Un perro ladró cuatro veces a lo lejos y después vino de nuevo el silencio. Bien herrado el cinto con pistola, espada y daga, el capitán Alatriste observó la luna que parecía a punto de ensartarse en el chapitel del convento de las Benitas, y después miró, a uno y otro lado, los lugares que quedaban en sombra en la plazuela de la Encarnación. No había moros en la costa.
Se ajustó el coleto de piel de búfalo y echó hacía atrás los faldones del herreruelo que llevaba sobre los hombros. Como si eso fuera una señal, tres siluetas oscuras se deslizaron cerca; y, dos por un lado de la plaza y otra por el contrario, se aproximaron a la tapia del convento. Había una ventana iluminada en él; y a poco alguien mató la luz, encendiéndola otra vez al cabo de un instante.
– Es ella -susurró Don Francisco de Quevedo.
Estaba apoyado en la pared, muy negro de sombrero, ropa y capa, y no había probado una sola gota en toda la noche, pese al frío del sereno, a fin -decía- de conservar el pulso. Oí como sacaba despacio media espada de la vaina y luego la dejaba caer, comprobando si corría bien; pero no llegué a ver el gesto. Escuché sin embargo, murmurados entre dientes, un par de sus versos:
No pudieron vencer a mis dolores
las noches, ni dar paz a mis enojos…
Me pregunté brevemente si Don Francisco decía aquello para aliviarse la inquietud, para tener el frío a raya, o porque era en verdad hombre de cuajo, capaz de componer versos en las mismas puertas del infierno. De cualquier modo, no era aquella ocasión para apreciar en lo debido el estilo del genial satírico. Yo estaba atento al capitán, cuyo perfil oscuro permanecía inmóvil bajo el ala ancha del chapeo, cubierto por un antifaz de sombra. Aún estuvo así un poco, mientras al otro lado de la plaza los tres bultos oscuros que antes habían cruzado se estaban muy quietos, intentando pasar inadvertidos. El perro ladró de nuevo, sólo dos veces esta vez, y de la cuesta de los Caños del Peral vino, como respuesta, el relincho apagado de las mulas del coche que allí aguardaba. Entonces Diego Alatriste volvióse hacia mí, y con la luna que daba en la plazuela vi clarear sus ojos.
– Ten mucho tiento -dijo.
Después me puso una mano en el hombro. Y yo respiré hondo y crucé la plaza como quien se mete en la boca de un lobo, sintiendo fijos en mí los ojos del capitán y, en los oídos, el homenaje que Don Francisco tuvo a bien improvisar mientras me alejaba:
Feliz, de piedra el alto muro escala
el que en lozana juventud se fía.
El corazón me iba tan fuerte como por la mañana, junto a Angélica de Alquézar. O tal vez más. Sentía una tensión casi insoportable en el estómago y la garganta, y en mis oídos redoblaban extraños tambores cuando pasé junto a los bultos agazapados de Don Vicente de la Cruz y sus hijos. Estaban pegados a la tapia y relucían las armas entre sus capas.
– Date prisa, chico -susurró el padre, impaciente.
Asentí sin decir nada, y seguí la tapia hasta el guardacantón de la esquina. Allí me persigné subrepticiamente, encomendándome al mismo Dios de quien me aprestaba a violar un sagrado recinto. Luego subí sin dificultad al guardacantón -yo tenía entonces la agilidad de un simio- y, sosteniéndome en equilibrio sobre su estrecho remate, pude echar las manos arriba e izarme a pulso hasta que me vi encaramado en lo alto del muro. Allí estuve a horcajadas, procurando no recortarme demasiado en la claridad de la luna, teniendo a un lado, abajo, la calle y la plazuela con los bultos silenciosos de mis compañeros de aventura pegados a la pared; y al otro el silencio umbrío del huerto de las Benitas, sólo roto a intervalos por el chirriar de un grillo noctámbulo. Esperé a que el redoble del tambor decreciese en mis tímpanos antes de moverme de nuevo; y cuando lo hice tintineó, al salirse de mis ropas y rozar en el muro, el dije con la cadena que Angélica de Alquézar me había regalado en la fuente del Acero. Yo había pasado horas mirándolo; parecía antiguo, y en su interior figuraban varios signos grabados, muy extraños y fascinantes.
