Desperté con sobresalto, dolorido, en la oscuridad de un coche en movimiento cuyas ventanillas estaban cegadas. Sentía un peso extraño en las muñecas, y al moverme escuché un tintineo metálico que me llenó de espanto: llevaba grilletes de hierro, y éstos se hallaban sujetos al suelo del carruaje con una cadena. A través de las rendijas vislumbré luz, por lo que deduje era ya entrado el día. De cualquier modo, yo no tenía idea del tiempo transcurrido desde mi prisión; pero el carruaje rodaba a velocidad regular, y a veces, en las cuestas, oía el chasquido del látigo y los gritos del cochero fustigando a las mulas. También sonaban cascos de caballerías junto al estribo, yendo y viniendo. Me conducían, pues, fuera de la ciudad, encadenado y con escolta. Y según había oído al caer preso, quien me llevaba era la Inquisición. No había que estrujarse mucho el magín para concluir lo evidente: si alguien tenía un negro futuro en perspectiva, ese alguien era yo.
Lloré. Me puse a llorar con desconsuelo en la oscuridad traqueteante del carruaje, donde nadie podía verme. Lloré hasta que no me quedaron lágrimas, y luego, sorbiéndome los mocos, me acurruqué en un rincón y me puse a esperar, muerto de miedo. Como todos los españoles de entonces, yo sabía suficiente de los usos inquisitoriales -aquella siniestra sombra formó durante años y años parte de nuestras vidas- para conocer cuál era mi destino: las temibles mazmorras secretas del Santo Oficio, en Toledo.
Creo haber hablado antes a vuestras mercedes de la Inquisición. Lo cierto es que no fue aquí peor que en otros países de Europa; aunque holandeses, ingleses, franceses y luteranos, que eran entonces nuestros enemigos naturales, la incluyeran en esa infame Leyenda Negra con la que justificaron el saqueo del imperio español en la hora de su decadencia. Verdad es que el Santo Oficio, creado para velar por la ortodoxia de la fe, en España fue más riguroso que en Italia y Portugal, por ejemplo, y aún peor en las Indias Occidentales. Pero Inquisición hubo también en otros sitios. Y además, con su pretexto o sin él, tudescos, franceses e ingleses chamuscaron más heterodoxos, brujas y pobres desgraciados que los quemados en España; donde, merced a la puntosa burocracia de la monarquía austriaca, todos y cada uno de los chicharrones que hubo, muchos pero no tantos, figuran debidamente registrados con procesos, nombres y apellidos. Cosa de la que no pueden presumir, por cierto, los gabachos del Rey cristianísimo de Francia, los malditos herejes de más arriba o la Inglaterra siempre falsa, miserable y pirata; que cuando quemaban ellos lo hacían alegremente y a montón, sin orden ni concierto y según les venía en ganas o en intereses, condenado hatajo de hipócritas. Además, en aquel tiempo la justicia seglar era tan cruel como la eclesiástica, y las gentes también lo eran, por incultura y por afición natural del vulgo a ver descuartizar al prójimo. De cualquier modo, la verdad es que a menudo la Inquisición fue un arma de gobierno en poder de reyes como nuestro cuarto Felipe, que dejó en sus manos el control de cristianos nuevos y judaizantes, la persecución de brujos, bígamos y sodomitas, e incluso la potestad de censurar libros y combatir el contrabando de armas y caballos, y el de la moneda y su falsificación. Esto, con el argumento de que contrabandistas y monederos falsos perjudicaban grandemente los intereses de la monarquía; y quien era enemigo de ésta, defensora de la fe, lo era también de Dios, en corto y por derecho.
