicho Don Francisco de Quevedo, que ya apresuraba el paso para unirse a nosotros, olfateando querella, aunque tarde- pese a Dios y contra todo. De cualquier manera, yo habría seguido al capitán Alatriste hasta el zaguán del infierno por sólo una orden, un gesto o una sonrisa. Y estaba lejos de sospechar que era exactamente allí a donde me dirigía.
Creo haberles hablado ya de Angélica de Alquézar. Con los años, cuando fui soldado como Diego Alatriste y fui otras cosas que iremos contando en su momento, la vida puso mujeres en mi camino. No soy partidario de groseros alardes de taberna ni tampoco de nostalgias líricas; así que, pues el relato lo exige, zanjaré el asunto consignando que a cierto número amé, y que a algunas recuerdo con ternura, indiferencia o -las más veces- con una sonrisa divertida y cómplice: máximo laurel a que puede aspirar varón que sale ileso, con la bolsa poco menguada, la salud razonable y la estima intacta, de tan dulces abrazos. Dicho esto, afirmaré a vuestras mercedes que, de cuantas mujeres cruzaron sus pasos con los míos, la sobrina del secretario real Luis de Alquézar fue sin duda la más bella, la más inteligente, la más seductora y la más malvada. Objetarán quizás que mi corta edad podía hacerme influenciable en exceso -recuerden que cuando esta historia yo era un jovencito vascongado con apenas un año en la Corte, y aún no cumplidos los catorce-; pero no hay tal. Incluso más tarde, cuando fui hombre cabal y Angélica una mujer de rompe y rasga, mis sentimientos se mantuvieron intactos. Era como amar al diablo aun sabiendo que lo es. Y creo haber referido antes que por aquel entonces ya andaba enamorado de la jovencita hasta las cachas. La mía no era todavía una de esas pasiones que llegan con los años y el tiempo, cuando la carne y la sangre se mezclan con los sueños y todo toma un aspecto denso, peligroso. En la época que narro, lo mío era una suerte de arrebato singular; como asomarse a un abismo que atrae y atemoriza a la vez. Sólo más adelante -la aventura del convento y de la mujer muerta fue sólo una estación más de ese viacrucis- supe lo que encerraban los tirabuzones rubios y los ojos azules de aquella niña de once o doce años, por cuya causa halléme tantas veces a pique de perder honra y vida. Aun así la estuve amando hasta el final. E incluso ahora que Angélica de Alquézar y los demás hace mucho dejaron de existir, trocándose en fantasmas familiares de mi memoria, voto a Dios y a todos los demonios del infierno -donde seguramente ella arde ahora- que la sigo amando todavía. A veces, cuando los recuerdos afloran tanto que añoro incluso a los viejos enemigos, me encamino al lugar donde está el retrato que pintó Diego Velázquez, y permanezco horas mirándola en silencio, consciente de que nunca la llegué a conocer del todo. Pero mi viejo corazón conserva, con las cicatrices que ella le infligió, la certeza de que esa niña, la mujer que me hizo en vida cuanto mal pudo, me amó también hasta la muerte, a su manera.
Pero en aquel tiempo todo eso estaba aún por descubrir. Y la mañana en que seguí su carruaje hasta la fuente del Acero, al otro lado del Manzanares y la puente segoviana, Angélica de Alquézar continuaba siendo para mí un enigma fascinante. Ya saben vuestras mercedes que ella solía pasar por la calle de Toledo en los trayectos entre su domicilio y el Alcázar, donde asistía a la reina y las princesas como menina. La casa donde vivía era la de su tío Luis de Alquézar, una vieja mansión en la esquina de la calle de la Encomienda con la de los Embajadores, que había sido del anciano marqués de Ortígolas hasta que éste, arruinado por una conocida comedianta del corral de la Cruz que le descuartizó más cuartos que malhechores un verdugo, hubo de venderla para saldar cuentas con sus acreedores. Allí vivía mi enamorada con su tío y los criados de éste, que permanecía soltero y cuya única debilidad conocida, aparte el voraz ejercicio del poder que le facilitaba su posición en la Corte, era aquella sobrina huérfana, hija de una hermana fallecida con su marido durante el temporal que azotó en el año veintiuno a la flota de Indias.
