9

Urras

Lo despertaron las campanas de la torre de la capilla, repicando la Armonía Prima para el servicio matutino. Cada campanada era como un golpe en la nuca. Se sentía tan enfermo y temblaba tanto que durante un rato ni siquiera pudo incorporarse. Por fin consiguió arrastrarse fuera de la cama y tomar un largo baño frío que le alivió el dolor de cabeza; pero sentía aún que su propio cuerpo le era extraño, que era, de algún modo, un cuerpo vil. Cuando pudo volver a pensar, recordó fragmentos y momentos de la noche anterior, pequeñas escenas absurdas, vívidas, de la velada en casa efe Vea. Intentó no pensar en ellas, y ya no pudo pensar en ninguna otra cosa. Todo, todo se convertía en algo vil. Se sentó delante del escritorio, y allí permaneció, abstraído, inmóvil, profundamente desdichado, por espacio de media hora.

Muchas veces se había sentido turbado y confuso. De joven había sufrido al sentir que los otros lo consideraban extraño, distinto de ellos; en años posteriores había conocido, por haberla provocado deliberadamente, la cólera y el desprecio de muchos de sus hermanos de Anarres. Pero nunca había aceptado en realidad el juicio de ellos. Nunca se había sentido avergonzado.

No sabía que esa humillación paralizante era, lo mismo que el dolor de cabeza, una secuela química del alcohol. Aunque saberlo no lo hubiera ayudado mucho. La vergüenza —el sentimiento de bajeza y extrañamiento— era una revelación. Ahora veía las cosas con una lucidez nueva, una lucidez horrible; veía mucho más allá de esos recuerdos incoherentes del final de la noche en casa de Vea. No era sólo la pobre Vea quien lo había traicionado. No era sólo el alcohol lo que había tratado de vomitar: era todo el pan que había comido en Urras. Apoyó los codos sobre el escritorio y con la cabeza entre las manos, oprimiéndose las sienes, en la postura contraída del hombre atormentado, se examinó a la luz de la vergüenza.

En Anarres, desafiando las esperanzas de su sociedad, había elegido hacer el trabajo que como individuo se sentía llamado a hacer. Hacerlo significaba rebelarse: arriesgar el yo por la sociedad.

Aquí en Urras, semejante acto de rebeldía era un lujo, un capricho. Ser un físico en A-Io significaba servir no a la sociedad, no a la humanidad, no a la verdad, sino al Estado.

En la primera noche en este mismo cuarto les había preguntado, retador y curioso:

—¿Qué van a hacer conmigo? —Ahora sabía lo que ellos habían hecho con él. Chifoilisk le había dicho la simple verdad. Se habían apropiado de él. Él se había propuesto negociar con ellos, la idea de un anarquista iluso. El individuo no puede negociar con el Estado. El Estado no reconoce otro sistema monetario que el del poder: y él mismo acuña las monedas.

Ahora veía —en detalle, paso a paso desde el comienzo— que había cometido un error en venir a Urras, un primer gran error que amenazaba prolongarse por el resto de sus días. Una vez que vio esto, una vez que hubo pasado revista a todas las evidencias que durante meses había reprimido y rechazado —y le llevó mucho tiempo, allí sentado, inmóvil frente al escritorio— hasta llegar a la última escena ridícula y abominable con Vea, y la hubo revivido otra vez, mientras le ardía la cara y le canturreaban los oídos: entonces todo quedó atrás. Ni aun en aquel valle de lágrimas post-alcohólico sentía culpa alguna; todo aquello había quedado atrás; cómo actuaría ahora, eso era lo que importaba. Si él mismo se había encerrado en una cárcel, ¿cómo podría considerarse un hombre libre?

No iba a hacer física para los políticos. Eso era claro, ahora.

Si dejaba de trabajar, ¿le permitirían volver a Anarres?

En este momento, respiró hondamente y levantó la cabeza, mirando sin ver, más allá de las ventanas, el paisaje verde iluminado por el sol. Era la primera vez que se permitía pensar en el regreso como una posibilidad genuina. El pensamiento amenazaba romper todas las compuertas, para inundarlo con una nostalgia imperiosa. Hablar en právico, hablar con los amigos, ver a Takver, a Pilun, a Sadik, tocar el polvo de Anarres…

No le permitirían volver. No había pagado el peaje. Tampoco podía permitírselo: darse ya por vencido y escapar.

Sentado frente al escritorio, a la luz radiante del sol matinal, golpeó las manos contra el borde del escritorio, con fuerza y deliberación, dos, tres veces; tenía el rostro sereno, pensativo.

—¿A dónde voy? —dijo en voz alta.

Llamaron a la puerta. Efor entró con la bandeja del desayuno y los periódicos de la mañana.

—Vine a las seis como de costumbre, pero usted se estaba recuperando —observó, mientras depositaba la bandeja con admirable destreza.

—Anoche me emborraché —dijo Shevek.

—Hermoso mientras dura —dijo Efor—. ¿Nada más, señor? —y salió con la misma destreza, inclinándose ante Pae, que entraba en el cuarto.

—¡No tenía intención de interrumpirle el desayuno! Salía de la capilla, pensé en darme una vuelta.

—Siéntese. Tome un poco de chocolate. —Shevek se sentía incapaz de tragar un bocado a menos que Pae aceptara comer con él. Pae tomó una rosquilla de miel y la desmigajó en un platillo. Shevek aún se sentía un poco destemplado, pero atacó el desayuno con energía. A Pae parecía resultarle más difícil que de costumbre iniciar la conversación.

—¿Todavía sigue recibiendo esta basura? —preguntó al fin en un tono divertido, tocando los periódicos doblados que Efor había dejado sobre la mesa.

—Efor me los trae.

—¿Ah, sí?

—Yo le pedí que lo hiciera —dijo Shevek, mirando a Pae, una mirada exploratoria de una fracción de segundo—. Amplían mi comprensión del país. Me interesan las clases bajas de Urras. La mayor parte de los anarresti descendemos de las clases bajas.

—Sí, por supuesto —dijo el hombre más joven, con aire respetuoso y aquiescente. Comió un trocho de rosquilla de miel—. Creo que me gustaría tomar unos sorbos de chocolate, después de todo —dijo, y sacudió la campanilla que estaba en la bandeja. Efor apareció en la puerta—. Otra taza —dijo Pae, sin volverse—. Bueno, señor, teníamos intenciones de llevarlo otra vez de gira, ahora que el tiempo se pone bueno, y hacerle conocer mejor el país. Hasta una visita al extranjero, quizá. Pero esta guerra maldita ha puesto fin a todos esos planes, me temo.

Shevek miró los titulares del periódico que coronaba la pila: CHOQUES ENTRE IO Y THU CERCA DE LA CAPITAL BENBILI.

—Hay noticias más recientes en el telefax —dijo Pae—. Hemos liberado la capital. El general Havevert volverá a la presidencia.

—¿Entonces la guerra ha terminado?

—No mientras Thu aún retenga las dos provincias orientales.

—Ya veo. Entonces el ejército de ustedes y el de Thu combatirán en Benbili. ¿No aquí?

—No, no. Sería una completa locura que ellos nos invadieran, o nosotros a ellos. ¡Ya hemos dejado atrás esa barbarie que llevaba la guerra al corazón del mundo civilizado! El equilibrio de poderes se mantiene mediante esta especie de acción policial. Sin embargo, oficialmente estamos en guerra. De modo que todas las viejas y tediosas restricciones entrarán en vigor, me temo.

—¿Restricciones?

—Clasificación de los trabajos de investigación en el Colegio de la Ciencia Noble, para empezar. Nada serio, en realidad, sólo un sello de goma del gobierno. Y a veces una demora en la publicación de un trabajo, ¡cuando los de arriba lo consideran peligroso porque no lo entienden!… Y los viajes un poco limitados, especialmente para usted y los otros extranjeros que están aquí, me temo. Mientras dure el estado de guerra, no podrá salir de los límites de la Universidad, creo, sin autorización del Rector. Pero no se preocupe. Yo puedo sacarlo de aquí cuando usted quiera sin necesidad de tanto engorro.

—Usted tiene las llaves —dijo Shevek, con una sonrisa ingenua.

—Oh, soy todo un especialista en la materia. Me encanta burlar las reglamentaciones y engañar a las autoridades. Tal vez sea un anarquista nato, ¿en? ¿Dónde diablos anda ese viejo imbécil a quien mandé en busca de una taza?

—Ha de haber bajado a las cocinas.

—No tiene que tardar medio día para eso. Bueno, no esperaré. No quiero quitarle el resto de la mañana. A propósito, ¿vio el último Boletín de la Fundación de Investigaciones del Espacio? Reproducen los planos de Reumere para el ansible.

