Shevek concluyó con alivio su carrera como turista. En Ieu Eun se iniciaba el nuevo período de clases: ahora podía dedicarse a vivir, y trabajar, en el Paraíso, en vez de contemplarlo desde afuera.
Se inscribió en dos seminarios y un curso Ubre de conferencias. No estaba obligado a enseñar, pero él preguntó si podía hacerlo, y la administración había organizado los seminarios. El curso libre no fue idea de él ni de ellos. Una delegación de estudiantes fue a solicitárselo. Shevek consintió en seguida. Así era cómo se organizaban los cursos en los centros anarresti de aprendizaje: a pedido de los estudiantes, o por decisión conjunta de los estudiantes y los profesores. Cuando descubrió que los administradores estaban alarmados, se echó a reír.
—¿Esperan acaso que los estudiantes no sean anarquistas? —dijo—. ¿Qué otra cosa pueden ser los jóvenes? ¡Cuando se está abajo, hay que organizarse de abajo para arriba!
No estaba dispuesto a aceptar que la administración le quitara el curso; ya antes había tenido que librar batallas parecidas. Transmitió esta firmeza a los estudiantes, y ellos se mantuvieron firmes. Los rectores de la Universidad cedieron al fin para evitar una publicidad molesta.
Shevek inició el curso ante una audiencia de dos mil personas. La asistencia pronto declinó. Shevek se limitaba estrictamente a la física, sin desviarse en ningún momento hacia lo personal o lo político, y era física de un nivel bastante avanzado. Aun así, varios centenares de estudiantes seguían concurriendo. Algunos iban por simple curiosidad, a ver al hombre de la Luna, otros atraídos por la personalidad de Shevek, lo que alcanzaban a vislumbrar del hombre y del libertario, aunque no comprendiesen matemáticas. Y un número sorprendente de ellos era capaz de comprender tanto la filosofía como las matemáticas.
Los estudiantes eran jóvenes de mentes bien entrenadas, despiertas y perspicaces. Cuando no estaban trabajando, descansaban. No tenían una docena de otras obligaciones que los embotaran y los distrajeran. Nunca se dormían de cansancio en clase porque la víspera hubieran estado ocupados en tareas rotativas. La sociedad los mantenía completamente libres de necesidades, distracciones y cuidados.
Lo que podían hacer, sin embargo, era harina de otro costal. Shevek tenía la impresión de que esa falta de obligaciones era directamente proporcional a la falta de iniciativa.
El sistema de exámenes, cuando se lo explicaron, lo descorazonó; no podía imaginar nada más nefasto para el deseo natural de aprender que este modo de proporcionar y exigir información. Al principio se negó a tomar exámenes y a poner notas, pero eso inquietó hasta tal extremo a los administradores que Shevek acabó cediendo, por cortesía. Pidió a sus alumnos que escribieran sobre cualquier problema de física que les interesara, y les dijo que les pondría a todos la calificación más alta, para que los burócratas tuvieran algo que anotar. Sorprendido, descubrió que muchos de los estudiantes se quejaban. Querían que él planteara los problemas, que hiciera las preguntas correctas; ellos no querían pensar en las preguntas; sólo escribir las respuestas que habían aprendido. Y algunos objetaban enérgicamente que les pusiera a todos la misma nota. ¿Cómo se diferenciarían entonces los estudiantes diligentes de los lerdos? ¿Qué sentido tenía trabajar con ahínco? Si no había distinciones competitivas, daba lo mismo no hacer absolutamente nada.
—Bueno, por supuesto —dijo Shevek, turbado—. Si no queréis hacer el trabajo, no tenéis por qué hacerlo.
Se marcharon corteses, pero no apaciguados. Eran muchachos simpáticos, de modales francos y afables. Las lecturas de Shevek sobre historia urrasti lo llevaron a la conclusión de que en el fondo, aunque la palabra se oía poco entonces, eran aristócratas. En los tiempos feudales la aristocracia había enviado a sus hijos a la Universidad, a la que reconocía como institución superior. Hoy ocurría a la inversa: la Universidad daba superioridad al hombre. Le dijeron a Shevek con orgullo que la competencia por las becas universitarias de Ieu Eun era cada año más estricta, lo que revelaba el carácter esencialmente democrático de la institución. Él respondió:
—Ustedes ponen otro candado en la puerta y lo llaman democracia. —Le gustaban sus alumnos, corteses e inteligentes, pero no sentía verdadero afecto por ninguno de ellos. Todos se preparaban para seguir carreras científicas, académicas o industriales, y lo que aprendían de él era un medio para ese fin, el éxito en tales carreras. Cualquier otra cosa que él pudiera ofrecerles, o bien ya la tenían, o le negaban toda importancia.
Se encontró, por lo tanto, con una única obligación, la de preparar sus tres clases; lo que le quedaba de tiempo podía utilizarlo como se le antojara. No había estado en una situación parecida desde los días de su primera juventud, los primeros años en el Instituto de Abbenay. Desde entonces su vida social y personal se había vuelto cada vez más "complicada y exigente. No sólo había sido un físico sino también un socio, un padre, un odoniano, y por último un reformador. Como tal, nunca había escapado, ni había esperado escapar a todos los problemas y cuidados que recaían sobre él. Nunca había tenido otra libertad que la de actuar. Aquí ocurría todo lo contrario. Lo mismo que todos los estudiantes y profesores, no tenía nada que hacer fuera del trabajo intelectual, literalmente nada. Les tendían las camas, les barrían los cuartos, les ahorraban las tareas rutinarias de la Universidad, les allanaban el camino. Y no había esposas, ni familias. Ni una sola mujer. A los estudiantes no se les permitía casarse. Los profesores casados vivían por lo general durante los cinco días semanales de clase en barrios para solteros dentro del campus, y sólo iban a casa los fines de semana. Nada que distrajera la atención. Ocio completo para trabajar; todos los materiales a mano; estímulo intelectual, discusiones, conversación cuando uno la necesitaba; ninguna presión. ¡Un verdadero paraíso! Pero Shevek se sentía incapaz de ponerse a trabajar.
Había algo que faltaba, en él, pensó, no en el lugar. No estaba preparado. No era lo bastante fuerte para aceptar lo que se le ofrecía con tanta generosidad. Se sentía seco y árido, como una planta del desierto, en este hermoso oasis. La vida en Anarres lo había marcado, le había cerrado la mente; las aguas de la vida manaban alrededor, y sin embargo él no podía beberías.
Se obligó a trabajar, pero tampoco en el trabajo se encontraba seguro. Parecía haber perdido la intuición que (de acuerdo con la opinión que tenía de sí mismo) constituía su principal ventaja sobre los otros físicos: la capacidad de descubrir dónde estaba el verdadero problema, la llave de acceso a lo interior, al centro. Aquí, parecía haber perdido el sentido de orientación. Trabajaba en los Laboratorios de Investigación de la Luz, leía mucho, y durante aquel verano y aquel otoño escribió tres trabajos: un medio año productivo, de acuerdo con las pautas normales. Pero él sabía que en realidad no había hecho nada.