Y sin embargo, a pesar de las calumnias extranjeras, y a pesar de que no todos los procesos se resolvieron en la hoguera y hubo numerosos ejemplos de piedad y de justicia, la Inquisición, como todo poder excesivo en manos de los hombres, resultó nefasta. Y la decadencia que sufrimos los españoles en el siglo -polvos que trajeron y traerán todavía muchos lodos- puede explicarse, ante todo y sobre todo, por la supresión de la libertad, el aislamiento cultural, la desconfianza y el oscurantismo religioso creados por el Santo Oficio. Era tan grande el horror que esparcía, que hasta sus llamados familiares, agentes colaboradores de la Inquisición -oficio que podía adquirirse con dinero-, gozaban de completa impunidad. Decir familiar del Santo Oficio equivalía a decir espía o delator, y de ellos se censaban 20.000 en la España del católico Felipe. Con ese panorama, hagan cuentas vuestras mercedes de lo que la Inquisición significó en un país como el hispano, donde a la justicia la movía menos un toro que un doblón de a ocho, donde se compraba y se vendía hasta el Santísimo Sacramento, y donde, además, cada hijo de vecino tenía cuentas que ajustar con otro, sin que hubiese dos españoles -y a fe mía sigue sin haberlos- que tomaran el chocolate para el desayuno de la misma forma: de Guaxaca aquél, negro el otro, ése removido con leche, éste con picatostes y el de más allá en jícara y con torrijas. La cuestión ya no era ser buen católico y cristiano viejo, sino parecerlo. Y nada lo parecía más que delatar a quienes no lo eran; o a quienes uno sospechaba, por viejos rencores, celos, envidias o querellas, que bien pudieran no serlo. Y entre el paisanaje, como era de esperar, llovían las denuncias, y el sé de buena tinta, y el cuentan que, igual que si cayese granizo. Así, cuando el dedo implacable del Santo Oficio apuntaba a algún infeliz, éste se veía abandonado en el acto de valedores, amigos y parientes. Y de ese modo acusaba el hijo al padre, la mujer al marido, y el preso necesitaba delatar a cómplices, o inventarlos, para escapar a la tortura y a la muerte.
Y ahí estaba yo, a mis trece años, atrapado en aquella red siniestra, sabiendo lo que me esperaba y sin atreverme siquiera a parar muchas mientes en ello. Conocía historias de gente que se había quitado la vida para escapar al horror de las cárceles hacia las que me llevaban; y debo confesar que allí, en la oscuridad del carruaje, llegué a comprenderlos bien. Hubiera sido más fácil y más digno, discurría, haberme ensartado en la espada de Gualterio Malatesta y concluir el negocio con rapidez y limpieza. Pero, sin duda, la Divina Providencia quería hacerme pasar por esa prueba. Suspiré hondo, acurrucado en mi rincón, resignado a afrontarla sin remedio. Aunque no hubiera estado de más, meditaba, que la Providencia, divina o no, le hubiera reservado aquella prueba a cualquier otro.
Durante el resto del viaje pensé mucho en el capitán Alatriste. Deseaba con toda mi alma que estuviera a salvo, tal vez en algún lugar cercano, dispuesto a liberarme. Pero la idea no se sostuvo mucho tiempo. Aun en el caso en que hubiera escapado de lo que, sin duda, era trampa bien aderezada por sus enemigos, aquel no era un libro de caballerías; y los grillos que tintineaban en mis manos con el movimiento del carruaje eran harto reales. Como lo eran el miedo y la soledad que sentía, y mi destino incierto. O cierto, según el punto de vista. El caso es que, más adelante, la vida y el paso del tiempo, las aventuras, los amores, y las guerras del Rey nuestro señor, hiciéronme perder la fe en muchas cosas. Pero ya entonces, pese a mis pocos años, yo había dejado de creer en los milagros.
El carruaje se detuvo. Oí cómo el cochero cambiaba las mulas, así que de fijo parábamos en algún relevo de posta. Me aplicaba a calcular dónde estaríamos, cuando se abrió la portezuela; y el resplandor repentino de la luz deslumbróme de tal modo que durante unos instantes fui ciego. Me froté los ojos y, cuando pude ver, Gualterio Malatesta se hallaba junto al estribo, observándome. Vestía como siempre de negro riguroso, incluso guantes y botas, pluma negra en el sombrero y aquel bigote fino que acentuaba la delgadez de sus facciones, forzando el contraste entre la pulcritud de su recorte y el rostro donde lucía, tan devastado por marcas y cicatrices que recordaba un campo de batalla. A su espalda, al término de un amplio declive del terreno y a cosa de media legua, pude ver que Toledo se recortaba en el paisaje dorado por el sol poniente, con sus viejas murallas coronadas por el alcázar del emperador Carlos.
– Aquí nos despedimos, rapaz -dijo Malatesta.
Lo miré aturdido, sin comprender. El mío debía de ser un aspecto lamentable, con toda la sangre seca del pobre Luis de la Cruz en mi cara y ropas, y las huellas del viaje. Por un momento creí ver fruncirse el ceño del italiano, como si no estuviera satisfecho de mi estado, O de mi situación. Yo seguía mirándolo, confuso.