La había visto pasar, como de costumbre, desde mi apostadero en la puerta de la taberna del Turco. A veces seguía un trecho su carruaje tirado por dos mulas, hasta la plaza Mayor o hasta las mismas losas de Palacio, donde solía volver sobre mis pasos. Todo eso por obtener la fugaz recompensa de una de sus miradas turbadoramente azules, que en ocasiones se dignaba concederme un momento antes de fijarse en algún detalle de los alrededores, o volverse a la dueña que solía acompañarla; una beatona con tocas, avinagrada, y tan roñosa y flaca como la bolsa de un estudiante; de esas de quienes podía en justicia decirse:
Es mujer de escapulario
con más botes de virtudes,
aguas yerbas y saludes
que hay en casa un boticario.
Yo, como tal vez recuerden, había cambiado ya con Angélica algunas palabras cuando la aventura de los dos ingleses; y siempre sospeché que ella, a sabiendas o no, había contribuido a tendernos la emboscada del corral del Príncipe donde en un tris estuvo de dejar la piel el capitán Alatriste. Pero nadie es por completo dueño de sus odios ni de sus amores; así que, aun con eso, aquella niña rubia seguía hechizándome. Y la intuición de que todo era un juego endiabladamente peligroso no hacía sino acicatear mi imaginación.
La seguí pues, esa mañana, por la puerta de Guadalajara y la plazuela de la Villa. Hacía un día radiante y su carruaje, en vez de continuar hacia el Alcázar, bajó a la cuesta de la Vega, internándose en la puente segoviana para cruzar aquel río cuyo escaso caudal fue siempre causa de inspiración burlesca y chacota para los poetas, y del que hasta el periculto y exquisito Don Luis de Góngora -citado sea con perdón del señor de Quevedo- llegó a escribir aquella lindeza de:
Bebióte un asno ayer, y hoy te ha meado.
Supe después que Angélica andaba esos días quebrada de color, y su médico recomendaba paseos por los sotos y alamedas próximos a la huerta del Duque y la casa de Campo, así como la famosa agua de la fuente del Acero, tan prescrita, entre otras cosas, para las damas que sufrían de opilaciones. Fuente, por cierto, glosada por Lope en una de sus comedias:
Mañana salga, en efecto,
después que tome hasta media
escudilla reposada
del agua bien acerada
que desopila y remedia.
Angélica era todavía muy niña para ese tipo de males, pero lo cierto es que el frescor del lugar, el sol y el aire sano de las arboledas, le eran convenientes. Así que allí se encaminaba, con coche, cochero y dueña, mientras yo seguía sus pasos a distancia. Al otro lado de la puente y el Manzanares, damas y caballeros paseaban bajo las arboledas. En el Madrid de la época, lo mismo que en las iglesias a que antes me referí, allí donde había damas -y la fuente del Acero, como he dicho, atraía a no pocas, con dueñas o sin ellas- hervía la olla de galanes, citas, billetes, tercerías, lances amorosos y de los otros; que a veces lo uno aparejaba, por celos, trabarse de verbos y diretes, echar mano a la blanca y terminar el paseo a cuchilladas. Y es que en aquella España hipócrita y siempre esclava de las apariencias y el qué dirán, donde padres y maridos cifraban el honor en el recato de la mujer y de las hijas hasta el punto de no dejarlas salir a la calle, actividades en principio inocentes, como tomar el acero o ir a misa, se trocaban en ocasión privilegiada de aventuras, intrigas y amoríos:
Yo voy fingiendo, mi querido esposo,
que estoy descolorida y opilada,
para engañar a un padre tan celoso
y una tía tan mal intencionada.