En verdad, cuanto más tiempo vivía en Urras, menos real le parecía. Tenía la impresión de que se le escapaba de las manos, todo ese mundo vital, magnífico, inagotable que había visto desde las ventanas de su habitación, aquel primer día. Se le escapaba de las manos torpes, extrañas, lo eludía, y cuando volvía a mirar se encontraba con algo muy diferente, algo que no había querido, una especie de papel arrugado, envoltorios, basura.
Ganaba dinero por los trabajos que escribía. Ya tenía en una cuenta del Banco Nacional las 10.000 unidades monetarias internacionales del premio Seo Oen, y una subvención de 5.000 del gobierno ioti. Esa suma se veía ahora acrecentada por el sueldo de profesor y el dinero que le había pagado la prensa universitaria por las tres monografías. Al principio todo eso le pareció divertido, luego se sintió incómodo. No tenía por qué desechar como ridículo algo que allí era, al fin y al cabo, tremendamente importante. Intentó leer un texto elemental de economía; se aburrió a más no poder, era como escuchar a alguien que contaba y volvía a contar interminablemente un sueño largo y estúpido. No pudo obligarse a entender cómo funcionaban los bancos y todo lo demás, pues las operaciones del capitalismo eran para él tan absurdas como los ritos de una religión primitiva, tan bárbaras, tan elaboradas, tan innecesarias. En un sacrificio humano a una deidad podía haber al menos una belleza equívoca y terrible; en los ritos de los cambistas, en los que la codicia, la pereza y la envidia eran los únicos móviles de la conducta humana, aun lo terrible parecía trivial. Shevek observaba esta mezquindad monstruosa con desprecio, y sin interés. No admitía, no podía admitir, que en realidad lo asustaba.
Durante su segunda semana en A-Io, Saio Pae lo había llevado «de compras». Aunque no tenía intención de cortarse el pelo —que era, al fin y a cabo, parte de él— quería un traje y un par de zapatos de estilo urrasti. No deseaba, si podía evitarlo, llamar demasiado la atención. La sencillez de su traje viejo era decididamente ostentosa, y las blandas y toscas botas de desierto parecían en verdad muy extrañas comparadas con el fantástico calzado de los ioti. Pae lo llevó, pues, al Paseo Saemtenevia, la elegante calle de las tiendas de Nio Esseia, para que lo vistieran y lo calzaran.
La experiencia había sido tan sobrecogedora que trató de olvidarla lo más pronto posible; pero luego, durante meses, tuvo sueños, pesadillas. El Paseo Saemtenevia tenía dos millas de largo, y era una masa compacta de gente, tránsito, y cosas: cosas para comprar, cosas para vender. Gabanes, vestidos, togas, túnicas, pantalones, camisas, blusas, sombreros, zapatos, medias, bufandas, chales, chalecos, gorros, paraguas, ropas para dormir, para nadar, para jugar a diferentes juegos, para vestir en reuniones vespertinas, en fiestas nocturnas, en fiestas campestres, ropas para viajar, para ir al teatro, para montar a caballo, para trabajar en el jardín, para recibir invitados, para navegar, para cenar, para cazar; todas diferentes, todas en centenares de cortes, estilos, colores, texturas, materiales. Perfumes, relojes, lámparas, estatuas, cosméticos, velas, cuadros, cámaras fotográficas, juegos, floreros, sofás, teteras, rompecabezas, almohadas, muñecas, coladores, cojines, joyas, alfombras, mondadientes, calendarios, un sonajero para bebé de platino con mango de cristal de roca, una máquina sacapuntas eléctrica, un reloj-pulsera con numerales de diamante; estatuillas y recuerdos y bagatelas y mementos y chucherías y curiosidades, todas inservibles o adornadas de tal modo que no se podía saber para qué servían; acres de lujos, acres de excremento. En la primera manzana Shevek se había detenido a mirar un abrigo de piel moteada que ocupaba el centro de un escaparate resplandeciente de prendas de vestir y joyas.
—¿El abrigo cuesta 8.400 unidades? —preguntó con incredulidad, pues recientemente había leído en un periódico que el «salario vital» era de unas 2.000 unidades anuales.
—Oh, sí, es de piel auténtica, muy rara ahora que se protege a los animales —le había dicho Pae—. Bonito ¿no? Las mujeres adoran las pieles.
Una manzana más adelante Shevek se había sentido totalmente exhausto. No podía seguir mirando. Quería taparse los ojos.
Y lo más inaudito de esa calle pesadilla era que ninguno de los millones de objetos en venta se hacían allí. Allí sólo se vendían. ¿Dónde estaban los talleres, las fábricas, dónde estaban los granjeros, los artesanos, los mineros, los tejedores, los químicos, los tallistas, los tintoreros, los dibujantes, los maquinistas, dónde estaban las manos, la gente que hacía esas cosas? Fuera de la vista, en otra parte, detrás de muros. Toda la gente en todas las tiendas eran compradores o vendedores. No tenían otra relación con las cosas que la posesión.
Descubrió que ahora que le habían tomado las medidas podía encargar por teléfono cualquier ropa que necesitara, y resolvió no volver nunca a la calle pesadilla.
El equipo de ropa y los zapatos le fueron entregados al cabo de una semana. Se los puso y se miró al espejo de cuerpo entero de la alcoba. La sobria toga-casaca gris, la camisa blanca, los ahuchados pantalones negros, y los calcetines y los zapatos brillantes sentaban bien a la figura larga y delgada y los pies estrechos de Shevek. Tocó con el dedo la superficie de un zapato. Era el mismo material que cubría los sillones del otro cuarto, y que al tacto parecía piel; poco tiempo antes había preguntado qué era, y le habían dicho que era piel; la piel de un animal, cuero, lo llamaban. El contacto lo horrorizó, se enderezó, y se apartó del espejo, aunque no antes de haber reconocido que, ataviado de esa manera, el parecido con su madre Rulag era mayor que nunca.
