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Anarres

—Deseo presentar un proyecto —dijo Bedap— en nombre del Sindicato de Iniciativas. Como sabéis, estamos en contacto radial con Urras desde hace ya unas veinte décadas…

—¡En contra de las recomendaciones del Consejo, y de la Federación de la Defensa, y del voto mayoritario de la-Lista!

—Sí —dijo Bedap mirando de arriba abajo al que había hablado pero sin impugnar la interrupción. No había normas cíe procedimiento en las reuniones de la CPD. Algunas veces las interrupciones eran más frecuentes que las mociones. Comparar aquellas asambleas con una conferencia ejecutiva bien organizada era como comparar una loncha de carne cruda con el diagrama de un dispositivo electrónico. Aunque la carne cruda funciona mejor que cualquier dispositivo electrónico en el lugar que le corresponde: el cuerpo de un animal vivo.

Bedap conocía a todos los que se le oponían en el Consejo de Importación y Exportación; hacía tres años que iba a las reuniones y discutía con ellos. Este opositor era nuevo, un hombre joven, sin duda uno de los elegidos por sorteo para integrar la CPD. Bedap lo examinó con una mirada indulgente y prosiguió:

—No resucitemos las viejas discusiones, ¿eh? Propongo una nueva. Hemos recibido un mensaje interesante de un grupo en Urras. Vino por la longitud de onda que usan nuestros contactos ioti, pero no llegó en las horas programadas, era una señal débil. Parece que la enviaron desde un país llamado Benbili, no desde A-Io. El grupo se llama a sí mismo «La Sociedad Odoniana». Se trata al parecer de odonianos posteriores a la Emigración, que sobreviven de alguna manera al margen de las leyes y los gobiernos de Urras. El mensaje venía dirigido a «los hermanos de Anarres». Podéis leerlo en el boletín del Sindicato, es interesante. Preguntan si podríamos permitirles que mandaran gente aquí.

—¿Mandar gente aquí? ¿Dejar que vengan aquí los urrasti? ¿Espías?

—No, como inmigrantes.

—¿Quieren que se abra la inmigración, es eso, Bedap?

—Dicen que el gobierno los persigue, y tienen la esperanza…

—¿De que se reabra la inmigración? ¿A cualquier aprovechado que se llame a sí mismo odoniano?

Sería difícil describir un debate administrativo anarresti; era un proceso que se desarrollaba muy rápidamente, varias personas hablaban a menudo a la vez, pero sin largos parlamentos, matizados por frecuentes sarcasmos, y dejando muchas cosas sin decir; prevalecía el tono emocional, y a menudo intensamente personal; se llegaba a un fin, pero a ninguna conclusión. Era como una discusión entre hermanos, o entre los pensamientos de una mente indecisa.

—Si permitimos que esos supuestos odonianos vengan aquí, ¿cómo se proponen llegar?

La que había hablado era la adversaria que Bedap más temía, una mujer fría e inteligente llamada Rulag. Durante todo el año no había tenido una enemiga más sutil en el Consejo. Bedap miró de reojo a Shevek, que asistía al Consejo por primera vez, tratando de llamarle la atención. Alguien le había dicho a Bedap que Rulag era ingeniera, y había encontrado en ella la claridad y el pragmatismo mentales del ingeniero, sumados al odio del mecánico por las irregularidades y complejidades. Se oponía a cada una de las mociones del Sindicato de Iniciativas, y hasta le negaba el derecho de existir. Los argumentos eran buenos, y Bedap la respetaba. A veces, cuando ella hablaba de la fuerza de Urras, y del peligro de negociar con los fuertes desde una posición de debilidad, Bedap le creía.

Porque había momentos en que Bedap se preguntaba interiormente si él y Shevek, cuando se reunían en el invierno del 68 a discutir la posibilidad de que un científico frustrado imprimiese él mismo sus trabajos y se los comunicara a los físicos de Urras, no habrían puesto en marcha una cadena de acontecimientos que ya nadie podía dominar. Cuando al fin se comunicaron por radio, los urrasti se habían mostrado más ansiosos de lo que ellos esperaban: querían hablar, intercambiar información. En uno y otro mundo se prestaba a los odonianos una atención excesiva y para ellos incómoda. Cuando el enemigo te abraza con entusiasmo y tus conciudadanos te rechazan con encono, es difícil que no te preguntes si no eres, en realidad, un traidor.

—Supongo que llegarían en uno de los cargueros —replicó—. Como buenos odonianos, viajarán con quien acepte traerlos. Si el gobierno de allí o el Consejo de Gobiernos Mundiales lo permitiese. ¿Lo permitirían? ¿Los arquistas ayudarían a los anarquistas? Me gustaría averiguarlo. Si invitásemos a un grupo pequeño, seis u ocho, de esa gente, ¿qué pasaría?

—Una curiosidad laudable —dijo Rulag—. Conoceríamos mejor el peligro, sin duda, si estuviéramos mejor enterados de cómo están las cosas en Urras. Pero lo peligroso es averiguarlo. —La mujer se levantó para indicar que quería hablar más extensamente, no sólo un par de frases. Bedap tuvo un sobresalto y volvió a mirar a Shevek, que estaba sentado junto a él—. Ojo con ésta —le advirtió en voz baja. Shevek no contestó, pero por lo general era reservado y tímido en las asambleas, y nunca intervenía a menos que algo lo conmoviese, en cuyo caso era un orador sorprendentemente bueno. Seguía sentado mirándose las manos. Pero cuando Rulag empezó a hablar, Bedap notó que si bien se dirigía a él, no dejaba de mirar a Shevek.

Tu Sindicato de Iniciativas —dijo, poniendo énfasis en el adjetivo— se ha permitido construir un transmisor, emitir y recibir mensajes, y publicar las comunicaciones. Habéis hecho todo esto en contra de la opinión de la mayoría de la CPD, y las protestas crecientes de la Fraternidad. No ha habido aún represalias contra tu equipo ni contra ti, principalmente, creo, porque nosotros como odonianos no estamos acostumbrados a la idea de que alguien adopte una conducta perjudicial para los demás y la mantenga a pesar de las advertencias y de las protestas. Es un hecho insólito. En realidad, sois los primeros que os comportáis como los críticos arquistas siempre pronosticaron que se comportarían los miembros de una sociedad sin leyes: con una irresponsabilidad total por el bienestar de la sociedad. No entraré una vez más en los pormenores de los males que ya habéis causado, al revelar información científica a un enemigo poderoso, la confesión de nuestra debilidad, implícita en cada una de vuestras transmisiones a Urras. Pero ahora, suponiendo que nos hemos acostumbrado a todo eso, estáis proponiendo algo mucho peor. ¿Cuál es la diferencia, diréis, entre hablar con unos pocos urrasti por onda corta y hablar también con unos pocos aquí en Abbenay? ¿Cuál es la diferencia? ¿Cuál es la diferencia entre una puerta cerrada y una puerta abierta? Abramos la puerta… eso es lo que está diciendo, sabéis, ammari. Abramos la puerta, ¡dejemos venir a los urrasti! Seis u ocho seudo-odonianos ioti en el próximo carguero. Sesenta u ochenta aprovechados ioti en el siguiente, a vigilarnos y ver de qué manera pueden repartirnos como una propiedad entre las naciones de Urras. Y en el viaje siguiente serán seiscientas u ochocientas naves de guerra: cañones, soldados, una fuerza de ocupación. El final de Anarres, el final de la Promesa. Nuestra esperanza reside, ha residido durante ciento setenta años, en las Cláusulas del Convenio de Colonización, entonces, o siempre. Nada de contactos. Renunciar ahora a ese principio es decir a los tiranos que un día conocieron la derrota: ¡El experimento ha fracasado, venid y esclavizadnos de nuevo!

