11

Urras

Rodarred, la antigua capital de la Provincia de Avan, era una ciudad puntiaguda: un bosque de pinos, y por encima de las copas de los pinos, un bosque de torres más etéreas. Las calles eran oscuras y estrechas, mohosas, y a menudo veladas por la bruma a la sombra de los árboles. Sólo desde los siete puentes del otro lado del río se alcanzaban a ver las cúpulas de las torres. Algunas tenían centenares de pies de altura, otras parecían brotes raquíticos, como casas comunes desgargoladas. Algunas eran de piedra, otras de porcelana, mosaico, láminas de vidrio de color, revestidas de cobre, estaño, oro, ornamentadas de manera inverosímil, sutiles, rutilantes. En aquellas calles alucinatorias y encantadoras estaba instalado, y desde hacía trescientos años, el Consejo Urrasti de Gobiernos Mundiales. Numerosas embajadas y consulados ante el CGM y ante el gobierno de A-Io también se apiñaban en Rodarred, a sólo una hora de viaje desde Nio Esseia, la sede del gobierno nacional.

La Embajada Terrana ante el CGM estaba alojada en el Castillo de la Ribera, un edificio agazapado entre el camino de Nio y el río, y que proyectaba hacia arriba una sola torre achaparrada, de tejado cuadrangular y troneras laterales, semejantes a ojos entornados. Los muros habían soportado durante cuatrocientos años los embates de las armas y los vientos. Los árboles se amontonaban, oscuros, del lado de la orilla, y tendido entre ellos un puente levadizo cruzaba un foso. El puente levadizo estaba bajo, y los portones abiertos. El foso, el río, la hierba verde, los muros ennegrecidos, la bandera que flameaba en lo alto de la torre, todo centelleó brumosamente cuando el sol irrumpió entre la neblina que flotaba sobre el río, y las campanas de todas las torres de Rodarred tañeron en la larga, aberrante y armoniosa tarea de dar las siete.

Detrás del muy moderno escritorio en la sala de recepción del castillo, un funcionario estaba ocupado en un tremendo bostezo.

—No abrimos hasta las ocho —dijo con voz hueca.

—Quiero ver al Embajador.

—El Embajador está tomando el desayuno. Tendrá que concertar una entrevista. —El empleado se frotó los ojos acuosos y por primera vez vio con claridad al visitante. Lo miró perplejo, movió varias veces la mandíbula, y dijo—: ¿Quién es usted? ¿Dónde…? ¿Qué desea?

—Quiero ver al Embajador.

—Un momento —dijo el empleado en el más puro acento iótico, sin dejar de mirarlo, y estiró la mano hacia un teléfono.

Un automóvil se había detenido a la entrada del puente levadizo, en la puerta de la embajada, y varios hombres se apeaban ahora, los galones metálicos de las chaquetas negras resplandecientes a la luz del sol. Otros dos nombres acababan de entrar en el vestíbulo desde el cuerpo principal del edificio, conversando: hombres de aspecto extraño, vestidos con ropas extrañas. Shevek se movió de prisa alrededor del escritorio, hacía ellos, tratando de correr.

—¡Ayúdenme! —dijo.

Los hombres lo miraron, alarmados. Uno retrocedió, arrugando el ceño. El otro miró más allá de Shevek hacia el grupo uniformado que acababa de entrar en la embajada.

—Aquí dentro —dijo con frialdad, tomó el brazo de Shevek y se encerró con él en una pequeña oficina lateral, con dos pasos y un movimiento de la mano, tan preciso como un bailarín—. ¿ Qué pasa? ¿ Es usted de Nio Esseia?

—Quiero ver al Embajador.

—¿Es usted uno de los huelguistas?

—Shevek. Mi nombre es Shevek. De Anarres.

Los ojos del extraño relampaguearon, brillantes, inteligentes, en la cara de color negro azabache.

—¡Mi dios! —dijo el terrano en un murmullo, y en seguida en iótico—: ¿Está usted pidiendo asilo?