Hubo una larga interrupción entre los cuatrimestres, a mediados del otoño. La mayoría de los estudiantes se marcharon de vacaciones. Shevek fue de excursión a las montañas del Meitei por algunos días con un grupo de estudiantes e investigadores del Laboratorio de la Luz, y luego volvió y pidió que le permitieran utilizar la gran computadora, que en los períodos de clases siempre estaba muy ocupada. Sin embargo, harto de una tarea que no conducía a ninguna parte, no trabajaba con mucho empeño. Dormía más de lo habitual, paseaba, leía y se decía que el problema consistía simplemente en que se había dado demasiada prisa; no es posible captar en pocos meses todo un mundo nuevo. Los prados y bosquecillos de la Universidad eran hermosos y agrestes, las hojas doradas centelleaban, arremolinadas en el lluvioso viento invernal, bajo un suave cielo gris. Shevek leyó otra vez las obras de los grandes poetas; ahora los comprendía cuando hablaban de las flores, y del vuelo de los pájaros, y del color de los bosques en el otoño. Y le deleitaba comprenderlos. Era agradable volver a la penumbra de la habitación, de una serena armonía de proporciones que nunca se cansaba de admirar. Se había acostumbrado a la belleza y la comodidad del cuarto, familiar ahora. También lo eran las caras que veía en la mesa redonda del comedor vespertino, los colegas, algunos más agradables y otros menos, pero todos ya familiares. Lo mismo le sucedía con la comida, tan abundante y variada, y que al comienzo lo había azorado. Los hombres que atendían la mesa sabían lo que necesitaba y le servían lo mismo que él se hubiera servido. Todavía no comía carne; la había probado, por cortesía y para demostrarse a sí mismo que no tenía prejuicios irracionales, pero su estómago tenía razones que la razón no conocía, y se había rebelado. Renunció al cabo de un par de intentos casi desastrosos, y continuó siendo vegetariano, aunque un vegetariano voraz. Disfrutaba enormemente de las comidas. Había aumentado tres o cuatro kilos desde que llegara a Urras; tostado por el sol de la montaña, descansado por las vacaciones, tenía ahora un aspecto excelente.
Era una figura llamativa cuando se levantó de la mesa en el gran salón comedor bajo el techo alto y sombrío de vigas desnudas, entre los cuadros y retratos que colgaban de las paredes artesonadas, las mesas resplandecientes a la llama de las bujías, la porcelana y la plata. Saludó a alguien en otra mesa y siguió caminando, con una expresión de tranquilo desapego. Desde el otro lado del salón, Chifoilisk lo vio, y fue detrás de él, alcanzándolo en la puerta.
—¿Tiene unos minutos libres, Shevek?
—Sí. ¿Mis habitaciones? —Se había acostumbrado al uso constante del posesivo, y ahora lo empleaba sin timidez.
Chifoilisk pareció titubear.
—¿Por qué no la Biblioteca? Está en el camino de usted, y yo quiero retirar un libro.
Cruzaron el patio hacia la Biblioteca de la Ciencia Noble —el antiguo nombre de la física, que aún se conservaba en Anarres, en ciertas acepciones— caminando lado a lado en la susurrante oscuridad. Chifoilisk abrió un paraguas, pero Shevek caminaba bajo la lluvia como los loti caminaban al sol, con deleite.
—Se va a empapar —refunfuñó Chifoilisk—. Tiene el pecho delicado ¿no? Le convendría cuidarse.
—Estoy muy bien —dijo Shevek, y sonrió mientras caminaba a través de la lluvia fina, refrescante—. Ese médico del gobierno, sabe, me dio un tratamiento, inhalaciones. Da resultado. Ya no toso. Le pedí al doctor que describiera por radio el procedimiento y las drogas al Sindicato de Iniciativas de Abbenay. Lo hizo. Parecía contento. Es bastante sencillo; puede aliviar mucho el dolor, la tos del polvo. ¿Por qué, por qué no antes? ¿Por qué no trabajamos juntos, Chifoilisk?
El thuviano soltó un breve quejido sardónico. Entraron en la sala de lectura de la Biblioteca. Bajo los dobles arcos de mármol, las naves de libros antiguos reposaban en una penumbra serena; las lámparas de Tas largas mesas de lectura eran sencillas esferas de alabastro. No había nadie más allí, pero un sirviente se apresuró a seguirlos para encender el fuego en la chimenea de mármol y comprobar que no necesitaban nada antes de retirarse otra vez. Chifoilisk se detuvo delante del hogar, observando cómo se alzaban las primeras llamas. Las cejas erizadas sobre los ojos diminutos, la cara tosca, cetrina, intelectual del físico, parecía más vieja que de costumbre.
—Quiero ser desagradable, Shevek —dijo con su voz áspera. Y añadió—: Nada inusitado en eso, supongo —una humildad que Shevek no había esperado en él.
—¿Qué pasa?
—Quiero saber si se da cuenta de lo que está haciendo.
Luego de una pausa Shevek dijo:
—Creo que sí.
—¿Se da cuenta, entonces, de que ha sido comprado?
—¿Comprado?
—Llámelo elegido por unanimidad, si lo prefiere. Escuche. Un hombre, por muy inteligente que sea, no puede ver lo que no sabe ver. ¿Cómo va a comprender la situación de usted, aquí, en una economía capitalista, en un Estado plutócrata-oligárquico? ¿Cómo puede verlo viniendo como viene de una pequeña comuna de idealistas hambrientos allá en el cielo?
—Chifoilisk, no quedan muchos idealistas en Anarres, se lo aseguro. Los Colonizadores eran idealistas, sí, al abandonar este mundo por nuestros desiertos. ¡Pero eso fue hace siete generaciones! Nuestra sociedad es práctica. Tal vez demasiado práctica, demasiado preocupada por la mera supervivencia. ¿Qué tiene de idealista la cooperación social, la ayuda mutua, cuando no hay otro medio de sobrevivir?
—No puedo discutir con usted los valores del odonianismo, aunque estuve tentado a menudo. Algo conozco al respecto, sabe. Nosotros, en mi país, estamos mucho más cerca del odonianismo que esta gente. Somos productos del mismo gran movimiento revolucionario del siglo octavo; somos socialistas, como ustedes.
—Pero ustedes son uranistas. El Estado de Thu es aún más centralizado que el de A-Io. Una única estructura de poder maneja todo, el gobierno, la administración, la policía, el ejército, la educación, las leyes, el comercio, las manufacturas. Y tienen además una economía monetaria.
—Una economía monetaria basada en el principio de que a todo trabajador se le paga lo que merece, por el valor de su trabajo… ¡no por capitalistas a quienes está obligado a servir, sino por el Estado del que es miembro!
—¿Es el trabajador quien establece el valor de lo que hace?
—¿Por qué no va a Thu, a ver cómo funciona el verdadero socialismo?
—Sé cómo funciona el verdadero socialismo —respondió Shevek—. Podría decírselo a usted, pero el gobierno de ustedes, en Thu, ¿me permitiría explicarlo?
Chifoilisk pateó un leño, que aún no se había encendido. Miraba atentamente el fuego y tenía una expresión de amargura, con las líneas entre la nariz y las comisuras de los labios profundamente marcadas. No respondió a la pregunta de Shevek. Dijo por último:
—No quiero hablar con usted como si jugáramos a algo. No tiene sentido; no lo haré. Lo que tengo que preguntarle es ¿iría usted a Thu?
—No ahora, Chifoilisk.
—Pero, ¿qué puede usted hacer… aquí?