– Aquí se hacen cargo de ti -añadió, al cabo.
Inició un esbozo de sonrisa: aquel gesto suyo lento, cruel y peligroso, que descubría los dientes blancos como colmillos de un lobo. Pero lo interrumpió en seguida, cual con desgana. Tal vez estimó que yo estaba asaz abatido como para mortificarme con su mueca. Lo cierto es que no parecía del todo a sus anchas. Todavía me observó un momento y luego, otra vez inescrutable, apoyó la mano en la portezuela para cerrarla de nuevo.
– ¿Dónde me llevan? -pregunté.
Mi voz había sonado débil, tan desconocida como si perteneciera a otro. El italiano se quedó quieto. Sus ojos negros como la muerte me miraban sin parpadear. Gualterio Malatesta siempre te miraba igual que si no tuviera párpados.
– Allí.
Señalaba con un gesto del mentón la ciudad que tenía a la espalda. Miré su mano apoyada en la portezuela como si fuera la mano del verdugo, y aquella la losa de una tumba. Luego quise prolongar lo que mi instinto decía era la última luz del sol que iba a ver en mucho tiempo.
– ¿Por qué?… ¿Qué he hecho?
No respondió. Sólo siguió observándome un poco más. Hasta mí llegaba el ruido del cambio de mulas, y al enganchar las de refresco se estremeció el carruaje. Vi pasar por detrás del italiano a varios hombres armados hasta los dientes, y entre ellos los hábitos negros y blancos de un par de frailes dominicos. Uno me dirigió al pasar una ojeada indiferente y breve, cual si en vez de a ser humano la dirigiese a un objeto; y aquella mirada me produjo más miedo que ninguna otra cosa.
– Lo siento, rapaz -dijo Malatesta.
Parecía haber leído el horror en mi pensamiento. Y que me lleve el diablo si en aquel momento no pensé de veras que era sincero. Fue sólo un instante, sin embargo. Esas tres palabras, y apenas un reflejo en la oscuridad de su mirada. Más cuando quise ahondar en lo que creí atisbo de compasión, topéme de nuevo con la máscara impasible del sicario. Vi que empezaba a cerrar la portezuela.
– ¿Qué es del capitán? -pregunté angustiado, intentando retener un poco más aquel sol que estaban a punto de arrebatarme, quizá para siempre.
Siguió callado. Quedaban dos cuartas de luz enmarcando su rostro sombrío. Y entonces sí que advertí, sin lugar a dudas, un levísimo relámpago de despecho cruzarle el semblante. Duró sólo un momento, y en el acto quedó oculto tras la mueca cruel, la sonrisa peligrosa, carnicera, que por fin crispó los labios pálidos y fríos del italiano. Pero entonces mi corazón ya saltaba de gozo y la mueca se me daba una higa; pues comprendí, en el acto y con toda certeza, que Diego Alatriste había logrado eludir la emboscada.
Entonces Malatesta cerró de golpe y quedé otra vez en tinieblas. Oí órdenes confusas, el galope de un caballo alejándose y luego el látigo del cochero. Después, las mulas se pusieron en marcha y el carruaje rodó, conduciéndome allí donde ni siquiera Dios iba a estar de mi parte.
El desamparo de estar en manos de una maquinaria omnipotente, desprovista de sentimientos y por tanto de piedad, se manifestó apenas me hicieron descender del coche en un lóbrego patio interior, que el crepúsculo hacía más sombrío. Después de quitarme los grilletes fui conducido a un sótano por una escolta silenciosa de cuatro esbirros del Santo Oficio y los dos dominicos que había entrevisto en el cambio de mulas. Ahorro a vuestras mercedes los trámites: desde desnudarme en minucioso registro, a interrogatorio preliminar por un escribano que reclamó de mi, gracia, apellidos, edad, nombre de mi padre y de mi madre, el de mis cuatro abuelos y el de mis ocho bisabuelos, vivienda actual y lugar de origen. Después, en rutinario tono de trámite, comprobó mis conocimientos de buen cristiano haciéndome recitar el padrenuestro y el avemaría, antes de pedirme el nombre de cuanta persona pudiera recordar relacionada con mí situación. Pregunté cuál era mi situación, y no me la dijo. Pregunté por qué estaba allí, y tampoco. Al volver a insistirme sobre mis conocidos no respondí, aparentando confusión y miedo, o más bien -si he de ser franco- limitándome a exteriorizar los sentimientos sinceros que embargaban mi ánimo. Ante la insistencia del amanuense me eché a llorar sin consuelo, y eso pareció bastar de momento, pues dejó la pluma en el tintero, echó polvos en la página fresca y guardó los pliegos. Resolví, de ese modo, recurrir al llanto siempre que me viera apretado; aunque mucho temía no requerir esfuerzo para ello. Porque si algo no iba a faltar allí adentro, barruntaba en mi desdicha, eran motivos para derramar lágrimas.
