VI. EL PASADIZO DE SAN GINÉS

El garito hervía de gente que se jugaba las pestañas y hasta el alma. Entre el rumor de conversaciones y el ir y venir de tahúres, mirones y entretenidos en procura de barato, Juan Vicuña, antiguo sargento de caballos mutilado en Nieuport, cruzó la sala procurando que nadie le derramase el vino de Toro que llevaba en la jarra, y miró en torno, satisfecho. En la media docena de mesas, naipes, dados y dinero iban y venían, cambiaban de manos, provocaban suspiros, blasfemias, pardieces y miradas de codicia. Las monedas de oro y plata relucían bajo la luz de los velones de sebo colgados de la bóveda de ladrillo, y el negocio iba a pedir de boca. La casa de conversación de Vicuña estaba en un sótano de la cava de San Miguel, muy arrimada a la plaza Mayor; y en ella se libraban todos los lances permitidos por las pragmáticas del Rey nuestro señor, e incluso, apenas disimulados, otros que no lo eran tanto. Y la variedad resultaba diversa como la imaginación de los jugadores, que en aquel tiempo no era poca. Jugábanse tanto tresillo, polla y cientos -juegos de sangría lenta-, como el siete, el reparolo y otros juegos llamados de estocada, por la rapidez con que dejaban a un hombre sin dinero, sin habla y sin aliento. Sobre eso mismo había escrito ya el gran Lope:

Como el sacar los aceros

con el que diere ocasión,

así el jugar es razón

con quien tratere dineros.

Lo cierto es que sólo unos meses antes habíase publicado un decreto real prohibiendo las casas de juego, pues nuestro cuarto Felipe era joven, bien intencionado, y creía, asistido por su pío confesor, en cosas como el dogma de la Inmaculada, la causa católica en Europa y la regeneración moral de sus súbditos de ambos mundos; pero aquello, como los intentos de cerrar las mancebías -por no hablar de la causa católica en Europa-, era segar en verde. Porque si algo apasionaba a los españoles bajo la monarquía austriaca, amén del teatro, correr toros en las plazas y alguna otra cosa que diré más adelante, era el juego. Pueblos de tres mil vecinos gastaban al año quinientas docenas de barajas, y se jugaba tanto en la calle, donde rufianes, ciertos y ganchos improvisaban timbas para esquilmar incautos a base de gatuperio, como en casas de juegos legales o clandestinas, cárceles, mancebías, tabernas y cuerpos de guardia. Las ciudades importantes como Madrid o Sevilla hormigueaban de buscavidas y ociosos con sonante en la faltriquera dispuestos a reunirse en torno a la desencuadernada, que era como se llamaba, timazo de naipes, o a Juan Tarafe, mal nombre que bautizaba los dados. Jugaba todo el mundo, vulgo y nobleza, señores y pícaros; y hasta las damas, que aunque en casas como la de Juan Vicuña no eran admitidas, resultaban también asiduas de los garitos, tan versadas en bastos, malillas y puntos como el que más. Y cual es de imaginar en gente violenta, orgullosa y de acero fácil como éramos, y somos, excuso añadir que, muy a menudo, los lances de juego terminaban con un voto a Dios y una buena sarta de cuchilladas.

Vicuña terminó de cruzar la sala, no sin antes vigilar por el rabillo del ojo a algunos doctores de la valenciana,…así llamaba él a los rufianes fulleros expertos en el astillazo y en descornar la flor, siempre con naipes marcados en la manga, atentos a lo que caía. También se detuvo a saludar con mucha política a Don Raúl de la Poza, un hidalgo conquense muy rico de familia y muy bala perdida, apicarado de gustos, que era uno de sus mejores clientes. Hombre de costumbres fijas, Don Raúl acababa de llegar como cada noche de la mancebía de la calle Francos -en donde era habitual- y ya no abandonaría el garito hasta el alba, para oír misa de siete en San Ginés. En su mesa corrían escudos de a once como la espuma, y siempre pululaba alrededor una corte de tahúres y entretenidos que le despabilaban velas, servían jarras de vino e incluso le traían orinales cuando estaba muy metido en sangre y no quería descuidar una buena mano.

