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Anarres

En la ventana cuadrangular de una pared blanca está el cielo, claro y desnudo. En el cerro del cielo, el sol.

Hay once bebés en la sala, la mayoría en pares o tríos, dentro de grandes corrales acolchados, y aprontándose, conmocionados y elocuentes, para la siesta. Los dos mayores siguen en libertad; el gordo y activo desarma un juego de clavijas; el flaco y nudoso, sentado en el cuadrado de luz amarilla que proyecta la ventana, mira el rayo de sol con una expresión seria y estúpida.

En la antesala el aya, una mujer tuerta y canosa, conversa con un hombre alto de unos treinta años y cara triste.

—A la madre la han destinado a Abbenay —dice el hombre—. Ella desea que el niño quede aquí.

—¿Entonces, Palat, lo tendremos en el parvulario como permanente?

—Sí, yo volveré a mudarme a un dormitorio.

—No te preocupes, él nos conoce bien a todos, aquí. Pero sin duda la Divtrab no tardará en ponerte cerca de Rulag. Puesto que estáis asociados, y sois ingenieros los dos.

—Sí, pero ella… Es el Instituto Central de Ingeniería el que la pide, ¿entiendes? Yo no soy tan competente. Rulag tiene que hacer trabajos importantes.

El aya meneó la cabeza, y suspiró.

—¡De todos modos …! —dijo con energía, y no añadió nada más.

Los ojos de Palat seguían fijos en el niño flaco que preocupado por la luz no había advertido la presencia de su padre en la antesala. En aquel momento el gordo avanzaba rápidamente hacia el flacucho, aunque a gatas, con ese andar peculiar de quien lleva unos pañales colgantes y mojados. Se había acercado por aburrimiento o por interés, pero al llegar al cuadrado de sol descubrió que el suelo estaba allí caliente. Se dejó caer con pesadez al lado del flacucho, empujándolo a la sombra.

El arrobamiento ciego del flacucho se trocó en un mohín de rabia. Empujó al gordo, gritando:

—¡Fuera de aquí!

El aya intercedió rápidamente. Acomodó los pañales del gordo.

—Shev, no hay que empujar a los otros.

El bebé flacucho se incorporó, la cara arrebatada de sol y de furia. Estaba a punto cíe perder los pañales.

—¡Mío! —dijo con voz aguda, vibrante—. ¡Mío sol!

—No es tuyo —dijo la mujer tuerta con la paciencia de la certeza absoluta—. Nada es tuyo. Es para usar. Es para compartir. Si no quieres compartirlo no puedes usarlo. —Y alzó al niño flaco con manos cuidadosas e inexorables, y lo puso a un costado, fuera del cuadrado de sol.

El gordo miraba abstraído, indiferente. El flaco se sacudió de arriba abajo y chilló:

—¡Mío sol! —y estalló en lágrimas de rabia.

El padre lo levantó y lo sostuvo.

—A ver, Shev —dijo—.Veamos, tú sabes que no puedes tener cosas. ¿Qué te pasa? —le hablaba con voz suave, y temblaba como si también él estuviera a punto de echarse a llorar. El niño flaco, largo, liviano en los brazos del padre, lloraba con desconsuelo.

—Hay algunos que no saben tomar la vida con calma —dijo la mujer tuerta, observando con simpatía.

—Ahora lo llevaré de visita al domicilio. La madre parte esta noche, sabes.

—Ve tranquilo. Espero que pronto os destinen juntos —dijo el aya, mientras cargaba al niño gordo como un saco de grano sobre la cadera; tenía una expresión melancólica y bizqueaba con el ojo sano—. Adiós, Shev, mi corazón. Mañana, óyeme, mañana jugaremos a camión y camionero.

El pequeño no la había perdonado aún. Prendido al cuello del padre, sollozaba, y escondía la cara en la oscuridad del sol perdido.

Aquella mañana la Orquesta necesitaba todos los bancos para el ensayo, y el grupo de danza iba y venía pisando con fuerza por el gran salón del centro de aprendizaje, de modo que los chicos que se ejercitaban en hablar-y-escuchar se habían sentado en círculo en el suelo de piedra espuma del taller. El primer voluntario, un flacucho de ocho años, largo de manos y pies, se levantó, muy erguido, como los niños sanos; la cara del chiquillo, cubierta de un vello ligero, estaba pálida al principio; luego, mientras esperaba a que los niños escucharan, se rué poniendo roja.

—Adelante, Shev —dijo el director del grupo.

—Bueno, se me ocurrió una idea.

—Más alto —dijo el director, un hombre robusto, de poco más de veinte años.

El chico sonrió con timidez.

—Bueno, mira, estuve pensando, digamos que le tiras una piedra a algo. A un árbol. La tiras y va por el aire, y le da al árbol. ¿Sí? Pero no, no puede. Porque… ¿puedo usar la pizarra? Mira, aquí estás tú, tirando la piedra, y aquí está el árbol —trazó unos garabatos en la pizarra—, supongamos que eso es un árbol, y aquí está la piedra, ves, a mitad de camino entre tú y el árbol. —Los otros chicos se reían entre dientes viendo cómo había representado un árbol de holum, y el chico sonrió—. Para llegar desde donde estás tú hasta el árbol, la piedra tiene que encontrarse a mitad de camino entre tú y el árbol, ¿no es verdad? Y luego tiene que encontrarse a mitad de camino entre la mitad del camino y el árbol. Por muy lejos que llegue, siempre hay un punto, sólo que en realidad es un momento en el que está entre el último punto y el árbol…

—¿Os parece interesante esto? —interrumpió el director, roblándoles a los otros niños.

¿Por qué no puede llegar al árbol? —preguntó una niña de diez años.

—Porque siempre tiene que recorrer la mitad del camino que le falta por recorrer —dijo Shevek—, y siempre queda una mitad de camino… ¿Te das cuenta?

—¿Digamos mejor que apuntaste mal? —comentó el director con una sonrisa tensa.

—No importa cómo haya apuntado. No puede llegar al árbol.

—¿Quién te dio esta idea?

—Nadie. Se me ocurrió a mí. Es como si viera la piedra…

—Suficiente.

Algunos de los otros chicos habían estado conversando, pero de pronto pareció que se habían vuelto mudos. El de la pizarra seguía de pie, inmóvil en medio del silencio. Parecía asustado, enfurruñado.

—Hablar es compartir un arte cooperativo. Lo que tú haces no es compartir, es egotismo.

Desde abajo, desde el salón, llegaban las sutiles, vigorosas armonías de la orquesta.

—Eso no lo viste tú, por tus propios medios, no era espontáneo. He leído en un libro algo muy parecido.

Shevek miró con insolencia al director.

—¿Qué libro? ¿Hay uno aquí?

El director se levantó. Era casi dos veces más alto y tres veces más pesado que el niño, y no parecía tenerle ninguna simpatía, pero no había nada de violencia física en esta actitud, sólo una afirmación de autoridad, un tanto debilitada por la irritación con que había respondido a la insólita pregunta del niño.

—¡No! ¡Y basta de egotismos! —Y en seguida volvió al tono de voz melodioso y pedante—. Estas cosas son todo lo contrario de lo que nos proponemos en un grupo de hablar-y-escuchar. El lenguaje es una función bidireccional. Shevek no está todavía en condiciones de comprenderlo, como lo estáis casi todos vosotros, y es por lo tanto una presencia perturbadora. Tú mismo te das cuenta, ¿verdad, Shevek? Yo te sugeriría que busques otro grupo, uno que trabaje en tu nivel.

Nadie replicó. El silencio se prolongaba, la música continuaba vigorosa, sutil, mientras el chico devolvía la pizarra y se abría paso fuera del círculo. Salió al corredor y se detuvo. El grupo que acababa de abandonar empezó, guiado por el director, a narrar una historia colectiva. Shevek escuchó las voces apagadas que se turnaban y los latidos todavía acelerados de su propio corazón. Un canturreo le vibraba en los oídos, pero no era la orquesta sino ese sonido que le sale a uno cuando trata de no llorar; ya había advenido otras veces ese canturreo. No le gustó escucharlo, y como no quería pensar en el árbol y en la piedra se concentró en el Cuadrado. Era un cuadrado de números, y los números siempre eran serenos, inmutables; cada vez que se sentía desvalido podía recurrir a ellos, y nunca le fallaban. Lo había visto con la imaginación hacía algún tiempo; un diseño en el espacio parecido al de una música en el tiempo: un cuadrado de los primeros nueve enteros, y en el centro el cinco. En cualquier sentido que sumara las hileras siempre daban el mismo resultado, las desigualdades se equilibraban; le gustaba mirarlo. Si pudiera tener un grupo que quisiera hablar de esas cosas; pero sólo había un par de chicos y chicas mayores que se interesaban, y estaban demasiado ocupados. ¿Y el libro que había mencionado el director? ¿Sería un libro de números? ¿Mostraría cómo llegaba la piedra al árbol? Había sido estúpido al contarles la broma de la piedra y el árbol, nadie había entendido que se trataba de una broma, el director tenía razón. Le dolía la cabeza. Miró adentro, adentro, la imagen serena.

