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Anarres

El sol del oeste brilló en la cara de Shevek y lo despertó cuando el dirigible, volando sobre el último paso elevado del Ne Theras, se volvió hacia el sur. Había dormido casi todo el día, el tercero del largo viaje. La noche de la fiesta de despedida había quedado atrás, a medio mundo de distancia. Bostezó y se frotó los ojos y sacudió la cabeza tratando de sacarse de los oídos et zumbido profundo del dirigible, y de pronto, ya del todo despierto, se dio cuenta de que el viaje estaba a punto de acabar, de que se estaban aproximando a Abbenay. Apretó la cara contra la ventanilla polvorienta, y como lo había imaginado, allá en el fondo, entre dos cerros rojizos de herrumbre vio un gran campo amurallado, el Puerto. Miró con atención, tratando de ver si había en la pista una nave del espacio. Por despreciable que fuera Urras, era otro mundo, y él deseaba ver una nave venida de otro mundo, un viajero que hubiese atravesado el abismo seco y terrible, un objeto construido por manos extrañas. Pero en el Puerto no había ninguna nave.

Los cargueros de Urras llegaban sólo ocho veces al año, y se quedaban apenas el tiempo que tardaban en cargar y descargar. No eran visitantes bienvenidos. Eran en verdad, para algunos anarresti, una humillación perpetuamente renovada.

Traían aceites fósiles y productos derivados del petróleo, piezas mecánicas delicadas y elementos electrónicos que la industria anarresti no estaba en condiciones de proporcionar, a menudo alguna nueva cepa de árboles frutales o de plantas gramíneas. Y regresaban a Urras cargadas hasta el tope de mercurio, cobre, aluminio, uranio, estaño y oro. Era, para ellos, un negocio pingüe. La distribución de tales cargamentos ocho veces al año constituía la función más prestigiosa del Consejo Urrasti de Gobiernos Mundiales, y el acontecimiento más importante en el mercado de valores urrasti. En la práctica, el Mundo Libre de Anarres era una colonia minera de Urras.

Una práctica exasperante. Generación tras generación, año tras año, en los debates de la CPD en Abbenay se alzaban protestas airadas:

—¿Por qué persistir en estas transacciones comerciales con un propietariado aprovechado y belicista? —Y la respuesta de las mentes más serenas se repetía una y otra vez:

—A los urrasti les costaría mucho más extraer ellos mismos los minerales; por lo tanto no nos van a invadir. Pero si violamos ese convenio de trueque recurrirán a la fuerza.

—No es fácil, sin embargo, para gente que nunca ha pagado nada con dinero, entender la sicología del costo, el argumento del mercado. Siete generaciones de paz no habían borrado esta desconfianza.

De modo que para ocupar los puestos de trabajo denominados de Defensa nunca había necesidad de reclutar voluntarios. La mayor parte de las tareas de Defensa eran tan tediosas que en právico, en cuya lengua una misma palabra designaba el trabajo y el juego, no se las llamaba sino kleggicb, faena. Los trabajadores de las cuadrillas de Defensa tripulaban las doce anticuadas naves interplanetarias, conservándolas carenadas y en órbita como una red protectora; mantenían antenas de radar y radiotelescópicas en los parajes solitarios; llevaban a cabo las aburridas tareas del Puerto. Y sin embargo siempre había una lista de espera. El joven anarresti, por muy contagiado que estuviera de esta moral pragmática, rebosaba de vida, y esa vida reclamaba altruismo, abnegación, la aptitud del gesto absoluto. La soledad, la vigilia, los peligros, las naves del espacio tenían para él una atracción romántica. Fue puro romanticismo lo que hizo que Shevek siguiera con la nariz aplastada contra la ventanilla hasta que el Puerto vacío desapareció por detrás del dirigible, dejándole la amarga decepción de no haber atisbado en la pista ni un mísero carguero de minerales.

Bostezó otra vez, y se desperezó, y miró afuera, hacia adelante, dispuesto a ver lo que había que ver. El dirigible volaba ahora por encima de las últimas serranías del Ne Theras. Ante él, ensanchándose hacia el sur desde las estribaciones de las montañas, resplandeciente al sol del atardecer, se extendía una ancha franja de verdor.

La contempló maravillado, tan maravillado como la contemplaran, seis mil años atrás, los antecesores de los anarresti.

En Urras, durante el Tercer Milenio, los sacerdotes-astrónomos de Serdonou i Dhun, observando que las estaciones modificaban la atezada luminosidad del Otro Mundo, les habían puesto nombres místicos a aquellas llanuras y cadenas de montañas, y a los mares en que se reflejaba el sol. A una región que reverdecía antes que todas las demás en el año nuevo lunar la llamaron Ans Hos, el Jardín del Espíritu: el Edén de Anarres.

En milenios ulteriores los telescopios les revelaron que no se habían equivocado. Ans Hos era sin lugar a dudas el paraje más favorecido de Anarres; y en el primer viaje tripulado a la luna habían descendido allí, en aquella franja verde entre las montañas y el mar.

Pero descubrieron que el Edén de Anarres era seco, frío y ventoso, y el resto del planeta más inhóspito aún. Allí la vida no había producido formas más evolucionadas que los peces y unas plantas sin flores. El aire era enrarecido, como el de las grandes alturas de Urras. El sol quemaba, el viento helaba, el polvo sofocaba.

Durante doscientos años después del primer aterrizaje, Anarres fue explorado y estudiado, pero no colonizado. ¿Para qué mudarse a un desierto de aullidos cuando había sitio en abundancia en los benignos valles de Urras?

Pero había minerales. Las eras de auto-expoliación del Noveno Milenio y de comienzos del Décimo habían agotado las reservas, y cuando las naves cohete fueron perfeccionadas se comprobó que era más barato obtener los metales necesarios de las minas de la luna que de la ganga o el agua marina de Urras. En el año urrasti IX-738 se fundó una colonia al pie de las Montañas Ne Theras, de donde se extraía mercurio, en el antiguo Ans Hos. La llamaron Ciudad Anarres. No era una verdadera ciudad, no había mujeres. Los hombres trabajaban durante dos o tres años como mineros o técnicos, y luego volvían a casa, al mundo verdadero.

La Luna y sus minas estaban bajo la jurisdicción del Consejo de Gobiernos Mundiales, pero en un sitio del hemisferio oriental de la Luna la nación de Thu tenía un pequeño secreto: un aeropuerto y una colonia de mineros de oro, con mujeres e hijos. Esta gente vivía en la Luna, pero nadie lo sabía excepto el gobierno de Thu. Fue la caída de ese gobierno en el año 771 lo que llevó a que el Consejo de Gobiernos Mundiales propusiera ceder la Luna a la Sociedad Internacional de Odonianos, librándose así de ellos a cambio de un mundo, antes que socavaran irremisiblemente la autoridad de la ley y la soberanía nacional de Urras. La ciudad de Anarres fue evacuada, y hubo tumultos en Thu y fue necesario enviar precipitadamente un par de cohetes en busca de los mineros clandestinos. No todos eligieron regresar. Algunos le habían tomado cariño al desierto rugiente.

Durante más de veinte años las doce naves cedidas a los Colonos Odonianos por el Consejo de Gobiernos Mundiales fueron de uno a otro mundo a través del abismo seco, hasta que transportaron al millón de almas que habían elegido una nueva vida. A partir de entonces el puerto quedó cerrado a la inmigración, y abierto sólo a las naves de carga bajo el Convenio de Trueque. La ciudad de Anarres tenía a la sazón unos cien mil habitantes, y ahora se llamaba Abbenay, que en la nueva lengua de la nueva sociedad significaba Mente.

La descentralización había sido una cuestión primordial para Odo cuando planeó una nueva sociedad que nunca llegó a ver. Odo no pretendía desurbanizar la civilización. Aunque opinaba que las dimensiones naturales de una comunidad dependían de la cantidad de alimentos y de energía que pudieran proporcionar las regiones contiguas, proponía que las comunidades estuviesen todas conectadas entre sí por redes de comunicaciones y transpones, de modo que los bienes de consumo y las ideas pudiesen llegar a donde fuese necesario con prontitud y facilidad. Pero esa red no estaría administrada desde arriba. No habría centros jerárquicos, ni ciudades capitales, ni organizaciones destinadas a perpetuar el aparato burocrático o a favorecer las ambiciones de quienes aspiraban a convertirse en capitanes, en patronos, en jefes de Estado.