—¿Qué es el ansible?

—Es lo que él llama un dispositivo de comunicación instantánea. Dice que si los temporalistas, es decir, usted, resuelven las ecuaciones tiempo-inercia, los ingenieros, es decir, él, podrán construir la maldita cosa, probarla, y así demostrar incidentalmente la validez de la teoría en unos pocos meses, o semanas.

—Los ingenieros son ellos mismos la prueba de la reversibilidad causal. Ya lo ve, Reumere ha fabricado el efecto antes de que yo le proporcione la causa. —Shevek sonrió otra vez, algo menos ingenuamente. Cuando Pae salió cerrando la puerta, Shevek se incorporó—. ¡Aprovechado inmundo y mentiroso! —dijo en právico, blanco de rabia, con los puños cerrados para que las manos no aferraran algún objeto y lo arrojaran contra Pae.

Efor entró trayendo una taza y un platillo en una bandeja. Se detuvo en seco, con aire atemorizado.

—Está bien, Efor. No quiso… No quería la taza. Puede llevarse todo ahora.

—Muy bien, señor.

—Escuche. No quisiera visitas, por un tiempo. ¿Puede retenerlos afuera?

—Fácil, señor. ¿Alguien en especial?

—Sí, él. Cualquiera. Diga que estoy trabajando.

—Eso le alegrará, señor —dijo Efor, la malicia fundiéndose por un instante con las arrugas; y luego, con respetuosa familiaridad—: Nadie que usted no quiera pasará sobre mí. —Y por último, con formal corrección—: Gracias, señor, y buenos días.

La comida, y la adrenalina, habían disipado la parálisis de Shevek. Caminaba por la habitación de arriba abajo, irritable y desasosegado. Necesitaba actuar. Había pasado casi un año sin hacer nada, excepto ponerse en ridículo. Era tiempo de que hiciera algo.

Bien, ¿qué había venido a hacer aquí?

A hacer física. A ratificar, con su talento, los derechos de cualquier ciudadano de cualquier sociedad: el derecho a trabajar, a que lo mantengan mientras él trabaja, y a compartir el producto con todos aquellos que quieran compartirlo. Los derechos de un odoniano y de un ser humano.

Sus anfitriones benévolos y protectores le permitían trabajar, y lo mantenían mientras trabajaba, eso era cierto. El problema asomaba en el tercer paso. Pero él no lo había dado aún. No había concluido su trabajo. No podía compartir lo que no tenía.

Volvió al escritorio, se sentó, y sacó del menos accesible y menos útil de los bolsillos del ceñido y elegante pantalón un par de hojas de papel repletas de anotaciones. Las estiró con los dedos y las miró. Se le ocurrió que se estaba pareciendo a Sabul, escribiendo con letra muy pequeña, en abreviaturas y en pedazos de papel. Ahora sabía por qué Sabul hacía eso: Sabul era posesivo y solapado. Un psicópata en Anarres era un comportamiento racional en Urras.

Volvió a sentarse, inmóvil, la cabeza gacha, estudiando los dos trocitos de papel en que había anotado ciertos puntos esenciales de la Teoría Temporal General.

Durante los tres días siguientes estuvo sentado al escritorio, mirando los dos trocitos de papel.

A ratos se levantaba y caminaba por la habitación, o escribía algunas notas, o utilizaba la computadora de mesa, o le pedía a Efor que le trajese algo de comer, o se echaba en la cama y dormía. Luego volvía al escritorio y allí seguía, inmóvil.

Al anochecer del tercer día estaba sentado, para variar, en el banco de mármol junto a la chimenea. Se había sentado en él la primera noche que había entrado en esta habitación, en esta celda encantadora, y por lo general se sentaba allí cuando tenía visitas. No tenía visitas en ese momento, pero estaba pensando en Saio Pae.

Como todos los buscadores de poder, Pae era un hombre de una miopía mental asombrosa. Había una calidad trivial, abortiva en su mente: carecía de profundidad, de afecto, de imaginación. La mente de Pae era en realidad un instrumento primitivo. Sin embargo, había tenido un potencial real, y aunque deformada, no estaba perdida del todo. Pae era un físico muy inteligente, o para decirlo mejor, era muy inteligente para la física. No había hecho nada original, pero su sentido de la oportunidad, su olfato para saber de dónde podía sacar el mejor provecho, lo conducían paso a paso por el terreno más prometedor. Tenía una intuición infalible para saber qué había que hacer, como la tenía Shevek, y Shevek la respetaba en Pae tanto como en sí mismo, pues es un atributo singularmente importante en alguien que se dedica a la ciencia. Era Pae quien le había dado a Shevek la obra traducida del terrano, el simposio sobre las Teorías de la Relatividad, las ideas que en los últimos tiempos lo ocupaban cada vez más. ¿Sería posible que hubiese venido a Urras sólo para conocer a Salo Pae, su enemigo? ¿Que hubiese venido a buscarlo, sabiendo que de ese enemigo podría recibir lo que no le habían dado sus hermanos y amigos, lo que ningún anarresti podía darle: el conocimiento de lo extraño, lo exótico, lo nuevo?

Olvidó a Pae. Pensó en aquel libro. No lograba explicarse con claridad qué era, exactamente, lo que le había parecido tan estimulante. Al fin y al cabo la física que había en él era en su mayor parte obsoleta; los métodos engorrosos, la actitud terrana a veces profundamente desagradable. Los terrarios habían sido imperialistas del intelecto, celosos constructores de muros. Hasta Ainsetain, el creador de la teoría, se había obligado a advenir que su física sólo trataba del mundo material, y no había por qué suponer que involucraba el pensamiento metafísico, el filosófico, o el ético. Lo cual, desde luego, era superficialmente cierto; y sin embargo había utilizado el número, el puente entre lo racional y lo percibido, entre la psique y la materia. «El número incontrovertible», como lo habían llamado los antiguos fundadores de la Ciencia Noble. Emplear las matemáticas en este sentido era emplear el modo que precedía y conducía a todos los otros modos. Ainsetain lo había sabido; con admirable cautela había opinado que su física describía posiblemente la realidad misma.

Extrañeza y familiaridad: en cada movimiento del pensamiento del terrano Shevek descubría esta combinación, una combinación intrigante, y atrayente: pues también Ainsetain había buscado una teoría unificada del campo. Luego de explicar la fuerza de la gravedad como una función de la geometría del espacio-tiempo, había intentado extender la síntesis e incluir en ella las fuerzas electromagnéticas. No lo había logrado. En vida de él, y durante numerosos decenios después de su muerte, los físicos terranos hicieron a un lado los esfuerzos y los fracasos de Ainsetain, y se dedicaron a las magníficas incoherencias de la teoría del quantum, de elevado rendimiento tecnológico, concentrándose tan exclusivamente en los modos tecnológicos que al fin llegaron a un punto muerto, a un catastrófico fracaso de la imaginación. Y sin embargo, la intuición primera había sido cierta: en aquel entonces el progreso se había apoyado en la indeterminación que el viejo Ainsetain se había negado a aceptar. Y esa negativa también había sido igualmente correcta, a la larga. Sólo que él no había tenido los instrumentos de prueba necesarios: las variables Saeba y las teorías de la velocidad infinita y las causas coexistentes. Había un campo unificado, en la física cetiana, pero en unos términos que acaso Ainsetain no habría estado dispuesto a aceptar; pues la velocidad de la luz como factor limitativo había sido fundamental para sus grandes teorías. Las dos Teorías de la Relatividad eran tan hermosas, tan válidas, y tan útiles como siempre al cabo de todos esos siglos, y no obstante las dos dependían de una hipótesis que no podía demostrarse como verdadera, v que en ciertas circunstancias podía demostrarse como falsa.

Pero ¿una teoría en la cual todos los elementos fueran demostrables como verdaderos no era acaso tautología? La única posibilidad de romper el círculo y seguir avanzando había que buscarla en el ámbito de lo indemostrable, y aun de lo refutable.

En cuyo caso, esa indemostrabílidad de la hipótesis de la coexistencia real —el problema con que Shevek se había estado golpeando la cabeza desesperadamente en los últimos tres días, y en verdad en los últimos diez años— ¿importaba realmente?