Todo a cambio del barato: el real o los dos reales que caían de propina después de cada buen lance. Aquella noche lo acompañaban el marqués de Abades y otros amigos; y eso tranquilizó a Vicuña, pues raro era el día que a Don Raúl no lo esperasen a la salida tres o cuatro matasietes, para aliviarle la ganancia.

Diego Alatriste agradeció el vino de Toro, despachando la jarra de un único y largo trago. Estaba en camisa y sin afeitar, sentado en el jergón de un cuarto discreto que Vicuña tenía aderezado en el garito para llamarse a descanso, con una celosía que dejaba ver la sala sin ser visto. Las botas puestas, la espada sobre el taburete, la pistola cargada encima de la manta, la vizcaína en la almohada y la mirada vigilante que de vez en cuando dirigía a través del enrejado de madera, lo mostraban alerta. Había una puerta trasera, casi secreta, que a través de un pasillo salía a un arco de la plaza Mayor; y Vicuña observó que el capitán había dispuesto sus avíos para recogerlos en rápida retirada hacia esa puerta, en caso necesario. En las últimas cuarenta y ocho horas, Diego Alatriste no se había relajado más que para descabezar algún breve sueño; y aun así, por la tarde, una vez que Vicuña entró con sigilo a ver si su amigo necesitaba algo, habíase topado con el amenazante cañón de la pistola apuntándole entre ceja y ceja.

Alatriste no delató impaciencia alguna con preguntas. Devolvió la jarra vacía a Vicuña y se quedó a la espera, mirándolo con sus ojos claros e inmóviles, de pupilas muy dilatadas a la escasa luz de la lamparilla de aceite que ardía sobre la mesa.

– Te espera dentro de media hora -dijo el antiguo sargento-. En el pasadizo de San Ginés.

– ¿Cómo le va?

– Bien. Pasó ayer y hoy en casa de su amigo el duque de Medinaceli sin que nadie lo molestara. No le han pregonado el nombre ni le anda detrás la justicia, ni la Inquisición, ni nadie. El lance, sea cual sea, no ha trascendido a cosa pública.

El capitán asintió despacio, reflexionando. Aquel sigilo no resultaba extraño, sino lógico. La Inquisición nunca echaba campanas al vuelo hasta que no tenía el último de los cabos bien atado. Y las cosas aún estaban a medio hacer. También la ausencia de noticias podía formar parte de la trampa.

– ¿Qué se cuenta en San Felipe?

– Rumores -Vicuña encogía los hombros-. Que si hubo estocadas a la puerta de la Encarnación, que si algún muerto… Se atribuye más a galanes de monjas que a otra cosa.

– ¿Han ido a mi casa?

– No. Pero Martín Saldaña se huele algo, porque estuvo en la taberna. Según cuenta la Lebrijana, no dijo nada pero dio a entender mucho. Los corchetes del corregidor no andan en ello, insinuó, pero hay gente cerca, vigilando. No explicó quiénes, aunque apuntaba a familiares del Santo Oficio. El mensaje es sencillo: él no baila en esta chacona, sea cual sea, y tú debes cuidar el pellejo. Por lo visto el negocio es delicado y lo llevan con mucho celo, sin dar a nadie arte ni parte…

– ¿Qué hay de Íñigo?

Lo miraba impasible, sin expresión alguna. El veterano de Nieuport se interrumpió, embarazado. Con su única mano le daba vueltas a la jarra.

– Nada -repuso al fin en voz baja-. Como si se lo hubiera tragado la tierra.

Alatriste permaneció un momento sin decir palabra. Luego miró la tablazón del suelo entre sus botas y se puso en pie.

– ¿Has hablado con el Dómine Pérez?

– Hace lo que puede, pero es difícil -Vicuña observó que el capitán se enfundaba el recio coleto de piel de búfalo-. Ya sabes que los jesuitas y el Santo Oficio no suelen hacerse confidencias, y si el mozo anda de por medio puede tardar en saberse. En cuanto sepa algo te avisará. También te ofrece la iglesia de la Compañía, por si quieres llamarte a sagrado… Dice que de allí no te sacan los dominicos ni aunque juren que has matado al nuncio -miró a través de la celosía, hacia la sala de juego, y luego volvió la vista al capitán-… Y por cierto, Diego, andes en lo que andes, espero que no hayas matado de verdad al nuncio.