Como quiera que sea, los planes de Odo habían tenido en cuenta el suelo generoso cíe Urras. En el árido Anarres, las comunidades tuvieron que dispersarse en busca de recursos, y eran pocas las que se bastaban a sí mismas, por más que hubieran reducido lo que se entendía por necesidades primarias. En verdad, habían tenido que prescindir de muchas cosas, pero hasta un cierto grado; no estaban dispuestos a recaer en el tribalismo pre-urbano, pre-tecnológico. Sabían que el anarquismo era para ellos el producto de una civilización muy desarrollada, de una cultura y diversificación compleja, de una economía estable y una tecnología altamente industrializada, capaz de mantener un elevado nivel de producción y distribuir con rapidez los bienes de consumo. Por muy vastas que fuesen las distancias que había entre las colonias, todas se consideraban partes de un complejo organismo. Primero construían los caminos, y luego las casas. El intercambio de recursos y productos regionales era constante, en un intrincado proceso de equilibrio: ese equilibrio de la diversidad que es fundamento de la vida, de la ecología natural y social.

Pero, como ellos mismos decían con una imagen analógica, no puede haber un sistema nervioso sin por lo menos un ganglio, y preferentemente un cerebro. Tenía que haber un centro. Las computadoras que coordinaban la administración de las cosas, la división del trabajo y la distribución de los bienes de consumo, y las federaciones centrales de la mayor parte de los sindicatos de trabajadores estuvieron, desde el comienzo mismo, en Abbenay. Y desde el comienzo los Colonos comprendieron que aquella centralización inevitable era una permanente amenaza, que necesitaba de una permanente vigilancia.

Oh hija Anarquía, promesa infinita,

desvelo infinito,

yo escucho, escucho en la noche,

junto a la cuna profunda como la noche,

atiendo a la criatura.

Pío Atean, que había adoptado el nombre právico de Tober, había escrito estos versos en el año catorce de la Colonia. Los primeros intentos de los odonianos por dar a la poesía un nuevo lenguaje, un mundo nuevo, habían sido torpes, desmañados, conmovedores.

Y ahora Abbenay, la mente y el centro de Anarres, estaba allí, delante del dirigible, sobre la amplia llanura verde.

Aquel verde brillante y profundo de los campos no era obviamente un color natural en Anarres. Sólo aquí y en las costas cálidas del Mar de Keran florecían las semillas del Viejo Mundo. En todo el resto del planeta los granos que predominaban eran el holum rastrero y la hierbamene pálida.

Cuando Shevek tenía nueve años se había ocupado en la escuela, durante varios meses, de cuidar las plantas ornamentales de la comunidad de los Llanos, delicadas y exóticas, y que necesitaban que se las aumentase y les diera el sol, como si fueran bebés. Había ayudado a un anciano en aquella tarea apacible y exigente, y se había encariñado con el hombre y con las plantas, y con la tierra y con el trabajo. Cuando vio el color de la Llanura de Abbenay se acordó del anciano, y del olor del abono de aceite de pescado, y del color de los primeros retoños en las ramas pequeñas y desnudas, aquel verde claro y vigoroso.

Y mientras el dirigible se acercaba vio a la distancia entre el vívido verde de los prados una larga extensión de blancura, que se quebraba en cubos, como sal derramada.

De pronto un racimo de destellos deslumbradores se alzó en la orilla oriental de la ciudad y Shevek parpadeó y durante un momento vio unas manchas oscuras: los grandes espejos parabólicos que proporcionaban calor solar a las refinerías de Abbenay.

El dirigible se posó en una estación de cargas en el extremo sur, y Shevek echó a andar por las calles de la ciudad más grande del mundo.

Eran calles anchas, limpias. No había sombra en ellas, pues Abbenay estaba a menos de treinta grados al norte del ecuador y todos los edificios eran bajos, excepto las torres recias y delgadas de las turbinas de viento. El sol brillaba blanco en un cielo duro, sombrío, de un azul violeta. El aire era limpio y transparente, sin humo ni humedad. Todo era nítido, luminoso, de contornos y ángulos definidos. Las formas se destacaban claramente unas de otras.

Los elementos que componían Abbenay eran los mismos que los de cualquier otra comunidad odoniana, repetidos muchas veces: talleres, fábricas, domicilios, dormitorios, centros de aprendizaje, salas de reuniones, centros de distribución, apeaderos, refectorios. Los edificios más grandes estaban casi siempre agrupados alrededor de manzanas abiertas, que daban a la ciudad una textura celular básica: había una sub-comunidad o un vecindario detrás de otro. La industria pesada y la de alimentos tendían a agruparse en las afueras, y allí se repetía la configuración celular, pues las industrias emparentadas se encontraban a menudo lado a lado en una manzana o una calle determinada. El primero de esos sectores que Shevek atravesó era el distrito textil, con almacenes de fibras de holum, hilanderías y tejedurías, fábricas de tinturas, y distribuidoras de telas y vestidos; en el centro de cada manzana había un pequeño bosque de estacas, empavesadas de arriba abajo con banderines y gallardetes de todos los colores del arte de la tintorería, que proclamaban con orgullo la excelencia de la industria local. Los edificios de la ciudad eran casi todos muy semejantes, sin adornos, sólidamente construidos con piedra o piedra espuma fundida. Algunos de ellos parecían muy grandes a los ojos de Shevek, pero casi todos eran de una sola planta, a causa de los frecuentes terremotos. Por la misma razón las ventanas eran pequeñas, y de un plástico de siliconas resistente e irrompible. Eran pequeñas, pero numerosas, pues desde una hora antes de la salida del sol hasta una hora después del crepúsculo no había luz artificial. Tampoco se suministraba calor cuando la temperatura al aire libre era superior a los once grados centígrados. No porque en Abbenay escasearan las fuentes de energía, con las grandes turbinas de viento y los generadores terrestres de temperatura diferencial, utilizados para la calefacción; pero el principio de economía orgánica era demasiado importante e influía profundamente en la ética y la estética de la sociedad. «Todo exceso es excremento», había escrito Odo en la Analogía. «El excremento retenido envenena el cuerpo.»

Abbenay era una ciudad sin venenos: una ciudad desnuda, luminosa, de colores claros y definidos, y de aire puro. Era una ciudad apacible. Uno podía verla toda, extendida y llana como sal derramada.

No había nada oculto.

Las plazas, las calles austeras, los edificios bajos, los talleres sin muros, estaban colmados de vitalidad y actividad. Mientras caminaba, Shevek sentía la presencia de otra gente, gente caminando, trabajando, conversando, rostros que pasaban, voces que llamaban, cuchicheaban, cantaban, gente viva, gente que hacía cosas, gente en movimiento. Las fachadas de las fábricas y talleres daban a las plazas o a los patios, y las puertas estaban abiertas. Cuando pasó por una fábrica de vidrio, el operario estaba sacando del horno una gran burbuja derretida, con la misma naturalidad con que un cocinero sirve la sopa. Al lado de la vidriería había un taller abierto donde fundían piedra espuma para la construcción. La capataz de la cuadrilla, una mujer corpulenta que vestía un blusón de trabajo, blanco de polvo, observaba la preparación de una tirada con un torrente de palabras turbulento y espléndido. Luego venía una pequeña fábrica de alambre, una lavandería de barrio, el taller de un violero donde se construían y reparaban instrumentos de música, la distribuidora de artículos menudos del distrito, un teatro, una fábrica de tejas. La actividad que se desplegaba en cada lugar era fascinante, y la mayor parte a la vista de todos. Los niños iban y venían, algunos participando del trabajo junto con los adultos, otros éntrelos pies de los transeúntes modelando pasteles de barro, o jugando en la calle; una niña encaramada en el tejado de un centro de aprendizaje hundía la nariz en un libro. El fabricante de alambre había ornamentado la fachada del establecimiento con unas enredaderas de alambre pintado, alegre y decorativo. Las ráfagas de vapor y de conversación que exhalaban las puertas abiertas de la lavandería eran anonadantes. Ninguna puerta tenía llave, pocas estaban cerradas. No había disfraces ni anuncios. Todo estaba allí, todo el trabajo, toda la vida de la ciudad, al alcance de la vista y de la mano. Y de tanto en tanto un artefacto descendía a la carrera por la Calle de los Apeaderos, haciendo sonar una campana, un vehículo atiborrado de gente, gente colgada todo alrededor, mujeres viejas que maldecían enérgicamente cuando no aminoraba la marcha en algún apeadero para que pudieran descender, un niñito montado en un triciclo de fabricación casera que perseguía al vehículo frenéticamente, chispas eléctricas que derramaban una lluvia azul desde lo alto en los cruces de los cables: como si de tanto en tanto aquella serena e intensa vitalidad de las calles se sobrecargara, y saltara el vacío con un estallido, un chisporroteo azul y el olor del ozono. Aquellos eran los autobuses de Abbenay, y cuando pasaban uno sentía deseos de aplaudir.