—No, no es eso —dijo Bedap rápidamente—. El mensaje es inequívoco. El experimento ha triunfado, somos fuertes ahora y podemos enfrentarnos como iguales.

El debate prosiguió así: un rápido martilleo de mociones. No duró mucho. No hubo votación, como de costumbre. Casi todos los presentes estaban resueltamente a favor de atenerse a las Cláusulas del Convenio de Colonización, y tan pronto como esto quedó claro, Bedap dijo:

—Está bien, doy por terminado el asunto. Nadie vendrá aquí en el Fuerte Kuieo ni en el Alerta, En la cuestión de traer urrasti a Anarres, las aspiraciones del Sindicato tienen que ceder lógicamente a la opinión de la sociedad en conjunto; solicitamos vuestro consejo, y nos atendremos a él. Pero hay otro aspecto de la misma cuestión. ¿Shevek?

—Bueno, está la cuestión —dijo Shevek— de mandar un anarresti a Urras.

Hubo exclamaciones y preguntas. Shevek no levantó la voz, que no era mucho más que un murmullo, pero insistió:

—No significaría ningún perjuicio ni ninguna amenaza para nadie que viva en Anarres. Y parece ser parte del derecho del individuo: una prueba de ese derecho, en realidad. Las Cláusulas del Convenio de Colonización no lo prohíben. Prohibirlo ahora sería de parte de la CPD una actitud autoritaria, limitar el derecho del individuo odoniano a llevar a cabo cualquier cosa que no dañe a los demás.

Rulag adelantó el cuerpo en la silla. Sonreía un poco.

—Cualquiera puede irse de Anarres —dijo. Los ojos claros miraban alternativamente a Shevek y a Bedap—. Puede irse cuando quiera, si los cargueros del propietariado quieren llevarlo. No puede volver.

—¿Quién dice que no puede? —inquirió Bedap.

—La cláusula que estipula el Cierre de la Colonización. Nadie está autorizado a alejarse de las naves cargueras más allá de los límites del Puerto de Anarres.

—Bueno, pero eso regía seguramente para los urrasti, no para los anarresti —dijo un viejo consejero, Ferdaz, que gustaba de meter el remo aun cuando desviara la barca del curso que él deseaba.

—Una persona que viene de Urras es un urrasti —dijo Rulag.

—¡Legalismos, legalismos! ¿A qué viene toda esta retórica? —dijo una mujer tranquila, pesada, llamada Trepil.

—¡Retórica! —vociferó, el miembro nuevo, el joven. Tenía acento de Levante del Norte y una voz profunda, vibrante—. Si no te gusta la retórica, escucha esto. Si hay algunos aquí que no estén contentos en Anarres, que se vayan. Yo los ayudaré. Yo los llevaré al Puerto, ¡hasta los meteré en la nave a puntapiés! Pero si tratan de volver a husmear, habrá algunos de nosotros allí, esperándolos. Algunos odonianos verdaderos. Y no nos van a encontrar sonrientes y diciendo: «Bienvenidos a casa, hermanos». Se encontrarán con los dientes atravesados en las gargantas y las pelotas hundidas a patadas en las barrigas. ¿Lo entendéis? ¿Es bastante claro para vosotros?

—Claro, no; vulgar, sí. Vulgar como una ventosidad —dijo Bedap—. La claridad es una función del pensamiento. Tendrías que aprender un poco de odonianismo antes de hablar aquí.

—¡Tú no eres digno de mencionar el nombre de Odo! —vociferó el hombre joven—. Vosotros sois unos traidores, ¡tú y todo tu Sindicato! Hay en toda Anarres gente que os vigila. ¿Crees que no sabemos que a Shevek lo han invitado a ir a Urras a que vaya a vender la ciencia anarresti a los aprovechados? ¿Crees que no sabemos que todos vosotros, banda de llorones, estaríais encantados de ir allí y vivir en la riqueza y dejar que el propietariado os dé palmaditas en la espalda? ¡Podéis iros! ¡No perderemos nada! Pero si tratáis de volver, ¡sabréis lo que es la justicia!

Estaba de pie y se inclinaba sobre la mesa, gritando directamente en la cara de Bedap. Bedap lo miró y dijo:

—No es justicia lo que quieres decir, sino castigo. ¿Crees que son lo mismo?

—Lo que quiere decir es violencia —dijo Rulag—. Y si hay violencia, tú la habrás provocado. Tú y tu sindicato. Y la habréis merecido.

Un hombre delgado, menudo, de edad mediana sentado junto a Trepil empezó a hablar, al principio en voz tan queda, tan enronquecida por la tos del polvo, que pocos alcanzaron a oírlo. Era el delegado visitante de un sindicato minero del Sudoeste, que no tenía por que opinar en este asunto.

—…lo que los hombres merecen —estaba diciendo—. Porque cada uno de nosotros lo merece todo, todos los lujos que alguna vez estuvieron acumulados en las tumbas de los reyes muertos, y cada uno de nosotros no merece nada, ni un bocado de pan cuando tiene hambre. ¿Acaso no hemos comido cuando otros sufrían hambre? ¿Nos castigaréis por eso? ¿Nos premiaréis por la virtud de pasar hambre mientras otros comían? Ningún hombre gana el castigo, ningún hombre gana la recompensa. Libera tu mente de la idea de merecer, la idea de obtener y empezarás a ser capaz de pensar. —Eran, por supuesto, palabras de Odo, de las Cartas de la Prisión, pero en aquella voz débil, ronca, causaron un efecto extraño, como si el hombre estuviera sacándolas una a una de su propio corazón, lentamente, con dificultad, como el agua brota lenta, lentamente, de las arenas del desierto.

Rulag escuchaba, la cabeza erguida, el rostro endurecido, como una persona que esconde un dolor. Frente a ella, del otro lado de la mesa, Shevek estaba sentado con la cabeza gacha. Aquellas palabras habían dejado un hueco de silencio y Shevek levantó la cabeza y habló en él.