De modo que excuso a vuestras mercedes el ánimo caballeresco, el espíritu de lance con que, a mis cortos años, yo me encaminaba hacia tan novelero lugar en pos del coche de mi amada; lamentando sólo no tener edad para llevar al cinto una bizarra espada y pasar de parte a parte a posibles rivales. Lejos estaba de imaginar que, con el tiempo, aquellas previsiones mías habrían de cumplirse punto por punto. Más cuando llegó de verdad la hora de matar por Angélica de Alquézar, y lo hice, ni ella ni yo éramos ya unos niños. Y aquello había dejado de ser un juego.
Pardiez. Siempre ando a vueltas con digresiones y saltos en el tiempo que me alejan del hilo de mi historia. Así que volveré a retomarlo, apuntando algo importante: el entusiasmo por ver a mi amada me había hecho cometer un descuido que más tarde hube de lamentar mucho. Desde la visita de Don Vicente de la Cruz, yo había creído detectar en torno a nuestra casa movimientos de gente sospechosa. Nada decisivo, es cierto; sólo un par de caras de las que no solían frecuentar ni la calle del Arcabuz ni la taberna del Turco. Eso no era extraño, pues cerca, en la Cava Baja y otras calles próximas, había posadas de forasteros. Pero aquella mañana yo advertí algo que me hubiera dado que pensar de no hallarme pendiente de la aparición de Angélica, y que sólo más tarde fui considerando por lo menudo, cuando tuve buen tiempo para meditar sobre lo que me había llevado hasta cierto siniestro lugar donde fui. O donde, mejor dicho, me vi obligado a ir, y no precisamente por mi gusto.
La cuestión es que volviendo de misa en las Benitas, mientras yo quedaba a la puerta de la taberna, Diego Alatriste había proseguido camino para llegarse a la estafeta de la calle de los Correos. Y en ese momento, cuando ya el capitán se alejaba vía de Toledo arriba, dos desconocidos que paseaban con aire inocente entre los puestos de fruta habían cambiado unas palabras en voz baja antes que uno de ellos caminara a cierta distancia tras sus pasos. Yo los observé de lejos, y estaba considerando si era casual o si entre aquellos dos se concertaba monipodio, cuando el paso del carruaje de Angélica borró de mi existencia cuanto no fuese ella. Y sin embargo, como luego tuve ocasión de lamentar amargamente, los bigotazos de oreja a oreja, los chapeos de ala ancha calados a lo valentón, las espadas, dagas y andar a lo jaque de aquellos dos bravoneles, tenían que haberme puesto la nariz sobre el hombro. Pero Dios, el diablo o quien nos gaste las pesadas bromas que la vida encierra, gusta siempre de vernos, por nuestro descuido, soberbia o ignorancia, paseando en el filo de la navaja.