—Mi trabajo. Y además, aquí estoy cerca de la sede del Consejo de Gobiernos Mundiales…
—¿El CGM? ¡Hace treinta años que A-Io se lo metió en los bolsillos! ¡ No cuente con ellos para que lo salven!
Una pausa.
—¿Estoy en peligro, entonces?
—¿Ni siquiera de eso se había dado cuenta?
Otra pausa.
—¿Contra quién me está usted poniendo en guardia? —preguntó Shevek.
—Contra Pae, en primer lugar.
—Oh, sí, Pae. —Shevek apoyó las manos sobre el elegante manto de la chimenea, taraceado en oro—. Pae es un físico excelente. Y muy servicial. Pero no confío en él.
—¿Por qué no?
—Bueno… es evasivo.
—Sí. Un certero juicio psicológico. Pero Pae no es peligroso para usted porque sea personalmente escurridizo, Shevek. Es peligroso para usted porque es un agente leal, ambicioso, del gobierno ioti. Informa sobre usted, y sobre mí, regularmente, al Departamento de Seguridad Nacional, la policía secreta. No lo subestimo a usted, Dios lo sabe, pero no se da cuenta, ese hábito de usted de tratar a todo el mundo como personas, como individuos, es inútil aquí, no sirve. Tiene que entender qué clase de poderes hay detrás de los individuos.
Mientras Chifoilisk hablaba, la postura natural, relajada, de Shevek Se había endurecido; ahora estaba en pie, tieso, como Chifoilisk, mirando el fuego.
—¿Cómo sabe eso de Pae? —preguntó.
—Por el mismo conducto por el que sé que en la habitación de usted hay un micrófono escondido, lo mismo que en la mía. Porque es mi oficio saberlo.
—¿También usted es un agente del gobierno?
El semblante de Chifoilisk se ensombreció; de pronto, volviéndose hacia Shevek, habló en voz baja y con odio:
—Sí —dijo—, también yo, por supuesto. No estaría aquí si no lo fuese. Todo el mundo lo sabe. Mi gobierno sólo manda al extranjero a aquellos en quienes puede confiar. ¡Y pueden confiar en mí! Porque yo no he sido comprado, como todos esos malditos, esos ricos profesores ioti. Creo en mi gobierno y en mi país. Tengo fe en ellos. —Chifoilisk hablaba con esfuerzo, como atormentado—. ¡Mire alrededor, Shevek! Parece usted un niño entre rufianes. Son buenos con usted, le dan una habitación agradable, conferencias, alumnos, dinero, lo llevan a visitar castillos, fábricas modelo, aldeas encantadoras. ¡Todo lo mejor! ¡Todo hermoso, maravilloso! Pero ¿por qué? ¿Por qué lo traen aquí desde la Luna, lo ensalzan, le imprimen los libros, lo mantienen tan abrigado, tan a salvo en las salas de lectura y en los laboratorios y en las bibliotecas? ¿Cree que lo hacen por motivos científicos, desinteresados, por amor fraternal? ¡Esta es una economía utilitaria, Shevek!
—Lo sé. Vine a negociar con ella.
—¿Negociar… qué? ¿Para qué?
El rostro de Shevek tenía ahora la misma expresión fría, grave que había tenido cuando se alejara de la Fortaleza, en Drio.
—Usted sabe lo que yo quiero, Chifoilisk. Quiero que mi pueblo salga del exilio. Vine aquí porque no creo que ustedes quieran eso en Thu. Ustedes, allí, nos tienen miedo. Temen que traigamos de vuelta la revolución, la antigua, la verdadera, la revolución por la justicia que ustedes comenzaron y abandonaron a mitad de camino. Aquí en A-Io me temen menos porque se han olvidado de la revolución. No creen más en ella. Piensan que si la gente posee muchas cosas se contentará con vivir en una cárcel. Pero yo no acepto eso. Quiero derribar los muros. Quiero solidaridad, solidaridad humana. Quiero libre intercambio entre Urras y Anarres. Luché por ello como pude en Anarres, y ahora lucho por ello como puedo en Urras. Allí, actuaba. Aquí, negocio.
—¿Con qué?
—Oh, usted lo sabe, Chifoilisk —dijo Shevek en voz baja, con timidez—. Usted sabe qué quieren de mí.
—Sí, lo sé, pero ignoraba que usted lo supiese —dijo el thuviano, también por lo bajo; la voz áspera se convirtió en un murmullo más áspero, todo aire y consonantes fricativas—. ¿La tiene, entonces… la Teoría Temporal General?
Shevek lo miró, tal vez con una pizca de ironía.
Chifoilisk insistió:
—¿Existe, por escrito?
Shevek lo siguió mirando un momento, y luego respondió directamente:
—No.
—¡Me alegro!
—¿Porqué?
—Porque si existiera, ellos ya la tendrían.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que ha oído. Escuche, ¿no fue Odo quien dijo que donde hay propiedad hay robo?
—«Para hacer un ladrón, haz un propietario; para que haya crímenes, haz leyes.» El Organismo Social.
—Perfecto. ¡Donde hay papeles en cuartos cerrados con llave, hay gente que tiene llaves de los cuartos!
Shevek se estremeció.
—Sí —dijo tras una pausa—, es muy desagradable.
—Para usted. No para mí. Yo no tengo como usted los escrúpulos de una moral individualista. Sé que no tiene redactada, por escrito, la teoría. Si pensara que la tiene, habría intentado conseguirla, de cualquier modo, por la persuasión, el robo, la fuerza si pensara que podríamos secuestrarlo a usted sin desencadenar una guerra con A-Io. Cualquier cosa, para impedir que caiga en poder de estos gordos capitalistas ioti y ponerla en manos de la Junta de Gobierno de mi país. Porque la causa más noble que podré servir jamás es la fuerza y el bienestar de mi patria.
—Está mintiendo —replicó Shevek pacíficamente—. Creo que es usted un patriota, sí. Pero por encima del patriotismo pone el respeto a la verdad, la verdad científica, y acaso también la lealtad a las personas, como individuos. Usted no me traicionaría.
—Lo haría si pudiese —dijo Chifoilisk con vehemencia salvaje. Empezó a hablar otra vez, se interrumpió, y dijo finalmente con colérica resignación—: Piense lo que quiera. Yo no puedo abrirle los ojos. Pero recuerde, lo queremos con nosotros. Si a la larga se da cuenta de lo que pasa aquí, vaya a Thu. ¡Escogió a la gente menos apropiada para tratar de convertirla en hermanos! Y si… no tengo por qué decírselo. Pero no importa. Si no va a Thu, si no acude a nosotros, al menos no entregue la Teoría a los ioti. ¡No les dé nada a los usureros! Váyase. Vuelva a Anarres. ¡Dele a los suyos lo que tiene que dar!