Lo introduje otra vez en la camisa, bien pegado al pecho, esperando que ese amuleto me trajese la suerte que requería el lance. Las ramas de un manzano rozaron mi cara cuando me incliné hacia dentro de la tapia y, tras colgar de las manos, dejéme caer desde seis o siete pies de altura. Rodé por el suelo sin excesivas magulladuras, sacudí la tierra de mi ropa, y, rogando a la Madre de Dios que no hubiese perros sueltos en el lugar, anduve pegado a la tapia hasta la puertecilla y descorrí con diligencia el cerrojo. Apenas hube abierto se colaron dentro Don Vicente de la Cruz y sus hijos, embozados en sus capas y con las herreruzas desenvainadas, y cruzaron el huerto con rápidos pasos que la tierra blanda amortiguaba. Aquello, en lo que a mi tocaba, era negocio hecho.
Había cumplido como mozo de hígados; que de no haber empresas no conociéramos a los héroes. Así que salí a la calle, satisfecho, y crucé sin demora la plazuela. Mis instrucciones eran estrictas por parte del capitán: ir a casa por el camino más corto. Anduve arrimado al pretil de la cuesta, dejando las Benitas y la Encarnación a mi espalda, sereno y henchido de orgullo porque todo había salido a pedir de boca. Entonces me asaltó la tentación de permanecer en los alrededores, cerca del coche que aguardaba con las mulas trabadas, para ver, aunque fuese a la luz de la luna y por un instante, a la doncella rescatada cuando su padre y hermanos la llevaran hasta allí. Dudé un momento entre la disciplina y el gusto, sin llegar a resolverme del todo. Y en esa irresolución estaba cuando oí el primer disparo.
Eran al menos diez, calculó Diego Alatriste mientras desenvainaba espada y daga. Y en el patio del convento, algunos más. Salían de todas partes, de las esquinas y los zaguanes, y calle y plazuela relucían de aceros desenvainados mientras los gritos «¡Ténganse a la Inquisición!» y «¡Favor al Rey!» atronaban la noche de arriba abajo. Sonaron más tiros al otro lado de la tapia de las Benitas, y un confuso tropel apareció en la puertecilla, con mucha gente trabándose a estocadas. Por un momento Alatriste creyó ver unas tocas blancas de novicia entre el vaivén de aceros, pero la escena quedó oculta por el resplandor de dos nuevos pistoletazos. Y, además, era momento de cuidar la propia salud. El grito de ténganse a la Inquisición bastaba para erizarle el cabello a cualquiera; y, de haber espacio para ello, el capitán habríase impresionado lo mucho que las circunstancias reclamaban. Pero ya estaba luchando por salvar la piel, y en tales trances igual daba Inquisición que corchetes del corregidor: lo mismo degüella cuchilla seglar que rociada con agua bendita. Paró con su daga la estocada de una sombra que parecía materializarse de la nada a su espalda, hizo a la sombra retroceder con tres mandobles y un voto a Dios, y por el rabillo del ojo vio que Don Francisco de Quevedo se enfrentaba a otras dos. Era superfluo -hubiera exigido gastar resuello necesario a otros menesteres- gritar traición o algo por el estilo. Así que Don Francisco y el capitán se aplicaron a batirse con la boca más o menos cerrada. Fuera quien fuese el responsable, la emboscada estaba clara y allí no quedaba sino vender caras las asaduras de cada uno. El que había atacado antes cerraba de nuevo contra Alatriste; así que éste, intuyendo el acero enemigo por su reflejo, afirmó los pies, paró justo a tiempo un buen tajo de revés, avanzó un pie y luego el otro, sujetó la espada del adversario entre el codo y el costado, adelantó la punta de la suya, y al extremo de la herreruza pudo oír el adecuado grito de dolor cuando marcó al otro en la cara. Por fortuna los familiares de la Inquisición no eran Amadises, y aquello resultaba llevadero. Retrocedió en la oscuridad hasta apoyar la espalda en un muro, y aprovechó el respiro para echarle un vistazo a Don Francisco. El poeta, fiel a su probada destreza, cojeando y maldiciendo ahora entre dientes, mantenía a raya a quienes lo acosaban; pero llegaba más gente, y pronto iban a faltar manos para sangrar tanto puerco. Por suerte, casi todos los atacantes se concentraban junto a la tapia de las Benitas, donde la confusión y los gritos iban en aumento. Era obvio que Don Vicente de la Cruz y sus hijos andaban listos de memoriales. Hasta el capitán llegó el olor de cuerdas de arcabuz encendidas.