Era tan bella como Lucifer antes de ser expulsado del Paraíso. El carruaje se había detenido bajo los álamos que bordeaban el camino, y ella paseaba a pie por los alrededores de la fuente. Seguía llevando el cabello rubio en tirabuzones, y su chamelote de aguas tan azules como sus ojos parecía un trozo desprendido del cielo limpio, sin una sola nube, que enmarcaba, al otro lado de la puente y del río, los tejados y chapiteles de Madrid, la vieja muralla y la maciza mole del Alcázar. Después de trabar las mulas, el cochero se había acercado a un corro donde charlaban colegas de oficio, y la dueña iba a llenar una vasija con agua de la fuente famosa. Angélica estaba sola, por tanto. Sentía mi corazón latir con fuerza cuando me acerqué bajo los árboles, y aún lejos vi a la niña saludar graciosamente a unas damas jóvenes que tomaban un refrigerio, y aceptar una golosina que le ofrecían, mirando a hurtadillas a la distante dueña. Habría dado en ese momento toda mi juventud y todas mis ilusiones por ser, en vez de un humilde pajecillo imberbe, uno de los gallardos hidalgos -o al menos con aspecto de tales- que por el lugar se paseaban, retorciéndose el bigote a la vista de las señoras o jugando de vocablo con ellas sombrero en mano, el puño apoyado galante en la cadera o en el pomo de la espada. Cierto que en el lugar había también gente ordinaria, y no poca, y pronto aprendí con la experiencia a maliciar que en aquel tiempo -como en éste- no era hidalguía cuanto veíase relucir; que abundantes busconas y pícaros se daban aires por vanidad o afán de medro, y que, aun siendo judío o moro, bastaba hacer mala letra, hablar despacio y grave, tener deudas, andar a caballo y llevar espada, para dárselas de hijodalgo y caballero. Pero ya dije una vez que sólo es maestro el bien acuchillado; y a mis pocos años, cualquiera que portase espada y capa, o chapines, basquiña y guardainfante, parecíame persona de calidad. Hasta ese punto era yo poco vivido.
Pasaron unos lindos a caballo, haciendo corvetas junto al estribo de un coche con damas, o daifas, o lo que fuesen, a las que iban requebrando; y deseé con toda el alma ser uno de ellos y poder acercarme de ese modo a Angélica, que se había internado un poco bajo la arboleda y, arregazándose el ruedo del guardapiés con infinita gracia, caminaba entre los helechos que bordeaban el arroyo. Parecía absorta en la contemplación del suelo, y cuando estuve más cerca pude comprobar que seguía camino a una larga fila de industriosas hormigas, que iban y venían con disciplina de lansquenetes tudescos. Yo, arriesgando más que nunca, anduve algunos pasos más, y crujieron ramas en el suelo. Entonces ella alzó los ojos y me vio. O tal vez sea más exacto decir que el cielo y su vestido y su mirada me rodearon cual una nube cálida, y yo sentí mi cabeza girar como cuando en la taberna del Turco el vapor del vino derramado sobre la mesa embotaba mis sentidos y todo parecía ocurrir muy distante y muy despacio.
– Te conozco -dijo.
No sonreía, ni tampoco pareció sorprendida o disgustada por mi presencia. Mirábame fijamente, con curiosidad, del mismo modo que miran las madres y las hermanas mayores antes de decir has crecido una pulgada o te está cambiando la voz. Yo, que por suerte aquel día llevaba un jubón viejo pero limpio, sin remiendos, y unas calzas razonables, y por indicación del capitán me había lavado la cara y las orejas, intenté sostener impasible su escrutinio; y tras una breve lucha con mi cortedad logré devolver sereno la mirada.
– Me llamo Íñigo Balboa -dije.
– Lo sé. Eres amigo de ese capitán Triste, o Batistre.
Me tuteaba, lo que podía ser tanto señal de aprecio como desdén. Pero había dicho amigo del capitán, no paje, o criado. Y además, recordaba perfectamente quién era yo. Eso, que en otras circunstancias podía no ser tranquilizador en absoluto, pues mi nombre o el de Alatriste en boca de la sobrina de Luis de Alquézar eran más certeza de peligro que motivo de satisfacción, a mí se me antojó del todo adorable, holgándome más que con un hábito de Castilla. Angélica retenía mi nombre, y con él una porción de la vida que yo estaba resuelto a poner a sus pies, inmolándosela sin parpadear siquiera. Me sentía, a ver si me entienden, como el hombre que tiene atravesada una daga; que vive mientras la tiene y, en sacándosela, muere.
– ¿Tomáis el acero? -pregunté, por romper el silencio que la fijeza de su mirada hacía ya insoportable.
Arrugó la nariz con un graciosísimo mohín.
– Como demasiados dulces -dijo.
Luego se encogió de hombros muy bachillera, como si aquello fuesen argumentos ajenos y además una estupidez, y miró hacia los aledaños de la fuente, donde la dueña se demoraba conversando con alguna amistad.