Después de aquello, cuando creía haber finiquitado el trámite, comprobé que era sólo el proemio, o prólogo, y que el primer acto ni siquiera había comenzado todavía. Lo supe cuando fui llevado a una habitación cuadrada, sin ventanas ni saeteras, iluminada por un gran candelabro y cuyo mobiliario era una mesa grande, otra pequeña con recado de escribir, y unos pocos bancos. junto a la mesa grande se sentaban los dos frailes de la parada de postas, y un tercer individuo de barba oscura y ropón negro que le daba imponente aspecto de relator o de juez, con una cruz de oro al pecho. Tras la mesa pequeña se sentaba un escribano distinto al del interrogatorio preliminar: un tipo con aire de cuervo que apuntaba por lo menudo cuanto allí se decía, y mucho llegué a temer que también lo que no se decía. Dos esbirros, uno alto y fuerte y otro pelirrojo y flaco, me vigilaban. Y en la pared había un enorme crucifijo, cuyo inquilino parecía haber pasado antes por las manos de aquel mismo tribunal.
Como supe a partir de ahí, lo más terrible de estar preso en las cárceles secretas de la Inquisición era que nadie te decía cuál era el delito, ni qué pruebas o testigos había contra ti, ni nada de nada. Los inquisidores se limitaban a formular pregunta tras pregunta, con el escribano anotándolo todo, mientras te estrujabas el seso queriendo averiguar si lo que decías iba a cuenta de tu descargo o tu condena. Podías pasar así semanas, meses e incluso años ignorándolo todo sobre la causa de la prisión; con el agravante de que si tus respuestas no eran satisfactorias, recurríase al tormento para facilitar la confesión y pruebas necesarias. De ese modo eras torturado y respondías sin ton ni son, ignorante de lo que en verdad tenías que responder; y todo te arrastraba a la desesperación, la delación consciente o inconsciente de tus amigos y de ti mismo, y a veces a la locura y la muerte. Eso, cuando no ibas luego con sambenito y encorozado al cadalso, el garrote en torno al cuello, una pira de buena leña bajo los pies, y tus vecinos y antiguos conocidos aplaudiendo en la plaza, encantados con el espectáculo.
Al menos yo sí sabía por qué estaba allí; aunque eso tampoco fuera gran consuelo. Por ello, tras las preguntas iniciales pronto vime en serios aprietos. Sobre todo cuando el fraile más joven, el mismo que me había mirado con indiferencia en el carruaje durante mi última charla con Malatesta, inquirió los nombres de mis cómplices.
– ¿Los cómplices de qué, Ilustrísima?
– No soy Ilustrísima -dijo el otro, sombrío, la amplia tonsura brillándole con la luz del candelabro-. Y te interrogo por los cómplices de tu sacrilegio.
Se repartían los papeles, como en las comedias. Mientras el del ropón negro y la barba permanecía silencioso, cual juez que escucha y delibera consigo mismo antes de emitir sentencia, los dos frailes desempeñaban con mucho oficio el papel de inquisidor implacable, el más joven, y de confidente benévolo, el otro, que era algo mayor, con aspecto más regordete y plácido. Pero yo llevaba en la Corte tiempo sobrado para adivinar ciertas tretas; así que resolví no fiar en el uno ni en el otro, y hacer como que no veía al del ropón negro. Además, ignoraba cuánto era lo que sabían. Y carecía de la menor idea sobre si mi sacrilegio -como acababan de definirlo- era exactamente el mismo que ellos pretendían que fuera. Porque, en hablando con quien puede hacer que te pese, el peligro tanto está en pedir naipe de menos como en pedir naipe de más. Y hasta decir aquí me planto puede aparejarte la ruina.
– No tengo cómplices, reverendo padre -me dirigía al gordito, pero sin demasiada esperanza-. Ni he cometido sacrilegio alguno.