– ¡No queda sino largarse! -le gritó a Don Francisco, intentando hacerse oír por encima del cling clang de los aceros.
– ¡Eso intento! -replicó el poeta, entre mandoble y mandoble-… ¡Desde hace rato!
Acababa de matar a uno de sus adversarios y retrocedía a lo largo del muro, con el otro pegado a la toledana. Una nueva sombra apareció de improviso ante Alatriste, o tal vez fuera la misma de antes que se había rehecho y venía con las de Mahoma, a cobrarse el tajo de la cara. Hubo chispas al chocar las espadas entre sí y contra la pared, y luego el capitán, protegiéndose con el antebrazo izquierdo a la altura de la cabeza, aprovechó que el otro se afirmaba entre dos movimientos para arrojarse contra él y darle una patada que lo hizo trastabillar. Después acuchilló de cerca con espada, daga, Y luego otra vez espada. Cuando su enemigo quiso enderezarse, al menos dos cuartas de acero del capitán debían de asomarle por la espalda.
– ¡Virgen santísima! -le oyó murmurar, echando el aliento al tiempo que Alatriste le sacaba la hoja del pecho. Después blasfemó, invocó de nuevo a la Virgen y cayó de rodillas pegado a la pared, mientras su espada resonaba metálica en el suelo, entre sus muslos.
Alguien se alejó corriendo del tropel de gente arremolinado ante el convento. Entonces empezaron los tiros de arcabuz, y la calle y la plazuela parecían una fiesta de cohetes y pólvora. Algunas balas zurrearon cerca del capitán y de Don Francisco, y una se aplastó entre ellos, en el muro.
– Joder -dijo Quevedo.
La cosa no estaba para endecasílabos. Y llegaba más gente. Alatriste, empapado en sudor bajo el coleto de búfalo que ya le había ahorrado al menos tres buenas mojadas aquella noche, miró alrededor buscando el modo de zafarse y huir. Al retroceder ante una acometida, Don Francisco se acercó al capitán de modo que sus hombros se tocaron. El pensamiento del poeta era idéntico.
– Que cada perro -dijo con voz entrecortada, entre una finta y un ataque- se lama su pija.
Tenía al segundo adversario revolviéndose herido en el suelo, a sus pies; pero ya andaba trabado con otro y empezaban a faltarle las fuerzas. Entonces el capitán, que estaba más desembarazado, púsose la daga entre los dientes, sacó del cinto con la zurda la pistola de chispa, y a medio palmo del enemigo que acosaba al poeta descerrajó un pistoletazo que le llevó media quijada. El fogonazo del tiro contuvo un instante a los que se acercaban, y aprovechando el respiro, sin hacerse de rogar, Don Francisco echó a correr muy lindamente a pesar de su cojera, como por la posta.