—No sé. Yo…

—Venga conmigo, doctor Shevek. Lo llevaré a un lugar donde podrá sentarse.

Hubo salones, escalinatas, la mano del hombre negro en el brazo de Shevek.

Alguien trató de sacarle el gabán. Shevek se defendió, temiendo que le buscasen la libreta de notas en el bolsillo de la camisa. Alguien habló con tono autoritario en una lengua extranjera. Otra voz le dijo:

—Cálmese. Trata de averiguar si está usted herido. Tiene el gabán ensangrentado.

—Otro hombre —dijo Shevek—. La sangre de otro hombre.

Logró incorporarse, aunque la cabeza le daba vueltas. Estaba sobre un diván, en una habitación espaciosa, soleada; aparentemente se había desmayado. Un par de hombres y una mujer lo observaban de cerca. Los miró sin comprender.

—Está usted en la Embajada de Terra, doctor Shevek, en suelo terrano. Perfectamente a salvo. Puede quedarse todo el tiempo que quiera.

La tez de la mujer era pardo-amarillenta, como tierra ferruginosa, y completamente lampiña, excepto en el cráneo. Las facciones eran extrañas e infantiles, la boca pequeña, la nariz de puente bajo, los ojos de párpados pesados y alargados, las mejillas y la barbilla redondeadas, con almohadillas de grasa. Toda la figura era redondeada, flexible, infantil.

—Aquí está a salvo —repitió ella.

Él trató de hablar, pero no pudo. Uno de los hombres le puso una mano en el pecho empujándolo con gentileza, diciendo:

—Acuéstese, acuéstese.

Shevek volvió a acostarse, pero murmuró:

—Quiero ver al Embajador.

—Yo soy el Embajador. Mi nombre es Keng. Nos alegra que haya acudido a nosotros. Aquí está seguro. Descanse ahora, por favor, doctor Shevek, más tarde hablaremos. No hay ninguna prisa. —La voz tenía una calidad extraña, cadenciosa, pero era grave y aterciopelada, como la voz de Takver.

—Takver —dijo Shevek en su propio idioma—, no sé qué hacer.

Ella dijo:

—Duerma —y él se durmió.

Después de dos días de sueño y otros dos de comidas, vestido otra vez con el traje iótico gris, que le habían lavado y planchado, lo llevaron al salón privado de la Embajadora, en el tercer piso de la torre.

La Embajadora no se inclinó ante él ni le estrechó la mano; unió las suyas juntando las palmas delante del pecho, y sonrió.

—Me alegra que se sienta mejor, doctor Shevek. No, tendría que decir Shevek simplemente, ¿es así? Por favor, siéntese. Lamento tener que hablarle en iótico, una lengua extraña para los dos. No conozco el idioma de usted. Me han dicho que es muy interesante, el único idioma inventado racionalmente que se ha convertido en la lengua de un gran pueblo.

Shevek se sentía grande, pesado, peludo, al lado de aquella mujer extraña y frágil. Se sentó en uno de los sillones profundos y mullidos. Keng también se sentó, pero hizo una mueca.

—Tengo la espalda enferma —dijo— de tanto sentarme en estos sillones confortables. —Y Shevek advirtió entonces que no era una mujer de treinta años o menos, como había pensado, sino que tenía sesenta o más; la piel tersa y el cuerpo de niña lo habían engañado—. En mi tierra —prosiguió ella— nos sentamos casi siempre en el suelo, sobre cojines. Pero si aquí hiciera eso, tendría que levantar la cabeza todavía más para mirar a todos. ¡Son tan altos ustedes, los cetianos…! Tenemos un pequeño problema. Es decir, no lo tenemos nosotros en realidad, pero sí lo tiene el gobierno de A-Io. Los amigos de usted en Anarres, los que están en comunicación radial con Urras, ya sabe, han estado queriendo hablar con usted muy urgentemente. Y el gobierno ioti se encuentra en un aprieto. —Sonrió, una sonrisa de pura diversión—. No sabe qué decir.