– ¿Niegas -preguntó el más joven- que en compañía de otros fuiste cómplice en la profanación del convento de las Adoratrices Benitas?
Ya era algo, aunque ese algo me erizase la piel imaginando sus consecuencias. Aquélla era una acusación concreta. La negué, por supuesto. Y acto seguido negué conocer, ni de vista, al hombre malherido con quien, de camino a mi casa, había topado casualmente bajo el pretil de la cuesta de los Caños del Peral. También negué que me resistiera a ser detenido por agentes del Santo Oficio; como negué, en fin, todo cuanto pude, salvo el hecho incontestable de que habíanme echado el guante con una daga en la mano, y manchado de la sangre ajena que aún era costra seca en mi jubón. Como negar aquello era imposible, me embarqué en una maraña de circunloquios y explicaciones que nada venían al caso; y por fin me eché a llorar, recurso extremo para excusar nuevas preguntas. Pero aquel tribunal había visto correr muchas lágrimas; de modo que los frailes, el hombre del ropón y el escribano se limitaron a esperar que terminasen mis jeremiadas. Parecían tener sobrado tiempo libre; y eso, junto a la indiferencia que mostraban -ni encarnizamiento ni reproches, dirigiéndome una y otra vez las mismas preguntas con monótona insistencia-, era lo más inquietante. Aunque intentaba mantener el aire de despreocupación y despejo que suponía propios de un inocente, eso era lo que secretamente me aterraba de aquellos hombres: su frialdad y su paciencia. Porque al cabo de una docena de noes y nosés por mi parte, hasta el fraile gordito había dejado de fingir, y era obvio que la compasión más cercana estaba a varias leguas de distancia.
Yo no había probado bocado en más de veinticuatro horas, y empezaba a desfallecer pese a estarme sentado en un banco. Así, agotado el recurso de las lágrimas, empecé a considerar las ventajas de un desmayo que, tal y como andaba todo, no iba a ser por completo un ardid. Fue entonces cuando el fraile dijo algo que sí estuvo a punto de hacerme desmayar sin disimulo alguno.
– ¿Qué sabes de Diego Alatriste y Tenorio, por mal nombre capitán Alatriste?
Hasta aquí has llegado, Íñigo, pensé. Se acabó. Termináronse las negaciones y la palabrería inútil. A partir de ahora cualquier cosa que digas, incluso que afirmes o desmientas delante de ese escribano que anota hasta el menor de tus suspiros, puede ser utilizado contra el capitán. Así que eres mudo, te lleve eso donde te lleve. Y de tal modo, a pesar de mi situación y de que me daba vueltas la cabeza, y a pesar del pánico infinito que me invadía sin remedio, decidí, reuniendo los últimos despojos de firmeza, que ni aquellos frailes, ni las cárceles secretas, ni el consejo de la Suprema, ni el Papa de Roma iban a arrancarme una palabra sobre el capitán Alatriste.
– Responde a la pregunta -ordenó el más joven.
No lo hice. Miraba el suelo ante mí, una losa partida por una grieta que hacía zigzag, tan torcida como mi suerte perra. Y seguí mirando al mismo sitio cuando uno de los esbirros que tenía detrás, obedeciendo la orden emitida por el fraile con sólo un parpadeo, se adelantó para atizarme un pescozón tremendo que sentí restallar en mi cogote como un mazazo. Por el volumen de la mano, calculé, había sido el alto y fuerte.
– Responde a la pregunta -repitió el fraile.
Seguí mirando la grieta del suelo sin decir ni pío, y de nuevo recibí un golpe aún mayor que el primero. Las lágrimas, sinceras como el dolor de mi maltrecho pescuezo, afluyeron pese al esfuerzo. Las sequé con el dorso de la mano; precisamente ahora no quería llorar.
– Responde a la pregunta.
Mordíme los labios para ni tan siquiera abrir la boca, y de pronto la grieta del suelo ascendió rápidamente hasta mis ojos mientras mis tímpanos resonaban, bang, como el parche de un tambor. Esta vez el golpe me había tirado de bruces al suelo. Las losas estaban tan frías como la voz que sonó después.
– Responde a la pregunta.