Tras un instante para estorbar que lo siguieran, Alatriste hizo lo mismo, eligiendo una calleja que tenía prevista según costumbre de los soldados veteranos, hechos a industriar caminos de retirada antes de trabarse en combate; pues luego, cuando viene un mal naipe, no siempre quedan salud o claridad de juicio para tan útil diligencia. La callecita discurría bajo un arco y se cerraba en una tapia que el fugitivo pudo saltar sin dificultad, aunque espantando gallinas sobre cuyo cobertizo cayó con estrépito. Alguien hizo luz y gritó en una ventana, pero ya el capitán pasaba al otro lado del patio, tropezando en la oscuridad sin lastimarse mucho. Y tras franquear una valla vióse al otro lado, libre y en razonable estado de salud salvo algunos arañazos; con la boca más seca que las dunas de Nieuport. Buscó un rincón oscuro para tomar aliento mientras se preguntaba si Don Francisco de Quevedo habíase o no puesto en cobro. Cuando pudo oír algo más que el resuello de su propia respiración, comprobó que en el convento de las Benitas ya no sonaban tiros ni gritos; nadie iba a dar un maravedí por la piel de Don Vicente de la Cruz y sus hijos. Eso, pardiez, en el caso poco probable de que alguno siguiera vivo.
Oyó pasos corriendo, como de gente armada, y hubo resplandor de faroles por las esquinas. Después volvió el silencio. Más descansado y dueño de sí, estúvose mucho rato quieto en la oscuridad. El sudor que se le enfriaba bajo el coleto lo hacía temblar; pero no paró demasiado en ello. Se preguntaba una y otra vez quién les había tendido aquella trampa.
Los disparos y el batir de aceros habíanme hecho regresar sobre mis pasos, mientras me preguntaba angustiado qué ocurría en la plazuela de la Encarnación. Eché a correr de vuelta, más a poco la prudencia hizo camino en mi ánimo. Quien pierde el seso -era una de las máximas soldadescas que había aprendido del capitán- termina perdiendo también la cabeza, a menudo con la ayuda indeseable de una soga. Me detuve, por tanto, con el corazón desbocado en el pecho, mientras intentaba considerar qué era lo más oportuno, y en qué mi presencia podía ayudar o estorbar a mis amigos. En eso estaba cuando sentí rumor de pasos que se acercaban a la carrera, y el escalofriante grito de «¡Ténganse a la Inquisición!», que en aquel tiempo, como he dicho a vuestras mercedes, bastaba para erizar la piel al más crudo valentón de la jacaranda. Túveme, en efecto, con harta precaución, y en un santiamén había saltado poniéndome en cobro bajo el murete de piedra que, a modo de pretil, bajaba a lo largo de la cuesta. Apenas rehecho del golpe oí los pasos arriba, más tiros y gritos, y chocar de aceros cercano. No tuve tiempo de inquietarme más por la suerte del capitán y Don Francisco, pues empezó a preocuparme de veras la mía cuando un cuerpo cayó desde encima. Me dispuse a saltar de allí como una liebre, pero el recién llegado profirió un lastimero gemido que me hizo reparar en él, de modo que la claridad de la luna bastó para que reconociese al más joven de los dos hermanos de la Cruz, el llamado Don Luis, que venía malherido en su fuga desde el convento. Fuíme a él, y me miró en la semioscuridad con ojos espantados, que la parva luz de la noche hacia brillar febriles. Púsome la mano en la cara, como suelen los ciegos para conocer a la gente, y luego se inclinó hacia adelante, vencido por algo que en un primer momento tomé por desmayo hasta que, al apoyar mis manos en él, las retiré mojadas en sangre. Venía Don Luis pasado de parte a parte por algún tiro de arcabuz y varias cuchilladas, y cuando se venció en mis brazos olí sudor fresco mezclado con el dulzor nauseabundo de la sangre.
– Ayúdame, chico -le oí murmurar.
Lo había dicho tan bajo y tan débil que apenas pude entender sus palabras; y el aliento que se le escapó con ellas pareció debilitarlo más. Quise incorporarme tirando de él por un brazo, pero pesaba mucho y las heridas lo estorbaban; sólo pude arrancarle un prolongado quejido de dolor. Venía sin espada, armado con una daga al cinto, cuya empuñadura toqué al intentar alzarlo.