Había estado buscando a tientas la certeza y tratando de alcanzarla como si fuese algo de lo que él pudiera adueñarse. Había estado reclamando una seguridad y una garantía que no se otorgan, y que si se otorgaran se convertirían en una prisión. Ya nada impedía que utilizara la hermosa geometría de la relatividad. Había supuesto la validez de la coexistencia como punto de partida, y ahora podía seguir adelante. El próximo paso era perfectamente claro. La coexistencia de la sucesión sería resuelta mediante una serie de transformaciones saebianas; encaradas de esta manera, a la sucesión y la presencia no se oponía ninguna antítesis. La unidad fundamental de los puntos de vista secuencial y simultaneísta se hacía evidente; el concepto de intervalo conectaba los aspectos estático y dinámico del universo. ¿Sería posible que durante diez años hubiera tenido la realidad delante de los ojos y no la hubiera visto? Ya no habría problemas para seguir avanzando. En realidad ya había avanzado. Estaba allí. Veía todo cuanto aparecería en aquella primera ojeada, en apariencia casual, al método adecuado, descubierto porque había comprendido al fin la naturaleza de un viejo error. El muro había sido derribado. La visión era a la vez clara y total. Lo que veía era simple, más simple que todo el resto. Era la simplicidad misma: y contenía en sí toda posible complejidad, toda promesa. Era la revelación. Era el camino despejado, el camino de regreso, la luz.

El espíritu era en él como un niño que correteara al sol. No había final, ningún final…

Y sin embargo, en medio de esa calma, de esa felicidad completa, tenía miedo; le temblaban las manos, y las lágrimas le empañaban los ojos, como si hubiese estado mirando directamente al sol. Al fin y al cabo, la carne no es transparente. Y es una impresión extraña, muy extraña, la de descubrir que la vida de uno tiene al fin algún significado.

A pesar de todo seguía mirando, adelantándose, con esa misma alegría infantil, hasta que de pronto no pudo avanzar más; volvió, y cuando miró alrededor a través de las lágrimas, vio que la habitación estaba a oscuras y que en las altas ventanas brillaban las estrellas.

El momento había desaparecido; él había visto cómo se iba. No había intentado retenerlo. Sabía que él era parte del momento, no el momento parte de él. El momento cuidaba de él y lo preservaba.

Al cabo de un rato se levantó, destemplado, y encendió la lámpara. Caminó un poco por el cuarto, tocando las cosas, la encuadernación de un libro, la pantalla de una lámpara, contento de estar de vuelta entre aquellos objetos familiares, de vuelta en su propio mundo; pues en ese instante la diferencia entre este planeta y aquél, entre Urras y Anarres, no le parecía más significativa que la diferencia entre dos granos de arena a la orilla del mar. No había más abismos, ni más muros. No había más exilio. Había visto los cimientos del universo, y eran sólidos.

Entró en la alcoba, con pasos lentos, vacilantes, y se dejó caer en la cama sin desvestirse. Allí permaneció acostado, con los brazos detrás de la cabeza, previendo y planeando algún detalle del trabajo que tenía que hacer, abstraído en una gratitud solemne y deleitada, que poco a poco se confundió con una ensoñación serena, y luego con el sueño.

Durmió diez horas. Se despenó pensando en las ecuaciones que expresarían el concepto de intervalo. Fue hasta el escritorio y se puso a trabajar. Tenía una clase esa tarde, y la dio; cenó en el comedor de profesores decanos y habló con ellos del tiempo, y de la guerra, y de cualquier otra cosa que a ellos les interesara. Si advirtieron algún cambio en él, Shevek no lo supo, porque en realidad era como si no existieran. Volvió a su habitación y trabajó.

Los urrasti dividían el día en veinte horas. Durante ocho días pasó de doce a dieciséis horas diarias sentado frente al escritorio, o caminando alrededor del cuarto, los ojos claros vueltos a menudo a las ventanas, mientras afuera brillaba el sol tibio de la primavera, o las estrellas y la luna amarilla, menguante.

Al entrar con la bandeja del desayuno, Efor lo encontró echado sobre la cama, los ojos cerrados, hablando en una lengua extranjera. Lo despertó. Shevek abrió los ojos con un sobresalto convulsivo, se levantó y se encaminó vacilante a la otra habitación, a la mesa, que estaba perfectamente vacía; escudriñó la computadora, ahora en blanco, y allí se quedó, como un hombre que ha recibido un golpe en la cabeza y aún no lo sabe. Efor logró convencerlo de que volviese a la cama, y dijo:

—Fiebre, señor. ¿Llamo al médico?

—¡No!

—¿Seguro, señor?

—¡No! No permita que nadie entre. Diga que estoy enfermo, Efor.

—Entonces seguro buscan al médico. Puedo decir que todavía trabaja, señor. Eso les gusta.

—Cierre la puerta con llave cuando salga —dijo Shevek. El cuerpo opaco lo había abandonado; se caía de cansancio y se sentía inquieto y con miedo. Temía a Pae, a One, temía una requisa policial. Todo cuanto había oído, leído, comprendido a medias acerca de la policía urrasti, la policía secreta, lo recordaba, vivida y terriblemente, como cuando un hombre admite que está enfermo y recuerda todo lo que ha leído alguna vez sobre el cáncer. Clavó en Efor una mirada angustiada, febril.

—Puede confiar en mí —dijo el hombre con aquel tono sumiso, esquivo, rápido. Le alcanzó un vaso de agua y salió del cuarto. Detrás de él sonó el clic de la llave que giraba en la cerradura.

Cuidó de Shevek durante los dos días siguientes, con un tacto que no se aprendía en la escuela de criados.

—Usted tendría que haber sido médico, Efor —le dijo Shevek, cuando la debilidad pasó a ser una lasitud meramente física, no desagradable.

—Lo que dice mi madre. No deja, que otro la cuide cuando anda apestada. Dice, «Tú tienes buena mano», y yo creo que sí.

—¿Trabajó alguna vez con enfermos?

—No, señor. No quiero saber nada de hospitales. Negro día el que me toca morir en uno de esos agujeros apestados.

—¿Los hospitales? ¿Qué pasa con ellos?

—Nada, señor, no donde lo llevan a usted, si empeora —dijo Efor amablemente.

—¿A cuáles se refiere, entonces?

—Los nuestros. Sucios. Como cubo de basurero —dijo Efor, sin violencia—. Viejos. El crío muere en uno. Hay agujeros en el piso, grandes agujeros, se ven las vigas, ¿entiende? Yo oigo «¿Cómo puede ser?» Pues sí, las ratas suben por los agujeros, derecho a las camas. Ellos dicen «Edificio viejo, seiscientos años como hospital». Casa de la Divina Armonía para los Pobres, se llama. Una mierda, es lo que es.

—¿Era hijo de usted el que murió en el hospital?

—Sí, señor, mi hija Laia.

—¿De qué murió?

—El corazón, una válvula, dicen ellos. Ella no crece mucho. Tiene dos años cuando muere.

—¿Otros hijos?

—Vivos ninguno. Tres nacidos. Duro para la madre. Pero ahora dice: «Oh, bueno, no hay que tomarlo a pecho, ¡al fin y al cabo da igual!» ¿Puedo hacer algo más por usted, señor?

El cambio repentino a la sintaxis de la clase alta sobresaltó a Shevek.

—¡Sí! Siga hablando —dijo con impaciencia.

Tal vez porque Shevek había hablado espontáneamente, o acaso porque estaba enfermo y había que levantarle el ánimo, esta vez Efor no se puso tieso.

—Pienso ser médico del ejército, una vez —dijo—, pero ellos se adelantan. Reclutamiento. Dicen: «Ordenanza, eres ordenanza». Y voy. Buen entrenamiento, ordenanza. Del ejército paso directamente al servicio de señores.

—¿Podías haberte entrenado como médico, en el ejército? —La conversación continuó. A Shevek le era difícil seguirla, tanto por el lenguaje como por la sustancia. Le estaban hablando de cosas de las que no tenía ninguna experiencia. Nunca había visto una rata, ni un cuartel, ni un manicomio, ni un asilo, ni una casa de empeños, ni una ejecución, ni un ladrón, ni un cobrador de alquileres, ni un hombre que quería trabajar y no conseguía trabajo, ni un bebé muerto en una zanja. Todas esas cosas aparecían en las reminiscencias de Efor como lugares comunes o como horrores comunes. Para entenderlas, Shevek tenía que recurrir a toda su imaginación, recordar y recomponer todos los fragmentos que encontrara en Urras. No obstante, le resultaban familiares —en un sentido muy diferente de todo cuanto había visto hasta entonces-, y en realidad comprendía.

Este era el Urras que había aprendido a conocer en la escuela de Anarres. Este era el mundo del que habían huido sus antepasados, prefiriendo el hambre y el desierto y el exilio sin fin. Este era el mundo que había formado la mente de Odo, y que la había encarcelado ocho veces por haber hablado contra él. Este era el sufrimiento humano en el que habían echado raíces los ideales de su sociedad, el suelo en que habían brotado.