—Oíd —dijo—, lo que necesitamos es recordarnos a nosotros mismos que no vinimos a Anarres en busca de seguridad, sino de libertad. Si todos tenemos que pensar lo mismo, trabajar siempre juntos, no somos más que una máquina. Si un individuo no puede trabajar en solidaridad con los demás, tiene el deber de trabajar solo. El deber y el derecho. Hemos estado negándole ese derecho a la gente. Hemos estado diciendo, cada vez con más frecuencia, has de trabajar con los otros, has de aceptar a la mayoría. Pero las normas son siempre tiránicas. El deber del individuo es no aceptar ninguna norma, decidir su propia conducta, ser responsable. Sólo así la sociedad vivirá, y cambiará, y se adaptará, y sobrevivirá. No somos súbditos de un Estado fundado en la ley, somos miembros de una sociedad fundada en la revolución. La revolución nos obliga: es nuestra esperanza de cambio. «La revolución está en el espíritu del individuo, o en ninguna parte. Es para todos, o no es nada. Si tiene un fin, nunca tendrá principio.» No podemos detenernos aquí. Hay que seguir adelante. Hay que correr riesgos.

Rulag replicó, tan serena como Shevek, pero en un tono de voz muy frío:

—No tienes derecho a involucrarnos en un riesgo que nos atañe a todos, y que has elegido por motivos privados.

—Nadie que no quiera ir a donde estoy dispuesto a ir, tiene derecho a impedírmelo —respondió Shevek. Los ojos de él y de Rulag se encontraron por un segundo: los dos apartaron la mirada.

—El riesgo de un viaje a Urras sólo involucra al viajero mismo —dijo Bedap—. No altera las Cláusulas del Convenio ni modifica nuestra relación con Urras, excepto quizá moralmente y en nuestro beneficio. Pero no creo que nadie esté en condiciones de decidirlo, ninguno de nosotros. Retiraré la moción por ahora, si los demás están de acuerdo.

Hubo acuerdo, y él y Shevek se retiraron en seguida de la asamblea.

—Tengo que pasar por el Instituto —explicó Shevek cuando salieron del edificio de la CPD—. Sabul me mandó una de sus notas minúsculas… la primera en años. ¿Qué le pasará por la cabeza, me pregunto?

—¡Qué pasa por la cabeza de esa mujer, Rulag, me pregunto yo! Tiene un encono personal contra ti. Envidia, supongo. No volveremos a ponernos frente a frente en una mesa, o no llegaremos a nada. Aunque ese individuo joven de Levante del Norte también se las trae. ¡La opinión mayoritaria y el poder hacen el derecho! ¿Escucharán alguna vez nuestro mensaje, Shev? ¿O sólo estamos endureciendo a quienes se oponen?

—En realidad podemos mandar a alguien a Urras, probar nuestro derecho por medio de actos, si las palabras no sirven.

—Tal vez. ¡Mientras no sea yo! Defenderé a muerte nuestro derecho a salir de Anarres, pero si fuera yo quien tuviera que irse, maldición, me degollaría.

Shevek se echó a reír. —No puedo retrasarme más. Estaré en casa dentro de una hora. Ven esta noche a comer con nosotros.

—Te encontraré en el cuarto.

Shevek echó a andar calle abajo con su paso largo; Bedap se quedó titubeando frente al edificio de la CPD. Era la media tarde de un día ventoso, soleado y frío de primavera. Las calles de Abbenay brillaban, inmaculadas, vivas de luz y de gente. Bedap se sentía a la vez excitado y deprimido. Todo, incluyendo sus propias emociones, era prometedor y sin embargo insatisfactorio. Fue hacia el domicilio de la Manzana Pekesh donde Shevek y Takver vivían ahora, y allí encontró, como había esperado, a Takver con el bebé.

Takver había abortado dos veces y luego había venido Pilun, tardía y un tanto inesperada, pero muy bienvenida. Menuda al nacer, seguía siéndolo ahora, casi a los dos años, delgada de brazos y piernas. Cada vez que Bedap la alzaba, sentía un temor indefinido, una especie de repulsión al tocar aquellos brazos, tan frágiles que hubiera podido quebrarlos con una simple torsión de la mano. Quería mucho a Pilun, fascinado por aquellos ojos velados y grises, conquistado por la confianza ilimitada de la niña, pero cada vez que la tocaba, sabía conscientemente, como no lo había sabido antes, qué es la atracción de la crueldad, por qué el fuerte atormenta al débil. Y en consecuencia —aunque no hubiera podido decir por qué «en consecuencia»— comprendía también algo que nunca había tenido para él mucho sentido, o nunca le había interesado: los sentimientos paternales. Nada como oír a Pilun cuando lo llamaba «tadde».

Se sentó en la plataforma, debajo de la ventana. Era una habitación espaciosa con dos plataformas. El suelo estaba cubierto por una estera; no había otros muebles, ni sillas, ni mesas, sólo una pequeña cerca móvil que señalaba un espacio para jugar o aislaba la cama de Pilun. Takver había abierto el cajón largo y ancho de la otra plataforma, y estaba sacando pilas de papeles.

—¡Retén a Pilun, Dap querido! —dijo con su sonrisa ancha, cuando vio que la niña se acercaba a él—. Ha andado con estos papeles no menos de diez veces, cada vez que me pongo a ordenarlos. Acabaré dentro de un minuto… diez minutos.

—No te apresures. No quiero hablar. Sólo deseo sentarme aquí. Ven, Pilun. A ver, camina… ¡bravo, ésta es una niña! Ven con Tadde Dap. ¡Te tengo!

Pilun se había sentado muy satisfecha sobre las rodillas de Bedap y le estudiaba la mano. Bedap se avergonzaba de sus uñas; ya no se las comía, pero le habían quedado deformadas de tanto morderlas, y en el primer momento cerró la mano; sin embargo, en seguida, avergonzado de avergonzarse, la volvió a abrir. Pilun se la palmoteo.

—Es agradable esta habitación —dijo Bedap—. Con luz del norte. Siempre hay tranquilidad aquí.

—Sí. Calla, estoy contándolas.

Al cabo de un momento apartó las pilas de papeles y cerró el cajón.

—¡Ya está! Perdona. Le dije a Shevek que le numeraría las páginas de este artículo. ¿Quieres un trago?

Aunque el racionamiento incluía aún muchos productos de primera necesidad, era bastante menos riguroso que cinco años antes. Los huertos de frutales de Levante del Norte habían sufrido menos los efectos de la sequía y se habían recobrado más rápidamente que las zonas de cereales, y el año anterior los frutos secos y los zumos habían desaparecido de las listas de restricciones. Takver guardaba una botella en el antepecho de la ventana oscurecida. Sirvió una porción para cada uno, en unos vasos de cerámica un poco toscos que Sadik había modelado en la escuela. Se sentó frente a Bedap y lo miró, sonriente:

—Bueno ¿cómo andan las cosas en la CPD?