Un libró que estuviese todo escrito en números sería infalible. Sería exacto. Nada de lo que se decía con palabras parecía realmente cieno. Las palabras no se acomodaban unas a otras, ni se tenían derechas; se enredaban y retorcían. No obstante, debajo de las palabras, en el centro, como en el centro del Cuadrado, todo se equilibraba también. Todo podía transformarse, y sin embargo, nada se perdía. Si uno entiende los números puede llegar a entenderlo todo: el equilibrio, la pauta. Los cimientos del mundo. Que eran sólidos.

Shevek había aprendido a esperar. Era bueno en eso, un experto. Había aprendido el arte esperando el regreso de Rulag, la madre, pero hacía ya tanto tiempo que no lo recordaba; más tarde lo había perfeccionado esperando a que le llegara el turno, el momento de compartir, de participar. A los ocho años preguntaba por qué y cómo y qué, pero casi nunca preguntaba cuándo.

Esperó a que el padre lo fuera a buscar para llevarlo de visita al domicilio. Fue una espera larga: seis décadas. Palat había aceptado un trabajo temporal en la Planta de Agua de Monte Tambor, y más tarde iría a pasar una década a la playa de Malenin, donde podría nadar, y descansar, y copular con una mujer llamada Pipar. Le había explicado al niño todo eso. Shevek confiaba en él, y Palat merecía esa confianza. A los sesenta días llegó a los dormitorios infantiles de Llanos Anchos un hombre largo, delgado, la mirada más triste que nunca. No era copular lo que en realidad necesitaba. Necesitaba a Rulag. Cuando vio al niño sonrió, y la frente se le arrugó de dolor.

Les gustaba estar juntos.

—Palat, ¿viste alguna vez un libro que fuera todo de números?

—¿Qué quieres decir, de matemáticas?

—Supongo que sí.

—¿Cómo éste?

Palat sacó un libro de entre los pliegues de la túnica. Era pequeño, de los que se llevan en el bolsillo, y como la mayoría de los libros estaba encuadernado en papel verde, con el Círculo de la Vida estampado en la cubierta. Los caracteres impresos eran diminutos y los márgenes estrechos, pues para fabricar papel se necesitaban muchos árboles de holum y mucha mano de obra humana, como lo repetía siempre la dispensadora del centro de aprendizaje, cada vez que alguien estropeaba una hoja e iba a pedir otra. Palat había abierto el libro para que Shevek pudiera verlo. La página doble era una serie de columnas de números. Allí estaban, tal como los había imaginado. Tenía ahora en las manos el testamento de la justicia eterna. Tabla de Logaritmos, Bases 10 y 12, rezaba el título de la cubierta sobre el Círculo de la Vida.

El chiquillo estudió durante un rato la primera página.

—¿Para qué son? —preguntó, pues parecía evidente que no habían puesto allí esas columnas sólo porque eran hermosas. Sentado junto a él en un duro diván, en la casi penumbra de la sala común del domicilio, el ingeniero trató de explicarle los logaritmos. En el otro extremo de la sala dos hombres viejos parloteaban mientras jugaban una partida de retape. Entró una pareja de adolescentes, preguntaron sí la habitación privada estaba libre esa noche, y fueron hacia ella. La lluvia batió un momento con fuerza contra el techo metálico del domicilio. Palat sacó una regla de cálculo y le enseñó a Shevek a manejarla; Shevek a su vez le mostró el Cuadrado y el principio que regía la disposición de los números. Al fin descubrieron que se les había hecho tarde. Corrieron en la oscuridad fangosa maravillosamente perfumada por la lluvia hasta el dormitorio de los niños, donde recibieron de la cuidadora la reprimenda de rutina. Se despidieron con un beso rápido, sacudidos los dos por la risa, y Shevek corrió al gran dormitorio y a la ventana, y vio que el padre regresaba por la calle única de los Llanos en la oscuridad húmeda y eléctrica.

Se acostó con las piernas embarradas, y soñó. Soñó que iba por un camino en una tierra desolada. Adelante, a lo lejos, más allá del camino veía una línea. Cruzó la llanura acercándose, era un muro. Se extendía de un horizonte a otro a través de la tierra yerma. Era un muro ancho, oscuro y altísimo. El camino trepaba hasta él, y se interrumpía.

Tenía que seguir, seguir adelante, pero era imposible. Se lo impedía el muro. Sintió un miedo doloroso, colérico. Tenía que seguir, seguir hasta el final, o nunca más podría volver. Pero allí estaba el muro. No había camino.

Golpeó con las manos la superficie del muro. Y gritó. La voz le salía en graznidos, sin palabras. Retrocedió asustado por ese sonido y entonces oyó otra voz que decía:

—Mira. —Era la voz del padre. Tenía la impresión de que también la madre Rulag estaba allí, aunque no la veía y no recordaba la cara de ella. Le parecía que Rulag y Palat se arrastraban gateando en la oscuridad debajo del muro, y que los cuerpos eran más abultados, más voluminosos que los de los seres humanos, y de forma diferente. Le señalaban, le mostraban algo, algo que estaba allí, en el suelo, en la tierra huraña e infecunda. Allí había una piedra, pero sobre la piedra, o dentro de ella, había un número; un cinco, pensó al principio, luego le pareció un uno, y de improviso comprendió: era el número primigenio, a la vez unidad y pluralidad.

—Esta es la piedra de toque —dijo una voz familiar y querida, y Shevek sintió una felicidad que lo traspasaba. Y ya no había muro en las sombras, y sabía que había regresado, que estaba de vuelta.

Más tarde no pudo recordar los detalles del sueño, pero aquella felicidad que lo había traspasado era inolvidable. Nunca había sentido nada parecido, una certeza tan absoluta de permanencia como el atisbo de una luz que brillaba inextinguible, que nunca le pareció irreal, aunque la había experimentado en un sueño. Sin embargo, aunque sabía que estaba allí, nunca pudo recuperarla, ni por el deseo ni por la voluntad. Sólo podía recordarla despierto. Cuando volvía a sonar con el muro, como ocurría algunas veces, eran sueños sombríos, sin resolución.

Habían descubierto la idea de «prisiones» en los episodios de la Vida de Odo, que todos los que habían elegido trabajar en historia estaban entonces leyendo. El libro contenía muchas cosas oscuras, y en los Llanos nadie sabía tanto de historia como para poder aclararlas. Pero cuando llegaron a los años que Odo había pasado en la Fortaleza de Drio, el concepto de «prisión» se explicó a sí mismo. Y cuando un profesional itinerante de historia pasó por la ciudad y se explayó sobre el tema, lo hizo con la repugnancia de un adulto decente que se ve obligado a hablar de obscenidades a los niños. Sí, les dijo, una prisión era un lugar al que un Estado llevaba a las personas que desobedecían las leyes. Pero ¿por qué no se iban, sencillamente, de aquel lugar? No podían hacerlo, cerraban las puertas con Dave. ¿Las cerraban con llave? ¡Como atrancan las puertas de un camión en movimiento para que no te caigas, estúpido! Pero ¿qué haces metido en un cuarto todo el tiempo? Nada. No había nada que hacer. ¿Habéis visto retratos de Odo en la celda de la prisión de Drio, no es así? La imagen de la paciencia desafiante, gacha la cabeza gris, las manos crispadas, inmóvil en medio de las sombras penetrantes, invasoras. Algunas veces los prisioneros eran sentenciados a trabajar. ¿Sentenciados? Bueno, eso significa que un juez, una persona dotada de poderes por la Ley, les ordenaba hacer algún tipo de trabajo físico. ¿Les ordenaba? ¿Por qué, si ellos no querían hacerlo? Bueno, los obligaban a nacerlo; si no trabajaban, les pegaban, los castigaban. Un estremecimiento recorrió a todos los oyentes, niños de once y doce anos, que nunca habían recibido castigos corporales ni habían visto que una persona le pegara a otra, excepto en un arrebato de violencia directa.

Tirin hizo la pregunta que estaba en las mentes de todos:

—¿Quieres decir que muchas personas le pegaban a una?

—Así es.

—¿Y por qué los otros no lo impedían?

—Los carceleros estaban armados. Los prisioneros no —dijo el profesor. Hablaba de mala gana, turbado, como si lo obligaran a decir algo detestable.

La mera atracción de lo perverso llevó a Tirin, a Shevek y a otros tres muchachos a unirse en un grupo. Las niñas fueron excluidas de la cofradía, nadie sabía por qué. Bajo el ala occidental del centro de aprendizaje, Tirin había descubierto una prisión ideal. Era un espacio en el que apenas cabía una persona, sentada o acostada. Los cimientos se elevaban en tres paredes, y la abertura lateral podía cerrarse con una pesada losa de piedra espuma.

Pero la puerta tenía que ser inexpugnable. Probaron hasta descubrir que dos puntales acuñados entre una pared y la losa cerraban definitivamente el recinto. Nadie podría abrir desde dentro aquella puerta.

—¿Y la luz?