Alatriste requirió la espada, introduciéndola en la vaina. Ciñósela, y luego se puso en el cinto la pistola de chispa, tras levantar el perrillo para comprobar que seguía bien cebada.

– Ya te lo contaré otro día -dijo.

Se disponía a irse como había llegado, sin explicaciones y sin dar las gracias; en el mundo que él y el veterano sargento de caballos compartían, aquellos pormenores iban de oficio. Vicuña soltó una risa ruda, de soldado:

– Voto a Dios, Diego. Soy tu amigo, pero nada curioso. Además, detestaría morir por enfermedad de soga… Así que mejor no me lo cuentes nunca.

Era avanzada la noche cuando salió embozado con capa y sombrero bajo los soportales oscuros de la plaza Mayor, andando un trecho hasta la calle Nueva. Nadie entre los escasos transeúntes se fijó en él, salvo una daifa de medio manto que, al cruzárselo entre dos arcos, propuso sin mucho entusiasmo aliviarlo de peso por doce cuartos. Cruzó la puerta de Guadalajara, donde un par de vigilantes dormitaban ante los postigos cerrados de las tiendas de los plateros, y luego, para eludir a los corchetes que solían apostarse en las cercanías, bajó por la calle de las Hileras hasta el Arenal y volvió a subir de nuevo hacia el pasadizo de San Ginés, donde a aquellas horas los retraídos se asomaban a tomar el fresco.

Como saben vuestras mercedes, las iglesias de la época eran lugares de asilo, donde no alcanzaba la justicia ordinaria. Por eso, quien robaba, hería o mataba -a eso llamaban andar en trabajos- podía acogerse a sagrado refugiándose en una iglesia o convento, donde los clérigos, celosísimos de sus privilegios, lo defendían frente a la autoridad real con uñas y dientes. Tan solicitado era el llamarse a antana, o a sagrado, que algunas iglesias famosas estaban hasta arriba de clientes que gozaban lo impune de su refugio. En tan apretada comunidad solía encontrarse lo mejor de cada casa, y faltarían sogas para honrar tanto gentil gaznate. Por razones de su profesión, el mismo Diego Alatriste había tenido alguna vez que acogerse a iglesia; y el propio Don Francisco de Quevedo, en su juventud, contaban habíase visto también en tales trances, si no en otros peores, como cuando el golpe de mano del duque de Osuna en Venecia, de donde hubo de dárselas disfrazado de mendigo. El caso es que lugares como el patio de los Naranjos de la catedral de Sevilla, por ejemplo, o buena docena de sitios en Madrid, y entre ellos San Ginés, contaban con el dudoso privilegio de acoger a la flor de la valentía, el sacabuche, el afanar y la jacaranda. Y toda esta ilustre cofradía, que al fin tenía que comer, beber, satisfacer necesidades y solventar negocios particulares, aprovechaba la noche para salir a dar una vuelta, realizar nuevas fechorías, ajustar cuentas o lo que se terciara. También recibían allí a sus amistades, e incluso a sus coimas y cómplices, con lo que los alrededores de las iglesias citadas, e incluso dependencias de las iglesias mismas, tornábanse por las noches taberna de malhechores e incluso burdel, donde se contaban hazañas reales o fingidas, se concertaban sentencias de muerte tarifando cuchilladas, y donde, en suma, latía, pintoresco y feroz, el pulso de aquella España bajuna, peligrosa y atrevida; la de los pícaros, buscones y otros caballeros del milagro, que nunca colgó en lienzos en las paredes de los palacios, pero quedó registrada en páginas inmortales. Algunas de las cuales -y no las peores, por cierto- escribiólas el propio Don Francisco:

A Grullo dieron tormento

y en el de verdad de soga

dijo nones, que es defensa

en los potros y en las bodas.

O aquella otra, tan celebrada, de:

En casa de los bellacos,

en el bolsón de la horca,

por sangrador de la daga

me metieron a la sombra.