—Igual que siempre. ¿Qué tal el laboratorio?

Takver clavó los ojos en el vaso, agitándolo para captar la luz en la superficie del líquido.

—No sé. Estoy pensando en renunciar.

—¿Por qué, Takver?

—Prefiero renunciar a que te digan que renuncies. El problema es que me gusta el trabajo, y lo hago bien. Y es el único de esta índole en Abbenay. Pero no puedes ser miembro de un equipo de investigación que ha decidido apartarte.

—Te hostigan cada vez más ¿no?

—Todo el tiempo —dijo ella, y miró rápida e inconscientemente la puerta, como si quisiera estar segura de que Shevek no estaba allí, escuchando—. Algunos de ellos son increíbles. Bueno, tú sabes. No vale la pena seguir hablando.

—No, y por eso me alegra encontrarte sola. En realidad no sé. Yo, y Shev, y Skovan, y Gezach, y los que estamos casi todo el tiempo en la imprenta o en la torre de radio, bueno, no tenemos puestos, y por lo tanto no vemos a mucha gente fuera del Sindicato de Iniciativas. Yo voy mucho a la CPD, pero es una situación peculiar; allí espero oposición porque yo mismo la creo. ¿Qué es lo que tienes que soportar?

—El odio —dijo Takver, con su voz oscura, suave—. El odio verdadero. El director del proyecto ya no me habla. Bueno, no pierdo mucho. Es un fantoche de todos modos. Pero algunos de los otros me dicen realmente lo que piensan… Hay una mujer, no en el laboratorio, aquí en el domicilio. Estoy en el comité de Sanidad de la manzana y tuve que ir a hablar con ella sobre algo. No me dejó hablar. «No te atrevas a entrar en este cuarto, te conozco, vosotros traidores malditos, intelectuales, egotistas», y así durante un rato, y luego me cerró la puerta en las narices. Fue grotesco. —Takver se rió sin humor. Pilun, viéndola reír, sonrió todavía acurrucada en el brazo de Bedap, y bostezó—. Pero sabes, fue terrible. Soy una cobarde, Dap. No me gusta la violencia. ¡Pero tampoco me gusta que me desaprueben!

—Claro que no. La única seguridad que tenemos es la aprobación del prójimo. Un arquista puede violar la ley y tener la esperanza de escapar al castigo, pero tú no puedes «violar» una costumbre, es el marco de tu vida con la otra gente. Apenas empezamos a darnos cuenta de lo que significa ser revolucionarios, como dijo Shev hoy en la asamblea. Y no es nada cómodo.

—Algunas personas entienden —dijo Takver con deliberado optimismo—. Una mujer en el ómnibus ayer, no sé dónde la había conocido, trabajos del décimo día, supongo, me dijo: «¡Tiene que ser maravilloso vivir con un gran científico, tiene que ser tan interesante!» Y yo dije: «Sí, por lo menos siempre hay algo de qué hablar». ¡Pilun, no te duermas, chiquitina! Shevek volverá pronto e iremos al comedor. Sacúdela, Dap. Bueno, ves, ella sabía quién era Shev, pero no mostraba odio ni desaprobación; fue muy simpática.

—La gente sabe quién es Shev —dijo Bedap—. Es raro, pues no pueden comprender los libros de él como tampoco los comprendo yo. Unos pocos, un centenar lo entienden, dice él. Esos estudiantes de los Institutos de la División, que tratan de organizar los cursos de Simultaneidad. Yo por mi parte creo que unas pocas docenas sería una estimación magnánima. Y sin embargo la gente sabe quién es, piensan que es alguien de quien tienen que sentirse orgullosos. Eso al menos es mérito del Sindicato. Imprimir los libros de Shev. Quizá la única cosa sensata que hayamos hecho.

—¡Oh, por favor! Parece que has tenido una sesión difícil hoy en la CPD.

—Tuvimos. Me gustaría dañe ánimos, Takver, pero no puedo. El Sindicato está despertando un vínculo social básico, el miedo a los extranjeros. Había hoy allí un individuo joven que amenazó abiertamente con represalias violentas. Bueno, es una opción miserable, pero encontrará gente dispuesta. Y esa Rulag, maldición, ¡es una adversaria formidable!

—¿Tú sabes quién es ella, Dap?

—¿Quién es?

—¿Shev nunca te lo dijo? Bueno, él no habla de ella. Es la madre.

—¿La madre de Shev?

Takver asintió.

—Ella lo abandonó cuando Shev tenía dos años. El padre se quedó con él. Nada insólito, desde luego. Excepto los sentimientos de Shev. Él siente que ha perdido algo esencial, él y el padre, los dos. No defiende un principio general, que los padres siempre tengan que quedarse con los hijos, o algo semejante. Pero la importancia que tiene para él la lealtad se remonta a ese entonces, creo yo.

—Lo que sí es insólito —dijo Bedap con energía, olvidándose de Pilun, que se le había dormido en el regazo—, indudablemente insólito, ¡son los sentimientos de ella! Ha estado esperando que él asistiera a una asamblea de Importación y Exportación, eso era evidente, hoy. Ella sabe que Shev es el alma del grupo, y nos odia a causa de él. ¿Por qué? ¿Culpa? ¿Tan podrida está la sociedad odoniana que ahora nos mueve la culpa?… Sabes una cosa, ahora que lo sé, se parecen mucho. Sólo que en ella todo está endurecido, petrificado… muerto.

La puerta se abrió mientras Bedap hablaba. Entraron Shevek y Sadik. A los diez años, Sadik era alta y delgada, larga de piernas, flexible y frágil, con una nube de cabellos oscuros. Detrás entró Shevek; y Bedap, al observarlo a la curiosa luz nueva del parentesco con Rulag, lo vio como uno ve a veces a un viejo amigo, con una nitidez a la que contribuye todo el pasado: el rostro espléndido y reticente, lleno de vida pero demasiado, consumido hasta el hueso. Era un rostro muy personal, y sin embargo las facciones no sólo eran pareció a las de Rulag sino a las de muchos otros anarresti, seres privilegiados por una visión de libertad, y adaptados a un mundo árido, un mundo de distancias, de silencios, de delaciones.

En el cuarto, entre tanto, mucha intimidad, mucha conmoción, comunión: saludos, risas, Pilun pasada de mano en mano, con protestas de parte de ella, para ser besada, la botella pasada de mano en mano para ser escanciada, preguntas, conversaciones. Sadik fue el centro principal de atención, porque era la que menos tiempo pasaba con la familia, y luego Shevek.

—¿Qué quería el viejo Barbas?

—¿Estuviste en el Instituto? —preguntó Takver, observándolo cuando se sentó junto a ella.