La Calle de los Apeaderos terminaba en una plaza espaciosa y abierta, y allí otras cinco calles confluían en un parque triangular de césped y árboles. La mayoría de los parques de Anarres eran patios de tierra o arena, con alguna plantación de arbustos y árboles holum. Este era diferente. Shevek cruzó el pavimento y entró en el parque. Lo había visto a menudo en imágenes, y quería observar de cerca aquellos árboles de otro mundo, los árboles urrasti, de verdor multitudinario. Caía el sol, el cielo ancho y abierto se ensombrecía de púrpura en el cenit, y la oscuridad del espacio aparecía ya a través de la atmósfera ligera. Alerta, cauteloso, se internó bajo los árboles. ¿No era un despilfarro esas hojas apretadas? El holum, el árbol, crecía y prosperaba con espinas y agujas, nunca excesivas. Toda esta extravagante profusión de hojas ¿no era mero exceso, excremento? Estos árboles no podían crecer y florecer sin un suelo rico, sin un riego constante y cuidados extremos. Toda esa lujuria, tanto derroche le pareció ofensivo. Caminó entre los árboles, a la sombra de los árboles. El césped extraño era elástico bajo los pies. Era como caminar sobre carne viva. Con un sobresalto, retrocedió al sendero. Los brazos oscuros de los árboles se alargaban hacia él, agitaban por encima una multitud de manos anchas y verdes. Un temor reverente lo sobrecogió. Adivinó que había sido bendecido, aunque él no había pedido esa bendición.

Un poco más adelante, en la penumbra crepuscular del sendero, alguien leía sentado en un banco de piedra.

Shevek se aproximó con lentitud. Llegó hasta el banco y se detuvo a contemplar la figura sentada, con la cabeza inclinada sobre el libro en la dorada media luz del sendero, bajo los árboles. Era una mujer de cincuenta o sesenta años, vestida de una manera extraña, el pelo tirante recogido en la nuca. La mano izquierda sobre la barbilla le ocultaba casi por completo la boca severa, la derecha sujetaba los papeles que tenía en el regazo. Eran pesados, aquellos papeles; pesada era también la mano que los sostenía. La luz se extinguía rápidamente, pero ella no levantaba la cabeza. Seguía leyendo las pruebas de El Organismo Social.

Shevek contempló a Odo durante un rato, y luego se sentó en el banco junto a ella. No sabía nada de prioridades jerárquicas, y en el banco había sitio de sobra. Sólo buscaba un poco de compañía.

Observó el perfil fuerte, triste, y las manos, las manos de una mujer anciana. Alzó los ojos y miró el ramaje umbrío. Por primera vez comprendía que Odo, cuyo rostro había conocido desde la infancia, cuyas ideas ocupaban un sitio central y permanente en los pensamientos de él mismo y de todos sus amigos, que Odo nunca había puesto los pies en Anarres: que había vivido, y había muerto, y había sido enterrada a la sombra de los árboles verdes, en ciudades inimaginables, entre gentes que hablaban lenguas desconocidas, en otro mundo. Odo era una extraña: una exiliada.

Permaneció sentado junto a la estatua en el crepúsculo, casi tan inmóvil como ella.

Por fin, al advertir que oscurecía, se levantó y se internó otra vez en las calles, y preguntó la dirección del Instituto Central de Ciencias.

No quedaba lejos; llegó a él poco después de que se encendieran las luces. En la pequeña oficina de la entrada había una bedel, o una portera, leyendo. Shevek tuvo que golpear la puerta abierta para atraer la atención de la mujer.

—Shevek —dijo.

Era costumbre en Anarres que al entablar conversación con un desconocido se le ofreciera el nombre de uno como una especie de mango, para que se aferrase a él. No había muchos otros mangos disponibles. No había rangos, ni términos de jerarquía, ni fórmulas convencionales y respetuosas de salutación.

—Kokvan —respondió la mujer—. ¿No tenía que haber llegado ayer?

—Hubo un cambio en el itinerario del dirigible-carguero. ¿Hay alguna cama libre en alguno de los dormitorios?

—La número 46. Cruzando el patio, el edificio de la izquierda. Aquí hay una nota de Sabul. Dice que vaya a verlo por la mañana en el Gabinete de Física.

—¡Gracias! —dijo Shevek, y cruzó a paso largo el ancho patio pavimentado balanceando en una mano el equipaje: un gabán de invierno y un par de botas de repuesto. Alrededor del patio cuadrangular las luces de los cuartos estaban todas encendidas. Había un murmullo, una presencia humana en esa quietud. Algo se movía en el aire límpido, sutil de la noche ciudadana, una impresión de drama, de promesas.

El horario de la cena no había terminado aún, y fue a dar una vuelta por el refectorio del Instituto a ver si encontraba algo que comer. Descubrió que ya habían incluido su nombre en la lista regular, y la comida le pareció excelente. Hasta postre había, compota de frutas en conserva. A Shevek le encantaban los dulces, y como era uno de los últimos comensales y quedaba fruta en abundancia, se sirvió un segundo plato. Comía solo en una mesa pequeña. En otras próximas, más grandes, grupos de jóvenes en charlas de sobremesa; oyó discusiones sobre el comportamiento del argón a temperaturas muy bajas, el comportamiento de un profesor de química en un coloquio, las curvaturas putativas del tiempo. Algunos lo miraban de reojo; no se acercaban a hablarle como lo haría la gente de una comunidad pequeña con un desconocido; y sin embargo las miradas no eran hostiles, un poco desafiantes, quizá.

Encontró el cuarto 46 en un corredor largo de puertas cerradas. Las habitaciones, evidentemente, eran individuales, y se preguntó por qué la bedel lo habría mandado allí. Desde sus dos años de edad siempre había vivido en dormitorios, en habitaciones de cuatro a diez camas. Llamó a la puerta del 46. Silencio. La abrió. Era un cuarto pequeño, escasamente iluminado por la luz del corredor, y no había nadie en él. Encendió la lámpara. Dos sillas, un escritorio, una gastada regla de cálculo, unos cuantos libros, y prolijamente doblada sobre la plataforma de la cama, una manta anaranjada tejida a mano. Alguien vivía allí; la bedel se había equivocado. Cerró la puerta. La abrió otra vez y apagó la lámpara. Sobre el escritorio debajo de la lámpara había una nota, garrapateada en un trozo de papel: «Shevek, Gab. Física, mañana 2-4-1-154. Sabul».

Puso el gabán sobre una silla, las botas en el suelo. Se detuvo un momento a leer los títulos de los libros, manuales clásicos de física y matemáticas, encuadernados en verde, con el Círculo de la Vida estampado en las cubiertas. Colgó el gabán en el armario y guardó las botas. Corrió con cuidado la cortina del armario. Cruzó la habitación hasta la puerta: cuatro pasos. Allí se detuvo, vacilante, un minuto más, y entonces, por primera vez en su vida, cerró la puerta de su propio cuarto.

Sabul era un hombre pequeño, rechoncho y desaliñado, de unos cuarenta años. El vello facial era en él más oscuro e hirsuto que en el común de la gente, y se alargaba en el mentón en una barba espesa. Vestía una túnica de abrigo, que quizás venía usando desde el invierno anterior: los bordes de las mangas estaban negros de suciedad. Parecía estar siempre de malhumor. Y así como escribía sus mensajes en pedazos de papel, se expresaba también en pedazos. Y gruñía al hablar.

—Tienes que aprender iótico —le gruñó a Shevek.

—¿Aprender iótico?

—Dije aprender iótico.

—¿Para qué?