Las palabras procedían de muy lejos, como de las calenturas de un mal sueño. Una mano me hizo poner boca arriba, y vi el rostro del esbirro pelirrojo inclinado sobre mí; Y algo más atrás, el del fraile que me interrogaba. Y no pude contener un gemido de desesperación y abandono, porque supe que nada iba a sacarme de allí, y que, en efecto, ellos tenían todo el tiempo del mundo. En cuanto a mí, el camino que iba a recorrer hasta el infierno sólo acababa de empezar, y no tenía ninguna prisa en proseguir tal viaje. Así que muy lindamente me desmayé, justo cuando el pelirrojo me sostenía agarrado por el jubón para incorporarme. Y -pongo por testigo al Cristo que miraba desde la pared- esta vez no tuve que fingirlo en absoluto.
Ignoro cuánto tiempo transcurrió después, en la celda húmeda donde fui recluido en la sola compañía de una rata enorme que se pasaba el tiempo mirándome desde un oscuro sumidero que había en un ángulo de la estancia. Dormí, tuve pesadillas, cacé chinches en mis ropas para matar el tiempo, y por tres veces devoré el pan duro y la escudilla de nauseabundo potaje que un carcelero sombrío y mudo puso en el umbral de la celda con mucho estrépito de llaves y cerrojos. Estaba industriando el modo de acercarme a la rata y matarla, pues su presencia me llenaba de terror cada vez que sentía vencerme el sueño, cuando el esbirro bermejo y el grandullón -así le haya dado Dios como a mí me dio- vinieron en mi busca. Esta vez, tras recorrer varios corredores a cuál más siniestro, vime en una estancia parecida a la primera, con ciertas tenebrosas novedades en lo que se refiere a compañía y mobiliario. Tras la mesa, amén del individuo de barba y ropón negro, el escribano con cara de cuervo y los dominicos, había otro fraile de la misma orden a quien los demás trataban con mucho respeto y sumisión. Y verlo daba miedo. Tenía el cabello gris, corto, en forma de casquete alrededor de las sienes; y las mejillas hundidas, las manos descarnadas como garras que emergían de las mangas del hábito, y sobre todo el brillo fanático de unos ojos que parecían consumidos por la fiebre, hacían desear no tenerlo nunca como enemigo. A su lado, los otros parecían tiernas hermanitas de los pobres. Y a eso hay que añadir, en un lado de la habitación, un potro de tortura con las cuerdas listas para ser ocupadas. Esta vez no había silla donde sentarme, y las piernas, que me sostenían a duras penas, empezaron a temblar. Allí faltaba pescado para tanto gato.
De nuevo ahorraré a vuestras mercedes los trámites y el prolijo interrogatorio a que fui sometido por mis viejos conocidos los dominicos, mientras el del ropón y el nuevo inquisidor oían y callaban, los esbirros permanecían quietos a mi espalda, y el escribano mojaba una y otra vez la pluma en el tintero para anotar todas y cada una de mis respuestas y silencios. Esta vez, merced a la actitud del recién llegado -pasaba a los interrogadores papeles que éstos leían con atención antes de formular nuevas preguntas-, pude hacerme alguna idea de lo que me había caído encima. La temible palabra «judaizantes» se pronunció al menos cinco veces, y a cada una de ellas yo sentía erizárseme el cabello. Aquellas once letras habían llevado a mucha gente a la hoguera.
– ¿Sabías que la familia de la Cruz no es de sangre limpia?
Esas palabras me alcanzaron como un golpe, pues no ignoraba su siniestro alcance. Desde la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos, la Inquisición perseguía con rigor los residuos de la fe mosaica, en especial a aquellos conversos que en secreto permanecían fieles a la religión de sus abuelos. En una España de tan hipócritas apariencias, donde hasta el más bajo villano alardeaba de hidalgo y cristiano viejo, el odio al judío era general, y los expedientes de limpieza de sangre probada, auténticos o comprados con dinero, eran imprescindibles para acceder a cualquier dignidad o cargo de importancia. Y mientras los poderosos se enriquecían en negocios de escándalo, abroquelados en misas y limosnas públicas, el pueblo, de espíritu violento y vengativo, mataba el hambre y el aburrimiento besando reliquias, usando indulgencias y persiguiendo con entusiasmo a brujas, herejes y judaizantes. Y como ya dije en alguna ocasión al referirme al señor de Quevedo y a otros, ni siquiera los más altos ingenios españoles eran ajenos a aquel clima de odio y rechazo a la heterodoxia. Consideremos que hasta el gran Lope había escrito:
Dura nación, que desterró Adriano,
y que por nuestro mal viniendo a España,
hoy tanto oprime y daña
el Imperio cristiano,
pues rebelde en su bárbara porfía
infama la española Monarquía.