El pasadizo de San Ginés era uno de los sitios favoritos de los retraídos, pues por la noche salían allí a que les diese el aire, convirtiendo el lugar en concurrido ir y venir donde no faltaban improvisados figones de puntapié para tomar un bocado; dignísima concurrencia que se disolvía como por ensalmo en cuanto asomaban los corchetes. Cuando llegó Diego Alatriste, en la estrecha calleja había una treintena de almas: jaques, capeadores, algunas cantoneras ajustando cuentas con sus rufianes, y grupos de matasietes y chusma que charlaba en corrillos, o despachaba pellejos y damajuanas de vino peleón. Había poca luz -sólo un minúsculo farolillo colgado en la esquina del pasadizo, bajo el arco-, casi todo el lugar estaba en sombra, y la mitad larga de la gente iba embozada; de modo que el ambiente, aunque animado de conversaciones, resultaba tenebroso en extremo, y harto apropiado para el tipo de cita a la que acudía el capitán. Allí, a un curioso, un mirón o un corchete, si no venía en cuadrilla y bien herrado, podían desjarretarle el tragar en un Jesús.

Reconoció a Don Francisco de Quevedo pese al embozo, junto al farolillo, y llegóse hasta él con disimulo, apartándose ambos a un lado, la capa subida sobre la cara y el fieltro hasta las cejas; aspecto que, por otra parte, mostraba con naturalidad la mitad de los presentes en el pasadizo.

– Mis amigos han hecho pesquisas -contó el poeta tras el primer cambio de impresiones-. Parece cierto que Don Vicente y sus hijos estaban vigilados por la Inquisición. Y mucho me huelo que alguien aprovechó el lance para matar varios pájaros de un tiro; incluido vos, capitán.

Y a media voz, hurtándose a los que iban y venían, Don Francisco puso en antecedentes a Alatriste de cuanto había podido averiguar. El Santo Oficio, taimado y paciente, muy al tanto por sus espías del intento de la familia de la Cruz, había dejado hacer, a la espera de cazarlos in fraganti. El motivo no era defender al padre Coroado, sino todo lo contrario; ya que éste contaba con la protección del conde de Olivares, con quien la Inquisición mantenía sorda pugna, esperaban que el escándalo desacreditase tanto el convento como a su protector. De paso echarían mano a una familia de conversos a los que acusar de judaizantes; y una hoguera nunca iba mal para el prestigio de la Suprema. El problema era que no pudieron coger a casi nadie vivo: Don Vicente de la Cruz y su hijo menor, Don Luis, habían vendido cara su piel, muriendo en la emboscada. Mientras que el hijo mayor, Don Jerónimo, aunque malherido, logró escapar y estaba oculto en alguna parte.

– ¿Y nosotros? -preguntó Alatriste.

Relucieron los lentes del poeta cuando negó con la cabeza.

– No circulan nombres. Estaba tan oscuro que nadie nos conoció. Y quienes se acercaron no están para contarlo.

– Sin embargo, saben que andamos en esto.

– Puede -Don Francisco hizo un gesto vago-. Pero no tienen pruebas legales. Por mi parte, ahora empiezo a gozar otra vez del favor del valido y del Rey, y si no es con las manos en la masa será difícil achacarme nada -hizo una pausa, preocupado-…En cuanto a vuestra merced, no sé a qué atenerme. Igual esperan conseguir algo que os inculpe. o quizás os buscan discretamente.

Pasaban dos jaques y una cantonera discutiendo con muy malos modos, y Don Francisco y el capitán les cedieron espacio, arrimándose más a la pared.

– ¿Qué ha sido de Elvira de la Cruz?

El poeta emitió un suspiro de desaliento.

– Detenida. La pobre moza va a llevar la peor parte. Está en las cárceles secretas de Toledo, así que mucho me temo habrá chamusquina.

– ¿E Íñigo?

La pausa fue larga. La voz de Alatriste había sonado fría, sin inflexiones; me había dejado para el final. Don Francisco miró alrededor, a la gente que parlaba y se movía entre las sombras del pasadizo. Después se volvió a su amigo.

– También está en Toledo -calló de nuevo, y al instante movió la cabeza en gesto de impotencia-.Lo cogieron cerca del convento.

Alatriste guardó silencio. Estuvo así mucho rato, mirando el ir y venir. Hacia la esquina sonaron unas notas de guitarra.

– Sólo es un chiquillo -dijo por fin-. Hay que sacarlo de allí.

– Imposible. Más bien guardaos de reuniros con él… Imagino que confían en su testimonio para inculparos.

– No se atreverán a maltratarlo.

Tras el embozo de Don Francisco sonó su risa ácida, desganada.

– La Inquisición, capitán, se atreve a todo.