– Ayúdame -repitió.
Así, moribundo, parecía mucho más joven, casi de mi edad; y todo lo que su apariencia y gallardía me habían impresionado antes se desvaneció por completo. Él era mayor y buen mozo, pero estaba lleno de agujeros; y yo, sin embargo, seguía sano y era su única esperanza. Eso me hizo sentir una singular responsabilidad. Así que, reprimiendo la natural querencia de dejarlo allí y buscar resguardo con toda la presteza de mis piernas, peguéme a él, pasé sus brazos sobre mis hombros y quise cargarlo a espaldas; pero estaba harto desmadejado y resbalaba en su propia sangre. Pasé una mano por mi cara, desesperado, y al hacerlo tiñóse toda con el líquido viscoso que me goteaba encima. Don Luis había caído de nuevo, apoyado contra el murete de piedra, y ya apenas se dolía. Intenté buscar a tientas alguno de los boquetes grandes por los que se le iba el alma, para taponárselo con un lienzo que saqué de mi faltriquera; pero cuando hallé uno y metí los dedos dentro, como Santo Tomás, supe que daba igual, y que aquel mozo no iba a ver levantarse el día.
Me sentía extrañamente lúcido. Es hora de irte, Íñigo, me dije. Los disparos y la algazara habían cesado en la plazuela, y el silencio era más amenazador si cabe. Pensé en el capitán y en Don Francisco. A tales horas podían estar muertos, presos o en fuga; y ninguna de las tres posibilidades era alentadora, por más que mi confianza en el acero del poeta y en la serenidad de mi amo inclinase a creerlos en cobro, o acogidos a la seguridad de alguna iglesia próxima. Aunque pocas había abiertas a tan menguada hora.
Me incorporé despacio. Hecho un ovillo, Luis de la Cruz ya no se quejaba. Moría silenciosamente, y sólo llegaba hasta mí su respiración, cada vez más débil y entrecortada, que anegaba de vez en cuando un siniestro gorgoteo. Ya no tenía fuerzas para pedir ayuda ni llamarme chico. Se ahogaba en su propia sangre, derramada lentamente en una gran mancha oscura que la claridad lunar iluminaba en el suelo.
Sonó un último tiro de pistola o arcabuz, muy alejado, como sí persiguieran a alguien; y me aferré a ese tiro con la esperanza de que alguien lo hubiese disparado, impotente, contra la sombra fugaz de un capitán Alatriste que se ponía a salvo en la oscuridad. En cuanto a mi joven pellejo, era hora de buscarle resguardo. Así que me llegué hasta el moribundo, extrájele del cinto aquella daga que no iba a servirle de nada en el viaje, y con ella en la mano me incorporé resuelto a largarme de allí.
Entonces oí la musiquilla. Una especie de tirurí-ta-ta que alguien silbaba a mi espalda. Eso me dejó helado, y mis dedos pringosos con la sangre de Luis de la Cruz se crisparon en la empuñadura. Me volví muy despacio, alzando el acero; y, al hacerlo, éste relució brevemente ante mis ojos. Apoyada en el extremo del murete de piedra había una sombra que me era familiar: una silueta oscura envuelta en capa y sombrero negro de anchas alas. Y, reconociéndola, supe que la trampa era mortal, y que también se había cerrado sobre mí.
– Volvemos a encontrarnos, rapaz -dijo la sombra.
La voz quebrada, chirriante, de Gualterio Malatesta sonaba en el silencio de la noche como una sentencia de muerte. Dirán vuestras mercedes que cómo diablos me quedé allí, plantado sobre mis pies, en vez de salir cual ánima que llevara el diablo, o huyera de él. Las razones son dos: de una parte, la aparición del italiano me había dejado tan quieto como un poste clavado en el suelo; de la otra, mi enemigo se interponía justo en el camino de fuga que yo debía seguir para abandonar el rincón junto al pobre Luis de la Cruz. El caso es que allí me quedé, sosteniendo la daga ante mí, mientras Malatesta me observaba con calma, cual si tuviera por delante todo el tiempo del Averno.