Era una mujer serena. Tenía la serenidad de una piedra desgastada por el agua, y mirándola Shevek se sintió más sereno. Se reclinó en el sillón y dejó pasar mucho tiempo antes de responder.

—¿Sabe el gobierno ioti que estoy aquí?

—Bueno, no oficialmente. Nosotros no hemos dicho nada, y ellos no han preguntado. Pero tenemos aquí, trabajando en la embajada, varios empleados y secretarios ioti. Así que, por supuesto, lo saben.

—¿Es peligroso para ustedes… que yo esté aquí?

—Oh, no. Somos la Embajada de Terra ante el Consejo de Gobiernos Mundiales, no ante la nación de A-Io. Nada prohíbe que esté aquí, y el Consejo se lo recordará a A-Io. Y como dije antes, este castillo es suelo terrano. —La mujer sonrió otra vez; la cara tersa se le plegó en arrugas diminutas, y se volvió a desplegar—. ¡Una encantadora fantasía de los diplomáticos! Este castillo a once años luz de mi Tierra, esta habitación en una torre de Rodarred, en A-Io, en el planeta Urras del sol Tau Ceti, es suelo terrano.

—Entonces puede decirles que estoy aquí.

—Bueno. Eso simplificaría el problema. Quería el consentimiento de usted.

—¿No había… no había ningún mensaje para mí, de Anarres?

—No sé. No pregunté. No tuve en cuenta el punto de vista de usted. Si está preocupado por algo, podemos comunicarnos con Anarres. Conocemos la longitud de onda que ellos utilizan, por supuesto, pero no nos la ofrecieron y nunca la hemos utilizado. Nos pareció mejor no presionar. Pero podemos procurarle fácilmente una conversación.

—¿Tienen un transmisor?

—Haríamos la retransmisión por medio de nuestra nave, la nave hainiana que está en órbita alrededor de Urras. Hai y Terra trabajan juntos, sabe. El Embajador hainiano sabe que usted está con nosotros; la única persona a quien informamos oficialmente. Por lo tanto puede usted disponer de la radio.

Shevek le agradeció, con la simplicidad de alguien que no busca por detrás del ofrecimiento el motivo del ofrecimiento. Ella lo estudió un rato, los ojos sagaces, directos, tranquilos.

—Oí la arenga —dijo.

Él la miró como desde lejos.

—¿Arenga?

—Cuando habló en la gran manifestación de la Plaza del Capitolio. Hace una semana. Siempre escuchamos la radio clandestina, las transmisiones de los Trabajadores Socialistas y de los Libertarios. Transmitieron la manifestación, por supuesto. Le oí hablar. Me conmovió profundamente. De pronto hubo un ruido, un ruido extraño, y se oyeron los gritos de la multitud. No dieron explicaciones. Sólo el griterío. Luego la radio desapareció del aire, súbitamente. Fue terrible escucharlo, terrible. Y usted estaba ahí. ¿Cómo escapó? ¿Cómo hizo para salir de la ciudad? La Ciudad Vieja sigue vigilada; hay tres regimientos del ejército en Nio; arrestan huelguistas y sospechosos por docenas y centenares cada día. ¿Cómo llegó aquí?

Él sonrió débilmente.

—En un taxi.

—¿A través de todos los puestos de vigilancia? ¿Y con un gabán ensangrentado? Y todo el mundo sabe cómo es usted.