—Ellos no la quieren —dijo Shevek, sin expresión—. ¿Cree que no lo intenté?
Cuatro o cinco días más tarde, al preguntar por Chifoilisk, Shevek se enteró de que había regresado a Thu.
—¿Definitivamente? No me dijo que estaba por marcharse.
—Un thuviano nunca sabe cuándo va a recibir una orden de su gobierno —dijo Pae, pues naturalmente fue Pae quien informó a Shevek—. Sólo sabe que cuando le llega, lo mejor que puede hacer es volar. Y no detenerse a juntar florcillas por el camino. ¡Pobre Chif! Me pregunto qué error habrá cometido.
Shevek iba una o dos veces por semana a ver a Atro en la simpática casita en que vivía en los lindes de la Universidad, atendido por un par de sirvientes tan viejos como él. Ya casi octogenario, Atro era, como él mismo decía, un monumento a un físico de primer orden. Aunque la obra de su vida no había caído en el vacío, como en el caso de Gvarab, Atro había alcanzado con los años algo de ese mismo desinterés característico. El interés que mostraba por Shevek, al menos, parecía ser enteramente personal, un interés de camarada. Había sido el primer físico secuencial que adoptara las ideas de Shevek para la comprensión del tiempo. Había luchado, con las armas de Shevek, por las teorías de Shevek, contra todo el aparato burocrático de la respetabilidad científica, y la batalla había continuado durante varios años antes que se publicara la versión íntegra de los Principios de la Simultaneidad con la consiguiente y casi inmediata victoria de los simultaneístas. Esa batalla había sido el punto culminante de la vida de Atro. El nunca hubiera luchado por menos que la verdad, pero más que la verdad, era la lucha lo que le había fascinado.
La genealogía de Atro se remontaba a cien mil años atrás, a través de generales, princesas, grandes terratenientes. La familia era dueña de siete mil acres y catorce aldeas en la provincia de Sie, la región más rural de A-Io. Atro empleaba giros de lenguaje provincianos, arcaísmos a los que se aferraba con orgullo. Las riquezas no le impresionaban, y de los gobernantes del país decía que eran «demagogos y políticos trepadores». Nadie podía comprar su respeto. No obstante, lo concedía, generosamente, a cualquier imbécil que tuviese lo que él llamaba «un buen apellido». En algunos aspectos, era totalmente incomprensible para Shevek; un enigma: el aristócrata. Y sin embargo despreciaba realmente el poder y el dinero, y Shevek se sentía más cerca de él que de cualquier otra persona de las que había conocido en Urras.
Una vez, cuando estaban sentados conversando en el porche de vidrio donde Atro cultivaba toda clase de flores exóticas y fuera de estación, el urrasti empleó en un momento la frase «nosotros los cetianos». Shevek lo interrumpió vivamente:
—«Cetianos»… ¿no es una palabra chicharrera?
«Chicharrera», en la jerga vulgar, significaba la prensa popular, los periódicos, la radio y la televisión, la literatura barata manufacturada para la población trabajadora urbana.
—¡Chicharrera! —repitió Atro—. Pero mi querido amigo, ¿dónde diablos aprende usted esas expresiones? Lo que yo entiendo por «cetianos* es precisamente lo que entienden los redactores de la prensa diaria y el público que los lee moviendo los labios. ¡Urras y Anarres!
—Me sorprendió oírle una palabra extranjera… una palabra no-cetiana en realidad.
—Definición por exclusión —rebatió el viejo con regocijo—. Cien años atrás no necesitábamos esa palabra. Bastaba con «humanidad». Pero hace unos sesenta años las cosas cambiaron. Yo tenía diecisiete, era un hermoso día de sol de principios de verano. Lo recuerdo muy vividamente. Estaba adiestrando mi caballo, y mi hermana mayor gritó por la ventana: «¡Por la radio están hablando con alguien del espacio exterior!» Mi pobre madre querida pensó que estábamos todos condenados; diablos extraños, usted sabe. Pero eran sólo los hainianos, cacareando sobre la paz y la fraternidad. Y bueno, hoy, «humanidad» es un término demasiado amplio. ¿Qué define la fraternidad sino la no-fraternidad? ¡Definición por exclusión, querido mío! Usted y yo somos parientes. Los antepasados de usted probablemente cuidaban cabras en las montañas mientras los míos oprimían siervos en Sie, unos siglos atrás; pero somos miembros de la misma familia. Para saberlo, basta conocer a un verdadero extraño, oírlo hablar. Un ser de otro sistema planetario. Un hombre, así llamado, que no tiene nada en común con nosotros excepto la práctica disposición de dos piernas, dos brazos, ¡y una cabeza con alguna especie de cerebro dentro!
—Pero los hainianos no han demostrado que somos…
—Todos de origen extraño, retoños de colonizadores interestelares hainianos, medio millón de años atrás, o un millón, o dos o tres millones; sí, lo sé, ¡Demostrado! ¡Por el Número Primigenio, Shevek, habla como un seminarista novicio! ¿Cómo se puede hablar con seriedad de pruebas históricas, luego de tanto tiempo? Estos hainianos juegan con los milenios como si fueran pelotas, pero es puro malabarismo. ¡Pruebas, realmente! La religión de mis antepasados me informa, con idéntica autoridad, que desciendo de Pinra Od, a quien Dios expulsó del Jardín porque se atrevió a contarse los dedos de las manos y los pies, hasta sumar veinte, y dejar así el Tiempo suelto por el Mundo. ¡Prefiero este cuento, si tengo que elegir, al de los extraños!
Shevek reía a carcajadas. Le encantaba el humor de Atro. Pero el viejo estaba serio. Palmeó el brazo de Shevek y enarcando las cejas y mascullando, conmovido, dijo al fin:
—Espero que usted sienta lo mismo, querido mío. Lo espero de veras. Hay muchas cosas admirables, no lo dudo, en la sociedad de ustedes, pero no se les enseña a discriminar, lo que es en definitiva lo mejor que la civilización puede darnos. No quiero que esos extraños malditos lo atrapen por esas ideas que usted tiene, de fraternidad y mutualismo y todo eso. Lo inundarán con ríos de «humanidad común» y «ligas de los mundos» y toda esa cháchara, y yo detestaría ver que usted la acepta. La ley de la existencia es la lucha, la competencia, la eliminación del débil, una guerra sin cuartel. Y yo quiero que sobrevivan los mejores. La humanidad que yo conozco. Los cetianos. Usted y yo: Urras y Anarres. Ahora les llevamos la delantera, a todos esos hainianos, y terranos o como quiera que se llamen, y tenemos que conservar nuestro puesto. Ellos nos dieron la propulsión interastral, es verdad, pero ahora estamos construyendo naves mejores que las de ellos. Cuando se decida a dar a conocer la teoría de usted, espero seriamente que piense en el deber que tiene para con los suyos, los de su misma especie. En lo que significa la lealtad, y a quién se la debe.