—¡Para poder leer a los físicos urrasti! Atro, To, Baisk, esos hombres. Nadie los ha traducido al právico, nadie podría. Seis personas tal vez, en Anarres, son capaces de comprenderlos. En cualquier lengua.

—¿Cómo puedo aprender iótico?

—¡Con un diccionario y una gramática!

Shevek no se inmutó.

—¿Dónde puedo encontrarlos?

—Aquí —gruñó Sabul. Revolvió los desordenados estantes de libros pequeños, encuadernados en verde. Se movía con brusquedad, como irritado. En uno de los estantes inferiores encontró dos gruesos volúmenes sin encuadernar y los dejó caer de golpe sobre la mesa.

—Avísame cuando estés en condiciones de leer a Atro en iótico. No puedo hacer nada contigo hasta entonces.

—¿Qué clase de matemáticas usan esos urrasti?

—Ninguna que tú no puedas manejar.

—¿Hay alguien aquí trabajando en cronotopología?

—Sí, Turet. Puedes consultarlo. No necesitas asistir a los cursos.

—Pensaba asistir a las clases de Gvarab.

—¿Para qué?

—Los trabajos de ella en frecuencia y ciclo…

Sabul se sentó y se incorporó otra vez. Estaba insoportablemente agitado, agitado y sin embargo tieso, una escofina de hombre.

—No pierdas tiempo. En la teoría de las secuencias estás mucho más adelantado que la vieja, y el resto de lo que vomita es pura basura.

—Estoy interesado en los principios de la simultaneidad.

—¿Simultaneidad? ¿Qué clase de basura os está ofreciendo Mitis? —El físico echaba fuego por los ojos; las venas de las sienes se le abultaban bajo los cabellos cortos e hirsutos.

—Yo mismo organicé un curso colectivo sobre el tema.

—Crece. Crece. Es tiempo de que crezcas. Ahora estás aquí. Y aquí estamos trabajando en física, no en religión. Larga todo ese misticismo y crece. ¿Cuánto tiempo tardarás en aprender iótico?

—Tardé varios años en aprender právico —dijo Shevek. Sabul no advirtió esta leve ironía.

—A mí me llevó diez décadas. Lo suficiente para leer la Introducción de To. Oh, mierda, necesitas un texto para practicar. Bien puede ser ése. A ver. Espera. —Revolvió en el interior de un cajón desbordante y al cabo logró encontrar un libro, un libro raro, encuadernado en azul, sin el Círculo de la Vida en la cubierta. El título estaba grabado en letras de oro y parecía decir Poilea Áfioite, lo que no tenía ningún significado, y las formas de algunas de las letras eran desconocidas. Shevek lo miró con sorpresa; lo tomó, pero no lo abrió. Lo sostuvo en la mano, el objeto que había querido ver, el artefacto extraño, el mensaje de otro mundo.

Se acordó del libro que Palat le había mostrado, el libro de los números.

—Vuelve cuando puedas leerlo —gruñó Sabul.

Shevek dio media vuelta dispuesto a marcharse. El gruñido de Sabul subió de tono:

—¡Guarda en secreto esos libros! No son para el consumo general.

El joven se detuvo, se volvió, y luego de un momento, con una voz serena, un poco tímida dijo:

—No entiendo.

—¡No dejes que ningún otro los lea!

Shevek no respondió.

Sabul se incorporó y se acercó a Shevek.

—Escucha. Ahora eres un miembro del Instituto Central de Ciencias, un síndico en Física, y trabajas conmigo, Sabul. ¿Lo entiendes? Privilegio es responsabilidad. ¿De acuerdo?

—Tengo que aprender cosas que no puedo compartir —dijo Shevek luego de una breve pausa, enunciando la frase como si fuera una proposición lógica.

—Si encuentras en la calle un montón de cápsulas explosivas ¿las querrías «compartir» con cada chiquillo que pasa? Estos libros son explosivos. ¿Me entiendes ahora?

—Sí.

—Bien.

Sabul se apartó, refunfuñando. Al parecer esta furia era endémica, no específica. Shevek se marchó, llevando la dinamita con cuidado, con repulsión, y con una curiosidad devoradora.

Se puso a trabajar con empeño en el estudio del iótico. Trabajaba a solas en el cuarto 46, a causa de la advertencia de Sabul, y porque era natural en él trabajar solo.

Había sabido desde muy niño que en cienos aspectos era distinto de todas las personas que conocía. Para un niño la conciencia de esa diferencia es muy penosa, ya que, no habiendo hecho nada aún y siendo incapaz de nacer nada, no encuentra justificación posible. La presencia de adultos veraces y afectuosos que también sean, a su manera, diferentes, es lo único que puede dar apoyo y seguridad a uno de estos niños; y Shevek no la había tenido. Palat había sido sin duda un padre enteramente veraz y afectuoso. Aprobaba todo cuanto Shevek hacía, y era leal. Pero Palat no había conocido esa maldición de la diferencia. Nada lo distinguía de los demás, de todos los otros, para quienes la vida comunitaria era un hecho natural. Quería a Shevek, pero no podía enseñarle qué es la liberna, ese reconocimiento de la soledad de cada individuo, que sólo la libertad puede trascender.

Shevek estaba pues acostumbrado a un aislamiento interior, un aislamiento enmascarado por los contactos fortuitos y los incidentes cotidianos de la vida comunitaria, y por la camaradería de unos pocos amigos. Demasiado consciente, a los veinte años, de sus propias peculiaridades, se mostraba retraído y reservado; y sus compañeros de estudios, adivinando que esa reserva era genuina, no trataban de acercarse a él.

Pronto se aficionó a la intimidad del cuarto. Le complacía aquella independencia total. Sólo salía de la habitación para ir al refectorio a la hora del desayuno y la comida, y para una rápida caminata diaria por las calles de la ciudad con el propósito de distender los músculos, acostumbrados desde nacía tiempo al ejercicio; y luego de vuelta al cuarto 46 y a la gramática iótica. Una vez en cada década o dos tenía la obligación de cooperar en las tareas rotativas comunitarias del «décimo día», pero la gente con quien trabajaba eran desconocidos, no personas con tas que tuviera alguna relación más o menos cercana como habría sido el caso en una comunidad pequeña, y aquellos días de trabajo manual no significaban una interrupción psicológica del aislamiento en que vivía, ni de sus progresos en iótico.

La gramática, que era compleja, ilógica y esquemática, le gustaba de veras. Una vez que hubo acumulado un vocabulario básico, avanzó con rapidez, pues conocía lo que estaba leyendo; conocía el tema y la terminología, y cada vez que se atascaba, la intuición o una ecuación matemática lo ayudaban a descubrir a dónde había llegado. No siempre eran lugares en los que hubiera estado anteriormente.

La Introducción a la Física Temporal, de To, no era un manual para principiantes. En el tiempo en que llegó penosamente a la mitad del libro, ya no estaba leyendo iótico, sino física; y comprendió por qué Sabul le había hecho leer a los físicos urrasti antes que cualquier otra cosa. Estaban mucho más avanzados que todo lo que se había hecho en Anarres en los últimos veinte o treinta años. Los descubrimientos más brillantes de Sabul en el campo de la secuencia eran en realidad traducciones no reconocidas del iótico.

Se zambulló en la lectura de los otros libros que Sabul le iba pasando, uno a uno, las obras fundamentales de la física contemporánea urrasti. Vivía cada vez más como un ermitaño. No colaboraba en las tareas del sindicato estudiantil, ni asistía a las reuniones de ningún otro sindicato o federación, excepto la letárgica Federación de Física. Las asambleas de estos grupos, vehículos tanto de la acción social como de la sociabilidad, eran el entramado mismo de la vida en las comunidades pequeñas, pero aquí en la ciudad parecían mucho menos importantes. No lo necesitaban a uno; siempre había alguien dispuesto a organizar las cosas, y con bastante eficiencia. Shevek no tenía otras obligaciones que las tareas del décimo día y los turnos comunes de bedelía en el domicilio y los laboratorios. A menudo omitía el ejercicio y de tanto en tanto las comidas. En cambio, nunca faltaba al curso de Gvarab, las clases colectivas sobre frecuencia y ciclo.