No era «el Urras real». La dignidad y la belleza del cuarto en que él y Efor se encontraban tenía tanta realidad como la sordidez en que había nacido Efor. La tarea de un pensador no consistía para Shevek en negar una realidad a expensas de otra, sino en integrar y relacionar. No era una tarea fácil.

—Parece cansado otra vez, señor —dijo Efor—. Mejor descansa.

—No. No estoy cansado.

Efor lo observó un momento. Cuando Efor trabajaba como sirviente, la cara ajada, perfectamente rasurada no tenía ninguna expresión; en las últimas horas Shevek la había visto pasar por transformaciones inauditas, de la acritud al humor, al cinismo, al dolor. En aquel momento mostraba una expresión de simpatía y a la vez de indiferencia.

—Muy distinto todo, allá de donde usted viene —dijo Efor.

—Muy distinto.

—Nadie nunca sin trabajo, allá. —Había un leve dejo de ironía, o de duda, en la voz de Efor.

—No.

—¿Y nadie pasa hambre?

—Nadie pasa hambre mientras otro come.

—¡Ah!

—Pero hemos pasado hambre. Hambre verdadera. Hubo una hambruna, sabe, hace ocho años. Conocí una mujer entonces que mató a su bebé; ella no tenía leche, y no había nada más, nada que pudiera darle al bebé. No todo es… no todo es miel sobre hojuelas en Anarres, Efor.

—No lo dudo, señor —dijo Efor en uno de sus curiosos retornos a la dicción culta. Continuó con una mueca, separando los labios de los dientes—: De cualquier modo ¡allí no hay ninguno de ellos!

—¿Ellos?

—Usted sabe, señor Shevek. Lo que usted dijo una vez. Los amos.

A la tarde siguiente Atro fue a visitarlo. Pae había estado acechando sin duda en alguna parte, pues unos minutos después de que Efor hiciera pasar al viejo, llegó como de paso, e inquirió con encantadora simpatía por la indisposición de Shevek.

—Ha estado trabajando demasiado estas últimas dos semanas, señor —dijo—, no tiene que cansarse de ese modo. —No se sentó, y se marchó muy pronto, la cortesía en persona. Atro siguió hablando de la guerra en Benbili, que se estaba convirtiendo, como él decía, en «una operación en gran escala».

—¿Aprueba esta guerra la gente del país? —preguntó Shevek, interrumpiendo un discurso sobre estrategia. Lo intrigaba la ausencia de juicios morales respecto de la guerra en los periódicos chicharreros. Habían abandonado el fervor deliberante de los primeros días. Ahora empleaban a menudo el mismo que los boletines del tele-fax, emitidos por el gobierno.

—¿Aprobar? No se imaginará que nos echaremos a dormir y dejaremos que esos malditos thuvianos nos pisen la cabeza. ¡Está en juego nuestro status de potencia mundial!

—Pero me refiero al pueblo, no al gobierno. La… la gente que tiene que ir a combatir.

—¿Qué piensan ellos? Ya han conocido otras veces la conscripción en masa. ¡Para eso están, mi querido amigo! Para pelear por la patria. Y le diré una cosa, no hay mejor soldado en el mundo que el hombre ioti del pueblo, una vez que se somete y aprende a obedecer. En tiempos de paz puede que parezca un pacifista sentimental, pero tiene garra, la lleva adentro. El soldado raso siempre ha sido nuestro gran recurso como nación. Así nos hemos convertido en la potencia que hoy somos.

—¿Trepando sobre una pila de niños muertos? —dijo Shevek, pero la cólera, o acaso una resistencia inconsciente a herir los sentimientos del viejo, le sofocaron la voz, y Atro no lo oyó.

—No —prosiguió Atro—, usted verá que el alma del pueblo es resistente como el acero, cuando la patria está en peligro. Unos cuantos agitadores alborotan al populacho entre las guerras, en Nio y en las ciudades industriales, pero es extraordinario ver cómo el pueblo cierra filas cuando la bandera está en peligro. Usted no quiere creerlo, ya sé. El problema del odonianismo, mi querido amigo, es que es afeminado. No tiene en cuenta, simplemente, el lado viril de la vida. «La sangre y el acero, el fulgor de la batalla», como dice el viejo poeta. No entiende el coraje… el amor a la bandera.

Shevek guardó silencio un momento; luego dijo, amablemente:

—Eso puede ser cierto, en parte. En todo caso, nosotros no tenemos banderas.

Cuando Atro se marchó, Efor entró a retirar la bandeja de la cena. Shevek lo retuvo y se le acercó, diciendo:

—Discúlpeme, Efor —y puso una hoja de papel sobre la bandeja. En ella había escrito: «¿Hay un micrófono en este cuarto?»

El sirviente inclinó la cabeza y leyó, lentamente, y luego miró a Shevek, una mirada larga a corta distancia. Luego volvió los ojos un instante hacia la chimenea del hogar.

«¿La alcoba?» inquirió Shevek por el mismo medio.

Efor meneó la cabeza, dejó la bandeja, y siguió a Shevek a la alcoba. Cerró la puerta detrás de él sin hacer ningún ruido, como un buen sirviente.

—Lo encontré el primer día, quitando el polvo —dijo con una sonrisa que le ahondaba y plegaba las arrugas de la cara.

—¿Aquí no?

Efor se encogió de hombros.

—Nunca lo encontré. Podría hacer correr el agua allí, señor, como en las historias de espías.

Se encaminaron al magnífico-templo de oro y marfil del cagadero. Efor abrió los grifos y escudriñaron las paredes.

—No —dijo—. No me parece. Y un ojo espía podría localizarlo. Los descubro una vez cuando trabajo para un hombre en Nio. No los paso por alto una vez que los conozco.

Shevek sacó del bolsillo otra hoja de papel y se la mostró a Efor.

—¿Sabe de dónde vino?

Era la nota que había encontrado en el gabán. «Únete a nosotros tus hermanos.»

Efor leyó lentamente, moviendo los labios cerrados, y luego dijo:

—No sé de dónde viene.

Shevek estaba decepcionado. Se le había ocurrido que el propio Efor estaba en una posición excelente para deslizar alguna cosa en el bolsillo del «amo».

—Sé de dónde viene. En cierto modo.

—¿Quiénes? ¿Cómo puedo llegar a ellos?

Otra pausa.

—Asunto peligroso, señor Shevek. —Efor se alejó unos pasos y abrió todavía más los grifos de agua.

—Yo no quiero comprometerlo. Si usted pudiera decirme a dónde ir. Por quién tengo que preguntar. Un nombre al menos.

Una pausa más prolongada aún. El rostro de Efor parecía duro y consumido.

—Yo no… —dijo, y se interrumpió. En seguida añadió, abruptamente y en voz muy baja: —Mire, señor Shevek, Dios sabe que ellos necesitan de usted, nosotros lo necesitamos, pero mire, usted no sabe cómo es. ¿Cómo va a esconderse? ¿Un hombre como usted? ¿Con ese aspecto? Esto es una trampa, pero todo es una trampa. Usted puede escapar pero no puede esconderse. No sé qué decirle. Darle nombres, seguro. Pregunte a cualquier nioti, él le dirá a dónde ir. Ya hemos soportado demasiado. Necesitamos aire para respirar. Pero si lo pescan, lo matan, ¿y cómo me siento yo? Trabajo para usted ocho meses, llego a quererlo. Lo admiro. Ellos me lo piden todo el tiempo. Yo digo: «No. Dejadlo en paz. Un hombre bueno, no tiene culpa de nuestras desgracias. Dejadlo que vuelva al sitio de donde viene, donde la gente es libre. Dejad que alguien salga en libertad de esta prisión maldita en que vivimos».

—No puedo volver. Todavía no. Quiero encontrar a esa gente.

Efor callaba. Quizá fue el hábito de toda una vida de criado, que siempre obedece, lo que hizo que al fin asintiera y dijera en un murmullo:

—Tuio Maedda, él quiere verlo. En el Callejón de la Broma, en Ciudad Vieja. La tienda de comestibles.

—Pae dice que no puedo salir. Me detendrán si ven que tomo el tren.

—Taxi, quizá —dijo Efor—. Le pido uno, usted baja por la escalera. Conozco a Kae Oimon en la parada. No es tonto. Pero no sé.

—Está bien. Ahora mismo. Pae estuvo hace un rato, me vio, piensa que no saldré porque estoy enfermo. ¿Qué hora es?

—Las siete y media.

—Si voy ahora, tengo toda la noche para buscar. Llame el taxi, Efor.

—Le prepararé una maleta, señor…

—¿Una maleta de qué?