—No habrá luz —dijo Tirin. Hablaba con autoridad de estas cosas, porque alcanzaba a verlas con la imaginación. De la realidad, utilizaba lo que conocía, pero no era la realidad lo que le daba esa certeza. Encerraban a los prisioneros a oscuras, en la Fortaleza de Drio. Durante años.

—Pero el aire —objetó Shevek—. Esa puerta es hermética. Tiene que haber un orificio.

—Tardaríamos horas en perforar la piedra espuma. Y de todas maneras, ¡nadie se quedará en esa cueva tanto tiempo como para que le falte el aire!

Coros de voluntarios y de protestas.

Tirin los miró, burlón.

—Estáis todos locos. ¿Quién querrá encerrarse en un agujero como éste? ¿Para qué?

Había tenido la idea de construir la prisión y eso le bastaba; no comprendía que la imaginación no fuera suficiente para algunos, que necesitaran meterse en la celda y tratar de abrir una puerta que no podía abrirse.

—Yo quiero ver cómo es —dijo Kadagv, un muchachito de doce, ancho de pecho, serio, dominante.

—¡Usa un poco la cabeza! —dijo Tirin con sarcasmo, pero los otros chicos apoyaron a Kadagv. Shevek consiguió un taladro de taller, y abrieron un orificio de dos centímetros en la «puerta» a la altura de la nariz. Como Tirin había anunciado tardaron casi una hora.

—¿Cuánto tiempo quieres quedarte adentro, Kad? ¿Una hora?

—Mira —dijo Kadagv—, si yo soy el prisionero, no puedo elegir. No soy libre. Saldré cuando vosotros lo decidáis.

—Eso es muy cierto —dijo Shevek, amilanado por esta lógica.

—No puedes quedarte demasiado tiempo, Kad. ¡Yo quiero probar también! —dijo el más joven de todos, Gibesh. El prisionero no contestó. Entró en la celda. Levantaron la puerta, la dejaron caer con un golpe, pusieron las cuñas, los cuatro carceleros las martillaron con entusiasmo. Todos se apiñaron frente a la losa para ver al preso, pero como adentro no había luz, excepto la que entraba por el orificio, no vieron nada.

—¡Déjalo respirar!

—¡Sóplale un poco adentro!

—¡Échale algún aire!

—¿Cuánto tiempo estará ahí?

—Una hora.

—Tres minutos.

—¡Cinco años!

—Faltan cuatro horas para que apaguen las luces. Eso bastará.

—¡Pero yo quiero entrar también!

—De acuerdo, te dejaremos dentro toda la noche.

—Bueno, mañana, quise decir.

Cuatro horas más tarde retiraron las cuñas y liberaron a Kadagv. Salió de la celda tan tranquilo como cuando había entrado, y dijo que tenía hambre, y que no era nada; había dormido casi todo el tiempo.

—¿Lo harías otra vez?—lo desafió Tirin.

—Seguro.

—No, ahora me toca a mí…

—Cállate, Gib. ¿Ahora, Kad? ¿Entrarías de nuevo ahora, sin saber cuándo te dejaremos salir?

—Seguro.

—¿Sin comida?

—Ellos les daban de comer a los prisioneros —dijo Shevek—. Eso es lo más raro.

Kadagv se encogió de hombros. Era de una soberbia y petulancia intolerables.

—Oídme —dijo Shevek a los dos más pequeños—, id a la cocina y pedid algunas sobras, y traed una botella o algo con agua. —Se volvió a Kadagv.— Te daremos un saco entero de comida, así podrás quedarte en este agujero todo lo que quieras.

—Todo lo que quieras —corrigió Kadagv.

—Está bien. ¡Entra! —El aplomo de Kadagv despenó en Tirin una vena satírica, teatral.— Eres un prisionero. No puedes replicar. ¿Entendido? Date vuelta. Las manos sobre la cabeza.

—¿Por qué?

—¿Quieres echarte atrás?

Kadagv lo miró enfurruñado.

—No puedes preguntar por qué. Porque si lo haces podemos castigarte, tienes que limitarte a aceptarlo, y nadie te va a socorrer. Porque podemos patearte los huevos y tú no puedes patearnos a nosotros. Porque no eres libre. Bien, ¿quieres seguir hasta el final?

—Seguro. Pégame.

Tirin, Shevek y el prisionero, enfrentados los tres muy tiesos alrededor de la linterna, en la oscuridad entre las anchas paredes de los cimientos, eran un grupo extraño.

Tirin sonrió arrogante, complacido.

—No me digas a mí, aprovechado, lo que tengo que hacer. ¡Cierra el pico y métete en la celda! —Y cuando Kadagv se daba vuelta para obedecer, le dio un empujón y lo hizo caer de bruces. Kadagv soltó un gruñido áspero de sorpresa o dolor, y se sentó frotándose un dedo que se había raspado o torcido contra el fondo de la celda. Shevek y Tirin no hablaban. Inmóviles, las caras inexpresivas, eran los guardias. Ya no estaban representando un papel: el papel se había apoderado de ellos. Los más jóvenes regresaban con un trozo de pan de holum, un melón y una botella de agua. Se acercaban charlando, pero el silencio extraño que había a la entrada de la celda se les contagió en seguida. Empujaron la comida y el agua al interior de la celda, levantaron la puerta y la apuntalaron. Kadagv estaba solo en la oscuridad. Los otros se apretaron alrededor de la linterna. Gibesh murmuró:

—¿Dónde va a mear?

—En la cama —le replicó Tirin con claridad sardónica.

—¿Y si quiere cagar? —preguntó Gibesh, y estalló de pronto en una aguda carcajada.

—¿Qué tiene de gracioso?

—Pensé… que si no puede ver… en la oscuridad… —Gibesh no acertaba a explicar por qué le parecía divertido. Todos rompieron a reír sin causa, en carcajadas convulsivas, sofocantes. Todos sabían que el muchacho encerrado en la celda podía oírlos.

En el dormitorio de los niños ya estaban apagadas las luces y muchos de los adultos se habían acostado, aunque en los dormitorios aún quedaban algunas luces encendidas. La calle estaba desierta. Los chicos corretearon calle abajo entre risas y gritos, dominados por la alegría de compartir un secreto, de atormentar a otros, de tramar maldades. Despertaron a la mitad de los chicos del dormitorio jugando al marro en los vestíbulos y entre las camas. No intervino ningún adulto, y poco después el tumulto cesó.

Sentados en la cama de Tirin, Tirin y Shevek siguieron cuchicheando hasta muy tarde. Decidieron que Kadagv lo había pedido y que lo dejarían en la cárcel dos noches enteras.

El grupo se reunió por la tarde en el taller de recuperación de madera, y el capataz preguntó dónde estaba Kadagv. Shevek le echó una mirada furtiva a Tirin. Tirin en cambio respondió con indiferencia que seguramente se había incorporado a otro grupo ese día. A Shevek le chocó la mentira. El sentimiento de poder se convirtió de pronto en malestar: le escocían las piernas, le ardían las orejas. Cada vez que el capataz le hablaba, tenía un sobresalto, de miedo o de algo semejante, un sentimiento que nunca había conocido, parecido a la timidez pero más desagradable: secreto, y ruin. No dejaba de pensar en Kadagv mientras tapaba los orificios de los clavos y lijaba las planchas triples de holum para devolverles la tersura original. Cada vez que se detenía a pensar, allí en su mente estaba Kadagv. Era espantoso.

Gibesh, que había quedado montando guardia, se acercó a Tirin y a Shevek después de la comida; parecía preocupado.

—Me pareció oír que Kad decía algo allí adentro. Con una voz muy rara.

Hubo un momento de silencio.

—Lo dejaremos salir —dijo al fin Shevek.

Tirin se volvió hacia él.

—Vamos, Shev, no te ablandes ahora. No te pongas altruista. Déjalo que siga y se respete a sí mismo hasta el final.

—Altruista, mierda. Lo que quiero es respetarme a mí mismo —dijo Shevek y partió hacia el centro de aprendizaje. Tirin lo conocía; no perdió más tiempo en discutir con él, y lo siguió. Los de once años fueron detrás. Se arrastraron por debajo del edificio y llegaron a la celda. Shevek quitó una de las cuñas, Tirin la otra. La puerta de la prisión cayó hacia afuera con un golpe sordo.

Allí, tirado en el suelo, encogido sobre un costado, estaba Kadagv. Se sentó, y luego, muy lentamente, se levantó y salió. El techo de la celda era bajo, pero Kadagv pareció encorvarse más de lo necesario, y parpadeó a la luz de la linterna; no obstante, tenía el aspecto cíe siempre. El olor que salió con él era inverosímil. Por alguna causa había tenido un ataque de diarrea. La celda estaba toda sucia, y en la camisa de Kadagv había manchas amarillas de materias fecales. Cuando las vio a la luz de la linterna, trató de ocultarlas con la mano. Nadie hizo mayores comentarios.

Cuando se hubieron arrastrado fuera del hueco, mientras iban al dormitorio, Kadagv preguntó:

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Unas treinta horas, teniendo en cuenta las cuatro primeras.

—Bastante largo —dijo Kadagv sin convicción.