Gvarab, ya de avanzada edad, divagaba y rezongaba a menudo, y la asistencia a clase era escasa e irregular. No tardó en advertir que aquel muchacho delgado de orejas grandes era su único alumno consecuente, y desde entonces dictó la clase para él. Al tropezar con la mirada clara, resuelta, inteligente del joven, se sentía apoyada, despertaba, exponía con brillantez, recobraba la visión perdida. Parecía cobrar altura, y los otros alumnos la miraban parpadeando, asombrados o perplejos, y también con miedo, si eran bastante inteligentes como para sentir miedo. El universo de Gvarab le parecía demasiado vasto a la mayoría de la gente. El muchacho de ojos claros, en cambio, la miraba atento e imperturbable, y ella reconocía en ese rostro su propia felicidad. Lo que ella ofrecía, lo que había estado ofreciendo a lo largo de toda una vida, lo que nadie había comparado nunca con ella, él lo tomaba, lo compartía. A través del abismo de cincuenta años, era el hermano, la redención.

A veces, cuando se encontraban en los gabinetes de física o en el refectorio, hablaban directamente de física; pero en otros momentos ella no tenía energías suficientes, y no sabían de qué hablar, pues la mujer vieja era tan tímida como el muchacho.

—No comes lo suficiente —le decía ella. Y él sonreía y las orejas se le ponían rojas. Ninguno de los dos sabía qué decir.

Después de medio año en el Instituto, Shevek le entregó a Sabul una tesis de tres páginas titulada «Crítica de la Hipótesis de la Secuencia Infinita de Atro». Sabul se la devolvió al cabo de una década.

—Tradúcela en seguida al iótico —farfulló.

—Pero la escribí casi toda en iótico, puesto que estaba usando la terminología de Atro. Bien, copiaré el original. ¿Para qué?

—¿Para qué? ¡Para que Atro, ese aprovechado maldito, pueda leerla! Hay una nave el quinto día de la próxima década.

—¿Una nave?

—¡Un carguero de Urras!

Así descubrió Shevek que no sólo petróleo y mercurio iban y venían entre los mundos, y no sólo libros, como los que había estado leyendo, sino cartas, además. ¡Cartas! Cartas a la gente del propietariado, a los súbditos de un gobierno fundado en la desigualdad del poder, a individuos que eran inevitablemente explotados por unos y explotadores de otros, y que habían consentido en ser elementos de la maquinaria estatal. ¿Era posible que gente así quisiera realmente intercambiar ideas con un pueblo libre, de una manera voluntaria y no agresiva? ¿Eran capaces de admitir la igualdad y participar en la solidaridad de la inteligencia, o sólo les preocupaba dominar, hacerse fuertes, poseer? La idea misma de intercambiar cartas con un miembro del propietariado lo alarmaba, pero sería interesante averiguar…

Tantos descubrimientos semejantes a aquél le habían sido impuestos durante el primer año en Abbenay que tuvo que reconocer que había sido —¿y tal vez era aún?— extremadamente ingenuo: algo no muy fácil de admitir para un joven inteligente.

El primero, y todavía el menos aceptable, de aquellos descubrimientos era que tenía que aprender iótico pero mantener en secreto ese conocimiento: una situación tan nueva para él y moralmente tan equívoca que aún no había llegado a entenderla del todo. Evidentemente no hacía daño a nadie, al no compartir ese conocimiento con los demás. Pero por otro lado ¿qué daño podía causarles saber que él había aprendido iótico y que también ellos podían aprenderlo? La libertad se apoya más sin duda en la franqueza que en la ocultación, y la libertad siempre merece que se corra el riesgo. De cualquier modo, Shevek no comprendía qué riesgo era ese. Se le ocurrió una vez que Sabul quería conservar la nueva física urrasti como algo privado, poseerla como un bien, una herramienta de poder contra los colegas de Anarres. Pero esta idea era tan contraria a los hábitos mentales de Shevek que tardó en admitirla, y entonces la reprimió en seguida, con desprecio, como un pensamiento genuinamente repulsivo.

Estaba además la habitación privada, otra espina moral. De niño, cuando alguien dormía sólo en un cuarto, era porque había molestado demasiado a los otros ocupantes del dormitorio, porque era un egotista. Soledad equivalía a oprobio. En términos adultos, el referente principal de los cuartos privados era de naturaleza sexual. Cada domicilio tenía cierto número de habitaciones particulares, y cuando una pareja quería copular utilizaba uno de esos cuartos libres por una noche, o una década, o por el tiempo que quisiera. Una pareja tomaba al principio un cuarto doble; en una ciudad pequeña donde no había dobles disponibles, levantaban uno en el fondo de un domicilio, y de este modo, cuarto a cuarto los edificios se extendían largos, bajos, en los llamados «vagones de compañeros”. No había ninguna otra razón para no dormir en un dormitorio común. Cada uno tenía el taller, el laboratorio, el estudio, el granero o la oficina que necesitaba para trabajar; los baños podían ser públicos o privados, como uno quisiera; la intimidad sexual era facilitada libremente y socialmente sancionada; fuera de eso, cualquier forma de aislamiento se definía como no funcional. Era exceso, derroche. La economía de Anarres era demasiado frágil para sostener la edificación, el mantenimiento, la calefacción, la iluminación de casas y apartamentos individuales. Una persona de naturaleza genuinamente insociable, tenía que apartarse de la sociedad y cuidar de sí misma. Nada se lo impedía. Podía construirse una casa donde quisiera (aunque si estropeaba un hermoso paisaje o una parcela de tierra fértil, a veces tenía que mudarse a causa de la presión de los vecinos). Había muchos solitarios y eremitas en los lindes de las comunidades anarresti más antiguas: decían que no eran miembros de una especie social. Pero para aquellos que aceptaban el privilegio y la obligación de la solidaridad humana, la vida privada sólo tenía valor cuando cumplía alguna función.

La primera reacción de Shevek cuando le dieron un cuarto separado, fue pues mitad de rechazo y mitad de vergüenza. ¿Por qué lo habían metido allí? Pronto descubrió por qué. Era el lugar adecuado para el tipo de trabajo que estaba haciendo. Si las ideas le acudían a medianoche, podía encender la luz y escribirlas; sí le venían al amanecer, no se le iban a escapar de la cabeza a causa de la charla y el bullicio de cuatro o cinco compañeros de cuarto que se levantaban juntos; y si no le acudían y tenía que pasar días enteros sentado frente al escritorio con la mirada fija en la ventana, nadie se le acercaría por la espalda a preguntarle por qué estaba holgazaneando. Tener un cuarto propio era en verdad casi tan deseable para la física como para el sexo. Pero aun así, ¿era necesario?

Siempre había postre en el refectorio del Instituto a la hora de la cena. Shevek lo saboreaba con fruición, y cuando había de sobra, lo repetía. Y la conciencia, la conciencia orgánico-social se le indigestaba. ¿Acaso todo el mundo en cada uno de los refectorios del planeta, desde Abbenay hasta las regiones más distantes, no recibía lo mismo, no compartía lo mismo? Eso era lo que siempre le habían dicho, y lo que siempre había observado. Había, desde luego, variantes locales, especialidades regionales, escaseces, excedentes, sustituciones de personal, como ocurría en los Campamentos de Planificación, malos y buenos cocineros, en suma una variedad infinita dentro del esquema inalterable. Pero ningún cocinero era tan ingenioso como para poder preparar un postre sin los ingredientes necesarios. La mayoría de los refectorios servían postre una o dos veces en cada década. Aquí lo servían noche tras noche. ¿Por qué? ¿Acaso los miembros del Instituto Central de Ciencias eran mejores que otra gente?

Shevek no le hacía a nadie estas preguntas. La conciencia social, la opinión ajena, era la fuerza moral más poderosa en el comportamiento de casi todos los anarresti, pero en Shevek era un poco menos poderosa que en los demás. Le preocupaban tantos problemas incomprensibles para otra gente, que se había habituado a trabajar en ellos a solas y en silencio. Así resolvió también estos problemas, que en algún aspecto eran para él mucho más difíciles que los de la física temporal. No solicitó la opinión de nadie. Dejó de comer el postre en el refectorio.

Sin embargo, no se mudó a un dormitorio. Comparó el malestar moral con las ventajas prácticas, y descubrió que estas últimas eran más importantes. Trabajaba mejor en la habitación privada. El trabajo valía la pena y estaba haciéndolo bien. Era funcional y decisivo. La responsabilidad justificaba el privilegio.

Y así trabajaba.