—Necesita ropa…

—¡Llevo ropa puesta! Llame.

—No puede ir sin nada —protestó Efor, más ansioso y preocupado que nunca—. ¿Lleva dinero?

—Ah… sí. Puedo necesitarlo.

Shevek ya estaba listo; Efor se rascó la cabeza, ceñudo, malhumorado, pero fue hacia el teléfono del vestíbulo para llamar el taxi. Cuando volvió encontró a Shevek esperando junto a la puerta del vestíbulo y con el abrigo puesto.

—Baje —le dijo Efor de mala gana—. Kae está en la puerta de atrás, cinco minutos. Dígale que salga por el Camino del Bosque, allí no hay guardias como en el portón principal. No vaya por el portón, allí lo detienen, seguro.

—¿Lo culparán por esto, Efor?

Los dos hablaban cuchicheando.

—Yo no sé que usted se va. Mañana digo que usted no se levanta todavía. Duerme. Los distraigo un rato.

Shevek lo tomó por los hombros, lo besó, le estrechó las manos.

—¡Gracias, Efor!

—Buena suerte —dijo el hombre, azorado. Shevek ya no estaba allí.

La costosa jornada con Vea lo había dejado casi sin dinero, y el viaje en taxi a Nio le sacó otras diez unidades. Se apeó en una estación mayor del tren subterráneo, y con la ayuda del mapa consiguió llegar a la Ciudad Vieja, un sector de Nio que nunca había visitado. El Callejón de la Broma no figuraba en el mapa, de modo que dejó el tren en el apeadero de la Ciudad Vieja. Cuando subió desde la amplia estación de mármol hasta la calle, se detuvo desconcertado. Aquello no se parecía nada a Nio Esseia.

Caía una llovizna fina, neblinosa; la oscuridad era casi completa y en la calle no había luz. Había faroles, sí, pero o no los habían encendido, o estaban rotos. Aquí y allá, a través de los postigos cerrados de las ventanas, se filtraba un resplandor amarillo. Un poco más abajo, de un portal abierto, fluía un haz de luz; alrededor de él, hablando en voz muy alta, holgazaneaba un grupo de hombres. El pavimento, pegajoso a causa de la lluvia, estaba sembrado de restos de papel y desperdicios. Las fachadas de los comercios, por lo que alcanzó a distinguir en la penumbra, eran bajas, y estaban cerradas por pesadas celosías de metal o madera, excepto una que había sido destruida por el fuego y se alzaba negra y desnuda, con las astillas de vidrio todavía adheridas a los marcos rotos de las ventanas. La gente iba y venía, sombras calladas y presurosas.

Una mujer subía la escalera detrás de él, y Shevek se volvió para preguntarle por el callejón. A la luz del globo amarillo de la estación subterránea, vio con claridad la cara de la mujer: blanca y ajada, con la mirada muerta y hostil del cansancio. Unos aros de vidrio le bailoteaban sobre las mejillas. Trepaba laboriosamente las escaleras, encorvada quizá por la fatiga o la artritis o alguna deformidad de la columna. Pero no era vieja como le había parecido; no tenía ni siquiera treinta años.

—¿Me puede decir por dónde se va al Callejón de la Broma? —tartamudeó Shevek. La mujer lo miró con indiferencia, y cuando llegó a lo alto de la escalera apresuró el paso y se alejó sin decir una palabra.

Shevek echó a andar calle abajo, a la deriva. Después de la decisión súbita y la fuga de Ieu Eun, la exaltación del primer momento se había transformado en temor; se sentía acosado, perseguido. Evitó el grupo de hombres junto a la puerta, guiado por la sospecha instintiva de que un extranjero solitario no se acerca a esos grupos. Cuando vio a un hombre que caminaba solo delante de él, lo alcanzó y repitió la pregunta.

—No sé —dijo el hombre, y le dio la espalda.

No le quedaba otro recurso que seguir. Llegó a una calle mejor iluminada que corría serpenteando bajo la llovizna hacia arriba y abajo, entre el charro y empañado centelleo de una hilera de letreros y anuncios luminosos. Había muchas tabernas y casas de empeño, algunas abiertas todavía. La gente iba y venía por la calle, adelantándose a codazos, agolpándose a las puertas de las tabernas. Tirado en la calle había un hombre, un hombre caído, el gabán arrebujado sobre la cabeza, bajo la lluvia, dormido, enfermo, muerto. Shevek contempló con horror al hombre y a la que gente que pasaba sin mirar.

Seguía allí paralizado cuando alguien se detuvo junto a él y lo miró a la cara, un individuo bajo, con la barba crecida, el cuello torcido, de unos cincuenta o sesenta años, los ojos inyectados en sangre, la boca abierta en una mueca de risa. Se detuvo, y al ver al hombre alto, aterrorizado, lo apuntó con una mano temblorosa y soltó una carcajada estúpida.

—¿De dónde sacas todo ese pelo, eh, eh, ese pelo, de dónde lo sacas? —farfulló.

—¿Puede… puede usted decirme dónde queda el Callejón de la Broma?

—Broma, seguro, bromeo, y no es broma que estoy quebrado. Eh, ¿tienes una azul para un trago en una noche fría? Seguro que tienes una azul.

El hombre se le acercó todavía más. Shevek se apartó, mirándole la mano abierta, sin comprender.

—Vamos, una broma, viejo, una azul —farfulló el hombre mecánicamente, sin amenaza ni súplica, la boca abierta todavía en la sonrisa idiota, la mano extendida.

Shevek comprendió. Buscó a tientas en los bolsillos, encontró el último dinero que le quedaba, lo echó en la mano del mendigo, y helado de miedo, aunque no era miedo por él mismo, esquivó al hombre, que mascullaba aún y trataba de tironearle el gabán, y se encaminó al portal abierto más cercano. Un letrero decía: «Empeños y Objetos Usados. Tasaciones Máximas». Adentro, entre las perchas y estanterías repletas de abrigos raídos, zapatos, chales, instrumentos abollados, lámparas rotas, platos dispares, botes de lata, cucharas, abalorios, deséenos y fragmentos, todos con el precio marcado, se detuvo tratando de serenarse.

—¿Busca algo?

Shevek preguntó, una vez más.

El tendero, un hombre moreno tan alto como Shevek pero encorvado y huesudo, lo miró de arriba abajo.

—¿Para qué quiere ir?

—Busco a alguien que vive allí.

—¿De dónde es usted?

—Necesito llegar a esa calle, el Callejón de la Broma. ¿Está lejos?

—¿De dónde es usted, don?

—Soy de Anarres, de la Luna —dijo Shevek con furia—. Tengo que llegar al Callejón de la Broma, ahora, esta noche.

—¿Usted es él? ¿El hombre de ciencia? ¿Qué demonios hace aquí?

—¡Escapando de la policía! ¿Quiere avisarles que estoy aquí, o me va a ayudar?

—Maldición —dijo el hombre—. Maldición. Mire… —Vaciló, iba a decir algo, alguna otra cosa, y continuó—: Siga su camino —y en seguida, en el mismo tono, aunque evidentemente cambiando de idea—: Está bien. Cerraré. Lo llevaré allí. Espere. ¡Maldición!

Dio unas vueltas por la trastienda, apagó la luz, salió con Shevek, bajó las persianas metálicas, cerró la puerta, y echó a andar a paso vivo, diciendo:

—¡Vamos!

Caminaron a lo largo de veinte o treinta manzanas, internándose cada vez más en el laberinto de calles y callejones tortuosos, el corazón de la Ciudad Vieja. La lluvia neblinosa caía sin ruido en la oscuridad intermitente, trayendo olores á putrefacción, a piedra y metal mojados. Doblaron por una callejuela oscura sin letreros entre casas de vecindad altas y viejas, casi todas con tiendas en la planta baja. El guía de Shevek se detuvo y golpeó en la ventana tapiada de una de las tiendas: V. Maedda, Especies Finas. Al cabo de un buen rato abrieron la puerta. El prestamista conferenció con una persona adentro, luego le hizo una seña a Shevek, y entraron los dos. Una muchacha esperaba junto a la puerta.

—Adelante, Tuio está en el fondo —dijo, mirando a Shevek a la luz débil de un pasillo negro—. ¿Usted es él? —La voz de la chica era apagada y ansiosa; sonreía de una manera extraña—. ¿De verdad, usted es él?

Tuio Maedda era un hombre moreno de cuarenta y tantos años, de cara fatigada, intelectual. Cerró un libro en el que había estado escribiendo y se incorporó rápidamente cuando ellos entraron. Saludó al prestamista, pero sin apartar los ojos de Shevek.