– Pues hay que hacer algo.

Lo dijo muy frío, obstinado, fijos los ojos en el extremo del pasadizo, donde seguía sonando la guitarra. Don Francisco miraba en la misma dirección.

– Sin duda -convino el poeta-. Pero no sé qué.

– Tenéis amigos en la Corte.

– Los he movilizado a todos. No olvido que fui yo quien os metió en esto.

El capitán hizo un gesto a medias, alzando un poco la mano para descartar cualquier culpa de Don Francisco. Una cosa era que, como amigo, esperase de él cuanto estaba a su alcance; y otra que le reprochara nada. Alatriste había cobrado por el trabajo, y yo era, sobre todo, asunto suyo. Después de aquello se estuvo un rato tan quieto y callado que el poeta lo miró con inquietud.

– No se os ocurra entregaros -susurró-. Eso no ayudaría a nadie, y menos a vuestra merced.

Alatriste siguió en silencio. Tres o cuatro rufianes de los retraídos se habían puesto a platicar cerca de ellos, con mucho vuacé, mucho so camarada y mucho a fe del hijodalgo que ninguno era ni por asomo. Los nombres con que se interpelaban unos a otros no iban a la zaga: Espantadiablos, Maniferro. Al cabo de un rato, el capitán habló de nuevo.

– Antes -apuntó en voz baja- dijisteis que la Inquisición quiso matar varios pájaros de un tiro… ¿Qué más hay en esto?

Don Francisco respondió en el mismo tono:

– Vos. Erais el cuarto palomo, pero sólo lo lograron a medias… Todo el plan fue trazado, según parece, por dos conocidos vuestros: Luis de Alquézar y fray Emilio Bocanegra.

– Pardiez.

Quedó en suspenso el poeta, creyendo que el capitán iba a añadir algo al juramento; pero éste permaneció en silencio. Seguía vuelto hacia el callejón, inmóvil tras el rebozo de la capa, y el ala del sombrero ocultaba su rostro en tinieblas.

– Por lo visto -prosiguió Don Francisco- no os perdonan aquel asunto del príncipe de Gales y Buckingham… Y ahora la ocasión la pintan calva: el padre Coroado, el convento del valido, la familia de conversos y vuestra merced harían lindo paquete para un auto de fe.

Interrumpiólo uno de los rufianes, que al echarse atrás a beber en un zaque tropezó con Don Francisco. Revolvióse el hampón con mucho resonar de hierro en el cinto y muy malas maneras.

– ¡A fe de quien soy que estorba uced, compañero!

Mirólo con sorna el poeta, y fuese un poco para atrás, recitando entre dientes, burlón:

Vos, Bernardo entre franceses

y entre españoles Roldán,

cuya espada es un Galeno

y una botica la faz.

Oyólo el matarife y amoscóse luego, haciendo ademán de requerir con mucho aparato.

– ¡Cuerpo de Cristo -dijo- que ni Galeno, ni Roldán, ni Bernardo me llamo, sino que Antón Novillo de la Gamella tengo por buen nombre!… ¡Y a fuer de hijodalgo, con hígados para jiferarle a cercén las orejas a quien se me apitone!

Decía eso con mucho aspaviento de desnudar la herreruza, pero sin decidirse a meter mano por ignorar con quién se jugaba los cuartos. Llegáronse en esto los camaradas, con similar talante y ganas de bulla, parándose con las piernas abiertas, fragor de mucho hierro y retorcer de mostachos. Eran de esos que se opinan tanto de bravos, que por alardear confiesan lo que no hicieron. Entre todos hubieran acuchillado en medio soplo a un manco, pero Don Francisco no lo era. Alatriste vio que el poeta despejaba por atrás daga y espada, y sin llegar a desembozarse del todo protegíase el vientre con el revuelo de la capa. Se disponía él a hacer lo mismo, pues para danza de blancas el sitio estaba diciendo bailadme, cuando uno de los compadres del jaque -un bravonel grande tocado con montera, que llevaba un tahalí de a palmo cruzándole el pecho, y al extremo una enorme herreruza, dijo:

– Duecientas mojadas vamos a tarascarles a estos señores en los cuajares, camaradas. Que aquí, el que no se va en uvas se va en agraz.