Perdió peso; caminaba pisando apenas el suelo. La falta de actividad física, la falta de diversificación en el trabajo, la falta de relaciones sociales y sexuales, no las sentía como faltas sino como libertad. Era el hombre libre: libre de hacer lo que quisiera cuando y donde quisiera. Y lo hacía. Trabajaba. Trabajaba-jugaba.

Estaba bosquejando ahora una serie de hipótesis de las que podía derivarse una teoría coherente de la simultaneidad. Pero esta meta empezaba a parecerle insignificante; había otra mucho más ambiciosa, más difícil de alcanzar, una teoría unificada del tiempo. Tenía la impresión de estar recluido en un cuarto cerrado con llave, en medio de una vasta campiña desierta: allí, alrededor de él, estaba todo, si sabía encontrar la salida, el verdadero camino. La intuición se transformó en obsesión. Durante aquel otoño y aquel invierno empezó a dormir cada vez menos. Un par de ñoras por la noche y una o dos en algún momento del día parecían bastarle, y estaban tan pobladas de sueños que no eran el reposo profundo que siempre había conocido, sino casi una vigilia, en otro nivel. Tenía sueños muy vividos, y los sueños eran parte del trabajo. Veía cómo el tiempo retrocedía, un río fluyendo cauce arriba hacia el manantial. Tenía en la mano izquierda y la derecha la contemporaneidad de dos momentos; cuando apartaba las manos veía sonriendo los dos momentos que se separaban fragmentándose como pompas de jabón. Saltaba de la cama, y sin despertarse del todo escribía frenéticamente la fórmula que había estado esquivándolo durante untos días. Veía que el espacio se encogía alrededor como las paredes de una esfera que se cierran y cierran hacia un vacío central, hasta que despertaba con un grito de auxilio ahogado en la garganta, luchando en silencio por escapar del conocimiento de su propia y eterna vacuidad.

Una tarde fría del final del invierno, cuando volvía al domicilio desde la biblioteca, pasó por el gabinete de física a ver si había alguna carta para él. No tenía por qué esperarla, pues nunca había escrito a ninguno de sus amigos del Regional de Poniente del Norte, pero desde hacía unos días no se sentía bien, había desechado algunas de sus más atractivas hipótesis y se encontraba, al cabo de medio año de trabajo, poco menos que en el punto de partida; el modelo físico era demasiado vago para ser útil, le dolía la garganta, y deseaba que hubiese una carta de alguien que conocía, o alguien quizá en el Gabinete de Física, a quien decirle hola, al menos. Pero no había nadie excepto Sabul.

—Mira esto, Shevek.

Miró el libro que el viejo le tendía: un libro delgado, encuadernado en verde, con el Círculo de la Vida en la cubierta. Lo tomó y miró la portada: «Crítica de la Hipótesis de la Secuencia Infinita de Atro». Era el ensayo que él había escrito, y la defensa y la réplica de Atro. Todo había sido traducido o retraducido al právico, e impreso en las prensas de la CPD de Abbenay. Llevaba los nombres de dos autores: Sabul, Shevek.

Sabul estiró el cuello por encima del ejemplar que Shevek tenía en la mano, y lo miró con una expresión de alegría maligna. El gruñido se le transformó en una risa contenida y gutural.

—¡Lo hemos liquidado! ¡Hemos liquidado a Atro, a ese aprovechado maldito! ¡Que hablen ahora de «imprecisión pueril»! —Sabul había alimentado diez años de resentimiento contra la Revista de Física de la Universidad de Ieu Eun, que había calificado su obra teórica de «viciada por el provincialismo y la imprecisión pueril con que el dogma odoniano contamina todos los ámbitos del pensamiento»—. ¡Ahora verán quién es el provinciano! —dijo, sonriendo. En casi un año de contacto diario Shevek no recordaba haberlo visto sonreír.

Para poder sentarse del otro lado del cuarto, Shevek tuvo que retirar de un banco una pila de papeles; el gabinete de física era comunal, naturalmente, pero Sabul mantenía este cuarto trasero abarrotado de materiales, de manera que nunca pareciera haber sitio suficiente para nadie más. Shevek miró el libro que aún tenía en las manos, y luego miró por la ventana. Se sentía, y parecía, enfermo. También se sentía tenso, pero con Sabul nunca había sido tímido ni torpe, como lo era a menudo con gente que le hubiera gustado conocer mejor.

—No supe que estabas traduciéndolo —dijo.

—Traducido, y editado. He pulido algunos de los pasajes más escabrosos, llenando las lagunas que dejaste, y todo eso. Un par de décadas de trabajo. Tendrías que sentirte orgulloso, tus ideas constituyen en gran parte la base de la obra. No había otras ideas en el libro que las de Shevek y las de Atro.

—Sí —dijo Shevek. Se miró las manos. Luego de una pausa dijo—: Me gustaría publicar el trabajo sobre reversibilidad que escribí en el último trimestre. Habría que mandárselo a Atro. Podría interesarle. Él sigue aferrado a la causalidad.

—¿Publicarlo? ¿Dónde?

—En iótico, quise decir… en Urras. Enviárselo a Atro, como este otro, para que él lo publique allí, en una de las revistas.

—No puedes mandarles un trabajo que aún no ha sido editado aquí.

—Pero si es lo que hicimos con éste. Todo, excepto mi refutación, apareció en la revista Ieu Eun… antes que lo editáramos.

—Eso no lo pude evitar, pero ¿por qué crees que apresuré la impresión del libro? No pensarás que toda la CPD aprueba este intercambio de ideas con la gente de Urras, ¿no? Defensa pretende que cada palabra que sale de aquí en esos cargueros sea examinada por un experto de la CPD. Y como si eso fuera poco, ¿crees que los físicos provincianos que no tienen acceso a Urras no nos envidian? ¿Crees que no son envidiosos? Hay gente que está en acecho, esperando que demos un paso en falso. Y si nos equivocamos alguna vez, perderemos nuestro buzón en los cargueros urrasti. ¿Entiendes ahora?

—¿Cómo fue que el Instituto consiguió ese buzón?

—En la elección de Pegvur para la CPD, diez años atrás. —Pegvur había sido un físico de cierta distinción—. Desde entonces, he tenido que andar con pies de plomo para conservarlo. ¿Te das cuenta?

Shevek asintió en silencio.

—De todos modos, Atro no quiere leer esa cosa absurda que has escrito. Yo lo examiné y te lo devolví hace varias décadas. ¿Cuándo acabarás de perder el tiempo con esas teorías reaccionarias a que se aferra Gvarab? ¿No te das cuenta de que a ella se le fue la vida persiguiendo esas ideas? Si persistes, terminarás por ponerte en ridículo. Lo cual, por supuesto, es tu derecho. Pero no me vas a poner en ridículo a mí.

—¿Y sí lo presento aquí, entonces, para que sea publicado en právico?

—Tiempo perdido.

Shevek aceptó esto con una leve inclinación de cabeza. Se levantó, flaco y anguloso, y permaneció inmóvil un momento, abismado en pensamientos remotos. La luz invernal le caía cruda sobre la cara inmóvil y sobre los cabellos, que ahora llevaba recogidos atrás en una cola. Se acercó al escritorio y sacó un ejemplar de la pequeña pila de libros nuevos.

—Me gustaría enviarle uno de estos a Mitis —dijo.

—¡Llévate cuantos quieras! Escucha. Si crees saber más que yo, ve y somete a la Prensa ese trabajo. ¡No necesitas permiso! ¡Aquí no hay jerarquía de ninguna especie, bien lo sabes! Yo no puedo impedírtelo. Todo cuanto puedo hacer es aconsejarte.

—Tú eres el asesor del Sindicato de Prensa para los manuscritos sobre física —dijo Shevek—. Pensé que si te lo pedía ahora, ganaba tiempo para todos.

La afabilidad de Shevek era inalterable; no lucharía con Sabul tratando de dominarlo, y tampoco Sabul lo dominaría a él.

—¿Ganar tiempo, qué quieres decir? —gruñó Sabul, pero también Sabul era odoniano: se encogió como si su propia hipocresía lo atormentase físicamente, se apartó de Shevek, se volvió hacia él, y dijo, con despecho, la voz cargada de cólera—: ¡Ve entonces! ¡Presenta esa mierda maldita! Yo me declararé incompetente y no opinaré. Diré que consulten a Gvarab. Ella es la experta en simultaneidad, no yo. ¡Esa mística reblandecida! ¡El universo, la cuerda de un arpa gigantesca que oscila entre la existencia y la inexistencia! ¿Y qué música toca, a ver? ¿Pasajes de las armonías numéricas, supongo? Lo cierto es que soy incompetente, en otras palabras que no estoy dispuesto a aconsejar a la CPD o a la Prensa sobre un excremento intelectual.