—Pasé por allí. Sabul me dejó una nota esta mañana en el Sindicato. —Shevek bebió el zumo de fruta y bajó la taza revelando una curiosa mueca inexpresiva—. Dijo que la Federación de Física tiene un puesto vacante. Autónomo, permanente.

—¿Para ti, quieres decir? ¿Allí? ¿En el Instituto?

Shevek asintió.

—¿Sabul te lo dijo?

—Está tratando de reclutarte —dijo Bedap.

—Sí, eso creo. Si no lo puedes eliminar, domestícalo, como decíamos en Poniente del Norte. —Shevek se echó a reír repentina, espontáneamente—. Es gracioso ¿no?

—No —dijo Takver—. No es gracioso. Es repugnante. ¿Cómo pudiste siquiera hablar con él? Después de todas esas calumnias que ha echado a rodar, la mentira de que le robaste los Principios, ocultar que los urrasti te habían dado ese premio, y luego el año pasado apenas, cuando separó y echó de Abbenay a esos chicos que organizaron el curso, a causa de tu «influencia cripto-autoritaria». ¡Tú, autoritario!… Fue algo repulsivo, e imperdonable. ¿Cómo puedes tratar amablemente a un hombre así?

—Bueno, no es sólo Sabul, tú sabes. El no es más que el portavoz.

—Ya sé, pero le gusta ser el portavoz. ¡Y ha sido tan miserable durante tanto tiempo! Bueno, ¿qué le dijiste?

—Yo contemporicé… como dirías tú —dijo Shevek, y se rió otra vez. Takver lo volvió a mirar; ahora sabía que aunque Shevek trataba de dominarse, estaba en un estado de extrema tensión o excitación.

—¿Entonces no lo rechazaste rotundamente?

—Le dije que había resuelto hace años no aceptar puestos de trabajo regulares, mientras pudiera dedicarme a la labor teórica. Entonces él dijo que como se trataba de un puesto autónomo nada me impediría proseguir con mis investigaciones, y que al darme el puesto se proponían, oíd cómo lo dijo, «facilitarme el acceso a los canales normales de publicación y difusión». La prensa de la CPD, en otras palabras.

—Bueno, entonces has triunfado —le dijo Takver, mirándolo con una expresión extraña—. Has triunfado. Editarán todo lo que escribas. Era lo que querías cuando regresamos aquí, cinco años atrás. Los muros han sido derribados.

—Hay muros detrás de los muros —dijo Bedap.

—Sólo habré triunfado si acepto el puesto. Sabul me ofrece… legalizarme. Oficializarme, Y separarme así del Sindicato de Iniciativas. ¿No te parece ése el verdadero motivo, Dap?

—Desde luego —dijo Bedap, el rostro sombrío—. Dividir para debilitar.

—Pero volver a tomar a Shev en el Instituto, y editar lo que escribe en la prensa de la CPD es dar una aprobación implícita a todo el Sindicato, ¿o no?

—Así podría entenderlo la mayoría de la gente —dijo Shevek.

—No —dijo Bedap—. Darán explicaciones. El gran físico se dejó engañar durante un tiempo por un grupo desaprensivo. Los intelectuales siempre se dejan engañar, porque piensan en cosas desatinadas, como el tiempo y el espacio y la realidad, cosas que no tienen ninguna relación con la vida real, por eso se dejan engañar fácilmente por desviacionistas malintencionados. Pero los nobles y benévolos odonianos del Instituto le hicieron ver qué equivocado estaba, y él ha retornado al redil de la verdad orgánico-social. Despojando al Sindicato de Iniciativas de todo derecho a reclamar la atención de alguien, tanto en Anarres como en Urras.

—No dejaré el Sindicato, Bedap.

Bedap alzó la cabeza, y dijo al cabo de un rato:

—No. Ya sé que no lo dejarás.

—Bueno. Vayamos a comer. Esta panza gruñe: escúchala, Pilun, ¿la oyes? ¡Rour, rour!

—¡Upa! —dijo Pilun en un todo imperioso. Shevek la alzó y se puso de pie, balanceándola sobre un hombro. Detrás de ellos, el móvil suspendido del techo oscilaba, solitario. Era una pieza grande, de alambres batidos y achatados; de canto parecían casi invisibles, y las formas ovaladas centelleaban a intervalos, desvaneciéndose de acuerdo con la luz junto con las dos burbujas de vidrio transparente que giraban también en órbitas elipsoidales, intrincadamente entrelazadas alrededor del centro común, sin encontrarse nunca del todo, sin separarse. Takver lo llamaba el Habitante del Tiempo.

Fueron al comedor del Peshek, y esperaron a que una señal de vacante apareciera en el tablero de la entrada y poder entonces invitar a Bedap. Cuando Bedap se registrara allí, la señal de vacante pasaría de modo automático al comedor donde comía comúnmente, ya que una computadora coordinaba el sistema en toda la ciudad. Era uno de los «procesos homeostáticos» altamente mecanizados tan caros a los primeros Colonos, y que sólo se conservaba en Abbenay. Lo mismo que los dispositivos menos elaborados de otras ciudades, nunca funcionaba a la perfección, había faltas, superposiciones y frustraciones, pero nunca demasiado graves. Las vacantes no eran frecuentes en el comedor del Peshek, el más renombrado de Abbenay, con una tradición de grandes cocineros. La señal apareció al fin, y entraron. Dos jóvenes que Bedap conocía superficialmente, vecinos del domicilio de Shevek y Takver, se les reunieron en la mesa. Fuera de eso, estaban solos, ¿o los otros los evitaban? No tenía importancia. Disfrutaron de una buena cena, pasaron un buen rato conversando. Pero de tanto en tanto Bedap sentía alrededor un círculo de silencio.

—No me imagino cuál será el próximo paso de los urrasti —dijo, y aunque hablaba en tono ligero, notó, con fastidio, que estaba bajando la voz—. Han preguntado si podían venir aquí, han invitado a Shevek a ir allí; ¿qué se les ocurrirá ahora?

—No sabía que realmente habían invitado a Shevek —dijo Takver con una expresión algo torva.

—Sí, lo sabías —dijo Shevek—. Cuando me comunicaron que me habían dado el premio, tú sabes, el Seo Oen, preguntaron si no podría ir, ¿te acuerdas? ¡A buscar el dinero que acompaña al premio! —Shevek sonrió, luminoso. Si había un círculo de silencio alrededor, no le importaba; siempre había estado solo.

—Es cierto. Lo sabía. Pero no lo había registrado como una posibilidad real. Hace décadas que habláis de sugerirle a la CPD que alguien podría ir a Urras, sólo para escandalizarlos.

—Eso fue lo que hicimos finalmente, esta tarde. Dap me hizo decirlo.

—¿Se escandalizaron?