Las lágrimas fáciles de la edad senil humedecieron los ojos casi ciegos de Atro. Shevek apoyó una mano en el brazo del viejo, una mano tranquilizadora, pero no dijo nada.
—La tendrán, por supuesto. Finalmente la tendrán. Y es natural que así sea. La verdad científica saldrá a la luz; no es posible ocultar el sol debajo de una piedra. ¡Pero antes que la consigan, quiero que paguen! Quiero que ocupemos el lugar que nos corresponde. Quiero respeto: y eso es lo que usted puede conquistar para nosotros. La transimultaneidad… si la conseguimos, el impulso interastral de ellos no tendrá más valor que un saco de habas. No es el dinero lo que me importa, usted lo sabe. Quiero que se reconozca la superioridad de la ciencia cetiana, la superioridad de la mente cetiana. Si ha de haber algún día una civilización interastral, ¡por Dios, no quiero que los de mi raza sean entonces miembros de una casta inferior! Tendremos que llegar, como hombres de la alta nobleza, con un gran regalo en nuestras manos… así tendría que ser. Bueno, bueno, me acaloro a veces hablando de estas cosas. A propósito, ¿qué tal anda el libro de usted?
—He estado trabajando con la hipótesis gravitatoria de Skask. Tengo la impresión de que Skask se equivoca cuando sólo utiliza ecuaciones diferenciales parciales.
—Pero el último trabajo que usted escribió era sobre la gravedad. ¿Cuándo se va a dedicar a la cosa real?
—Usted sabe que para nosotros, los odonianos, los medios son el fin —dijo Shevek con ligereza—. Además, no puedo representar una teoría del tiempo que omita la gravedad, ¿no es así?
—¿Quiere decir que nos la está dando con cuentagotas? —preguntó Atro con suspicacia—. Eso sí que no se me había ocurrido. Me convendría releer ese último trabajo. Había partes que no tenían mucho sentido para mí. Se me cansan tanto los ojos estos días. Creo que algo anda mal en esa cosa maldita, en esa lupa-proyector que necesito para leer. Tengo la impresión cíe que ya no proyecta claramente las palabras.
Shevek miró al anciano con afecto y compunción, pero no le dijo nada más acerca de su propia teoría.
A Shevek le llegaban cada día invitaciones a recepciones, homenajes, inauguraciones y otras cosas por el estilo. Asistía a veces, porque había venido a Urras con una misión y debía tratar de cumplirla: tenía que imponer la idea de fraternidad, tenía que encarnar, en su persona, la solidaridad de los Dos Mundos. Hablaba, y la gente lo escuchaba, y decía:
—Qué gran verdad.
Se preguntaba por qué el gobierno no le impedía que hablase. Chifoilisk tenía que haber exagerado, para sus propios fines, la magnitud del control y la censura. Hablaba, hablaba de anarquismo puro, y nadie se lo impedía. ¿Pero necesitaban acaso hacerlo callar? Tenía la impresión de que siempre, cada vez, hablaba para el mismo público: bien vestido, bien alimentado, bien educado, sonriente.
¿Era la única clase de público que había en Urras?
—Es el dolor lo que une a los hombres —decía Shevek en pie delante de ellos, y ellos asentían y decían:
—Qué gran verdad.
Empezó a odiarlos, y cuando se dio cuenta, dejó bruscamente de aceptar invitaciones.
Pero eso equivalía a aceptar el fracaso y a que se sintiera más solo. No estaba haciendo lo que había venido hacer. No eran ellos quienes lo aislaban, se decía; era él, como siempre, quien se había aislado de ellos.
En el comedor de los Decanos dijo una noche, en la mesa:
—Yo no sé cómo viven ustedes, aquí. Veo las casas particulares, desde fuera. Pero desde dentro, sólo conozco la vida pública de ustedes… salas de reuniones, refectorios, laboratorios.
Al día siguiente Oiie le preguntó, no sin cierto empaque, si en el próximo fin de semana querría ir a cenar y a pasar la noche fuera, en casa de Oiie.
La casa estaba en Amoeno, una aldea a pocas millas de Ieu Eun, y era, de acuerdo con los cánones urrasti, una modesta vivienda de clase media, quizá más antigua que la mayoría. Era una casa de piedra, construida unos trescientos años atrás, de habitaciones artesonadas. El arco doble que caracterizaba a la arquitectura ioti aparecía en los marcos de las ventanas y las puertas. A Shevek le agradó, ya a primera vista, la relativa ausencia de muebles: con aquellos grandes espacios de suelo minuciosamente pulido, las habitaciones parecían austeras, espaciosas. Siempre se había sentido incómodo en medio de los decorados y enseres extravagantes de los edificios públicos en que se celebraban las recepciones, los homenajes y los otros actos. Los urrasti tenían buen gusto, pero contaminado a menudo por un impulso exhibicionista: la ostentación de lo caro. El origen natural, estético del deseo de tener cosas estaba enmascarado y pervertido por compulsiones económicas y competitivas, compulsiones que limitaban a su vez la calidad de los objetos: todo no era más que una especie de despilfarro mecánico. Aquí, en cambio, había gracia, la gracia de la austeridad.
Un criado recogió los abrigos en la entrada. La esposa de Oiie acudió a saludar a Shevek desde la cocina del subsuelo, donde había estado instruyendo a la cocinera.
Mientras conversaban antes de la cena, Shevek reparó de pronto que le hablaba a ella casi exclusivamente, con una cordialidad y un deseo de agradar que a él mismo le sorprendió. ¡Pero era tan bueno hablar otra vez con una mujer! No le sorprendía que se hubiera sentido aislado, viviendo una existencia artificial, entre hombres, siempre hombres, sin la tensión y la atracción de la diferencia sexual. Y Sewa Oiie era atractiva. Observándole las líneas delicadas de las sienes y la nuca, Shevek se dijo que la moda urrasti de rasurar las cabezas de las mujeres no le parecía tan criticable como al principio. Sewa era reservada, más bien tímida; Shevek trató de que se sintiera a gusto con él, y veía, encantado, que al parecer estaba consiguiéndolo.
Pasaron a cenar y en la mesa se les unieron dos niños. Sewa Oiie se disculpó:
—Ya no es posible conseguir una niñera decente en este país —dijo. Shevek asintió, sin saber qué era una niñera. Estaba observando a los dos chiquillos, con el mismo alivio, con el mismo deleite. No había visto casi a ningún niño desde que partiera de Anarres.
Eran niños muy limpios, muy juiciosos, que hablaban cuando se les hablaba, vestidos con casacas de terciopelo azul y pantalones abuchonados. Observaban a Shevek con una mezcla de temor y de respeto, como a una criatura del Espacio Exterior. El de nueve años era severo con el de siete, le cuchicheaba al oído que no mirase, pellizcándolo sin piedad. El pequeño contestaba con otros pellizcos y trataba de patearlo por debajo de la mesa. El principio de autoridad no parecía aún muy firme en la mente del niño.