—El trabajo que preparé para ti —dijo Shevek— es parte del que hice de acuerdo con las ideas de Gvarab sobre la simultaneidad. Si te interesa uno, tendrás que soportar el otro. Es en la mierda donde el grano crece mejor, como decimos en Poniente del Norte.

Aguardó un momento, esperando en vano una respuesta de Sabul. Al fin saludó y se marchó.

Sabía que había ganado una batalla,, y sin violencia aparente. Pero había habido violencia.

Tal como Mitis lo había predicho, era «el hombre de Sabul». Hacía años que Sabul había dejado de ser un físico eficiente; la reputación de que disfrutaba la había conseguido apropiándose del pensamiento ajeno. Shevek era el cerebro pensante, y Sabul cosechaba los honores.

Una situación moralmente intolerable, por supuesto. Tenía que denunciarla, y luego renunciar. Solo que no quería hacerlo. Necesitaba a Sabul. Quería publicar lo que escribía y enviarlo a los hombres que eran capaces de comprender, los físicos urrasti; necesitaba las ideas, las críticas, la colaboración de esos hombres.

De modo que habían traficado, él y Sabul, traficado como vulgares aprovechados. No había sido una batalla, sino una venta. Tú me das esto y yo te daré aquello. Niégate y te negaré. ¿Vendido? ¡Vendido! La carrera de Shevek, como la existencia de la sociedad a la que pertenecía, dependía de la continuidad de un contrato fundamental y tácito. No una relación de ayuda y solidaridad mutuas, sino una relación de explotación; no orgánica, sino mecánica. ¿Puede una función genuina nacer de una disfunción básica?

Pero si todo cuanto deseo es hacer el trabajo, argumentaba Shevek mentalmente, mientras iba por la alameda hacia el patio del domicilio en la tarde gris y ventosa. Es mi deber, es mi alegría, es la finalidad de toda mi existencia. El hombre con quien tengo que trabajar es competitivo y dominante; es un aprovechado; pero si quiero trabajar, tengo que trabajar con él.

Recordó la advertencia de Mitis. Recordó el Instituto de Poniente del Norte y la fiesta de la noche anterior a la partida. Ahora todo aquello le parecía tan remoto y tan puerilmente apacible y seguro que hubiera podido llorar de nostalgia. Cuando pasaba bajo el pórtico del Edificio de las Ciencias de la Vida, una muchacha lo miró de soslayo. Shevek pensó que se parecía a aquella muchacha joven… ¿Cómo se llamaba?… La de pelo corto, la que había comido tantos pasteles fritos en la noche de la fiesta. Se detuvo y se volvió, pero la muchacha ya había dado vuelta la esquina. En todo caso, ésta tenía los cabellos largos. Se sintió abandonado, abandonado, todo lo abandonaba. Salió del refugio del pórtico al viento de la calle. El viento arrastraba una lluvia fina, rala. Siempre era rala la lluvia, las pocas veces que llovía. Este era un mundo seco. Seco, pálido, hostil. —¡Hostil! —dijo Shevek en voz alta en iótico. Nunca había oído la lengua hablada; el sonido era muy raro. La lluvia le mordía la cara como ráfagas de pedrisca. Era una lluvia hostil. Al dolor de la garganta se había sumado un dolor de cabeza atroz, que no había advertido hasta entonces. Llegó al cuarto 46 y se echó sobre la plataforma de la cama, que le pareció mucho más baja que de costumbre. Temblaba, y no podía impedirlo. Tironeó de la manta anaranjada, se envolvió en ella y se acurrucó, tratando de dormir, pero seguía temblando, como blanco de un incesante bombardeo atómico, un bombardeo que aumentaba junto con la temperatura.

Nunca había estado enfermo, y nunca había conocido ningún malestar físico peor que el cansancio. Durante los intervalos lúcidos de aquella larga noche de fiebre, pensó a menudo que estaba volviéndose loco. Cuando llegó el día, el miedo a la locura lo llevó a la calle. Estaba demasiado asustado para recurrir a los vecinos del corredor: se había oído delirar durante la noche. Se arrastró hasta la clínica local, a ocho manzanas de distancia; las calles frías, brillantes al sol del amanecer se movían solemnemente alrededor. En la clínica le dijeron que el ataque de locura era una neumonía leve y que fuera a acostarse a la Sala Dos. Shevek protestó. La asistente lo acusó de egotista y le explicó que si se marchaba a su cuarto un médico tendría que molestarse en ir a visitarlo y atenderlo en privado. Fue a acostarse a la Sala Dos. Todos los otros ocupantes de la sala eran gente de edad. Una asistente entró y le ofreció un vaso de agua y una píldora.

—¿Qué es? —preguntó Shevek, receloso. Otra vez le castañeteaban los dientes.

—Un antipirético.

—¿Qué es eso?

—Baja la fiebre.

—No me hace falta.

La asistente se encogió de hombros.

—Bien —dijo, y siguió su camino.

La mayor parte de los anarresti jóvenes pensaban que la enfermedad era oprobiosa, quizá a causa del éxito de ciertas medidas profilácticas, y quizá también por un equívoco analógico, en este caso entre las palabras «sano» y «enfermo». Les parecía que la enfermedad era un crimen, aunque involuntario. Ceder al impulso criminal, ocultarlo tomando analgésicos, era inmoral. Rehusaban las píldoras y las inyecciones. Con la llegada de la edad madura y la vejez, la mayoría cambiaba de parecer. El dolor era peor que el oprobio. La asistente administraba los medicamentos a los ancianos de la Sala Dos, y todos bromeaban con ella. Shevek los observaba con triste incomprensión.

Más tarde apareció un médico con una aguja.

—No quiero eso —dijo Shevek.

—Basta de egotismos —dijo el doctor—. Date vuelta. —Shevek obedeció.

Mas tarde aún llegó una mujer con una taza de agua para él; pero Shevek temblaba tanto que el agua se le derramó, mojando la manta.

—Déjame en paz —le dijo—. ¿Quién eres?

Ella le explicó quién era, pero él no entendió. Le dijo que se marchara, que se sentía muy bien. Luego le explicó por qué la hipótesis cíclica, aunque en sí misma improductiva, era fundamental en una posible Teoría de la Simultaneidad, una verdadera piedra de toque. Hablaba parte en právico y parte en iótico, y en una pizarra escribió las fórmulas y ecuaciones para ella y el resto del grupo, pues temía que hubiesen entendido mal lo de la piedra de toque. Ella le acarició la cara y le sujetó los cabellos en la nuca. Tenía las manos frescas. Shevek nunca había sentido nada más agradable que el contacto de aquellas manos. Extendió el brazo para tocarla. La mujer ya no estaba allí, se había ido.

Despertó mucho tiempo después. Podía respirar. Se sentía perfectamente bien. Todo estaba bien. Prefería no moverse. Moverse hubiera sido perturbar ese momento perfecto, estable, el equilibrio del mundo. A lo largo del techo, la luz invernal era de una belleza inexpresable. Shevek la observaba, inmóvil. Los ancianos de la sala se reían a coro, risas viejas, roncas y cascadas, un hermoso sonido. La mujer entró y se sentó junto a su cama. Él la miró y sonrió.

—¿Cómo te sientes?

—Recién nacido. ¿Quién eres?

Ella también sonrió.

—La madre.

—Resucitada. Aunque tendría que tener un cuerpo nuevo, no el viejo de siempre.

—¿Pero de qué estás hablando?

—Hablo de Urras. Resucitar es parte de la religión urrasti.

—Todavía deliras. —La mujer le puso la mano en la frente.— No hay fiebre. —La voz con que pronunció estas tres palabras tocó en Shevek algo muy profundo, un lugar recóndito y amurallado, donde reverberó y reverberó en la oscuridad. Shevek miró a la mujer y dijo con terror:

—Eres Rulag.

—Te lo dije. Varias veces.