—Los pelos de punta, los ojos fuera de las órbitas…

Takver no podía contener la risa. Pilun, sentada en una silla alta al lado de Shevek, ejercitaba los dientes en un trozo de pan de holum y la voz en una canción:

—¡Oh materi baten! —proclamaba—. ¡Aberi aben baber dab! —Shevek, versátil, le replicó en la misma vena. La conversación adulta proseguía, sosegada y con interrupciones. Bedap no se molestó, había aprendido hacía tiempo que a Shevek se lo aceptaba junto con todo un mundo de complicaciones, o no se lo aceptaba de ningún modo. De todos ellos Sadik era la que menos hablaba.

Bedap se quedó con ellos una hora después de la cena en la agradable sala común del domicilio, y cuando iba a marcharse se ofreció para acompañar a Sadik al dormitorio de la escuela, que le quedaba de camino. En ese momento algo ocurrió, una de esas señales o incidentes oscuros para los extraños a una familia: todo lo que supo era que Shevek, sin alboroto ni discusión, iría con ellos. Takver tenía que darle de mamar a Pilun, que hacía cada vez más ruido. Besó a Bedap, y él y Shevek echaron a andar con Sadik, conversando, animados. Pasaron de largo por el centro de aprendizaje. Volvieron. Sadik se había detenido delante de la entrada del dormitorio, inmóvil, erguida y delgada, el rostro quieto, a la luz débil del farol de la calle. Shevek no se movió tampoco por un rato, y luego fue hacia ella:

—¿Qué pasa, Sadik?

La niña dijo:

—¿Shevek, puedo quedarme en el cuarto esta noche?

—Por supuesto. Pero ¿qué pasa?

La cara larga, delicada de Sadik tembló y pareció que se quebraba.

—No me quieren, en el dormitorio —dijo, la voz aguda por la tensión pero más queda aún que antes.

—¿No te quieren? ¿Qué quieres decir?

No se habían tocado todavía. Ella le respondió con un coraje desesperado.

—Porque no les gusta… no les gusta el Sindicato, y Bedap… y tú. Dicen… La hermana grande del dormitorio, ella dijo que tú… que nosotros somos todos tr… Dijo que éramos traidores —y al pronunciar la palabra se estremeció como alcanzada por un disparo, y Shevek la tomó y la abrazó. Sadik se aferró a él, llorando en sollozos largos, ahogados. Era demasiado grande, demasiado alta para que él la alzara. Se quedó así de pie, abrazándola, acariciándole los cabellos. Por encima cíe fa cabeza de la niña miró a Bedap con lágrimas en los ojos, y dijo:

—Está bien, Dap. Vete.

Bedap no podía hacer otra cosa que dejarlos allí, el hombre y la niña, en esa intimidad única que él no podía compartir, la intimidad del dolor. No tuvo ningún alivio, ningún respiro al marcharse; se sentía disminuido, inútil. «Tengo treinta y nueve años», pensaba mientras se encaminaba al domicilio, la habitación para cinco hombres donde vivía con completa independencia. «Cuarenta dentro de algunas décadas. ¿Qué he hecho? ¿Qué he estado haciendo? Nada. Entrometiéndome. Entrometiéndome en la vida del prójimo porque no tengo vida propia. Nunca tuve tiempo suficiente. Y ahora el tiempo se me va a escapar, todo junto y de pronto, y nunca habré tenido… eso.» Volvió la cabeza y miró la calle larga, silenciosa; las lámparas de las esquinas eran charcos tranquilos de luz en la ventosa oscuridad, pero ya estaba demasiado lejos para ver al padre y la hija, o se habían ido. Y qué quería decir «eso», no hubiera podido explicarlo, aunque manejaba bien las palabras; sin embargo, tenía la impresión de que lo comprendía, de que no le quedaba otra esperanza que esa comprensión, y que sí quería salvarse tenía que cambiar de vida.

Cuando Sadik se tranquilizó, Shevek la dejó sola un momento, sentada en el escalón del frente del dormitorio, y entró a avisarle a la cuidadora que la niña se quedaría esa noche en el cuarto de los padres. La cuidadora le habló con frialdad. Los adultos que trabajaban en los dormitorios infantiles desaprobaban que los niños pernoctaran en los domicilios. Shevek se dijo que quizá estaba equivocado al advertir algo más que esa desaprobación en la actitud de la cuidadora. En los salones del centro de aprendizaje brillantemente iluminados, bulliciosos, resonaban los ejercicios musicales, las voces infantiles. Allí estaban todos los ruidos de antaño, los olores, las sombras, los ecos de la infancia que Shevek recordaba, y también los miedos. Uno se olvida de los miedos.

Salió, y regresó al cuarto con Sadik, el brazo alrededor de los hombros frágiles de la niña. Ella callaba, debatiéndose aún, y en el momento en que llegaban a la entrada principal del domicilio Peshek, dijo abruptamente:

—Sé que no es agradable para ti y para Takver que me quede de noche.

—¿De dónde sacas semejante idea?

—Porque vosotros queréis estar solos, las parejas adultas necesitan estar solas.

—Está Pilun —observó él.

—Pilun no cuenta.

—Tú tampoco.

La niña se sorbió los mocos, y trató de sonreír.

No obstante, cuando entraron a la claridad de la habitación, las manchas rojas en la cara blanca, tumefacta de Sadik, alarmaron a Takver:

—¡Qué ha pasado! —exclamó. Y Pilun, interrumpida de golpe, arrancada de la bienaventuranza del pecho de la madre, rompió a llorar a gritos, y Sadik volvió a derrumbarse, y durante un rato fue como si todos lloraran y se consolaran mutuamente, y no aceptaran ser consolados. Todo se resolvió de pronto en un largo silencio; Pilun en el regazo de la madre, Sadik en el del padre.

Luego de haber acostado a Pilun, ya saciada y dormida, Takver dijo con voz queda pero vehemente:

—¡A ver! ¿Qué ha pasado?

Sadik dormitaba ahora, la cabeza apoyada contra el pecho de Shevek. Shevek sintió que se movía, que trataba de responder. Le acarició los cabellos, tranquilizándola y respondió por ella.

—Algunas personas nos desaprueban en el centro de aprendizaje.

—¿Y con qué maldito derecho?

—Calla, calla. Desaprueban al Sindicato.

—¡Oh! —dijo Takver, un sonido extraño, gutural y al abotonarse la túnica arrancó el botón de la tela. Lo miró un momento sobre la palma de la mano. Luego miró a Shevek y a Sadik.

—¿Cuándo empezó?

—Hace mucho tiempo —respondió Sadik sin levantar la cabeza.

—¿Días, décadas, en el último trimestre?

—¡Oh, mucho más! Pero… Pero ahora están peores en el dormitorio. De noche. Terzol no los obliga a callar. —Sadik hablaba como en sueños, muy serena, como si ya no le importara.

—¿Qué hacen? —preguntó Takver, sin atender a la mirada de advertencia que le echaba Shevek.