O el otro grande de la comedia, Don Pedro Calderón de la Barca, quien haría decir más tarde a uno de sus famosos personajes:
¡Oh, qué maldita canalla!
Muchos murieron quemados,
y tanto gusto me daba
verlos arder, que decía,
atizándoles la llama:
«Perros herejes, ministro
soy de la Inquisición Santa.»
Sin olvidar al propio Don Francisco de Quevedo -el mismo que a tan menguada hora andaba sin duda o preso o fugitivo por hacer punto de honor en ayudar a un amigo de sangre conversa-, quien, paradojas de aquel siglo infame, fascinante y contradictorio, alumbró contra la raza de Moisés no pocos versos ni pocas prosas. Y es que en los últimos tiempos, quemados o expatriados los protestantes y los moriscos, la incorporación del reino de Portugal cuando nuestro bueno y grande Felipe II había traído copia de judíos disimulados o públicos en los que hincar el diente, y la Inquisición los rondaba como el chacal acecha la carroña. Tal era, por cierto, otro de los motivos que enfrentaban al valido, conde de Olivares, con el consejo de la Suprema. Porque, en su intento por conservar intacta la vasta herencia de los Austria, amén de exprimir las bolsas agotadas de los vasallos y las egoístas de los nobles, combatir en Flandes y esforzarse por quebrar los fueros de Aragón y Cataluña -lo que no era pedo de monja-, Don Gaspar de Guzmán, harto de que la monarquía fuese rehén en manos de banqueros genoveses, pretendía reemplazarlos por los de Portugal, cuya limpieza de sangre podía resultar dudosa, más su dinero era cristiano viejo, diáfano, contante y sonante. Esto enfrentó al valido con los consejos de Estado, con la Inquisición y con el propio nuncio apostólico, mientras el Rey nuestro señor, bondadoso y meapilas, débil en materia de conciencia como en otras muchas cosas, se mostraba indeciso; y prefería que nos diesen a todos sus súbditos bien por el saco, sangrándonos el último maravedí, a que nos contaminaran la fe. Lo que, dicho en plata, era hacernos un pan con unas hostias, o al revés, o como se diga. Y encima, ya más adelante y mediado el siglo, con la caída en desgracia del conde-duque, el Santo Oficio pasó factura, desencadenando una de las más crueles persecuciones de judeoconversos conocidas en España. Eso terminó de arruinar el proyecto de Olivares, de modo que muchos importantes banqueros y asentistas hispano-portugueses lleváronse a otros países, como Holanda, sus riquezas y su comercio en beneficio de los enemigos de nuestra corona; con lo que terminaron por jodernos del todo. Y digo terminaron, porque entre los nobles y los frailes de aquí, y los herejes de allá, y la puta que los parió a todos, remataron el desangrarnos bien. Que a perro flaco todo son pulgas, y los españoles no necesitamos a nadie para arruinarnos, pues siempre dominamos bien sobrados el finibusterre de hacerlo solos.
Y allí estaba yo, en resumen, apenas un mozo imberbe y en mitad de todos aquellos tejes y manejes por los que, eso saltaba a la vista, estaba a punto de pagar con mi joven cuello. Suspiré, desesperanzado. Luego miré al interrogador, que seguía siendo el dominico joven. El escribano aguardaba, suspendida la pluma sobre el papel, mirándome como se mira a alguien que lleva todos los puntos para convertirse en picón de brasero.
– No conozco a ninguna familia de la Cruz -respondí por fin, con cuanta convicción fui capaz-. Luego mal puedo conocer su limpieza de sangre.
El escribano inclinó la cabeza como si esperase aquella respuesta, rasgueó la pluma e hizo su puerco oficio. El fraile viejo y flaco no me quitaba ojo.
– ¿Sabes -preguntó el joven- que sobre Elvira de la Cruz pesa la acusación de incitar a prácticas hebraicas a sus compañeras monjas y novicias?
Tragué saliva. O más bien lo intenté, cuerpo de Dios, porque tenía la boca como un guijarro. La trampa se cerraba, y era una trampa endiabladamente siniestra. Negué de nuevo, cada vez más asustado de columbrar adónde me llevaba todo aquello.
– ¿Sabes que su padre y hermanos y otros cómplices, judaizantes como ella, intentaron liberarla después que fue descubierta y recluida por el capellán y la prioresa de su convento?