– Volvemos a encontrarnos -repitió.
Luego se apartó del murete casi con esfuerzo, igual que sí le diera pereza moverse, y avanzó un paso hacia mí. Uno sólo. Pude ver que llevaba la espada dentro de la vaina. Moví un poco la daga, sin bajarla, y volvió ésta a brillar suavemente entre él y yo.
– Dame eso -dijo.
Apreté los dientes sin responder, para que no alcanzase a calcular todo mi miedo. A un lado, en el suelo, el moribundo emitió un último gemido y dejé de oír su estertor. Haciendo caso omiso de mi acero desnudo, Malatesta dio dos pasos más en su dirección y se inclinó un poco, atento.
– Menos trabajo para el verdugo.
Lo empujó con un pie mientras hablaba. Después volvióse de nuevo a mí, que seguía amenazándolo con la daga. Comprobé, pese a la oscuridad, que parecía sorprendido de verme aún con ella en la mano.
– Déjalo ya, rapaz -murmuró, sin prestarme casi atención.
Otras sombras se destacaban alrededor, hombres armados que se iban acercando; y éstos sí traían pistolas, espadas y dagas desenvainadas. La luz de un farol dobló la esquina sobre el murete, se asomó arriba de nuestras cabezas y descendió luego por la cuesta. A su resplandor pude ver la sombra negra del italiano deslizarse sobre Luis de la Cruz. El joven estaba inmóvil, acurrucado en el suelo; y de no ser por los ojos abiertos, fijos ante sí, hubiérase dicho que dormía en un inmenso charco rojo.
El farol ya se acercaba, proyectando ahora sobre mí la sombra de Malatesta. Lo vi recortarse en el contraluz junto a los reflejos metálicos de los hombres que llegaban. Yo seguía manteniendo la daga alzada. Y cuando el farol se detuvo cerca, iluminó lateralmente el rostro flaco y picado de viruela y cicatrices del espadachín, semejante a una siniestra faz de la luna. Sobre su bigote, recortado muy fino, los ojos tan negros como su indumentaria me estudiaban con divertida atención.
– Date preso a la Santa Inquisición, rapaz -dijo, y la temible fórmula sonaba a burla en su boca, con aquella sonrisa que era una amenaza.
Yo estaba aterrado en demasía para responder o moverme, así que no lo hice. Me estuve inmóvil, siempre con la daga empuñada en alto; e imagino que, visto desde afuera, eso podía interpretarse como resolución. Tal vez por ello creí sorprender curiosidad, o interés, en la mirada negra de mi enemigo. Al cabo de un instante, algunos de los esbirros que nos rodeaban hicieron ademán de ocuparse de mí; pero Malatesta los detuvo con un gesto. Después, muy despacio, cual si estuviera dándome la oportunidad de reflexionar, sacó la espada de la vaina. Una espada enorme, interminable, de grandes gavilanes y amplia cazoleta. Contempló unos momentos la hoja, con aire reflexivo, y luego alzóla lentamente hasta que relució ante mí. Junto a ella, mi pobre daga parecía ridícula. Pero era mi daga. Así que, aunque el brazo empezaba a pesarme como si estuviera cargado de plomo, la mantuve delante, siempre quieto, mirando los ojos del italiano como quien mira los ojos fascinadores de una serpiente.
– Tiene hígados, el mozo.
Hubo risas entre las sombras que nos cercaban tras el farol. Malatesta alargó su acero hasta rozar la punta de mi daga. Aquel toque metálico me erizó el vello en la nuca.
– Déjalo ya -dijo.