—Iba debajo del asiento trasero. Era un taxi secuestrado, ¿es ésa la palabra? Un riesgo que cierta gente corrió por mí. —Shevek se miró las manos, cruzadas sobre el regazo. Parecía muy tranquilo y hablaba con tranquilidad, pero había en él una tensión, una ansiedad, que le asomaba a los ojos y le torcía las comisuras de la boca. Reflexionó un momento, y prosiguió en el mismo tono desinteresado—: Tuve suene, al principio. Cuando salí del escondite, tuve suerte de que no me arrestaran en seguida. Pero entré en la Ciudad Vieja, y desde entonces no fue sólo suerte. Ellos decidieron por mí dónde podía ir, planearon cómo traerme, corrieron riesgos. —Shevek dijo una palabra en su propio idioma, y luego la tradujo—: Solidaridad…

—Es muy extraño —dijo la Embajadora de Terra—. No sé casi nada del mundo de usted, Shevek. Solo lo que dicen los urrasti, pues ustedes no nos permiten ir allí. Sé, desde luego, que el planeta es desolado y estéril, y cómo se fundó la colonia; un experimento de comunismo no autoritario, que comenzó ciento setenta años atrás. He leído algunos de los escritos de Odo, no mucho. Pensaba que no importaban demasiado para las cosas que ocurren añora en Urras; un asunto remoto, un experimento interesante. Pero me equivocaba, ¿verdad? Importan mucho. Quizás Anarres sea la clave de Urras… Los revolucionarios de Nio, proceden de esa misma tradición. No se levantaron en huelga sólo por salarios mejores o en protesta por el reclutamiento. No son simples socialistas, son anarquistas; se levantaron en huelga contra el poder. Usted lo vio, la magnitud de la manifestación, el fervor del sentimiento popular, y la reacción de pánico en el gobierno, todo parecía casi incomprensible. ¿Por qué tanta conmoción? El gobierno de aquí no es despótico. Los ricos son sin duda muy ricos, pero los pobres no son tan terriblemente pobres. No están esclavizados ni pasan hambre. ¿Por qué no están contentos a pesar del pan y los discursos? ¿Por qué son tan susceptibles?… Ahora empiezo a entender por qué. Pero lo que todavía sigue siendo inexplicable es que el gobierno, sabiendo que esta tradición libertaria estaba viva aún, conociendo el descontento en las ciudades industriales, lo haya traído a A-Io. ¡Como acercar la cerilla al polvorín!

—Yo no tenía que estar cerca del polvorín. Tenía que mantenerme alejado del populacho, vivir entre los eruditos y los ricos. No ver a los pobres. No ver nada feo. Tenía que vivir en un estuche entre algodones, y el estuche dentro de una caja envuelta en una lámina de plástico, como todas las cosas aquí. Tenía que ser feliz y nacer mi trabajo, el trabajo que no podía hacer en Anarres. Y cuando lo terminase, tenía que dárselo a ellos, para que pudieran amenazarlos a ustedes.

—¿Amenazarnos a nosotros? ¿A Terra, quiere decir, y a Hain, y a las otras potencias interestelares? ¿Amenazarnos con qué?

—Con la anulación del espacio.

Ella guardó silencio un momento.

—¿Es eso lo que usted hace? —preguntó con su voz mansa, divertida.

—No. ¡No es lo que yo hago! En primer lugar, no soy un inventor, un ingeniero. Soy un teórico. Lo que ellos quieren de mí es una teoría. Una Teoría del Campo General en la física del tiempo. ¿Sabe usted lo que es eso?

—Shevek, la física cetiana, la Ciencia Noble como ustedes la llaman, está fuera de mi alcance. No he estudiado matemáticas, ni física, ni filosofía, y al parecer lo que usted hace es todo eso, y cosmología, y otras cosas más. Pero sé lo que usted quiere decir cuando habla de la Teoría de la Simultaneidad, así como sé qué se entiende por Teoría de la Relatividad; es decir, sé que esa teoría de la relatividad llevó a algunos resultados prácticos importantes; deduzco que la física temporal de ustedes haría posibles nuevas tecnologías.

Shevek asintió con un ademán.

—Lo que ellos quieren —dijo— es la transferencia instantánea de materia. La transimultaneidad. El viaje por el espacio, entiende, sin la travesía del espacio, sin tiempo. Quizá todavía la consigan, aunque no a partir de mis ecuaciones, creo. Pero nada les impediría construir el ansible, con mis ecuaciones, si así lo desearan. Los hombres no pueden saltar a través de grandes abismos, pero sí las ideas.