—Vino a mi tienda a preguntar cómo podía llegar aquí, Tuio. Dice que es él, tú sabes, el de Anarres.

—Es usted, sí, ¿verdad? —dijo Maedda lentamente—. Shevek, ¿qué está haciendo aquí? —Miraba a Shevek con ojos alarmados, luminosos.

—Buscando ayuda.

—¿Quién lo mandó?

—El primer hombre a quien pregunté. Ignoro quién es usted. Le pregunté dónde podía ir, y me dijo que viniera a verlo.

—¿Alguien más sabe que está aquí?

—Ellos no lo saben. Me escapé. Lo sabrán mañana.

—Ve a buscar a Remeivi —dijo Maedda a la chica—. Tome asiento, doctor Shevek. Será mejor que me diga lo que pasa.

Shevek se sentó en una silla de madera pero no se desabrochó el gabán. Estaba tan cansado que tiritaba.

—Me escapé —dijo—. De la Universidad, de la cárcel. No sé a dónde ir. Tal vez todo es cárceles aquí. Vine porque ellos hablan de las clases bajas, las clases trabajadoras, y pensé: eso suena más como mi gente. Gente capaz de ayudar.

—¿Qué clase de ayuda busca?

Shevek trató de serenarse. Miró alrededor, la pequeña oficina atestada de cosas, y a Maedda.

—Yo tengo algo que ellos quieren —dijo—. Una idea. Una teoría científica. Dejé Anarres porque pensé que aquí podría hacer el trabajo y publicarlo. No comprendí que aquí una idea es propiedad del Estado. Yo no trabajo para un Estado. No puedo tomar el dinero y las cosas que ellos me dan. Quiero irme. Pero no puedo volver a Anarres. Por eso vine. Usted no quiere mi ciencia, y tal vez tampoco quiera el gobierno que tiene.

Maedda sonrió.

—No. Yo no lo quiero. Pero el gobierno tampoco me quiere a mí. No ha elegido el sitio más seguro, ni para usted ni para nosotros… No se preocupe. Esta noche es esta noche; ya decidiremos qué hacer.

Shevek sacó la nota que había encontrado en el bolsillo del gabán, y se la tendió a Maedda.

—Esto es lo que me trajo. ¿Es de gente que usted conoce?

—«Únete a nosotros tus hermanos…» No sé. Quizás.

—¿Ustedes son odonianos?

—En parte. Sindicalistas, libertarios. Trabajamos con los thuvianistas, la Unión Socialista de Trabajadores, pero somos anticentralistas. Ha llegado en un momento bastante alborotado, sabe.

—¿La guerra?

Maedda asintió.

—Hay una manifestación anunciada para dentro de tres días. Contra la leva, los impuestos de guerra, el alza en el precio de los alimentos. Hay cuatrocientos mil desocupados en Nio Esseia, y ellos aumentan los precios y los impuestos. —No había dejado de observar a Shevek mientras conversaban; ahora, como si el examen le hubiera parecido satisfactorio, desvió la mirada y se reclinó en la silla—. La ciudad está casi preparada para cualquier cosa. Una huelga es lo que necesitamos, una huelga general, y demostraciones en masa. Como la Huelga del Noveno Mes que Odo encabezó —agregó con una sonrisa torcida y seca—. Podríamos recurrir a una nueva Odo ahora. Pero esta vez ellos no tienen una Luna para comprarnos y librarse de nosotros. Hacemos justicia aquí, o en ninguna parte. —Miró otra vez a Shevek y dijo, en un tono más tranquilo—: ¿Sabe lo que la sociedad de ustedes ha significado aquí para nosotros, en los últimos ciento cincuenta años? ¿Sabe que cuando alguien quiere desearle suerte a otro dice: Ojalá renazcas en Anarres? Saber que existe, que hay una sociedad sin gobierno, sin policía, sin explotación económica, ¡que nunca más me digan que es sólo un espejismo, el sueño de una idealista! Me pregunto si usted sabe realmente por qué lo retuvieron tan escondido allá en Ieu Eun, doctor Shevek. Por qué nunca lo llevaron a ninguna reunión pública. Saldrán detrás de usted como perros detrás de un conejo cuando descubran que se ha marchado. No sólo porque quieren de usted esa idea. Usted mismo es una idea. Una idea peligrosa. La idea del anarquismo, hecha carne. Caminando entre nosotros.

—Entonces ya tenéis a vuestro Odo —dijo la chica de la voz queda y ansiosa. Había vuelto a entrar mientras Maedda hablaba—. Al fin y al cabo, Odo era sólo una idea. El doctor Shevek es la prueba material.

Maedda no habló durante un rato.

—Una prueba indemostrable —dijo.

—¿Porqué?

—Si la gente sabe que está aquí, también la policía lo sabrá.

—Déjalos que vengan e intenten capturarlo —dijo la chica y sonrió.

—¡La manifestación será absolutamente no violenta! —dijo Maedda con súbita violencia—. ¡Hasta la UST lo ha aceptado!

—Yo no lo he aceptado, Tuio. No permitiré que los camisas negras me golpeen la cara o me vuelen los sesos. Si me atacan, atacaré.

—Únete a ellos, si te gustan esos métodos. ¡La justicia no se consigue por medio de la fuerza!

—Y el poder no se consigue por medio de la pasividad.

—No buscamos poder. ¡Lo que buscamos es acabar con el poder! ¿Qué dice usted? —Maedda apeló a Shevek—. Los medios son el fin. Odo lo dijo toda su vida. ¡Sólo la paz trae la paz, sólo los actos justos traen la justicia! ¡No podemos estar divididos en vísperas de la acción!

Shevek lo miró, miró a la muchacha, y al prestamista que estaba de píe escuchando, tenso, cerca de la puerta, y dijo en voz cansada, baja:

—Si puedo serles útil, utilícenme. Tal vez podría publicar una declaración en algún periódico de ustedes. No vine a Urras a esconderme. Si toda la población se entera de que estoy aquí, tal vez el gobierno no se atreva a arrestarme en público. No sé.

—Claro —dijo Maedda—. Por supuesto. —Los ojos oscuros le brillaban de entusiasmo—: ¿Dónde demonios está Remeivi? Ve y llama a su hermana, Siró, dile que lo busque bajo tierra y que lo mande aquí… Escriba por qué vino, escriba sobre Anarres, escriba por qué no quiere venderse al gobierno, escriba lo que quiera; nosotros haremos que lo impriman. ¡Siró! Llama a Meisthe también… Lo ocultaremos, pero por Dios conseguiremos que todo A-Io sepa que usted está aquí, que está con nosotros. —Las palabras lo desbordaban, las manos se le crispaban, e iba y venía de un lado a otro por el cuarto—. Y entonces, después de la manifestación, después de la huelga, ya veremos qué pasa. ¡Tal vez las cosas sean diferentes entonces! ¡Tal vez usted ya no necesite esconderse!

—Tal vez se abran de par en par las puertas de las cárceles —dijo Shevek—. Bueno, deme un poco de papel, voy a escribir.

La joven Siró se le acercó. Se inclinó sonriendo, como si fuera a hacerle una reverencia, tímida, decorosa, y le besó la mejilla; luego salió de la habitación. Siró tenía los labios fríos y Shevek sintió el roce en la mejilla durante mucho tiempo.

Pasó un día en la buhardilla de una vivienda del Callejón de la Broma, y dos noches y un día en el sótano de una tienda de muebles viejos, un lugar raro y oscuro, repleto de marcos de espejos y camas destartaladas. Escribía. Le llevaban lo que había escrito, ya impreso, al cabo de unas pocas horas: al principio en el periódico La Edad Moderna y más tarde, cuando el gobierno clausuró las prensas de La Edad Moderna y arrestó a los editores, en una imprenta clandestina, junto con los planes y exhortaciones para la manifestación y la huelga general. Shevek no releía lo que había escrito. No escuchaba con mucha atención a Maedda y los otros, que describían el entusiasmo con que se leían los periódicos, la aceptación creciente del plan de huelga, el efecto que la presencia de Shevek en la manifestación tendría a los ojos del mundo. Cuando lo dejaban solo, sacaba a veces una pequeña libreta del bolsillo de la camisa y miraba las notas en código y las ecuaciones de la Teoría Temporal General. Las miraba y no podía leerlas. No las comprendía. Guardaba otra vez la libreta, y se sentaba con la cabeza entre las manos.

Anarres no tenía banderas que flameasen al viento, pero entre las pancartas que exhortaban a la huelga general, y los estandartes azules y blancos de los sindicalistas y los trabajadores socialistas, había muchos pendones hechos de prisa y que mostraban el Círculo Verde de la Vida, el antiguo símbolo del movimiento odoniano de doscientos años atrás. Todas las banderas e insignias brillaban, gallardas, a la luz del sol.