Después de acompañarlo a los baños para que se limpiase, Shevek se precipitó a la letrina, y allí se inclinó y vomitó. Los espasmos le duraron un cuarto de hora y lo dejaron tembloroso y exhausto. Fue al dormitorio común, leyó un poco de física, y se acostó temprano. Ninguno de los cinco chicos volvió jamás a la prisión bajo el centro de aprendizaje. Ninguno mencionó jamás el episodio, excepto Gibesh, quien una vez quiso jactarse ante algunos chicos y chicas mayores; pero ellos no comprendieron y Gibesh abandonó el tema.

La Luna brillaba alta sobre el Instituto Regional de Ciencias Nobles y Materiales de Poniente del Norte. Cuatro muchachos de quince o dieciséis años estaban sentados en la cresta de una colina entre matas enmarañadas de holum rastrero, mirando el Instituto Regional abajo, y la Luna allá arriba.

—Curioso —dijo Tirin—. Nunca se me había ocurrido pensar…

Comentarios de los otros tres sobre lo obvio de la observación.

—Nunca se me había ocurrido pensar —dijo Tirin, imperturbable— en el hecho de que allá arriba, en Urras, hay gente sentada en una colina que mira a Anarres, que nos mira a nosotros, y dice: «Mira, ahí está la Luna». Para ellos nuestra Tierra es la Luna de ellos, y nuestra Luna es la Tierra.

—¿Dónde, entonces, está la verdad? —declamó Bedap, y bostezó.

—En la colina en que estás sentado —dijo Tirin. Todos siguieron contemplando la turquesa neblinosa y brillante que un día después del plenilunio ya no era completamente redonda. El casquete de hielo septentrional resplandecía.

—Está claro en el norte —dijo Shevek—. Hay sol. Allí está A-Io, ese bulto parduzco.

—Están todos desnudos, tirados al sol —dijo Kvetur— con joyas en los ombligos, y sin un pelo. Hubo un silencio.

Habían subido a la cresta de la colina en busca de compañía masculina. La presencia de mujeres era opresiva para todos ellos. Tenían la impresión de que en los últimos tiempos el mundo se había llenado de muchachas. Por donde miraban, despiertos o dormidos, veían muchachas. Todos habían tratado de copular con ellas; algunos, desesperados, también habían tratado de no copular con ellas. Pero eso no cambiaba las cosas. Las muchachas estaban allí.

Tres días antes, en un curso de Historia del Movimiento Odoniano, todos habían asistido a la misma clase y la imagen de las joyas iridiscentes en los huecos tersos de los vientres de las mujeres, bruñidos y untuosos, se les había aparecido a todos en privado una y otra vez.

También habían visto cadáveres de niños, velludos como ellos, amontonados como chatarra, rígidos y herrumbrosos, sobre una playa, y unos hombres que vertían petróleo sobre los niños y encendían hogueras.

—Una hambruna en la provincia de Bachifoil en la nación de Thu —había dicho la voz del relator—. Los cuerpos de los niños muertos de hambre y enfermedades son cremados en las playas. En las playas de Tius, a setecientos kilómetros de distancia, en la nación de A-Io (y entonces habían aparecido los ombligos enjoyados), las mujeres reservadas para la satisfacción sexual de los miembros masculinos de la clase propietaria (usaban las palabras ióticas, porque en právico no había equivalentes de los dos vocablos) descansan todo el día hasta que gentes de la clase desposeída les sirven la cena.

Un primer plano de la hora de la comida: bocas delicadas mascando y sonriendo, manos suaves tendidas hacia manjares suculentos apilados en fuentes de plata. Luego, otra vez, el rostro ciego y obtuso de un niño muerto, la boca abierta, vacía, negra, reseca.

—Lado a lado —había dicho la voz serena.

Pero la imagen que como una burbuja oleosa e irisada había trepado a la mente de los muchachos era en todos la misma.

—¿Qué edad tendrán esas películas? —dijo Tirin—. ¿Serán anteriores a la Emigración, o contemporáneas? Nunca lo dicen.

—¿Qué importa? —dijo Kvetur—. Así vivían en Urras antes de la Revolución Odoniana. Todos los odonianos emigraron y vinieron aquí, a Anarres. Así que probablemente nada ha cambiado… todavía siguen en eso, allá. —Señaló la gran Luna verdeazul.

—¿Cómo podemos saberlo?

—¿Qué quieres decir, Tir? —preguntó Shev.

—Si esas películas tienen ciento cincuenta años, tal vez ahora en Urras las cosas sean muy diferentes. No digo que lo sean, pero si lo fueran ¿cómo lo sabríamos? No vamos a Urras, no hablamos, no nos comunicamos con ellos. En realidad, no tenemos ninguna idea de cómo es hoy la vida en Urras.

—La gente de la CPD lo sabe. Ellos hablan con los urrasti de los cargueros que llegan al Puerto de Anarres. Ellos están informados. Necesitan estarlo, para que podamos continuar nuestro intercambio con Urras, y saben además hasta qué punto pueden ser una amenaza para nosotros. —Bedap había hablado con serenidad, pero la respuesta de Tirin fue áspera.

—-Quizá los de la CPD estén informados, pero no nosotros.

—¡Informados! —dijo Kvetur—. ¡He oído hablar de Urras toda mi vida! ¡Me importa un bledo si nunca más veo una fotografía de las asquerosas ciudades urrasti y de los cuerpos grasientos de las mujeres urrasti!

—De eso se trata precisamente —dijo Tirin con el júbilo de quien se atiene a una lógica—. El material sobre Urras accesible a los estudiantes es siempre el mismo. Repulsivo, inmoral, excrementicio. Pero piensa un poco. Si ese mundo era tan malo como dicen cuando emigraron los Colonos, ¿cómo ha logrado sobrevivir ciento cincuenta años? Si estaban tan enfermos ¿por qué no se han muerto? ¿Por qué no se han derrumbado las sociedades propietarias? ¿Por qué les tenemos tanto miedo?

—Contaminación —dijo Bedap.

—¿Tan débiles somos que no nos atrevemos a correr un pequeño riesgo? En todo caso, no es posible que todos estén enfermos. Como quiera que sea la sociedad en que viven, algunos han de ser decentes. También aquí la gente es distinta ¿no? ¡Acuérdate de ese infame de Pesus!

—Pero-en un organismo enfermo, hasta una célula sana está condenada —dijo Bedap.

—Oh, nada puedes probar con la analogía, y bien que lo sabes. De cualquier modo, ¿cómo sabemos que toda esa sociedad está realmente enferma?

Bedap se mordisqueó la uña del pulgar.

—¿Estás tratando de decir que la CPD y el Sindicato de Material Educativo nos mienten sobre Urras?

—No; dije que sólo sabemos lo que ellos dicen. ¿Y sabéis qué nos dicen? —El rostro moreno, de nariz respingada de Tirin, claro a la brillante luz azulada de la Luna, se volvió hacia ellos.— Kvet lo dijo, hace apenas un minuto. Él recibió el mensaje. Vosotros lo oísteis: detestad a Urras, odiad a Urras, temed a Urras.

—¿Por qué no? —preguntó Kvetur—. ¡Ya ves cómo nos trataron a nosotros, los odonianos!

—Nos dieron la Luna de ellos ¿sí o no?

—Sí, para evitar que les arruináramos sus negocios e instaurásemos allí la sociedad justa. Apuesto a que ni bien se desembarazaron de nosotros, se pusieron a organizar gobiernos y ejércitos con más rapidez que antes, porque no quedaba nadie que lo impidiese. Si les abriésemos el Puerto, ¿crees que vendrían como amigos y hermanos? ¿Ellos mil millones, y nosotros veinte? Nos exterminarían, o nos convertirían a todos,… ¿cómo se dice, cuál es la palabra?… en esclavos, ¡y trabajaríamos para ellos en las minas!

—Está bien. Admito que quizá es prudente temer a Urras. Pero ¿por qué odiar? El odio no es funcional. ¿Por qué nos lo enseñan? ¿No será porque si realmente supiéramos cómo es Urras nos gustaría… algo de allá… a algunos de nosotros? ¿Que la CPD no sólo quiere impedir que ellos vengan aquí, sino también que algunos de aquí quieran ir allá?

—¿Ir a Urras? —dijo Shevek, desconcertado.

Discutían por el gusto de discutir, de dejar que el pensamiento recorriera libremente los caminos de lo posible, de cuestionar lo incuestionable. Eran inteligentes, de mentes ya habituadas a la claridad de la ciencia, y tenían dieciséis años. Pero en ese momento, como antes Kvetur, Shevek ya no tuvo ganas de continuar la discusión. Se sentía perturbado.

—¿Quién querría ir a Urras?—inquirió—. ¿Para qué?

—Para averiguar cómo es otro mundo. Para ver cómo es un caballo.

—Esas son niñerías —dijo Kvetur—. También hay vida en otros sistemas siderales —movió una mano hacia el cielo bañado por la Luna—, dicen. ¿Y qué? ¡Nosotros tuvimos la suerte de nacer aquí!