—¿Qué es el ansible, Shevek?

—Una idea. —Shevek sonrió sin mucho humor.— Un aparato que permitiría la comunicación sin lapsos intermedios entre dos puntos del espacio. El aparato no transmitiría mensajes, por supuesto; la simultaneidad es idéntica. Pero para nuestras percepciones, esa simultaneidad funcionaría como una transmisión, una llamada. Por lo tanto podríamos utilizarlo para hablar entre los mundos, sin necesidad de ese intervalo entre el mensaje y la respuesta que es inevitable en el caso de impulsos electromagnéticos. En realidad se trata de algo muy simple. Como una especie de teléfono.

Keng se echó a reír.

—¡La simplicidad de los físicos! ¿Así que yo podría levantar el… ansible… y hablar con mi hijo en Deini? Y con mi nieta, que tenía cinco años cuando partí, y que vivió once años mientras yo viajaba de Terra a Urras a una velocidad cercana a la de la luz. Y podría enterarme de lo que está sucediendo en casa ahora, no once años atrás. Y sería posible tomar decisiones en común y llegar a acuerdos, y compartir conocimientos. Y hablaría con los diplomáticos de Chiffewar, usted hablaría con los físicos de Hain, las ideas no tardarían una generación en llegar de un mundo a otro… Sabe, Shevek, yo creo que esa cosa de usted, tan simple, podría cambiar la vida de todos los miles de millones que habitan los Mundos Conocidos.

Shevek asintió en silencio.

—Haría posible la existencia de una liga de mundos —continuó ella—. Una federación. Hemos estado distanciados por los años, los decenios que separan las partidas de las llegadas, las preguntas de las respuestas. ¡Es como si usted hubiera inventado el lenguaje! ¡Podremos hablar… al fin podremos hablar unos con otros!

—¿Y qué dirán?

El tono áspero de Shevek sorprendió a Keng. Lo miró y no dijo nada.

El se inclinó hacia adelante en su silla y se restregó la frente con angustia.

—Mire —dijo—, necesito explicarle por qué he acudido a usted, y también por qué he venido a este mundo. Vine por la idea. Por la idea misma. A aprender, a enseñar, a compartir la idea. En Anarres, usted lo sabe, nos hemos aislado del mundo. No hablamos con otra gente, con el resto de la humanidad. Allí yo no podía terminar mi trabajo. Y si lo hubiese terminado, ellos no lo habrían querido, no le veían ninguna utilidad. Por eso vine aquí. Aquí está lo que yo necesito: la conversación, las ideas compartidas, un experimento en el Laboratorio de la Luz que prueba algo que parecía indemostrable, un libro de Teoría de la Relatividad que proviene de un mundo extraño, el estímulo que yo necesito. Y he terminado el trabajo, por fin. Todavía no está escrito, pero tengo las ecuaciones y el razonamiento. Sin embargo, las ideas de mi cabeza no son las únicas que me importan. Mi sociedad también es una idea. Yo fui hecho por ella. Una idea de libertad, de cambio, de solidaridad humana, una idea importante. Y aunque fui muy estúpido, veo al fin que al perseguir una idea, la física, estoy traicionando a la otra. Estoy permitiendo que el propietariado compre la verdad.

—¿Qué otra cosa podía hacer, Shevek?

—¿No hay otra alternativa que la de vender? ¿No hay nada que se pueda llamar regalo?

—Sí…

—¿No comprende usted que lo que quiero es regalar mi idea, regalársela a ustedes, y a Hain y a los otros mundos, y a los países de Urras? ¡Pero a todos ustedes! Y que ninguno la utilice, como pretende A-Io, para dominar a los otros, para enriquecerse o ganar más guerras. Que la verdad no sirva para beneficio de unos pocos, sino tan sólo para el bien común.