Era maravilloso estar afuera, después de vivir a puertas cerradas, después de los escondites. Era maravilloso estar caminando, balancear los brazos, respirar el aire límpido de la mañana primaveral. Estar en medio de tanta gente, una muchedumbre tan enorme, marchando juntos, llenando las calles adyacentes y la ancha arteria por la que avanzaban, era pavoroso y reconfortante a la vez. Cuando rompieron a cantar, el regocijo y el pavor de Shevek se transformaron en una ciega exaltación; las lágrimas le velaron los ojos. Eran profundas aquellas voces en las calles profundas, atenuadas por el aire claro y la distancia, indistintas, avasallantes, aquellos millares y millares de voces que se elevaban en un solo canto. Las voces de los que encabezaban la marcha, lejos calle arriba, se adelantaban a las voces de la multitud innumerable que venía detrás, y la melodía parecía demorarse y perseguirse, como en un canon, y todas las partes de la canción eran entonadas a la vez, en el mismo instante, aunque cada cantor la entonara como una estrofa del principio al fin.

Shevek, que no conocía las canciones, las escuchaba dejándose llevar por la música, hasta que desde el frente, ola tras ola, a lo largo del lento e interminable río humano, le llegó una melodía que él conocía. Entonces alzó la cabeza y la cantó con elfos, en su propia lengua, tal como la había aprendido: el Himno de la Insurrección. Esa gente, su propia gente, la había cantado en esas calles, en esta misma calle, doscientos años atrás.

A aquellos que ya han dormido, oh luz del este, despierta. Se romperá la oscuridad. Será cumplida la promesa.

En las filas que lo rodeaban todos callaron para escucharlo, y él cantó en alta voz, sonriente, avanzando junto con ellos.

Podía haber cien mil seres humanos en la Plaza del Capitolio, o acaso el doble. Los individuos, como las partículas de la física atómica, son incontables, del mismo modo que es imposible determinar la posición que ocupan o predecir cómo se conducirán. Y sin embargo esta masa, esta masa enorme se conducía tal como lo habían previsto los organizadores de la huelga: se había congregado, había marchado en orden, había cantado, había ocupado la Plaza del Capitolio y las calles circundantes, y ahora se había detenido, innumerable y turbulenta pero a la vez paciente, en el luminoso mediodía, para escuchar a los oradores, cuyas voces solitarias, amplificadas aquí y allá, golpeaban y reverberaban contra tos soleados frontispicios del Senado y del Directorio, retintineaban y zumbaban por encima del vasto murmullo incesante de la muchedumbre.

Había aquí, en la plaza, más gente que la que vivía en Abbenay, reflexionó Shevek, pero el pensamiento no tenía ningún propósito, sólo cuantificar la experiencia directa. Estaba junto con Maedda y los otros en las gradas del Directorio, frente a las encolumnadas y altas puertas de bronce, contemplando el trémulo y sombrío campo de rostros, y escuchando como escuchaban ellos a los oradores: no oyendo y comprendiendo como la mente racional percibe y comprende, sino como quien contempla o escucha sus propios pensamientos, o como el pensamiento percibe y comprende el ser. Cuando habló, no hubo para él diferencia entre hablar y escuchar. No lo movió un impulso consciente; no se dio cuenta de que él mismo estaba hablando. Los ecos multiplicados de su voz desde los altavoces distantes y las fachadas de piedra de los soberbios edificios, lo distraían un poco, y por momentos titubeaba y hablaba muy lentamente. Pero no titubeaba buscando palabras. Expresaba de viva voz el pensamiento de ellos, el sentir de todos ellos, en el idioma de ellos, y sin embargo no decía nada más que lo que había dicho muchos años antes, lo que había brotado de su propia soledad, del centro de su ser.

—Es nuestro sufrimiento lo que nos une. No el amor. El amor no obedece a la mente, y cuando se lo violenta se transforma en odio. El vínculo que nos une está más allá de toda posible elección. Somos hermanos. Somos hermanos en aquello que compartimos. En el dolor, en ese dolor que todos nosotros hemos de sufrir a solas, en la pobreza y en la esperanza reconocemos nuestra hermandad. La reconocemos porque hemos tenido que vivir sin ella. Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no tendemos la mano. Y la mano que vosotros tendéis está vacía, como lo está la mía. No tenéis nada. No poseéis nada. No sois dueños de nada. Sois libres. Todo cuanto tenéis es lo que sois, y lo quedáis.

»Estoy aquí porque vosotros veis en mí la promesa, la promesa que hicimos hace doscientos años en esta ciudad: la promesa cumplida. Nosotros la hemos cumplido. En Anarres no tenemos nada más que nuestra libertad. No tenemos nada que daros excepto vuestra propia libertad. No tenemos leyes excepto el principio único de la ayuda mutua. No tenemos gobierno excepto el principio único de la libre asociación. No tenemos naciones, ni presidentes, ni ministros, ni jefes, ni generales, ni patronos, ni banqueros, ni propietarios, ni salarios, ni caridad, ni policía, ni soldados, ni guerras. Tampoco tenemos otras cosas. No poseemos, compartimos. No somos prósperos. Ninguno de nosotros es rico. Ninguno de nosotros es poderoso. Si lo que vosotros queréis es Anarres, si es ése el futuro que buscáis, entonces os digo que vayáis a él con las manos vacías. Tenéis que ir a él solos, solos y desnudos, como viene el niño al mundo, al futuro, sin ningún pasado, sin ninguna propiedad, dependiendo totalmente de los otros para vivir. No podéis tomar lo que no habéis dado, y vosotros mismos tenéis que daros. No podéis comprar la Revolución. No podéis nacer la Revolución. Sólo podéis ser la Revolución. Ella está en vuestro espíritu, o no está en ninguna parte.

Terminaba de hablar cuando el zumbido de los helicópteros de la policía empezó a ahogar la voz de Shevek.

Se apartó de los micrófonos y miró hacia arriba, entornando los ojos al resplandor del sol. Muchos en la multitud hicieron lo mismo, y aquel movimiento de las cabezas y las manos fue como un viento que agitara un luminoso campo de espigas.

Las palas giratorias chasqueaban y rechinaban en la enorme caja de piedra de la Plaza del Capitolio, como la voz de un monstruoso robot. El ruido ahogaba el tableteo de las ametralladoras, que disparaban desde los helicópteros. El bullicio de la multitud creció hasta convertirse en una algarabía, pero aún podían oírse los gruñidos de los helicópteros, el repiqueteo indiferente de las armas de fuego, la palabra huera.

El fuego de los helicópteros se concentraba sobre la gente reunida en las gradas del Directorio o en los alrededores. El pórtico encolumnado era el refugio más próximo para quienes estaban en la escalinata, y un momento después estaba atestado de gente. Las voces de la multitud, que huía despavorida hacia las ocho calles que convergían en la plaza, rugían como un viento. Los helicópteros volaban a escasa altura, pero nadie sabía si el fuego había cesado o no; en la muchedumbre demasiado apretada los muertos y los heridos no podían caer.

Las puertas revestidas de bronce del Directorio cedieron con un estallido que nadie oyó. La gente entró atropellándose en busca de refugio, a guarecerse de la lluvia de metralla. Se apiñaban por centenares en los altos salones de mármol, algunos agazapados en el primer escondite que veían, otros empujando y buscando una salida a través del edificio, otros dispuestos a resistir hasta que llegaran los soldados. Cuando llegaron, marchando con sus cuidadas chaquetas negras, subiendo las escalinatas por entre los hombres y mujeres muertos o agonizantes, encontraron en el muro gris alto y pulido del gran atrio, a la altura de los ojos de un hombre, una palabra escrita en gruesos trazos de sangre: ABAJO.

Hicieron fuego contra el hombre muerto que yacía allí cerca, y más tarde, cuando restablecieron el orden en el Directorio, trataron de borrar la palabra, restregándola con agua y jabón, pero no desapareció: había sido pronunciada: tenía sentido.

El compañero de Shevek se debilitaba, empezaba a tambalearse; Shevek comprendió que no podría ir más lejos. Tampoco había a dónde ir, excepto lejos de la Plaza del Capitolio, ni un sitio en que pudiera quedarse. La muchedumbre se había vuelto a reunir dos veces en la Avenida Mesee, tratando de enfrentar a la policía, pero en pos de la policía llegaron los carros de asalto del ejército, empujando a la gente hacia adelante, hacia la Ciudad Vieja. Los chaquetas negras no habían hecho fuego hasta entonces, pero desde las otras calles llegaba el fragor de la metralla. Los ruidosos helicópteros volaban de uno a otro lado por encima de las calles; imposible escapar.