Tenía en la cara más puntos y marcas que un libro de música, amén del acento y las trazas de los rufianes del Potro de Córdoba -rufián cordobés y hembra valenciana, rezaba el refrán-, y hacia también ademán de aligerar la vaina, pero sin concluir el gesto; esperando que se les juntase algún rufo más de las cercanías, pues siendo cuatro a dos aún no parecía antojársele parejo el lance. Entonces, para sorpresa de todos, Diego Alatriste se echó a reír.

– Venga, Cagafuego -dijo, con festiva sorna-. Dénos vuestra merced cuartel a este caballero y a mi, y no nos matéis de a siete, sino poquito a poco. Por los viejos tiempos.

Estupefacto, el jaque grandullón se quedó mirándolo, muy corrido, esforzándose en reconocerlo pese a la oscuridad y al rebozo. Al cabo se rascó bajo la montera, que llevaba incrustada sobre unas cejas tan espesas que parecían una.

– Anda la Vírgen -murmuró por fin-. Pero si es el capitán Alatriste.

– El mismo -confirmó éste-. Y la última vez nos vimos a la sombra.

Era muy cierto lo de la última. En cuanto a la primera, ingresado el capitán por unas deudas en la cárcel de Corte, habíale puesto como primer trámite una cuchilla de carnicero en el cuello al tal Cagafuego, de nombre Bartolo, que pasaba por el más valentón entre los presos del estaribel. Eso le había confirmado a Diego Alatriste fama de hombre de asaduras, amén del respeto del cordobés y de los otros presos. Respeto que se trocó en lealtad cuando fue repartiendo entre ellos los potajes y las botellas de vino que le enviaban Caridad la Lebrijana y sus amigos para aliviarle el hospedaje. Incluso, ya en libertad, había seguido favoreciéndolos de vez en cuando.

– Os hacía apaleando sardinas, señor Cagafuego. Al menos para allí abajo iba vuestra merced, si mal no recuerdo.

Los compadres del bravo habían mudado de actitud -incluido el llamado Antón Novillo de la Gamella-, y ahora asistían al asunto con curiosidad profesional y una cierta consideración, cual si la deferencia que su compadre mostraba a aquel embozado fuese mejor aval que un breve del Papa. Por su parte, Cagafuego parecía complacido de que Alatriste estuviera al tanto de su currículum laudis.

– Vaya que sí, señor capitán -repuso, y su tono había cambiado mucho desde las duecientas mojadas prometidas poco antes-. Y allí estaría de bogavante, tocando música con los grilletes y palmas en un remo de las galeras del Rey de no ser por mi santa, Blasa Pizorra, que se amancebó con un escribano, y entre los dos templaron al juez.

– ¿Y qué hacéis retraído?… ¿O andamos de visita?

– Retraído y bien retraído, voto a Dios -se lamentó no sin resignación el escarramán-. Que hace tres días yo y aquí los camaradas le vaciamos a lo catalán el alma a un corchete, y a iglesia nos llamamos hasta que escampe. O hasta que mi coima ahorre unos ducados, pues ya sabe vuacé que no hay más Justicia que la que uno compra.

– Me alegro de veros.

En la penumbra, Bartolo Cagafuego abrió la boca en algo parecido a una sonrisa amistosa, oscura y enorme.

– Y yo de verle a uced tan bueno. Y a fe que me tiene a su disposición aquí en San Ginés, con mis hígados y esta gubia -palmeó la espada, que resonó con mucho estrépito contra daga y puñales- para servir a Dios y a los camaradas, por si se le ofrece calaverar a alguien en horas de poca luz -miró a Quevedo, conciliador, y volvióse de nuevo al capitán tocándose la montera con dos dedos-. Y disimule vuacé el equívoco.

Dos daifas pasaron corriendo, recogido el vuelo de las faldas en la carrera. Había callado la guitarra de la esquina, y un movimiento de inquietud y prisa agitaba a la chusma apostada en el pasadizo. Volviéronse todos a mirar.

– ¡La gura!… ¡La gura! -voceó alguien.

En la esquina se oía bullicio de alguaciles y corchetes. Sonaron voces de ténganse a fe, ténganse que yo lo digo, y luego los consabidos gritos de favor a la justicia y al Rey. Apagóse de un golpe el farolillo mientras se dispersaba la parroquia con la velocidad de un rayo: los retraídos a la iglesia, y el resto ahuecando pasadizo y calle Mayor arriba. Y en menos tiempo del que se despachan almas, allí no quedó una sombra.