—En última instancia, la verdad suele empeñarse en servir sólo al bien común —dijo Keng.

—En última instancia, sí, pero no estoy dispuesto a esperar el final. Sólo tengo una vida, y no la derrocharé por la codicia, el lucro y las mentiras. No serviré a ningún amo.

Ahora la calma de Keng era mucho más forzada, mucho más deliberada que al principio de la conversación. La fuerza de la personalidad de Shevek, esa fuerza que no frenaba ahora ninguna timidez, ninguna cautela, era formidable. La conmovía profundamente, y lo miraba con compasión, y hasta con algo de miedo.

—¿Cómo es? —dijo—, ¿cómo puede ser, esa sociedad que lo hizo a usted? Le oí hablar de Anarres, en la Plaza, y lloré al escucharlo, pero en realidad no le creí. Los hombres siempre hablan así del terruño, de la patria lejana… Pero usted no es como los demás hombres. Hay cierta diferencia en usted.

—La diferencia de la idea —dijo él—. Por esa idea he venido aquí. Por Anarres. Ya que mi pueblo se negaba a mirar hacia afuera, pensé que podía conseguir que otros nos mirasen. Pensé que sería mejor no mantenernos aislados detrás de un muro, sino ser una sociedad entre las otras, un mundo entre otros mundos, dando y recibiendo. En eso me equivocaba… estaba profundamente equivocado.

—¿Porqué? Seguramente…

—¡Porque no hay nada, nada en Urras que nosotros los anarresti necesitemos! Nos fuimos con las manos vacías, hace ciento setenta y cinco años, e hicimos bien. No llevamos nada. Porque no hay nada aquí, nada más que los Estados y sus armas, los ricos y sus mentiras, y los pobres y su miseria. No hay modo de actuar honestamente, con el corazón limpio, en Urras. No hay nada que uno pueda hacer en que no intervenga el lucro, y el miedo de perder, y el ansia de poder. No es posible darle a alguien los «buenos días» sin tener presente cuál de los dos, usted o el otro, es el «superior», o tratar de demostrarlo. No puede actuar como un hermano con la gente, tiene que manipularlos, o mandarlos, obedecerles, o engañarlos. No puede tocar a otra persona, pero sin embargo no lo dejan solo. No hay libertad. Es una caja… Urras es una caja, un paquete guardado en un hermoso envoltorio de cielo azul y prados y bosques y grandes ciudades. Y usted abre la caja, ¿y qué hay dentro? Un sótano negro lleno de polvo, y un hombre muerto. Un hombre a quien le ametrallaron la mano porque la tendía a los otros. He estado en el Infierno por fin. Desar tenía razón; es Urras; el Infierno es Urras.

A pesar del tono apasionado, Shevek hablaba con sencillez, con una especie de humildad, y una vez más la Embajadora de Terra lo observaba con una extrañeza a la vez simpática y cautelosa, como si no supiera de qué modo interpretar aquella sencillez.

—Los dos somos extraños aquí, Shevek —dijo al fin—. Yo de un lugar mucho más lejano en el espacio y en el tiempo. Sin embargo empiezo a pensar que soy mucho menos extraña a Urras que usted… Déjeme que le diga qué me parece este mundo. Para mí, y para todos mis semejantes terranos que han visto este planeta, Urras es el más benévolo, el más variado, el más hermoso de todos los mundos habitados. Es el mundo que se parece más que ningún otro al Paraíso.

Ella lo miró con ojos serenos sagaces; él no respondió.

—Sé que está plagado de males, de injusticia, de codicia, de locura, de derroche. Pero también está colmado de bendiciones, de belleza, de vitalidad, de triunfos. ¡Es como un mundo tendría que ser! Está vivo, tremendamente vivo… vivo, a pesar de todos esos males, y con esperanza. ¿No es cierto?

Shevek asintió con un movimiento de cabeza.

—Ahora, usted, hombre de un mundo que ni siquiera alcanzo a imaginar, usted que ve mi Paraíso como Infierno, ¿quiere que le diga cómo es el mundo mío?