El compañero de Shevek jadeaba al arrastrarse, hipaba tratando de respirar. Shevek lo había llevado casi en brazos durante un largo trecho, y ahora estaban lejos del cuerpo de la multitud, rezagados. Era inútil que tratasen de alcanzarla.

—A ver, siéntese aquí —dijo, y ayudó al hombre en el escalón superior, a la entrada de un sótano que parecía ser una especie de depósito. Sobre las ventanas tapiadas habían escrito, con grandes trazos de tiza, la palabra HUELGA. Bajó hasta la puerta del sótano y la probó; estaba cerrada con candado. Todas las puertas estaban cerradas. Propiedad privada. Alzó un trozo de piedra que se había desprendido del borde de un escalón y destrozó la aldaba y el candado, trabajando no furtiva ni vengativamente, sino con la seguridad de alguien que abre la puerta de calle de su propia casa. Echó una ojeada adentro. El sótano no contenía otra cosa que cajones de embalaje. Ayudó a su compañero a bajar los peldaños, cerró la puerta, y le dijo—: Siéntese aquí, acuéstese si puede. Yo iré a ver si hay agua.

En el sótano, evidentemente un depósito de productos químicos, había una hilera de artesas y una manguera contra incendios. Cuando Shevek regresó, el hombre se había desmayado. Aprovechó la oportunidad para lavarle la mano con el agua que chorreaba de la manguera y echar un vistazo a la herida. Era peor de lo que había pensado. Sin duda el hombre había recibido más de un proyectil; le faltaban dos dedos y tenía la palma y la muñeca destrozadas. Las astillas de los huesos asomaban por entre la carne como mondadientes. El hombre había estado cerca de Shevek cuando los helicópteros empezaron a disparar, y al sentirse herido se había dejado caer contra Shevek, aferrándose a él. Durante toda la fuga a través del Directorio, Shevek lo había sostenido con un brazo: en medio de una multitud tumultuosa, dos podían mantenerse en pie mejor que uno.

Trató de contenerle la hemorragia con un torniquete y de vendarle la mano destrozada, o cubrírsela al menos, y le trajo un poco de agua y lo ayudó a beber. No sabía cómo se llamaba; por el brazal blanco, era un trabajador socialista; parecía tener más o menos la edad de Shevek, cuarenta, o algo más.

En las fábricas del Sudoeste, Shevek había visto heridos mucho más graves, en accidentes, y había aprendido que la gente tiene una capacidad inverosímil para soportar el sufrimiento y el dolor. Pero atendían a esos heridos. Allí había un cirujano para amputar, plasma para remediar la pérdida de sangre, una cama.

Se sentó en el suelo al lado del hombre, que ahora yacía aletargado, y miró en torno las hileras de cajones, los largos y oscuros pasadizos entre las hileras, el resplandor blancuzco de la luz del día que se filtraba por las rendijas de las ventanas tapiadas a lo largo de la pared del frente, los blancos regueros de salitre en el techo, las huellas de las botas de los obreros y las ruedas de las carretillas en el polvoriento suelo de hormigón. Una hora antes, centenares de miles de personas cantando bajo el cielo abierto; a la siguiente, dos nombres escondidos en un sótano.

—Sois despreciables —le dijo Shevek a su compañero, en právico—. Sois incapaces de dejar las puertas abiertas. Nunca seréis libres. —Tocó con delicadeza la frente del hombre; estaba fría y sudorosa. Le aflojó un rato el torniquete, se levantó, cruzó el sótano lóbrego hasta la puerta, y subió a la calle. La flotilla de los carros de asalto se había alejado. Unos pocos rezagados de la manifestación pasaban, presurosos, las cabezas gachas, en territorio enemigo. Shevek intentó parar a dos; un tercero se detuvo al Fin.

—Necesito un médico, hay un hombre herido. ¿Puede mandar un médico aquí?

—Será mejor que lo saque.

—Ayúdeme a llevarlo.

El hombre apresuró el paso y se alejó.

—Vienen hacia aquí —le gritó a Shevek por encima del hombro—, será mejor que salgan.

No pasó nadie más, y un momento después Shevek vio un poco más lejos, calle abajo, una columna de chaquetas negras. Bajó otra vez al sótano, cerró la puerta, volvió junto al hombre herido, y se sentó junto a él en el suelo polvoriento.

—Infierno —dijo.

Al cabo de un rato sacó del bolsillo de la camisa la pequeña libreta y se puso a estudiarla.

Por la tarde, cuando se asomó con cautela a mirar, vio un carro de asalto estacionado del otro lado de la calle, y otros dos cerrando la esquina. Eso explicaba los gritos que había oído: sin duda los soldados, impartiéndose órdenes unos a otros.

Atro se lo había explicado una vez: cómo los sargentos podían dar órdenes a los soldados rasos, cómo los tenientes podían dar órdenes a los soldados rasos y a los sargentos, cómo los capitanes… y así en escala ascendente hasta los generales, que podían dar órdenes a todos los demás y no tenían que recibirlas de nadie, excepto del comandante en jefe. Shevek había escuchado con incrédula repulsión.

—¿A eso lo llaman ustedes organización? —había preguntado—. ¿Y también lo llaman disciplina? Ni una cosa ni otra. Es un mecanismo coercitivo de extraordinaria ineficacia, ¡una especie de máquina de vapor del Séptimo Milenio! Con una estructura tan rígida y tan frágil, ¿qué cosa que merezca la pena se puede hacer? —Esto había dado pie para que Atro ensalzara las virtudes de la guerra, que da coraje y hombría y elimina a los ineptos, pero los mismos argumentos lo habían obligado a admitir la efectividad de las guerrillas, organizadas desde abajo, auto-disciplinadas—. Pero eso sólo funciona cuando la gente piensa que está peleando por algo propio, el hogar, o alguna idea —había dicho el viejo. Shevek había renunciado a la discusión. Ahora la continuaba, en la oscuridad creciente del sótano, entre las pilas de cajones de productos químicos no rotulados. Le explicaba a Atro que ahora comprendía por qué el ejercito estaba organizado de ese modo. Era sin duda un tipo de organización ineludible. Ninguna organización racional hubiera servido en este caso. Shevek no había comprendido hasta ahora que la finalidad era permitir que unos hombres provistos de ametralladoras matasen a hombres y mujeres inermes, fácilmente y en grandes cantidades, cuando les ordenaban hacerlo. Pero no comprendía aún qué relación tenía todo esto con el coraje, o la hombría, o la aptitud.

De tanto en tanto le hablaba a su compañero, a medida que la oscuridad crecía. El hombre, que ahora yacía con los ojos abiertos, se había quejado en un par de ocasiones, un gemido paciente que conmovió a Shevek. Durante los primeros momentos de pánico, en medio de la multitud que se precipitaba al Directorio, el hombre había tratado de mantenerse en pie, seguir adelante, al principio corriendo, y luego caminando hacia la Ciudad Vieja; con la mano debajo del gabán, apretada contra el costado, había hecho todo lo posible por avanzar, por no retrasar a Shevek. La segunda vez que el hombre se quejó, Shevek le tomó la mano sana, murmurando:

—No, no. Calla, hermano —sólo porque no soportaba oír el dolor del hombre y no poder hacer nada. El hombre pensó sin duda que le pedía que callara por miedo a que la policía los descubriera en el sótano, pues asintió débilmente y apretó los labios.

Los dos hombres resistieron tres noches en el depósito. Durante todo ese tiempo hubo refriegas esporádicas en el distrito, y el ejército continuó asediando aquella manzana de la Avenida Mesee. Los combatientes nunca se acercaban al edificio, fuertemente armado, de modo que los hombres escondidos en el depósito no podían salir sin rendirse. En una ocasión, cuando su compañero estaba despierto, Shevek le preguntó:

—Si saliéramos a la vista de la policía, ¿qué harían con nosotros?

El hombre sonrió y musitó:

—Nos ametrallarían.

Como durante horas se habían oído ráfagas de ametralladora cercanas y distantes, y alguna que otra explosión, y el zumbido de los helicópteros no había cesado, la opinión del hombre parecía bien fundada. Menos claro era el motivo de la sonrisa.

Murió aquella noche a causa de la hemorragia, mientras los dos dormían lado a lado para calentarse en el colchón que Shevek había improvisado con la paja de los cajones. Ya estaba rígido cuando Shevek despertó, se sentó, y escuchó el silencio del gran sótano lóbrego y de la calle desierta y de la ciudad toda, un silencio de muerte.

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