—Si somos mejores que todas las otras sociedades humanas —dijo Tirin—, entonces tendríamos que ayudarlas. Pero nos lo prohíben.

—¿Prohíben? Una palabra inorgánica. ¿Quién prohíbe? Estás objetivando la función integrativa misma —dijo Shevek, inclinando el torso hacia adelante y hablando con pasión—. ¿El «orden» no es lo mismo que las «órdenes»? No nos vamos de Anarres porque somos Anarres. Tú, por ser Tirin, no puedes salir del pellejo de Tirin. Tal vez te gustaría tratar de ser otro, por curiosidad, pero no puedes. ¿Pero acaso te lo impiden por la fuerza? ¿Acaso nos retienen aquí por la fuerza? ¿Qué fuerza… qué leyes, qué gobiernos, qué policía? Nada ni nadie. Sólo nuestro ser, nuestra naturaleza de odonianos. Tu naturaleza está en ser Tirin, y la mía está en ser Shevek, y nuestra naturaleza común es la de ser odonianos, mutuamente responsables. Y en esta responsabilidad se funda nuestra libertad. Eludir la responsabilidad equivaldría a dejar de ser libres. ¿Te gustaría de veras vivir en una sociedad en la que no hubiera ninguna responsabilidad, ninguna libertad, ninguna opción, a no ser la falsa opción de la obediencia a la ley, o la desobediencia seguida del castigo? ¿Querrías realmente vivir en una cárcel?

—Oh, demonios, no. ¿No puedo hablar? El problema contigo, Shev, es que nunca dices nada hasta que has amontonado toda una carga de malditos argumentos, pesados como ladrillos, y entonces los largas todos de golpe, y nunca se te ocurre mirar el cuerpo ensangrentado y maltrecho bajo el montón…

Shevek echó el torso hacia atrás, como si se defendiera. Pero Bedap, un muchacho robusto, de cara cuadrada, siguió mordiéndose la uña del pulgar y dijo:

—De todos modos, lo que dice Tir es válido. Sería bueno estar seguros de que sabemos toda la verdad acerca de Urras.

—¿Quién crees que nos está mintiendo? —preguntó Shevek.

Bedap enfrentó serenamente la mirada de Shevek.

—¿Quién, hermano? ¿Quién sino nosotros mismos?

El otro planeta resplandecía en lo alto, sereno y brillante, como un hermoso ejemplo de la improbabilidad de lo real.

La repoblación forestal del oeste del litoral temeniano, uno de los grandes proyectos de la quinceava década de la colonización anarresti, había ocupado a cerca de dieciocho mil personas durante dos años.

Aunque las extensas playas del sudeste eran fértiles, permitiendo la subsistencia de numerosas comunidades pesqueras y agrícolas, el área cultivable era apenas una franja contigua al mar. En el interior, hacia el oeste, y hasta las dilatadas planicies del sudeste, se extendía un territorio deshabitado, salvo unas pocas y aisladas poblaciones mineras. Era la región llamada La Polvareda.

En la era geológica anterior, La Polvareda había sido un enorme bosque de holum, la especie ubicua que dominaba en Anarres. Ahora, el clima era más cálido y más seco. Milenios de sequía habían exterminado los árboles y resecado el suelo hasta convertirlo en un fino polvo gris que una mínima ráfaga transformaba en colinas tan puras de línea y tan áridas como una duna de arena. Al replantar los bosques, los anarresti confiaban devolver a esa tierra inquieta la antigua fertilidad. En consonancia, pensaba Shevek, con el principio de la reversibilidad causal, un principio que la física de las secuencias, a la sazón respetable en Anarres, no reconocía, pero que era aún un elemento íntimo, tácito del pensamiento odoniano. Hubiera querido escribir un trabajo que relacionase las ideas de Odo con las concepciones de la física temporal, y en particular la influencia de la reversibilidad causal en las opiniones de Odo sobre el problema de los fines y medios. Pero a los dieciocho años no sabía tanto como para ponerse a escribir un trabajo semejante, y si no se iba pronto de la maldita Polvareda para dedicarse otra vez a la física, nunca podría hacerlo.

De noche, en los campamentos de Proyectos, todo el mundo tosía. Durante el día tosían menos, estaban demasiado ocupados para toser. El polvo era el enemigo de todos, ese polvillo fino y seco que se adhería a la garganta y los pulmones; el enemigo y el mimado de todos, la esperanza. Antaño, ese mismo polvo había estado posado, opulento y oscuro, a la sombra de los árboles. Quizá, con el trabajo de todos, volviera a ser como antes.

Ella extrae de la piedra la hoja verde,

del centro de la roca el agua clara…

Gimar siempre tarareaba la melodía, y ahora, en el calor del atardecer, mientras regresaban al campamento, a través de la llanura, cantaba en alta voz las palabras.

—¿Quién? ¿Quién es «ella»? —preguntó Shevek.

Gimar sonrió. Tenía manchada, salpicada de costras de polvo la ancha cara sedosa, el pelo sucio de polvo, y un olor fuerte y agradable a sudor.

—Yo me crié en Levante del Sur —dijo—. Donde están los mineros. Es una canción de mineros.

—¿Qué mineros?

—¿No lo sabes? La gente que ya estaba aquí cuando llegaron los Colonos. Algunos se quedaron y se unieron a la solidaridad. Extraían el oro, el estaño. Todavía conservan algunas festividades y canciones. El tadde [1] era minero, solía cantarme esta canción cuando yo era niña.

—Bueno, entonces ¿quién es «ella»?

—No sé, es lo que dice la canción. ¿No es acaso lo que hacemos aquí? ¿Haciendo brotar de la piedra las hojas verdes?

—Eso me suena a religión.

—Tú siempre con tus raras palabras librescas. Es sólo una canción. Ah, cuánto me gustaría volver al otro campamento, así podría nadar un rato. ¡Apesto!

—Yo apesto.

—Todos apestamos.

—En solidaridad.

Pero estaban a quince kilómetros de las playas del Temae, y en el campamento sólo se podía nadar en polvo.

Había un hombre en el campamento con un nombre que sonaba parecido al de Shevelt: Shevet. Cuando llamaban a uno respondía el otro. Shevek sentía una especie de afinidad con él, una relación más íntima que la de fraternidad, a causa de esa semejanza accidental. Un par de veces había notado que Shevet lo observaba. Nunca se habían hablado.

Las primeras décadas de trabajo en el proyecto de replantación forestal habían sido para Shevek un período agotador, de silencioso resentimiento. No tendrían que reclutar para estos proyectos y levas especiales a personas que habían elegido trabajar en campos significativamente funcionales como la física. ¿Acaso no era inmoral hacer un trabajo que a uno no le gustaba? Alguien tenía que hacerlo, pero había tanta gente a la que un trabajo le daba lo mismo que otro, que cambiaba de oficio sin cesar; ellos tendrían que haberse ofrecido como voluntarios. Este trabajo, por ejemplo, podía hacerlo cualquier tonto. En realidad, muchos podrían hacerlo mejor que él. Shevek siempre se había sentido orgulloso de su propia fortaleza, y nunca había dejado de ofrecerse para las «tareas pesadas» en los turnos rotativos de cada diez días; pero aquí era día tras día, ocho horas por día, en el polvo y el calor. Pasaba la jornada entera de trabajo esperando la noche para estar a solas y pensar, pero en el instante en que llegaba a la tienda-dormitorio después de la cena, empezaba a cabecear y dormía como una piedra hasta el amanecer, y nunca le cruzaba por la mente un solo pensamiento.

Encontraba torpes y rústicos a los compañeros de trabajo, y hasta los más jóvenes lo trataban como a un niño. Desdeñoso y resentido, sólo encontraba placer en escribir a sus amigos Tirin y Rovab en un código que habían inventado en el Instituto, una serie de equivalentes verbales de los símbolos de la física temporal. Escritos, los signos parecían un mensaje cifrado, pero en realidad no tenían ningún sentido, a no ser la ecuación o la fórmula filosófica que enmascaraban. Las de Shevek y Rovab eran ecuaciones genuinas. Las cartas de Tirin, muy divertidas, habrían convencido a cualquiera de que se referían a emociones y sucesos reales, pero la física que había en ellas era discutible. Cuando Shevek descubrió que podía elaborar estos enigmas mentales mientras cavaba fosos en la roca con una pala roma en medio de un huracán de polvo, empezó a enviarlos con frecuencia. Tirin le contestó varias veces, Rovab sólo una. Era una muchacha fría; como él sabía muy bien. Pero nadie en el Instituto conocía las desdichas de Tirin. A ellos no los habían enviado, cuando se iniciaban apenas en la investigación independiente, a trabajar en un condenado proyecto de replantación de bosques. En ellos no se desperdiciaba la función primordial. Estaban trabajando: haciendo lo que querían hacer. El no trabajaba. Trabajaban en él.

Sin embargo, había un raro sentimiento de orgullo en lo que uno conseguía hacer de esa manera —en solidaridad—, una extraña satisfacción. Y algunos de los compañeros de trabajo eran en verdad personas extraordinarias. Gimar, por ejemplo. Al principio, la recia hermosura de la muchacha lo había intimidado. Pero ahora se sentía lo bastante fuerte como para desearla.