—Bueno, dicen… me tratan mal, simplemente. Me excluyen de los juegos y las cosas. Tip, ella era una amiga, sabes, siempre venía a charlar, al menos después que apagaban las luces. Ahora no viene más. Terzol, la hermana grande del dormitorio, es… dice «Shevek es… Shevek…»

Shevek la interrumpió, sintiendo la tensión que crecía en el cuerpo de la niña, desgarrada entre la timidez y el deseo de no parecer cobarde.

—Dice «Shevek es un traidor, Sadik es egotista…» ¡Tú sabes lo que dice, Takver! —Los ojos le relampagueaban.

Takver se acercó y tocó la mejilla de su hija, una vez, casi tímidamente. Dijo en voz baja:

—Sí, sé —y se apartó y se sentó en la plataforma de la otra cama, frente a ellos.

Pilun, acurrucada cerca de la pared, roncaba dulcemente. La gente de la habitación contigua regresó del comedor, sonó un portazo, alguien en el patio gritó buenas noches, y alguien le contestó desde una ventana abierta. El gran domicilio, doscientas habitaciones, estaba en movimiento, plácidamente vivo todo alrededor; así como la vida de ellos era parte del domicilio, así la vida del domicilio era parte de ellos, parte de un todo. Sadik se deslizó fuera de las rodillas del padre y se sentó en la plataforma junto a él, muy cerca. Los cabellos oscuros, revueltos y enredados le colgaban en guedejas alrededor de la cara.

—No quería decirlo porque… —La voz era tenue, pequeña—. Pero es cada vez peor. Se incitan unos a otros.

—Entonces no volverás allí —dijo Shevek. Quiso rodearla con el brazo, pero la niña se resistió, sentándose muy erguida.

—Iré a hablar con ellos… —dijo Takver.

—Es inútil. Sienten lo que sienten.

—Pero ¿contra qué, contra qué esta lucha? —dijo Takver como confundida.

Shevek no respondió. Seguía tratando de abrazar a Sadik, y la niña cedió al fin, vencida por el cansancio, y apoyó la cabeza en el brazo de Shevek.

—Hay otros centros de aprendizaje —dijo Shevek, sin mucha convicción.

Takver se levantó. Era obvio que no podía quedarse quieta, que necesitaba hacer algo, actuar. Pero no había mucho que hacer.

—Deja que te trence el pelo, Sadik —dijo con una voz vencida.

Le cepilló y le trenzó los cabellos; pusieron el biombo abierto en medio del cuarto, y acostaron a Sadik junto a la pequeña. Cuando dijo buenas, noches, Sadik parecía a punto de llorar, pero media hora más tarde oyeron que respiraba acompasadamente y supieron que se había dormido.

Shevek se había instalado en la cabecera de la plataforma con un cuaderno de notas y la pizarra que usaba para los cálculos.

—Numeré las páginas del manuscrito —dijo Takver.

—¿Cuántas son?

—Cuarenta y una. Incluyendo el apéndice.

Shevek asintió. Takver se puso de pie, miró por encima del biombo a las niñas dormidas, y volvió a sentarse al borde de la plataforma.

—Sabía que algo andaba mal. Pero ella no decía nada. Nunca se ha quejado, es una estoica. No pensé que ese fuera el problema. Creía que nos concernía sólo a nosotros. No se me ocurrió que pudieran hostigar a los niños. —Hablaba en voz baja, con encono—. Crece, sigue creciendo… ¿Será distinto en otra escuela?

—No sé. Si ella pasa mucho tiempo con nosotros, quizá no.

—No estarás sugiriendo…

—No. Enuncio un hecho, nada más. Si hemos elegido para ella la fuerza del amor personal, no podemos ahorrarle lo que trae aparejado, el riesgo del dolor. El dolor que recibe de nosotros, y por nosotros.

—No es justo que la atormenten por lo que hacemos; es tan buena, tan noble, como agua cristalina… —Takver calló, ahogada por un breve acceso de llanto; se secó los ojos, apretó la boca.

—No es lo que nosotros hacemos. Es lo que yo hago —dijo Shevek, y puso a un lado el cuaderno de notas—. Tú también has estado sufriendo.

—A mí no me importa lo que ellos piensan.

—¿En el trabajo?

—Puedo conseguir otro puesto.

—No aquí, no en tu campo.

—Bueno ¿quieres que me vaya a otra parte? Los laboratorios pesqueros de Sorruba en Paz-y-Abundancia me tomarían sin duda. ¿Pero qué pasa contigo? —Lo miró, enojada.

—Te quedas aquí, supongo.

—Podría ir contigo. Skovan y los otros están progresando en iótico, podrían atender la radio, y ésa es ahora mi tarea principal en el Sindicato. En Paz-y-Abundancia podría dedicarme a la física tan bien como aquí. Pero a menos que renuncie al Sindicato de Iniciativas, eso no resuelve el problema, ¿no? Yo soy el problema. Yo soy el que crea dificultades.

—¿Se preocuparían por eso, en un pueblo pequeño como Paz-y-Abundancia?

—Temo que sí.

—Shev, ¿cuánto de este odio has estado soportando? ¿Lo has estado callando, como Sadik?

—Y como tú. Bueno, a veces. Cuando estuve en Concordia, el verano pasado, fue un poco peor de lo que te dije. Hubo pedreas, y luchas. Los estudiantes que me habían pedido que fuese tuvieron que pelear por mí. Lo hicieron, pero me marché en seguida; la situación era peligrosa para ellos. Bueno, los estudiantes buscan el peligro. Y al fin y al cabo también nosotros lo hemos buscado, hemos exacerbado deliberadamente a la gente. Y hay muchos que nos apoyan. Pero ahora… empiezo a preguntarme si no te estoy poniendo en peligro, a ti y a las niñas, Tak. Al quedarme con vosotras.

—Tú, por supuesto, no corres ningún peligro —dijo ella, con vehemencia.

—Yo lo he buscado. Pero no se me ocurrió que el resentimiento tribal se extendería a vosotras. No es lo mismo, creo, que me amenacen a mí o que os amenacen a vosotras.

—¡Altruista!

—Tal vez. No puedo evitarlo. En verdad, me siento responsable, Tak. Sin mí, tú podrías ir a cualquier parte, o quedarte aquí. Has trabajado para el Sindicato, pero lo que desaprueban es tu lealtad hacia mí. Yo soy el símbolo. De modo que no… no hay sitio para mí a donde ir.

—Ve a Urras —dijo Takver. La voz era tan áspera que Shevek se echó hacía atrás como si ella le hubiera golpeado la cara.

Takver no lo miró; pero dijo otra vez en un tono más suave:

—Ve a Urras… ¿Por qué no? Allí te quieren. Aquí no. Quizás empiecen a abrir los ojos cuando te hayas ido. Y tú quieres ir. Lo vi esta noche. Nunca lo habías pensado antes, pero hoy durante la cena, cuando hablamos del premio, lo vi, noté cómo te reías.