La cosa olía ya sin rebozo a chamusquina, y yo era carne de aquel asado. Volví a negar, pero esta vez la voz no quiso salir de mi garganta. No le plugo, dicho en culto, y hube de limitarme a negar con la cabeza. Pero mi fiscal, o lo que fuera, prosiguió implacable.
– ¿Y niegas que tú y tus cómplices formáis parte de esa conspiración judaica?
Ahí, a pesar del miedo -que no era por cierto ligero-, me amostacé un poco.
– Yo soy vascongado y cristiano viejo -protesté-. Tan bueno como mi padre, que fue soldado y murió en las guerras del Rey.
El inquisidor hizo un gesto despectivo con la mano, como si en las guerras del Rey muriese todo cristo y eso no significara gran cosa. Inclinóse entonces el inquisidor flaco y silencioso hacia el joven, deslizando unas palabras en su oído, y éste asintió respetuosamente. Luego el otro volvióse a mí, y habló por vez primera. Su tono era tan amenazador y cavernoso que, de pronto, el fraile joven se me antojó el non plus ultra de la comprensión y la simpatía.
– Repite tu nombre -ordenó el viejo flaco.
– Íñigo.
La mirada severa del dominico, los ojos febriles alojados en profundas cuencas, me habían hecho tartamudear la respuesta. Prosiguió, implacable.
– Íñigo y qué más.
– Íñigo Balboa.
– ¿Y el apellido de tu madre?
– Se llama Amaya Aguirre, reverendo padre.
Todo eso lo había dicho ya, y estaba en los papeles; de modo que el negocio daba muy mala espina. El fraile me dirigía una mirada feroz, extrañamente satisfecha.
– Balboa -dijo- es apellido portugués.
La tierra pareció faltar bajo mis pies, pues no se me escapaba el alcance de aquel tiro envenenado. Era cierto que el apellido procedía de la raya con Portugal, de donde mi abuelo había salido para alistarse en las banderas del Rey. De pronto -ya dije a vuestras mercedes que siempre fui mozo de buen despejo- todas las implicaciones del asunto se me iluminaron con tan meridiana claridad, que si hubiera tenido cerca una puerta abierta habría salido por ella a todo correr. Miré de soslayo el potro, aquel instrumento de tortura que aguardaba a un lado, y que la Inquisición nunca usaba como castigo, sino como instrumento para esclarecer la verdad; lo que no era más tranquilizador en absoluto. Mi única esperanza era que, según las reglas del Santo Oficio, no podía darse tormento a gentes de buena fama, consejeros reales o mujeres embarazadas, ni a siervos para que declarasen contra su amo, ni a menores de catorce años, O sea, a mí. Pero ya estaba a punto de cumplir esos fatídicos catorce; y si aquellos individuos eran capaces de buscarme antepasados judíos, también lo eran de hacerme crecer a su antojo los meses necesarios para una sesión de cuerda. Que, aunque solía hacerle cantar a uno, no era precisamente cuerda de guitarra.
– Mi padre no era portugués -protesté-. Era un soldado de origen leonés, como su padre, que a la vuelta de una campaña quedóse en Oñate y casó allí… Soldado y cristiano viejo.
– Eso dicen todos.
Entonces oí el grito. Fue un grito de mujer desesperado y terrible, amortiguado por la distancia; pero tan violento que se abrió camino por pasillos y corredores, atravesando la puerta cerrada. Como si no lo hubieran oído, mis inquisidores siguieron mirándome, imperturbables. Y yo me estremecí de espanto cuando el fraile flaco dirigió sus ojos febriles hacia el potro y luego volvió a mirarme con fijeza.
– ¿Qué edad tienes? -preguntó.
El grito de mujer sonó de nuevo, parecido a un latigazo de horror; y todos siguieron inmutables, como si nadie oyese aquello más que yo. Al fondo de sus cuencas siniestras, los ojos fanáticos del dominico parecían dos sentencias de hoguera. Yo temblaba como si tuviera cuartanas.
– Trece -balbucí.
Hubo un silencio angustioso, roto sólo por el rasguear de la pluma del escribano sobre el papel. Espero que lo haya anotado bien, pensé. Trece y ni uno más. En eso estaba cuando el fraile se dirigió a mí otra vez. La mirada se le había encendido más: un brillo nuevo e inesperado, de desprecio y de odio.
– Y ahora -dijo- vamos a hablar del capitán Alatriste.