Él la miró en silencio, con ojos claros y firmes.

—Mi mundo, mi Tierra, es una ruina. Un planeta arruinado por la especie humana. Nos multiplicamos y nos devoramos unos a otros y peleamos hasta que no quedó nada en pie y entonces perecimos. No dominábamos ni nuestros apetitos ni nuestra violencia; no nos adaptamos. Nos destruimos a nosotros mismos. Pero primero destruimos el mundo. Ya no quedan bosques en mi tierra. El aire es gris, el cielo es gris, siempre hace calor. Es habitable, todavía es habitable, pero no como este mundo. Este es un mundo vivo, una armonía. El mío es una discordia. Ustedes los odonianos eligieron un desierto; nosotros los terranos hicimos un desierto… Y allá sobrevivimos, como sobreviven ustedes. ¡Es dura la gente! Ahora somos casi medio billón. En un tiempo fuimos nueve billones. Todavía se pueden ver por doquier las antiguas ciudades. Los huesos y los ladrillos se convierten en polvo, pero las pequeñas panículas de material plástico nunca se pulverizan; tampoco ellas se adaptan. Fracasamos como especie, como especie social. Ahora estamos aquí, tratando como iguales con otras sociedades humanas de otros mundos, sólo gracias a la caridad de los hainianos. Llegaron, nos ayudaron. Ellos construyeron naves y nos las dieron, para que pudiéramos abandonar nuestro mundo en ruinas. Nos tratan con gentileza, con caridad, como el hombre sano trata al enfermo. Son gente muy extraña, los hainianos; más antiguos que cualquiera de nosotros, infinitamente generosos. Son altruistas. Impulsados por una culpa que nosotros ni siquiera comprendemos, pese a todos nuestros crímenes. Lo que los impulsa en todo cuanto hacen, creo, es el pasado, ese pasado infinito que tienen. Bueno, hemos salvado cuanto podía salvarse, y hemos organizado una especie de vida entre las ruinas, en Terra, del único modo posible: por la centralización total. Una vigilancia absoluta de cada acre de terreno, cada resto de metal, cada onza de combustible. Racionamiento total, control de la natalidad, eutanasia, conscripción universal de las fuerzas del trabajo. La recimentación absoluta de cada vida, y la supervivencia racial como meta. Habíamos conseguido todo eso, cuando llegaron los hainianos. Nos llevaron… un poco más de esperanza. No mucha. Hemos sobrevivido. … Sólo podemos mirar de afuera este mundo espléndido, esta sociedad vital, Urras, este Paraíso. Sólo somos capaces de admirarlo, tal vez con algo de envidia. No mucho.

—Entonces Anarres, la Anarres de que usted me oyó hablar… ¿qué significaría para usted, Keng?

—Nada, Shevek. Perdimos la posibilidad de nuestro propio Anarres siglos atrás, antes que Anarres naciera.

Shevek se levantó y se acercó a la ventana, una de las troneras largas, horizontales de la torre. Había un nicho en el muro debajo de la ventana; un arquero hubiera podido encaramarse allí y espiar hacia abajo, y apuntar a los asaltantes en la puerta; si uno no subía ese peldaño, no veía nada, sólo el cielo bañado por el sol, ligeramente brumoso. Shevek se detuvo al pie de la ventana, mirando hacia afuera, los ojos llenos de luz.