—¡No necesito premios ni recompensas!

—No, pero necesitas que te escuchen, necesitas discusión y estudiantes… sin las ataduras que te impone Sabul. Y mira: tú y Bedap habláis continuamente de espantar a la CPD con la idea de que alguien vaya a Urras, y afirme el derecho a decidir libremente. Pero si habláis y habláis y nadie va, fortaleceréis la posición del otro bando, y habréis demostrado que nada puede cambiar una costumbre. Ahora que lo habéis planteado en una asamblea de la CPD, alguien tendrá que ir, Y tienes que ser tú. Ellos te han invitado; tienes una razón. Ve a buscar tu premio… el dinero que están guardando para ti —concluyó, con una carcajada súbita y genuina.

—Takver, ¡yo no quiero ir a Urras!

—Sí, quieres, tú sabes que quieres. Aunque no estoy segura de por qué.

—Bueno, naturalmente me gustaría conocer a algunos físicos… —Shevek parecía avergonzado—. Y ver también los laboratorios de Ieu Eun donde han experimentado con la luz.

—Estás en tu derecho —dijo Takver con vehemente determinación—. Es una parte de tu trabajo, tienes que hacerlo.

—Ayudaría a mantener viva la Revolución, aquí y allá, ¿no te parece? —dijo él—. ¡Qué idea tan descabellada! Como la obra de Tirin pero al revés. La subversión de los arquistas… Bueno, al menos probaría que Anarres existe. Elfos hablan con nosotros por radio, pero dudo que crean realmente en nosotros. En lo que somos.

—Si creyesen, se asustarían. Podrían venir y borrarnos del cielo para siempre, si realmente los convencieras…

—No lo creo. Una pequeña revolución en la física de ellos, tal vez, pero no en lo que ellos piensan. Es aquí, aquí, donde puedo influir en la sociedad, aun cuando no presten atención a mi física. Tienes toda la razón: ahora que lo hemos dicho, tenemos que hacerlo. —Hubo una pausa, y Shevek concluyó—: Me preguntó qué clase de física harán las otras razas.

—¿Qué otras razas?

—Los extraños. La gente de Hain y de otros sistemas solares. Hay dos embajadas de extraños en Urras, Hain y Terra. Los hainianos inventaron el impulso interestelar que se utiliza hoy en Urras. Supongo que también nos lo cederían, sí se lo pidiésemos. Sería interesante… —No terminó la frase.

Luego de otra larga pausa se volvió hacia Takver y dijo en un tono de voz distinto, sarcástico: —¿Y qué harías tú mientras yo estuviera visitando el propietariado?

—Iría a la costa del Sorruba con las niñas, y viviría una vida muy apacible como técnica en el laboratorio de piscicultura. Hasta que tú regresaras.

—¿Regresar? ¡Quién sabe si podría regresar!

Ella lo miró directamente a los ojos. —¿Quién te lo impediría?

—Quizá los urrasti. Podrían retenerme. Nadie es allí libre de ir y venir, tú sabes. O quizá la gente de aquí. Podrían no dejarme desembarcar. Algunos en la CPD amenazaron con eso, hoy. Rulag era uno de ellos.

—Es natural. Ella sólo sabe negar. Negar la posibilidad de volver.

—Muy cierto. Es exactamente así—dijo Shevek. Tranquilo otra vez, observaba a Takver con contemplativa admiración—. Pero Rulag no está sola, por desgracia. Para muchísima gente cualquiera que fuese a Urras y tratase de regresar sería un traidor, un espía.

—¿Qué podrían hacer?

—Bueno, si convencieran del peligro a Defensa, podrían volar la nave.

—¿Serían tan estúpidos los de Defensa?

—No lo creo. Pero cualquiera aparte de Defensa podría preparar explosivos y volar la nave. O más probablemente, atacarme a mí en cuanto descendiera de la nave. Creo que es una posibilidad concreta. Habría que incluirla en cualquier plan de viaje por las regiones panorámicas de Urras.

—¿Valdría la pena para ti… semejante riesgo?

Él miró un momento hacia la lejanía, hacia la nada.

—Sí —dijo—, en cierto modo. Allí podría terminar la teoría y entregarla, a ellos y a nosotros y a todos los mundos, me gustaría hacerlo. Aquí vivo amurallado, impedido. Es difícil trabajar, reunir pruebas, siempre sin un equipo, sin colegas, sin estudiantes. Y cuando hago el trabajo, ellos no lo quieren. O si lo quieren, como Sabul, piden que renuncie a la iniciativa a cambio de la aprobación. Aprovecharán ese trabajo después que yo muera, eso pasa siempre. Pero ¿por qué regalar la obra de mi vida a Sabul, a todos los Sabul, a todos los egos mezquinos, astutos, codiciosos de un solo planeta? Lo que quiero es compartirla. La obra en que estoy trabajando es muy importante. Habría que darla a manos llenas, comunicarla a todos. ¡No se consumirá!

—Muy bien —dijo Takver—, entonces vale la pena.

—¿Qué cosa vale la pena?

—El riesgo. Tal vez la imposibilidad del retorno.

—La imposibilidad del retorno —repitió él. Observó a Takver con una mirada extraña, intensa y no obstante abstraída.

—Creo que hay más gente de nuestro lado, del lado del Sindicato, que la que nosotros pensamos. Lo que pasa en realidad es que no hemos hecho casi nada, no hemos hecho nada por reunirlos, no hemos corrido ningún riesgo. Si tú quisieras, creo que vendrían, que acudirían a apoyarte. Si abrieras la puerta, respirarían otra vez el aire fresco, respirarían libertad.

—También podrían correr a cerrarla de golpe.

—Si lo hacen, peor para ellos. El Sindicato puede protegerte cuando desembarques. Y entonces, si la gente sigue hostil y enconada, los mandaremos al infierno. ¿De qué sirve una sociedad anarquista que teme a los anarquistas? Iremos a vivir a Soledades, a Alto Sedep, a Lejanías, iremos a vivir solos en las montañas si es preciso. Hay sitios. Y habrá gente que querrá acompañarnos. Fundaremos una nueva comunidad. Si nuestra sociedad se encasilla en la búsqueda de la política y el poder, entonces nos iremos, haremos un Anarres más allá de Anarres, un nuevo comienzo. ¿Qué te parece?

—Hermoso —dijo él—, es hermoso, corazón amado. Pero yo no iré a Urras, sabes.

—Oh, sí. Y volverás —dijo Takver. Tenía los ojos muy oscuros, una oscuridad suave, como la oscuridad de un bosque en la noche—. Si te lo propones. Siempre llegas a donde quieres ir. Y siempre regresas.

—No seas estúpida, Takver. ¡No iré a Urras!

—Estoy muy cansada —dijo Takver. Se desperezó, y se inclinó para apoyar la frente contra el brazo de Shevek—. Vamos a la cama.

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