De recogida, camino de la cava de San Miguel dando un amplio rodeo en torno a la plaza Mayor, Diego Alatriste se detuvo enfrente de la taberna del Turco. Inmóvil al otro lado de la calle, protegido por la oscuridad, estuvo un rato observando los postigos cerrados y la ventana iluminada del piso de arriba, donde Caridad la Lebrijana tenía su casa. Ella estaba despierta, o bien había dejado una luz como señal para él. Aquí estoy y te espero, parecía decir el mensaje. Pero el capitán no cruzó la calle. Se limitó a permanecer muy quieto, la capa a modo de embozo y el chapeo bien calado, procurando fundirse con las tinieblas de los portales. La calle de Toledo y la esquina de la del Arcabuz se veían desiertas, pero resultaba imposible averiguar si alguien espiaba desde el resguardo de algún zaguán. Lo único que podía ver era la calle vacía y aquella ventana iluminada, donde le pareció que cruzaba una sombra. Quizá la Lebrijana estaba despierta, aguardándolo. La imagino moviéndose por la habitación, con el cordón de la camisa de dormir flojo sobre los hombros morenos y desnudos, y añoró el olor tibio de aquel cuerpo que, pese a las muchas guerras que también había librado en otro tiempo, guerras mercenarias de a tanto la noche, besos y manos extrañas, seguía siendo hermoso, denso Y cálido, confortable como el sueño, o como el olvido.

Luchó con el deseo de cruzar la calle y refugiarse en aquella carne acogedora que nunca se negaba; pero se impuso el instinto de conservación. Rozó con la mano la empuñadura de la vizcaína que llevaba al costado izquierdo, junto a la espada, sirviendo de contrapeso a la pistola que ocultaba bajo la capa, y volvió a escudriñar, desconfiado, al acecho de una sombra enemiga. Y por un largo momento deseó encontrarla. Desde que me sabía en manos de la Inquisición, y conocía además la identidad de quienes habían movido los hilos de la celada, albergaba una cólera lúcida y fría, rayana en la desesperación, que necesitaba echar afuera de algún modo. La suerte de Don Vicente de la Cruz y sus hijos, incluso la de la novicia encarcelada, no le importaban tanto. En las reglas del juego peligroso donde a menudo iba en prenda la propia piel, aquello formaba parte del negocio. Lo mismo que en cada combate se producían bajas, los lances de la vida deparaban ese tipo de cosas. Y él las asumía desde el principio con su impasibilidad habitual; un talante que, si a veces parecía rozar la indiferencia, no era otra cosa que estoica resignación de viejo soldado.

Pero conmigo era diferente. Yo era -si me permiten vuestras mercedes expresarlo de algún modo- lo que para Diego Alatriste y Tenorio, veterano de los tercios de Flandes y de aquella España peligrosa y bronca, podía representar la palabra remordimiento. A mí no le era tan fácil asignarme fríamente a la lista de bajas de un mal lance o un asalto. Yo era su responsabilidad, le pluguiera o no. Y del mismo modo que los amigos y las mujeres no se escogen, sino que te eligen ellos a ti, la vida, mi padre muerto, los azares del Destino, habíanme puesto en su camino y de nada valía cerrar los ojos ante un hecho molesto y muy cierto: yo lo convertía en más vulnerable. En la vida que le había tocado vivir, Diego Alatriste era tan hideputa como el que más; pero era uno de esos hideputas que juegan según ciertas reglas. Por eso estaba callado y quieto, que era una forma tan buena como otra cualquiera de estar desesperado. Y por eso atisbaba los rincones oscuros de la calle, deseando encontrar agazapado a un esbirro, un espía, un enemigo cualquiera en quien calmar aquella desazón que le crispaba el estómago y le hacía apretar los dientes hasta sentir doloridas las quijadas. Deseó hallar a alguien, y luego deslizarse hacia él en la oscuridad, con sigilo, para sujetarlo contra la pared, ahogada su voz con la capa, y sin pronunciar una sola palabra meterle bien la daga en la garganta; hasta que dejara de moverse y quedara servido el diablo. Porque, puestos a considerar reglas, las suyas eran ésas.

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