—Ven conmigo esta noche, Gimar.

—Oh, no —dijo ella.

Lo miró tan sorprendida que Shevek añadió, con cierta dolorida dignidad:

—Creía que éramos amigos.

—Lo somos.

—Entonces…

—Tengo un compañero. Él ha vuelto.

—Podías habérmelo dicho —le dijo Shevek, enrojeciendo.

—Bueno, no se me ocurrió que tenía que hacerlo. Lo siento Shev.

Lo miró tan apesadumbrada que él dijo, no sin cierta esperanza:

—No crees que…

—No. No puedo encararlo así, un poco para él y un poquito para otros.

—Una unión de por vida es contraria a la ética odoniana, me parece —replicó Shevek, en tono áspero y pedante.

—Mierda —dijo Gimar con su voz dulce—. Lo que es malo es tener; compartir es bueno. ¿Qué más puedes compartir que la totalidad de tu persona, tu vida entera, todas las noches y todos los días?

Shevek estaba sentado con las manos entre las rodillas, la cabeza gacha, un muchacho largo, anguloso, desconsolado, inconcluso.

—No soy adecuado para eso —dijo, al cabo de una pausa.

—¿Tú?

—En realidad no he conocido a nadie. Ya ves, ni siquiera te entendí. Estoy aislado. No puedo salir. Nunca podré. Sería absurdo en mí pensar en tener compañía. Esas cosas son para… para los seres humanos…

Con timidez, no recato sexual sino la timidez del respeto, Gimar le puso una mano en el hombro. No para consolarlo. No le dijo que era igual a todos los demás. Le dijo:

—Nunca volveré a conocer a alguien como tú, Shev. Nunca me olvidaré de ti.

De cualquier modo, un rechazo era un rechazo. Pese a la ternura de Gimar, Shevek se separó de ella con el alma maltrecha, resentido.

Hacía mucho calor. Nunca refrescaba excepto a la hora que precede al alba.

El hombre llamado Shevet se acercó una noche a Shevek después de la cena. Era un hombre de treinta años, recio y bien parecido.

—Estoy harto de que me confundan contigo —dijo—. Búscate otro nombre.

Antes, esta agresividad insolente hubiera dejado perplejo a Shevek. Ahora respondió en el mismo tono:

—Cámbiatelo tú, si no te gusta —dijo.

—Tú no eres más que uno de esos aprovechados miserables que van a la escuela para no ensuciarse las manos —dijo el hombre—. Siempre tuve ganas de sacarte a golpes esa mierda de adentro.

—¡No me llames aprovechado! —dijo Shevek, pero no se trataba de una batalla verbal. Shevek le asestó un doble puñetazo, y recibió a cambio varios golpes; tenía los brazos largos y era más temperamental de lo que su adversario suponía: pero fue derrotado. Varias personas se detuvieron a mirar. Vieron que era una pelea justa y poco interesante, y siguieron de largo. La pura violencia no les ofendía ni los atraía. Shevek no pidió ayuda, no era asunto de nadie más que de él. Cuando volvió en sí estaba tendido de espaldas en la oscuridad, entre dos tiendas.

Tuvo un zumbido en el oído derecho durante un par de días y un labio partido que tardó mucho en sanar a causa del polvo, que irritaba todas las heridas. Shevet y él nunca más volvieron a hablarse. Solía ver al hombre desde lejos, en otras fogatas-cocina, sin animosidad. Shevet le había dado lo que tenía que dar, y él había aceptado el don, aunque hasta pasado mucho tiempo no supo aquilatarlo ni apreciarlo. Cuando al fin entendió, no le pareció distinto de otros dones, de otra época. Una muchacha, que se había incorporado recientemente a la cuadrilla, se le acercó como lo hiciera Shevet en la oscuridad, cuando se retiraba de la fogata-cocina; y el labio aún no se le había curado… No recordaba nada de lo que ella le dijo, había bromeado con él, y también entonces Shevek había respondido con naturalidad. Por la noche fueron juntos a la llanura, y ella le dio la libertad de la carne. Era el regalo que ella tenía para él, y él lo aceptó.

Como todos los niños de Anarres, Shevek había tenido experiencias sexuales con chicos y chicas indistintamente, pero todos eran niños en aquel entonces; nunca había llegado más allá de un placer que, suponía, era todo cuanto cabía esperar. Besnum, experta en deleites, le hizo conocer el corazón de la sexualidad, donde no hay rencores, ni ineptitudes, donde los dos cuerpos que pugnan por unirse anonadan el instante, y trascienden el yo, y trascienden el tiempo.

Todo era simple ahora, tan simple y hermoso, allá afuera en el polvo cálido, a la luz de las estrellas. Y los días eran largos, y tórridos, y luminosos, y el polvo tenía el olor del cuerpo de Beshum.

Shevek trabajaba en ese entonces en una cuadrilla de plantadores. Los camiones habían llegado del Noreste cargados de árboles diminutos, millares de plantones cultivados en las Montañas Verdes, el cinturón de lluvias, de más de cuarenta pulgadas anuales de agua.

Cuando terminaron, las cincuenta cuadrillas que habían llevado a cabo los trabajos del segundo año, partieron en los camiones de caja chata, y al alejarse, todos volvieron la cabeza para mirar. Y vieron lo que habían hecho. Una bruma, una leve bruma de verdor flotaba sobre las combas blanquecinas y las terrazas desérticas. Un hálito de vida soplaba cruzando los llanos muertos. Y hubo vítores, y cánticos y gritos de camión a camión. En los ojos de Shevek asomaron unas lágrimas. Pensó: «Ella extrae de la piedra la hoja verde…» A Gimar la habían enviado otra vez, hacía ya tiempo, a Levante del Sur.

—¿Por qué haces muecas? —le preguntó Beshum, apretándose contra él mientras el camión traqueteaba, y acariciándole con fuerza el brazo endurecido, blanqueado por el polvo.

—Mujeres —dijo Vokep, en el paradero de camiones de ganga de estaño, en Poniente del Sur—. Las mujeres se creen tus dueñas. Ninguna mujer es capaz de ser realmente odoniana.

—¿Y Odo misma…?

—Teoría. Y ninguna vida sexual después de que mataron a Asieo ¿no? En todo caso, siempre hay excepciones.

Pero para la mayoría de las mujeres la única relación con un hombre es tener. Poseer o ser poseída.

—¿Piensas que en eso son distintas de los hombres?

—Lo sé. Lo que un hombre quiere es libertad. Lo que quiere una mujer es propiedad. Sólo te dejará partir si te puede canjear por otra cosa. Todas las mujeres son propietarias.

—Es abominable decir una cosa semejante de la mitad del género humano —dijo Shevek, preguntándose si el hombre tendría razón. Beshum se había lamentado amargamente cuando lo destinaron otra vez al Noroeste, se había enfurecido y había llorado, tratando de hacerle decir a Shevek que no podía vivir sin ella, e insistiendo en que ella no podía vivir sin él, y en que tendrían que ser compañeros, como sí ella pudiera quedarse con un hombre todo un año.

En el idioma que Shevek hablaba, el único que conocía, no existían expresiones coloquiales posesivas para el acto sexual. En právico no significaba absolutamente nada que un hombre dijese que había «tenido» a una mujer. La palabra de significado más aproximado y que también se empleaba secundariamente como una maldición, era especifica: significaba violar. El verbo usual se conjugaba únicamente con un sujeto plural, y sólo era posible traducirlo a una palabra neutra como copular. Significaba un acto realizado por dos personas, no algo que hacía o tenía una persona. Ninguno de esos referentes verbales podía expresar, ni mejor ni peor que cualquier otro, la totalidad de la experiencia, y aunque Shevek era consciente del área que quedaba fuera, no sabía muy bien en qué consistía. Era indudable que él mismo se había sentido dueño de Beshum, había tenido la impresión de poseerla, en algunas de esas noches estrelladas en la llanura. Y también Beshum había creído poseerlo. Pero se habían equivocado, los dos; y Beshum, a pesar de su sentimentalismo, lo sabía; por último se había despedido de él con un beso y una sonrisa, y lo había dejado partir. Beshum nunca lo había poseído. En aquel primer estallido de pasión sexual adulta, era el cuerpo de Shevek el que los había poseído, a él, y a ella. Pero eso era cosa del pasado. Ya nunca más (pensaba Shevek, a los dieciocho años, sentado a medianoche con un compañero de ruta en el paradero de camiones de ganga de estaño, frente a un vaso de una empalagosa bebida frutal, mientras esperaba incorporarse a alguna caravana que lo llevara al norte), ya nunca más volvería a ocurrir. Aún podían ocurrirle muchas cosas, pero ya no lo tomarían desprevenido por segunda vez, ya no volverían a abatirlo, a derrotarlo. La derrota, la rendición tenía sus propios éxtasis. Quizá Beshum misma no buscara otra cosa. ¿Y por qué habría de buscarla? Ella, libre, lo había liberado.