– Es ridículo -añadió, desdeñosa.
Deduje que Angélica de Alquézar no apreciaba mucho al dragón encargado de su custodia, ni tampoco las prescripciones de los médicos, que con sus sangrías y sus remedios despachan más cristianos que el verdugo de Sevilla.
– Supongo que sí -apunté, cortés-. Cualquiera sabe que los dulces son saludables -recordé vagamente algo que había oído en la taberna al boticario Fadrique-. Crían masa de la sangre y buenos humores… Estoy seguro de que un buñuelo de miel, un melindre o unos huevos de faltriquera tonifican más una naturaleza melancólica que un litro de agua de esta fuente.
Me callé, inseguro de ir más allá, pues hasta ahí llegaban mis saberes facultativos.
– Tienes un acento gracioso -dijo ella.
– Vascuence -repuse-. Nací en Oñate.
– Creía que los vascongados acuchillabais las palabras: Si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuán presto verás que al gato llevas…
Se rió. Si no sonase a afectación, diría que su risa era de plata. Tintineaba como la plata bruñida que los artesanos sacaban a la puerta de sus tiendas el día del Corpus en la puerta de Guadalajara.
– Ésos son los vizcaínos -maticé algo amoscado, aunque poco seguro de la diferencia-. Oñate está en Guipúzcoa.
Sentí la urgente necesidad de impresionarla, aunque no sabía con qué. Torpemente quise retomar el hilo de mi disertación sobre las propiedades benéficas de los dulces. Ahuequé la voz:
– En cuanto a las naturalezas melancólicas…
Me interrumpí cuando pasó junto a nosotros un perro, un gran mastín pardo que correteaba por las inmediaciones, y por instinto me interpuse, sin pensarlo, entre él y la niña. Alejóse el can sin buscar pendencia, como hiciera el león con Don Quijote; y cuando volví a mirarla, Angélica me observaba de nuevo como al principio, curiosa.
– ¿Qué sabes tú de mi naturaleza?
Le vibraba en la voz una nota de desafío, y los ojos inmensamente azules se habían vuelto muy serios y nada tenían de infantiles. Me entretuve en su boca aún entreabierta con la pregunta, en su barbilla redondeada y suave, en las espirales rubias de los tirabuzones que pendían sobre sus hombros cubiertos con delicadas puntas flamencas. Luego probé a tragar saliva con el mayor disimulo posible.
– Nada sé todavía -respondí, con la sencillez que pude-. Pero sé que moriría por vos.
Ignoro si me ruboricé pronunciando tales palabras; más hay cosas que uno debe decir cuando las debe, y si no lo hace arriesga lamentarlo toda su vida. Aunque a veces lo que lamenta después sea precisamente haberlas dicho.
– Moriría -repetí.
Hubo un largo y delicioso silencio. El ama ya venía de regreso, negra bajo sus tocas blancas como urraca de mal agüero, con el cuartillo de agua en la mano. El dragón estaba a punto de tomar de nuevo posesión de mi doncella, así que me dispuse a meterme en baraja, poniendo tierra de por medio. Pero Angélica continuaba observándome cual si fuera capaz de leer en mi interior. Entonces se llevó las manos al cuello y extrajo una cadenita de oro con un pequeño dije colgado. Soltó el fiador, y púsola en mis manos.
– Tal vez un día mueras -susurró.
Y seguía mirándome, enigmática, al decir aquello. Pero al mismo tiempo asomó a su boca de niña una sonrisa tan hermosa, tan perfecta, tan llena de toda la luz de aquel cielo español inmenso como el abismo de sus ojos, que deseé morir en efecto en ese instante, acero en mano, gritando su nombre como allá en Flandes mi padre había gritado el de su Rey, su patria y su bandera. Y a fin de cuentas, pensé, quizás todo ello fuera la misma cosa.