Alguien volvió a reír, y aquella risa me encendió la sangre. Tiré una cuchillada violenta para apartar el acero de Malatesta, y el cling resonó igual que un desafío. De pronto, sin saber cómo, vi la punta de su espada a dos pulgadas de mi cara, inmóvil, cual sí considerase muy por lo menudo atravesarme o no. Tiré otra cuchillada, más la hoja desapareció de pronto y mi golpe se perdió en el vacío.
Hubo nuevas risas. Y yo sentí por mí mismo una pena muy honda y un gran desconsuelo; una tristeza infinita que me hizo subir las ganas de llorar, no a los ojos -que mi orgullo mantenía secos-, sino al corazón y la garganta. Y comprendí que hay cosas que ningún hombre puede tolerar, aunque le vaya la vida en ello, o justamente porque le va en ello más que la vida. Y en esa tristeza rememoré los montes y los campos verdes de mi infancia, y el humo de los caseríos en el aire húmedo de la mañana, y el recuerdo de las manos duras y ásperas de mi padre, con el roce de su mostacho de soldado el día que me abrazó por última vez siendo yo muy niño, antes de ir a buscar su destino bajo los muros de Jülich. Y sentí el calor de la chimenea, y entreví el escorzo de mi madre inclinada junto al fuego, cosiendo o cocinando; y la risa de mis hermanillas que jugaban cerca. Y añoré desesperadamente el calor tibio del lecho al amanecer los días de invierno. Y después fue el cielo azul como los ojos de Angélica de Alquézar el que lamenté no tener sobre mí, en vez de acabar en la oscuridad, a la luz de un farol, de aquel modo tan sombrío y tan triste. Pero nadie escoge el momento, y aquel sin duda era el mío.
Es hora de morir, me dije. Y con todo el vigor de mis trece años, y con toda la desesperación de cuantas cosas hermosas ya no serían posibles para mí, nunca, miré con fijeza la punta reluciente del acero enemigo y encomendé mi alma a Dios torpemente, con una rápida oración que mi madre me había enseñado en su lengua vascuence con mis primeras palabras. Y luego, seguro de que mi padre estaría aguardándome con los brazos abiertos y una sonrisa de orgullo en la boca, empuñé bien fuerte la daga, cerré los ojos y me arrojé, tirando cuchilladas a ciegas, contra la espada de Gualterio Malatesta.
Viví. Después, cada vez que quise recordar el momento, sólo pude recomponerlo mediante una rápida sucesión de sensaciones: el brillo último de la espada ante mí, la fatiga del brazo asestando golpes a diestro y siniestro, el impulso hacia adelante sin dar en nada, ni acero, ni dolor, ni resistencia. Y, de pronto, el contacto con un cuerpo sólido, recio, y unas ropas, y una mano fuerte que me sujetaba, o más bien parecía abrazarme cual si temiera que me lastimase. Y mi brazo intentando liberarse para apuñalar, mientras yo me debatía en silencio, y una voz con vago acento italiano susurraba «¡Tranquilo, rapaz, tranquilo!» casi con ternura, sujetándome como si el daño con la daga me lo fuera a infligir yo mismo. Y luego, mientras seguía debatiéndome con la cara hundida entre aquel ropaje oscuro que olía un poco a sudor y un poco a cuero y a metal, la mano que parecía abrazarme o protegerme retorcióme el brazo despacio, sin excesiva brutalidad, hasta que hube de soltar la daga. Entonces, a punto de echarme a llorar y deseando poder hacerlo, así aquel brazo con fuerza, con rabia, como un perro de presa dispuesto a hacerse matar en el sitio. Y no cejé hasta que aquella misma mano se cerró en un puño, y un golpe detrás de mi oreja hizo estallar la noche en mil pedazos y me sumió en un sueño repentino y brutal. Un vacío negro, profundo, donde caí sin proferir un grito ni una queja. Dispuesto a ir a Dios como buen soldado. Después soñé que no había muerto. Y me aterró la certeza de que iba a despertar.