—No estoy de acuerdo, ¿sabes? —le dijo al carilargo Vokep, un químico agrícola que viajaba a Abbenay—. Creo que la mayoría de los hombres tienen que aprender a ser anarquistas. Las mujeres no necesitan aprender.

Vokep meneó torvamente la cabeza.

—Es por los críos —dijo—. El hecho de tener bebés. Las convierte a todas en propietarias. No te quieren soltar. —Suspiró.— Toca y huye, hermano, ésta es la norma. Nunca dejes que se apoderen de ti.

Shevek bebió el zumo de fruta y sonrió.

—No lo permitiré—dijo.

Volver al Instituto Regional, poder contemplar una vez más aquellas colinas bajas tachonadas de bronce por las hojas de las matas de holum, visitar los domicilios y dormitorios, las aulas, los talleres y laboratorios, todos los lugares en que había vivido hasta los trece años, era una verdadera felicidad. Para Shevek el retorno siempre sería tan importante como la partida. Partir no era suficiente, o lo era sólo a medias: necesitaba volver. En aquélla tendencia asomaba ya, tal vez, la naturaleza de la inmensa exploración que un día habría de emprender hasta más allá de los confines de lo inteligible. De no haber tenido la profunda certeza de que era posible volver (aun cuando no fuese él quien volviera), y de que en verdad, como en un periplo alrededor del globo, el retorno estaba implícito en la naturaleza misma del viaje, tal vez nunca se hubiera embarcado en aquella larga aventura. Nunca navegarás dos veces por el mismo río, ni volverás jamás al mismo punto de partida. Shevek lo sabía bien, ese principio era la base de su concepción del mundo. Más aún, a partir de él, del reconocimiento de la transitoriedad de todas las cosas, había desarrollado una vasta teoría según la cual la eternidad se manifiesta plenamente en aquello que más cambia, y tu relación con el río, y la relación del río contigo y consigo mismo es a la vez más compleja y menos inquietante que una mera carencia de identidad. Puedes volver al punto de partida, postula la Teoría Temporal General, siempre y cuando comprendas que el punto de partida es un fugar en el que nunca has estado.

Se sentía feliz, por lo tanto, de haber regresado a un lugar bastante parecido a aquel del que había partido o a aquel que había deseado encontrar. Pero tenía la impresión de que sus amigos de allí eran un tanto toscos. Shevek había crecido mucho, en aquel último año. Algunas de las chicas habían crecido a la par de él, o más que él quizá: se habían transformado en mujeres. Sin embargo evitaba cualquier contacto con ellas que no fuera meramente fortuito, porque a decir verdad no deseaba todavía verse metido en una nueva desmesura de sexo, tenía muchas otras cosas que hacer. Observó que las más inteligentes, como Rovab, mantenían una actitud a la vez casual y precavida; en los laboratorios y cuadrillas de trabajo se comportaban como buenas camaradas, pero nada más. Parecían deseosas de completar sus estudios para dedicarse a la investigación o para conseguir un trabajo que les gustase, antes de engendrar un hijo; pero la experimentación sexual con adolescentes ya no las satisfacía. Querían una relación madura, no un vínculo estéril; pero todavía no, no todavía.

Aquellas muchachas eran buenas compañeras, afables e independientes. Los muchachos de la edad de Shevek parecían estancados en un infantilismo que tenía algo de enmohecido y reseco. Eran excesivamente intelectuales. Al parecer no querían comprometerse, ni con el trabajo ni con el sexo. Al oír hablar a Tirin, uno habría imaginado que él mismo había inventado la copulación, pero todas sus relaciones eran con chicas de quince o dieciséis, se apartaba intimidado de las muchachas que tenían su misma edad. Bedap, que nunca había sido sexualmente muy activo, se conformaba con aceptar el homenaje de un chico más joven que sentía por él una pasión idealista homosexual. Parecía no tomar nada en serio; se había vuelto irónico y enigmático. Shevek lo sentía distante. No había amistades duraderas; hasta Tirin estaba demasiado concentrado en sí mismo, y en los últimos tiempos demasiado voluble, para poder reanudar el antiguo vínculo… si Shevek lo hubiese deseado. En realidad, no lo deseaba. Aceptó de todo corazón el aislamiento. Nunca se le ocurrió pensar que la reserva de Bedap y Tirin podía ser una reacción; que su carácter, bondadoso pero ya formidablemente hermético podía crear una atmósfera propia, una atmósfera que sólo alguien de una gran fortaleza o que sintiera por él una profunda devoción sería capaz de soportar. Todo cuanto advirtió fue que ahora, por fin, tenía tiempo de sobra para trabajar.

Allá en el Sudeste, una vez que se hubo habituado al esfuerzo físico incesante, cuando dejó de devanarse los sesos en la confección de mensajes cifrados, y de derrochar semen en sueños húmedos, había empezado a concebir ciertas ideas. Ahora tenía tiempo libre para elaborarlas, para ver si en ellas había algo.

El Decano de Física del Instituto era una mujer llamada Milis, En ese entonces no era ella quien dirigía los cursos de física, ya que todos los puestos administrativos rotaban año tras año entre los veinte profesores permanentes, pero hacía treinta años que trabajaba allí y era la mente más lúcida del Instituto. Alrededor de Mitis siempre había una especie de claro psicológico, comparable al vacío que rodea la cima de una montaña, y que la ausencia total de autoritarismos y presiones ponía de manifiesto. Hay personas dotadas de una autoridad innata; algunos emperadores tienen trajes nuevos.

—Le mandé a Sabul, en Abbenay, el trabajo que escribiste sobre frecuencia relativa —le dijo a Shevek, con su tono habitual, brusco y afable—. ¿Quieres ver la respuesta?

Empujó por encima de la mesa un trocito de papel deshilachado, arrancado evidentemente de una hoja más grande. En él, garrapateada en caracteres diminutos, una ecuación:

Shevek apoyó las manos sobre la mesa y estudió larga y concienzudamente el papelito. Tenía los ojos claros, y la luz de la ventana los inundaba de tanta claridad que parecían transparentes como el agua. Shevek tenía diecinueve años, Mitis cincuenta y cinco. Lo miraba con piedad y admiración.

—Esto es lo que falta —dijo Shevek. La mano buscó a tientas un lápiz sobre la mesa. Empezó a trazar signos en un trozo de papel. A medida que escribía, se le encendía el rostro incoloro, plateado por el vello cono y fino, y las orejas se le ponían rojas.

Mitis se desplazó en silencio por detrás de la mesa y se sentó. Tenía trastornos circulatorios en las piernas y necesitaba sentarse. El movimiento, sin embargo, importunó a Shevek. Alzó los ojos con una fría expresión de fastidio.

—Podré terminarlo dentro de un par de días.

—Sabul quiere ver los resultados.

Hubo una pausa. El rostro de Shevek había recobrado su color natural. Quería a Mitis entrañablemente, y volvía a sentir la presencia de ella.

—¿Por qué le mandaste el trabajo a Sabul? —le preguntó—. ¡Con tamaño agujero! —Sonrió; el placer de reparar mentalmente el agujero lo entusiasmaba.

—Pensé que él podría ver en qué te equivocaste. Yo no pude. Además, quería que viera lo que estás buscando… Querrá que vayas allá, a Abbenay, sabes.

El joven no respondió.

—¿Quieres ir?

—Todavía no.

—Lo suponía. Pero tendrás que ir. Por los libros, y por las mentes que allá podrás conocer. ¡ No vas a derrochar tu inteligencia en un desierto! —Mitis hablaba con una pasión súbita.— Tienes la obligación de buscar lo mejor, Shevek. No te dejes atrapar por un igualitarismo equívoco. Trabajarás con Sabul, él es bueno, te hará trabajar duro. Pero tendrás la libertad de buscar el camino que deseas. Quédate aquí otro período, y luego márchate. Y ten cuidado, en Abbenay. Cuida tu libertad. El poder es algo inherente a todo centro. Irás al centro. Yo no conozco bien a Sabul; no sé nada en contra de él; pero ten presente una cosa: serás su hombre.

En právico las formas singulares del posesivo eran empleadas principalmente para dar énfasis; el idioma común las evitaba. Los niños pequeños podían decir «mi madre», pero pronto aprendían a decir «la madre». Nunca decían «mi mano me duele», sino «me duele la mano», y así sucesivamente; nadie decía en právico «esto es mío y aquello es tuyo»; decían «yo uso esto y tú usas aquello». La afirmación de Mitis, «Serás su hombre» le sonaba extraña. Shevek la miró, sin comprender.

—Ahora tienes trabajo —dijo Mitis. Los ojos negros le relampaguearon, como de cólera.

—¡Hazlo! —Y se marchó, porque un grupo la estaba esperando en el laboratorio. Confundido, Shevek volvió a estudiar el trozo de papel garrapateado. Pensó que lo que Mitis le había querido decir era que se diese prisa y corrigiera las ecuaciones. Sólo mucho tiempo después comprendió lo que había tratado de decirle.