La expresión de ella era de indiferencia, hasta de buen humor. Shevek no podía reaccionar. No tenía fuerzas para moverse, pero se encogió apartándose con un temor no disimulado, como si no fuese su madre, sino su muerte. Si ella advirtió ese débil movimiento, no lo demostró.

Era una mujer hermosa, morena, de rasgos finos y proporcionados, que no mostraban las huellas de los años, aunque tenía sin duda más de cuarenta. Todo en ella era armonioso y sosegado. La voz era grave, de timbre agradable.

—No sabía que vivías aquí en Abbenay —dijo Rulag— o en otro sitio… ni si vivías. Yo estaba en el depósito de la Prensa, mirando las nuevas publicaciones, buscando material para la Biblioteca de Ingeniería, y vi un libro escrito por Sabul y Shevek, A Sabul lo conocía, claro. Pero ¿quién es Shevek? ¿Por qué me suena tan familiar? Hasta después de un minuto o más no caí en la cuenta. Extraño ¿no? Pero no me parecía lógico. El Shevek que yo conocía tendría apenas veinte, no podía haber escrito junto con Sabul tratados de meta-cosmología. ¡Pero cualquier otro Shevek tendría que ser aún más joven!… Entonces vine a ver. Un muchacho en el domicilio me dijo que estabas aquí… En esta clínica hay una espantosa falta de personal. No comprendo por qué los síndicos no piden ayuda a la Federación Médica, o de lo contrario por qué no reducen el número de admisiones; algunas de estas asistentes son médicas; ¡y trabajan ocho horas por día! Por supuesto, hay gente en las artes médicas que realmente pretende esto: un auto-sacrificio. Por desgracia, eso no siempre significa eficiencia… Fue muy raro encontrarte. Nunca te hubiera reconocido. ¿Estáis en contacto, tú y Palat? ¿Cómo anda él?

—Ha muerto.

—Ah, —No había sorpresa ni dolor en la voz de Rulag, sólo una especie de melancólica costumbre, una nota lúgubre. Shevek se sintió conmovido; le permitió verla, por un momento, como una persona.

—¿Cuánto hace que murió?

—Ocho años.

—No podía tener más de treinta y cinco.

—Hubo un terremoto en Llanos Anchos. Hacía cinco años que vivíamos allí, y él era el ingeniero de la comunidad. Él terremoto dañó el centro de aprendizaje. Él estaba allí con los otros tratando de sacar a los niños que habían quedado atrapados. Hubo un segundo temblor y el edificio entero se desmoronó. Treinta y dos muertos.

—¿Tú estabas allí?

—Yo había entrado en el Instituto Regional unos diez días antes del terremoto.

Ella cavilaba, el rostro dulce y sereno.

—Pobre Palat. De algún modo murió en su ley… junto con otros, una estadística, uno de treinta y dos…

—Las estadísticas habrían sido más altas si él no hubiera entrado en el edificio —dijo Shevek.

Ella lo miró: una mirada en la que no había ninguna emoción. Lo que dijo podía ser espontáneo o deliberado; Shevek no lo sabía.

—Tú querías a Palat.

Shevek no respondió.

—No te pareces a él. En realidad te pareces a mí, excepto en el color. Pensaba que te parecerías a Palat. Lo suponía. Qué extraños, los caminos de la imaginación. ¿Se quedó contigo, entonces?

Shevek asintió.

—Tuvo suerte —dijo Rulag con una voz ahogada, como reprimiendo un suspiro.

—Yo también.

Al cabo de un rato, Rulag sonrió débilmente.

—Sí. Pude haberme comunicado con vosotros. ¿Me guardas rencor?

—¿Guardarte rencor? Nunca te conocí.

—Me conociste. Palat y yo te teníamos con nosotros en el domicilio, aun después del destete. Los dos queríamos que fuera así. El contacto individual es tan importante en estos primeros años; los psicólogos lo han demostrado de un modo concluyente. La verdadera socialización sólo puede desarrollarse a partir de ese núcleo afectivo inicial… Yo quería continuar viviendo con Palat. Traté de conseguir que le dieran un puesto aquí en Abbenay. Nunca hubo una vacante apropiada, y él no quería venir en esas condiciones. Era bastante testarudo… Al principio escribía de cuando en cuando, para decirme cómo estabais, luego dejó de escribir.

—No tiene importancia —dijo el joven. Tenía la cara, enflaquecida por la enfermedad, cubierta de gotas de sudor, que brillaban como plata, como si le hubieran ungido las mejillas y la frente.

Hubo un nuevo silencio, y Rulag dijo con su voz modulada, agradable:

—Bueno, sí; tenía importancia y todavía la tiene. Pero fue Palat quien se quedó contigo y quien cuidó de ti durante esos años. Era afectuoso, era paternal, como no lo soy yo. Para mí, lo primero es el trabajo. Siempre lo fue. Aun así, me alegro de que estés ahora aquí, Shevek. Tal vez ahora pueda ayudarte de algún modo. Sé que Abbenay es un lugar abominable al principio. Uno se siente perdido, aislado, sin esa simple solidaridad de las pequeñas poblaciones. Conozco gente interesante que quizá te gustaría conocer. Y gente que podría serte útil. Conozco a Sabul; tengo alguna idea de lo que habrás tenido que soportar, con él, y con todo el Instituto. Allí juegan a quién domina a quién. Se necesita un poco de experiencia para ganarles de mano. En todo caso, me alegro de que estés aquí. Me da un placer que nunca esperé sentir… una especie de felicidad… Leí tu libro. Es tuyo ¿no es verdad? ¿Por qué, si no, aceptaría Sabul co-publicarlo con un estudiante de veinte años? El tema está fuera de mi alcance, no soy más que una ingeniera. Confieso que estoy orgullosa de ti. Es extraño ¿no? Irracional. Posesivo, incluso. ¡Cómo si tú fueses algo que me pertenece! Pero a medida que una envejece, necesita para seguir viviendo ciertos consuelos, que no siempre son del todo razonables.

Shevek vio la soledad y el dolor de Rulag, y los rechazó. Eran una amenaza para él. Amenazaban la lealtad que lo había unido a Palat, el amor claro y constante en el que había crecido. ¿Qué derecho tenía ella, que había abandonado a Palat cuando era desdichado, a acudir ahora, cuando ella era desdichada, al hijo de Palat? El no tenía nada, nada que brindarle, ni a ella ni a nadie.

—Hubiera sido mejor —dijo— que siguieras pensando en mí como una estadística.

—Ah —dijo ella, la dulce habitual, desolada respuesta, y apartó los ojos.

Los hombres viejos reunidos en el fondo de la sala se codeaban, admirándola.

—Supongo —dijo ella— que estuve tratando de reclamar algún derecho sobre ti. Pero pensé que tú también reclamarías algún derecho sobre mí. Si querías hacerlo.

Shevek no contestó.

—Excepto biológicamente, no somos, por supuesto, madre e hijo. —Otra vez tenía en los labios la débil sonrisa—. No te acuerdas de mí, y el bebé que yo recuerdo no es este hombre de veinte años. Todo eso es tiempo pasado, sin importancia. Pero somos hermano y hermana, aquí y ahora. Que es lo que en realidad importa ¿no es cierto?

—No lo sé.

Rulag se quedó un momento sentada, sin hablar, y luego se levantó.

—Necesitas descanso. Estabas muy enfermo la primera vez que vine. Dicen que ahora estás bien. No creo que yo vuelva.

Shevek no habló.

—Adiós, Shevek —dijo ella y dio media vuelta mientras hablaba. Shevek tuvo una visión o una imagen alucinatoria de la cara de Rulag: la vio transfigurarse mientras se despedía, vio cómo se rompía, se hacía añicos. Rulag salió de la sala con el andar grácil y acompasado de una mujer hermosa, y él vio que se detenía en el vestíbulo y hablaba sonriendo con la asistente.

Shevek dio rienda suelta al miedo que había venido con ella, la impresión de una promesa rota, de la incoherencia del tiempo. Estalló. Se echó a llorar, tratando de esconder la cara en el hueco de los brazos, pues no tenía fuerzas para darse vuelta en la cama. Uno de los viejos, los viejos enfermos, se acercó y se sentó al costado de la cama y le palmeó el hombro.

—Está bien, hermano. Está bien, hermanito —murmuró. Shevek lo oyó y sintió la caricia, pero eso no lo consoló. Ni del hermano hay consuelo en la mala hora, en la oscuridad al pie del muro.

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