Oiie era otro hombre en su casa. Ya no tenía aquella mirada furtiva, y no arrastraba las palabras al hablar. La familia lo trataba con respeto, pero ese respeto era recíproco. A Shevek, que había escuchado muchas de las opiniones de Oiie sobre las mujeres, le sorprendió ver cómo trataba a Sewa: con cortesía, hasta con delicadeza. Esto es caballerosidad, pensó, una palabra que había aprendido recientemente, pero pronto decidió que era algo más. Oiie quería a su mujer y confiaba en ella. Se comportaba con ella y con los niños casi como si fuera un anarresti. A decir verdad, se le reveló entonces como un hombre sencillo, fraternal, un hombre libre.
A Shevek se le ocurrió luego que era una libertad de alcance muy limitado, un núcleo familiar pequeño, pero se sentía tanto más a gusto, tanto más libre él mismo, que no tenía ganas de ponerse a criticar.
En una pausa de la conversación, el niño más pequeño dijo con su vocecita clara:
—El señor Shevek no tiene muy buenos modales.
—¿Por qué no? —preguntó Shevek antes que la mujer de Oiie pudiera reprender al niño—. ¿Qué he hecho?
—No dijo gracias.
—¿Gracias por qué?
—Cuando yo le pasé el plato de los encurtidos.
—¡Ini!¡ Cállate!
¡Sadik! ¡No seas egotista! El tono era exactamente el mismo.
—Creía que estabas compartiéndolos conmigo. ¿Eran un regalo? Nosotros sólo damos las gracias por los regalos, en mi país. Las demás cosas las compartimos sin palabras, ¿te das cuenta? ¿Quieres que te devuelva los encurtidos?
—No, no me gustan —dijo el niño mirando a Shevek a la cara, con ojos negros y luminosos.
—Así es mucho más fácil compartirlos —dijo Shevek. El niño mayor se retorcía de deseos contenidos de pellizcar a Ini, pero Ini rió, mostrando los dientes pequeños y blancos. Al cabo de un rato, en otra pausa, dijo en voz baja, inclinándose hacia Shevek:
—¿Le gustaría ver mí nutria?
—Sí.
—Está en el jardín de atrás. Mamá la puso allí porque pensó que a usted podía molestarle. A algunas personas grandes no les gustan los animales.
—A mí me gusta mucho verlos. En mi país no hay animales.
—¿No? —dijo el chico mayor, abriendo los grandes ojos—. ¡Papá! ¡El señor Shevek dice que ellos no tienen animales!
También Ini miraba con ojos muy abiertos.
—¿Pero qué tienen?
—Gente. Peces. Gusanos. Y árboles holum.
—¿Qué son árboles holum?
La conversación continuó así durante media hora. Era la primera vez que a Shevek le pedían, en Urras, que hablara de Anarres. Los niños hacían las preguntas, pero los padres escuchaban con interés. Shevek eludió la cuestión ética con ciertos escrúpulos: no estaba allí para hacer proselitismo con los hijos de los anfitriones. Les explicó con palabras sencillas cómo era La Polvareda, qué aspecto tenía Abbenay, cómo se vestían, qué hacía la gente cuando necesitaba ropa, qué hacían los niños en la escuela. Este último tema, pese a él mismo, se convirtió en propaganda. Ini y Aevi escucharon fascinados la descripción de un programa de estudios que incluía agricultura, carpintería, recuperación de aguas servidas, imprenta.
Plomería, reparación de caminos, dramaturgia, y todas las demás ocupaciones de la comunidad adulta, y la declaración de Shevek de que nunca se castigaba a nadie, por ningún motivo.
—Aunque a veces —dijo— te dejan solo un rato.
—Pero —dijo Oiie abruptamente, como si la pregunta, largo tiempo contenida, estallara de pronto ahora— ¿qué mantiene el orden entre la gente? ¿Por qué no roban, por qué no se matan unos a otros?
—Nadie tiene nada que se pueda robar. Si uno necesita cosas las va a buscar a los almacenes. En cuanto a la violencia, bueno, no sé, Oiie. ¿Usted me asesinaría, normalmente? Y si quisiera hacerlo, ¿se lo impediría acaso una ley contra el asesinato? No hay nada menos eficaz que la coerción para obtener orden.
—Está bien, ¿pero cómo consiguen que la gente haga los trabajos sucios?
—¿Qué trabajos sucios? —preguntó la esposa de Oiie, sin entender.
—Recolectar basuras, sepultar a los muertos —dijo Oiie.
—Extraer el mercurio de las minas —añadió Shevek, y casi dijo: la reelaboración de los excrementos, pero se acordó del tabú ioti a propósito de las cuestiones escatológicas. Había reflexionado, ya desde los primeros días de su estancia en Urras, que los urrasti vivían entre montañas de desperdicios, pero no mencionaban nunca los excrementos.
—Bueno, todos colaboramos. Pero nadie tiene que trabajar en eso, durante mucho tiempo, a menos que le guste. Un día de cada diez el comité que administra la comunidad o el comité vecinal o quienquiera que lo necesite, puede pedirle a uno que ayude en esos trabajos, en turnos rotativos. Además, en las ocupaciones desagradables, o peligrosas, como las minas o las fábricas de mercurio, nadie trabaja por lo común más de medio año.
—Pero entonces todo el personal ha de estar constituido por simples aprendices.
—Sí. No es eficiente, ¿pero qué otra cosa se puede hacer? No se puede pedir a un hombre que trabaje en un oficio que lo dejará inválido, o que lo matará en pocos años. ¿Por qué tendría que hacerlo?
—¿Puede negarse a obedecer?
—No es una orden, Oiie. El hombre va a la Divtrab, la oficina de división del trabajo, y dice: «Quiero hacer esto y aquello, ¿qué tenéis para mí?» Y ellos le dicen dónde hay trabajo.
—Pero entonces, ¿por qué hacen los trabajos sucios? ¿Por qué aceptan esa tarea rotativa cada diez días?
—Porque trabajan juntos. Y por otras razones. La vida en Anarres no es rica, como aquí, usted sabe. En las comunidades pequeñas no es muy entretenida, y en cambio hay muchísimo trabajo pendiente. Y si uno trabaja la mayor parte del tiempo en un telar-mecánico, es agradable ir cada diez días a las afueras e instalar una cañería o arar un campo, con un grupo de gente diferente… Y hay un desafío implícito, además. Aquí, ustedes piensan que el incentivo del trabajo es la economía, la necesidad de dinero o el deseo de acumular riqueza, pero donde no existe el dinero los motivos reales son más claros, tal vez. A la gente le gusta hacer cosas. Le gusta hacerlas bien. La gente hace los trabajos peligrosos, difíciles. Y se siente orgullosa, puede… mostrarse egotista, decimos nosotros… ¿jactarse? ante los más débiles. ¡Eh, mirad, amiguitos, mirad cuan fuerte soy! ¿Se da cuenta? Les gusta hacer las cosas bien… Pero la cuestión de fondo es los fines y los medios. En última instancia, el trabajo se hace por el trabajo mismo. Es el placer duradero de la vida. La conciencia, la conciencia íntima lo sabe. Y también la conciencia social, la opinión del prójimo. No hay ninguna otra recompensa, en Anarres, ninguna otra ley. Eso es todo. Y en esas condiciones la opinión del prójimo llega a ser una fuerza muy poderosa.