—Ustedes no comprenden lo que es el tiempo —dijo—. Dicen que el pasado se ha ido para siempre, que el futuro no es real, que no hay cambio, que no hay esperanza. Piensan que Anarres es un futuro inalcanzable, así como es inmutable el pasado. Y entonces no les queda más que el presente, ese Urras, el presente rico, real, estable, el momento, el ahora. ¡Y se les ocurre que esto puede poseerse! Lo envidian de algún modo. Piensan que les gustaría tener algo parecido. Pero no es real, ¿entiende? No es estable, no es sólido… nada lo es. Las cosas cambian, cambian… Nadie puede tener nada. Y menos que nada el presente, a menos que se lo acepte junto con el pasado y el futuro. No sólo el pasado, sino también el futuro. ¡No sólo el futuro sino también el pasado! Porque ellos sí son reales: sólo esa realidad hace real el presente. Ustedes no tendrán y ni siquiera comprenderán a Urras a menos que acepten la realidad, la realidad perdurable, de Anarres. Usted tiene razón, nosotros somos la clave. Pero cuando usted lo dijo, no lo creía de verdad. Usted no cree en Anarres. Usted no cree en mí, aunque estoy aquí con usted, en esta sala, en este momento… Mi pueblo tenía razón, y era yo el que estaba equivocado, en esto: nosotros no podemos ir hacia ustedes, pues no lo permitirían. No creen en el cambio, en el azar, en la evolución. Nos destruirían antes que admitir nuestra realidad, ¡antes que admitir que hay alguna esperanza! No podemos ir hacia ustedes. Sólo podemos esperar que ustedes vengan a nosotros.

Keng escuchaba, inmóvil, con una expresión entre asombrada y pensativa, y quizá ligeramente confundida.

—No entiendo… No entiendo —dijo al fin—. Usted es como alguien de nuestro propio pasado, los idealistas de antaño, los visionarios de la libertad; y sin embargo no lo entiendo; es como si usted tratara de contarme cosas del futuro; y sin embargo, como usted dice, usted está aquí, ¡ahora!… —Keng parecía tan perspicaz como siempre. Dijo al cabo de un momento—: ¿Entonces por qué ha venido usted a mí, Shevek?

—Oh, para darle la idea. Mi teoría, usted sabe. Para que no pase a ser una propiedad de los ioti, una inversión o un arma. Si está dispuesta, lo más sencillo sería transmitir las ecuaciones, mostrarlas a los físicos de todo este mundo, y a los hainianos y a los otros mundos, lo más pronto posible. ¿Estaría dispuesta?

—Más que dispuesta.

—Se reducirá a unas pocas páginas. Las pruebas y algunas de las implicaciones llevarían más tiempo, pero eso lo dejaremos para más adelante, y otra gente podrá trabajar en esas ecuaciones si yo no pudiera.

—¿Pero qué hará luego? ¿Quiere volver a Nio? La ciudad está en calma ahora, parece; la insurrección ha sido dominada, al menos por el momento; pero temo que el gobierno ioti lo considere a usted un rebelde. Está Thu, desde luego…

—No. No quiero quedarme aquí. ¡No soy altruista! Si usted me ayudara también en esto, podría volver a mi mundo. Hasta es posible que los ioti estén dispuestos a mandarme a casa. Sería coherente, pienso: hacerme desaparecer, negar mi existencia. Naturalmente, podrían considerar que hay otro método, más sencillo: matarme o encerrarme para siempre en la cárcel. Pero todavía no quiero morir, y menos morir aquí, en el Infierno. ¿A dónde va el alma cuando uno muere en el Infierno? —Se echó a reír: había recuperado todas sus buenas maneras—. Pero si usted me mandara de vuelta a casa, creo que ellos se sentirían aliviados. Un anarquista muerto se convierte pronto en mártir, sabe usted, y sigue viviendo durante siglos. Pero los ausentes pueden ser olvidados.

—Yo creía saber lo que era el «realismo» —dijo Keng. Sonreía, pero no era una sonrisa natural.

—¿Cómo puede saberlo, si no conoce la esperanza?

—No nos juzgue con demasiada dureza, Shevek.

—No los juzgo. Sólo les pido ayuda, y no tengo nada que dar a cambio.

—¿Nada? ¿Llama nada a la teoría?

—Póngala en la balanza con la libertad de un solo hombre —dijo Shevek, volviéndose hacia ella—, ¿cuál pesará más? ¿Usted lo sabe? Yo no.

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