La víspera de su partida para Abbenay los compañeros de estudio le ofrecieron una fiesta de despedida. Las fiestas eran frecuentes, a menudo con pretextos triviales, pero a Shevek lo sorprendió el entusiasmo con que habían organizado ésta, y se preguntaba por qué. Como nadie influía en él, no se imaginaba que él pudiera influir en los otros; no pensaba que pudieran quererlo.

Era evidente que muchos habían reservado para la fiesta sus raciones de alimentos de varios días. Había cantidades increíbles de cosas para comer. El pedido de pasteles fue tan grande que el repostero del refectorio dio rienda suelta a su fantasía creando delicias desconocidas hasta entonces: obleas especiadas, cubitos aderezados con pimienta para acompañar el pescado ahumado, pastelillos dulces, grasosos y suculentos. Hubo zumos de fruta, frutas conservadas que venían de la región del Mar de Keran, diminutos camarones salados, púas de boniatos fritos, dulces y crujientes. La comida, apetitosa y abundante, era embriagadora. Todos estaban muy alegres y sólo unos pocos se enfermaron.

Hubo juegos y pasatiempos, ensayados e improvisados. Tirin apareció de pronto envuelto en una colección de trapos que había sacado del recipiente de recuperación y se paseó entre ellos representando el papel del Urrasti Pobre, el Mendigo, una de las palabras ióticas que habían aprendido en los cursos de historia.

—¡Dadme dinero!—gimoteaba agitando la mano bajo las narices de los otros—. ¡Dinero! ¡Dinero! ¿Por qué no me dais dinero? ¿Que no tenéis? ¡Embusteros! ¡Propietarios inmundos! ¡Aprovechados! Y toda esa comida, ¿cómo la obtuvisteis si no tenéis dinero? —Luego se ofreció en venta.— Comparadme, comparadme, por una nadita de dinero —decía con voz melosa.

—No es comparar, es comprar —le corrigió Rovab.

—Comparadme, comparadme, qué más da, mira, mira qué cuerpo tan hermoso, ¿no lo quieres? —canturreaba Tirin, contoneando las caderas esbeltas y pestañeando. Finalmente fue ejecutado en público con un cuchillo para pescado, y reapareció vestido con las ropas de siempre. Había entre ellos hábiles arpistas y excelentes cantores, y hubo música y baile en abundancia, pero sobre todo hubo conversación. Todos hablaban como si por la mañana fuesen a enmudecer de golpe.

A medida que la noche avanzaba los jóvenes amantes se alejaban para copular, en busca de las habitaciones privadas; otros se retiraban, soñolientos, a los dormitorios comunes; por fin quedó un grupo pequeño en medio de las tazas vacías, los huesos de pescado y los restos de pasteles, que tendrían que limpiar antes de que amaneciera. Pero aún faltaban horas para el amanecer. Conversaban. Y picoteaban un poco de aquí, un poco de allá, mientras conversaban. Bedap, Tirin y Shevek estaban allí, y otros dos muchachos, y tres chicas. Hablaron de la representación espacial del tiempo como ritmo, y de la relación entre las antiguas teorías de las armonías numéricas y la moderna física temporal. Hablaron del mejor estilo de natación a larga distancia. Se preguntaron si habían sido felices de niños. Se preguntaron qué era la felicidad.

—El sufrimiento es un malentendido —dijo Shevek, inclinando el torso hacia adelante, los ojos muy abiertos, luminosos. Seguía pareciendo un muchacho larguirucho, de manos grandes, orejas protuberantes y coyunturas angulosas, pero era hermoso, con la salud perfecta y el vigor de la primera juventud. Tenía, como los otros, el pelo de color castaño oscuro, lacio y fino, y lo llevaba muy largo, sujeto en la nuca por una cinta. Sólo uno de ellos, una chica de pómulos altos y nariz achatada, lo usaba de otra manera: se lo había cortado, y los cabellos oscuros eran como un casquete brillante alrededor de la cabeza. Observaba a Shevek con una mirada seria, insistente. Tenía grasa en los labios por los pastelillos que había comido, y una migaja en la barbilla.

—Existe —dijo Shevek abriendo las manos—. Es real. Quiero decir que es un malentendido, pero no pretendo decir que no exista, o que dejará de existir alguna vez. El sufrimiento es la condición propia de la vida. Y cuando sobreviene, uno lo reconoce. Lo reconoce como la verdad. Es bueno, desde luego, curar las enfermedades, prevenir el hambre y la injusticia, como lo hace el organismo social. Pero ninguna sociedad puede modificar la naturaleza de la existencia. No podemos evitar el sufrimiento. Este dolor y aquel dolor, sí, mas no el Dolor. Una sociedad sólo puede aliviar el sufrimiento social, el sufrimiento innecesario. El resto subsiste. La raíz, la realidad. Todos nosotros, los que estamos aquí, vamos a conocer el dolor; si vivimos cincuenta años, serán cincuenta años de dolor. Y al final moriremos. Esa es la condición en la que hemos nacido. ¡Me da miedo la vida! Hay momentos en que… en que me da mucho miedo. Toda felicidad parece trivial. Y sin embargo, me pregunto si en todo esto no hay un malentendido, en este querer correr en pos de la felicidad, en este miedo al dolor… Si en vez de temerlo y huir de él, uno pudiera ir más allá del dolor, trascenderlo. Porque hay algo más allá del dolor. El que sufre es el yo, y hay un lugar, un momento en que el yo… deja de ser. No sé cómo decirlo. Pero creo que la realidad, la verdad que reconozco en el sufrimiento y no en el consuelo y en la felicidad… que la realidad del dolor no es dolor. Si uno es capaz de ir más allá. De soportarlo hasta el fin.

—La realidad de nuestra vida está en el amor, en la solidaridad —dijo una chica alta, de mirada dulce—. El amor es la verdadera condición de la vida humana.

Bedap meneó la cabeza.

—No, Shev tiene razón —dijo—. El amor no es más que uno de los caminos, y puede desviarse, no llegar a la meta. El dolor nunca falla. Pero si es así, no podemos decidir que lo soportaremos. Lo soportaremos, lo queramos o no.

La muchacha de cabellos cortos sacudió la cabeza con vehemencia.

—Pero no, ¡no lo soportaremos! Uno de cada cien, uno de cada mil hace todo el camino, llega hasta el final. Los demás seguimos pretendiendo que somos felices, o nos idiotizamos. Sufrimos, sí, pero no lo bastante. Y de ese modo sufrimos en vano.

—¿Qué tenemos que hacer, entonces? —dijo Tirin—. ¿Martillearnos la cabeza una hora por día para estar seguros de que sufrimos bastante?

—Tú haces un culto del dolor —dijo otro—. Una meta odoniana no puede ser negativa, siempre es positiva. El sufrimiento no es funcional sino como advertencia física ante un peligro. Desde un punto de vista psicológico y social es meramente destructivo.

—¿Qué fue lo que impulsó a Odo sino una sensibilidad excepcional para el sufrimiento… el de ella misma y el de los demás? —replicó Bedap.

—¡Pero si el principio mismo de ayuda mutua es prevenir el sufrimiento!

Shevek, sentado sobre la mesa, balanceaba las largas piernas; tenía el rostro tenso y quieto.

—¿Habéis visto alguna vez morir a alguien? —les preguntó. Casi todos habían presenciado una muerte en un domicilio o en el hospital, durante un turno voluntario. Todos menos uno habían ayudado en una u otra ocasión a sepultar al muerto.

—Cuando yo estaba en el campamento del Sudeste había un hombre. Fue la primera vez que vi una cosa así. Hubo un desperfecto en el motor del coche aéreo, se estrelló al despegar y se incendió. Cuando lo sacaron estaba totalmente quemado. Vivió unas dos horas. No era posible salvarlo; no había ninguna razón para que viviera todo ese tiempo, nada que pudiera justificar esas dos horas. Estábamos allí, esperando a que un avión trajera anestésicos desde la costa. Yo me había quedado con él, junto con un par de chicas. Habíamos ido allí a cargar el aeroplano. No había un médico. Uno no podía hacer nada por él, salvo estar allí, acompañarlo. Había tenido una conmoción cerebral, pero estaba consciente. Los dolores eran atroces. No creo que supiera que tenía carbonizado el resto del cuerpo, lo sentía sobre todo en las manos. Y uno no podía ni acariciarlo para consolarlo, la piel y la carne se deshacían si uno las tocaba, y él aullaba de dolor. No se podía hacer nada por él. No había ayuda posible. Quizá supiera que estábamos allí, no lo sé. No éramos ninguna ayuda. No se podía hacer nada por él. Entonces comprendí… comprendí que no se puede hacer nada por nadie. No podemos salvarnos unos a otros. Ni tampoco a nosotros mismos.

—¿Qué nos queda, entonces? ¿El aislamiento y la desesperación? ¡Estás renegando de la fraternidad, Shevek! —gritó la muchacha alta.

—No… no, no reniego. Estoy tratando de decir lo que a mí entender es realmente la fraternidad. Empieza… empieza con el dolor compartido.

—¿Y dónde termina, entonces?

—No lo sé. Todavía no lo sé.

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