—¿No hay nadie, nunca, que la desafíe?
—Quizá no bastante a menudo —dijo Shevek.
—¿Todos, entonces, trabajan con ahínco? —preguntó la esposa de Oiie—. ¿Qué ocurre si un hombre se niega a cooperar?
—Bueno, se va a otra parte. Los otros se cansan de él, sabe. Se burlan de él, o lo tratan con rudeza, lo hostigan; en una comunidad pequeña llegan a quitarlo de la lista de comensales, y entonces tiene que cocinar y comer a solas, y se siente humillado. Entonces se muda a otro sitio, y allí se queda por algún tiempo, y tal vez vuelve a mudarse. Algunos lo hacen durante toda la vida. Nuchnibi, se les llama. Yo soy una especie de nuchnib. Estoy aquí eludiendo el trabajo que me asignaron. Me mudé más lejos que la mayoría.
Shevek hablaba tranquilamente; si había amargura en su voz, no era discernible para los niños, ni explicable para los adultos. Pero todos callaron un momento.
—No sé quién hace aquí los trabajos sucios —dijo Shevek al fin—. Nunca he visto que nadie los hiciera. Es extraño. ¿Quiénes los hacen? ¿Por qué los hacen? ¿Están mejor pagados?
—Los trabajos peligrosos, algunas veces. Los simplemente bajos, no. Menos.
—¿Por qué los hacen, entonces?
—Porque una paga baja es mejor que ninguna —dijo Oiie, y en un tono de claro resentimiento, Sewa Oiie empezó a hablar nerviosamente para cambiar de tema, pero él continuó—: Mi abuelo era portero. Durante cuarenta años fregó pisos y cambió sábanas sucias en un hotel. Diez horas diarias, seis días a la semana. Lo hacía para que él y su familia pudieran comer.
Oiie se interrumpió bruscamente y observó a Shevek por el rabillo del ojo, con la vieja mirada furtiva, recelosa y luego, casi con desafío, a su mujer. Ella sonrió y dijo con una voz nerviosa, infantil:
—El padre de Demacre fue un verdadero triunfador. Era dueño de cuatro compañías cuando murió. —Tenía la sonrisa de una persona angustiada, y apretaba con fuerza, una contra otra, las manos gráciles, morenas.
—No creo que haya hombres triunfadores en Anarres —dijo Oiie con marcado sarcasmo. En ese momento entró la cocinera para cambiar los platos, y Oiie se interrumpió. El pequeño Ini dijo entonces, como si supiera que la conversación seria no se iba a reanudar mientras permaneciera allí la criada:
—Mamá, ¿puedo mostrarle mi nutria al señor Shevek, cuando terminemos de cenar?
Cuando volvieron a la sala, le permitieron a Ini ir en busca del animalito: un cachorro de nutria terrestre, un animal común en Urras. Habían sido adiestrados, explicó Oiie, desde tiempos prehistóricos, en un principio para que recogieran la pesca, más tarde como animales domésticos. Era una criatura de patas cortas, lomo arqueado y flexible, piel lustrosa y de color castaño. Shevek no había visto nunca a un animal tan de cerca, fuera de una jaula; y la nutria parecía tener más miedo de él que él de ella. Los dientes blancos, aguzados, eran impresionantes. Shevek extendió la mano con cautela para acariciarla, como se lo pedía Ini. La nutria se sentó sobre las ancas y lo miró de frente. Tenía ojos oscuros, con motas de oro, inteligentes, curiosos, inocentes.
—Ammar —murmuró Shevek, cautivado por aquella mirada a través del abismo del ser—, hermano.
La nutria gruñó, se irguió en cuatro patas y examinó con interés los zapatos de Shevek.
—Usted le cae bien… —dijo Ini.
—Ella me cae bien a mí —replicó Shevek, con cierta tristeza.
Cada vez que veía un animal, el vuelo de los pájaros, el esplendor de los árboles otoñales, le invadía siempre esa misma tristeza, y el placer era como una hoja de borde afilado y cortante. No pensaba conscientemente en Takver en esos momentos, no la pensaba como ausente. Era más bien como si ella estuviese allí, aunque él no pensara en ella. Era como si la belleza y la extrañeza de las bestias y las plantas de Urras le trajesen un mensaje de Takver, de Takver que nunca las vería, de Takver cuyos antepasados durante siete generaciones no habían tocado jamás la piel tibia de un animal ni habían visto un aleteo en la fronda de los árboles.
Pasó la noche en una alcoba abuhardillada. Hacía frío, pero el frío le parecía una bendición después de la calefacción perpetua y excesiva de los cuartos de la Universidad, y el cuarto era muy sencillo: la cama, anaqueles de libros, una cómoda, una silla y una mesa de madera pintada. Era como estar en casa, pensó, si hacía caso omiso de la altura de la cama y la blandura del colchón, las mantas de lana fina y las sábanas de seda, las chucherías de marfil sobre la cómoda, las encuadernaciones de cuero de los libros, y el hecho de que la habitación, y todo cuanto había en ella, y la casa en que se encontraba, y el solar en que se alzaba la casa, eran propiedad privada, la propiedad de Demacre Oiie, aunque él no la había construido y no fregaba los pisos. Shevek desechó esas tediosas discriminaciones. Era una alcoba agradable y no tan diferente en realidad de una habitación particular en un domicilio.
Durmiendo en aquel cuarto, soñó con Takver. Soñó que estaba con él en la cama, que se abrazaban, cuerpo contra cuerpo… pero ¿dónde, en qué habitación? Estaban juntos en la Luna, hacía frío, e iban juntos, caminando. Era un lugar llano, la Luna, todo cubierto de una nieve blanco-azulada, aunque fina; un puntapié la removía con facilidad en el suelo de luminosa blancura. Era un lugar muerto, muerto.
—No es realmente así —le decía a Takver, sabiendo que ella estaba asustada. Iban caminando en dirección a algo, una línea distante de algo que parecía incorpóreo y brillante como plástico, una barrera remota apenas visible más allá de la llanura nevada. En verdad, Shevek tenía miedo de acercarse, pero le decía a Takver:
—Pronto estaremos allí. —Y ella no le respondía.